Aunque de reciente publicación, esta Métrica española no es una obra exactamente nueva, sino la reedición de un libro de autoría compartida publicado ya hace algunos años (). La versión actualizada que ha visto la luz bajo nuevo título viene firmada en solitario por Pablo Jauralde Pou, quien ya había participado en la original. Esta recensión se centrará en la nueva edición, cotejándola con la anterior solo cuando ambas difieran y se considere necesario. Ya adelantamos que no hay, a pesar de lo que pretende el autor, “importantes cambios” ().
Comenzaremos por los aspectos positivos. La versión de 2020 se ha visto aumentada, respecto a la de 2005, con ejemplos más recientes, explicaciones algo más detalladas y una nueva entrada, la última, en la Bibliografía. Asimismo, se corrigen algunos errores menores —no todos— en relación a la primera edición; p. ej., para un esquema de rima, “7º” pasa a ser “7a” (105). De las partes de la obra (“Introducción”; cuatro capítulos dedicados a la “Teoría” métrica, a “Los versos y sus variedades”, a “La rima y sus tipos”, y a “Las estrofas”, series y combinaciones de versos; “Epílogo”; lista de “Símbolos, convenciones y abreviaturas más frecuentes”; “Repertorio de conceptos técnicos utilizados”; “Bibliografía”), las más extensas son las dedicadas a los versos y a las estrofas. En este sentido, el texto funciona como un amplio repositorio de formas —algunas no muy usuales— ilustradas con ejemplos más recientes que los recogidos habitualmente en las obras sobre el tema. En el repertorio de versos se incluyen unos breves apuntes históricos y sobre géneros, y también notas sobre las motivaciones y efectos generales de cada tipo. El catálogo de estrofas, series y combinaciones de versos es igualmente completo. También importante es el recordatorio de que puede haber estrofa en ausencia de rima, como en el caso de la estrofa sáfica (289). A ello se añade el reconocimiento de que hay versos “mal logrados” (270). Finalmente, se menciona el papel del contexto versal a la hora de asignar a un verso de ritmo ambiguo un metro u otro (238-256). Está bien, y es inusual, que las obras especializadas reconozcan dificultades ocasionales a la hora de identificar relaciones objetivas entre un ritmo y más de un tipo de verso (¿métrico o libre?; y si métrico: ¿simple o compuesto?, ¿de arte menor o de arte mayor?).
Desgraciadamente, aciertos como los mencionados se ven empañados por los errores. Algunos son intrascendentes, pues no llevan a grandes confusiones conceptuales (al menos si se realiza una lectura atenta de todo el libro). Otros son de calado. En lo que sigue, repasaremos sucintamente las cuestiones locales de forma y los asuntos que se insinúan pero no se desarrollan, pasando enseguida a comentar lo que la obra sí incluye, empezando por su estructura general y por las cuestiones de fondo relativas a la versificación en español, en particular al método empleado y a su relación con la teoría del verso.
En cuanto a las cuestiones formales, solo diremos que abundan erratas como “espectograma” (28). También llaman la atención los errores en cuanto a la elección de palabras aisladas —algunas de las cuales deberían ser sustituidas por sus contrarias para que el pasaje tuviese sentido; p. ej., las denominadas comillas “altas” son en realidad bajas (17)— e incluso a la construcción de las oraciones, que en ocasiones caen en el anacoluto, son difíciles de entender —p. ej., no queda claro si el verso es más artificioso que la prosa o al revés (21)— o carecen de sentido. Esto último es lo que acontece con una larga oración que empieza “Los endecasílabos con acento sobre cuarta sílaba […]” (85). Hay más casos llamativos: se dice, entre otras cosas, que “todos los hemistiquios de cinco sílabas —acentuados en cuarta— pueden desarrollar un acento secundario en sexta” (231; las cursivas son nuestras). Por otra parte, aparentes remisiones internas acaban siendo callejones sin salida: la “explicación” ideológica del endecasílabo, según la cual “la acumulación de capital […] aboca” a ese verso, es anunciada con gran solemnidad (11), pero no aparece por ningún lado; también ausente está el “cuadro” en el que se deberían poder consultar las estrofas “que no aparecen citadas” (294); además, se menciona el decasílabo de tipo “alcaico” (132), no recogido en el cuadro de versos (115-118) ni explicado en parte alguna. Si todo esto ya es malo, aún peor es que algunos de los errores sean nuevos con respecto a la versión anterior; p. ej., a la palabra “Dialefas” ahora le sobra la última letra, que ni siquiera preserva la necesaria cursiva (102).
En cuanto a la estructura general de la obra, resulta extraña y engorrosa. Lamentablemente, la ordenación que hemos dado más arriba, que juzgamos razonable, no es la que nos encontramos; tampoco los contenidos de cada parte son los esperados. Las partes dedicadas a la bibliografía, a los conceptos técnicos y a la rima van colocadas (en este orden) después del capítulo de teoría y antes de los de versos y de estrofas, lo cual dificulta la consulta. Este desorden general se repite dentro de algunas de las partes. En el repertorio de versos, por ejemplo, la sección dedicada al bisílabo incluye un párrafo sobre el pentasílabo que no viene a cuento (124). A pesar de su título, el capítulo sobre la rima, hasta cierto punto válido como ensayo sobre las posibilidades que esta abre y los límites que impone durante la composición, no describe las rimas abrazadas ni internas (por mencionar dos tipos frecuentes), y omite un esquema (debería aparecer en 105) que en la edición anterior sí incluía esas variedades de rima. La parte de símbolos, convenciones y abreviaturas más frecuentes tampoco es muy esclarecedora: en el resto de la obra aparecen abreviaturas de las cuales esta lista no da la clave (así “CG”, que a veces aparece con cursiva y otras sin ella, queda sin explicación; cf. 294, 322). Además, esta parte introduce el sistema de escansión usado en el resto de la obra, el cual, como se basa en el ritmo “más razonable” según el autor (15), incurre con frecuencia en arbitrariedades; p. ej., a los artículos indefinidos y demostrativos a veces se les atribuye acento y a veces no, y a los adverbios en -mente, tanto un acento como dos. Del vocabulario técnico empleado en el texto, el brevísimo glosario (cuyas entradas no siguen un orden alfabético, sino más bien temático) no recoge más que una pequeña parte: solo cultismos (y no todos), pero no sinónimos también utilizados. Ni isosilabismo (que se usa en 29) ni verso anisosilábico (55). Sí aparece tmesis (102), pero no palabra puente (219, 240) ni encabalgamiento léxico (240). En cuanto a la Bibliografía, sigue un orden también extraño (no alfabético sino cronológico), contiene numerosos errores —entre ellos tipográficos y de ordenación (el elemento inicial de cada entrada no siempre es el primer apellido, hay entradas fuera de lugar y repetidas)— y no incluye todas las referencias mencionadas en el resto del libro, ni obras no mencionadas pero fundamentales (las daremos hacia el final de estas páginas).
