1. DOS PAPELES PERIÓDICOS LIGADOS
Siete fueron los números publicados de El Duende de Madrid, en la imprenta de Pedro Marín, en formato 8.º, de entre 24 y 29 páginas (excepto el último, el más largo, de 36), entre el otoño de 1787 y el verano de 1788, en opinión de ; no obstante, el último número es probable que se publicara en octubre de 1788. Solo el primero de ellos lleva al frente el año: 1787; en los demás no hay fecha alguna. El Memorial literario en diciembre de 1787 (595‑8) informa sobre la aparición de los números 1 y 2, resume por extenso el contenido de ambos y alaba al autor. El Memorial de enero de 1788 anuncia el n.º 3, que lleva fecha de 1787 (77), y el de mayo de 1788 (56) informa sobre el n.º 4 y su contenido; el Diario de Madrid, de 28 de julio (831), sobre el n.º 5; y la Gaceta de Madrid el 17 de octubre de menciona el n.º 7 (676).
En el título son protagonistas el duende y la ciudad de Madrid, de donde los trasgos habían sido desterrados y a donde han vuelto. Bajo el título se lee: «Discursos periódicos que se repartirán al público por mano de D. Benito», subtítulo que informa sobre el género y la periodicidad, y que presenta a D. Benito como un mero repartidor de prensa. Sobre el género de El Duende conviene decir que se trata del discurso, una de las formas más habituales del ensayo en el siglo xviii, muy bien pergeñada en el célebre n.º 137 de El Censor ; y como el duende entiende que es difícil tratar algunos temas en «un discurso, o escrito, que no sea muy dilatado» (n.º 1: 20), dice que es su intención ir «dando el pensamiento dividido en discursos particulares (21‑2), procurando «hablar con cierta novedad que no altere la sustancia y en un tono adaptable a todas las clases »(ibid.); la claridad del discurso es primordial tanto para el duende como para D. Benito: «no estamos en tiempo de declamaciones ni ironías, sino de que nos entiendan» (n.º 2: 36).
Entre 1788 y 1789, esto es, coincidiendo con el final de El Duende, salió a la luz otro papel periódico, titulado Diálogos de D. Benito, que es, sin lugar a dudas, una continuación de El Duende, del que se publicaron 6 números, aunque únicamente he podido consultar tres de ellos. Los núms. 1 y 2 se anunciaron en el Memorial Literario, en octubre de 1788 (312-313); el n.º 3 en la Gaceta de Madrid el 7 de noviembre (724); el n.º 4 en la Gaceta el 14 de noviembre (744); el «n.º 5 y último del compendio de la Filosofía Moral» en la Gaceta el 28 de noviembre (776), y el n.º 6 en la misma el 10 de marzo de 1789 (180).
En ambos papeles se utiliza un mismo género literario: el ensayo, en El Duende bajo la denominación de discurso, y en los Diálogos en una forma afín como es la del diálogo, excepto en el n.º 6, que combina el diálogo con el «Ensayo para un elogio de los barberos»:
Si Vm. no es un paleto, o celestial recién venido de Leganés o de Alcorcón, podrá entender lo que es un ensayo de literatura […]
Ese título de ensayo es de unos libros grandes que solo sirven de avisos o noticias interinas para otros mucho mayores, y en estos tiempos el que quiere tener nombre de literato pone a sus obras título de Ensayos sin que sean comedias ni entremeses (3).
Y estructura el ensayo en las siguientes partes: «La antigüedad del oficio de barbero, su definición, aumentos, materia en que se ocupa, decadencia, restauración, argumentos que se pueden hacer contra este oficio y los medios de conservarse» (6).
El protagonista, D. Benito, es el mismo en los dos periódicos, pero su importancia se incrementa en los Diálogos con su presencia en el título. Por otra parte, la figura del duende, primordial en el Duende, alcanza a los Diálogos; así, en el n.º 1 de estos D. Benito se dirige al público atribuyendo, retrospectivamente, todos los discursos de El Duende al influjo del ruidoso trasgo, incluso aquellos, como el 5 y el 6, en que supuestamente los duendes han desaparecido:
ya no hay duende, ni cosa que huele a ello. ¿Parece a Vm. era poco trabajo el que me había dado ese espíritu foleto? Ya me mandaba repartir papeles contra hidalgos, ya contra maestros de niños, unas veces me hacía procurador de conventos, otras agente de cómicos, y no pudo llegar a más que haberme hecho diputado de la zapatería (2).
En ese primer número D. Benito tiene su último encuentro con ese «arbitrista del otro mundo» (2), «duende botarate» (3), y le despide manifestando con alivio: «me hallo libre de este perseguidor» (4). Esa extraordinaria criatura cede paso al anciano filósofo, que será en adelante el interlocutor con el que D. Benito hilvane sus diálogos, ejerciendo aquel el papel de maestro y este el de discípulo; los encuentros entre ambos tienen lugar, al igual que con los duendes, de noche.
La evolución de D. Benito entre los dos diarios es muy significativa, ya que en El Duende es inicialmente un repartidor de los papeles que el duende le entrega, además de autor de las introducciones humorísticas, y dice sentirse tentado a escribir en alguna ocasión: «estuve ya con la pluma en la mano para escribir un memorial a la junta duendina, pues razón sería que yo les escribiese alguna vez, entre tantas como ellos me visitan con papeles» (n.º 4: 79). Se convierte luego en un independiente «agente de negocios» desde el n.º 5 en adelante, con clientes propios. En los Diálogos desempeña la función de discípulo del filósofo, «capaz de tratar por mí mismo asuntos que le interesen» (n.º 1: 5) y de «escribir y repartir» (7) las lecciones de aquel; en el n.º 6 (4) D. Benito se encuentra de nuevo aquejado por la tentación de darse a la escritura, aunque finalmente él dictará el ensayo que un barbero escribirá, para dejarle luego a este el encargo de repartirle y publicarle como quiera (23). En los Diálogos el discípulo aprende sobre sí mismo y sobre la humanidad con su «anteojo filosófico» (n.º 2: 3), de ahí que pueda pasar por filósofo por su modo de hablar (1-2); incluso, reivindicando la virtud y el talento que le permiten al ser humano superar su condición humilde, llega a esta conclusión: «Todas las cosas tienen su principio y ¿quién sabe si yo seré el fundamento de una dilatada genealogía que llene sus escudos de blasones?» (5). La evolución lingüística del personaje forma parte de su proceso de maduración; ambas publicaciones comparten un común interés por el correcto uso de la lengua y críticas a los usos incorrectos, que se explicita tanto en El Duende (n.º 5 y 6 sobre todo) como en los :
Cualquiera que me oiga hablar desde aquí en adelante, con precisión me ha de tener por filósofo, si a lo menos tiene dos dedos de frente: a cada uno le manifiesta su lenguaje […] No se admire si de cuando en cuando me oye algunos retazos de lenguaje mejor que el que está acostumbrado a escucharme. Antiguamente hablaba según la diversidad de materias, de que me cargaba mi enemigo el duende. Y al fin como todo el cuidado era el de repartir lo que él me daba, bien o mal compuesto, no me daba pena hablar a Vm. de cualquiera suerte.
Por otra parte, la imagen de D. Benito, a la que este alude en el n.º 1 de los Diálogos le figura «retratado por esas calles, ni más ni menos que si fuera mi misma figura, y con una medalla al pecho que representa al Duende mi competidor» (4); pues bien, este retrato, según reza una nota al pie, es obra de «D. Juan de la Cruz, bien conocido en esta Corte por su mucha habilidad, [que] ha grabado la estampa de D. Benito del mismo modo que se le figura en el escrito del Duende de Madrid» (4‑5); es por tanto un grabado de la máscara construida en el periódico y no del personaje real en que se inspira. La estampación de dicho grabado (el n.º 75 de la Colección de trajes de España tanto antiguos como modernos, que comprehende todos los de sus dominios. vid. infra, imagen 1) surge como respuesta a la protesta de D. Benito en el n.º 1 (4) de El Duende por no haber sido objeto su persona de ninguna representación artística: «Aunque creo firmísimamente, que desde ahora se me ha de resarcir este agravio pintándome, retratándome, y aun esculpiéndome en alguna figura de barro cocido, con mi vestido a la heroica, sortija, medallones, y como una especie aparte en la colección de trajes».
La estampa n.º 75 reza al pie: «El autor a D. Benito. Ahí va tu retrato amigo / si de él mi falta depende / porque no quiero que el duende / esté enfadado conmigo» y es para Andioc una amalgama de D. Benito y el duende» (1992); lo es, a juzgar por la manifestación de D. Benito en los Diálogos arriba citada. Pero en la estampa no aparece ni vestido a la heroica ni con sortija y sí con un medallón que representa al duende, con una capa que imita las de los caballeros de las órdenes militares y con unos cascabeles y unas castañuelas diminutas que asoman por debajo de su chaleco, y que son adornos de bufón más que de caballero respetable. Si D. Benito confunde el deseo con la realidad (afán de medro social), esto explicaría por qué dice en el n.º 2 de los Diálogos «mi vestido no puede ser más grave y airoso; voy lleno de cruces y veneras; he aprendido a hacer dos mil cortesías de diferentes suertes» (4); grave y airoso lo es en la estampa de Juan de la Cruz, pero lleva solo dos cruces y una venera; quizás sea el atuendo de caballero de la orden del Duende: «caballero del duende» se llama a sí mismo (n.º 1: 4).
