Para María Jesús Lacarra, cara magistra
El mismo año en que Stefan Zweig se suicidó cerca de Río de Janeiro, 1942, Benjamín Jarnés le dedicaba desde el exilio mexicano su único trabajo de índole biográfica sobre una figura contemporánea. Ambos son representantes de la nueva biografía, género en boga durante el periodo de entreguerras del siglo pasado que ante todo considera la biografía como una obra de arte: el primero gozó de un enorme reconocimiento internacional y el segundo cabe considerarlo como el mejor de los españoles. Stefan Zweig, cumbre apagada. Retrato no es la única ocasión en la que Jarnés se ocupa del famoso polígrafo austriaco, pues, por ejemplo, ya en Feria del libro le destinó algunas páginas de tono elogioso, donde se le consideraba un magnífico contador de vidas.
El volumen de 1942 mantiene semejante juicio, solo que con matices de importancia, más que nada en cuanto a la estimación global que merece al autor el género dominado por su personaje, y rodeado de un comentario con cierto detalle acerca de la trayectoria vital y literaria de Zweig. Conviene subrayar desde el primer momento que no estamos ahora ante una biografía al uso, sino más bien ante un ensayo dialogado en torno a un individuo-tema, es decir, un sujeto sobre el que giran las disquisiciones de la conversación entablada. El subtítulo «Retrato» tan solo ayuda en parte a ubicar el tipo de obra que Jarnés propone, pues, aunque en un momento determinado separa esta clase de textos de las biografías, bien próximas a ellos por otro lado, las diferencias no terminan de explicarse satisfactoriamente y, además, en ocasiones la presunta oposición se diluye. En todo caso, las siguientes palabras de Jarnés sobre cómo procede el retratista Zweig se podrían aplicar a su propia incursión en un género perfectamente híbrido:
Otros libros hay en que el personaje ―suele ser único― se sitúa en el centro de una plana, y el autor, muy despacio, va dando lentos paseos alrededor. Grupo escultórico, no friso. Quien viaja es el autor. Los personajes quedan atrapados en un momento de su vida, y este momento da luz a todos los demás. Esto ―en general― es el retrato ().
Stefan Zweig, cumbre apagada posee un lugar excepcional en el currículum jarnesiano no solamente porque en sus otras aproximaciones a lo biográfico siempre se centra en personajes pretéritos, sino porque en pocas de ellas se muestra tan crítico con el sujeto explorado. Buena prueba de la actitud de conjunto que se aprecia en el aragonés es el tratamiento dispensado por el texto a la metáfora que forma parte del título. En efecto, en principio parece que el personaje que representa el punto de vista más cercano al propio Jarnés, el Autor, reconoce que el de El mundo de ayer «era, como usted dice, una cumbre, hoy apagada» (). Se dirige al Doctor, el lector por antonomasia de la obra de Zweig, sobre el que volvemos más tarde; junto a ellos, Thalía es la tercera y última voz del libro. Pero en seguida resulta que la cumbre no es tal, más bien se queda en simple deseo de altura o propiamente en voyeur: «sólo le alcanzó la gloria de atisbar y describir las cumbres, la de contemplarlas en toda su pavorosa magnificencia, para luego descender a los llanos y entenderse con las miserables vidas de los hombres» (); y remacha el mismo Autor, en realidad la voz cantante de toda la plática: «Era Zweig uno de los hombres que viven entre la cima iluminada por divinos relámpagos y el llano lamentable donde pululan bien humanos seres» ().
La obra no es mendaz, aunque sus pasos den comienzo con una curiosa charla sobre la verdad y la mentira que acaba por establecer las virtudes de la primera disfrazada como vía para facilitar la convivencia (); sin embargo, la obra sí es sinuosa. Precisamente el objetivo de este trabajo radica en el análisis de una selección de sus virajes, en él se aspira a seguir una recomendación del Jarnés recién llegado al campo de la biografía: «Una vacilación es siempre más significativa que un acto rectilíneo. Las curvas del carácter son las que debe estudiar el buen biógrafo». En cualquier caso, debe avanzarse que resulta bastante más fácil dibujar un mapa del «tembloroso camino» () que describe Stefan Zweig, que encontrar las raíces que lo expliquen adecuadamente. Al respecto, habrá que quedarse en el terreno de las hipótesis, como tantos biógrafos coetáneos de Jarnés, por ejemplo Antonio Marichalar, como tantas veces el propio Jarnés. Aunque ellos olvidasen con demasiada frecuencia recordar al receptor el momento en que perdían pie respecto de la información más fidedigna.
