1. INTRODUCCIÓN
Desde la noche de los tiempos, el ser humano ha atribuido sentidos simbólicos al resto de las criaturas del reino animal, así como a la naturaleza que las acoge: el cielo, el mar, los diversos accidentes geológicos (ríos, montañas, simas, grutas, etc.) han sido temidos y venerados en tanto que depositarios de un significado que les trasciende, y como ponen de relieve numerosos estudios (; ;; ), el bosque y/o los árboles ocupan un lugar de privilegio en este panteón simbólico forjado por el imaginario humano.
Por razones obvias, la frondosa narrativa e imaginería que arraigan en el motivo forestal han sido particularmente fértiles en las zonas cantábricas de la península ibérica (País Vasco, Asturias, Galicia), en las que ha florecido una nutrida mitología arbórea y formas diversas de dendrolatría (léase adoración o culto al bosque y/o al árbol; ver Caro Baroja y ; ). Este sustrato simbólico del bosque fue uno de los vectores temáticos que intervino en la forja de la identidad nacional de algunas de las comunidades originarias de ese perímetro geográfico, sobre todo la vasca y la gallega, al extremo de que las antiguas formas mitológicas de dendrolatría fraguan en rituales políticos escenificados en torno a árboles singulares dotados de significado jurídico-político (caso del árbol de Gernika, roble que simboliza la libertades tradicionales de Bizkaia, y por extensión, de los vascos hoy día; ver: ).
El cine, como testimonia la filmografía española, es un medio de expresión especialmente propicio para gestionar este patrimonio visual y simbólico. Acerquemos el foco a esas coordenadas estéticas.
2. CORPUS Y DISEÑO METODOLÓGICO DE LA INVESTIGACIÓN
En términos semejantes al de otras latitudes, el cine español ha hecho suya la tópica dicotomía entre el campo y la ciudad, donde la primera posición del binomio está cargada semánticamente como lo tradicional, lo bueno e incorrupto, y la segunda como lo moderno, lo malo, foráneo y corruptor. Se trata de un asunto en el que, entre otros muchos títulos de menor enjundia, sobresalen numerosos y categóricos ejemplos (entre ellos, desde luego, dos célebres y excelentes “clásicos” de la cinematografía hispana: La aldea maldita, Florián Rey, 1930 y Surcos, José Antonio Nieves Conde, 1951) y sobre el que disponemos de bibliografía consolidada (ver ; ; ; ; Davies 2021). En estas películas el bosque es un avatar de ese campo custodio de las esencias de lo tradicional que son puestas en peligro por la proliferación de la ciudad y las formas de vida urbanita. A nosotros, sin embargo, nos interesa observar de qué manera el bosque (y su sinécdoque el árbol) adquiere(n) connotaciones propias que trascienden lo rural apuntando hacia espacios simbólicos autónomos.
Por ejemplo, desde Furtivos (José Luis Borau, 1975) hasta El laberinto del Fauno (Guillermo del Toro, 2006) pasando por El corazón del bosque (Emilio Gutiérrez Aragón, 1979) o La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), un nada desdeñable conjunto de películas españolas surgidas desde la transición organizan su semanticidad en torno al locus del bosque, asunto que apenas ha suscitado el interés de los estudiosos (, lo toca tangencialmente en su análisis de El espíritu de la Colmena; ). Estas líneas pretenden arrojar algo más de luz sobre este asunto, aun tratándose, por obvias razones de espacio, de una aproximación preliminar, tentativa, forzosamente parcial y, por consiguiente, abierta a ulteriores mejoras, que centra el foco en un corpus señalado de películas de ficción del cine vasco y gallego contemporáneo (desde 1984, año de producción de Tasio y Akelarre, hasta hoy) en los que el bosque y la figura del árbol juegan un rol temático de primer orden.
Dicho de forma muy sintética, el trabajo se propone elucidar el significado que el bosque y la figura del árbol adquieren en cada una esas películas, así como plantear un estudio comparativo sobre el modo en que este selecto corpus fílmico pone en valor (y al día) el patrimonio simbólico que el motivo forestal acredita en el imaginario tradicional de esas latitudes.
3. EL BOSQUE COMO CUSTODIO DE LA TRADICIÓN
Akelarre (Pedro Olea) y Tasio (Montxo Armendáriz) marcan en buena medida el terreno sobre el que intervendrán el resto de las películas de nuestro corpus formulando variaciones y permutas. En el marco de sendas historias de conflicto entre lo tradicional y lo nuevo, en estos dos títulos seminales el bosque, investido de carga semántica positiva, constituye el topos del universo simbólico de lo tradicional por el que optan y luchan sus respectivos protagonistas. El bosque se erige en matriz y espacio de refugio de esa forma de vida ancestral en la que existe un vínculo simbiótico entre el ser humano y la Naturaleza. De manera que se trata de dos relatos de ideología conservadora en el sentido lato del término: historias de insumisión y disidencia, pero contra esa alteridad que amalgama las ideas de lo nuevo y lo foráneo, es decir, contra todo lo que se opone y pone en peligro lo que simboliza el bosque. Los personajes se rebelan contra la presencia de un orden alternativo amenazante que impugna la hegemonía de la ley ancestral del bosque primigenio. A partir de esta base común, cada película despliega haces semánticos bien distintos.
