Introducción
La titulación de CC. de la Educación de la Universidad de Santiago cumple 50 años. Decir eso en una Universidad con más de 500 años de historia, tampoco es como para echar las campanas al vuelo, pero no deja de tener su mérito, sobre todo para quienes los hemos vivido de pleno. Más allá de los edificios que las alojan y de las estructuras administrativas que las hacen funcionar, las Facultades y sus titulaciones siguen siendo ecosistemas particulares en los que se enseña y se aprende, pero, sobre todo, en los que se vive de forma intensa. Y eso porque no solo las personas, también las instituciones viven su propia historia con momentos de esplendor y otros de crisis, desarrollando una presencia tangible y enriquecedora en su entorno o quedando al margen de las dinámicas sociales y culturales que dinamizan su espacio geográfico. En la perspectiva dilatada de estos cincuenta años de los estudios de Educación, los hemos visto nacer, crecer y madurar buscando una identidad propia. Hemos pasado por grandes avances cuando soplaban vientos favorables y por no pocos periodos de estancamiento cuando los vientos externos y/o las energías internas pasaban por momentos de crisis. En fin, hemos hecho juntos, la Facultad, las CC. de la Educación y quien esto les cuenta, un largo recorrido de 46 años.
En este contexto del cincuentenario institucional nos han encargado a los mayores de la casa que hagamos nuestro propio balance. No sé si es buena idea hurgar en el baúl de los recuerdos y las vivencias de tantos años. Puede resultar una reconstrucción emotiva, sin más, y, además, llena de claroscuros y añoranzas seniles. Ya señalaba Hargreaves que hay una nostalgia buena y otra que no es buena. La buena es la que te lleva a rememorar el pasado de forma que te dé fuerzas y energías para afrontar el futuro. La mala te lleva a refugiarte en el pasado y a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y que las cosas ya nunca volverán a ser lo que eran. Los mayores corremos el riesgo de deslizarnos por el tobogán de esa nostalgia mala. Ojalá sea yo capaz de evitar esa tentación. Lo que no podré evitar en ningún caso es que lo que aquí cuento sea mi versión, mi postverdad, una narración a la medida de quien la hace. Entiendo que con eso ya cuentan quienes se animen a leerlo.
En fin, obediente como soy, asumo esa tarea con gusto y con algo de recelo sobre cuál sea el resultado final. Y me gustaría hacerlo moviéndome en el marco de tres miradas complementarias: una mirada personal que sirva de contexto; una mirada institucional que hable de la Facultad y la titulación como casa común de quienes hemos vivido y trabajado en ella; y una mirada disciplinar que me sitúe en el área de conocimiento de la Didáctica que ha sido mi espacio académico. Vamos allá.
La mirada personal: mis 46 años de vida académica en la Facultad.
El tiempo y la vida (es decir, la edad) tiene sus propios momentos o etapas que debes ir atravesando como caminante tenaz: la infancia, la adolescencia, la madurez, la plenitud, la jubilación y…. lo que venga después. Cada uno de esos momentos tiene sus quehaceres. Lo digo porque estoy justo en ese momento vital en la que se me acumulan los cincuentenarios. En septiembre de año pasado celebré los 50 años de mi licenciatura en Psicología y pocas semanas después repetí el cincuentenario con los y las compañeras de la licenciatura en Pedagogía. He celebrado este año las bodas de oro matrimoniales. Y me toca ahora celebrar los 50 años de la titulación de CC. de la Educación. Mucha acumulación de cincuentenarios. Una sobredosis de nostalgia.
Si es ahora cuando nuestra Facultad cumple 50 años, eso quiere decir que su inicio data del año 1974. Es decir que yo no tuve el honor de ser miembro fundador. Llegué a Santiago el mes de septiembre de 1978, tras 5 años de trabajo en universidades madrileñas. Me Licencié simultáneamente en Psicología y en Pedagogía en la Universidad Complutense en 1973 y me invitaron a quedarme allí como profesor ese mismo año. Cada Facultad integraba diferentes carreras y los planes de estudio incluían un primer curso con materias comunes para todos sus estudiantes. La nuestra abarcaba tres especialidades (Filosofía, Psicología y Pedagogía). La progresiva masificación de los estudios universitarios hizo que se multiplicaran los estudiantes y, como consecuencia, que se requiriera de muchos más profesores. Esa fue mi suerte. Recuerdo que me encomendaron clases en el nocturno y asumí la docencia de la materia “Introducción Empírica a las Ciencias de la Educación” en los grupos M y N (¿se figuran?, de la A a la N, 13 grupos de en torno a 100 estudiantes cada uno estudiando primer curso…). Al año siguiente (el año de inicio de la Facultad de Santiago) cambió el modelo y ya no se necesitaba tanto profesorado. Pasé a dar clases en la UNED haciéndome cargo de la materia de Didáctica. En ella trabajé los 4 años siguientes. Era un trabajo muy diferente, sin clases presenciales y con estudiantes (centenares) repartidos por toda la geografía nacional (y en otros países). A pesar de echar de menos a los estudiantes, fueron años muy fértiles porque tuve la oportunidad de coincidir con magníficos profesores del área de Didáctica (José Fernández Huerta, Miguel Fernández Pérez, Pepe Gimeno, Antonio Medina). Fui coautor de los textos de Didáctica II: Programación, métodos y evaluación y, a partir de ahí, comenzó mi etapa de académico.
La llegada a Santiago fue bastante casual. Desde luego, Galicia siempre estuvo en mi punto de mira, sobre todo porque aquí se encontraba la familia de Elvira, mi esposa, y aquí había nacido nuestro hijo; pero, si por ella hubiera sido, nos habríamos quedado en Madrid. Sin embargo, yo veía que en Madrid estaba metido en demasiadas cosas. Inicié, con Enrique Martínez Reguera, el programa de familias funcionales para menores inadaptados (los pisos PROMESA) y llevé a vivir conmigo a 6 chavales problemáticos de un Centro de Menores de Madrid; me gradué en Criminología en la Complutense; daba mis clases en la UNED y en Comillas; me vinculé al Instituto de la juventud con Jesús Valverde; asesoraba en psicología escolar a 11 colegios de Madrid y así múltiples cosas y compromisos. Abusaba de mi juventud y ánimo, pero estaba metido en una vorágine que no facilitaba el que pudiera concluir la tesis y conciliar con sosiego la vida familia, la de educador social y la de docente pluriempleado.
