1. INTRODUCCIÓN
Abordar el retrato en la literatura supone, tradicionalmente, interesarse por una modalidad descriptiva cuyo objetivo es la representación de una persona a través de sus rasgos físicos (prosopografía) y a través de sus cualidades personales, morales (etopeya). Pero conviene no olvidar que el retrato nace con las artes plásticas y consiste en la representación de una figura, en general humana, que presupone la existencia de un modelo. En ambos casos se utiliza la palabra «retrato» (pictórico ―fotográfico― o literario) cuya etimología nos hace remontar a la forma latina retractus «participio pasivo de retrahere, tirar hacia atrás, llevar hacia afuera; de re, muchas veces, y trahere, traer, sacar, hacer salir» según el Primer diccionario general etimológico de la lengua española de . A partir de esta etimología, subraya que «retratar» consiste en intensificar el trazado a la vez que acarrea la «retracción» o el «retiro» del modelo; de ahí la idea de una presencia ausente que define todo retrato concebido como «cuadro que se organiza alrededor de una figura» (). Cuando la literatura dialoga con las artes plásticas (especialmente con la pintura o la fotografía) es imprescindible tomar en cuenta esta concepción del retrato sin pasar por alto que «el retrato es una ficción, es decir, una figuración, no en el sentido de representación mimética de una figura sino en el sentido mucho más fuerte y activo de creación de una figura, de modelado» (). De la misma manera consideraremos los retratos del yo en la literatura en primera persona como «figuraciones del Yo» ().
En este marco, el autorretrato es un caso peculiar, pero, según , «no es un fenómeno distinto del retrato, ni en pintura, ni en literatura». Recuerda Beltrán que esta práctica nace de la «necesidad de autoobjetivarse, de reconocerse uno mismo, que surge ante la duda y la inseguridad» (); y recalca unas características comunes a lo pictórico y a lo literario: la afición por el autorretrato del artista, la frecuencia de las series individuales o el autorretrato concebido como un «detalle dentro de la composición» (). Cuando se interesa por el autorretrato literario, destaca un fenómeno, «quizá el más relevante, característico del autorretrato moderno: su novelización» (), lo que cuadra con el retrato-ficción de Nancy en el ámbito pictórico.
Leer las tres primeras novelas de Miguel Ángel Hernández a la luz de estos estudios confirma que trazan una serie de retratos que podríamos llamar «egorretratos», es decir, autofiguraciones de un yo ―de un sujeto-narrador autodiegético, que no se confunde con el autor a pesar de las similitudes―, en busca de sí mismo, un yo que progresivamente tiende a abandonar el disfraz de la novelización para ponerse al desnudo. Este artículo propone examinar las modalidades de la construcción de estos retratos que hacen del yo la figura en torno a la que se organizan las novelas, un punto céntrico, aunque los textos parezcan tener otro tema. Se comprenderá qué tipo de retratos de sí mismos construyen los distintos narradores para darnos a ver una(s) figura(s) que tiende(n) a confundirse con la sombra de un autor que juega con sus máscaras para interrogar sus propias fragilidades.
2. MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ Y SUS YOES-NARRADORES
La obra narrativa de Miguel Ángel Hernández consta hoy por hoy de tres volúmenes de (micro)-relatos, tres novelas autodiegéticas y cuatro diarios de escritura ―tres de ellos ya se han publicado como libros después de darse a conocer a través de la prensa o la radio y las setecientas entradas del último, Tiempo por venir. Diario de escritura, se han podido leer en el diario La verdad entre mayo de 2019 y junio de 20―. Miguel Ángel Hernández es profesor de Historia del arte en la universidad de Murcia, autor de una amplia obra ensayística sobre arte contemporáneo; y también de un delicioso y profundo ensayo que rehabilita el arte de la siesta a la vez que analiza su alcance político: El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo ().
La mayoría de sus cuentos y sus tres novelas corren a cargo de narradores en primera persona lo que otorga al yo una posición central; algo que se intensifica en los diarios, uno de los géneros de las escrituras en primera persona, en el que el yo del diarista se confunde con el yo del autor. Podríamos pensar que el yo se pone más directamente al desnudo en los diarios y que estos podrían constituir un objeto idóneo para analizar cómo se autorretrata el autor. En realidad, son diarios escritos para ser publicados, es decir que funcionan como un ejercicio de exhibición controlado: se «desnuda» el yo, pero solo cuando y como quiere. En estos textos personales, se revelan zonas de la intimidad ―la apariencia corporal, los complejos, las obsesiones―, pero quedan en la sombra muchos aspectos esenciales de la vida personal, de la vida íntima, de la pareja, por ejemplo. Se dibuja pues la forma de un vacío que parece tanto más profundo cuanto que aparece poco. Lo formula el autor en su primer diario, Presente continuo (), cuando, después de volver de un viaje a Madrid, se reencuentra con su pareja y dice: «En casa, Raquel te ha preparado una sorpresa que no cuentas por pudor y que te despierta del todo» (); «la quieres, […] siempre está presente. En cualquier momento. Por mucho que a veces parezca invisible. Ella eres tú. Sois la misma persona» (). Se traza un retrato muy controlado del ser tal como quiere aparecer en público, con zonas de luz y de sombras que dicen mucho de él. Son diarios de escritura con un núcleo más centrado en la vida social, las amistades, los encuentros, las aficiones, la vida profesional, la escritura. No obstante, no deja de ser muy íntimo, por ejemplo, cuando se pone al descubierto la relación entre cuerpo y creación literaria, un cuerpo que sufre y grita mientras va escribiendo. Se trata de una práctica diarística que el propio autor sitúa «a medio camino entre el exhibicionismo y el camuflaje»:
[u]n modo de mostrarse que incluye también sus rincones y puntos ciegos. Porque en estas páginas está expuesta tu intimidad, pero también hay mucho fuera de campo, enmascarado. En ocasiones, a la vista de todos. Lo intuyó Edgar Allan Poe en ‘La carta robada’: la mejor manera de ocultar algo es mostrarlo, hacerlo evidente. El secreto mejor guardado es el que nadie sabe que es secreto. ()
Este doble movimiento (exhibicionismo y camuflaje) opera también en las novelas, pero tal vez desemboque en un retrato más completo ya que en ellas se superan los límites del pudor, gracias a la coartada de la ficción.