Hay que notar asimismo la continuidad entre ambos papeles periódicos en lo que concierne al contenido. El discurso n.º 4 de El Duende aconseja el conocimiento de «La Filosofía Moral, necesaria para la formación de las costumbres» (85), «Léase sin intermisión la Filosofía Moral, y en ella se hallará la verdadera oficina de una perfecta educación» (98). «Sobre esta disciplina precisamente versan los cinco primeros en los que se propone el estudio de la Filosofía Moral, que enseña al hombre a conocerse y a amarse a sí mismo, gobernado por la razón y no por los sentidos.
El planteamiento de los Diálogos desde su n.º 1 recuerda al de la literatura sapiencial medieval, los espejos de príncipes y libros doctrinales para nobles, a menudo dialogados como El conde Lucanor, que se proponen el mismo doble objetivo que este periódico:
El primero vivir con rectitud por medio de la práctica de las virtudes, y el segundo la consecución del sumo bien en la eterna bienaventuranza. Este segundo fin y el modo de alcanzarle lo enseña la doctrina cristiana, y el primero se ordena y dirige a este segundo (11)
Por tanto, los elementos en común entre ambos papeles son muchos, incluida la religiosidad y el notorio sesgo cervantino (más bien quijotesco) y feijoniano de ambas publicaciones, tan evidente en los Diálogos (n.º 1: 6) como en El Duende (n.º 2: 3, 6).
2. EL DUENDE DE MADRID: UN ESPECTADOR, UN DUENDE
Al frente de El Duende, y probablemente también de los Diálogos, pues existe una estrecha vinculación entre ambos papeles, estaba el aragonés Pedro Pablo Trullench, ya conocido por su labor en el Memorial Literario (1784-1808), junto con Joaquín Ezquerra; de su biografía apenas se sabe nada, salvo que era portero del Real Consejo de la Cámara de Castilla (Memorial Literario, diciembre de 1788: 537). La corresponsabilidad fue de ambos durante los seis primeros años de su existencia, hasta la muerte de Trullench, acaecida a finales de 1789 o principios de 1790, ya que Ezquerra, en un pedimento para reanudar la publicación el 22 junio de 1791, lo da por difunto ().
El Duende tuvo problemas con la censura. Los números 2 y 3 fueron condenados por consideraciones no de fondo sino de oportunidad (). El más problemático fue el n.º 3 por tratar un tema espinoso: la exención de los frailes de la obediencia episcopal; afirma que el Juez Velasco negó la licencia para seguir tratando el asunto en el siguiente número y suspendió la publicación de los sucesivos aunque concedió que saliera el 4, ya preparado; además, el Rey dio vía libre a la revista y salieron tres números más. Pero entre los núms. 3 y 4 pasaron varios meses; en este último D. Benito advierte «del transcurso de varios días desde el último de nuestros periódicos» (83), y pone como excusa que no ha salido a la calle debido al rigor del mes de enero, añadiendo luego que se ha dedicado a disfrutar de las pascuas y el carnaval.
En la protesta de Trullench a la Secretaría de Estado por la censura, el periodista declara que redacta el periódico con «un literato de la nación» para procurarse los fondos necesarios para la financiación de obras más importantes, «útiles al bien público y al progreso de la nación» () y como ensayo o preparación de las mismas. En este escrito, según , se atisba algo de su condición y talante: hombre decidido y hondamente interesado en los problemas económicos, sociales y educativos de España; su colaborador podría ser un hermano del P. Montengón, clérigo de los Cayetanos (ibid.), del que nada se sabe. Tras esos siete números, la publicación se truncó definitivamente tal vez por las audacias críticas o la mala salud de Trullench, pero no por su mediocridad o por la falta de audiencia ().
El Duende es un periódico del grupo de los espectadores (); «espectador fallido» lo denomina , pero muy próximo a esta modalidad de prensa en su concepción (). Esta serie de periódicos, inspirada en modelos ingleses como The Tatler, The Spectator y The Guardian (), se inauguró en España con El Duende Especulativo sobre la Vida Civil (1761) (Ertler , ) y se clausuró con Minerva. Obra Periódica. El Misántropo y el Revisor, o Revista de las Costumbres (15 marzo - 24 mayo de 1808) (); por tanto, son periódicos con una marcada proyección europea (), de vocación reflexiva y crítica que se presentan bajo la forma del ensayo (.) y la epístola ( ., ), como he señalado para el Duende de Madrid y Diálogos de D. Benito; sin embargo, la forma epistolar solo se utiliza en el n.º 2 del primero de ellos.
La ficcionalización de los diaristas es característica de esta prensa crítica:
ninguno de estos autores se presenta con su personalidad real, porque, en la estela de los modelos ingleses, optan por forjar una personalidad interpuesta que actúe como voz expresiva de sus ideas y mensajes: un alter ego, que habitualmente encarna un talante observador y analítico de la sociedad de su tiempo (duende, pensador, censor, observador…), aunque también puede aparecer desdoblado en varios personajes […]
[…] bajo esa máscara ficcional, que aleja este tipo de periodismo de la impersonalidad del puramente informativo, se ponen en escena no solamente los temas tratados, sino también la personalidad con la que el autor quiere ser reconocido por sus lectores (de ahí el retrato moral que suele encabezar estas publicaciones y las notas personales que menudean en ellas) ().
La mirada del periodista se distingue por ofrecer un enfoque secular y autónomo, por su fundamento empírico, y por su cercanía y cordialidad con el lector (); como intelectual ilustrado, y para educar al público, el jornalista se define por los siguientes rasgos:
espíritu analítico, inconformista y renovador (capacidad para penetrar el verdadero sentido de las cosas, convencimiento de la necesidad de revisar viejas creencias y combatir prejuicios e ideas equivocadas); patriotismo (buscar sincera y eficazmente el bien de los españoles); veracidad (hablar siempre con verdad, teniendo por guía únicamente la razón); independencia crítica (expresarse con absoluta libertad, sin ceder a presiones o influencias ajenas); valentía (coraje para ejercitar la crítica y defender sus ideas sin arredrarse ante las dificultades que por ello puedan sobrevenirle); equidad (capacidad para discernir lo justo de lo injusto, y para juzgar e instruir a sus conciudadanos); y, en fin, talento, perspicacia y conveniente instrucción ().
El resultado de esta construcción del periodista y sus máscaras es una estructura autobiográfica múltiple integrada por el yo que sirve de soporte expositivo y por diversas voces en forma de corresponsales, con lo que se consigue evitar el tratamiento puramente discursivo de los temas e introducir diversas perspectivas; polifonía de matriz seudo-autobiográfica (cartas, diálogo o monólogo, episodios fantásticos) (). El discurso en primera persona es para los periodistas la opción expositiva más grata y con más posibilidades críticas ().
El perfil del periodista-espectador que traza Inmaculada Urzainqui se acomoda muy bien al que ofrece Trullench en El Duende de Madrid. Así, v. gr. tanto el discurso en primera persona como la polifonía textual, el número prólogo o el tono humorístico son señas de identidad de los espectadores ().
La larga estirpe periodística de los duendes tiene su origen en el periódico político manuscrito El Duende Crítico de Madrid (1735-1736), de compleja y azarosa vida, y continúa con el primero de los espectadores, El Duende especulativo sobre la vida civil (1761) obra del seudónimo Juan Antonio Mercadal, cuya autoría ha sido atribuida a Mariano Nifo y a Enrique de Graef (). El Duende de Madrid (1787-1788) es el tercero de la serie, al que le siguieron varios duendes publicados en Cádiz, Valencia, Granada y Madrid entre 1810 y 1813, hasta llegar a El Duende Satírico del Día (1828) de Larra; luego la historia prosiguió hasta finales del xix y comienzos del xx con el madrileño El Duende (1913-1914, 1933-1934, 1937), entre otros. Los duendes aparecieron en diversos lugares de España (Valencia, Valladolid, Granada, Toledo, Zaragoza, Bilbao) y Latinoamérica (v. gr. El Duende de Santiago, Santiago de Chile, 1818; El Duende, Bogotá, 1846-1849; El Duende, Matanzas, 1856-1860). El título protagonizado por este ser extraordinario se justifica en el n.º 1 (11‑2) de El Duende Especulativo por varias razones:
1. Porque no hay cosa en sentir del vulgo más familiar que un duende. 2. Porque todos le tienen miedo y él a nadie hace más si no le provocan. 3. Porque para saber la verdad de las cosas y poder vituperar los vicios y ridiculeces de los hombres es menester examinarlas personalmente, y jamás fiarse en relaciones de otros. 4. Porque será menester asistir invisible en cualquiera parte, para que nadie pueda disfrazarse, ni poner la mascarilla, en lo que dijere o ejecutare. 5 y último: Porque los que tienen que avisar lo querrán hacer sin miedo o sonrojo.
Este último periódico adelanta algunos aspectos de nuestro Duende: el periódico saldrá de una tertulia cuyos miembros colaborarán todos en su confección, y cuyo fin principal «es retratar la virtud hermosa y ridículo el vicio, sirviendo el gusto, la amenidad y el comercio de las gentes como medios conducentes y propios para acertar y merecer el aplauso de aquellos que se interesan en el bien de la sociedad» (n.º 1: 11). En El Duende de Madrid los discursos 2‑4 son obra de una «junta duendina» (n.º 1: 21) de la que uno de ellos se erige luego en portavoz, sustituida en el n.º 6 por una tertulia.
3. EL DUENDE, PERIÓDICO ILUSTRADO.
El n.º 1 es un prólogo de D. Benito dirigido al público (su interlocutor a lo largo de la vida del periódico), que sirve para presentar tanto al citado como a su interlocutor el duende; entre ambos se establece un diálogo por medio del cual el segundo de ellos explica los objetivos del diario y los temas que va a tratar; el tono general humorístico de la publicación se adelanta en este número prologal. Los núms. del 2 al 4 presentan una estructura parecida, a la que se añade un discurso sobre un tema de interés. En los cuatro primeros números la aparición del duende se produce en el marco del sueño.