Así, y como veremos, mientras el largometraje de Armendáriz parece concebido para mostrar la compleja tectónica que subyace en este conflicto entre el orden que garantiza el bosque y la alteridad violenta que le discute su hegemonía tradicional, en Akelarre, ambientada en el siglo XVI en un pueblo navarro de las inmediaciones de la sierra de Aralar (valle de Araitz), esta oposición ontológica aflora desdoblada en distintos niveles semánticos, de manera que su peripecia superpone (al menos) seis conflictos que, debidamente alineados, se entreveran y retroalimentan dibujando dos universos simbólicos refractarios vinculados por el principio de contrariedad.
En primer término, encontramos la disputa religiosa entre las prácticas ancestrales de paganismo terrenal y el culto hegemónico de la religión cristiana, cuya incompatibilidad esencial se aprecia tanto en la caracterización de sus oficiantes (brujas vs. cura e inquisidor del Santo Oficio), cuanto sobre todo en sus formas diametralmente opuestas de culto y celebración (Akelarres vs. misas). A esta manifiesta polaridad se une no solo la disputa nacional (en la que reverbera el clima político vasco de mediados de los años 80 del pasado siglo, cuando fue realizada la película) entre Vasconia y Castilla a propósito de las levas del Rey Felipe III, y el conflicto político que las Juntas Comunales, con sus formas paleodemocráticas de colectivismo foral, y la Aristocracia feudal del señorío Medieval tienen planteado a consecuencia de que las Juntas ponen en entredicho algunos privilegios del Señor de Andueza (a la sazón Jauntxo o cacique del recóndito paraje en el que transcurre la peripecia), sino también el genuino conflicto de clase que enfrenta a los Andueza, propietarios de casi todo el valle, y los menesterosos aldeanos que malviven trabajando para ellos. Aunque más difuso, a estos antagonismos estructurales se añade el conflicto de género entre las formas de Matriarcado que representan las mujeres que llevan la voz cantante en los ritos paganos (Amunia de Basterretxea, maestra de Akelarres, y Garazi, su heredera natural cuya madre fue ajusticiada en Francia por brujería) y el tosco Patriarcado que suponen el modelo de religión católica y el poder aristocrático feudal. Y todo este tupido entramado de rivalidades cristaliza en el conflicto amoroso que la atractiva Garazi Otxoa provoca entre Unai Esparza e Iñigo de Andueza (aldeano y heredero del señorío, respectivamente) que llegan a las manos por granjearse sus favores.
Akelarre gestiona los espacios con el mismo criterio dicotómico que vertebra la historia, de manera que este antagonismo semántico radical se topologiza de forma bipolar contraponiendo el bosque (en cuyas grutas tienen lugar los conciliábulos y Akelarres de los paganos) y la enhiesta casa torre de los Andueza (donde se celebran no solo las reuniones del cacique y las torturas y sesiones del juicio de la Inquisición, sino también las inflamadas misas del cura del pueblo oficiadas en el templo anejo a la casa palaciega).
Que el bosque es el locus inherente a ese mundo simbólico ancestral que lucha por su supervivencia se pone de relieve en el violento desenlace de la historia: Unai y algunos jóvenes deciden sublevarse y buscan refugio en el bosque (“se echan al monte”) mientras Garazi es encerrada en una mazmorra de la casa de los Andueza (espacio cerrado y hostil donde es violada por el primogénito del linaje que la pretende); es al abrigo del bosque donde Unai y los suyos emboscan la caravana que conduce a Pamplona la cuerda de presos que se ha cobrado el juicio por brujería (las imágenes del asalto se alternan con las de la misa que oficia el cura del pueblo, confirmando el antagonismo simbólico de sendos espacios); Unai, en su terreno, mata a Iñigo de Andueza, su adversario indefenso fuera de su elemento, libera a la cuerda de presos y se refugian en la gruta de los Akelarres mientras Amunia es quemada al pie de la casa torre de los Jauntxos del valle.
La peripecia de Tasio también transcurre en un pueblo de montaña navarro (sito en la sierra de Lokiz), pero despliega un conflicto exclusivamente individual en unas coordenadas históricas bien diferentes: a principios del siglo XX la forma de vida tradicional comienza a mostrar síntomas de obsolescencia que no son aceptados por todos. Tasio, que aprende y hereda de su padre el oficio de carbonero, es uno de esos insumisos mohicanos que se aferran al modus vivendi ancestral en armonía con la naturaleza boscosa (no tala árboles, sino que utiliza los derribados por las tormentas para alimentar o “dar betagarri” a su carbonera situada en las profundidades del bosque).
Un rosario de infracciones de las normas que imperan en el pueblo y de actos de desacato a las personas que los representan, exhiben bien a las claras el rol contestatario que juega Tasio: de niño pega al cura; no quiere trabajar como asalariado para Don Anselmo, el Jauntxo del pueblo; mientras este acude a misa le roba una gallina para merendar; juega a pelota en el frontón descalzo; se niega a participar como ayudante de cacerías de ricos (“Esto no es caza. Para cazar te tienes que enfrentar al animal”); obliga a un potentado a devolver 17 sacos de carbón porque pretende pagarle solo tras venderlos; roba truchas al guarda forestal; pone trampas furtivas en el bosque (artes tradicionales de caza prohibidas por las leyes urbanitas) y vende las pieles de sus capturas de forma ilegal; miente a la guardia civil; etc.