También de problema estructural se podría calificar la poca atención prestada, en un texto de considerable longitud, a la historia de la versificación en español. En la discusión de cada verso, y en el resto del texto, sí se ofrecen algunos apuntes históricos sobre su evolución, pero estos son escasos y no siempre correctos: se dice que a lo largo de la historia de los endecasílabos, los de ritmo ternario son “inicialmente” rechazados (46), cuando es sabido que los hay desde Santillana hasta Garcilaso, y que solo más tarde se evitan sistemáticamente. Se observa una curiosa discrepancia entre el énfasis historicista (pero, como el autor deja entrever, no marxista) de la Introducción y del Epílogo —lo “realmente válido” en los estudios de versificación no es “el infinito encasillamiento” de las rimas, los versos y sus combinaciones, sino el descubrir “cómo y por qué” se han dado esas formas, insertándolas en “las condiciones de una formación social” y siguiendo “su desarrollo histórico” (452)— y la taxonomía ahistórica a que se reduce, la mayor parte del tiempo, la obra: en la Introducción se llega a convertir el conocimiento de lo que es una redondilla en motivo de orgullo e incluso en criterio de excelencia académica (11); y en el Epílogo, al cortar un conato de análisis ideológico (no muy diferente al otro sobre el endecasílabo), se pone la disculpa de que esa deriva “llevaría muy lejos de los talleres métricos” (451). El resultado es la miopía histórica. Así, aunque se reconoce que hay versos métricos anisosilábicos, y se critica que otros autores hayan “descartado […] esta modalidad” (55), en la práctica todos los versos de los que se dan las notaciones rítmicas son interpretados como isosilábicos, y todas las composiciones como combinaciones de estos versos (de longitud igual o diferente), incluso si esto implica ocultar que el verso en español tuvo su origen lejos del isosilabismo, en modalidades que, aunque marginadas durante mucho tiempo en las composiciones cultas, en algunos casos siguen vivas: entre otras, el verso épico, confinado aquí a los apartados sobre el heptasílabo y el octosílabo; la seguidilla, mencionada con los pentasílabos, hexasílabos y heptasílabos; el verso de arte mayor (que a partir de ahora denominaremos verso de Juan de Mena), incluido en el dodecasílabo, aunque se diga enseguida que está compuesto de “dos versos pentasilábicos, hexasilábicos o heptasilábicos” (216).
Aunque se mencionan de pasada (46-47), tampoco se estudian las relaciones entre la forma versal y el contenido de los versos. En cuanto a las relaciones entre forma, contenido y sintaxis (estructura), por un lado, y posible efecto de los mensajes en verso (función), por otro, los comentarios son de la clase que demuestra e invita a una interpretación mecánica, como si todos los versos iguales tuviesen el mismo efecto independientemente del uso concreto: así, se dice que los bisílabos sirven para “expresar blancos [sic] y silencios” (para el autor, la expresión es la motivación por excelencia de los versos), o para “provocar efectos especiales” como la “detención” y el “subrayado” (120-121). De hecho, también se podría haber asociado el bisílabo a una impresión directa, impulsiva y jocosa, pues más adelante se añade que su “ausencia sistemática” de una composición favorece “un tono digresivo, meditativo, serio” (124).
Más problemas surgen de la deficiente clasificación de los versos. El autor reconoce —acertadamente— la diferencia entre los ámbitos de la recitación, por un lado, y el canto, por otro (21). Aunque de la obra se puede inferir una distinción teórica entre verso solo para cantar y verso también para recitar —el primero admite la dislocación acentual, el segundo no la admite (86)—, en la práctica no se respeta esta distinción. Muy liosa resulta la clasificación de las variedades “generales” del verso en español (56; cf. 270): regular, libre, rítmico, irregular y libre. El autor se empeña en analizar los versos libres —especialmente los más largos— como versos métricos o combinaciones de ellos. Por los ejemplos dados (65), y la posterior discusión (68), parecería que el verso de tipo rítmico es simplemente un verso métrico (isosilábico o anisosilábico) con un ritmo acentual muy marcado, aunque no siempre mecánicamente regular. Podríamos pensar que este verso rítmico está vinculado de alguna manera al canto, pero esta peculiar modalidad de ejecución solo se menciona en relación al verso irregular (270), del cual, por otra parte, no se desarrolla la definición como aquella forma “cuya estructura rítmica no está en la tradición del verso español” (274). Si “solo” el verso irregular se presenta “sin un patrón rítmico” (68, 48), ¿en qué se diferencia del verso libre? ¿Y del mal logrado o defectuoso, con el que se llega a asociar (270)? Si irregular y libre fuesen lo mismo, ¿no se acepta que el verso libre, después de cien años, sea ya parte de la tradición? Y si el verso libre se analiza en términos de “grupos métricos” (38, 58), ¿significa eso que, contrariamente a lo que dice el autor, no se ha “liberado” del metro (270)? ¿Qué quiere decir que el verso libre, a diferencia del irregular, sí descansa “sobre un patrón rítmico” (48)? Añadamos que la renuncia del verso libre al metro se ve como una “contradicción” (48), y parecerá que en el fondo el verso libre es métrico, mientras que el irregular es el verdaderamente libre. Incluso así es difícil compaginar las afirmaciones de que el verso libre antecede al irregular (48) y de que el verso libre contemporáneo tiene un antecedente en el verso irregular de “los orígenes de la historia literaria en español” y en el “verso libre popular” (270). A pesar de esa supuesta filiación, según el autor estos antiguos versos eran espontáneos, mientras que el verso libre actual —con el que hoy, se nos dice, coexisten— ha sido liberado a conciencia.
