Resumen
En este artículo se trata de analizar cómo Jeremy Bentham afronta el problema de la compatibilidad entre libertad sexual y felicidad pública. Se considera entonces el amplio corpus benthamiano sobre la cuestión de las relaciones homoeróticas, estableciendo su cronología y examinando sus argumentos. Desde el principio de utilidad, Bentham defiende la despenalización de las relaciones homoeróticas y los efectos beneficiosos de esta práctica sobre la felicidad pública. Finalmente, se explora el contexto de la propuesta benthamiana: el debate ilustrado acerca de las relaciones homoeróticas y la denominada “anomalía inglesa”.
Palabras clave:
Francisco Vázquez García
FILOSOFÍA DE LA FELICIDAD Y LIBERTAD SEXUAL EN JEREMY BENTHAM1
Télos. Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas, vol. 24, núm. 1-2, 2021
Universidade de Santiago de Compostela
Philosophy of Happiness and Sexual Freedom in Jeremy Bentham
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Resumen: En este artículo se trata de analizar cómo Jeremy Bentham afronta el problema de la compatibilidad entre libertad sexual y felicidad pública. Se considera entonces el amplio corpus benthamiano sobre la cuestión de las relaciones homoeróticas, estableciendo su cronología y examinando sus argumentos. Desde el principio de utilidad, Bentham defiende la despenalización de las relaciones homoeróticas y los efectos beneficiosos de esta práctica sobre la felicidad pública. Finalmente, se explora el contexto de la propuesta benthamiana: el debate ilustrado acerca de las relaciones homoeróticas y la denominada “anomalía inglesa”.
Palabras clave: Bentham; homosexualidad; libertad sexual; utilidad; despenalización.
Abstract: This paper analyzes how Jeremy Bentham deals with the problem of compatibility between sexual freedom and public happiness. The extensive Benthamian corpus on the question of homoerotic relations is then considered, establishing its chronology, and examining its arguments. From the principle of utility, Bentham defends the decriminalization of homoerotic relationships and the beneficial effects of this practice on public happiness. Finally, the context of the Benthamian proposal is explored: the Enlightenment debate about homoerotic relations and the so-called “English anomaly”.
Keywords: Bentham; homosexuality; sexual freedom; utility; decriminalization.
1. Introducción
El propósito de este trabajo es analizar cómo Jeremy Bentham afronta el problema de compatibilizar el libre ejercicio del placer sexual –en particular el placer homoerótico2- con la felicidad pública. Para ello conviene encuadrar su propuesta conectándolo con dos tendencias que los historiadores tienden a considerar como innovaciones características del pensamiento ilustrado.
La primera es la tendencia a fundar el orden social y político en la inmanencia de los individuos y de sus relaciones y ya no en una legalidad trascendente o en una harmonia praestabilita que expresaría la voluntad divina; este inmanentismo del orden social ya estaba presente en los planteamientos filosófico-políticos de Hobbes y de Spinoza, pero es en la Ilustración cuando se consolida (Cassirer, 1984: 281-303; Smith, 1997: 129; Álvarez Uría y Varela, 2004: 42; Pagden 2015: 334). Sin embargo, ese plano de inmanencia no es transparente para el sentido común y su dinámica parece contradecir los supuestos de una moral de base teísta. Del mismo modo que la Naturaleza se rige por un sistema de leyes autónomas cognoscibles por sí mismas e independientes de los designios de la Providencia, los procesos que conforman el orden social (por ejemplo, los procesos económicos y poblacionales) obedecen a normas intrínsecas que imponen un límite a la acción estatal y que deben ser conocidos para garantizar la prosperidad y el buen gobierno de las naciones. Como se advierte, la respuesta que el liberalismo clásico dio a la cuestión de cómo se mantiene unida y progresa una sociedad presupone esta profunda secularización de la filosofía social y política (Dean 1999: 113-130).
Este reconocimiento de la autonomía y de la opacidad de los procesos sociales respecto a los principios trascendentes de una moral de inspiración religiosa, condujo al descubrimiento, particularmente entre los autores de la Scottish Enlightenment, de la “contrafinalidad” (Law 2017), es decir, de los efectos no deseados, benéficos o perjudiciales, de la acumulación de acciones individuales. Así por ejemplo se constató que, si los individuos se dejaban guiar por las pasiones de la avaricia o del lujo, conductas viciosas desde el punto de vista moral, esto podía redundar en la creciente felicidad pública. Como es sabido, este planteamiento quedaría consagrado en el adagio formulado por Mandeville en La fábula de las abejas (1714): “los vicios privados engendran virtudes públicas”. Como señala Hirschman (1999: 42), en un ensayo clásico, Smith haría persuasiva esta proposición de Mandeville al sustituir la palabra “vicio” por el vocablo “interés”.