Desde que se nombra a Stefan Zweig, tras los preliminares aludidos, el texto tiene dos partes, la inicial más condenatoria y la final más apreciativa, si bien valoraciones positivas del escritor judío hay al principio y juicios muy severos después. Asimismo, hay que hacer constar que el discurso posee cierta tensión temporal, como todo relato de una vida, mas únicamente en primera instancia, pues dicha tensión se va a perder pronto, en cuanto Jarnés se encargue de glosar el comportamiento de Zweig en la Guerra Europea.
Jarnés vislumbra a su criatura desde tres hitos de su trayectoria personal: el nacimiento en una familia acomodada, el pacifismo ostentado en la Gran Guerra y el suicidio. En contra de las apariencias, el primer hito arroja un lastre insuperable sobre el literato vienés, tal como lo explica Thalía: «¡Terrible conflicto, elegir así el propio destino, averiguar la verdadera vocación!» (). Y el Autor lo corrobora: «Claro es que los niños, como Zweig, que nacen con la vida ganada ―la vida “económica”― ¿qué van a hacer sino lanzarse a buscar otras vidas que ganar, que enriquecer, de que gozar…?» (). No cae en el determinismo, pero Jarnés aplica sin demasiada ductilidad alguna de las ideas orteguianas sobre la biografía y la vocación expuestas ya en «Pidiendo un Goethe desde dentro» (1932). La composición de lugar que plantea Jarnés, de origen muy humilde, haría que otros hijos de buena familia como el propio José Ortega y Gasset o Juan Ramón Jiménez, por citar otros casos eminentes de la época, tuviesen especial mérito al haber logrado averiguar con tantos impedimentos de salida el verdadero quehacer de su existencia.
La contienda del 14 fue afrontada por Zweig con una postura pacifista que, percibida desde una guerra verdaderamente mundial y con atrocidad multiplicada, a Jarnés le disgustaba, hasta el punto de considerar un cobarde a su encausado. El Autor, ante la pregunta del médico de qué significan pacifismo, humanitarismo y cosmopolitismo, aclara:
Lamentablemente, en plena guerra, poco o nada. Zweig ―sin vocación heroica― de seguro pensó en esos vocablos con gran nobleza, pero él era entonces demasiado joven para que un espíritu burlón dejase de considerarlos como disfraces del temor. Como teatro ().
La ausencia de heroísmo zweigiana es un rasgo de la época muy acusado que contribuye a dar cuenta de otra marca del personaje: su falta de alegría (), como la exhibida por los tiempos mismos, claro. Por otra parte, también podría vincularse con su mencionada extracción social burguesa: «se pasó la vida asegurando —astutamente— su fortuna y su vida» (). El modelo en estas astucias, aclara acto seguido, será Erasmo, solo que Jarnés parece albergar sus reservas sobre la autoridad moral del humanista holandés, a pesar de su cita que antecede al capítulo «Comienza el diálogo» ().
Hasta aquí algunos de los trazos oscuros de Stefan Zweig, cumbre apagada, vamos con algunos claros. O más bien grises claros, porque a menudo los elogios van con una adversativa que los rebaja, como cuando el Autor lo confirma como «excepcional novelista», para acto seguido subrayar que el amor está ausente de sus relatos y que están llenos de «vidas falsas» (). Y es flaco consuelo que buena parte del problema sea una enfermedad característica de los tiempos modernos, por lo tanto, común a muchos otros escritores (). Como se va comprobando y confirmaremos más abajo, para intentar comprender esta historia, el papel del presente coetáneo, un ahora con el que Jarnés se muestra completamente enfrentado, resulta imprescindible ().
En todo caso, aprecio sin tacha hacia el retratado cabe documentar algo después por parte del Autor:
La dedicó [la vida] a aprender el arte de escribir. Se combatan o no algunos de sus juicios, algunos de sus recursos técnicos, este elevado tono de su producción ―prosa con dos alas: la filosófica y la poética―, su desnudez y brío al opinar, ante todo la vehemencia apasionada en la que empapa todo cuanto merece su predilección, creo que pueden ofrecerse como excelentes lecciones de buen narrador, de considerable crítico ().