Y en esas, resultó que estando un día en la librería Kapelusz conocí a un profesor que enseñaba Didáctica en Santiago, José Rioja. Él me conocía a mí por las unidades de la UNED. Me comentó que iba a dejar Santiago porque se venía a trabajar con la editorial Kapelusz y que su puesto quedaba libre. Resultó, además, que por aquellas estaba de Secretario General de la USC, el profesor Gonzalo Vázquez que había sido profesor mío en la Complutense. Le escribí y me animó a que solicitara el puesto. Eso hice y, efectivamente, me seleccionaron. Y cuando llegó septiembre, dejé la UNED y me vine a Santiago. Dejaba en Madrid a mi mujer con nuestro hijo de 1 año y poco y embarazada de nuestra segunda hija. Yo tomaba el tren a Santiago los domingos por la noche (aquellos trenes nocturnos con literas que tardaban 11 horas en llegar) y regresaba a Madrid los viernes por la noche. Mucho lío.
Tampoco fue sencilla mi integración en la Facultad: nuevo lugar, nueva universidad, vida en solitario, persona que viene de fuera, en fin… un inicio complicado. No fue fácil, la verdad, pero, al final, me encontré con unos estudiantes empáticos y entregados que aliviaron mis dudas y facilitaron mi integración en el cuerpo docente de la Facultad.
Afortunadamente mi presencia se fue consolidando. Mi estilo de enseñar resultaba novedoso porque implicaba a los estudiantes en actividades que iban más allá de lo académico. No sé, quizás fuera porque todos, docentes y estudiantes, éramos muy jóvenes, pero recuerdo con emoción que la relación con los estudiantes era muy próxima y el aprecio mutuo evidente. Compartíamos actividades fuera del espacio académico: viajes, celebraciones, partidos de fútbol de estudiantes contra profesores (desde entonces tengo mi espinilla llena de cicatrices), visitas a instituciones, dinámicas de grupo, actuaciones de voluntariado pedagógico (por ejemplo, llevamos de colonias a medio centenar largo de niños del Centro de Menores de Ourense que no tenían familia o que no podían ir con ellas; estuvimos 15 días con ellos en La Lanzada y eso significó un auténtico bautismo pedagógico para los estudiantes). En fin, fue un tiempo docente fantástico. Visto ese periodo desde este presente académico asentado en relaciones interpersonales cálidas pero distantes, uno siente cierta añoranza. Hoy en día, la diferencia de edad, de mentalidad y de estilo de vida entre estudiantes y profesores es tan importante que resulta inimaginable esa conexión entre sus mundos. Quizás lo pienso porque ya soy mayor, pero lo que llama la atención es que tampoco la ves en el profesorado joven, probablemente porque las exigencias de la academia (investigación, publicaciones, actividades burocráticas, diversidad de materias a impartir, etc.) hacen muy difícil el tener tiempo y ánimo para disfrutar de la relación, sea con tus colegas profesores, sea con los estudiantes.
Debo reconocer que mis 46 años de docencia en nuestra Facultad han significado un recorrido magnífico, una fuente permanente de desarrollo personal y profesional. Después del permanente estrés madrileño, acabé mi tesis doctoral en un año, fui adjunto de universidad en dos años más y catedrático a los 38 años. Tenía toda una vida por delante para disfrutar de la docencia universitaria y para poner en marcha las innúmeras iniciativas que se me iban ocurriendo.
50 años son muchos años, es mucha vida, da tiempo para muchas cosas. Y en eso, en permitirte construir un recorrido profesional exitoso, la USC y nuestra titulación han sido generosas conmigo. Mi itinerario académico ha ido variando en función de los compromisos profesionales que se iban presentando. He ejercido la docencia, la investigación y la gestión; he disfrutado de una intensa presencia tanto en la pedagogía nacional como en la internacional (sobre todo, en Iberoamérica); he publicado numerosos libros y artículos; he puesto en marcha iniciativas (asociaciones, congresos, revistas) vinculadas a temáticas pedagógicas variadas que aún permanecen tras muchos años… En resumen, me he sentido orgulloso de pertenecer a nuestra titulación, nuestra Facultad y nuestra Universidad y he hecho gala de ello allí donde iba.
En fin, soy consciente de que toda esta introducción autoscópica sobraba. Pero qué quieren que les diga, hace solo unos días (31 de agosto del 2024) se ha cerrado definitivamente mi pertenencia formal a la USC. Me lo venía avisando la burocracia académica durante todo el verano: recuerde usted, insistían, que su contrato de emérito finaliza el último día de Agosto y que a partir de esa fecha dejará de pertenecer a la institución y de disfrutar de sus servicios. Ha concluido mi etapa de contrato formal, aunque el ser emérito no caduca y lo seré mientras viva, pero los bots académicos no entran en matices. Así que estoy en esa fase en que sientes la angustia de que tu nombre, tu imagen y tu presencia de tantos años en la Facultad se va a ir diluyendo hasta desaparecer del todo. No descarto que este texto no sea sino expresión de ese duelo interior. Disculpen.
La mirada institucional: una Facultad en permanente evolución (no siempre hacia adelante).
Como ya he comentado, llegué a la Facultad y a la titulación en el inicio del curso 1978-79. Por entonces, la carrera de CC. de la Educación tenía tan solo 4 años de vida y esa infancia institucional era patente tanto en su equipamiento, como en su profesorado y en su dinámica interna.