A partir del n.º 5 los duendes desaparecen, D. Benito cambia de oficio y sale de su casa, paseando por la calle o a través del sueño, lo que permite dialogar con otros personajes: un abate y un hidalgo de Vallecas en el 5; un paje juicioso, pero de cortos méritos, que cuenta con su propia tertulia en el 6, y en el 7 un mancebo de gallarda presencia y dos figuras alegóricas: la madre (Erhespia: Hesperia), que encarna el lujo, y la hija, que representa la moderación. Hay un cambio de sesgo en las técnicas narrativas, quizás por la censura de los números previos; así, tras la introducción, el discurso se sustituye por una apología: memoria en Defensa de los zapateros de España (n.º 5), escrito en defensa de los cómicos españoles (n.º 6), y reivindicación de un lujo nacional a través de un sueño simbólico (n.º 7).
El conjunto de los 7 números tiene un diseño circular vinculado a los grabados de Juan de la Cruz Cano para la Colección de trajes de España…; a ella se alude en el n.º 1, porque D. Benito explicita su interés en ser retratado para esta colección, que empezó a publicarse en 1777 y aún se editaba en 1787, cuando sale a la luz El Duende (); y el n.º 7 versa sobre «la reforma de los trajes», asunto al que Cruz contribuyó con dos de sus grabados, inspirados en el Discurso sobre el luxo… (1788), en el que también se inspiró el citado número.
Además, en varios de los discursos hay enlaces verbales que llevan de uno a otro: el comienzo del n.º 2 remite al final del 1 y el final del 2 se retoma en el 3, el n.º 4 remite al 1, y el final del n.º 6 reenvía al 5.
La coherencia del Duende se apoya en varios puntales, siendo el primero y fundamental el patriotismo (característico de los espectadores) del que hacen gala D. Benito y los duendes; así, v. gr.: en el n.º 4 se dice que «el espíritu principal que nos obligó a formar los discursos anteriores, este, y los que se vayan publicando en lo sucesivo, es el que se debe llamar amor español, amor patrio, y amor de la felicidad de los hombres» (100).
El segundo es un ideal de vida guiado por la práctica de la virtud para alcanzar «la felicidad pública: y este mismo es el móvil sobre que formamos el plan de esta obra periódica» (Duende, n.º 4: 100); se define más explícitamente en los Diálogos: «La virtud moral […] es una recta disposición que hace al alma buena, en cuanto la inclina y mueve para que obre bien y rectamente, y así, ser el hombre feliz no consiste solo en que posea o tenga las virtudes, sino también en que use de ellas» (n.º 1: 20). En el siglo xviii se trata de una virtud secularizada (a menudo una virtud moral, social, política) cuyas fuentes son la razón y la ley natural (), y cuyo motivo es el bienestar del individuo y de la sociedad (), pero sin olvidar «las virtudes cristianas y políticas» (Duende 4: 96).
El tercero es la defensa del absolutismo paternalista de Carlos III, el «más amado de los reyes» (n.º 4: 100), «Un Rey, padre de la Patria, lleno de los desvelos y cuidados más incesantes para que sus vasallos sean felices» (n.º 5: 113), «un rey lleno de piedad y de celo como es nuestro católico monarca» (118). Es objeto de elogio en los núms. 1, 2, 4 y 5, por sus iniciativas para mejorar la vida de sus súbditos: la Real Ordenanza de 1773 (en la que sugiere que los hidalgos se dediquen a algún oficio y eviten la ociosidad) (n.º 2: 49‑50) o la Real Cédula de 1783 por la que declara honrados todos los oficios (n.º 5: 114). La alabanza alcanza también a algunos de sus ministros, como el conde de Campomanes (n.º 2: 43, 51) y el de Floridablanca (n.º 2: 50; n.º 4: 100) por su labor en pro de la educación popular y otras disposiciones.
apunta a la magnificación de la figura del monarca: «Se le divinizó, provocando el desequilibrio de la praxis política a favor de la megacefalia de una monarquía despótica y sagrada». Sus ministros (Campomanes, Floridablanca, etc.) fueron los encargados de «la aplicación de los conocimientos [ilustrados] a la transformación de la realidad, a veces con enormes dificultades» (), y fueron también quienes «fabricaron, ya en vida, la imagen del hombre bueno, aplacible, discreto, prudente» (). De hecho, considera El Duende un periódico de posición conservadora, con un lenguaje «que encontramos casi siempre en textos producidos por los que se benefician del poder».
Todos los temas que se abordan en El Duende forman parte del ideario ilustrado, procurando aunar en la enseñanza la utilidad y el deleite, como reza la cita preliminar al n.º 5: «Inútiles tareas no queremos; instrucción y placer te proponemos» (101); pero poniendo más énfasis en la primera: «La felicidad política llegaría a su mayor auge si se conociese la utilidad de cada una de las cosas que pueden hacer dichosos a los pueblos» (109).
Y los temas son diversos, como es habitual en los espectadores (). Cada discurso se centra en un solo tema, pero todos ellos están enlazados, pues las preocupaciones de fondo del periodista asoman repetidamente en sus escritos: la relevancia de la educación, el respeto a los artesanos, el correcto uso de la lengua, el espíritu religioso, la necesidad de fomentar un lujo nacional. Entre los temas que el periódico se propone tratar, se mencionan en el primer número los siguientes:
Iremos a observar las juntas de holgazanes, vagamundos y mal entretenidos; examinaremos las causas legítimas de la ociosidad18; los descuidos perjudiciales de los padres de familias en la educación de sus hijos, falta de método en la enseñanza de primeras letras y atraso de las Artes [n.º 4] (n.º 1: 17).
Somos amantes de los religiosos y de los claustros, y hablaremos en varios discursos, no sobre el mérito que tuvieron para conseguir sus exenciones de la jurisdicción Episcopal, sino de los perjuicios que causan al presente estas exenciones, así a ellos como a el Estado [n.º 3].
Si entre estos discursos nos parece oportuno tener algunas sesiones sobre la actual literatura [n.º 6], no omitiremos trabajo alguno, pues es mucha razón castigar a los autores que entapizan o empapelan las esquinas de Madrid con el anuncio de sus obras, cuyo único objeto, sin atender a la utilidad pública, es impugnarse unos a otros con especiosos títulos (n.º 1: 18‑9).
No es pequeña [empresa] la de pedirse se reduzcan a un discurso o escrito, que no sea muy dilatado, los puntos importantes de educación [n.º 4]; tesón o etiqueta de los hidalgos [n.º 2]; desprecio con que muchos españoles miran aún a los artesanos [n.º 2: 5], lujo desproporcionado [n.º 7] (n.º 1: 20‑1).
En el n.º 2 se aborda el tema de la vanidad, de la etiqueta mal entendida, un «capricho nacional» (también en n.º 5: 117) de que hacen gala algunos miembros de la nobleza, que, poseyendo muchas virtudes, tienen el defecto de tratar con desprecio a quienes son socialmente inferiores, a los artesanos y labradores. La educación es fundamental para cambiar esta actitud, y su benéfico influjo debería alcanzar también a los plebeyos: «Entonces se verá quién es más amable, y digno de la estimación pública, si el plebeyo virtuoso, y aplicado por su buena educación, o el noble sin esta y entregado al capricho de sus ideas» (43). Porque las personas de clases inferiores «en realidad constituyen la sustancia, y nervio del Estado; estas son, el Comercio, la Agricultura, las Artes y la Industria» (46), y respetando a estas clases se favorece la industria nacional (46‑8).
El n.º 3 fue el más polémico de todos porque trataba de un asunto relacionado con la Iglesia cual era el de los privilegios de exención de la jurisdicción episcopal y los perjuicios que ocasionaba a las órdenes religiosas y al Estado, por el abuso que algunos regulares hacían de ellos. Uno de estos perjuicios es la ignorancia: «Una espesa niebla de ignorancia ha caído sobre algunos claustros regulares hasta el extremo de abatirles, no solo en cuanto al olvido de las ciencias saludables, sino también al aborrecimiento de ellas, juzgándolas como inútiles y vanas.» (74); con ello «causan un atraso perjudicial al Estado y a sí mismos» (75). La restauración de la jurisdicción de los obispos arreglaría muchos de estos desmanes. El discurso queda inconcluso ya que solo llega a tratar el punto 1 de su plan; nada más pudo exponer dada la intervención de la censura. El diarista parece tener un excelente conocimiento del tema, que documenta con todo rigor.
Domingo Ugena da la réplica al periódico de Trullench, sobre todo a este discurso 3, en su obra Entusiasmo alegórico o novela original intitulada Pesca literaria (1788); en ella Minerva incita a la pesca de «escritores periódicos» (IV) que luego son objeto de un juicio. En la red cae «un espíritu folleto» que no es otro que el Duende, el cual se ocupa en repartir papeles, en los cuales, según me han dicho, habla del quijotismo de los hidalgos y nobles [n.º 2], de los capítulos de los religiosos [n.º 3], de la educación de los hijos [n.º 4] y de otras muchas cosas» (V). Ante un tribunal de críticos, Minerva increpa al duende reprochándole que deje sus habituales ocupaciones y quiera «reprehender los abusos y desórdenes de la sociedad», en particular en relación con las órdenes religiosas, ya que le parece inadecuado que una persona ridícula y una junta duendina aborden un tema tan serio en un papel cuyo título sugiere «alguna burla o sátira contra los abusos vulgares» (VI); finalmente, le corrige al citar al abad Fleury (VIII-IX). El fallo de Minerva es «que se abstenga en lo sucesivo de escribir discursos serios sobre asuntos políticos o morales, ni menos meter la pluma en lo sagrado de los templos o en el gobierno de las órdenes religiosas, permitiéndole únicamente publicar las producciones propias de su carácter y oficio» (X).