Aunque a la postre la vertiente recordada y reivindicada de Zweig sea otra, la de retratista, o biógrafo, si se prefiere. Porque al suicida le corresponden las virtudes por excelencia de ese tipo de gente de pluma: la observación y la psicología (). A través de esta pista se llega a un fragmento paradigmático de los claroscuros que prodiga la pintura jarnesiana: «En su última época, prescindió —casi totalmente— de toda labor de “pura creación” y aplicó el resto nada abundante de su espíritu creador a elaborar sus considerables retratos» (). Quien emite la opinión es Thalía, sin duda la más crítica de los tres interlocutores, a causa quizá de su naturaleza femenina y dado el pobre papel que, según Jarnés, tiene la mujer en la literatura de Zweig (). Sea como fuere, la confluencia de «el resto nada abundante» y «considerables» no es en absoluto excepcional, como evidencia otra intervención de la musa: «Es difícil encontrar en poesía un fracasado más ilustre» (), esta observación únicamente supone otra puesta en escena de la construcción adversativa ya señalada con anterioridad, pues consiste en una de las recurrencias del ensayo y, sin duda, en una de las claves de su significado.
Si pasamos de lo estrictamente estético al lugar que ocupa el intelectual en la sociedad, las reticencias continúan; la diferencia estriba en que el vehículo elegido para expresarlas será el silencio, emblema de la máxima ambigüedad, según confirmaremos de inmediato. De momento se ha de considerar que, como enseña el Autor a su alumno médico, para construir una nueva convivencia social engrandeciendo el mundo, un grupo de ciudadanos habrán de fomentar el equilibrio y los ideales. El austriaco es incluido en el grupo, si bien no entre los más activos. «Creo que, en efecto, el artista Zweig, pertenece al núcleo. Falta saber en qué sentido. Engrandecer… Yo diría en este caso, “embellecer”» y el Autor acaba de sugerir el alcance de sus palabras al callar a tiempo: «Es difícil concebir una belleza que empequeñezca su objetivo, o su tema. Pero, se dan casos…» (). Esta obra preñada de incitaciones, orteguiana hasta en eso, construye su apasionante dificultad en lo que dice y en lo que deja de decir, huye de complacientes hagiografías y entra decidida en la polémica; porque no ha de olvidarse que, a la sazón, el exiliado español escribía sobre un muerto leído mundialmente.
El silencio arrojaba sombras antes, pero también expresa respeto. El libro despide a su antihéroe sin la presencia de la floreciente gracia. El Autor interpreta la situación al Doctor: ella «siente una profunda, una reflexiva admiración por el gran escritor, maestro en el arte del retrato […] Ahora, el silencio, la ausencia de Thalía, constituyen un homenaje» (). Al final resuena el tributo al recién fallecido y, no obstante, acaban de expresarse los ataques menos afortunados hacia él. La tercera atalaya biográfica desde la que Jarnés vislumbra a Zweig es el suicidio de este, llevado a cabo en compañía de su segunda esposa. Pues bien, resulta difícil de entender cómo alguien con la extraordinaria inteligencia y la finísima sensibilidad del creador de El convidado de papel declare: «Aun para desaparecer del mundo, tuvo Zweig ―como Kleist― que pedir ayuda. / ―Es usted cruel, autor. / ―Siempre fue cruel la verdad, amigo mío» (). Con qué base se otorga la facultad para pronunciarse sobre la intimidad sellada y terrible de la doble muerte es algo que el texto no explica razonablemente, más aún si se tiene en cuenta que un diálogo real, como Cervantes y su baciyelmo demostraron siglos hace, tan solo existe si las verdades de cada hablante se relativizan.
Ahora bien, este es un diálogo fingido, un simulacro de intercambio de posturas en el que lo que ocurre es que dos personajes, el Autor y Thalía, adoctrinan a un tercero, el Doctor, a fin de hacerle entender los límites de su admirado difunto. Emplean incluso los argumentos más especiosos, como cuando la musa señala de la vida fugitiva de Zweig que en el fondo se debía a que él no hallaba «un centro firme desde donde atender a las vicisitudes económicas de su producción» (), y esto para un judío austriaco de la época podía hasta tener una punta de verdad; pero una verdad tan parcial, con el III Reich de fondo, no valía nada y únicamente podía revelar algo de las muy legítimas preocupaciones dinerarias de Benjamín Jarnés en la dureza del exilio.