La segunda tendencia subrayada por los historiadores de la cultura ilustrada es la vindicación de las pasiones en general y de la pasión erótica o del placer sexual en particular (Porter y Hall, 1995:18-21; Cusser, 1999: 4; Clark, 2014: 51). Si en la cultura del Barroco, bajo el predominio de una antropología privativa y pesimista, de raíz agustiniana, el placer sexual era visto como un elemento asociado a la Caída, perturbador y corrosivo de las relaciones sociales, en la cultura de la Ilustración lo que se percibía como negación de la sociabilidad era el celibato, la absoluta continencia sexual. El placer sexual en cambio, como enfatizaba Diderot, impelía a unos individuos hacia otros e impulsaba la sociabilidad (Clark, 2014: 51), o como resaltaba Hume (1985: 486), “el apetito entre los sexos” era “the first and original priciple of human society”. La crítica anticlerical del sacerdote célibe como un individuo asocial, que renuncia a la familia y por tanto a la patria, carente de raíces y al servicio de un poder internacional, tiene su punto de partida en la crítica ilustrada de la continencia sexual.
Esta exaltación del placer sexual por sí mismo, más allá de sus rendimientos procreadores, explica el despegue espectacular de la literatura y de las representaciones pornográficas en el siglo XVIII. Implicaba un hedonismo que se vinculaba también con la aspiración a una realización puramente terrenal, algo que se expresaba en el entonces novedoso concepto de “felicidad” (Maravall, 1991; Roger, 1998). No obstante, la mayoría de los pensadores ilustrados consideraba que tanto la castidad como el exceso tenían efectos perniciosos sobre la vida social; el ideal se asociaba con un uso moderado de los placeres sexuales dentro del matrimonio. Sin embargo, las libertades o “irregularidades sexuales”, por utilizar los términos del propio Bentham, ya no podían ser condenadas por atentar contra los imperativos de un orden natural que expresaba la voluntad divina. Para rechazar, en las leyes o en las costumbres, un comportamiento sexual, habría que probar su incompatibilidad con la salud individual, con la supervivencia de la sociedad o con las normas de la pura racionalidad. ¿Qué libertades sexuales, teniendo en cuenta la condición sociable del placer erótico, eran compatibles con la felicidad pública? Esa era la cuestión.
Estas dos tendencias, la fundación inmanente de un orden social opaco, que obedece a su propia legalidad intrínseca y la vindicación del placer sexual como cemento de la sociedad, constituyen el horizonte de las propuestas benthamianas en el ámbito de la moral y de las políticas sexuales.
2. El corpus benthamiano sobre las irregularidades sexuales
La cuestión de las irregularidades sexuales en general, y en particular el asunto del homoerotismo, ocupan un lugar nada marginal ni periférico en la obra de Bentham. Aunque, por razones que luego señalaremos, esa producción permaneció inédita en vida del filósofo, este se ocupó del tema a lo largo de más de cincuenta años, entre 1774 y 1828, dedicándole medio millar aproximado de páginas manuscritas que ni se publicaron ni al parecer, aunque esto se discute, fueron dadas a conocer a nadie por parte de su autor (Campos Boralevi, 1984: 37-39; Crompton, 1998: 2-20 y 39-47; Laval, 2004: 122; Crimmins, 2004: 255-266 y Schofield 2014: 90-91).
Bentham se interesó en estos textos por las sexual non-conformities, esto es, por los comportamientos sexuales rechazados por la opinión pública y por las leyes penales. Dentro de este ámbito el asunto central eran las relaciones sexuales entre hombres –lo que Bentham designa como pederasty, pues en la época era la conducta más comentada por moralistas, teólogos y juristas y se trataba de un delito que en Inglaterra, contra la tendencia creciente de la época, era condenado con la pena de muerte.
Las primeras notas sobre el asunto redactadas por Bentham se remontan a mediados de la década de 1770, cuando el autor se encontraba en la veintena. Su elaboración ocupa unas 50 páginas donde se mezcla la redacción en inglés y francés, y obedecía al interés del joven Bentham por redactar un Código Penal de nueva planta fundado en los principios utilitaristas –en la salvaguarda de la felicidad para el mayor número de personas- y no en criterios de raíz teológica o naturalista (Bentham, 2004).
Con posterioridad a estas notas de 1774, Bentham regresó al tema de las sexual non-conformities hacia 1785, redactando al efecto un ensayo de unas 60 páginas bastante pulido y acabado. El asunto parece constituir el capítulo completo consagrado a la “pederastia” dentro de su proyecto de Código Penal. El texto ampliaba los argumentos de 1774 y sistematizaba su planteamiento (Crompton, 1978a y 1978b, Bentham, 2002). Su elaboración se sitúa en un escenario marcado por la tendencia creciente en las legislaciones occidentales a eliminar la pena de muerte por sodomía (Pennsylvania y Toscana en 1786, el Imperio Habsbúrgico en 1787, Prusia en 1794, Rusia en 1796), culminando en la despenalización aprobada en 1791 por la Asamblea Constituyente francesa (Leroy-Forgeot, 1997: 64-65; Crompton, 1998: 64-65; Dall’Orto, 2008: 34-35).