Los tres narradores en primera persona no dejan de relacionarse con el yo del autor, de modo cada vez más obvio. En efecto, pasamos de un narrador que se llama Marcos Torres (Intento de escapada) a Martín Torres (El instante de peligro) y acabamos, en El dolor de los demás, con un narrador cuyo nombre completo es Miguel Ángel Hernández. La onomástica revela que tienen mucho en común, y, progresivamente, el lector va deduciendo el trasfondo autobiográfico que nutre las dos primeras novelas: ve en cada uno de los textos un ejercicio de striptease cada vez más asumido. En efecto, los tres «M». (Marcos, Martín, Miguel), con sus seis letras, se relacionan con el mundo del arte: el estudiante de Bellas Artes, el joven adulto desilusionado por el mundo académico ―«espejo de la burocracia» ()― y en busca de acreditación, y finalmente el profesor titular de la universidad de Murcia. Comparten la misma obsesión por la apariencia corporal, una timidez patológica, el síndrome del impostor, dificultades con el inglés, visten de negro, no se sienten satisfechos con su cuerpo, tienen las mismas referencias (literarias o cinematográficas); cada uno está en una etapa de su vida y recuerda su pasado. Martín recuerda cómo ha sido Marcos; y Miguel cómo han sido Martín y Marcos. Cada novela establece su red de similitudes con la precedente y cada narrador se define como autor de las novelas anteriores, de modo que las tres figuras llegan a confundirse. Tenemos la impresión de seguir al mismo personaje-narrador a lo largo de su vida, aunque haya mucha más ficción en las dos primeras novelas que en la última, que considera como una autonovela.
Si en aquellas la dimensión autobiográfica tiende a ocultarse, el autor introduce unos indicios que pueden llamar la atención: por ejemplo, en Intento de escapada, da a un profesor presuntuoso y antipático su segundo apellido (Navarro); también construye una novela de aprendizaje que convierte al estudiante en escritor novel; por fin, Marcos, a punto de terminar su libro (que coincide con el libro que leemos), confiesa que su narrador es trasunto suyo lo que nos induce a imaginar que el propio Marcos también puede ser trasunto del autor real. Por lo demás, toda la novela juega desde sus epígrafes y hasta la nota final a desdibujar los límites entre realidad y ficción o entre vida y arte (o entre autobiografía y novela). El instante de peligro prolonga el mismo juego: Martín acaba siendo autor de la novela que leemos y se supone que ya tiene un libro publicado titulado… Intento de escapada. También la fecha de nacimiento del joven coincide con la del autor (1977). Finalmente, El dolor de los demás se presenta como una metanovela que cuenta su propio proceso y el Miguel Ángel Hernández-narrador aparece como autor de Intento de escapada y El instante de peligro. Cada novela indica su relación con la o las precedente (s) y se presenta como una novela en marcha.
Este «tríptico del arte o la vida» () se construye, pues, en torno a figuras de narradores que tienen mucho en común a nivel biográfico o físico y son tres máscaras ―cada vez más transparentes― del propio autor. Este dibuja un hermoso retrato de Marcos alias Martín alias Miguel en El dolor de los demás, un «desnudo» que rompe con los códigos de la belleza gracias al contexto espacial del balneario donde «la presión corporal era mínima. Las pieles fláccidas, los vientres hinchados, los cuerpos en el ocaso de la vida… Aparte de la tranquilidad del lago termal, allí tenía la sensación de que los michelines, la piel estriada y los pelos en la espalda no suponían alteración alguna en el canon dominante de la belleza» (). Gracias a esta presión social que se relaja, el relato se hace confesional:
Toda mi vida he sido un gordo. Lo fui en la infancia, pero sobre todo en la adolescencia, cuando decidí comenzar a ocultar mi silueta bajo camisas negras dos tallas más grandes de lo necesario. Es cierto que en los últimos años he logrado asumir ese trauma, pero algo de ese gordo acomplejado sigue anidando en mí. La memoria del cuerpo acaba pasando factura y no desaparece jamás. Está detrás de los gestos, de la manera de moverse, de sentarse, de mirar a los demás, incluso en la forma de pensar el mundo. En cierto modo, ese trauma corporal, esa envidia del cuerpo sano, fuerte y atractivo, permea todo lo que escribo. Es la clave de la frustración de Marcos, el tímido adolescente de Intento de escapada, o del resentimiento de Martín, el profesor cuarentón de El instante de peligro. En ambas novelas los protagonistas se sienten prisioneros del cuerpo. Lo perciben como un lastre del que quisieran escapar. En ambas novelas los protagonistas cuestionan la frase del personaje encarnado por Eusebio Poncela en Martín (Hache). «Nadie se folla a las mentes», dice Marcos y escribe Martín. En ambas novelas, por supuesto, hablan mis miedos y mis frustraciones. ().
Este retrato literario tan personal subsume todos los rasgos físicos en la categoría de «lo gordo» y reúne bajo una misma apariencia a todos los yoes del pasado y del presente, personajes y narradores. El sobrepeso ―y demás fallos― presentado como un «trauma corporal», se convierte en leitmotiv y clave de lectura. Sin embargo, más allá de este rasgo definitorio, los retratos se completan a través de imágenes en las que el yo se reconoce y que dicen mucho de él.
3. IMÁGENES Y AUTOFIGURACIONES DEL YO
Como hemos señalado, cada novela arranca con un tema aparentemente ajeno al yo pero acaba transformándose en búsqueda de sí mismo, como si el yo viniera a ocupar progresivamente el centro. Esta posición axial se anuncia de modo oblicuo desde el paratexto si nos fijamos en las imágenes de las cubiertas y en las fotografías que se reproducen en el texto y que funcionan, a veces simbólicamente, como retratos del yo-narrador, o egorretratos.