Comencé dando clases en Fonseca para trasladarnos al siguiente año a Juan XIII (a los espacios que hoy ocupa la Facultad de Enfermería). Unos años después tuvimos que dejar ese espacio porque el peso de los libros comprometía las débiles estructuras del edificio y nos trasladaron al Campus Sur (hoy Campus Vida), al espacio que seguimos ocupando en la actualidad. Cuando los estudios de Magisterio se incorporaron a la Facultad de CC. de la Educación, pasamos a estar organizados en dos sedes. Esta doble ubicación de los edificios, que dificultaba una auténtica fusión de ambas instituciones, fue desde el inicio una fuente de problemas. La necesidad de estar todos en un solo edificio se convirtió en una reivindicación constante frente al rectorado. Aún seguimos en ello.
Vista nuestra Facultad y la titulación a fecha de hoy (orgánicamente completa, bien dotada de espacios y equipamiento, dinámica, potente), cuesta imaginarse la situación en aquellos momentos iniciales. Al profesorado joven actual se le haría, seguramente, inimaginable una situación parecida. Eran carencias sustantivas, claro, si lo vemos con ojos de ahora. En realidad, era la situación propia de aquellos años. Es decir, las cosas han mejorado porque los tiempos han avanzado y las universidades han evolucionado con el tiempo. Varios aspectos de esta evolución merecen una mención especial en este momento del cincuentenario.
La revolución tecnológica
Quizás sea la más llamativa. En eso, la universidad no se diferencia de la vida social en general. Recuerdo que a poco de llegar a la Facultad comencé a integrarme en actividades y programas europeos. Formé parte de la ATEE (Association for Teacher Education in Europe) y recibía comunicaciones frecuentes desde Estrasburgo, normalmente a través de Fax. La cosa es que había un solo Fax en toda la USC. Estaba ubicado en el Rectorado y allí teníamos que ir todos para recogerlos o enviarlos. ¡Un fax para toda la universidad! Baste recordar, a más a más, que tuve que escribir mi tesis doctoral en una máquina de escribir. Y haciendo varias copias mediante aquel papel calco que poníamos entre cada folio. Si a media página cometías un error (algo más frecuente de lo soportable) allá iba todo el trabajo y debías reiniciar la hoja de nuevo.
Afortunado de mí, disfruté del primer ordenador Spectrum, primero el de 8 bits y, después, el de 48. Después llegaron los Mac (yo me apunté desde el inicio a ellos, con el problema de que en Santiago no existía ninguna casa que los vendiese y ofreciera servicio técnico y teníamos que ir a Vigo) y los PCs. Y así, pasito a pasito fuimos recorriendo el largo camino de la revolución tecnológica. Y desde entonces ya ven hasta dónde hemos llegado.
La evolución organizativa: una lucha permanente por la identidad
Nuestra Facultad de finales de los 70 era una institución tricéfala (Filosofía, Psicología y CC. de la Educación) y, por ende, excesivamente compleja. La convivencia de Pedagogía con Filosofía era aceptable; en cambio, la relación con Psicología siempre ha sido difícil y con reivindicaciones encontradas. La posterior separación de las titulaciones en Facultades diferenciadas mitigó los problemas internos, aunque sin superarlos del todo pues la naturaleza compartida de los espacios profesionales de psicólogos y pedagogos es propicia a provocar permanentes reclamaciones divergentes. En general, la historia de la Facultad de CC. de la Educación ha estado acompañada de una pelea permanente por conquistar y mantener su propio territorio disciplinar y profesional. Lo hizo frente a Psicología, con más derrotas que victorias, y lo ha tenido que seguir haciendo frente a las Facultades disciplinares en su deseo de desarrollar en sus propias instalaciones la formación de docentes, a través del máster de Educación Secundaria. Da la impresión de que es una batalla que no acabará nunca.
Por otra parte, la organización formal de las instituciones universitarias ha venido marcada por las sucesivas normativas que le eran de aplicación. Y hay que reconocer que en este medio siglo que ahora recordamos hemos ido avanzando a trompicones. La tendencia general ha sido la progresiva atomización de los estudios en busca de una mayor especialización de los saberes impartidos. Tendencia que se ha ido compaginando con movimientos, no siempre coherentes, en lo que se refiere a la organización del profesorado. Ya anticipaba Fernández Carvajal, en 1994:
“la Universidad y las Facultades han venido a reducirse a servicios administrativos, útiles sin duda (...) pero ajenos a la vida propiamente académica. Y la cosa irá a más: lo más seguro es que nuestros Departamentos sean víctimas del mismo destino. Pasará entonces la sabia cultural a las llamadas “áreas”, integradas ahora en magnífico ciempiés dentro de unos departamentos generalmente heteróclitos” (p.88)
En ese juego complejo de competencias entre Facultades, Departamentos y Áreas hemos perdido mucha de la energía de que disponíamos para la colaboración. Los departamentos se convirtieron en esferas de poder y reivindicación hasta desdibujar la función de la propia Facultad relegándola a funciones administrativas. Y si lo que se buscaba era generar espacios disciplinares más sólidos, coherentes y amigables, tampoco eso se logró. Y el efecto más relevante en el desarrollo de las Facultades (también en la nuestra) es que los departamentos actuaron como auténticos paladines de la homeostasis institucional (Zabalza, 2000): cualquier propuesta de cambio sustantivo se hacía imposible, pues ningún departamento quería sufrir la pérdida de sus horas de docencia, ni de los privilegios que estuviera disfrutando.
Aún recuerdo con pena el caso de una Facultad (en este caso no era la nuestra, pero lo que nosotros vivíamos tampoco era tan diferente) en la que estuve casi un año trabajando con ellos para diseñar nuevos Planes de Estudio. Todo fue bien y consensuado mientras discutíamos la filosofía y las líneas maestras de la nueva propuesta curricular. Todo, hasta que llegó la hora de ponerles nombre y organizar las disciplinas. En ese momento, uno de los directores de departamento fue tajante: “amigo, me dijo, se ha acabado la hora de la filosofía y comienza la hora de las calculadoras”.