El n.º 4 aborda el tema de la educación, que es para el diarista «uno de los primeros objetos del bien del público, y aún no se habrá dicho cuanto sea bastante a la consecución de esta felicidad» (84‑5). Critica el prurito de algunos padres de enviar a sus hijos a educarse al extranjero cuando hay buenos maestros en España (85); tilda esta actitud de fanatismo y dice que demuestra poco celo y amor a la patria. Reprende los castigos y la excesiva dureza en la educación, y exhorta a los padres a estar atentos a los primeros años de sus hijos: «observar sus inclinaciones, instruirles en los principios necesarios, y darles un debido destino» (91). Sea cual sea el oficio a que esté destinado «el hombre siempre debe ser virtuoso […] los premios no están principalmente destinados para la nobleza, sino para la virtud y los talentos: en suma, la nobleza es uno de los premios de la virtud» (97) Aconseja leer Filosofía Moral para alcanzar «una perfecta educación» (98). Señala, por último, las carencias y defectos de las escuelas de primeras letras debidas a la ignorancia de los maestros.
El n.º 5 expone una defensa de los zapateros, artesanos honrados, hombres de bien, aplicados y afanados en obsequio de la república, cristianos católicos; pero sobre todo se detiene en las cofradías o hermandades sacramentales y el indecoroso papel que representan al rechazar en su seno a los zapateros y otros artesanos de modo arbitrario: el discurso se hace marcadamente religioso, destacando el espíritu de la Iglesia primitiva y del evangelio, dominado por la hermandad entre los hombres; no admitirlos en dichas asociaciones es «hacer una ofensa gravísima a la patria, a las leyes y a la religión» (128). Buena parte del discurso suena a utopía: la de alcanzar una sociedad perfecta en la que el noble no mire con desprecio al artesano y en el que «solo el vicioso y vago será el infame y el plebeyo» (113); esta idea se apoya en la doctrina de Cristo y en la figura del monarca.
Al final del n.º 6 se añade un «Aviso al público» relacionado con el número 5 en el que se dice que algunos individuos no conformes con los designios de los duendes cristianos ni con la Real Pragmática de 1783 han buscado a un literato que escriba unas Adiciones o advertencias a D. Benito sobre la defensa de los zapateros, escrito lleno «dicterios y bufonadas indecorosas contra el honor del Duende de Madrid que con su aplicación procura ser útil al Estado». Este escrito es sin duda una invención, pero muy adecuada en el contexto dieciochesco.
El mensaje que comunica D. Benito en el n.º 6 es una «Respuesta imparcial al Censor de los Teatros de Madrid y apología del mérito de los cómicos españoles, particularmente de la Sra. Maria del Rosario (alias la Tirana), primera actriz de la compañía de Manuel Martínez»; tal escrito es obra de un paje juicioso gran apasionado del teatro. La réplica, teñida de ironía, va dirigida al autor de varios artículos publicados en el Diario de Madrid desde el 30 de abril de 1788 que firma como E.A.D.L.M. («El autor de Los menestrales», Cándido M. Trigueros), negativos para los actores españoles excepto para la actriz María Bermejo con la que se muestra sumamente elogioso. El autor se manifiesta en apariencia apasionado del censor, si bien la ironía apunta a lo contrario; en el escrito se replica a los artículos del 12 de mayo y del 20 de junio de 1788, en particular por su flagrante parcialidad al defender a María Bermejo muy por encima de la Tirana. Recomienda al censor que si quiere conseguir la reforma del teatro, abandone la parcialidad, advierta los defectos a los actores en privado y no pida que los actores representen solo comedias conforme al nuevo uso, abandonando las antiguas, ya que no hay suficientes miembros en las compañías para representar unas y otras. Este episodio hay que situarlo en el contexto de la temporada teatral del momento: entre el 23 de marzo de 1788 y el 2 de febrero de 1789 la compañía de Manuel Martínez para el coliseo de la Cruz cuenta con M.ª del Rosario Fernández como primera dama, en tanto que María Bermejo «está nombrada por supernumeraria de damas en ambas compañías» (Memorial Literario, marzo de 1788: 417‑9).
Por último, el n.º 7 es un «Sueño político simbólico que ha tenido D. Benito sobre la reforma de los trajes, o lujo indiscreto de las damas españolas» (161), que se inserta de lleno en la polémica sobre el lujo planteada desde mediados de siglo en la prensa, y que alcanza hasta los años 90 (, ; ). Tema muy discutido que D. Benito se atreve a abordar por medio de «El sueño, que se atreve a emprender lo que despierto aún no se atreve uno a imaginar» (165‑6); artificio muy habitual en la prensa de este siglo (; ), donde se utiliza como medio para educar al lector (). El punto de partida de las reflexiones es el Discurso sobre el luxo de las señoras y proyecto de un traje nacional (), cuyo autor es una anónima dama que firma M.O. (en realidad, parece ser José de Espinosa y Brun; ); cierran el volumen tres ilustraciones que representan un traje a la española, otro a la carolina y otro a la borbonesa o madrileña. Posteriormente se añade a este escrito una Respuesta a las objeciones que se han hecho contra el proyecto de un traje nacional para las damas (), también firmado por M.O., que incluye el apéndice: «Reflexiones sobre el discurso político económico del luxo de las señoras», firmado por M.A.F.; los tres escritos parecen ser obra del citado Espinosa (); en el último de ellos se dice sobre las ilustraciones del Discurso: «la autora del Proyecto de un traje nacional para las damas no propuso ni acompañó dibujos ningunos con su discurso. Las estampas se añadieron por mero adorno de la impresión, no para norma de los trajes precisamente» ().
D. Benito comparte los argumentos del citado discurso en cuanto a la instauración de un traje nacional para la mujer, a fin de evitar los despilfarros y de fomentar la industria textil nacional () Y lo hace con una diáfana alegoría onírica cuya puerta de entrada es un palacio simbólico (que recuerda los de la Cárcel de amor, la Diana o El Criticón, entre otros) y cuya protagonista es una mujer hermosa y misteriosa que encarna a España (Erhespia: Hesperia), dominada por el consumo de lujo extranjero; frente a ella una de sus hijas encarna el consumo nacional, que es el que finalmente triunfa: «mi principal objeto es moderar, aun en mi propia casa, la ostentación y el lujo, y reducirme a gastar para mi adorno las manufacturas que se trabajan en nuestros edificios» (n.º 7: 190). Imagen gráfica de estas reflexiones son las dos láminas que cierran el n.º 7, que representan a los dos personajes simbólicos del sueño: el Lujo en su mayor auge (la madre, Erhespia) y la Moderación (la hija) en los trajes; los grabados, en color, son bastante mediocres (); en realidad no hay entre ellos grandes diferencias, salvo que el Lujo está sentado y la Moderación de pie, y el detalle del tocado: el de la Moderación parece una versión de la carolina del Discurso de 1788 (el traje de costo intermedio), en tanto que el del Lujo se asemeja menos al traje a la española del mismo (el más costoso).
4. LAS MÁSCARAS DEL PERIODISTA EN EL DUENDE DE MADRID: D. BENITO.
El periodista adopta en El Duende de Madrid dos máscaras fundamentales: la de D. Benito y la del duende, muy diferentes entre sí, ya que si la primera parece estar construida sobre una base real, la segunda pertenece al ámbito de lo maravilloso y tiene una larga historia en la literatura popular. D. Benito es uno y evoluciona en el transcurso de los 7 números del diario, en tanto que los duendes son varios: el duende principal (entidad con distintas formas y comportamientos) y los que integran la junta duendina. Ambos personajes encarnan diferentes papeles: el primero es el recadero de los duendes y su discurso propio es el de las introducciones; los duendes son los artífices del discurso que difunde el papel periódico. D. Benito está presente en todos los números y los duendes solo hasta el 4, y cuando aquel cambia de oficio convirtiéndose en agente de negocios, a partir del n.º 5, aparecen otros personajes de menor relieve que sustituyen a los revoltosos trasgos.
D. Benito es el nombre del personaje que introduce El Duende de Madrid, cuya etimología (benedictus), de la que derivan benedicto, bendicho, bendito y benito, apunta su condición de personaje inocente y taimado: «Algunas veces se usa irónicamente por sencillo y de cortos talentos […] Por lo contrario, se suele aplicar este epíteto al que es bellaco, socarrón, y de costumbres no muy buenas» (Auts., 1726), lectura que cuadra muy bien como «el inocente D. Benito conocido en Madrid por su ridículo carácter» ( Memorial Literario, diciembre de 1787: 598).
cree que D. Benito no fue solo un personaje imaginario sino que pudo existir en la realidad y afirma que podría ser un cordelero o esportillero, demandadero, recadero o repartidor. Puedo añadir algún dato más a esta acertada intuición de Andioc: en el Diario de Madrid del 22 de febrero de 1814 (219) Francisco de Paula Martí se dirige a un tal Xaramillo al que le aconseja:
Si acaso nadie quiere aprenderlo, no le faltará un empleo honroso, pues podrá ocupar la vacante del célebre D. Benito el cordelero, que aunque ya murió la duquesa de Alba, no le faltará a Vmd. un procurador que le pague los vestidos de botarga y le dé la mesa, que yo tendré el cuidado de ser su coronista, y en una historia que hago de escribir de los orates célebres le colocaré en el lugar más preferente.