Esta secuencia de episodios de disenso y desobediencia viene de la mano de su progresiva inmersión en el bosque (hablamos de procesos interconectados): a partir de la educación recibida (además de la alquimia de la carbonera, su padre le inicia en la explotación responsable y sostenible de los recursos animales del entorno), Tasio no solo decide dar la espalda al pueblo para vivir del y en el bosque, sino que termina confundiéndose con su fauna. Esta suerte de retorno a la Naturaleza llega a su culmen cuando, perseguido por el guarda forestal, cae por descuido en una de sus trampas y consigue escapar arrastrándose como una alimaña herida haciendo bueno uno de sus dictum (“si el animal es listo, se escapa”), y sobre todo en el momento candente de la película cuando topa al fin con el enorme jabalí al que persigue y, pese tenerlo a tiro, le deja huir tras un duelo de miradas en el que trasluce el mutuo reconocimiento como cúspide de la cadena alimentaria del bosque. En definitiva, la foresta es en Tasio la guarida y refugio que acoge al insumiso que no se pliega a las normas de esa forma de vida urbanita que corrompe el orden ancestral.
En cierto sentido, O que arde (Oliver Laxe 2019), que transcurre en el presente del rodaje en la recóndita aldea gallega de Vilela, en los Ancares lucenses, es una variante de Tasio. Amador, el protagonista, es un pobre tipo que vuelve a la casa materna después de serle concedida la libertad condicional tras años en prisión por incendiar el bosque, aunque su autoría nunca nos sea confirmada explícitamente. Dando por buena la hipótesis de su piromanía, Amador semeja un Tasio del siglo XXI, atormentado y sufriente, quien al ver que el bosque milenario desaparece por la invasión foránea (de árboles —eucaliptos— y turistas) decide darle fuego de forma descontrolada (el carbonero acota el fuego, el pirómano no le pone coto), cargando sobre sus espaldas su culpa y la de todos, la de una sociedad entera que dejó el rural abandonado a su suerte. La íntima vinculación de Amador y su madre Benedicta con el universo rural del que forman parte es sutilmente “compuesta” por Laxe, una y otra vez, por medio de una exquisita utilización de su paleta de colores y matices fílmicos. Así, y por ejemplo, su total inmersión en el invernal paisaje gallego interior de montaña, brumoso, frío y húmedo, en el que predominan los tonos grises, verdes, marrones y ocres, nos es mostrada ya en dos iniciales, temporal y espacialmente extensos planos generales que incluyen a Amador con su desgastada cazadora de cuero y pantalón beige camino de casa, tras retornar a la aldea en el bus. De igual modo, cuando madre e hijo saquen a pastar a las vacas, el rigor etnográfico del vestuario y los diálogos contribuirán al modo en el que la cámara comprende, respira y observa con respeto el entorno, siguiendo y acompañando a los personajes, partes esenciales del mismo. Ejemplo emblemático de las singulares búsquedas paisajísticas del filme es la composición plástica que culmina el breve pero hermosísimo fragmento de Benedicta en el bosque. La mujer, pese a su avanzada edad, se desplaza con destreza y agilidad, y la cámara sigue su movimiento en plano general hacia la derecha con naturalidad, mientras cruza un riachuelo. Tras corte directo, bajo la lluvia, un plano próximo de la parte superior de un gran árbol. El tomavistas desciende entonces y vemos a Benedicta resguardada en un amplio hueco del tronco, apacible, acomodada, absorbida por su entorno. Todavía, un último, extenso y picado plano (nunca mejor dicho) de conjunto.
Los arranques de Tasio y O que arde, con la cámara desplazándose en ambos casos entre los árboles del bosque, son ejemplares por cuanto nos permiten establecer formalmente la (íntima) similitud y la (histórica) diferencia entre ambos relatos. Mientras en el diurno inicio de la película de Armendáriz unas vívidas panorámicas circulares sobre las copas de los árboles (fig. 1) concluyen con la aproximación hacia la carbonera (la madera en fructífero tránsito hacia carbón por el efecto alquímico del fuego), en el filme gallego, por su parte, escuchamos, en total oscuridad y junto a los sonidos de un viento ligero y a los emitidos por algunos animales durante la noche, un ruido extraño y misterioso que, en principio apenas perceptible, parece no obstante ir in crescendo. Una luz tenue y de desconocida procedencia nos permite atisbar entre la niebla, con la cámara en movimiento hacia el fondo y en contrapicado, un bosque poblado de espigados eucaliptos cuyos troncos delgados parecen por momentos flotar, vibrantes, en el encuadre, transfigurados en negras sombras espectrales, multiplicada la sensación de misterio y extrañamiento por el rodaje con drones. En otro plano en movimiento, los árboles, sobresaltados primero por una repentina onda discordante, comienzan de improviso a caer abruptamente fulminados en cadena por una fuerza indeterminada e invisible, como si de un suceso sobrenatural se tratara. El violentísimo movimiento de los troncos al ser arrancados, en su derrumbe sobrecogedor (el crujido del resquebrajamiento, cual quejido postrero, de la rotura de los troncos y las ramas, de los “huesos” del árbol en primer término sonoro), plegándose sobre sí mismos en una rítmica y desoladora danza de destrucción, como si recibiesen un disparo y cayesen desplomados, recuerda indefectiblemente el de un ser humano, y su trágica repetición cual fichas de dominó no puede dejar de traer a la memoria, consciente o inconscientemente, paredones de fusilamiento o campos de exterminio (fig. 2).