Treinta años más tarde Bentham retomó la cuestión componiendo una nueva serie de escritos situados entre 1814 y 1817. Estos prolongan las reflexiones de 1785, pero introducen elementos nuevos que tienen que ver con su desarrollo de la crítica del ascetismo religioso, la puesta a punto de su método de análisis lingüístico ligado a la teoría de las ficciones y el tránsito después de 1810 a una defensa del radicalismo democrático (Laval, 1994; Crimmins, 2004). Este cambio se advierte en una transformación terminológica; si en las notas de 1774 o en el ensayo de 1785 recurría todavía –pese a defender la despenalización del homoerotismo- a un léxico popular y peyorativo (“odioso gusto”, “vicio”, “acto de repugnante naturaleza”, “gusto depravado”) (Crompton, 1998: 122, 162; Bentham 2002: 40), en los textos de 1814-1817 prescindió de ese vocabulario cargado de connotaciones valorativas buscando construir un lenguaje neutro referido a “conductas no prolíficas” o a “modos irregulares”. Además, ya no se limitaba a justificar la despenalización por el carácter socialmente inofensivo del homoerotismo; defendía, y aquí se hacen sentir sus lecturas de la obra de Malthus (Schofield, 2014: 111-112), su carácter benéfico para la pública felicidad (Crompton, 1998: 256).
Todavía en el periodo 1824-1828 se volvería a ocupar Bentham de las “disconformidades sexuales” globalmente y del homoerotismo de forma específica, destacando un manuscrito sobre las Sexual Eccentricities (Crompton, 1998: 20; Laval, 2004: 122-123). El objetivo principal de este extenso corpus puesto a punto por el filósofo durante tantos años era la reforma del Código Penal inglés a fin de despenalizar las relaciones homosexuales. Se sabe sin embargo que el filósofo estaba dispuesto a aceptar la pena de destierro como solución de compromiso, pues era consciente de la extrema hostilidad inglesa hacia los actos homoeróticos (Crompton, 1998: 30, 272).
3. La propuesta de Bentham y la masturbación como límite
Bentham sostenía que, en materia sexual, como en las demás, el gobierno debía actuar a través del instrumento de la legislación a favor del interés general, promoviendo la mayor felicidad para el mayor número. Y por “felicidad” como sabemos, no entendía una realidad misteriosa, sino la maximización del placer y la minimización del dolor. Así, antes de criminalizar un acto, de vetar una conducta sexual en este caso, había que analizar en qué medida ese acto aumentaba el dolor o reducía el placer. En el caso de la actividad sexual entre hombres los únicos argumentos dignos de pasar el examen crítico eran los que podían traducirse al principio de utilidad.
Invocar la mera antipatía o disgusto individual hacia ese acto o combinarlos con la apelación a normas trascendentes dictadas por una autoridad sobrenatural a la que se sacrificaba el placer en aras de una vida ultramundana –lo que Bentham denomina “principio de ascetismo”, implicaba remitirse a argumentos racionalmente no falsables. Bentham entró por ello a discutir los planteamientos que desde un punto de vista puramente inmanente apuntaban a señalar los prejuicios causados a la felicidad pública por la tolerancia de las conductas homoeróticas entre los hombres. Aquí entraba a polemizar con otros pensadores ilustrados pasando revista a argumentos como el de la merma de población (Voltaire), el supuesto debilitamiento asociado al afeminamiento (Montesquieu, Beccaria) y la supuesta indiferencia hacia la mujer menospreciando sus prerrogativas (aquí no señala a ningún autor en particular). Este último argumento tenía especial relevancia, pues Bentham está considerado como uno de los primeros defensores de los derechos de las mujeres (Williford, 1975).
En la época de su Ensayo sobre la pederastia de 1785, Bentham compartía las tesis poblacionistas de Voltaire, que identificaban, en la estela del mercantilismo, el cameralismo y la fisiocracia, la mayor riqueza de un reino con el número de sus habitantes. Por eso recurrió a argumentos que probaban la no incompatibilidad del homoerotismo con el crecimiento demográfico. Una de las razones era de orden empírico: las colonias griegas estaban superpobladas a pesar de la generalizada institución de la pederastia en la cultura helénica. Otra se situaba en un registro matemático: con una centésima parte de las relaciones sexuales habituales entre hombre y mujer es posible obtener el mismo efecto de incremento de población. La tercera premisa se fundaba en la autoridad de Hume y de Adam Smith: la clave del crecimiento demográfico no reside en la frecuencia de la actividad sexual sino en el nivel de “medios de subsistencia” disponibles (Bentham, 2002: 85-89).
Bentham cambió la estrategia argumentativa contra Voltaire en los escritos sobre homoerotismo del periodo 1814-1817. A esas alturas ya había leído el Ensayo sobre la población (1798) de Robert Malthus, por eso modificó sus perspectivas inicialmente poblacionistas; el problema ahora era la superpoblación. Dada su condición “no prolífica”, las relaciones sexuales entre hombres no sólo no eran perjudiciales, sino que, si se admitía la tesis de Voltaire acerca de su efecto limitador de los los nacimientos, resultaban sumamente beneficiosas (Bentham, 2021: 41-42).