Dos instrumentos añadidos sintetizan los giros que describe Stefan Zweig, cumbre apagada en torno al retratado: la teoría sobre el género biográfico y la transformación de la figura del Doctor. En último término, Zweig encarna la biografía. Pero el caso es que, a esas alturas, para Jarnés, esta encierra un valor que adolece de alguna volatilidad. Nos llevaría demasiado lejos explorar aquí lo menudo del pensamiento biográfico del zaragozano expuesto en el libro estudiado, resumen y rectificación de una abundante serie de meditaciones al respecto (); sí se deben reseñar las desconfianzas expresadas hacia un tipo de textos a los que dedicó, también en la práctica, una parte muy amplia de su capacidad literaria. Se trata de una moda que define a todo un tiempo, pues el xx es el siglo de las biografías, «Tal vez resultan demasiadas» (), valora el Autor Eso no debería resultar especialmente conflictivo, salvo porque pronto se advierte que estamos ante un género «inferior» (). Y es que ya se había asentado arriba que el buen biógrafo apenas si supone un creador frustrado ().
No obstante, ni siquiera sobre este particular sus ideas se muestran plenamente unívocas. En principio la maniobra del escritor juzgado parece simple: «se amparó en la historia, en lo ya dado, por no poder apoyarse en la poesía, en la “graciosa” creación, que es precisamente lo contrario. Sus héroes son prestados, aunque él haya sabido hallarles una magnífica “presentación”» (). Pues bien, el mismo personaje, el Autor, no tiene empacho en aseverar unas páginas más adelante: «Zweig es, ante todo, un gran pintor literario. Pintor hasta la magia […] Con una especialidad: la del retrato. Quien busque no poesía sino historia, debe llamar a otra puerta» (). La posesión que se negaba en un momento dado, la de la «poesía», se le devuelve con justicia en un quiebro que denota el largo y hasta cruento debate pasado acerca de la nueva biografía, debate al que no se sustraen ni siquiera los más directamente involucrados y, a veces, partidarios de la transformación del género, por ejemplo, un Benjamín Jarnés (). Acaso el mejor de los españoles. Puede que un poco a su pesar.
Las cuestiones referidas a la biografía arrojan luz bastante sobre el modo de proceder del escritor en este volumen, mas quedan, en definitiva, en crítica literaria bien poco encubierta. El caso del Doctor aporta más interés, porque con una estrategia vagamente cervantina Jarnés es capaz de combatir algunos aspectos de Zweig desde dentro, valiéndose de un pretendido defensor del escritor centroeuropeo, con lo que ello supone de credibilidad añadida para receptores desatentos. En el principio, el Doctor representa el papel de lector fervoroso de . Pero, de acuerdo con los intereses de Jarnés, pronto se llega más allá y el Autor le dice: «ya no acierto a ver en usted ese representante de los buenos lectores de Zweig: me parece ver al mismo Zweig que vino a defender su obra» (). De ahí que la paulatina decepción del Doctor ante los argumentos del Autor y de Thalía, frente a los cuales pondrá bien escasa resistencia, tenga más trascendencia. Con su diálogo falso, Jarnés logra que Zweig cante la palinodia o abjure de algunas de sus supuestas creencias.
Así la «augusta melancolía» que Romain Rolland aprecia en el vienés es comentada primero por el galeno y después por su interlocutor literato: «—Me sabe un poco a inhibición, a… / —Dígalo claramente: ¡a cobardía! / —¡Oh!» (). En seguida llega Thalía y da lugar a esta escena donde se culmina lo que precede. Habla el Autor:
―Acabamos de enterrar una fe. Y, el doctor, además, un goce. Tú conoces el gran entusiasmo que nuestro amigo siente por Stefan Zweig…
―Que sentía… ―interrumpe el doctor, con un aire tan cómico, levemente empañado de tristeza, que Thalía rompe a reír ().
A pesar de las decepciones, el médico sigue manteniendo un cierto aprecio por la obra del suicida, pues el proceso de desencanto fraguado en los capítulos iniciales del libro se interrumpe aproximadamente en el momento en que el Doctor aporta una prueba inventada en contra de su admirado Zweig, sobre cuyas presuntas veleidades voluptuosas se discurre. Entonces llega esta fantasía por cuenta de una criatura que se ha convertido en una suerte de quintacolumnista indeciso: «Porque esa es la única especie de amor [el platónico] que aparece en la pubertad. El sexo en la adolescencia, ¿no está representado por la “curiosidad sexual”, por completo separada de la “curiosidad erótica”?» (). El Doctor termina descubriéndose tan mal profesional en lo suyo como mero amateur de la lectura. En efecto, a punto de terminar el libro, tira piedras contra su propio tejado, o más bien contra el de Zweig, de un modo flagrante. A unas palabras de Thalía en torno a que la biografía de María Estuardo estaba en exceso «interpretada», replica: «Pero ustedes no son lectores simples… Nuestra psicología y avidez, son diferentes» (). Los éxitos del Autor y de la musa se empequeñecen desde dentro y explícitamente, porque, como se sabe desde los viejos libros de caballerías al menos, cuanto más fuerte sea el enemigo, mayor será la victoria. Y el Doctor resulta un contrincante bien flaco o, literalmente, «simple».