En las dos primeras novelas, el narrador, al ser un ente ficcional, obviamente no puede darse a ver con fotografías de sí mismo; sin embargo, no deja de autorrepresentarse a través de las ilustraciones de las cubiertas elegidas por el propio autor. En la cubierta de Intento de escapada (fig. 1), se trata de una figura enigmática (¿masculina?), vestida de negro, sobre un fondo gris, que deambula en una calle nocturna, en un lugar que no se puede reconocer ―podría ser cualquier calle con faroles― y con una máscara de espejo que le cubre la cara, ocultando los rasgos personales que individualizan, y refleja los faroles y la noche. El texto de la novela propone una écfrasis de la cubierta cuando remite al vídeo de Javier Pérez, «Reflejos de un viaje» (sin nombrarlo). Este vídeo, dentro de la ficción, es una de las obras expuestas en el marco de una exposición titulada Las máscaras de Narciso: videoarte y autorrepresentación, que merece este comentario de parte de Jacobo Montes, artista con propuestas radicales a quien Marcos sirve de asistente: «El vídeo como una puesta en escena del juego del escondite» (). En la descripción detallada que propone el joven, reconocemos la ilustración de la cubierta:
Me quedé absorto delante de una de las obras de la exposición. En el vídeo aparecía un hombre, vestido de traje oscuro y camisa blanca, con la cabeza afeitada y con una máscara de espejo cubriendo su rostro, caminando en la noche por una ciudad que parecía del centro de Europa y que luego pude saber que se trataba de Praga. […].
El caminar del hombre de la máscara me recordó inmediatamente el de Montes. En el trayecto desde el hotel a la Sala de Arte, había observado que él miraba el mundo como si todo fuese extraño, como si todo se reflejase en su máscara. Y pensé que, en cierto modo, durante unos instantes, yo también me había puesto esa máscara de espejo, que todo me había resultado nuevo y que me había distanciado de lo que tenía delante de mis ojos para convertirme de manera fugaz en un objeto. ().
Marcos reconoce a Montes en esta figura, pero acaba reconociéndose a sí mismo, en una especie de fusión con el artista tan famoso y reconocido a nivel mundial. La cubierta propone, de manera críptica, una autorrepresentación del yo, bajo la apariencia de un hombre que funciona como metáfora del artista, que se funde como sujeto con el objeto que representa. En la imagen elegida como cubierta, la cabeza del protagonista, gracias al espejo, parece contener los faroles del entorno, como si no hubiera frontera entre lo de dentro y lo de fuera. La cubierta ofrece, de manera indirecta, el primer egorretrato e invita a considerar la novela entera como un retrato del yo. Si retomamos la terminología de , en la novela, el Marcos estudiante, se hace Spectator (el que mira, aquí el vídeo) y se confunde con el Spectrum (el referente, el hombre filmado). Y, diez años más tarde, ya narrador, es asimismo una variante del Operator (el fotógrafo, pero aquí el creador-escritor), ya que la écfrasis que construye el egorretrato pertenece al libro escrito por el autor-narrador Marcos, diez años después de ver el vídeo. La cubierta condensa la complejidad de la novela con su doble temporalidad, con los dos Marcos, sujeto y objeto, yo narrante y yo narrado.
En El instante de peligro, la cubierta del libro reproduce un díptico fotográfico (fig. 2), «Los amantes velados», que pertenece a la serie Past remains de Tatiana Abellán: dos retratos (dos bustos de perfil), dos sombras que se recortan sobre un fondo claro que descontextualiza y se reducen a siluetas irreconocibles, una femenina y otra masculina. Con esta serie, la artista «reflexiona acerca de la fragilidad de la memoria y el implacable paso del tiempo que han convertido todos esos recuerdos en meros papeles anónimos sin valor» (); y prolonga lo que había iniciado con la serie Fuisteis yo (atribuida a Anna Morelli en la novela) definida como:
una propuesta artística transdisciplinar que intenta construir una suerte de autorretrato a partir de imágenes encontradas del pasado. Las fotografías, lejos de pertenecer a mi álbum familiar, son adquiridas en rastros, anticuarios, mercadillos […]. Estas instantáneas, creadas en origen para mantener viva la memoria, pasan a ser la representación absoluta del olvido, de la fragilidad de la memoria. Perdida la historia de cada retratado, la individualidad que nos convierte en únicos, se convierten en insignificantes registros históricos o sociológicos, sin valor más allá del anecdotario. Sin embargo, aún conservan la fuerza suficiente como para hacer de espejo; y el reflejo que devuelven nos recuerdan que en poco tiempo la mayoría de nosotros también seremos olvidados. Pasado y presente, en un perpetuo movimiento pendular, están más interconectados que nunca. Sus historias son la mía. Ellos fueron yo, y yo seré ellos. ().
Esta imagen de los amantes se convierte en una representación de las historias sentimentales que el narrador poliamoroso rescata: la pareja que se separa en el presente ―el narrador y su mujer, Lara―; la efímera relación americana con Anna y la del pasado con Sophie. Esta se hace tanto más importante cuanto que la novela termina cuando el narrador guarda entre las páginas de uno de sus cuadernos de apuntes una fotografía de ella (ya muerta) y la vuelve a mirar mientras termina su novela, para «grabarla con fuerza en [su] retina», aunque es consciente de que «algún día todo se borrará para siempre» (). La cubierta prefigura la reflexión sobre la memoria y el tiempo e incluye lo que podemos considerar como un retrato del yo narrador, otra vez bajo forma de silueta, asociado a la figura de una mujer. Estas sombras anuncian el papel de las fotografías y de las películas del pasado en la ficción, como espejo en el que se va buscando Martín. En efecto, dentro de la novela, este ha de escribir un texto destinado a acompañar unas películas anónimas, encontradas por la joven artista ficcional Anna Morelli en un anticuario de New Jersey y fechadas entre 1959 y 1963: «Cuarenta y seis minutos de metraje que mostraban sin aparente diferencia la misma sombra, el mismo muro, el mismo bosque, el mismo plano fijo, la misma inmovilidad en cada uno de los segundos filmados» (). La novela entera acaba siendo este texto: «una historia. Una de muchas posibles. La historia de la sombra sobre el muro. La historia de mi sombra» (). Las sombras (de la película en la novela o de la cubierta) acaban siendo este espejo en el que se mira Martín y que le permite rescatar su propia historia pasada, con Sophie, destinataria de la larga epístola.