Por otra parte, Bentham combate los argumentos esgrimidos por Beccaria y Montesquieu acerca del efecto “debilitante” y la “afeminación” producidos por el homoerotismo. El pensador inglés, como la mayoría de los representantes de la Ilustración, admitía que la masturbación sobreexcitaba el sistema nervioso y arruinaba completamente la salud. Distinguía sin embargo claramente las relaciones homoeróticas, que implicaban necesariamente la penetración, respecto al onanismo, aunque este se practicara en grupo, entre varones del mismo sexo, y especialmente en los internados, una creencia muy extendida en la época (Voltaire, 1821: 271, 275; Tissot, 2002: 87). La primera no tenía ningún efecto perjudicial para la salud.
Bentham rebate también con mucho detalle el razonamiento de Montesquieu atribuyendo al homoerotismo la afeminación y el acobardamiento entre sus practicantes. El pensador inglés alude a múltiples ejemplos históricos (Niso y Euríalo, la Legión Tebana, los tiranicidas Harmodio y Aristogitón) donde la valentía y la virilidad aparecen vinculadas al sexo entre hombres. Por otra parte, revela la falacia semántica inherente al razonamiento de Montesquieu. Este asociaba la sodomía pasiva (“catamitas”) con la tendencia a “amujerarse”, pero Bentham recuerda que los individuos que tienen relaciones de esta clase intercambian a menudo sus papeles. Además, aunque existan sodomitas que se vistan de mujer y adopten modos afeminados, esa conducta tiene siempre la intención de seducir a posibles amantes, es una pose puramente fingida, teatral, sin ninguna relación con la fisiología o la constitución del sujeto (Bentham 2021: 44-49).
Respecto a la posible indiferencia o aversión que las relaciones homoeróticas supuestamente suscitan hacia el sexo femenino, Bentham se pronuncia tanto en el Ensayo de 1785 como en los textos del periodo 1814-1817. Si el gusto por los del mismo sexo produjera entre los hombres la indiferencia hacia las mujeres, desde un punto de vista cuantitativo, esa incidencia sería mínima, porque son mucho más fuertes las razones para preferir el matrimonio:
En primer lugar, el deseo de tener niños, en segundo lugar, el deseo de formar alianzas entre familias; en tercer lugar, la conveniencia de tener un acompañamiento doméstico cuya compañía continuará siendo agradable toda la vida; en cuarto lugar, la conveniencia de satisfacer el apetito en cuestión cada vez que la necesidad acontece y sin los gastos y problemas de ocultarlo o el riesgo de ser descubierto (Bentham, 2002: 92).
En Oriente Bentham, la práctica homoerótica está muy extendida, y también el “maltrato” hacia las mujeres. Pero este no se debe en esas naciones a lo extendido de la preferencia por los del mismo sexo, sino a los “celos”, es decir, precisamente al exceso de atracción por las mujeres. Los testimonios históricos, por último, prueban que en las civilizaciones donde el homoerotismo ha estado muy difundido, ello no ha mermado el recurso al matrimonio ni ha propiciado esa supuesta indiferencia o frialdad (Bentham, 2021: 54).
Después de refutar cada uno de estos razonamientos traducibles al principio de utilidad, Bentham (2021: 57-60) no sólo insistía en que las relaciones sexuales entre hombres no tenían ningún efecto nocivo, pero sí su castigo penal, sino que ponía de manifiesto las consecuencias benéficas de tolerar esta libertad; no frenaba el desarrollo demográfico, pero quizás sí la sobrepoblación e implicaba la reducción de las masturbaciones, la desaparición de los chantajes y extorsiones asociados a su prohibición y la evitación de embarazos indeseados y de sus secuelas (abortos, infanticidios, pérdida de reputación, miseria, prostitución, contagios venéreos, etc). Al no producir ningún dolor y dar lugar a un inmenso placer para las numerosas personas que lo practicaban, ese “modo irregular social no prolífico” constituía un puro bien para la mayoría de los gobernados, contribuyendo así a maximizar la felicidad pública.
De este modo Bentham continuaba, en relación con el homoerotismo, un argumento similar al que Mandeville (2018) había planteado respecto a los burdeles en su escrito A Modest Defence of Public Stews (1724): como la pasión erótica resultaba irrefrenable entre los mortales resultaba de mayor beneficio público tolerarla regulando su funcionamiento en el mercado que reprimirla. Unos efectos positivos semejantes, derivaba Bentham de la tolerancia del homoerotismo. Sin embargo, de todas estas consecuencias favorables que se seguían de permitir la libertad de acostarse con los del mismo sexo, la referencia más llamativa es la que el filósofo hacía a la masturbación. Bentham, en consonancia con la abrumadora mayoría de los pensadores de la Ilustración, entendía que la masturbación era causa de debilitamiento, de impotencia, de indiferencia hacia las mujeres y de un sinfín de enfermedades. De hecho, señalaba que “de todas las irregularidades del apetito venéreo (..) es la más incontestablemente perniciosa” (Bentham 2002: 115).