Esta información establece una relación entre el citado D. Benito y la duquesa de Alba: fue aquel, al parecer, uno de los protegidos de esta; en la bibliografía sobre la Duquesa se menciona a «Benito, el tonto de la Duquesa», al que esta dejó en su testamento 30 reales diarios de por vida; tonto en el sentido de enfermo mental (inocente, bendito), como aquí se dice, y por tanto, anunciado con los cascabeles y castañuelas de la estampa de Cruz; señala que «era típico aún en algunas grandes familias tener tontos, especie de bufones de la Edad Media, que servían para entretenerles, como sucedía a la duquesa con su Benito». Cuadra también con esta información la referencia de D. Benito al «honroso albergue y regalada cama que [le] prepara la magnificencia de aquella Excelentísima casa cuyos timbres son tan notorios» (n.º 1: 6). Tal vez también, aventura Ezquerra (), sea este personaje el que se representa en la figura del borracho del gran tapiz de Goya «La era o El verano» (véase imagen 2). Otro dato añadido es que entre los papeles inéditos de Forner se cuenta uno de hacia 1783 titulado «Carta del tonto de la duquesa de Alba a un amigo suyo de América», una feroz crítica de los malos poetas (): «Habiéndose apoderado de los disparates y las sandeces los que hacen profesión de cuerdos, es muy puesto en razón que se oigan en los tontos las discreciones» (). Por otra parte, en el n.º 2 de los Diálogos (4) dice D. Benito que «mi patria es Chinchilla», topónimo que hay que poner en relación con el D. Lucas Chinchilla de la obra de Cañizares El dómine Lucas (1716), en el que se inspiró Goya para su célebre Capricho 50: «Los chinchillas», una sátira sobre la nobleza a la que refleja en su sordera y cerrazón, en su ignorancia, encerrada en camisas de fuerza. Para mayor ironía se le trata de don, uso muy extendido en el siglo xviii, a juzgar por la carta lxxx de las Marruecas de Cadalso en que se pone en solfa la donimanía.
Por tanto fue D. Benito un personaje real que Trullench aprovechó como máscara mediadora entre el periódico y sus lectores, lo que explica el tono humorístico del conjunto, anticipado en la cita de Plinio el joven que le sirve de lema: «Rideo, jocor, ludo utque omnia innoxiae remissionis genera breviter amplectar, homo sum»; este lema se vuelve a repetir en prosa al comienzo del n.º 4 (78): «yo, como dije en mi primer salida, soy hombre real y verdadero; me divierto, juego río, y no tomo tan a pechos mis negocios que no de lugar a una recreación honesta».
Pero, además, la calificación de D. Benito como ridículo apunta a su vinculación con géneros teatrales como el entremés, la comedia de magia y la de figurón, que, no por casualidad, articulan los núms. 1, 4 y 6. Y el tono carnavalesco () que informa algunos de estos géneros, en particular las formas breves, afines a la commedia dell’arte (), está muy presente en las referencias a lo escatológico («me hacía aguas en la cama», n.º 1: 7), a la comida (n.º 2: 27, n.º 4: 77), la vida poltrona (n.º 1: 5), las zurras (n.º 1: 20), tundas (n.º 4: 82), caídas (n.º 3: 55), garrotazos (n.º 6: 135), el juego (n.º 4: 78) y la risa (n.º 1: 5). La comedia de magia, a la que vincula con la commedia dell’arte, conoció un gran éxito a comienzos del siglo xviii, con títulos que suscitan continuaciones como Marta la Romarantina, Pedro Vayalarde o El anillo de Giges. Su éxito no decayó con el transcurso del siglo, representándose obras ya consagradas y otras nuevas, incluso tras la prohibición del género por la Real Cédula de 1788. Los principales artífices de la comedia de magia fueron José de Cañizares, Antonio de Zamora y Juan Salvo y Vela.
Los núms. 1 y 4 constituyen un buen ejemplo de este tratamiento humorístico. En el número prologal la máscara de D. Benito parece la de un gracioso miedoso de comedia, como los que protagonizan El hechizado por fuerza, Duendes son alcahuetes y el espíritu foleto, El dómine Lucas y El duende de Zaragoza (), comedias (algunas de ellas de figurón) en las que intervienen duendes. Hay que añadir que el duende insulta a D. Benito llamándole «entrada de sainete» y «figurón de tapiz», y que la polisémica voz figura (y su diminutivo figurilla) aparecen varias veces en este número (). En el n.º 4 se alían el sueño y la comedia de magia; bromeando, D. Benito afirma que huye de los teatros para evitar ser transformado en lechuza o escarabajo por los «señores mágicos, héroes dignos de ser respetados en estos tiempos» (80), y elige ver nacimientos y sombras, entre estas «la representación de un entierro» (81); sugestionado por esta contemplación, sueña luego que los duendes le conducen en un vuelo (como El diablo cojuelo al estudiante Cleofás en la obra de Vélez de Guevara) a ver su propio entierro (82), un episodio que cuenta con ilustres precedentes literarios; cuando despierta se percibe diferente, lo que atribuye a los personajes de las comedias de magia: «¿Soy yo D. Benito o me han transformado los señores Fineo, Vayalarde, Marta, y el Sacristán hechicero que andan alborotando estos días a Madrid?» (82‑3); sus impresiones en este respecto se achacan a la influencia de algunos duendes revoltosos que han querido burlarse de él.
Desde esta perspectiva se explica mejor lo ofensivo del tono de la publicación para los contemporáneos, dado que el mediador que Trullench elige para dar cauce a temas serios es un inocente, un enajenado, un orate, por lo que resta credibilidad a los temas sobre los que diserta.
D. Benito, tal vez por su condición de inocente, no tiene a veces claro cuál es su identidad. En el n.º 1 rebate la opinión del público sobre su persona: «hasta ahora ha juzgado Vm. que yo soy algún autómato o un ente extraordinario, sin más señas de vitalidad que el puro movimiento» (3) y afirma que «soy como los demás hombres» (4‑5), pero esta convicción vacila luego en el n.º 3: «Me parece que soy otro yo, y que ya no soy ille ego qui quondam… de suerte que estoy ya para creer si me he transformado también en duende» (53‑4; cambio que vincula a comedias como D. Juan de Espina en Madrid), «¿Soy acaso demandadero de monjas o algún ciego roncador de almanaques y de papeles invendibles? (54). En el n.º 4 recupera su condición de «hombre real y verdadero» (78), y se separa de algunas identidades: «no soy cirujano ni algún médico recién venido de provincias extrañas» (79), pero vuelve a dudar de sí mismo por el influjo de los mágicos. Sin embargo, a partir del n.º 5, con el cambio de oficio y la desvinculación de los duendes, vuelve a encontrar su identidad perdida: «hoy ya me parezco a los demás hombres […] sin duda que me había transformado» (102), es «un hombre de honor» (103). El nuevo oficio aumenta la confianza del personaje en sí mismo y con ella crece el discurso interior, como puede verse en el soliloquio inicial del n.º 7. En fin, a lo largo de los 7 números de que consta el periódico se produce una evolución con transformación del personaje, que desde su condición humana accede a una nueva identidad tras las ingratas experiencias vividas con el duende. En esta búsqueda de la identidad sin duda puede considerarse la caracterización de D. Benito como un retrato, en tanto en cuanto este «es ante todo un habitar en sí mismo, una reinterpretación, una indagación sobre la identidad» (), pero es un retrato en el que no hay tanto descripción como narración: «la narración concibe al ser humano como eje de un devenir, como protagonista de una historia o sucesión de acontecimientos; el personaje deviene así un perfecto trasunto de la persona» (). Es aquí donde los procedimientos retóricos coinciden con las formas breves de la biografía (, , ).
Con todos estos mimbres, el retrato de D. Benito se construye no de una vez sino con noticias sueltas diseminadas a lo largo de los siete números de que consta el periódico:
el lector habitual de la publicación tiene la impresión de estar asistiendo al desarrollo de una personalidad intelectual cuyos rasgos definitorios se le van ofreciendo en las entregas sucesivas. Los fundamentales suelen aparecer enunciados en el primero de los discursos, como base del pacto de comprensión cordial que el autor busca establecer con el público ().
Aunque la mayor parte de ellas se ofrecen en el n.º 1. El personaje comienza por reivindicar un retrato que permita «eternizar mi memoria» (3), al igual que la de toreros como Pedro Romero y Joaquín Rodríguez Costillares y actores cómicos como Miguel Garrido, cuyos retratos tan frecuentes fueron en la segunda mitad del xviii , o siquiera como personaje de abanico o de pañuelo de maja, del mismo modo que algunos sucesos de actualidad (v. gr. el globo aerostático, inventado en 1783). Sugiere la idea de ser inmortalizado en una escultura de barro o en una estampa de la Colección de trajes, lo que finalmente consigue; y eso que difícil hubo de ser reproducir la efigie de un personaje que hace diversos papeles y representa «varias figuras en las calles de Madrid» (4), con los distintos atuendos con que se adereza; «pues tú, siendo mucho más pesado, en verdad que mudas muchos más vestidos que días tiene el año, sin poderse averiguar por tu ropa de qué nación o rito es el papel que representas» (n.º 2: 29); por ello, la estampa 75 de Juan de la Cruz representa solo una de las posibles apariencias de D. Benito, que, a buen seguro, poco tiene que ver con la imagen real del célebre inocente.