Ésa era la lógica: nadie debía perder nada de lo que ya tenía. Era impensable que alguno/a de los negociadores volviera a su departamento a decir que el nuevo Plan de Estudios suponía que en el futuro tendrían menos horas de docencia (y, por ende, menos profesorado o menos necesidad de reclamar nuevos docentes). Por tanto, se hacía imposible que las Facultades tuvieran su proyecto educativo institucional o que modificaran el que tenía, a menos que dicho proceso supusiera dejar todo como estaba. Ganaba siempre la tendencia a la homeostasis, frente a las dinámicas de cambio.
Una historia esforzada, por tanto, y ambivalente en la que hemos participado, con más o menos acierto, quienes hemos asumido en unos momentos u otros el liderazgo institucional. Pese a todo, a día de hoy, y desde mi perspectiva, nuestra Facultad es bien conocida en el contexto académico nacional e internacional, y posee una imagen propia y un prestigio notable en el conjunto de instituciones educativa de nivel superior. Y ese prestigio se ha proyectado tanto a nivel europeo como iberoamericano. Lo que he ido sintiendo en mis viajes por distintas universidades es que se nos respeta mucho. Que somos punteros en ámbitos de gran relevancia en nuestro sector: Pedagogía universitaria, Pedagogía social, Pedagogía ambiental, Tecnología educativa, Educación infantil, etc. Y eso citando solo ámbitos en los que yo he comprobado ese prestigio. Seguro que hay otros, menos conocidos por mí, en los que el prestigio ganado sea igualmente mencionable.
La presencia social
Uno de los aspectos de los que podemos sentirnos más orgullosos es seguramente el compromiso que nuestra titulación ha asumido con respecto a la Educación en Galicia. Y lo interesante es que, aunque con picos y valles según las circunstancias políticas o personales, esa presencia social ha sido bidireccional: desde la Administración Educativa se ha contado con nosotros y desde la titulación se ha buscado colaborar con la Administración. Pero, más allá de las relaciones oficiales, la titulación y su profesorado ha colaborado siempre con las escuelas e instituciones educativas. Y lo ha hecho siempre con vocación de servicio.
Probablemente, el propio hecho de que muchos profesores y profesoras hayan ejercido antes como docentes en diversos niveles educativos, ha ayudado mucho a esa empatía entre lo académico y la educación real. Hemos estado en movimientos de renovación pedagógica, en programas de innovación de diversa naturaleza, en la dirección de los museos pedagógicos, en la formación inicial y permanente del profesorado, en la investigación de procesos de aprendizaje, en las escuelas hospitalarias y en las penitenciarias, etc.
El problema que yo le veo a esta presencia y colaboración real con las escuelas e institutos es que siempre se ha desarrollado a título personal y no como un elemento identitario de la Facultad o la titulación. Salvo en el tema de las prácticas escolares, el resto de iniciativas surgen y se desarrollan a título personal y basadas en el esfuerzo de quien las desarrolla. Si la Facultad contara con un Proyecto Educativo y en él se incluyera ese contacto permanente con las escuelas y la sociedad como un elemento más de la formación que ofrecemos a nuestros estudiantes, yo creo que esta relación cambiaría de naturaleza y se haría más sostenible. Formaría parte de su identidad institucional y formativa.
La colegialidad: el sueño imposible
Si la universidad puede definirse como comunidad de profesores y estudiantes que desarrollan procesos formativos, las Facultades y sus titulaciones y departamentos deberían ser la primera y más nítida expresión de aquello que se pretende ser a nivel global. Y éste es mi principal frustración con respecto a nuestra Facultad: la incapacidad demostrada para lograr una comunidad sinérgica y eficiente.
Si alguna Facultad puede enorgullecerse de interdisciplinaridad en su misión, en su profesorado, en su estructura curricular, ésa Facultad es la de Ciencias de la Educación. Más allá de la Pedagogía (ya de por sí multidisciplinar), tenemos en la Facultad especialistas en psicología, sociología, matemáticas, geografía e historia, arte (en sus diversas expresiones), filología, filosofía, motricidad y deporte, etc. Todo un collage multicolor de disciplinas. Trabajar juntos, compartir conocimientos y competencias entre todos podría generar un ecosistema formativo y vital alucinante. Desde el punto de vista de la riqueza y policromía del profesorado, nuestra Facultad no tiene parangón con ninguna otra.
Cierto es que esa diversidad de antecedentes formativos también dificulta la integración y que, por tanto, se requiere de una amalgama transversal que permita la conexión cultural y operativa. Es el papel que debería jugar nuestra identidad como docentes y nuestro sentimiento de pertenencia a una Facultad dedicada a la educación. Y eso es lo que no hemos logrado en estos largos 50 años. No es que no existan actuaciones conjuntas entre docentes, pero cuando aparecen siempre lo son a título personal. Diríamos que no forman parte de la coreografía institucional, de la cultura que se vive en la Facultad.
Nos hemos socializado como agentes individuales que desarrollan su docencia a título individual y autónomamente. Y bajo esa estructura identitaria concebimos nuestra profesión y organizamos nuestro trabajo. Dar clase en la titulación (y en la Facultad, en general) no se concibe como la tarea de alguien que forma parte de un grupo docente encargado de desarrollar un proyecto colectivo (el currículo formativo de nuestros estudiantes). En cambio, eso es justamente lo que hacemos cuando participamos en un proyecto de investigación. Sentimos que nos integramos en un grupo y que se requiere el trabajo combinado de todos sus miembros para que la tarea resulte eficaz. Pero no nos sale en la docencia. En la docencia no somos un grupo que actúa como tal, somos el sumatorio resultante de un conjunto de docentes que actúa cada quien a su manera. Y en nuestro caso, eso tiene aún más pecado pues debiéramos ser, en ese sentido, un modelo donde el resto de facultades se mirasen.