En efecto, el derecho al libre ejercicio del homoerotismo no sólo no quebraba la cohesión de la sociedad, sino que mejoraba la felicidad colectiva. La masturbación sin embargo era una conducta sexual completamente antisocial y este rasgo, como sostiene el mejor historiador del onanismo (Laqueur 2003), no se debía simplemente a la creencia dieciochesca en sus efectos patológicos. Estos eran consecuencia de un rechazo cultural más profundo que a nosotros –habitantes de una civilización donde el onanismo, visto como condición de posibilidad de una floreciente industria pornográfica y del mercado de las sex shops, es bendecido por las feministas como práctica emancipatoria y elevado por los sexólogos a la categoría de terapia, nos resulta exótico. Fue el pensamiento de las Luces el que experimentó en torno a la masturbación un intenso desasosiego y un pánico generalizado. Esto se inició en 1712 con la publicación de Onania, cuya autoría se atribuye al cirujano, pornógrafo y charlatán John Marten. A partir de ahí se gestó una campaña impulsada, no por sacerdotes pudibundos, sino por representantes egregios del materialismo y del racionalismo ilustrados (Tissot, Voltaire, Rousseau, Diderot, Kant, Salzmann, Campe), en su mayoría de procedencia protestante y que no dudaban en considerar este vicio como propio de los eclesiásticos católicos.
La masturbación era en cierto modo para la cultura de las Luces, el grado cero del placer sexual; constituía un vicio paradójico, como señala Laqueur (2003: 209-235), que encarnaba cualidades encumbradas por la Ilustración (la imaginación, la privacidad, el amor propio, el lujo o la abundancia ilimitada), pero desplegadas de un modo que arruinaba de raíz la posibilidad misma de cualquier orden social. Aquí el vicio privado o solitario no se traducía en virtudes públicas, sino que desfondaba cualquier atisbo de sociedad civil. Al derivar de las fantasías y no de la realidad o de la necesidad corporal, la masturbación era un placer ilusorio que enervaba el organismo (en esto era análogo al capital ficticio derivado de las maniobras especulativas de John Law); su carácter solitario y secreto, lo hacía impune y alejaba a sus practicantes del vínculo con sus iguales. Por último, su total y permanente disponibilidad la convertían en una excitación insaciable, ilimitada y adictiva.
Bentham se situaba plenamente en esta estela argumentativa. Consideraba respecto al onanismo que su “influencia debilitante es mucho mayor que el de cualquier otro ejercicio de la facultad venérea” (Bentham 2002: 116-117). Esto se debía a los efectos patológicos descritos por la medicina, al hecho de que su iniciación tuviera lugar a una edad temprana (“en la que el efecto debilitador es mayor”) y sobre todo a que, siendo secreta y solitaria, era una práctica que no podía ser mantenida “dentro de límites”, pues nunca carecía de oportunidades (Laqueur, 2003: 236-237).
Y pese a esta nocividad incontestable, subraya Bentham, la masturbación “nunca ha sido castigada por ninguna ley” (Bentham 2002: 116). La razón es simple; dado su carácter solitario y oculto, ningún castigo tendría efecto alguno. Y aquí se impone una razón más para despenalizar el homoerotismo, extraída de la inferencia a fortiori partiendo del caso límite; si la masturbación que es la conducta sexual más perniciosa e incompatible con el principio de utilidad no es condenada por las leyes, ¿cómo habría de serlo la “pederastia” de la que sólo se derivan beneficios?
4. El contexto: el debate ilustrado y la anomalía inglesa
La producción de ese corpus considerable de Bentham sobre la cuestión de las “irregularidades sexuales” y la singularidad de sus propuestas sólo se entienden proyectadas sobre el contexto teórico del debate ilustrado acerca del homoerotismo, pues las reformas penales de la época, tendentes a eliminar el castigo capital o a descriminalizar la sodomía son una respuesta a las críticas elaboradas por los pensadores de las Luces (Merrick, 1998: 300; Hekma, 2013: 445). Esta controversia se conoce mejor en el caso de Francia (Coward, 1980; Tarczylo, 1983; Stockinger, 1990; Ragan, 1996; Sibalis, 1996, Merrick, 2020), y abundan menos los estudios sobre el asunto en Inglaterra (Rousseau, 1983; Crompton, 1998), Holanda o Alemania (Hekma, 2013). Por otra parte, el hecho de que Bentham no publicara ni comunicara ese extenso corpus sólo se puede comprender por referencia a la excepcionalidad del caso inglés, que entre los siglos XVIII y XIX no sólo mantuvo, sino que agravó las penas contra el delito sodomítico.
En otro lugar (Vázquez García, 2021: 209-232) he explorado con detalle las peculiaridades de la discusión ilustrada sobre el homoerotismo. Aquí las evocaré de un modo sumario. He diferenciado seis opciones.
En primer lugar, los autores que siguen abordando el asunto desde los marcos fijados por la teología y el derecho natural. En Inglaterra destacó William Blackstone, bien conocido por Bentham, que invocaba la ley divina para justificar la ejecución de los reos por el “abominable” crimen de la sodomía. Valedores del derecho natural tan reconocidos como el alemán Thomasius o el francés Bernier apelaban, siguiendo la estela marcada por Puffendorf en el siglo anterior, a la condición contranatural de la sodomía y de este modo respaldaban el último suplicio.