Va siendo hora de empezar a sugerir algunas explicaciones. Lo primero que hay que considerar en este homenaje complejo es que en el punto de mira de Benjamín Jarnés está toda una época perfectamente insatisfactoria. Al respecto será muy curioso reflexionar sobre el rol concedido a Zweig en la terrible crisis coetánea. En fin, corrían tiempos «sin alma» (), una edad que el escritor demuestra conocer a fondo: «época de servidumbre a los titanes, a los falsos titanes, fraguados por la propaganda, por todo lo mecánico y audaz de la historia contemporánea» (. Estos líderes, pero no solo ellos, no solo los Hitler o Stalin, tienen a sus pies gentes fanáticas de lo utilitario y, lo que es peor, ignorantes del vacío radical que eso conlleva (). No extraña, pues, la dolorosa situación en que se ve envuelta la cultura del momento ().
Pues bien, Stefan Zweig supone una encarnación de algunos aspectos nefastos de tan enconada circunstancia y, simultáneamente, una víctima que pagará con la vida su desacuerdo con la corriente de los tiempos. El creador de Tres maestros encarna al hombre moderno, el hombre de la sensación, de la voluptuosidad (), quizá de ahí surge su debilidad esencial, pues «padece las grandes preocupaciones actuales, hasta no poder sufrirlas, hasta evadirse ―definitivamente― de ellas» (; ). Solo que también sobre este punto cabe buscar curvas. Con su candidez habitual, el Doctor se interroga: «¿Quién hace hoy caso del corazón en esta época de los puños?» (). Es menester recordar de inmediato que el Zweig de Jarnés es tan enrevesado como la obra que lo constituye, por ende, tiene su lógica que se apropie de algunas marcas del presente, mientras que con relación a otras será tan demodé como el mismísimo Don Quijote. Los puños no le interesan y sí el corazón, según corresponde a un sentimental, pues Jarnés le reconoce ese título junto al de «sensitivo» ().
Y con todo, un alarde de sutileza y tensiones tan barroco como el desplegado en esta ocasión por el novelista de Teoría del zumbel requiere para justificarse de algo más que las afinidades y diferencias con un grupo, aunque sea el multitudinario del ser humano del día. A los dos individuos les separan cuestiones de peso enorme. La más sobresaliente es un asunto de cantidad. Stefan Zweig en el momento de su muerte era uno de los autores más leídos del planeta y Jarnés, legítimo hijo espiritual de Ortega, no está por una literatura de masas. Dirá por boca de Thalía que «el gran épico, el autor genial, no suele satisfacer los afanes del gran público» y en seguida expone las servidumbres de los narradores exitosos: «Suelen contar con el [público] más amplio si el autor se resigna a divagar por lo superficial y lo hipotético, por lo fantástico y lo meramente externo, sin que le importe acertar a ser arquitecto de lo real, de lo severamente imaginado» (). A Zweig no se le reprocha directamente su fama, pero la oposición entre un creador de selección y otro menos elitista gravita inevitablemente sobre un libro que a lo mejor no hubiese existido si el muerto hubiese sido menos vendible que el desdichado retratista de Fouché.
En cambio, sí se le afea con pertinacia su interés por el psicoanálisis. Lo hace la musa más visceralmente: «¿Quién puede dudar que ―falsas o verdaderas― estas teorías “vienesas”, que encandilaron a Zweig, todo lo manchan?» (). Y el Autor, con más razones y eficacia mayor:
―Ocurrió ―¡por fin!― que llegó Freud, que Freud desmontó la ética tradicional y construyó sobre sus escombros una casa de salud por donde muchos hombres y mujeres andaban buscando la libertad perdida. Son los desnudistas del alma […] Zweig se encontró con ellos en el camino y llenó de hojas clínicas esas novelas que hoy circulan por todo el mundo. Desde entonces, ¡qué abundancia de héroes, irresponsables de las mayores aberraciones! ().