Pero, así y todo, lo penoso es tener que reconocer que, en una Facultad con una riqueza tan grande de posibilidades, no hayamos sido quien de lograrlo. Y cabe suponer que esa colegialidad no surgirá de iniciativas individuales aisladas. Es la institución como tal (y sus líderes) quienes tienen que ir dando pasos en esa dirección. A la vista está que quienes hemos tenido hasta ahora esa responsabilidad, no hemos sabido hacerlo.
El marasmo de los sucesivos planes de estudio
Uno de esos capítulos en los que, personalmente, creo que hemos ido retrocediendo durante los sucesivos periodos de vida de la Facultad, es el que se refiere a la concepción y configuración de los Planes de Estudio. Obviamente, ésta es mi visión personal que, con seguridad, otros colegas no compartirán.
Es verdad que los cambios curriculares vienen marcados por las políticas académicas de cada gobierno. Pero, aun siendo eso verdad, creo que institucionalmente podríamos haberlo hecho mejor. En la práctica, siempre tuvimos un cierto espacio para adoptar decisiones que nos permitieran diseños curriculares más modernos, flexibles y dinámicos, pero no los aprovechamos. A veces por razones presupuestarias (las disciplinas optativas encarecen la docencia); otras por mantener el statu quo y no abandonar la particular zona de confort (suele resultar que cualquier innovación siempre supone más trabajo); otras, simplemente por intereses particulares o de grupo (cátedras y departamentos que defienden sus territorios). Imposible.
Y no es que, a lo largo de estos 50 años no hubiera sucesivas propuestas y oportunidades de cambio, todas ellas bienintencionadas. Las hubo, y muchas. Los legisladores han estado sistemáticamente haciendo propuestas que combinaran los saberes generales y los específicos de cada profesión. Ya a comienzo del S. XX, Unamuno señalaba en 1902 la necesidad de combinar la formación especializada para una profesión con una formación más amplia, que llevara a una madurez personal y cultural de los estudiantes:
«las Facultades no deben reducirse a ser simplemente Escuelas de abogados, médicos, farmacéuticos o catedráticos, sino que han de ser, además y sobre todo, centros de elevada cultura, y de formación de filosofía, ciencias, letras y artes» (Unamuno, M., 1902, p. 7).
Esa ha sido una constante de la filosofía de los cambios curriculares: incorporar cursos comunes, conocimientos y competencias transversales, espacios curriculares interdisciplinares. Yo mismo he recorrido muchas universidades (incluida la nuestra) haciendo propuestas en ese sentido, pero ha sido como hablar en el desierto. Tras idas y venidas todo ha quedado en papel mojado. Se ha insistido permanentemente en la idea de que el conocimiento solo es formativo y útil si se trabaja de una forma profunda y no necesariamente superespecializada, pero los currículos han tendido siempre a atomizar los contenidos y multiplicar las materias. De las 5 materias anuales que cursamos quienes recorrimos la etapa universitaria en los años 70 y 80, hemos pasado a 12-15 materias teóricamente semestrales, pero en la práctica cuatrimestrales, que solo permiten surfear por los temas del programa. Han proliferado las dobles titulaciones que no hacen otra cosa que reducir las disciplinas a su esqueleto y hacer imposible el sosiego que todo buen aprendizaje requiere. En fin, he de confesar que he vivido con amargura cada sucesiva experiencia de nuevos planes de estudio, teniendo la sensación de que cada vez íbamos en la dirección opuesta a la conveniente: más materias, menos tiempo, menos materias sustantivas y más de procedimientos técnicos; más carga de materias diferentes para cada docente provocando menos ajuste entre su perfil y los contenidos a enseñar; menos posibilidad de proyectos interdisciplinares, etc. Aunque el ministro Maraval venía a decir en 1983 al presentar la LRU que la filosofía del ministerio era crear planes de estudio acordes con las innovaciones que se iban produciendo en el conocimiento y conformados de tal forma que posibilitaran currículos flexibles, no es ése el camino que han adoptado las titulaciones (incluidas las nuestras). Yo tuve la fortuna de formarme en una Facultad de Filosofía y Letras con dos años comunes y tres de especialidad, con solo 5 materias cada curso y todas anuales. Considero que, como estudiante, fue un privilegio. Por eso solía mostrar mis condolencias a los estudiantes que pasaban por mis clases y me transmitían su agobio y su mentalidad estratégica (estudiar solo lo que va a examen y solo con los apuntes), por su mala suerte en cuanto a la carga curricular que les había tocado sufrir. ¡Pobres!
La mirada didáctica: el deslizamiento progresivo del tronco a las ramas.
He señalado al inicio que mi incorporación a la USC la realicé ya con la etiqueta de profesor de Didáctica. También en Santiago existía la materia que yo enseñaba en la UNED (Didáctica II) y eso me vino bien pues sobre ella habíamos generado en 1976 unas unidades didácticas que se comenzaban a utilizar en varias universidades. Claro que, como cualquier ingresante en una nueva institución, tuve que apandar con otras muchas disciplinas del currículo: Diagnóstico Escolar; Tutoría y Orientación Educativa; Organización Escolar, etc. etc. Sin embargo, poco a poco se fue acotando mi territorio académico y pude volver a mi espacio original: la Didáctica II.
50 años es mucho tiempo en la vida de las personas y lo es, también, en la evolución de las disciplinas. Desde luego, la evolución del campo de la didáctica (en todas sus parcelas temáticas y operativas) en estos 50 años ha sido espectacular. En el año 1998, la Revista de Curriculum y Formación de Profesorado nos invitaba a varios profesores del área (Moreno, Escudero, Bolívar y yo mismo) a un debate en torno a la evolución de los estudios curriculares en España. Juan Manuel Moreno construyó el texto de partida (Notas para una genealogía de los estudios curriculares en España) y los demás fuimos posicionándonos con respecto a lo que él señalaba. Fue interesante. Lo traigo a cuento aquí porque lo que allí comenté tiene mucho que ver con este asunto de la evolución de la Didáctica.