En segundo lugar, están los que rechazan por excesiva y atroz la ejecución de los convictos por actos de sodomía, pero sin dejar de considerar estas ofensas como delitos punibles dentro del ordenamiento legal del Estado. Aquí se inscriben las propuestas de algunos ilustrados holandeses como Abraham Perrenot, que propone abolir la pena de muerte por sodomía reemplazándola por la institución de un “hogar civil” establecido por el Estado y estrictamente vigilado, donde se reformaría a los viciosos. Para los peores, los seductores y propagadores, Perrenot defendía el confinamiento perpetuo y solitario.
La tercera opción es la más común y difundida entre los intelectuales ilustrados. En ella se ubican los que condenan igualmente la sodomía y la atrocidad de la pena de muerte contra ella. Antes que la intervención directa del Estado, prefieren la adopción de medidas preventivas vehiculadas principalmente por la educación familiar y la fuerza de la opinión. Estos autores consideran que criminalizar la sodomía es como criminalizar la embriaguez o la fornicación; sólo conduce a multiplicar las ordenanzas y reglamentos desplegando un ejército de guardias de vigilancia y haciendo reinar el miedo y la delación por doquier. En esta alternativa se emplazan, esgrimiendo argumentos diversos, autores como Beccaria, Montesquieu, Voltaire, Condorcet, Rousseau y probablemente Kant, aunque la posición de este, que consideraba a la sodomía como uno de “los vicios más espantosos”, no queda del todo clara.
En una cuarta opción se sitúan los que estiman que la sodomía es una conducta inofensiva, no suponiendo una contravención de la ley natural sino una actualización más de las posibilidades abiertas por la Naturaleza. Además, apoyándose en el testimonio histórico y etnográfico principalmente, esta postura conducía a una conclusión relativista: la práctica de la sodomía habría sido condenada en unas sociedades y tolerada e incluso estimulada en otras. Por eso no debía ser perseguida por las leyes, pero tampoco por la opinión, pues no existían pruebas válidas que justificaran su rechazo o su encomio. En este frente se situaban las reflexiones de los filósofos Diderot y Helvetius, y de los pornógrafos Dulaurens y D’Argens.
La quinta opción es la que representa Bentham, al menos a partir de sus escritos del periodo 1814-1817. Las relaciones homoeróticas no sólo son inofensivas para la sociedad y para el individuo, sino que incluso podían derivarse efectos socialmente benéficos de la misma. En una línea próxima, aunque desde patrones intelectuales diferentes, se sitúa el spinozista Conde Radicati di Passerano, que, en un ensayo de 1731, desculpabilizaba a los sodomitas aunque sin llegar, como Bentham, a defender los efectos favorables de su práctica.
La sexta y última posición la encarna la obra transgresora del Marqués de Sade. Este no pretende dilucidar las consecuencias beneficiosas de la sodomía, sino que efectúa su apología, presentándola como forma suprema de placer y a más adecuada al orden de la Naturaleza.
El hecho de que Bentham no se planteara en ningún momento publicar sus escritos sobre irregularidades sexuales, a pesar de que Inglaterra era uno de los países europeos con mayor reconocimiento hacia la libertad de imprenta, remite a otra importante circunstancia histórica. Es lo que se conoce como la “anomalía inglesa” (Vázquez García, 2021: 199-209). Dada la hostilidad extrema de la opinión pública y de la justicia inglesa en relación con la sodomía, era lógico que Bentham descartara de antemano hacer públicas sus reflexiones. Sus otras propuestas de reforma, en materia penal, educativa o asistencial, podían verse desacreditadas y aún peor, él mismo podía quedar expuesto a la acusación de ser un apologista de la sodomía, cuando no de sodomita.
Sin duda, que a comienzos del siglo XIX el Parlamento Británico se mostrara menos partidario de suavizar los castigos contra la sodomía que los déspotas ilustrados de buena parte del continente, es una circunstancia que no deja de sorprender y que requiere alguna explicación (sin olvidar que el Código Penal británico preveía hasta 200 delitos sancionados con la pena de muerte).
Aquí hay que señalar un contraste interesante entre la evolución de las actividades punitivas hacia la sodomía en los países protestantes del norte de Europa, especialmente los Países Bajos e Inglaterra, y las naciones católicas del Sur. Si en estas las ejecuciones por sodomía habían alcanzado sus cotas más elevadas durante los siglos XVI y XVII, a partir del siglo de las Luces, se hicieron cada vez más infrecuentes y desde 1786 empezó a ser suprimida gradualmente.