Aparte de la apariencia física, de la que solo se dice en esta primera aproximación que es hombre de cierta edad, ya que se refiere a «la caduca estructura de mi cuerpo» (6), el autorretrato de D. Benito se ciñe a su carácter y costumbres, su elocuencia y gestos y su instrucción:
le hago saber, que soy como los demás hombres, me paseo, me divierto, me río, y gusto de chanzas, para hacer un paréntesis inocente a mis graves ocupaciones. Es verdad que mi elocuencia es algo balbuciente, y tengo que suplirla con ciertas inclinaciones de cabeza y algunas cortesías; mas no por esto me ha de juzgar Vm. por totalmente insípido o ignorante, pues aunque mi vida poltrona me ha ocasionado algún fastidio para los libros, con todo tengo buena memoria, conservo ciertos retazos de la literatura de mi mocedad; y dígolo para que Vm. no se admire al oírme citar algunas noticias de libros, pues del que hasta aquí nada ha hablado, hay igual derecho para juzgar, que puede saber o que puede ignorarlo todo; mayormente cuando algunos dicen que yo solo hago el papel de tonto porque me conviene (4‑5).
Su principal defecto de carácter es el miedo cerval a los duendes (6‑7). Y su oficio el de «hombre de negocios» (6) al que el duende va a convertir en recadero o repartidor, por su vida callejera y su escasa disposición para el habla:
te hemos nombrado por el más proporcionado a nuestras ideas, para que como el más paseante de Madrid, lleves por todo el pueblo nuestros avisos, discursos, reprehensiones y todo cuanto conduzca al bien político y a la reforma de los abusos […] como rudo, y de pocas palabras, solo servirás para hacer nuestros mandados y no hablar más de lo que sea necesario (16‑7).
Poco hay aquí de prosopografía y mucho de etopeya, si nos atenemos a los procedimientos retóricos clásicos para el retrato de personajes (), siendo lo habitual que ambos aparezcan mezclados (). El de Terreros (1787) es el primer diccionario español que lo recoge: «Descripción de las costumbres y pasiones de alguna persona verdadera»; el DRAE no lo incorporó hasta 1843 («Descripción de los usos y costumbres de alguno»). Mayans, en su Rhetorica la define: «Ethopeya es una imitación del lenguaje acomodada a la naturaleza, inclinaciones, costumbres y maneras de hablar de algún viviente» (). Y Antonio de Capmany en su Filosofía de la eloquencia:
Es la etopeya aquella pintura o retrato fiel de una persona considerada en sus acciones, carácter y costumbres. Esta figura que tiene mucha valentía, nobleza y elegancia, pide rasgos cortos y fuertes, y un colorido vivo. Pondremos por ejemplos dignos de ser admirados si acaso son imitables, algunas pinturas características y morales de personajes famosos ().
A esta caracterización hay que añadir la retahíla de insultos que el duende le dirige a D. Benito en este primer número y en algunos de los otros (n.º 2, 3), que configuran una caracterización burlesca basada en la injuria: «simplón ignorante», «me pareces algo socarrón y amigo de hacer burla», «figurón de tapiz», «mentecato», «eres un tonto», «glotón, tragaldabas, engullidor de buenos bocados», «badulaque», «eres un simplón». Esta tendencia al insulto, que se aprecia asimismo en la descripción del duende, concede al discurso un aire inequívoco de sainete. Pero es que el personaje de D. Benito se presta a ello, si pensamos en el protegido de la duquesa de Alba.
En el n.º 2 D. Benito añade a su perfil moral su buena índole (26), y en cuanto a sus facultades para el discurso dice que no puede hablar «en petimetre […] con estilo fino y peinado» (27). En el n.º 3 se añade otro dato físico: «estoy ya muy corto de vista» (55), sin duda debido a su avanzada edad; el resto de los aspectos que caracterizan al personaje tienen que ver con su oficio de «repartidor de cuadernos» (53) que le produce algunos inconvenientes: «no me da un rato de descanso» y «antes tenía un miedo, ahora tengo dos» (55). En el n.º 4 ratifica su identidad inicial: «hombre real y verdadero, me divierto, juego, me río, y no tomo tan a pechos mis negocios que no dé lugar a una recreación honesta» (78), pero reconoce que, pretendiendo burlar a los duendes, ha sido él el burlado: «Es una de las ocasiones en que me he querido hacer más tonto de lo que acostumbro, porque estaba muy creído de que los duendes no tienen memoria, y que por lo mismo me dejarían descansar algún tiempo; pero este error me ha salido caro» (ibid.); en este número D. Benito se representa con la sorna, los miedos y la inocencia inherentes a su ser.
En el n.º 5 se introduce un rasgo físico no señalado hasta el momento: D. Benito lleva peluca (105) y así es como le representa Juan de la Cruz; y aunque no es verosímil en un personaje de su status social, tal vez se explique por el cambio de oficio. Desde este número se convierte en agente de negocios y tiene varios empleos en los que demuestra su «acostumbrada eficacia» (108); este oficio le exige «hablar mejor» (105); de ahí las disquisiciones sobre el modo de expresarse (105‑7), ante las cuales D. Benito confiesa «hablar a lo machucho» (107) y afirma que «a cada uno se le debe dejar explicar en su lengua» (108). Esta mudanza es posible por la aparente desaparición de los duendes, que le permite modificar sus costumbres: «A lo menos ahora ya puede un hombre de honor salir de su casa con su cara descubierta; ya hace mucho tiempo que como con gusto, duermo sin miedo y no alboroto como antes» (103), y se manifiesta «dueño de mis acciones» (104). Sin embargo, una nota al pie reza: «Los duendes, para no causar miedo, y evitar el ruido que hacían al tiempo de sus apariciones nocturnas, se han disfrazado en litigantes, y han determinado nombrar al inocente D. Benito por agente y apoderado de los negocios que les ocurran» (104); lo cierto es que los duendes, al menos en su apariencia habitual, desaparecen de escena en adelante.
En el n.º 6 D. Benito destaca «mi diligencia y eficacia» (134), «mi eficacia y maña» (138) para el ejercicio de su nuevo oficio, que le resulta muy lucrativo pues acuden a él numerosos litigantes, tal vez por lo bien escrita que está su tarjeta de presentación, mucho más correcta de lo que se acostumbra en otros empleos (134‑7). En el 7, en fin, se define como un buen agente que recibe «muchos negocios y encargos de gravedad» (162), fiados sus clientes «en la hombría de bien, en la actividad y en la maña con que se dirigen los asuntos» (ibid.). D. Benito ha pasado de ser un subordinado de los duendes a ser responsable de defender los intereses y la honra de sus clientes: «Los padres de familia encargan su hijo a vuestro D. Benito, los artesanos le confían sus intereses y la defensa de su honor, y hasta las mismas damas españolas se han empeñado en que manifieste su docilidad y virtud» (n.º 7: 162).
Que de D. Benito se ofrece un retrato moral más que físico es evidente, como lo es que en este retrato el oficio, empleo, ocupación o destino es el aspecto que mejor le representa. La incidencia en este aspecto incita a plantearse si no será El Duende de Madrid una gran apología de los artesanos y contra la ociosidad; esta aparece mencionada en varios números (1, 2, 4, 5), particularmente en el primero, donde el duende especifica sus objetivos, empezando por «observar las juntas de holgazanes, vagamundos y mal entretenidos; examinaremos las causas legítimas de la ociosidad» (17); y es que «Una vida ociosa, e inútil a los demás hombres es la cosa más opuesta al carácter de un verdadero cristiano y a la moral evangélica» (El Censor IV, 1781: 57‑8). De ahí la propuesta de un D. Benito entregado a su oficio, y la manifestación del hidalgo en el n.º 5 (107): «A un hombre de honor no le está bien vivir sin alguna ocupación o destino», así como la defensa y dignificación del gremio de los zapateros en el n.º 5 de El Duende y del de los barberos en el n.º 6 de los Diálogos.
También es evidente que D. Benito se caracteriza por su condición de ser reflexivo, a diferencia del duende, que es el que asume la condición de observador; solo en el n.º 7, habida cuenta lo extraordinario del sueño simbólico, se convierte el personaje en un observador curioso, admirado por los misterios para él indescifrables que contempla (171, 172, 194). Esta condición de ser reflexivo explica la deriva de D. Benito en los Diálogos.
5. LAS MÁSCARAS DEL PERIODISTA EN EL DUENDE DE MADRID: LOS DUENDES.
Julio Caro Baroja sostiene que los teólogos españoles más eruditos en los siglos xvi y xvii creían en la realidad de los duendes como demonios de poca categoría, que tenían semejanza con ciertos númenes domésticos y secundarios de la antigüedad clásica (1974: 146‑7). Responden a los nombres de duende, trasgo, lémur, foleto, farfareli, fantasma y otros (); de su entidad y costumbres ofrece una estampa Torquemada en su Jardín de flores curiosas:
los trasgos no son otra cosa que unos demonios más familiares y domésticos que los otros, los cuales, por algunas causas o razones a nosotros ignotas, perseveran y están más continuamente en unas partes que en otras, y así parece que algunos no salen de algunas casas, como si las tuviesen por sus propias moradas y se da a sentir en ellas, con algunos estruendos y regocijos, y con muchas burlas, sin hacer daño ninguno; que aunque yo no daré testimonio de haberlo visto, he oído decir a muchas personas de crédito que los oyen tañer con guitarras, y con cascabeles, y que muchas veces responden a los que hablan con algunas señales, y risas, y golpes ().
La posibilidad de metamorfosearse a voluntad es también característica suya:
Ninguna cosa me dirán dellos que yo no lo crea, pues es tan fácil para ellos todo lo que hacen, así oyéndolos, como mostrándose en diversas formas, que unos dicen que lo vieron en figura de fraile, otros de perro, otros de jimio ().