En El dolor de los demás, la cubierta representa una fotografía (fig. 3) que pertenece a la colección familiar del autor, en la que aparece, de niño, en el carruaje junto a su padre y un vecino de la huerta. Se intuye una infancia feliz, en una zona rural, pero lo que más llama la atención es la silueta amarilla, recortada, irreconocible, masculina o femenina, que funciona como enigma hasta el principio de la quinta parte (la que precisamente se titula «El dolor de los demás»), momento en que el narrador propone una écfrasis explicativa. El retoque desplaza el centro de interés y visibiliza el punctum barthesiano: el cliché se convierte en una representación de un pasado feliz en el que irrumpe una violencia inimaginable, figuración de lo que vivió el narrador y se dispone a contar. La cubierta inaugura la doble presencia de Miguel Ángel Hernández en la novela dando a ver al niño que fue, el pasado de la huerta, sin dejar de aludir a otra presencia-ausente, un otro yo, el del autor que asoma (in absentia), al intervenir en la fotografía en el presente. De esta manera, se anticipa la doble temporalidad de la historia contada, la historia de dos yoes y de sus figuraciones.
Las tres ilustraciones, elegidas todas por el propio autor, en relación directa con el texto, son imágenes que funcionan como espejos que guardan tanto las huellas del narrador en el presente como las del personaje en el pasado: una colisión de dos tiempos que coincide con el choque de dos yoes. Una exhibición del yo que solo se entiende retrospectivamente. Estas cubiertas tienden un puente entre el mundo real del autor y la ficción, puesto que las obras reales (con sus autores, Javier Pérez o Tatiana Abellán) o la fotografía familiar se incorporan a la ficción, se miran y se describen en los textos, abriendo una brecha entre dos mundos de naturaleza distinta. En efecto, el vídeo de Javier Pérez, Reflejos de un viaje, aparece como obra (que podría pasar por ficcional) en Intento de escapada; la serie Past Remains, a la que pertenece «Los amantes velados», continúa el proyecto iniciado por Tatiana Abellán con Fuisteis yo, obra citada en El instante de peligro, atribuida a Anna Morelli; en El dolor de los demás, la écfrasis de la fotografía de cubierta da una clave de lectura. Este puente o brecha autoriza a cuestionar la relación entre el autor y los narradores a partir de los indicios diseminados en los textos.
Otro tipo de relación entre el yo y las imágenes se establece en las dos últimas novelas que se presentan como iconotextos: se reproducen imágenes (en general fotografías), no meramente ilustrativas, sino que generan una fuerte interacción con el texto y dan lugar a écfrasis. Solo El dolor de los demás inserta fotografías del propio autor, lo que remarca otra vez la evolución hacia la ostentación autobiográfica. Nos interesa ahora comprender cómo el narrador se mira, se da a ver y construye un retrato de sí mismo, a partir de estas imágenes.
En El instante de peligro, lo hace de manera indirecta, simbólica; por ejemplo, en el dibujo de Cézanne (fig. 4), reproducido y comentado en la p. 148. En el museo del instituto norteamericano en el que reside como becario, llama la atención de Martín un carboncillo:
un dibujo del pueblo de Auvers fechado en 1873, donado a la colección por el historiador George Heard Hamilton en 1977. […] En 1977, año en que nací, el mismo Hamilton que había escrito el manual en el que conocí a Cézanne, donaba al Clark ese paisaje. Pura coincidencia. Sería absurdo buscar algún significado detrás. ().
Sin embargo, el narrador no puede dejar de buscar este significado indagando en la parte más sombría del dibujo, reflexiona sobre la omnipresencia de las sombras en la historia de la pintura hasta comprender que «tanto tiempo delante de una sombra acaba agudizando la visión» y comienza a «divisar todo tipo de sombras para no perder[se] en la oscuridad» (). Estas reflexiones le conducen a ver una analogía con la sombra de la película y su propio pasado:
Tiempo y mirada. Eso era lo que ocurría ante las películas, ante los cuadros y también ante Anna. Quizá incluso ante mi pasado, que poco a poco comenzaba a aflorar con intensidad. Aunque yo no fuera demasiado consciente de eso. Ya estaba allí, latiendo con fuerza. Ahora lo sé: no había dejado de hacerlo en ningún momento. ().
Progresivamente, a partir del dibujo de Cézanne que aparentemente poco tiene que ver con el narrador, éste convoca, gracias a una sombra ajena, su historia pasada. Asistimos en el relato a un deslizamiento que convierte el dibujo en espejo del yo. Algo similar se observa con el daguerrotipo («un espejo con memoria», []), obra de Jerry Spagnoli (fig. 5), sobre el derrumbamiento de las Torres Gemelas en Nueva York. El narrador establece una analogía entre este «presente visto con los ojos del pasado» (el daguerrotipo, como técnica pasada, sobre el 11S) y lo que le pasa en el presente:
pensé que lo que me sucedía a mí con Anna en esos momentos era algo semejante: había comenzado a ver mi presente con los ojos de Lara, o con lo que yo creía que podrían haber sido los ojos de Lara, los ojos que intentaban adecuarse a una realidad que probablemente la superaba. Yo estaba ahora en el otro lado. Y el pasado de los otros se convertía en mi presente. O al revés. […] De nuevo, pura heterocronía. ().