A estos problemas se añaden otros relacionados con la determinación de la longitud de los versos y su notación. Para referirse a todos los versos, el autor adopta el sistema tradicional, de origen italiano, que cuenta hasta el último acento y suma un elemento más. Por desgracia, en las notaciones rítmicas no se suma nada tras el último acento, lo que da lugar a incoherencias. De ahí esta fórmula para un alejandrino: “7+7 = 3.6+2.6” (141). O esta otra, para lo que no es sino un octosílabo simple: “3.7 = 4+4 = 3.+3.” (165), cuya primera parte parece indicar el ritmo acentual; la segunda, se supone, la posible interpretación como verso compuesto; la tercera, digamos, el ritmo acentual de cada hemistiquio (en todo caso, en las notaciones rítmicas del resto de la obra los puntos suelen ir entre los números, pero no después del último, como aquí).
La diferencia entre los versos de arte menor (cortos) y los “sencillos”, o entre los de arte mayor (largos) y los “compuestos” (39), y con ellas la diferencia entre cesuras y pausas, tampoco queda clara, ni en la teoría ni en la práctica (75-77). Vaga es asimismo la relación entre la variedad “hemistiquial” de los versos largos y la “compuesta” (74-75, 178): parece que no todos los versos compuestos se pueden descomponer en hemistiquios (72), y que hemistiquios no los hay solo en los versos compuestos (o no solo en algunos de ellos) sino también en los simples pero largos (74). En cuanto a la propia designación de largos, se aplica ya a aquellos versos con más acentos de lo habitual hacia el final (54), ya a los de mayor longitud (esto es, a los de arte mayor, quizá incluso si son compuestos).
No se sabe a ciencia cierta si las notaciones de las variedades de versos en el repertorio representan modelos métricos o ejecuciones del autor. Al mismo tiempo que se toma la ejecución de los versos como referencia para su análisis, se renuncia a darle un tratamiento mínimamente preciso, por lo que no queda claro de qué ejecución exacta, o de qué tipo de ejecución, se trata. Tampoco se entiende para qué, en la parte teórica, se introducen símbolos diferentes para dos tipos de acentos, el “esencial” —exigido “desde la vertiente prosódica”, o sea, fonológico, dado por las reglas lingüísticas, y no eliminado o subordinado a otro en la ejecución— y el “de apoyo” o “secundario” —al parecer fonético, salvo “rara vez” (50), y añadido en la ejecución—, representados respectivamente como “O” y “ó”, si el primer símbolo solo aparece en unas pocas páginas (52-54, 79-86), y si en el repertorio de versos solo se usa el segundo. Se sugiere que los acentos de apoyo aparecen “naturalmente” durante la ejecución —lo natural tiene un papel destacado en la obra— para evitar secuencias de más de dos sílabas átonas (32), pero que eso no sucede siempre se deja ver en el cuadro y repertorio de versos. El simple hecho de reconocer variedades de versos “sáficas” (primer acento en 4.ª) y “vacías” (primer acento después de 4.ª) parecería desmentir la existencia de estos presuntos acentos de apoyo, si no fuera porque se avisa de que estos “no otorgan carácter peculiar al verso” (50), ni afectan a su “ritmo esencial” (88): no sirven —entendemos— para distinguir entre modelos métricos. Además, en muchas de las escansiones sugeridas los acentos de apoyo no aparecen, lo que hace sospechar que en realidad solo surgen cuando así lo quiere el autor. Todo esto hace que no se vea bien su función.
Semejante falta de claridad apenas basta para hacernos partícipes de los prejuicios infundados del autor. La confusión entre versos de arte mayor y compuestos (que hasta comparten notación), y entre versos libres y métricos, no puede hacernos olvidar que, contrariamente a lo dicho por el autor, el endecasílabo —aquí convertido en auténtico fetiche— no es el verso simple más largo ni necesariamente el mejor. De él se dice, en concreto, que es el “verso con mayores […] posibilidades rítmicas” (190), o, por lo menos, el verso simple más “complejo y rico” (82), “pues” es el “más largo que no se rompe en unidades menores de funcionamiento autónomo” (82-83); pero no se afirma eso mismo del tridecasílabo, aunque en la obra —que tiende a asociarlo a los versos compuestos e incluso a los libres (228)— se admita a regañadientes que puede ser un verso métrico simple y se den ejemplos de esta interpretación (230). Se subraya que el endecasílabo también debe su supuesta complejidad y riqueza a su especial “configuración” rítmica (82), de hecho se insiste en que es el simple más largo y “por tanto” el “de tonalidades rítmicas más ricas” (89); pero en el cuadro de versos presenta menos variedades que el decasílabo (28 variedades frente a 31).