Un plano posterior nos permitirá comprobar cómo es una enorme máquina topadora la que, sin contemplaciones, a velocidad constante, arranca los árboles. Sucesivas composiciones plásticas nos muestran el (in)humano ejército conformado por esos tecnológicamente sofisticados bulldozers, que avanzan destruyendo lo que encuentran a su paso. Una significativa toma en movimiento nos sitúa, de pronto, en la posición subjetiva del (conductor del) bulldozer, obligándonos así visualmente a participar de esa fuerza inmisericorde que arranca y desplaza los troncos axialmente hacia el fondo sin esfuerzo alguno. Pertenecemos querámoslo o no, a esa sociedad “de progreso”, urbana, masificada y tecnológica, responsable de la destrucción del rural, incluso si —como aquí sucede— los árboles sacrificados son eucaliptos, esa especie invasora y destructiva. Pero el sonido comienza a transformarse coincidiendo con un creciente vacío delante de la cámara (de la máquina, de nuestra mirada). Los potentes focos del bulldozer nos permiten ver entonces, al fondo y en el centro del encuadre, un gran eucalipto centenario, inmenso y majestuoso, al que nos aproximamos. Como impresionada ante su magnitud y grandeza, la máquina se detiene, entre el respeto y el temor, bajando la pala, evitando el “enfrentamiento” (plano cercano, de reacción; singular segunda unidad de ese par A-B-A de la clásica composición subjetiva). Pero el tomavistas, despegada ya entonces la mirada del “monstruo” (in)humano de cuya mirada y acción se nos obligaba a formar parte, prosigue su trayecto, acercándose adonde pocos miran, no obstante y con exactitud a donde (solo) el cine puede y debe mirar. Los focos del bulldozer se apagan (vemos de nuevo la máquina, aún más cercana, como un primer plano), pero, obstinado y decidido, en una larga toma (1’ 5”) en movimiento ascendente y circular de tan hondo lirismo como violencia discursiva, el cinematógrafo —o, mejor, el uso concreto que Laxe hace de este— persiste y se aproxima, mostrándonos pausadamente, con respeto y delectación, las particularidades únicas, propias e intransferibles de sus formas, las heridas de su tronco desgastado, labrado por el tiempo (fig. 3). En un sutilísimo proceso indiscutiblemente metafórico de “personalización”, y mientras el aparato no deja de desplazarse en envolvente ascenso, es casi imposible no reparar en las inesperadas formas surgidas del “contacto” de la cámara con el árbol, por momentos semejantes quizás a un rostro humano y más tarde —decisiva y casi nítidamente. cercanas a un Cristo crucificado, en una fugaz pero singularmente significante “Pasión”.
4. EL BOSQUE COMO RÉMORA Y RECLUSIÓN
No es descabellado pensar en la versión cinematográfica de El bosque animado (escrita por Rafael Azcona y dirigida por José Luis Cuerda en 1986, a partir de la novela homónima de Wenceslao Fernández Flórez publicada en 1943) como peculiarísimo y denso tránsito entre opuestos, pues en ella el bosque visto como custodio de la tradición y la denuncia de su condición de rémora y reclusión para el desarrollo vital de sus habitantes se tejen con inteligente sutileza constituyendo el filme una versión tan nítida como poco aparentemente política del original literario. Síntesis temática y estilística de la narrativa de su autor; fábula mítica, humorística y trágica, profundamente arraigada en las tradiciones animistas gallegas; a la vez poética y tierna, descreída y fatalista visión de la España del primer tercio del siglo pasado, el texto de Fernández Flórez es convertido por Azcona en un guion centrado en exclusiva en las historias de los personajes humanos (o de “ánimas” tratadas de modo realista, como el Fiz de Cotobelo, en detrimento lógico de las protagonizadas por animales o árboles, que sin embargo centrarán la versión animada de la novela dirigida en 2001 por Ángel de la Cruz) que recoge humorísticas y melancólicas “tragedias de la vida vulgar” encerradas en el bosque (la “fraga”) de Cecebre, pero que insiste con mesura en las desigualdades que laten en el metafórico bosque (señor D’Abondo/Marica da Fame) y coloca en primer término la denuncia de la desgraciada existencia de unos seres condenados a la pobreza y a la tristeza absolutas.
Atravesado por la muerte (el alma en pena de Fiz de Cotovelo, el trágico accidente de la pequeña Pilara) y la miseria material y deseante (la sonora cojera/pobreza de Gerardo, que le impide siquiera aspirar, más allá de una casual y efímera coyunta, a su objeto amoroso; la bondad/pobreza de Fendetestas; el imposible reposo definitivo del propio Fiz), el riguroso duelo y la radical injusticia que presiden el filme El bosque animado no se ven acolchados —como le fue en ocasiones reprochado a ciertas “estancias” de la novela— por ternuras postizas ni glosas humanitarias, pero sí sabiamente modulados —además de por la ajustada y eficaz partitura musical de José Nieto— por la humanística y sensible planificación de José Luis Cuerda, la luz y la potencia paisajística obtenidas por el director de fotografía Javier Aguirresarobe, y el cuidadísimo registro directo de los sonidos del bosque. Al mecer serenamente la cámara, que encuadra y se desplaza con sosiego por entre los seres vivos, hombres, animales y plantas, de la fraga, dando forma a armoniosas composiciones plásticas y sonoras en las que unos y otros parecen insertarse naturalmente en un lumínico y colorido paisaje “panteísta” y vigoroso (fig. 4), la mirada madura del cineasta otorga a la película ese plácido fluir visual y narrativo que la caracteriza, y es capaz de respetar el cíclico carácter mítico y la energía fabulatoria de primer orden del relato original sin abandonar en ningún momento una nítida (e incluso virulenta) voluntad discursiva.