La creencia en los duendes es rebatida por Calderón en La dama duende (1629), donde aparece un trasgo en forma de fraile. Más tarde el P. Fuentelapeña en su obra El ente dilucidado los considera como entidad de distinto orden:
los trasgos, fantasmas y duendes no son, como se juzgan, demonios ni otra cosa espiritual, sino solamente unos animales irracionales o unos engendros naturales vivientes sensitivos y nada ofensivos ni dañosos, creo que no habré totalmente malogrado el fin, pues no es poco beneficio ni corto empeño desterrar del común sentir una tan bien recibida cuanto horrorosa tradición ().
Fue el P. Feijoo quien en su Teatro crítico universal (tomo iii, discurso iv: «Duendes y espíritus familiares») contribuyó decisivamente a derrotar la creencia en duendes. Rebate al P. Fuentelapeña y al P. Martín del Río (Disquisiciones mágicas, 1599) y afirma rotundamente: «no hay duendes». Con el auxilio de la razón va desmontando las supersticiones en torno a ellos, para concluir: «Así que las narraciones de espíritus familiares solo se hallan en el vulgo, o en algún autor nimiamente crédulo y fácil, que andaba recogiendo cuentos de viejas para llenar un libro de prodigios».
En 1786 el P. Francisco de los Arcos publicó unas Conversaciones instructivas entre el Padre Fray Bertoldo, capuchino, y Don Terencio, en que se repiten argumentos similares a los del P. Fuentelapeña, afirmando la existencia de los duendes, trasgos o fantasmas (), y que «son animales corpóreos; y así son vivientes y sensitivos» ().
El discurso de Feijoo se toma en cuenta en el prólogo de El Duende de Madrid, aunque D. Benito se revela como fiel creyente en la existencia de duendes, frente al P. Feijoo, tomando como referencia a los PP. Arcos y Del Río, a los que previamente había rebatido el benedictino:
Daría yo al traste con todos estos mentecatos e incrédulos, que a pies juntillas están diciendo y publicando que no hay duendes. Pues sepan que los hay, y sobre esto me pelaré las barbas; y si el P. Feijoo resucitara, las había de ver conmigo; no sino ándense con estas chanzas, con esos libros, y por esas tertulias, que yo aseguro que no han de tener gana de volver a ellas. Y en verdad que yo me acuerdo de lo que en el año pasado escribió el P. Arcos, y en otro tiempo el P. Del Río, que publicó un libro muy grande en donde trata muchas cosas de duendes, y muy ciertas, asegurándolo con mucha firmeza […] sepa Vm. Señor Público, que he leído algo de duendes (n.º 1: 8).
La creencia en duendes se ha mantenido en la tradición oral y ha sido asimilada por la literatura, siendo el duende un personaje frecuente en ella desde el siglo xvii, particularmente en el teatro a partir de la obra de Calderón. En el xviii los duendes son protagonistas de sainetes (Ramón de la Cruz: Gracioso engaño creído del duende fingido, 1791), mojigangas (José de Cañizares: La casa del duende, 1716), tonadillas (Los duendes: 1791) y comedias (Tomás de Añorbe: El duende de Zaragoza, 1734) (). También aparecen en el arte, v. gr. en el capricho 49/85 («Duendecitos») de Goya; el pintor dedicó a las criaturas fantásticas más de una tercera parte de sus Caprichos (, ).
En El Duende de Madrid el espíritu que da título a la publicación es en realidad el autor de los discursos del periódico, de los que D. Benito es solo un repartidor. Su aparición en el n.º 1 viene precedida de la parafernalia al uso cuando de trasgos se trata: «el ruido más impertinente y extraño que se puede imaginar» (6), al que sigue la visión de
una figurilla tan ligera y de movimientos tan descompasados, que si el miedo no me lo impidiera hubiera dado una grande carcajada en aquel punto. ¿Con que ya tenemos duende en casa? buenos estamos, dije para mi coleto. ¡Y que se haya de sufrir a estos volantes de los desvanes, inquietadores del género humano! (8).
Su figura es estrafalaria y sorprendente, habida cuenta que se trata de una entidad inexistente y puede fingirse como se quiera; se le cosifica al calificarle de «trasto inquieto» (9), «hombrecillo o títere» (ibid.); físicamente es de talla corta y de forma mudable: «son chiquitos, ya en figura de hombres, ya de mujeres» (ibid.), y aparece revestido de una extraordinaria vestimenta: «un sombrerito abarquillado y puntiagudo, capita corta y hueca, gregüescos de follaje y una linterna en la mano» (10). Su aspecto, visualizado por D. Benito, es poco atractivo: «esa figurilla que tiene, esos pelos tan mal peinados y canosos, y las narices gordas y llenas de tabaco» (23). Es un ser grotesco, próximo a la caricatura. Al duende se dirige D. Benito mediante un conjuro cosificador e insultante, digno de Torres Villarroel: «señor figura, mueble impertinente, argadillo pigmeo, ahuecador de corchetes» (10), que desata las iras de aquél, no tanto por el conjuro como por tomarle por un duende mecánico, «barrendero, fregatriz o marmitón» (11), por lo que, puntualiza: «no soy del gremio de esos duendecillos juglares, burlones y mecánicos […] soy duende de bien, y del gremio de aquellos duendes de estimación que miramos con celo por el bien público» (13), esto es, un alter ego de D. Benito, un complemento del ser humano:
los duendes de mi clase somos cristianos católicos, de carne y hueso como tú, aunque de estructura más fina y delicada […] inseparables de los hombres [para ] hacerles reflexionar sobre todas las cosas criadas, leyes, costumbres y policía de las gente; más que duendes nos llamamos genios, es a saber (para que lo entiendas) talentos y discernimientos sobresalientes de los hombres (14).
En el plano moral estima D. Benito que «esta gentecilla es muy dura de corazón» (10). Por otra parte, reconoce que los duendes «son tan sutiles y tienen tanta habilidad» (23).
Este primer duende es el portavoz de una «junta duendina» (21), «nocturna y silenciosa» (16), que se reúne «en distintos parajes» (ibid.), cuyo oficio es «el de observar cuanto se hace para trabajar en beneficio del público» (15), sin darse punto de reposo (16), elaborando «avisos, discursos, reprehensiones, y todo cuanto conduzca al bien político y a la reforma de los abusos» (17). Cuentan también con corresponsales (duendes) forasteros como ayuda.
En el n.º 2 D. Benito vuelve a recaer en el insulto al referirse a los duendes: «estos muebles del otro mundo» (26), «Este señor duende avisador o llamador, me parece algo soflama» (ibid.), «estos duendes son gente de poca ropa, desbolsillada y a manera de los caballeros andantes» (27). Pero el ente que aquí se le aparece a D. Benito, vestido de modo anacrónico,
No era ya duende, o genio chiquito, o pigmeo, sino una figura muy lánguida y larga, una cabellera que parecía de estopa, guedejas lacias, casaca de tontillo, que le llegaba a la cintura, las faldillas de la chupa casi le cubrían las piernas, medias con barulé bordado, zapatos de hocico de lechón y de tacón encarnado, y en fin, ni más ni menos que como vestía mi abuelo en principio de siglo (27‑8).
Y es que tanto D. Benito como el duende tienen el poder de metamorfosearse a voluntad: «soy el mismo que viste la noche antecedente; si te acordaras, sabrías que soy duende, y como tal me transformo y transformaré a cada paso» (28). Una nueva metamorfosis de la apariencia del duende se presenta ante D. Benito en el n.º 3:
como cada vez muda de figura y vestido, que no parece sino que me remeda, juzgué por su catadura y traje que era médico, escolar o manteísta, que todo es uno; y aun en mi conciencia que también pensé si era algún recién venido a Madrid de los que van en busca del primer entierro que encuentran para incorporarse con el difunto. […]
como le veo con un semblante tan chupado y macilento, con unos manteos tan raídos, y un sombrero tan lleno de claraboyas, me parece sopista de la Universidad de Valencia, o que ha estado a caldos desde la anterior visita, o se ha visto en alguna refriega (56‑7).
En el n.º 4 el duende es definido como una entidad de distinto origen que D. Benito: «esta gente ni duerme ni reposa, como una especie separada de las demás vivientes», a diferencia de él mismo, «hombre real y verdadero» (78). En el sueño D. Benito es arrastrado por un duende a un desván donde le asedian una docena de trasgos con «semblantes airados, ojos que centelleaban, grandes voces en todos ellos» (81‑2), entre los que se destacan «un duende algo más puntiagudo y seco que los otros, y con una risa falsa» y «un duende ministril» (82). En el n.º 5 D. Benito se despide de los duendes, a los que caracteriza: «son unos descamisados, gente de poca ropa y de cuarta y media de estatura» (103).
Aparte de su escasa estatura poco más hay de común entre las distintas encarnaciones del duende. En su presentación se conjugan elementos de la tradición con elementos inventados para dibujar un ente inexistente con absoluta libertad. Tal vez pueda considerarse como una prosopopeya el retrato del duende, definida por Mayans: «La prosopopeya rigurosamente tal es una fingida introducción de personas por la cual, de cualquier naturaleza que sean, se supone que hablan» ().
6. CONCLUSIONES.
Los periódicos dieciochescos El Duende de Madrid y Diálogos de D. Benito, editados consecutivamente, forman parte de un mismo proyecto editorial; ambos constituyen las dos hojas de un díptico, dedicado el primero primordialmente a la defensa de los artesanos y la crítica de la ociosidad, entregado el segundo a la Filosofía Moral.
El Duende se inscribe en el marco de la prensa crítica representada por los espectadores y constituye a su vez uno de los primeros hitos de la serie periodística de los duendes, inaugurada con El Duende Crítico de Madrid en 1735. Es también un periódico ilustrado que trata muchos de los temas habituales en el ideario de las luces, con una notoria devoción por la figura del rey Carlos III y de sus ministros Campomanes y Floridablanca.