En Francia, primer país de Europa que despenalizó el delito en cuestión bajo la Constitución revolucionaria de 1791 -que clasificó a la sodomía junto a otros “crímenes imaginarios”, como la herejía, la hechicería o la bestialidad (Norton, 2015: 82)- la última ejecución tuvo lugar en 1783. Ya desde las primeras décadas del siglo, estos rigores, prescritos en teoría por el Código Penal vigente, eran excepcionales. El castigo más habitual de los sodomitas era la cárcel, con detenciones que iban desde una semana a dos meses de arresto, aunque en casos de reincidencia podía implicar la deportación a las colonias.
En los distintos estados italianos, la pena de muerte seguía en vigor, aunque el Duque de Toscana la abolió de sus posesiones en 1786. Existía de facto una extendida tolerancia -en Venecia, la última ejecución registrada data de 1771, y en general la península itálica era considerada el paraíso homoerótico de toda Europa, algo que Bentham recuerda en sus escritos.
En el caso español, la pena de muerte se mantuvo durante la edad moderna con una jurisdicción compartida entre la Inquisición y las Chancillerías reales, pero la gran fase de represión antisodomítica tuvo lugar en el periodo 1570-1630, con recrudecimientos puntuales a mediados del siglo XVII y probablemente a mediados del siglo XVIII, aunque en esta época las ejecuciones parecen haber sido muy esporádicas. En Portugal por otro lado, las cifras de ejecuciones por parte de los tribunales inquisitoriales entre 1587 y 1794 apenas llegan al 0’6% de los acusados. En 1786 se redactó un Código Penal que suprimía la pena de muerte, castigando sólo a los “sodomitas públicos y escandalosos”, aunque esta propuesta no entró nunca en vigor.
Pero incluso más allá del sur de Europa se ha constatado esta creciente benignidad penal hacia la sodomía; en Suiza se ha verificado la casi total ausencia de las ejecuciones en el siglo XVIII; José II las eliminó del Código Penal que regía en el Imperio de los Habsburgo en 1787, y en 1794 y 1796 hicieron lo propio, respectivamente, los soberanos de Prusia y de Rusia.
Sin embargo, en el caso de los Países Bajos y de Gran Bretaña, el ciclo fue completamente distinto. Si en los siglos XVI y XVII las condenas por sodomía y más aún las ejecuciones, eran un suceso excepcional en ambos países (aunque en Inglaterra la pena de muerte estaba contemplada desde Enrique VIII), la situación empezó a cambiar desde 1690, cuando surgieron gradualmente en las grandes ciudades (Londres, Amsterdam, Utrech), unas novedosas subculturas de sodomitas afeminados, con sus ritos y su jerga propia, bien conocidas por los historiadores.
En Inglaterra, la fundación en 1690 de las Societies for the Reformation of Manners, y en los Países Bajos a partir de 1730, la tendencia a reemplazar la persecución tras acusación privada, por la persecución de oficio, comenzó a cambiar el panorama. El caso es que entre 1700 y 1850 hubo en ambos territorios más ejecuciones que durante los 600 años anteriores. En los Países Bajos tuvo lugar una inflexión decisiva a partir de 1730, dando comienzo a una serie de oleadas de detenciones periódicas y ejecuciones. Pero la última condena a muerte se pronunció en 1803 y a partir de 1811, tras la implantación del Código Napoleónico aprobado el año anterior y que recogía la despenalización de 1791, el delito desapareció.
Sin embargo, en Inglaterra la evolución fue diferente. En el siglo XVIII, a pesar del aumento del celo persecutorio, derivado de la difusión de las Molly Houses, sobre todo en Londres, las ejecuciones eran relativamente esporádicas. Las cosas cambiaron en el contexto de la guerra contra Napoleón; hacia 1805 se llegó a un punto de no retorno. Desde ese momento hasta 1835, la represión de la sodomía se intensificó ascendiendo a casi dos ahorcamientos anuales, un total de 61 ejecutados en ese periodo. A estos hay que sumar un total equivalente de marineros colgados por sodomía, uno de los delitos más severamente castigados por la Armada inglesa.
El clímax represor se alcanzó en Inglaterra en 1810, año en el que se establecieron también en las cárceles galerías específicas para los sodomitas. La prensa presentaba este endurecimiento como una respuesta al alza exponencial de la sodomía en las principales ciudades inglesas, particularmente en Londres.
Tras el final de las guerras napoleónicas se abrió en Inglaterra un periodo más proclive a las reformas sociales (asistenciales, educativas, penitenciarias, etc), proceso en el que Bentham y sus seguidores se implicaron con entusiasmo. Esa dinámica llegó también al campo de la legislación penal. En 1833, con Bentham ya fallecido, se constituyó una Comisión Parlamentaria, presidida por John Russell, que defendía planteamientos muy afines a los de los benthamitas. Se creó así la expectse desde una posible abolición del castigo penal por sodomía. Pero esas aspiraciones se vieron frustradas; las ejecuciones de sodomitas continuaron a buen ritmo hasta 1835, cuando tuvo lugar el último ahorcamiento. La pena capital seguía vigente, pero se optó desde entonces por conmutarla por prisión perpetua. Sólo en 1861, al aprobarse en el Parlamento una medida general que revisaba la legislación penal en su conjunto, se suprimió el castigo capital por sodomía sustituyéndolo por penas de cárcel y trabajos forzados que iban de diez años a la cadena perpetua.