Si en El instante de peligro, el reconocimiento del yo en las imágenes ajenas consiste en una interpretación del narrador, en El dolor de los demás es más directo gracias a la inclusión de varias imágenes ―cuatro fotografías (de prensa o artísticas) y una captura de pantalla―. En solo dos de ellas (sin contar la cubierta), aparece directamente Miguel Ángel Hernández. La manera como el yo del narrador se enfrenta a las imágenes del pasado revela hasta qué punto se convierte en el centro de una novela que versa más sobre el presente que sobre el pasado; que cuestiona la memoria y cómo contar el pasado traumático. La primera fotografía (fig. 6) en la que reconoce su presencia Miguel Ángel Hernández es la de un «grupo de familiares, amigos y vecinos, ayer, ante la casa familiar» (). Da lugar a una descripción por parte del narrador, quien progresivamente descentra su mirada para fijarse en su propia persona:
aparecía mi padre, en primer plano […]. Identifiqué también a algunos vecinos de la huerta, sobre todo a mi primo Quique, en la esquina izquierda, y a mi amigo Juan Alberto, a la derecha de mi padre. Junto a él estaba yo. Me reconocí por el chaquetón. En la foto, en blanco y negro y granulada, apenas se distinguía nada, pero yo no tenía la menor duda de que aquel era mi chaquetón verde y yo era la persona que estaba de espaldas, con la cabeza vuelta hacia la casa, con las manos en los bolsillos, hablando con Juan Alberto. ().
A pesar de su aspecto anecdótico, esta fotografía no es insustancial en la economía narrativa ya que señala los fallos de la memoria y el «extrañamiento» que suscita, algo que va a resolver el acto de narrar el pasado.
La segunda es una captura de pantalla (fig. 7), especie de retrato «fotográfico» del yo del pasado, del joven que era Miguel Ángel Hernández en el momento del crimen, recuperado en los archivos de RTVE. La écfrasis de esta imagen construye uno de los pocos autorretratos literarios de las obras, con la superposición de un autorretrato del pasado y un autorretrato del presente, que desemboca en una reflexión sobre la identidad y nos da la clave de la novela: una novela sobre el yo del autor a través de su otro yo narrador que se enfrenta a su yo pasado. La novela sirve para ponerse a distancia y autoobjetivarse.
El rostro aniñado, los ojos enrojecidos, la perilla incipiente, la piel tersa, el flequillo sobre las gafas de metal, y mi cazadora verde que ahora sería vintage y moderna. Pero sobre todo mi modo de hablar. Mi acento murciano, mi inseguridad, mi timidez, mi tartamudeo. Apenas había salido de la huerta. Los limoneros que servían de fondo a la escena seguían siendo parte de mi hogar. Muchas cosas han cambiado. Pero otras muchas siguen en el mismo lugar.
¿Queda algo de él en mí? Quizá poco en la apariencia. La perilla incipiente se ha convertido en barba. El flequillo sobre los ojos ha desaparecido, como casi todo el pelo de la cabeza. Las gafas grandes de metal las he sustituido por gafas grandes de pasta. Cuando ahora estoy delante de una cámara pronuncio las eses y ya no me avergüenza hablar en público ―no tanto como entonces―. Es posible, eso sí, que pesemos lo mismo, algo más de cien kilos. Hacemos los mismos gestos, tenemos la misma expresión cansada, la misma mirada triste.
«Cómo has cambiado, hijo», había dicho Cati al ver mi imagen en la pantalla. «Pareces otra persona».
¿Soy otra persona?
¿Soy el mismo?
Aún no tengo clara la respuesta. ().
Esta descripción doble, tanto del yo del pasado como del yo presente, constituye, otra vez, una heterocronía, una colisión entre dos temporalidades, una fricción que cuestiona la identidad de quien se siente «dos personas, dos tiempos, dos llantos», de quien ya no se reconoce, un yo perturbado por la vuelta al pasado, que se quiebra y duda:
había viajado al pasado y me había visto a mí mismo. Y la observación del pasado transforma el presente. Viajar en el tiempo siempre modifica las cosas. Mi visión de aquellas imágenes había removido algo en mi interior. […] Todas las certidumbres de mi mundo se vinieron abajo ante la incertidumbre de mi yo pasado. La culpa, la inquietud, la inseguridad…, todo se apoderó de mí. Yo, que todo lo sabía, que había logrado un entorno confortable donde todo estaba hecho a mi medida, de repente perdí pie. Mi yo de aquel tiempo jamás entendería aquello en lo que me había convertido. ().
Su yo del pasado le habla, le interroga, le punza. Obliga al yo del presente a reflexionar sobre sí mismo. Funciona como un espejo en el que mirarse.
En estas imágenes reproducidas en las cubiertas o en el texto ―que solo en un caso son un retrato del yo narrador― se busca o se reconoce el yo narrador, hasta cuando representan algo totalmente ajeno, lo que realza la importancia de la alteridad.
De hecho, también se construyen los egorretratos a través de cómo el narrador se ve en otras imágenes que no lo representan o a través de la mirada / los ojos de los otros, es decir cuando la alteridad se convierte en espejo del propio sujeto.
4.LA ALTERIDAD FIGURADA COMO ESPEJO DEL YO
En todas las novelas aparecen figuras (personajes de la diégesis o construidas por una écfrasis) que encarnan una alteridad gracias a la que los narradores elaboran su propia imagen, sea por oposición, sea por proyección, si se reconocen en el otro.
En Intento de escapada, encontramos los dos tipos de alteridad: en el personaje del migrante subsahariano y en el modelo masculino ideal(izado). El primer personaje alter ―el maliense Omar― aparece primero como un ser desvalorizado por Marcos quien se halla preso de sus estereotipos eurocentrados. En efecto, cuando descubre la presencia de los migrantes subsaharianos en su ciudad, empieza viéndolos desde su posición de blanco dominante y considera a Omar como un ser inferior; sin embargo, progresivamente Marcos se percata de su valor, llega a considerarlo con una forma de respeto (cuando descubre que escribe, que traduce del francés al bambara). Gracias a un diálogo entre ambos jóvenes, que establece una relación igualitaria, Omar le enseña a Marcos a ver la realidad de otra manera; le ofrece la posibilidad de expandir su mundo (). En este caso, Omar es un espejo en el que Marcos aprende a mirar de modo distinto. Este se olvida del aspecto físico y emprende una evolución personal, que hace de él una persona más crítica, que pronto cuestionará las propuestas artísticas radicales de Jacobo Montes.