Por esa senda crítica, profundizando en ella, continuará en el cine gallego A esmorga (Ignacio Vilar, 2014), y su segundo segmento tras la confesión de Cibrán, la secuencia en “casa” de a Raxada —una humilde lareira convertida en precario y fugaz hogar—, pone la cartas sobre la mesa. Al abrirse desde el negro absoluto la puerta hacia el exterior (de la casa hacia afuera) para aparecer el grisáceo paisaje gallego (húmedos y fríos verdes, marrones, grises y blancos de una inhóspita madrugada de invierno en el interior de Galicia; del durísimo rural en las puertas misma de la pequeña ciudad) dando vida inicialmente solo a la parte derecha del encuadre, y seguir después la cámara, documental, decidida y por detrás a una mujer cubierta, cual Dolorosa, con un manto sobre cabeza y hombros, mientras atraviesa el huerto entre las berzas altas para coger agua del pozo y retornar al interior (y comenzar, solo entonces, las acciones y los diálogos entre a Raxada, Cibrán y su pequeño hijo descritas en la novela), el filme es capaz de visualizar, casi en abstracto, y a la vez que documenta de forma estrictamente realista el trabajo diario de la mujer en el rural gallego, los más profundos núcleos semánticos del relato: el umbral mismo (del negro a la vida) entre la casa (la palabra más citada en A esmorga) y el exterior (el húmedo paisaje y el agua, concepto nuclear y omnipresente en el relato, literal y metafóricamente: lluvia y alcohol), lo familiar y lo inhóspito, lo cercano y lo siniestro.
A pesar de que el conflicto tradicional vs. nuevo y la adscripción simbólica del bosque al polo de lo atávico se mantienen, en Vacas (Julio Médem, 1991) y Amama (Asier Altuna, 2015) la arboleda adquiere ya una clara connotación negativa y los protagonistas reniegan (huyen) a la postre de ella para integrarse en la urbe, lo que entraña una inversión simbólica de términos respecto a Akelarre, Tasio y O que arde.
Rodada en parajes del Valle del Baztán y el Señorío de Bertiz enclavados en el pirineo navarro, Vacas pone en escena la dinámica bipolar entre lo viejo y lo nuevo a través de la disputa transgeneracional que mantiene los Mendiluze (apellido vasco que significa monte largo o alto) y los Irigibel (que significa costado de la villa), dos familias que viven en sus respectivos caseríos ubicados en una pronunciada pendiente montañosa.
Aunque el conflicto prende y concluye en sendas guerras civiles bañadas en sangre (el relato se abre con un fusilamiento de la tercera guerra carlista —1875— y se cierra con otro de la guerra civil española, 1936), la discordia entre las familias hunde sus raíces en caracteres y cosmovisiones radicalmente distintas de sus pater familias sucesivos: los machos Alfa Mendiluze son temperamentales, inflexibles, cortos de entendederas, estrechos de miras y están arraigados o pegados a la tierra; en tanto que los machos Alfa Irigibel son pusilánimes y cobardes pero visionarios (tienen vínculo místico con animales y árboles, dibujan, sacan fotografías, etc.), abiertos a la modernidad y a la transformación (traen coches al valle, cámaras de fotos, etc.), y abandonan el terruño a la primera de cambio (llegan noticias suyas desde Inglaterra y Nueva York) para ejercer oficios letrados (periodismo). Esta animosidad basada en caracteres incompatibles y comportamientos enfrentados en las contiendas civiles se encona debido a que, a la manera shackespeareana de Romeo y Julieta, los jóvenes de ambas familias quebrantan la prohibición, se enamoran y tienen descendencia.
Lo que atrae nuestro interés estriba en que el bosque y los árboles juegan un rol temático vertebral en ese conflicto familiar en el que traslucen las dos caras de la esquizofrénica identidad vasca. Para empezar, los caseríos de sendas familias son colindantes pero les separa un bosque que se sitúa entre uno y otro a modo de frontera y símbolo de su acendrada rivalidad (fig. 5). Se da, por añadidura, la circunstancia de que los primogénitos de ambas familias son prominentes aizkolaris y, en lógica consecuencia, dirimen sus diferencias en esa especie de guerra civil incruenta consistente en cortar troncos poniendo su patrimonio en juego (atiéndase al salto cualitativo que supone talar árboles para hacer deporte respecto a Tasio que, respetuoso con su medio, nutre su carbonera con árboles caídos). Y esta competición no solo encona la animosidad entre las familias, sino que determina el derrotero divergente de sus peripecias: los Irigible son mejores y ganan la apuesta entre las familias, lo que les da la oportunidad de salir de su hábitat originario para medirse con aizkolaris de otros valles, ganar dinero y fama, orearse conociendo otras latitudes y, a partir de esa experiencia, romper a la postre con el locus milenario del bosque. De lo que se colige que el acto de tronchar árboles con mayor diligencia simboliza en el caso de Ignacio Irigibel cortar el cordón umbilical que le une al bosque, al caserío, a lo tradicional, y en el caso de los Mendiluze, todo lo contrario.
Este trasfondo simbólico tiene su corolario en el hecho de que el bosque acoge en su seno a lo peligroso (léase las setas venenosas, los jabalíes y las trampas para cazarlos, esa especie de tenebroso árbol totémico objeto de culto dendrolátrico en cuyo agujero los Irigibel arrojan trozos de la vaca muerta -fig. 6-,..), así como a los actos prohibidos, escabrosos y sangrientos (los encuentros sexuales proscritos entre Catalina Mendiluze e Ignacio Irigibel, así como entre Cristina Mendiluze y Lucas Ilegorri, tienen lugar bajo el follaje del bosque; la batalla y el fusilamiento final tienen lugar entre los árboles; etc.).