Este diario tiene fundamentalmente dos protagonistas, D. Benito y el/los duende(s). El primero probablemente esté basado en un personaje real, Benito, «el tonto» de la duquesa de Alba, lo que explica el tono humorístico del conjunto. Benito, con el tratamiento irónico de don al frente, se define en escasa medida por su aspecto físico o su atuendo (prosopografía) y mucho más por su carácter, costumbres y oficio (etopeya); es primero el repartidor del periódico que componen los duendes, y luego (n.º 5 y siguientes) un agente de negocios independiente; un ser reflexivo que evoluciona a lo largo de los siete números del periódico, incluso en su expresión lingüística. Más allá de El Duende, D. Benito, al contacto con el anciano filósofo de los Diálogos se convierte también en un filósofo. La imagen de D. Benito cuenta con un apoyo visual: la estampa n.º 75 de la Colección de trajes de España realizada por Juan de la Cruz Cano para satisfacer la petición del personaje en el n.º 1 de El Duende, imagen que probablemente refleja la máscara y no el personaje real en que se inspira.
En El Duende se nos ofrece un retrato fragmentario de D. Benito, hecho de retazos diseminados a lo largo de la publicación. Fragmentario y multiforme es también el retrato del duende, alter ego de D. Benito y complemento suyo: «más que duendes nos llamamos genios, es a saber (para que lo entiendas) talentos y discernimientos sobresalientes de los hombres» (n.º 1: 14), capaces de aportar un punto más de sensatez al ser humano. El duende, además de ser, junto con la «junta duendina», el editor del diario, tiene un marcado carácter lúdico que casa muy bien con el perfil socarrón de D. Benito, el cual le sigue el juego más por miedo que por convicción. Su apariencia física es extraordinaria, entre grotesca y caricaturesca, y sus atributos mentales superiores; es un ente de ficción que se recrea imaginativamente, recuperando la fe en su existencia tras la negación del P. Feijoo sobre la misma, cuando, por otra parte, el periódico sigue fielmente algunas de las teorías del benedictino. La prosopopeya es el recurso retórico adecuado para referirse a este ente extraordinario, que, como el Guadiana, desaparece en el n.º 4 de El Duende para volver a aparecer en el n.º 1 de los Diálogos con la pretensión de volver a enredar a D. Benito en sus manejos, pero es finalmente despedido.
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Notas
[1] aventura que los dos primeros números se publicaron en 1787 y los restantes, hasta el n.º 7 y último, en 1788; pero sugiere que tal vez el tercero se publicara antes del final de 1787.
[2] También se menciona en varios números la voz disertación, y una vez memorial, tratado y carta; para algunas de estas formas, principalmente el discurso y la carta, vid. , , .
[3] Son los núms. 1 y 2 de la Hemeroteca Municipal de Madrid y el 6 de la Biblioteca Nacional; los dos primeros fueron documentados por vez primera por y el 6 por.
[6] considera como características genéricas más relevantes del ensayo «su relativa brevedad, la presentación personalizada del conocimiento o la fragmentación en las distintas partes que componen los ensayos».
[7] El tipo del agente de negocios lo describe Juan de Zabaleta en El día de fiesta por la mañana (1654).
[8] La Colección es una serie de 82 láminas que el hermano de Ramón de la Cruz realizó entre 1777 y 1790 con la colaboración de su sobrino Manuel de la Cruz Vázquez, Luis Paret y otros artistas (). La estampa de D. Benito puede visualizarse en la Biblioteca Digital Hispánica y en la página de la Fundación Joaquín Díaz.
[9] Todos los números fueron prohibidos por edicto de 6 de marzo de 1791 de la Inquisición: figura en el Suplemento al Índice Expurgatorio de 1790, Madrid, Imp. Real, 1805, 16‑7 ().
[10] No obstante, este Duende, en opinión de toma como modelo directo explícito Le Misantrope (1711-1712), libre adaptación al francés de The Tatler y The Spectator, obra del periodista holandés Justus van Effen, que llegó a editar De Hollandsche Spectator (1731-1735).
[13] Esta serie de periódicos merecería un estudio en profundidad del que hasta ahora no ha sido objeto.
[14] Sobre las estrechas relaciones entre tertulia y prensa vid. , que trata, entre otros aspectos, la consideración de la tertulia como comité editor (). Ambas colaboraron en la difusión de la ideología ilustrada ().
[15] La voz la recoge Terreros, pero ningún diccionario de la Academia antes de 1832; es un galicismo. El paje es protagonista de sainetes y tonadillas, al igual que el abate.
[16] Cfr. «También se necesita una firmeza de alma poco común y un fondo de patriotismo inagotable para atreverse a decir a la propia nación, y viviendo en su seno, verdades amargas que ninguno de sus escritores ha osado manifestarla; para incurrir en el odio y execración de un gran número de conciudadanos poderosos, a quienes es fuerza que ofenda particularmente la manifestación de unos errores favorables a sus intereses; para exponerse en fin a los mayores peligros que pueden imaginarse, y sacrificar todas las esperanzas, todas las comodidades de la vida al deseo de hacer feliz a su patria» (El Censor 137, 1786, 89).
[17] Los sintagmas bien público, bien de la patria, bien de la nación y bien común se repiten asiduamente en este periódico.
[18] Sobre este tema no versa ninguno de los discursos de El Duende, porque, como explica el trasgo, el asunto ha sido ya tratado en varios escritos, y menciona al respecto una noticia sobre el premio ofrecido por la Real Sociedad Económica de Madrid para un trabajo sobre el particular en 1785, al que se presentaron 30 originales muy endebles, por lo que se decidió publicar un folleto con unas pautas en 1787, Plan de una memoria sobre las causas de la ociosidad.
[20] Trullench era miembro de la Archicofradía del Santísimo Sacramento, Concepción de Nuestra Señora, San Isidro Labrador y Almas del Purgatorio, de las iglesias parroquiales de San Pedro el Real y San Andrés de Madrid.
[21] Ironía, por tanto, del título, ya que Trigueros nunca ocupó el cargo de censor de teatros; en estos años lo desempeñaba el dramaturgo Ignacio López de Ayala. Los escritos teatrales de Trigueros atrajeron otras réplicas igualmente hirientes, v. gr. las de Luis Moncín, Recurso de fuerza al tribunal trigueriano y Manuel García de Villanueva, Manifiesto por los teatros españoles y sus actores, ambas publicadas en 1788.
[22] D. Benito dice en el comienzo del n.º 1 (3) que solo se acuerdan de él para insultarlo con apelativos como el de cordelero, que le irrita sobre manera, como manifiesta también en .
[24] Torquemada cuenta en su Jardín de flores curiosas (1570, coloquio III) la historia del estudiante amante de una monja que asiste a su propio entierro, tras ser destrozado por dos demonios en forma de perro por sus pecados. Cristóbal Lozano relata en Soledades de la vida y desengaños del mundo. Novelas exemplares (1662) la del estudiante Lisardo, muerto en un duelo a espada, que presencia luego su propio entierro.
[25] «El honor de que yo hablo es la práctica de las virtudes morales» (). Cfr. «El hombre de honor está como ingerido en el hombre de bien, como sobre su tronco y raíz natural: ambos se alimentan de una misma virtud y viven con ella como de su bien; la diferencia que hay, o que solo puede haber entre ellos, es que el hombre de honor posee la virtud en un grado superior, y de este exceso o mayor pureza de virtud resultan efectos magníficos al hombre de honor»·(Diario Noticioso Universal, 11/6/1759, 22). Y es virtud accesible a todos los estados sociales: «Si el hombre tuviera, pues, la curiosidad de mirar alguna vez bajo de sí, vería, no pocas veces, en aquellos que el vulgo llama bajo pueblo, una serie de virtudes, y de sentimientos de honor, tan dignos de su admiración como de la fama» (op. cit.: 20/6/1759, 5).
[26] V. gr. en la Colección de trajes citada están representados los dos primeros, y en el cuaderno de trajes del teatro, suplemento de aquella, Garrido.
[27] En el Diario de Madrid, 30/4/1790, 480, un tal D.V. escribe una carta a los señores diaristas en que dice «que D. Benito, el tonto está viejo y accidentado».
[28] El término es muy moderno y muy poco común en el siglo xviii. Terreros (1788) lo define como «figura retórica, descripción de persona». Gaspar y Roig es más preciso en su Diccionario enciclopédico de la lengua española (1855): «Figura o descripción que tiene por objeto representar en verso o en prosa el aspecto exterior, el aire, el continente de un hombre o de un animal». El DRAE no lo recoge hasta 1884: «Descripción del exterior de una persona o un animal».
[30] Recuerda «el hombrecillo entre persona y títere» con el que se abre la Visión y visita décima de Torres Villarroel (1727), dedicada a «los soplones, escribientes y ministros».
[31] ¿Atuendo adecuado a la normativa establecida por el marqués de Esquilache prohibiendo las capas largas y el sombrero chambergo que ocultaba el rostro?
[32] ¿Follados o afuellados?; «gregüescos de follaje» suena raro; a no ser que se trate de una broma.
[33] Cfr.: «Acuérdese Vm. de pintar con los más vivos colores, y con toda su natural monstruosidad, las caras untadas de tabaco, las narices de trompa hinchadas a fuerza de él, y coloradas como un tomate» (El Censor, discurso cxix, 1786: 976).
[34] Aquí mueble no solo se utiliza en su acepción habitual sino también en otra más coloquial que no recogen los diccionarios del xviii, en la de «persona inútil que para nada sirve».