El narrador capaz de desprenderse de sus prejuicios culturales gracias al encuentro con el Otro sigue, sin embargo, preso de la presión ejercida por los cánones de una belleza que le devuelven la imagen de su imperfección. El encuentro con el segundo personaje ―monitor de aerobic que se gana la vida haciendo de modelo para los estudiantes de Bellas Artes, evocado con una fuerte dosis de humor― genera breves segmentos descriptivos que realzan la desvalorización del cuerpo propio por parte del narrador que se mira en el espejo y se compara con el joven:
Entré en el aseo y me quedé allí un buen rato mirándome al espejo. Mi alopecia precoz, mi barriga y mi estatura no eran un arma contra los músculos del modelo. Era una batalla perdida. Mi ejército no tenía nada que hacer. Maldije mi imagen y, sosteniendo la mirada en el espejo, pensé en aquel momento que daría todo mi conocimiento y mis capacidades intelectuales por tener el cuerpo de Francisco. […] Aquella noche me vi […] renegando de mi cuerpo fofo y contrahecho, y anhelando los músculos del modelo. […] Mi cuerpo era joven pero no era ni mucho menos apetecible. […] Yo era un viejo de veintidós años. Y el cuerpo me había sido prohibido. ().
Este enfrentamiento entre una belleza masculina tópica y el cuerpo propio le permite a Marcos presentarse como un ser escindido entre la realidad que le toca vivir (con un cuerpo imperfecto) y la realidad ideal con la que sueña (convertirse en amante de su profesora, Helena). Esta visión del narrador se duplica en un vertiginoso juego especular, cuando, frente al espejo del bar de la discoteca, imagina una escena de sexo entre Helena y el modelo narcisista, quien, mientras va bajando las bragas de ella, busca su reflejo en un espejo. Mientras fantasea con esta escena, Marcos se reconoce en la actitud de la camarera del cuadro de Manet, Un bar aux Folies Bergère: «escindida entre la función que ocupaba en la vida real, como camarera, el lugar en el que estaba físicamente, y el mundo mental en el que se encontraba perdida, el lugar en el que le gustaría estar»; este reconocimiento del yo en el otro (aquí la camarera de Manet pero también el modelo) es totalmente explícito: «Yo me miré en el espejo y pensé que aquella camarera se había transformado ahora en cliente. Y que el que estaba completamente perdido, escindido, duplicado más allá del cuerpo, era yo, que tenía la mente perdida en el reflejo» (). La perfección corporal del modelo le devuelve la imagen poco «amable» que tiene de sí mismo y el corte entre sus deseos y su realidad.
Esta contradicción entre la madurez del aprendizaje intercultural con Omar y los celos de un joven inseguro revela la fragilidad del adolescente que se está construyendo a la vez que realza la lucidez del narrador que lo cuenta, diez años después, con un sarcasmo respecto del modelo que deja intuir que ya se ha distanciado del canon.
Las figuras que devuelven a Martín su propia historia y su propia imagen, en El instante de peligro, son la sombra proyectada en las películas para las que ha de escribir un texto y la propia Anna. Martín logra escribir cuando ya es una sombra como la de la película: «Escribí siendo yo también una sombra. La escena de una película imposible, la silueta de un escritor encorvado sobre un cuaderno, una sombra chinesca que mostraba un teatro que venía de otro tiempo» (); al referirse al libro que está acabando, lo define como «la historia de la sombra sobre el muro. La historia de mi sombra. […]. También tu historia, Anna» (). La sombra del escritor se refleja en la obra-espejo: «Igual que en Las Meninas o en algunos cuadros de Manet. La sombra era un espejo que remitía a un sujeto que estaba fuera de campo» (). Esta concepción de la obra ya se había preparado con la referencia a la obra de Warhol, Empire, y la toma de conciencia de que en un momento de la película aparece el reflejo de Andy Warhol, de que «el artista mancha la imagen» ().
En El dolor de los demás, el narrador se reconoce en dos figuras muy distintas: una sacada de la realidad de su pasado ―Nicolás, el amigo asesino― y otra, pictórica, sacada de un cuadro de Friedrich ―el emblemático caminante romántico―. Ninguna de las dos se da a ver directamente con la reproducción de una imagen en el texto.
La presencia del caminante de Friedrich surge a partir de la transformación de una fotografía de prensa, la primera que se reproduce en el libro (fig. 8). Se trata de una vista del barranco y representa la dimensión algo sensacionalista de la tragedia ―el escenario del suicidio― que inmediatamente se convierte en un cuadro de Friedrich en la mente del narrador:
Me quedé un tiempo hipnotizado por la fotografía. Las dos figuras detenidas mirando fijamente al abismo me recordaron los cuadros de Caspar David Friedrich.
El barranco, la inmensidad de la naturaleza, el gran salto, el suicidio…, la muerte trágica del ser atormentado eclipsaba todo lo demás. […] El abismo, el desastre sublime, el drama romántico…, todo remitía a un desbordamiento de la razón, a lo irracional y lo incomprensible. […] nadie entendía nada. Caminantes frente a un mar de niebla. ().
Progresivamente la mente del narrador transforma la imagen reproducida para dotarla de una significación metafórica: también él es el caminante, la silueta negra del cuadro perdido ante un mar de dudas e incógnitas. Pasamos del abismo del suicidio y del crimen sórdido del pasado al abismo ante el que se encuentra el yo en el presente: Miguel Ángel sigue sin entender nada. Esta transformación de la imagen provoca un desplazamiento del pasado al presente, de la historia narrada al acto de narración y confirma que el tema de la novela es más bien la reflexión sobre la escritura y sus límites, lo propio de las autonovelas definidas por Mora:
la autonovela es una escritura en y sobre los límites. Está en esa delgada línea roja donde el género no sólo se cuestiona sobre sí mismo y sobre sus posibilidades sino incluso sobre su decibilidad, sobre aquello que debería de estar, o no, incluido en el mismo, no sólo por parámetros literarios sino también éticos. ().