Pocos filmes como Tasio —al margen de la obra de Luis Buñuel, en España quizás únicamente La caza (Carlos Saura, 1966) y Furtivos— caracterizan al bosque virgen como locus donde reina la pulsión. Estas agudas observaciones de Gilles Deleuze a propósito de la representación naturalista del bosque son perfectamente válidas para esta selecta nómina fílmica:
En él los personajes son como animales (...). No es que tengan esa forma o ese comportamiento, sino que sus actos son previos a toda diferenciación entre el hombre y el animal. Son animales humanos. Y la pulsión no es otra cosa: es la energía que se apodera de pedazos en el mundo originario. Pulsiones y pedazos son estrictamente correlativos. (...). [El mundo originario] (...) hace converger todas las partes en un inmenso campo de basuras o en una ciénaga, y todas las pulsiones en una gran pulsión de muerte. (...) [E]s a un tiempo comienzo radical y fin absoluto; y por último, él liga lo uno con lo otro, mete a uno dentro del otro, conforme a una ley que es la del declive más grande. Por eso, es un mundo de una violencia muy especial (en ciertos aspectos, es el mal radical); pero tiene el mérito de hacer surgir una imagen originaria del tiempo, con el comienzo, el fin y el declive, toda la crueldad del Cronos. Si [las pulsiones] son “elementales” o “brutas” en el sentido de que remiten a mundos originarios, pueden asumir figuras muy complejas, extravagantes o insólitas con respecto a los medios derivados en los que aparecen. Es verdad que a menudo son relativamente simples [alimentarias, sexuales...]. Pero son ya inseparables de los comportamientos perversos que ellas producen y animan, canibalísticos, sadomasoquistas, necrofílicos, etc. ().
Es así que en el desenlace de la peripecia, cuando todavía mana caliente la copiosa sangre derramada entre los árboles, Peru Irigibel y Cristina Ilegorri, últimos vástagos de sendas estirpes enfrentadas, deciden huir en caballo a Francia, allende la frontera dejando atrás el bosque milenario que simboliza esa guerra secular entre sus familias en la que se refracta el conflicto antediluviano entre lo viejo/inmutable y lo nuevo/mutable. El trazado circular de la historia, donde la contienda de 1936 del final nos retrotrae a la de 1875 del principio, redunda en la idea del círculo vicioso de inmutabilidad y violencia que supone la vida arraigada en el bosque.
Esa ruptura con lo tradicional puesta en escena mediante el abandono del topos arbóreo que acoge al caserío y a su ancestral modus vivendi, es más nítida si cabe en Amama. Ambientada en el presente y rodada en el bosque de Artikutza (tupida foresta que se despliega en la linde entre Gipuzkoa y Navarra), la película ilustra de forma florida el ocaso de los patrones de comportamiento tradicionales arraigados en el medio rural vasco mediante la disgregación de la familia Eitzeta (apellido que, para disipar dudas, en vasco significa zona o bosque de abetos).
En este caso, como decimos, la disputa es rigurosamente endógena o intrafamiliar, y la protagonizan el patriarca de la familia y su hija Amaia, fotógrafa y artista gráfica experimental, quien considera que la vida pautada por los trabajos del caserío de sus padres es una anacrónica forma de esclavitud a la que no se somete. Dado que sus hermanos mayores renuncian a tomar las riendas del caserío por activa (Gaizka, el primogénito, se va de casa al extranjero) y por pasiva (Xabier, pusilánime y vago, no está capacitado para ello y vive abajo en la ciudad), este traumático acto de desacato de la chica supone no tanto el fin del clan (que a la conclusión de la historia sobrevive, pero desperdigado lejos de su locus originario), sino de su forma ancestral de configurarse en torno al caserío situado en un cerro a refugio del bosque.
En sintonía con Vacas, el bosque y los árboles figurativizan en Amama los intrincados pormenores de este combate paterno filial que se salda con la agonía y muerte de lo edénico. Para entenderlo en sus justos términos es preciso saber que entre los Eitzeta su vínculo con los árboles es individualizado y, por así decirlo, umbilical toda vez que, al dictado de una vieja usanza, con cada nacimiento la familia planta un árbol en una recoleta hondonada del bosque que, poblada por árboles totémicos preñados de críptico simbolismo, se ha convertido en espacio sagrado objeto de dendrolatría familiar (fig. 7). Esto se debe a que la abuela (genuina y clarividente mater familias) asigna a cada árbol un color que resulta premonitorio toda vez que simboliza el carácter y presagia el devenir del vástago en cuestión (la voz en off de Amaia lo expresa de forma lapidaria: “Los colores de la abuela condicionan el futuro y el pasado, como si nuestro destino surgiera en el Neolítico y hubiera llegado hasta hoy a través de la abuela, con ella como única intermediaria”): el del primogénito Gaizka, quien cortará ese cordón umbilical y abandonará el caserío, es rojo (“el color de la fuerza, la sangre y la pasión, para el nieto que hereda el caserío” afirma Amaia en off); el de Xabier, medroso, holgazán e incapaz (aunque quiera hacerlo) de perpetuar el microcosmos del caserío, es blanco (“para el blando, el vago, el flojo” puntualiza la voz en off); mientras que “para mi (dice Amaia), la rebelde, la protestona y la mala, el color del diablo y las sombras: el negro”, cuyo convencional simbolismo tanático le trasciende para apuntar por elevación hacia la muerte del universo simbólico ancestral que su comportamiento disruptivo contribuirá a reducir a cenizas. La película apuntala esta idea en uno de los pasajes oníricos resueltos con estética underground que tachonan el filme (son piezas audiovisuales que la propia Amaia realiza en Super-8 para dar cauce a su mundo interior), donde vemos que ese negro con el que tizna su rostro es el de la ceniza de árboles quemados, lo que confirma que está destinada a liquidar ese cóctel simbólico que amalgama el árbol, el bosque, el caserío y su forma de vida tradicional.