Parecida combinación de oscuridad y prejuicio se da en relación a otros asuntos, como la distinción entre versos correctos e incorrectos. A pesar del reconocimiento —acertado— de que un verso puede estar mal hecho, inicialmente no queda claro si el criterio de corrección son los “hábitos” (47), el gusto particular o —como en las teorías métricas más recientes basadas en los conocimientos lingüísticos— la adecuación a criterios técnicos (no olvidemos que la versificación es una técnica). Ya hemos visto que “la finalidad esencial de las investigaciones métricas” es situar los versos en su serie histórica (115) —se supone, por lo dicho en la Introducción, que no solo describiéndolos sino interpretándolos a la luz de las ideologías sociales—. A ello se une el propósito de enjuiciar los versos con criterios estéticos: la selección de los ejemplos en el repertorio de versos se basa, en última instancia, en su “calidad y belleza” (115). Este juicio es subjetivo y apela al gusto, contra el que poco se puede argumentar objetivamente; a lo que no apela es a las características técnicas. Como no se dan orientaciones objetivas para que cualquiera pueda adquirir el gusto del que hace gala Jauralde Pou, parece que se tiene o no se tiene, y que para tenerlo hay que ser él o al menos como él (el sentido de ese como tampoco quedaría claro: ¿en términos de clase y profesión, de educación, de género, por ejemplo?). Con los mismos criterios estéticos, y otros igualmente subjetivos, se emiten juicios cuestionables en el resto de la obra. Así, se dice que “el acento en quinta para los versos de ritmo impar […] resulta muy extraño al oído” (232), sin dar más explicaciones (seguramente porque no las puede haber de tal afirmación, que, en cualquier caso, quizá se refiera a los versos de ritmo par). Antes se había dicho que el efecto general de los versos alejandrinos es “especialmente sonoro y atractivo” (155). Lo mismo acontece con la ejecución: una “realización afectada o pobre”, se asegura (83), puede funcionar como elemento de alguna manera distorsionador del verso. Jauralde Pou declara que la ejecución adecuada es “cuidadosa”, “pausada”, “paleadora” (34, 71). Al hacerlo, olvida que los estilos de ejecución, que marcan los límites de lo que se considera adecuado, son convenciones históricas cambiantes, y que, a menudo, la elección entre los diferentes estilos de ejecución posibles obedece a factores ideológicos (un análisis sociopolítico del verso que incluye estos factores se puede ver, para el inglés, en ). Por eso perpetúa mitos como (en el glosario) que la sinalefa implica (siempre) “la pronunciación en una sola sílaba” de más de una vocal, cuando en el género dramático hay sinalefas en secuencias vocálicas divididas entre más de un personaje (que serán pronunciadas por más de una persona). También se perpetúa, junto con el mito de que todo verso acaba necesariamente en un acento (35-36), el error de que el corte entre versos se corresponde (siempre) con una pausa (42, 71, 88), cuando hasta el propio autor reconoce que no hay motivación lingüística para tales pausas, dando algún ejemplo en que tal pausa es inverosímil o irrealizable desde el punto de vista de la articulación (37). En general, se mezclan las dimensiones acústica y gráfica del verso, los versos que se pueden distinguir de oído y los versos (con un ritmo irregular, frecuentes encabalgamientos abruptos y no rimados) que difícilmente pueden ser identificados como tales si no es a través de la vista, aunque tal distinción queda sugerida cuando se observa que a veces “se pierde el carácter oral del verso” (55): que “la pausa versal […] es el último baluarte […] sin cuyo mantenimiento no se produce el verso” tal vez sea verdad en el verso para el oído (269), pero es dudoso o directamente falso en el verso para el ojo (cf. ; ); como también lo es que “el espacio en blanco a la derecha del verso” en la página sea el “indicador gráfico” de esa pausa (269). En general, se da por sentada la manipulación del material prosódico (eliminando choques acentuales y secuencias de varias sílabas sin acento) para que tienda a confirmar la inercia rítmica previamente establecida y con ella, en el verso métrico, el metro supuesto: “las estructuras métricas se imponen sobre las prosódicas” (50). Pero no se aclara si, para establecer esa inercia, la ejecución debe abstenerse de tales manipulaciones (si no, ¿en qué se basa el impulso producido?, y ¿en qué queda la noción de expectativa frustrada?). Al mismo tiempo que se afirma que la dislocación acentual pertenece al canto, se aboga por ella en la recitación. Al parecer, la manipulación del material prosódico es justificable, pero solo en ocasiones, y su oportunidad parece depender de la voluntad del autor, quien justifica las escansiones que prefiere sugiriendo, como hemos visto, que su naturalidad se le impone. Es consciente de que la ejecución de los versos métricos ofrece muchas posibilidades, aunque “¡no […] todas!”, pues algunas le parecen incorrectas (42), pero no es capaz de dar criterios para la aceptación de unas y la exclusión de otras. En realidad, las escansiones preferidas por el autor se corresponden a la ejecución (“lectura”) que considera más natural (42, 52), por razones que no revela (al parecer, lo supuestamente natural es lo que más le agrada, siendo la reversibilidad de nuestra fórmula intencionada); las otras, a veces las considera “disparatadas” (53), a veces dice simplemente que (le) “suenan mal” (45).
Tanta indefinición nos lleva al siguiente problema: la falta de una teoría fonológica y una teoría métrica adecuadas. A lo largo de la obra, los hechos fonéticos, los fonológicos y los métricos se confunden. Cuando se habla de una “composición libre, basada en unidades menores no silábicas, sino en grupos fónicos o métricos” (231), no se entiende a qué son menores esas unidades, ni en qué sentido pueden ser no silábicas. A veces parece que se quiere hacer una distinción entre los grupos fónicos y los métricos basada en la longitud: 1-5 sílabas (32) en el caso de los fónicos —con un máximo de 2 sílabas átonas consecutivas (32), o quizá 3 (50)— y 4-6 sílabas en el caso de los métricos (72). Ni así queda clara la caracterización de estos grupos, porque, en el caso concreto de los métricos, no se sabe bien si el autor llega a esos números contando todas las sílabas sin excepción (según parece muchas veces), o a la italiana (como hace para medir versos), o solo hasta el último acento (a la portuguesa y catalana), y porque de ellos se dice, también, que pueden tener más de cuatro sílabas —si hay más de un acento y alguno es de los “secundarios”— hasta alcanzar “un límite que no suele desbordar las ocho” (39). También por efecto de esos acentos sobrevenidos, se sugiere que en la ejecución se puede encontrar la manera de pasar de la pausa al hemistiquio (71), sin más detalles sobre lo que tal paso pueda significar.
En cuanto a los pies, se afirma de manera críptica que son una “unidad fonética (métrica)” (32). A veces se rechaza su pertinencia, a veces se presenta un verso como el de Juan de Mena como una “tirada rítmica” (270), o sea, como una sucesión de pies (se supone que iguales) que no se atiene a una longitud fija o prefijada (cf. 281). Primero se incluye este verso entre los dodecasílabos y se dice que está formado por dos hemistiquios con la secuencia “óoo (oóooóo)” en cada uno (216); es decir, se lo describe como formado por la secuencia óoo repetida (la repetición debemos inferirla), o, lo que se intenta presentar como el mismo caso, por la secuencia oóooóo (que de hecho son dos pies anfibráquicos). Al final resulta que los pies que, según el autor, se repiten no son iguales en absoluto (281): “óoo ó” (dáctilo y ¿troqueo truncado?). De cualquier modo, aunque su base fuese dactílica (óoo óoo), el verso de Juan de Mena no sería un dodecasílabo. De manera parecida, se habla de un posible “pentadecasílabo” formado por la sucesión de dáctilos —“óoo” (257)—, lo cual es matemáticamente imposible; el propio autor se corrige enseguida hablando de un verso “anfibráquico”, y al hacerlo confunde de nuevo dos pies ternarios diferentes. Podemos inferir que en ambos casos está alternando la peculiar terminología heredada de , quien reduce todos los pies binarios a troqueos y todos los ternarios a dáctilos, con otra más habitual y menos restrictiva. Pero sobre esto Jauralde Pou omite cualquier aclaración, y la omisión se repite al identificar el anapesto con “la secuencia ooóo” en vez de la debida ooó (230). Igual confusión subyace cuando se concede a ciertos versos octosílabos un “ritmo par” (285): el ritmo podrá ser binario, pero nunca par.