Bentham (2021: 55) era consciente de la hostilidad, no sólo legal, sino popular de los británicos -no sólo de los ingleses- hacia la sodomía, y así lo refleja en sus escritos sobre el asunto. La explicación de esta singularidad implica invocar procesos de duración y escala muy diversas, empezando por una representación plurisecular, muy arraigada en las Islas Británicas desde la Baja Edad Media, que asociaba la sodomía con la condición de extranjero y enemigo. Así sucedía en el siglo XIV con los mercaderes italianos que competían por el tráfico marítimo en el Mar del Norte, acusados en 1371 por el Parlamento inglés de introducir la sodomía en las islas. En la Reforma protestante, el prejuicio adoptó un contenido religioso: la sodomía se vinculaba al catolicismo, al papismo y al celibato sacerdotal. Las derrotas militares, los desastres naturales, el colapso económico o la decadencia del reino se descifraban como un castigo divino por la propagación extranjera del vicio sodomítico.
En la coyuntura de la Revolución Francesa y de las guerras napoleónicas esta suerte de homo-xenofobia de larga duración, se reace dó de una forma novedosa. Ahora la impronta del enemigo no era ya el catolicismo sino el ateísmo y el libertinaje, estigmas de bajeza moral atribuidos a la Francia revolucionaria. La despenalización de la sodomía en 1791 era una prueba de esa relajación culpable. En el escenario de las guerras contra Napoleón, con el país aislado, acosado y bloqueado comercialmente, todo aquello que suponía una transgresión del espíritu genuino del caballero inglés o de la valentía del Englishman común, incluyendo la hombría, la autodisciplina y la profunda religiosidad, se convertía en objeto de redoblada hostilidad y en atributo del enemigo. El triunfo de Francia suponía la ruptura con la tradición cristiana y el regreso a las maneras licenciosas del paganismo. La sodomía encarnaba ese retorno a la inmoralidad y representaba justo lo contrario de las virtudes nacionales: afeminamiento, fragilidad acobardada y libertinaje descreído.
Por otro lado, coincidiendo con el auge de las revueltas luditas entre 1811 y 1816, el Gobierno pudo encontrar en la picota y en los ahorcamientos de una minoría impopular, un modo de encauzar el descontento y terror de una población empobrecida.
Pero a estas circunstancias asociadas a la guerra hay que añadir otros dos factores interconectsdos que explican la prolongación persecutoria más allá de la derrota de Bonaparte. En primer lugar, el rearme religioso que tuvo lugar en el contexto cultural del romanticismo inglés del primer tercio del siglo XIX. Destaca sobre todo el auge del metodismo y del evangelicalismo entre las élites y las clases medias. El segundo factor, alentado en cierto modo por el primero, fue la fundación de la Society for the Supression of Vice, cuyas tareas se iniciaron en Londres a partir de 1802, viéndose pronto replicadas a escala local en diversas provincias donde proliferaron las asociaciones de inspiración evangélica, dedicadas a la persecución del crimen y la inmoralidad. La Society se instauró inicialmente para suprimir las publicaciones obscenas, la transgresión del descanso sabático y los deportes especialmente crueles, pero muy pronto asumió con encarnizamiento la denuncia y detención de los sodomitas. Se apoyaba para ello en la prensa, que jaleaba el furor popular a favor de las condenas capitales; ese activismo explica en parte la frecuencia de los ahorcamientos de sodomitas en Inglaterra hasta bien entrado el siglo XIX.
5. Coda final
Con esta reflexión sobre la “anomalía inglesa” finaliza nuestra exposición. A contracorriente, Bentham enfatizó la exigencia de abrir el campo de las relaciones sexuales (con la excepción ya indicada de la masturbación) al libre juego de los intereses y los acuerdos recíprocos, frente a toda intromisión de la disciplina estatal o familiar; sentó así las bases en el ámbito de la ciudadanía sexual, de un escenario radicalmente liberal y democrático que todavía hoy estamos lejos de haber implantado en toda su extensión.
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Notas
1
Este texto recoge la ponencia del mismo título, presentada por su autor en el Seminario Jeremías Bentham, celebrado en el Centro de Estudios de Economía de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid entre los días 27 y 28 de octubre de 2021. El trabajo se ha realizado en el marco del grupo de investigación denominado ”El problema de la alteridad en el mundo actual” (HUM-536).
2
Utilizamos las expresiones “homoerotismo” y “relaciones homoeróticas”, porque los términos “homosexualidad” y “orientación homosexual” poseen unas connotaciones psiquiátricas que resultan anacrónicas en la época de Bentham.
ISSN: 1132-0877
Vol. 24
Num. 1-2
Año. 2021
FILOSOFÍA DE LA FELICIDAD Y LIBERTAD SEXUAL EN JEREMY BENTHAM1
Francisco Vázquez García
Universidad de Cádiz,España
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Francisco Vázquez García
Catedrático de Filosofía de la Universidad de Cádiz.
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