Amén de las particulares atribuciones semánticas que atañen a ese ramillete de personajes, el árbol constituye genéricamente el símbolo por antonomasia del arraigo al lugar, de manera que en Amama los actos de agresión y reconciliación que se suceden en el largo pugilato entre padre e hija se materializan con árboles, y algunos de los más relevantes tienen lugar en el locus dendrolátrico familiar. Al cabo de un periodo de gestación en el que participa con la familia en numerosas tareas del campo, la rivalidad se encona cuando Amaia se niega a seguir colaborando precisamente en el momento en que su padre le conmina a recoger manzanas (“¿por qué no cortas todos estos manzanos de una puta vez?” le espeta irreverente). Poco más tarde, como es costumbre hacer con los animales “inservibles”, el padre sacrifica a la vieja perra del caserío, y Amaia responde talando con la motosierra un manzano (“Tu forma de vivir se ha acabado; ahora se vive de otra manera” le recrimina la joven poniendo los puntos sobre las íes). Rotas definitivamente las hostilidades, el padre hace lo propio con el árbol negro que plantaron por su nacimiento, lo que propicia que Amaia abandone el caserío no sin antes profanar el santuario familiar del bosque de forma estridente (como es artista plástica, Amaia convierte el locus totémico en una especie de instalación: embadurna los árboles de colores y deja inserta la motosierra en uno de ellos -fig. 8-).
De la misma manera que el árbol vehicula, a modo de víctima propiciatoria, todo este crescendo de episodios violentos que fracturan la unidad familiar, la posterior reconciliación entre padre e hija pivota en torno a idéntico motivo. Es así que incapaz de verbalizar sentimientos, el padre pide perdón a su hija fabricando con la madera de su árbol derribado una cama que instala a sus espaldas en la habitación donde vive Amaia en la ciudad. Este gesto de restitución dendrolátrica provoca que la hija vuelva al caserío y selle la paz con su padre, quien proclama el fin de las hostilidades y la rehabilitación del núcleo familiar por medio de un acto cifrado en el código privado de los Eitzeta: planta un esqueje en el tronco talado del árbol negro (fig. 9).
Aunque el anecdotario de la peripecia concede un innegable protagonismo a padre e hija, el título del filme (Amama significa abuela en vasco) advierte de la centralidad y relevancia simbólica de ese personaje afásico y senil que asiste al pandemonio familiar impertérrita y sin hacer nada, hasta que en un momento dado abandona el caserío al abrigo de la noche y se interna en el bosque. De hecho, por mucho que Eitzeta padre (interpretado sintomáticamente por Kandido Uranga, el mismo actor que en Vacas da vida a los retrógrados Carmelo y Juan Mendiluze) protagonice en acto la defensa numantina de lo tradicional, el arraigo en lo atávico de ese mundo y su inevitable desaparición lo personifica la abuela Juliana.
El filme señala que la abuela y el bosque milenario son motivos figurativos semánticamente emparentados desde su onírico arranque, en el que vemos un largo travelling lateral que sigue la carrera a través de los árboles de un atribulado joven que porta en la espalda a una anciana en camisón (luego sabremos que es Gaizka, el primogénito, con su abuela Juliana a la espalda). De manera que en virtud de la costumbre que designa al mayor de los hijos como heredero único del patrimonio inmobiliario familiar (“El caserío nunca se divide. De ningún modo. Es la ley del caserío. Y es sagrada. Solo uno de los hijos hereda todo el caserío. Los demás deben irse y buscarse la vida. Antaño el heredero siempre era el mismo: el primer varón en nacer”, puntualiza la voz en off en el arranque), esa larga cuerda que cuelga de la abuela simboliza el cordón umbilical que ata al caserío al mayor de los hermanos Eitzeta. Por si fuera poco, en el curso de la película la voz en off de Amaia verbaliza varias veces el eslabón de enganche que la abuela supone entre el pasado milenario y el presente (“Hace 80 abuelas vivíamos en el Neolítico”, afirma remedando la conocida frase del escultor Jorge Oteiza), así como que Juliana, pese a sus mermadas facultades cognitivas, es clarividente y barrunta el Apocalipsis que se avecina (en un soliloquio reproduce las palabras de su abuela “...cuando las calles se llenase de carreteras y de tiendas, que entonces llegaría el Anticristo y se acabaría el mundo”, para concluir que: “Creo que hablaba del final de caserío. Era su manera de decir que el caserío estaba en peligro”).
A lo que habría que apuntar a vuelapluma que esta preponderancia simbólica de la abuela y su vínculo especial con la nieta levantisca (la fértil imaginería de la fotógrafa gira en torno a la abuela y el caserío), no son sino encarnación dramática de ese matriarcado que, según cierta antropología (ver ), imperaba en la forma de vida tradicional vasca.