Para no alargar innecesariamente este comentario, dejamos sin analizar otras nociones poco claras, como la de verso “acentual” (70 n. 33) o la del “versículo” (276). En cambio, no podemos pasar por alto la exhortación a “que se dejen de utilizar las viejas denominaciones tradicionales” para los versos (191; pero cf. 114). Porque, como vemos, el autor recurre con frecuencia a etiquetas tomadas de otros autores. Y si la terminología anterior resulta inadecuada, las modificaciones y adiciones personales que introduce no tienen la debida consistencia, lo cual empeora la situación. Además de las ya vistas, se reinterpretan sin justificación otras nociones heredadas (de las que no se da la autoría): p. ej., extramétrico, procedente de , quien aplica el término a ciertos acentos de ciertos versos métricos, no, como a menudo hace Jauralde Pou, a ciertos versos. Mientras que en la presente obra los acentos extrarrítmicos de Balbín se suelen señalar con el mismo formalismo que los rítmicos, esto es, sin paréntesis (ello se puede deber a que nuestro autor, al contrario que Balbín, acepta los metros mixtos), otros acentos extrarrítmicos (antirrítmicos en Balbín) van generalmente entre paréntesis o son omitidos; pero esta práctica tampoco es consistente (cf. 211-212), y eso hace complicado identificar el metro del verso. En cuanto a la nueva terminología propuesta, no se justifica ni define bien, y las escansiones que deberían aclararla son erráticas. Se dan varias clasificaciones de versos simples. Se adopta, extendiéndola a otros versos (aunque no de manera sistemática), la que dio Navarro Tomás para los endecasílabos, basada en el lugar en que aparece el primer acento esencial (113): versos enfáticos (acento esencial en 1ª., incluidos los de tipo dactílico), heroicos (en 2.ª), melódicos (en 3.ª), sáficos (en 4.ª). Además, según la “sensación” que provoca la distribución de los acentos, se habla de versos vacíos —ya mencionados en el manual con lo que parece ser otro significado— y difusos (114). A estos se añade una nomenclatura para la que se escamotea cualquier definición alegando que “es fácil de distinguir” o —peor— que “no implica más que muy vagamente algún tipo de significado” (113): versos puros, plenos (en otros lugares también semiplenos), cortos, medios y largos. También se utilizan otros términos: versos extrarrítmicos, polirrítmicos y mixtos. En una tabla (no muy esclarecedora) que resume los versos, se distingue entre aquellos con un número de sílabas igual, proporcional y distinto (270); pero en la explicación que precede a esa tabla, las dos primeras etiquetas se aplican no al número de sílabas sino a la distribución de los acentos. Finalmente, según la presencia de cortes métricos internos, se habla de versos hemistiquiales y no hemistiquiales. Estas denominaciones aparecen ya solas ya combinadas unas con otras, y hasta con etiquetas más tradicionales referidas a los tipos de pies, todas ellas mezcladas hasta la contradicción: así, entre los endecasílabos tenemos uno con ritmo “2.4.6” (aquí sin indicación del acento final en 10.ª), denominado “heroico pleno (yámbico o trocaico)” (154).
Todo ello contribuye a la impresión de que se intenta reemplazar la explicación con la acumulación de unos términos cuya precisión es solo aparente y de sus presuntos ejemplos. El espacio dedicado a los alejandrinos, por ejemplo, es verdaderamente llamativo (239-256), y contrasta con la incapacidad para explicar satisfactoriamente este verso. Por el contrario, en ciertas ocasiones se insinúa la existencia de ejemplos de versos supuestamente raros —es decir, potencialmente interesantes— que no se citan (231, 233).
Es evidente que donde el peso de la teoría es menor y cede paso a la taxonomía, el autor se siente más cómodo. El problema es que la manera en que se clasifican los ejemplos poco aclara. Como resultado, da la sensación de que en este ámbito la enumeración y la clasificación improvisada pudiesen sustituir a la reflexión y la argumentación. Pero una cosa es reconocer, tras ensayarlas, que las clasificaciones precisas no siempre son posibles, y otra dar la impresión de que el intento de establecerlas nunca ha sido muy serio.
Otro problema es que, si a menudo el autor evidencia una notable incapacidad para generalizar con un mínimo sentido, otras veces hace generalizaciones lapidarias que resultan falsas. Así, aún en relación con las variedades de versos, se rechaza la existencia de endecasílabos con acento en 5.ª no seguido por otro en 6.ª (79); pero, aunque raros, existen y no son incorrectos (de hecho se dan ejemplos en 86). En este caso, y en los que presentan problemas con los pies y las clases de versos, las dificultades se deben, por una parte, a la falta de una teoría adecuada del acento, y, por otra, a la combinación de varias terminologías que parten de diferentes presupuestos teóricos y que son incompatibles entre sí.
Ya hemos mencionado el descuido de la dimensión histórica de los versos en español. Se asegura que lo importante es estudiar las causas y efectos del verso y sus accesorios, pero también se insinúa que causas y efectos se subsumen en la “función expresiva” (453). En vista de esta contradicción, surge la sospecha de que esta función se concibe no como resultado de lo que el autor llama “posturas ideológicas históricamente determinadas” —las cuales, según él, “remiten, paladinamente”, al contexto de producción— sino de un impulso creador individual cuyo análisis es otra forma de expresión equivalente (453): la del teórico o crítico clarividente. Se consigue así alejar del mundo histórico y liberar de las constricciones que imponen las estructuras fijadas por sistema (por el metro y por la gramática) tanto la retórica versal como la de su elucidación académica, las cuales ven reducida su importancia al simple crédito subjetivo: lo que se dice y escribe vale solo en la medida en que expresa lo que se siente. Por eso el análisis de la versificación puede prescindir, al contrario quizá que otros ámbitos académicos, de los rigores impuestos por la consistencia y la adecuación empírica: porque es un refugio frente a tanto trabajo estéril que ha convertido la universidad española en un “desierto” o “marasmo” en el que “se arremolinan doctorandos, profesores” que “no saben” lo que se traen entre manos (10). En este supuesto yermo pretende erguirse ahora esta obra, en la cual el término “Métrica” designa tanto una manera de versificar como su estudio (9). Esta curiosa ambigüedad sirve para equiparar al estudioso con el versificador (al que el texto vincula también con la poesía y con la creación), sin duda para concederle las mismas libertades discursivas (licentia poetica).