La referencia al caminante de Friedrich asociada con la imagen del narrador se repite en otras escenas. Por ejemplo, cuando el narrador, en pleno proceso creativo, y lleno de dudas, planea una performance histórica que consiste en repetir el trayecto que condujo al Nicolás asesino hasta el barranco. La acción termina siendo un fracaso: «Al verme allí, como el caminante sobre el mar de niebla, la bruma se cernió sobre mí y me hizo cuestionármelo todo. En ese momento mi acto me pareció un simulacro sin sentido» (). El narrador ha de mantener la distancia reflexiva con el pasado, permanecer en la actitud de este viajero frente a la niebla indescifrable. Es lo que preconiza al final de la novela cuando pronostica lo que será la futura novela acabada: «Comprenderás que el muro de niebla jamás logrará disiparse, que la noche amarga permanecerá anclada en el tiempo. Pero también intuirás por fin lo que late detrás de la bruma. Descubrirás entonces las grietas por donde la luz se cuela. Y entenderás por vez primera lo que importan las palabras» (). Esta presencia metafórica de la niebla o de la bruma confirma que el caminante es una figuración de la actitud del narrador que solo consigue abrir una grieta, por la que se cuela para reconciliarse con su pasado; un narrador inseguro, proyección de un autor que se presenta, según Mora, con humildad, «con las vacilaciones de un aprendiz, como si estuviera a punto de comenzar» ().
Otra de las figuras a través de las que se autorretrata el narrador de El dolor de los demás es Nicolás. Descubre una nueva imagen de sí mismo en el rostro de su amigo cuando, en el cementerio, contempla la «pequeña fotografía ovalada que resumía la existencia de Nicolás» y se pierde en su mirada. Progresivamente va a desaparecer el joven Nicolás-amigo y emerge el Nicolás-monstruo bajo la mirada del yo-narrador adulto, profundamente perturbado, y que se esfuerza en
entrelazar ambas imágenes. La imagen de mi amigo y la imagen que acababa de visualizar [el monstruo]. Conectar las dos miradas. Fijar una a la otra. Suturarlas. Producir esa imagen definitiva capaz de condensar en una toma fija la existencia de Nicolás. […] Entre esas dos imágenes se interponía un vacío profundo, que no había modo de iluminar. ().
Finalmente, la novela intenta rellenar este «vacío profundo» que es en realidad doble ya que Miguel Ángel se reconoce también en la fotografía funeraria de su amigo: «de repente, mi reflejo en el cristal se fusionó con la lápida de mármol y por unos instantes me vi allí dentro, enterrado, confinado en una imagen. Y al mismo tiempo descubrí el rostro de Nicolás introduciéndose en el mío. Dos mundos entrelazados» (). El narrador se ve en el retrato fotográfico de su amigo, lo que equivale a ver su propio «vacío»: el que lo separa de su pasado, de sus orígenes y hace necesaria otra sutura. La novela pone, pues, al descubierto otro crimen cometido por otro «monstruo», el que cometió el narrador con su propio pasado. Esto ya lo había intuido un poco antes cuando confesaba:
Es cierto que la investigación acerca del crimen de mi amigo había sido el detonante de todo, pero el auténtico crimen sobre el que yo escribía ―el único, en verdad, que podía afrontar― era el que yo había cometido por el pasado, con ese yo que había quedado sepultado en el tiempo. ().
De modo tal vez inconsciente en un primer momento, el narrador escribe sobre Nicolás, sobre los otros, para escribir sobre sí mismo, sobre lo que siente como una traición personal: el hecho de haber abandonado a los suyos y el espacio de los orígenes, la huerta, en la que se sentía extraño. De manera muy reveladora, dedica la novela «A Julia, la Julia, por todo el amor y toda la vida», a la vecina, una figura femenina de la huerta, central en la novela, tanto en el pasado como en el presente, y que a menudo aparece como sustituto materno. Así dedica la novela a la huerta, a la «tierra materna». El egorretrato en El dolor de los demás toma la forma de un «desnudo», pero también de un «paisaje» con sus limoneros y su bar.
5. CONCLUSIÓN
El estudio de las tres novelas revela el lugar axial ocupado por el yo y la presencia de un autor (o de la sombra del autor) que juega con sus máscaras para mejor buscarse y elaborar egorretratos hasta lindar con el autorretrato cuando creemos, de manera ilusoria, reconocer al autor real (un referente que preexiste a la ficción, el modelo que precede al cuadro). Los egorretratos son tan numerosos como los yoes, se construyen gracias a un cruce de miradas y de una colisión de tiempos: se cruzan las miradas de los yoes del pasado con los yoes del presente, el tiempo del yo narrado y el del yo narrante. La construcción de los retratos exige una distancia que pasa por la creación de personajes ―Marcos, Martín y por fin Miguel Ángel, como forma de desdoblamiento―, por las imágenes en las que el yo se reconoce y por la alteridad, constitutiva de la identidad.
De esta manera, los tres narradores, tan inseguros, tan preocupados por sí mismos, por la identidad, por los límites éticos y la significación de lo que están haciendo, resuelven sus dudas, rellenan el vacío, pintando su propio retrato, lo que recuerda lo que decía Beaujour de la función del retratista: «La experiencia inaugural del autorretrato es la del vacío, de la ausencia a sí mismo […]. Por poco que empiece a escribir, el autorretratista ve esa nada transformarse en plétora» (). Los narradores, alter ego de Miguel Ángel Hernández, al hacerse retratistas de sí mismos, logran asumir ―con cierto humor― sus fallos y la escritura se hace «hospitalaria», reúne las «partes errantes» del ser (), haciendo de las tres novelas, novelas en las que el yo traza una y otra vez su propio retrato.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Abellán, T (2014): PastRemains. Catálogo de la exposición (Murcia, diciembre 2014 enero 2015). Comunidad autónoma Región de Murcia: LAB. En línea:https://tatianaabellan.com/wpcontent/uploads/2019/08/catalogo-past-remains.pdf (última consulta 31/3/2022).