Decía yo en mi aportación al debate (De la genealogía a la biografía: ¿qué ha pasado con la Didáctica en estos últimos 25 años?) que podíamos analizar la evolución del contenido y enfoque en las disciplinas como una especie de conversación que se va construyendo y reconstruyendo en función de los personajes que participan en ella y de las influencias externas que condicionan sus posiciones:
“Entiendo yo que los procesos históricos no surgen sin más, sino como movimientos sucesivos de adaptación entre realidades y discursos. Los sucesivos enfoques o doctrinas, en los diversos ámbitos del pensamiento y la ciencia, no son sino movimientos conversacionales entre las personas (o los pueblos) y la realidad que les toca vivir. Cada uno de esos pasos conversacionales supone un paso adelante, un intento de dar respuestas a situaciones nuevas o a estados antiguos que se vuelven problemáticos” (p.54).
En nuestro caso, la didáctica ha ido evolucionando a través del diálogo (no siempre pacífico) que se ha ido produciendo entre disciplinas y entre docentes: diálogo con la bibliografía disponible, diálogo con los agentes externos (escuelas, movimientos de renovación, experiencias internacionales), diálogo con la legislación y sus exigencias. Estoy convencido de que la evolución de los saberes y las prácticas didácticas han evolucionado al socaire de ese diálogo. Y avanzaron más cuando el diálogo era intenso (se leía mucho, había reuniones y congresos, manteníamos una cultura de debate e incluso de confrontación), y se ha ralentizado o desaparecido esa evolución a medida que esa conversación ha desaparecido o ha quedado circunscrita a una producción científica orientada casi exclusivamente a la obtención de méritos académicos. Y el camino que hemos recorrido en esa evolución ha sido enorme.
Seguramente al profesorado joven le costará creérselo, pero la Didáctica General que yo estudié en la Univ. Complutense con el prof. Pacios al inicio de los años 70 era pura especulación semántica. De ese punto inicial de la “conversación” salimos, afortunadamente, pronto. La aparición por aquellos años de nuevos colegas del área (Fernández Huerta, Rodríguez Diéguez, Adalberto Ferrández, José Gimeno, Fernández Pérez, Escudero, etc.) defendiendo una visión más positivista y empírica de la Didáctica, centrando el discurso en lo real y lo práctico, buscando nuevos lenguajes y nuevos parámetros de cientificidad, supuso una especie de liberación del yugo de lo especulativo. Nuevamente volvía a hablarse de la enseñanza y el aprendizaje como procesos concretos, visibles, medibles, controlables técnicamente.
A esa fase de la conversación pertenezco yo mismo y ésos fueron los planteamientos con que inicié mi docencia en Santiago. Algunos de los didactas citados habían sido mis profesores, todos ellos fueron compañeros de trabajo y algunos fueron coautores conmigo de textos sobre la Didáctica. No recuerdo muy bien qué programa de Didáctica se impartía en Santiago en los inicios, pero, probablemente, no difería mucho del que venía desarrollando yo mismo en la UNED. Comencé mis clases de Didáctica con quienes cursaban en el 1978 cuarto curso de carrera (la segunda promoción de pedagogos/as de Santiago), así que solo un curso (quienes estaban ese año en quinto curso) se libró de mis clases. Y desde ese curso, al menos durante 30 años más, he cubierto yo la materia de Didáctica II. Para bien o para mal (espero que sea lo primero) he sido el responsable (junto al prof. Rosales que impartía la Didáctica I) de una parte de la formación didáctica de los pedagogos y pedagogas de Galicia.
¿Ha cambiado mucho la Didáctica en estos 50 años? Sí, claro. ¿Ha cambiado en Santiago? Pues sí, también, aunque sin especiales rasgos diferenciadores. Y es bueno reconocer que Santiago ha liderado algunos movimientos importantes de evolución del pensamiento y las prácticas en el área de Didáctica: en formación del profesorado, en el Practicum, en comunicación didáctica, en evaluación, en Formación Profesional, en didáctica para la Educación Infantil, en docencia universitaria. Pero, en términos generales, hemos ido avanzando en línea con el resto de universidades.
En los años 80 apareció en nuestro firmamento semántico la estrella rutilante del Currículo y todos nos pusimos de inmediato a adorarla. Nos cambió la música y hubimos de modificar nuestra danza doctrinal y operativa. La didáctica deductiva de los principios que generaban normas de las que se extraían estrategias y recetas operativas entró en crisis. La idea del currículo nos situaba en un triple contexto de toma de decisiones curriculares: el legislador, las instituciones educativas y el profesorado. La didáctica dejaba de ser una disciplina del hacer para convertirse en un ámbito en el que se precisaba pensar y justificar lo que se quería hacer. En aras a la verdad, hay que reconocer que ese proceso no se ha mantenido demasiado tiempo y estamos de nuevo sacrificando el pensar seducidos por la atracción de lo práctico, inmediato y útil que nos ofrecen las tecnologías.
Y junto al currículo, otras nuevas estrellas han ido enriqueciendo nuestro cielo disciplinar al socaire de la evolución de los nuevos planteamientos sobre la democracia, sobre el aprendizaje y la formación: la diversidad, la autonomía de los centros escolares, la tecnología, el Practicum, etc.
Varias características son distinguibles en esta evolución de la Didáctica a nivel general y también en nuestra Facultad:
El abandono de los saberes básicos y centrales (las common places) de la Didáctica General
Vista en perspectiva diacrónica la evolución de los programas y las clases pertenecientes al área de Didáctica, es fácil constatar un progresivo abandono de los asuntos nucleares y fundamentantes de la Didáctica (la enseñanza, el aprendizaje, la formación) para centrarse en sus derivaciones operativas, especialmente las vinculadas a la tecnología. Vamos abandonando el tronco disciplinar para ocuparnos de las ramas. Los planes de estudio actuales abordan la Didáctica más como un espacio de aplicación de estrategias operativas que como un espacio de construcción de saberes básicos a partir de los cuales se puedan generar dichas estrategias. Claro que se trata de un proceso coherente con los nuevos tiempos y la nueva lógica que imponen las tecnologías de la comunicación: mensajes atractivos, cortos, simples y de fácil aplicación.