A efectos prácticos, la afirmación implícita de la excepcionalidad propia supone el rechazo meridiano de cualquier tentativa de rigor en el análisis. Como este rigor —asentado en la fonología— ha dominado la versología internacional durante más de un siglo, no podemos sino inferir que el autor nos propone un viaje en el tiempo al siglo XIX (como muy tarde): la época pre-fonémica a la que Saussure quiso poner fin (como se ve, sin conseguirlo del todo). El libro de Jauralde Pou es el equivalente, en el campo de los estudios de versificación, a una obra actual de lingüística o de crítica literaria cuyos presupuestos se quedasen en los decimonónicos. Si hace ya cuarenta años recibía con evidente satisfacción la tesis doctoral de , denominándola “una métrica de nueva planta” en el ámbito hispánico, la que aquí se nos ofrece no solo es de vieja planta sino que ya está obsoleta, se muestra obsesionada con la diferencia (lo que seguramente facilitó su publicación) pero es incapaz de conseguir avance alguno. Esta actitud reaccionaria se aprecia también en las valoraciones que se nos ofrecen disfrazadas de descripciones, según las cuales la “riqueza” en el cultivo de las formas estróficas por parte de los románticos y modernistas (hace cien años, pues) contrasta con el “desaliño” y la “pobreza” resultantes de la “libertad” actual (288). Puesto que esta crítica de la libertad viene acompañada, en la misma página, por el rechazo de la artificiosidad en el verso (como si alguna vez la versificación pudiese dejar de ser artificial), podemos deducir que el ideal del autor es el acatamiento de un orden, una norma, con resultados —lo “sumamente rico, expresivo, complejo” (289)— supuestamente espontáneos o naturales (de cuál es esa norma y cómo produce esos resultados no se nos informa).
En el fondo, lo que tenemos entre manos es un caso de indiferencia ante las innovaciones extranjeras. En el ámbito teórico, si se conocen, más allá de menciones testimoniales, no se aplican. Se admite que la versología en España apenas se ha beneficiado de los cambios ocurridos en lugares como “Norteamérica” (10), y, como para demostrarlo, se da la espalda a las novedades teóricas de las últimas décadas. La Bibliografía omite casi sistemáticamente estudios en otras lenguas, tal vez porque en la actualidad casi todos ellos reconocen su deuda con la lingüística y rehúyen el individualismo practicado por nuestro autor.
Con el ánimo de evitar que la obra comentada nos conduzca al marasmo contra el que clama, proponemos, para terminar, una serie de orientaciones y clasificaciones provisionales que esperamos contribuyan a su lectura provechosa y, a la postre, al estudio riguroso de la versificación en español (incluida la pública discusión, comparación y evaluación de los análisis propios y ajenos, sobre un terreno común que no se reduzca al gusto personal).
Del estudio de “la métrica y el ritmo” dice Jauralde Pou que “no son ciencias exactas” (82). Incluso si ello fuese verdad, tal afirmación no eximiría al estudioso de actuar con cierto rigor. La teoría prosódica propuesta por el autor, centrada en el acento y la entonación, es tan prolija como imprecisa e incoherente; además, se fija más en los factores que varían de ejecución a ejecución (factores fonéticos, de habla) que en los que permanecen constantes (factores de lengua), y, por lo que se ve de su aplicación en la descripción de los versos (en la que falta todo análisis serio de la entonación), ni siquiera es adecuada. Por el contrario, afirmamos que se debe reconocer la importancia de la dimensión sistemática de los versos, empezando por el nivel fonológico y, dentro de él, el suprasegmental o prosódico, al que pertenece el acento (quizá la entonación sea irrelevante o su papel se supedite al del acento). Más en concreto, la mayoría de los errores señalados en este comentario, y desde luego los más graves, se podrían haber evitado teniendo en cuenta las dos decisiones que han cimentado el avance de los estudios métricos a escala internacional durante los últimos cien años, desde el formalismo ruso pasando por el estructuralismo hasta el generativismo (que ya cuenta con más de medio siglo de trayectoria): una, la división del objeto de estudio en metro y ritmo (el modelo y el ejemplo de verso de ); otra, la búsqueda de relaciones objetivas entre ambas facetas (en términos de constantes y, cuando no, de tendencias comprobables), con sus expectativas y frustraciones, para lo cual se excluye como objeto privilegiado la ejecución personal e incluso la supuestamente probable, primando el estudio de los ritmos versales desde el punto de vista de la lengua (no del habla), a la luz de los más recientes conocimientos fonológicos (no fonéticos), y a partir de la transcripción escrita y no de un tipo de ejecución o de una ejecución concreta (estas dos últimas son el modelo y el ejemplo de ejecución de Jakobson).
Para el análisis de los versos métricos, estas dos decisiones deben substanciarse, creemos, en la distinción de tres componentes: un modelo de metro abstracto, unas realizaciones de ese modelo en versos concretos y unas reglas métricas que vinculen las realizaciones al modelo. El modelo debe ser construido, siguiendo fórmulas explícitas, con elementos más o menos fuertes y débiles, y deben atribuírsele características diferentes según hablemos de versos métricos cortos o largos, simples o compuestos. Las realizaciones de ese modelo en versos concretos tendrán un ritmo que ha de ser estudiado no en términos de la ejecución particular que el analista prefiera sino exclusivamente en términos de la información prosódica sobre el español que nos proporciona la lingüística actual (según la cual el acento no es, como hecho de lengua, un fenómeno binario, sino multinivel; ). Las reglas de realización deben incluir la identificación de tantas correspondencias constantes como sea posible, y, si no o además, la determinación de tendencias más o menos frecuentes verificables estadísticamente; estas constantes y tendencias han de ser descritas de tal modo que no revelen simplemente que el ritmo predominante es binario, ternario o mixto, sino que comuniquen el modelo métrico subyacente con su distribución de posiciones más o menos fuertes y débiles. A estos tres componentes añadiríamos, si fuese necesario, unos filtros métricos que reducirían la complejidad prosódica de las realizaciones y harían más comprensible la relación entre estas y los modelos. Tales filtros nos indicarían, entre otras cosas, qué elementos son prominentes y no prominentes a efectos del ritmo (en el verso en español esos elementos no siempre coinciden con los acentos de las palabras tónicas: como se ve en los finales átonos de verso, el factor del ritmo está ligado pero no siempre es idéntico a ese acento).