Todas estas hebras semánticas se anudan en la muerte de la abuela con la que se salda su incursión nocturna en el bosque, acontecimiento crepuscular y de tintes míticos que trasciende la desaparición del personaje singular para significar, por elevación, el ocaso definitivo del universo simbólico que la matriarca representa en el marco del filme. De ahí que la rotunda escenografía del funeral de amama Juliana, suerte de wagneriano Götterdämmerung de los Eitzeta (y del mundo tradicional del que son sinécdoque), denote todo lo que está en juego. Hablamos, para empezar, de un ritual laico y festivo que no se oficia en una iglesia, decisión aberrante que contraviene los usos cristianos de los baserritarras de la actualidad apuntando hacia esas prácticas ancestrales ya erradicadas de paganismo matriarcal que asoman en Akelarre. Se oficia, para mayor abundamiento, en el granero del caserío, cavidad rugosa e irregular contenida por paredes, suelo y entreverada techumbre de madera, en cuyo altar mora el cadáver de la mujer en un espartano ataúd hecho con madera de manzano de la huerta familiar. Y por último, que no menos importante, ese espacio funerario construido con materia prima del bosque es al mismo tiempo sala de exposición multimedia donde amén de exhibir los retratos de gran formato que realizó de su abuela, Amaia proyecta (con la cobertura de una desgarradora interpretación musical de violonchelo y capela) una pieza de look underground que pone en imágenes en el nexo matriarcal que, desde la difunta abuela hasta la joven tataranieta, une a las mujeres de la familia Eitzeta.
La película señala de forma inequívoca que ese vínculo femenino (que retrayéndose 80 abuelas llega hasta el Neolítico) no supone ningún lastre umbilical como el que encadena traumáticamente a los varones al caserío. Tal es así que tras dar sepultura a la matriarca de los Eitzeta, Amaia, su heredera natural, abandona de forma definitiva el bosque y el caserío para probar en el locus antónimo de la ciudad una forma contemporánea o puesta al día de ser vasca. Un largo travelling de alejamiento tomado desde el cristal trasero de la furgoneta de Amaia que se aleja del caserío, pone en elocuentes imágenes esta desvinculación y alejamiento del topos boscoso de lo tradicional (fig. 10). Hipersemantizado colofón que no puede dejar de recordar la panorámica envolvente sobre copas de árboles que culmina encuadrando la carbonera sobre la que se afana Tasio que cierra la película de Armendáriz (fig. 11). El rigor de la inversión formal de ambas maniobras de clausura da fe de que, hablando de lo mismo, Amama y Tasio afirman rigurosamente lo contrario.
6. CONSIDERACIONES FINALES
Aunque parecen iguales, el simbolismo y la connotación son mecanismos semánticos distintos: en el simbolismo una figura o elemento formal (en nuestro caso el bosque o el árbol) se une por convención de forma estable con un elemento del contenido (una idea o valor semántico determinado), mientras que en la connotación a ese segundo se le añade una especie de plusvalía semántica que complementa el significado simbólico (un semiótico zanjaría la cuestión afirmando que en el simbolismo se involucran los dos planos del lenguaje, en tanto que la connotación es un fenómeno que atañe solo al plano del contenido). El pequeño corpus de películas que aquí hemos escrutado permite apreciar la diferencia entre ambos fenómenos semióticos.
Las películas muestran, en efecto, que el motivo forestal (el bosque y/o el árbol) no ha variado un ápice el significado simbólico heredado de siglos atrás, toda vez que sigue sólidamente arraigado en la idea de lo ancestral y atávico en calidad de topos constitutivo del modus vivendi tradicional y, por ende, sinónimo de espacio incompatible y refractario a las formas de vida urbanita que le disputan hegemonía. Por contra, las películas exponen a las claras que la connotación de ese motivo no permanece fija o inmutable como su sentido simbólico, sino que es susceptible de variar de forma copernicana pendulando de lo positivo (el bosque como matriz y refugio de lo ancestral en peligro de extinción) a lo negativo (el bosque como espacio pulsional, violento y opresivo que yugula cualquier cambio). A poco que se aguce la vista, se observará que lo que subyace a esta dicotomía semántica es la oposición nuclear entre permanencia y cambio, donde el bosque y el árbol son figurativización de la permanencia, y esta es alternativamente connotada como deseable o indeseable.
El escrutinio de las películas también nos ha permitido observar que este conflicto estructural entre permanencia y cambio presenta una insospechada variante iconográfica que afecta metalingüísticamente al propio medio cinematográfico. Los Irigibel de Vacas y Amaia Eitzeta de Amama, principales agentes del cambio en dos de los filmes en los que el bosque adquiere connotación negativa, son creadores imágenes (pintores, fotógrafos, cineastas), de manera que la polaridad “Permanencia de lo Tradicional” vs. “Cambio de lo Nuevo” también fragua en la materialidad de esa imaginería que surge de sus manos con la naturaleza como referente-motivo: por un lado estaría la imagen vieja o pictórica (los dibujos de vacas de Manuel Irigibel), y por otro la imagen nueva o fotoquímica y derivados (las fotos sacadas por Ignacio y Peru Irigibel; los collages fotográficos y filmaciones en Super 8 de Amaia). Esas dos iconografías son figurativamente distintas: la imagen vieja es clásica, convencional y anodina; la imagen nueva es underground, disruptiva y experimental. Las películas, en definitiva, ponen de manifiesto que, como la ciudad al bosque, la imagen distorsionada y caleidoscópica de la modernidad le disputa la hegemonía al diseño cartesiano y nítido de la imagen clásica.
REFERENCIAS
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Davies, Ann. Spanish Spaces: Landscape, Space and Place in Contemporary Spanish Culture. Liverpool: Liverpool University Press, 2012. https://doi.org/10.5949/UPO9781846317750
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