Este es un proceso de mitosis habitual en la construcción de saberes: el conocimiento se diversifica y cada nuevo espacio surgido de esa subdivisión tiende a dotarse de identidad propia a través de la especialización y la progresiva autonomía. Ya lo hizo la Pedagogía con respecto a la Filosofía y lo hizo la Didáctica con respecto a la Pedagogía. Y eso mismo le ha ido pasando a la Didáctica con todas las disciplinas que han ido surgiendo en su espacio. El problema es que, con frecuencia, esa separación acaba ocasionando pérdidas notables de sentido y fundamentación. Ese esfuerzo por vincular los ámbitos especializados con el tronco común de la Didáctica se cubría antes, mal que bien, con aquellos Memorias Docentes que había que presentar en las oposiciones. Las que yo tuve que hacer, tanto para la adjuntía como para la cátedra, me llevaron a buscar la fundamentación de la Didáctica iniciando el recorrido desde su condición de Ciencia Humana, para pasar después a su naturaleza de ciencia educativa y pedagógica, para, desde ahí, poder legitimar el contenido, el sentido y las condiciones operativas de la Didáctica y sus ramificaciones de aplicación especializada. ¡Cómo se echa de menos ese recorrido en los procesos de selección actuales que se contentan con justificar la propuesta didáctica que defienden solamente desde el último de los escalones de todo aquel largo proceso!
Mi experiencia educativa en todos estos años de docencia universitaria como pedagogo y formador de profesores me reafirma en esa sensación. En su alejamiento de la Pedagogía creo que la Didáctica se ha ido deslizando hacia un abandono general de los grandes discursos y principios pedagógicos sobre el humanismo, el desarrollo humano integral, los valores o la dimensión ética de la educación para centrarse en cuestiones cada vez más técnicas y operativas, centradas en la formación sobre protocolos y herramientas concretas de la acción educativa. Y otro tanto está pasando en las sucesivas mitosis que se han producido en el propio campo de la Didáctica. Las diferentes disciplinas que se han ido desgajando del tronco común de la Didáctica han conquistado su espacio de especialización a base de desgajarse progresivamente de aquel marco de conceptos y significados sobre enseñanza y aprendizaje que aportaba su matriz original. Y cada vez más, el profesorado joven tiende a hacer una lectura técnica y segmentada de su especialidad y de su trabajo como docentes. Enseñan planificación, o tecnología, o metodologías, o evaluación, o gestión escolar como si fueran espacios independientes y autoreferidos. Siempre hay excepciones, afortunadamente. Pero, en la dinámica general, se diría que quedan lejos y hasta pareciera que resultan inoportunas o inapropiadas aquellas reflexiones que sobre el enseñar y aprender, sobre la formación integral, sobre el currículo, sobre las condiciones comunicacionales y éticas de la relación profesor-alumno se hacen desde la Didáctica General. Y así las aulas, desde las etapas iniciales hasta la universidad (y también en nuestra Facultad), se han ido especializando en torno al eje de las disciplinas específicas y con ello, se han ido deslizando (o esa es mi impresión) hacia enfoques cada vez más operativos y con menos fundamentación teórica.
La entrada de las Didácticas específicas en ese juego conversacional de lo didáctico
Una de las variables nuevas que ha entrado en juego durante estos 50 años de evolución de los estudios educativos ha sido la aparición y fortalecimiento de las Didácticas específicas. Proceso en el que, de hecho, jugó un importante papel nuestra Facultad con aquel famoso congreso iniciático en La Manga del Mar Menor sobre “Didáctica General y Didácticas Específicas en la Formación del Profesorado” liderado por los profesores Lourdes Montero y José Manuel Vez.
Nadie puede dudar a día de hoy que éste ha sido uno de los cambios sustantivos que se ha producido en nuestro campo disciplinar en este último medio siglo. También es, probablemente, el cambio más significativo que se ha vivido en nuestra Facultad y en nuestra titulación. Tras unos primeros pasos titubeantes y sin una clara distinción entre docencia de la disciplina y docencia de la didáctica de la disciplina, la verdad es que las Didácticas Específicas han ido consolidando un espacio disciplinar propio y autónomo en la estructura académica de nuestra Facultad, tanto en lo que se refiere a la docencia como a la investigación. Y es justo que así haya sido porque con ello hemos dado un salto cualitativo en la mejora y pertinencia de la oferta formativa que ofrecemos a nuestros estudiantes.
De cara a la Didáctica General, éste ha sido un proceso de alto impacto porque nos ha removido el suelo y nos ha forzado a reconstruir nuestra identidad disciplinar. Obviamente la principal aportación estructural de las Didácticas específicas a la formación del profesorado radica en el componente “contenido disciplinar” que ellas aportan y que desde la Pedagogía no podemos hacer. Aunque no siempre fue algo evidente en los legisladores y gestores de la educación, hoy parece asumido que para ser profesor no basta con conocer la materia que enseñas, hace falta saber cómo enseñarla (es el “pedagogical content knowledge” que reclamaba Shulman). Las Didácticas específicas surgieron con ese compromiso.