El precio que los estudios de versificación habrán de pagar por desdeñar estos avances teóricos y metodológicos es muy alto: a medio y largo plazo, la desconfianza frente a sus afirmaciones puede condenarlos al ostracismo; a corto plazo, seguiremos presenciando la publicación de obras como la que comentamos, en que la noción de metro brilla por su ausencia y el ritmo se reduce a la ejecución individual. Sus errores de organización podrían haberse evitado si se hubiesen respetado, por una parte, la clasificación sugerida por entre hechos métricos (según nuestra propuesta: modelos, reglas de realización y filtros) y paramétricos (rima, agrupaciones de versos), y, por otra parte, la distinción entre ambos y el aparato académico (glosario, bibliografía). Fabb hace otras distinciones útiles que se deberían haber tenido en cuenta, comenzando por la separación, en el ámbito de lo métrico, entre los counting metres (metros de contar secuencias en que se repite un solo tipo de elemento; p. ej., sílabas en los metros silábicos, acentos en los acentuales, moras en los moraicos) y los patterning metres (metros de combinar dos o más tipos de elementos; p. ej., sílabas tónicas y átonas en los metros silabotónicos). Antes de introducir estas distinciones, sin embargo, se debería haber distinguido de manera estricta entre los versos libres (no sometidos a metro) y los métricos. Entonces veríamos que el contraste entre canto y recitación, destacado ya en , en realidad se refiere a dos tipos de ejecución diferentes: tanto el verso libre como el métrico pueden ser cantados o recitados. Cuando el verso métrico se canta, puede ser objeto de un tipo de análisis musical como el de , pero la estructura de todos o la inmensa mayoría de los renglones que lo componen sigue siendo correcta desde la perspectiva métrica, y siempre puede ser analizada desde este ángulo. (El hecho, pues, de que la ejecución sea cantada o recitada es secundario en comparación con el carácter libre o métrico de los versos.) A continuación debemos señalar que los versos métricos en español suelen pertenecer al tipo de combinar silabotónico, y que se pueden dividir en isosilábicos —en los que todas las posiciones métricas deben ser realizadas por una sílaba— y anisosilábicos —en los que las posiciones débiles pueden ser realizadas por más de una sílaba (algunos versos que incluyen el épico medieval, no isosilábicos y controvertidos, pueden ser analizados de manera provisional como si fuesen libres, sean o no de cantar)—. Tal oposición no debe ser confundida con la que se da entre las combinaciones de dos o más metros, que podemos llamar anisométricas, y las de versos con un mismo metro, que podemos llamar isométricas. A estos se podría añadir el contraste entre verso métrico para el oído y para el ojo, ya apuntado, y entre verso métrico no dramático y dramático; el estudio de este último, en español y en otras lenguas, ayudará a entender que hay más estilos de ejecución que el defendido por Jauralde Pou. Por lo demás, también se debería mencionar la existencia del verso no literario, por ejemplo, el de Agustín García Calvo en sus traducciones de filosofía (Parménides, Lucrecio). Una vez analizados los diferentes componentes del metro, se debe añadir, como hace , que son las realizaciones mismas las que dan la impresión de poseer esta o aquella estructura métrica, y que esta impresión posee unas funciones (; ) y unas connotaciones convencionales (en general: cultas o populares; también ligadas a ciertos géneros y contenidos concretos) que los estudios de la versificación no pueden desatender (véanse los hallazgos sobre la relación entre forma métrica, ritmo y contenido en la versificación inglesa obtenidos por , , ). Tampoco se pueden olvidar las relaciones —en los versos métricos— entre ritmo, sintaxis, significado y metro, y —tanto en los métricos como en los libres—entre ritmo, sintaxis, significado y cortes versales. De los posibles efectos concretos que en la audiencia tienen estas relaciones —sobre las que Bradford ha construido una breve historia de la versificación inglesa ()— se ocupa la crítica literaria, que sin duda agradece que la teoría y la historia de la versificación hagan sus respectivos trabajos lo mejor posible. Y en vez de aventurar juicios estéticos sobre los versos, se debería empezar por atender, precisamente, a su posible función, a su impacto retórico sobre el público y —ampliando más el campo— a las ideologías literarias y lingüísticas subyacentes. (En este punto, quizá se concluya que las cuestiones estéticas no son independientes de estas otras.)
Las distinciones básicas apuntadas en los párrafos anteriores permitirían, primero, simplificar el repertorio de versos, que debe estar basado en una idea clara de metro y formado solo por metros, no ritmos (sin menoscabo de que se reconozca no solo que varias realizaciones aisladas pueden corresponder a un único metro, sino también que varios metros pueden compartir una misma realización). Segundo, ayudarían a entender por qué la frontera entre los versos métricos cortos y los largos debe basarse en las reglas de realización, en concreto, en la obligatoriedad de un acento hacia el final, en los versos cortos o, en los versos largos, de más de un acento, uno hacia el final y otro(s) hacia el medio (). Tercero, ayudarían a entender que la diferencia entre los versos métricos simples y los compuestos depende de si el análisis se puede hacer sin contemplar sílabas extramétricas internas o, por el contrario, no se puede hacer (se podría decir que los versos compuestos aplican de modo sistemático algún tipo de cesura épica). Cuarto, esclarecerían un fenómeno en apariencia marginal pero crucial para entender las reglas de realización generales del verso métrico en español como es el de las palabras átonas en posición final de verso, y problemas como el de las sílabas aparentemente superfluas —sobre todo átonas— que las fuentes antiguas atribuyen a muchos versos, pero que muchas ediciones recientes han intentado corregir (colaborando así en la limpieza métrica de los textos antiguos contra la que advierte ). Quinto, estas distinciones arrojarían luz sobre versos difíciles como los endecasílabos con acento en 5.ª pero no en 4.ª ni 6.ª, a veces llamados “endecasílabos galaicos antiguos” (). Sexto, facilitarían el reconocimiento de la existencia de versos incorrectos, y el establecimiento de criterios técnicos estrictos para distinguirlos de los correctos (según propusieron ). Séptimo, simplificarían la cuestión de las ambigüedades, ayudando a interpretar como métricos, simples y correctos tantos versos como fuese posible (en aras del consenso, los versos compuestos o incorrectos o libres o ambiguos solo se deberían contemplar como último recurso).