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Abellán, T. (2016): Fuisteis yo, memoria líquida. Catálogo de la exposición (Murcia), En línea: https://tatianaabellan.com/wp-content/uploads/2019/08/catalogo-fuisteisyo.pdf (última consulta 31/3/2022).
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Clemot, F. (2018): “Miguel Ángel Hernández: «Trabajar con la realidad es lo que más me ha costado hacer»”. Quimera 420 (En línea: https://www.revistaquimera.com/miguel-angel-hernandez-trabajar-con-la-realidad-es-lo-que-mas-me-ha-costado-hacer/ (última consulta 31/3/2022).
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Mora, V. L. (2018): “La autonovela de Miguel Ángel Hernández”. Diario de lecturas, 3/7/2018 (en línea: https://vicenteluismora.blogspot.com/2018/07/la-autonovela-de-miguel-angel-hernandez.html (última consulta 31/3/2022).
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Notas
[2] La historia contada gira en torno al mundo del arte y los límites éticos del arte «comprometido» en Intento de escapada; El instante de peligro presenta reflexiones sobre la memoria de las imágenes, las fotografías, las relaciones amorosas; en El dolor de los demás, Miguel Ángel Hernández escribe sobre un crimen que le tocó de cerca en la adolescencia y reflexiona sobre la memoria, sobre sus orígenes y sobre la escritura cuando se apropia de las historias dolorosas de los demás.
[3] Infraleve: lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte (), Cuaderno […] duelo (), Demasiado tarde para volver ().
[4] Presente continuo () ―que se presenta como el making of de El instante de peligro, con entradas inicialmente publicadas en el diario La Opinión y que nos llevan de agosto de 2013 a octubre de 2014, y un epílogo fechado en agosto de 2015―; Diario de Ithaca () con entradas (que coinciden con el 16 de septiembre de 2015 hasta el 19 de mayo de 2016) inicialmente grabadas en formato mp3 y emitidas en el programa de radio Preferiría no hacerlo, dirigido por Sergio del Molino, quien las montaba y les añadía música; Aquí y ahora () es el making of de El dolor de los demás, con entradas divulgadas por la web de la revista Eñe, del 25 de julio de 2016 hasta el 21 de mayo de 2017, con un epílogo que termina en enero de 2019, después de la publicación de El dolor de los demás.
[5] Notemos, sin embargo, que, en todos sus diarios salvo en Diario de Ithaca, Miguel Ángel Hernández recurre a la segunda persona, introduciendo una estructura dialógica que le permite establecer una distancia entre quien escribe y sobre quien escribe, entre enunciación y enunciado. La diferencia es tenue ya que se trata, en realidad, de un «tú autorreflexivo, esto es, un discurso personal travestido de una segunda persona» ().
[6] Algo muy consciente y que formula Miguel Ángel Hernández en su primer diario, el 28 de septiembre de 2014, cuando se aproxima el día de su santo: «A las doce de la noche es tu santo. San Miguel. […] Somos sujetos porque tenemos nombre, estamos “sujetados” a él, sea cual sea. Miguel, Marcos, Martín ―seis letras como los protagonistas de tus novelas―. Nombrar es reconocer. Nombrar tres veces, M., M., M.» (). Sobre la importancia de la onomástica, vid. también: «El nombre es lo que nos hace personas, lo que nos permite ver al otro como un individuo separado y no como una masa. Somos nombre» ().
[7] Está muy presente también en los diarios en los que Miguel Ángel Hernández no intenta valorizar su imagen, lo que resume de la mejor manera Sergio del Molino en el prólogo de Diario de Ithaca: «Miguel Ángel Hernández juega a ser duende de sí mismo. Se boicotea, se caricaturiza, se recrea en el patetismo de la inconveniencia […]. Al retratarse así, Miguel Ángel Hernández estaba cumpliendo uno de los mandamientos más crueles del escritor autobiográfico: evitar la complacencia, pinchar el globo de Narciso. […] Sabe que quienes usan la propia vida como materia literaria son en realidad destructores de sí mismos. Escribir autobiográficamente es, más que una forma de conocimiento, un suicidio pausado» ().
[8] Tatiana Abellán es la artista murciana a partir de la cual se construye el personaje de Anna Morelli, artista ficcional en la novela.
[11] Algo similar ocurre en El instante de peligro con la comparación entre Rick y el personaje-narrador cuando se inicia la escena de sexo entre los dos hombres y Anna: «El cuerpo de Rick era fibroso, delgado, pero tonificado, con los músculos marcados y definidos. A su lado el mío era un cuerpo contrahecho. Fofo, sin formas, un magma de vello y grasa. No pude evitar fijarme en la polla de Rick y advertir que era bastante más grande que la mía. Su erección firme hacía el parangón aún más bochornoso» ().
[12] Sin embargo, el humor sarcástico de la enunciación derrumba la supuesta idealización del cuerpo. El modelo compensa sus pocos dotes con una obsesión por la belleza corporal, presentándose como el doble invertido de Marcos ().
[13] Cuando Mora escribe su ensayo (), Miguel Ángel Hernández no había publicado sus novelas. Sin embargo, aparece citado en el apartado dedicado a las autonovelas cuando Mora se refiere a un cuento de Cuaderno […] duelo. En 2018, después de la salida de El dolor de los demás, Mora dedica a esta novela una reseña precisamente titulada: «La autonovela de Miguel Ángel Hernández», en la que señala que reúne todas las características ().
[14] Algo que se pone de realce si comparamos los dos retratos que tenemos: el de Miguel Ángel que surge cuando el narrador se ve en los archivos de RTVE (vid. fig. 7) y se describe con «el rostro aniñado, los ojos enrojecidos, la perilla incipiente, la piel tersa, el flequillo sobre las gafas de metal»; y el de Nicolás con «su semblante aniñado y su flequillo sobre los ojos» ().