El problema epistemológico que esa conexión entre contenido y didáctica plantea no es fácil de resolver porque requiere de la fusión del conocimiento disciplinar con el conocimiento didáctico. Las Didácticas específicas construyen su aportación partiendo del conocimiento disciplinar: “el conocimiento didáctico del contenido, escribía Bolivar, es una subcategoría del conocimiento del contenido”. Y, efectivamente, las Didácticas específicas se han ido consolidando como poseedoras de ese necesario “conocimiento didáctico del contenido”. Lo didáctico se configura como un componente más, casi siempre secundario, del conocimiento del contenido. La mirada didáctica se ha subsumido en la mirada disciplinar y eso lleva, con frecuencia, a la cancelación del significado y valor de la Didáctica General. Por eso reclaman su impartición las Facultades disciplinares bajo la idea de que toda didáctica es, a la postre, una didáctica de algo y por tanto no se puede construir salvo desde el conocimiento especializado en ese algo. Es decir, el conocimiento disciplinar incluye, por su propia naturaleza, el conocimiento de las condiciones didácticas para poder enseñarlo y resulta, por tanto, una condición previa y necesaria (para algunos, incluso “suficiente”) para el conocimiento didáctico del contenido. En fin, que si alguien sabe de algo, también sabe enseñarlo.
Ciertamente no es eso lo que nos planteamos en el ámbito de la Didáctica General. Frente a la idea de que el conocimiento didáctico del contenido que todo profesor precisa supone hacer una reinterpretación del conocimiento didáctico desde los parámetros de cada disciplina, lo que la Didáctica General (y toda la constelación de materias pertenecientes a ese campo) propone para el ámbito de la enseñanza es justo lo contrario, llegar a una reinterpretación de las disciplinas desde los considerandos didácticos que van más allá de los contenidos disciplinares: el currículo, la institución, los estudiantes, el contexto, los propios docentes…
En fin, entiendo que es un campo muy interesante de debate y en el que solo cabe buscar un equilibrio. No lo hemos conseguido del todo hasta la fecha, pero supongo que en esa búsqueda está el profesorado que actualmente se ocupa de la docencia en ambos ámbitos.
CONCLUYENDO
En este repaso al cincuentenario de la titulación de CC. de la Educación que solo he sabido hacer construyéndolo en torno a mi experiencia en la Facultad (les pido disculpas por ello), solo me faltaría una pregunta no baladí y muy acorde con la sensibilidad de las personas mayores a cuyo grupo pertenezco: ¿y tú, profesor Zabalza, has sido feliz durante todos esos años de vida académica?
No quisiera entrar en la versión larga de la respuesta a esa pregunta ni perderme en grandes matizaciones, pero creo que puedo reconocer que sí, que han sido años, muchos años (46 si incluyo los 5 últimos de emérito) en que he sido razonablemente feliz. Y eso se lo tengo que agradecer a todos aquellos con quienes he compartido tantos años de docencia y vida. Me gustaría mucho hacer mención aquí a nombres concretos de personas que han tenido una especial relevancia como colegas y amigos, pero no me atrevo. Espero que ellos y ellas lo sepan ya. En fin, he disfrutado mucho de mi trabajo porque lo he vivido intensamente. Incluso con una intensidad excesiva, se queja mi mujer, que me ha hecho perder espacio y calidad en otros ámbitos de la vida. Y, la verdad, ha merecido la pena.
Lo mío con la USC y con la Facultad creo que ha sido un partenariado equilibrado. Yo he dado todo lo que podía dar (en tiempo, esfuerzo, docencia, gestión, producción científica, presencia en el mundo) a la academia y estimo que también la USC, la Facultad y la titulación me han dado casi todo lo que yo necesitaba, que siendo como somos los docentes, tiene mucho que ver con los recursos, el reconocimiento y las oportunidades de ir creciendo profesionalmente. Las cuentas están bien saldadas y ambos hemos salidos ganando.
Cuando comencé este texto no tenía ni idea de cómo iba a ser. Luego han ido apareciendo ideas y comentarios casi siempre positivos, aunque con algunas sombras. De todas formas, en momento alguno he querido hacer un texto reivindicativo. Lo que por otro lado sería incongruente. Hace poco vi un anuncio de esos enormes que suelen aparecer en la carretera, que mostraba la fotografía de una vía atestada de coches. En el cartel aparecía un texto que señalando a uno de los miles de coches del atasco decía: “no estás atrapado por el tráfico, tú eres el tráfico”. Y eso vale aquí. Yo también soy y he sido la Facultad y la titulación y, por tanto, todo lo dicho, bueno y menos bueno, me lo digo a mí mismo, a mi ejecutoria como profesor, como decano, como líder académico.
Todos estamos de enhorabuena por estos 50 años de crecimiento institucional. Y que, para bien de cuantos han de vivirlos, espero y deseo que ésa sea la tónica de los próximos 50.
Santiago de Compostela 12 de septiembre del 2024
Notas
[1] Fernández Carvajal, R. (1994): Retorno de la universidad a su esencia. . Secretariado de Publicaciones . Universidad de Murcia. 1994. pág 88. Citado por Farrerós Vidal, O. (2005) en La Evolución histórica de las universidades españolas: https://upcommons.upc.edu/bitstream/handle/2117/28534/2005-06%20Evoluci%C3%B3n%20hist%C3%B3rica%20de%20la%20universidad%20espa%C3%B1ola.pdf
[2] Zabalza Beraza, M.A. (2000): “El papel de los departamentos universitarios en la mejora de la calidad de la docencia”, en Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, nº 38. Agosto 2000. Pgs. 47-66.
[3] Fernández Pérez, M.; Gimeno Sacristán, J. y Zabalza Beraza, M. A. (1976): Didáctica II: programación, métodos y evaluación. Madrid: UNED.
[4] El debate está recogido en la Revista de Curriculum y Formación de Profesorado. Vol. 2(2) Junio 1999
[6] Bolivar, A. (2005). Conocimiento didáctico del contenido y didácticas específicas. Profesorado. Revista de Curriculum y Formación del Profesorado, 9(2), 1-39.
[7] He desarrollado más esta controversia en el texto: Zabalza, M.A. (2023): Saberes didácticos y profesionalidad docente: ¿sobre qué saberes didácticos se configura la identidad docente del profesorado?. En J.M. Escudero; J.M. Moreno; Mª P. García y J. Domingo: Compromiso con la mejora educativa. Homenaje al Prof. A. Bolivar. Granada: Facultad de CC. de la Educación, p.95-110.