Siguiendo estas orientaciones, evitaríamos el error de reducir, como en la obra comentada, todos los versos en español (incluidos los de cantar, los libres y los métricos pero anisosilábicos) a la variante para recitar, métrica e isosilábica. Jauralde Pou reconoce que los versos se pueden agrupar en combinaciones heterogéneas (anisométricas): p. ej., pentasílabos con heptasílabos. El problema es que hasta las composiciones libres son presentadas como resultado de tales agrupamientos. Los principios aquí dados ayudan a entender, yendo a lo concreto, por qué el verso de Juan de Mena no es ni libre ni —contra lo que dice Jauralde Pou— necesariamente de cantar (a esta última categoría lo arroja en 55), y por qué la copla usada por Juan de Mena no es una combinación de versos anisométricos, como también pretende (juntando así esta copla con, p. ej., la lira), ni una secuencia de versos isométricos e isosilábicos (como pasa en muchos romances y sonetos), sino una agrupación de versos anisosilábicos pero isométricos (más detalles en ).
En todos los casos, se entiende que si lo importante no es siempre hacer la elección correcta en cuanto a cómo se describen y denominan los hechos observados (a veces es más fácil rechazar lo que es inadecuado que precisar lo que es adecuado), entonces debe serlo la consistencia en las elecciones, y la claridad en los criterios para hacerlas, en las definiciones y en los juicios de corrección. Al menos de inicio, la precisión y estabilidad de las distinciones teóricas propuestas son más importantes que su adecuación absoluta a los hechos apuntados; sucesivos intentos, propios y ajenos, contribuirían a ajustar los análisis a su objeto, haciéndolos más precisos o menos, según el caso.
Al establecer estas orientaciones, debemos reiterar que solo tienen sentido si se basan en una concepción lingüística del ritmo de los versos, sin que valga la manipulación arbitraria de los materiales prosódicos, la cual nos aleja de la valiosísima información ofrecida por gramáticas y diccionarios (p. ej., sobre cuáles palabras son tónicas y cuáles átonas, o sobre la sílaba que porta el acento), reduciendo los versos a lo que nosotros opinemos que habrían de ser. (Insistimos: la posibilidad de manipular acentos es el factor principal —más que la existencia o no de una música externa— que separa la ejecución cantada, en la cual se igualan los versos libres y los métricos, tanto correctos como incorrectos, de la recitada, que permite separarlos.)
Si la obra comentada está lejos de cumplir el programa apuntado en los párrafos anteriores, ¿cuáles son las alternativas disponibles? Ciñéndonos al verso métrico, en español solo unos pocos manuales como el de Quilis (que sin embargo comete el error de interpretar todos los versos no libres como isosilábicos), evitan las escansiones caprichosas; es más, Quilis aclara enseguida que solo le interesan “hechos de lengua” y no de habla (), y explicita los criterios que guían sus escansiones. Su senda en este sentido la sigue . Más ambicioso que estos dos manuales, y en general mejor fundamentado teóricamente, es el de , que, como la obra de Jauralde Pou, sí manipula los hechos de lengua, pero, en comparación con esta, está mejor organizado, se mete en menos embrollos de los que no puede salir, tiene una bibliografía más completa (a la que saca partido en el cuerpo del texto), se abstiene de comentarios extemporáneos, presenta menos erratas e incoherencias, está impreso en mejor papel y es más económico. La diferencia específica entre la versificación en español y en otras lenguas es investigada con cautela y esmero por , quien se apoya en el formalismo y el estructuralismo, mientras que de los orígenes y las relaciones históricas de todas ellas se ocupa García Calvo en una obra tan monumental como idiosincrática (). Al contrario que Jauralde Pou, estos tres últimos autores intentan, cada uno a su manera, hacer justicia a los metros anisosilábicos. Otro proyecto monumental, y muy bien estructurado, es el coordinado por , cuya innegable utilidad sería aún mayor si complementase las ideas medievales sobre versificación con las más recientes. Para conocer la historia de los versos en español en toda su extensión y variedad, la obra de referencia, con todas sus carencias (las más de ellas derivadas de la teoría musical subyacente), sigue siendo la . En otras lenguas, están disponibles textos de menor alcance que, paradójicamente, ponen más ahínco en aplicar las teorías más recientes a la versificación en español. En inglés, el artículo de Saavedra Carballido mencionado anteriormente intenta satisfacer tantos requisitos de entre los apuntados en esta reseña como su limitada escala se lo permite. También son útiles las obras pioneras de Piera, desde su tesis doctoral () hasta su capítulo sobre los versos romances meridionales (), encuadradas en la escuela generativa, cuyas escansiones son dignas de toda confianza. No menos interesantes, desde el punto de vista teórico, son los capítulos iniciales de , que combinan los métodos generativista y estadístico, si bien sus escansiones no son enteramente consistentes. A las referencias apuntadas hasta este punto podemos añadir otras dos de enfoque histórico: y . Para las relaciones entre los principales versos en español con los de su entorno, a lo largo de la historia, es de obligada lectura el libro de . Para el enfoque estadístico, son imprescindibles las obras de Gasparov y Tarlinskaja ya mencionadas, así como un artículo metodológico, con atención al verso en español, de . Respecto a las obras dedicadas en exclusiva a otros idiomas, una sobre el verso métrico en catalán, la de , puede ser leída con no poco provecho. Lo mismo cabe decir del manual de , para el portugués. Fundamental para entender una de las corrientes principales del generativismo es un artículo de , ilustrado con versos en inglés.
En esta clase de referencias —y en otras como las mencionadas en el resto de este comentario— se debe inspirar, pensamos, cualquier investigación versológica presente o realizada en un futuro cercano. Esperemos que algún día podamos reseñar, sin grandes reproches, una obra general que esté a la altura de las expectativas actuales y que exponga de manera concisa, pero clara, la estructura, la historia y las posibles funciones del verso en español.
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