A mi ver, Jarnés no deslinda con precisión qué corre por cuenta del neuropatólogo y qué de sus seguidores literatos, más o menos respetuosos con las ideas del maestro. Además, no parece reparar en qué significa el concepto de «sublimación», una de las claves para cualquier consideración sobre ética en lides psicoanalíticas, pues lo que preocupa a las criaturas del aragonés en sus críticas no será tanto el arte en sí, como las implicaciones buenas o malas del comportamiento humano.
Otra, en apariencia, evidente causa de discrepancia es lo que Benjamín Jarnés dice que Stefan Zweig opina de Stendhal, sin discusión uno de los puntales en la educación literaria y sentimental del escritor de Lo rojo y lo azul. Llegados al presente punto, el receptor de esta cumbre apagada, habituado a toda clase de fintas, no puede por menos de cotejar las palabras de uno con las del otro. Para Thalía, Zweig ridiculiza a Stendhal (). Ahora bien, cuando se comprueba en qué consiste su auténtica opinión al respecto, encontramos a una figura humana cargada de debilidades, bien en la línea de lo que los «nuevos biógrafos» realizaban por doquiera a partir de una inasible objetividad; pero al mismo tiempo, y en lo que verdaderamente interesaba al lector Zweig, los elogios no pueden ser mayores: desde llamarlo el «mejor escritor francés» (), hasta: «Sin temor a error, se le puede clasificar como el psicólogo más eminente de todos los tiempos» (), y cualquiera que se haya acercado tan solo a la obra del intelectual vienés sabe de la trascendencia que posee tal valoración. Es decir, en lo que realmente importa, la obra, lo que queda del hombre, no hay ninguna reticencia. El Zweig de Jarnés, en cambio, acumula unas cuantas en lo personal y en lo profesional.
A fin de aportar una posible pista más que, si no justifique, al menos arroje una mínima luz sobre la exposición de tantos reparos en tan poco feliz circunstancia, se han de aportar un par de opiniones relevantes acerca de la relación entre el biógrafo Jarnés y sus sujetos-tema. Víctor Fuentes ya dejó sentado que: «En sus biografías, la persona del autor asoma en el rostro de la persona biografiada; es decir, el escudriño en la intimidad del otro revierte sobre la propia intimidad de la persona del autor, enriqueciéndose mutuamente ambas intimidades» (); y Francisco M. Soguero sugería que el biógrafo «nos vende la clave de su alma con la elección de sus biografiados» (). No es posible presentar una explicación concluyente de por qué escribió Benjamín Jarnés Stefan Zweig, cumbre apagada, si bien no parece descabellado pensar, dado que en 1942 publica otras tres biografías, que pudo haberse negado a realizar la del suicida de haber mantenido insalvables diferencias con él. No lo hace y le sale un libro difícil, en el que los acuerdos y desacuerdos se entremezclan de continuo, para, a la postre, quedar en pie la silueta de un individuo, Zweig, que más que cualquier otra cosa fue biógrafo eminente.
Con todo ello, cabe entender Stefan Zweig como un texto que también nos habla de las relaciones de Jarnés con un género esencial en su trayectoria. Solo que el vínculo del autor con la biografía que se desprende de las andanzas de su personaje no se halla exento de conflictividad, pues no en vano Domingo Ródenas de Moya percibe en el libro la figura del propio autor «como intelectual fatigado» () o Jessica Cáliz Montes utiliza la expresión «veterano desencantado» (). José Manuel del Pino señala que el público de la novelística de vanguardia debe encontrarse alerta a fin de dotar de sentido a un discurso que no aparece como «producto concluido» (). Lo que es bueno para la novela, sirve para la hermana bastarda en que por entonces se ha convertido la biografía. Pocas de las nuevas vidas requieren más que Stefan Zweig, cumbre apagada ese cómplice vigilante, co-autor que interrogue al haz de tensiones que forman el título. Jarnés pudo haber optado por el tipo de homenaje de Thalía, el del silencio, pero la ética del escritor rehúye una concesión tan plena al vacío. Elige la palabra, aunque sea para discrepar a veces, aunque sea para traer a colación un puñado de sus más dolorosas e íntimas dudas. En medio de algunas mentiras, el resultado cristaliza en un ejercicio de autoanálisis de alto riesgo, a pesar de la máscara o gracias a ella.
Notas
[*] Este artículo ha contado con el respaldo del proyecto de investigación I+D de Generación del Conocimiento: «El retrato y su relación con otros géneros literarios (Mundo hispánico siglos xviii-xxi)», ref. PGC2018-093465-B-I00, del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.
[2] «Por la maestría de Zweig, excelente psicólogo, hoy podemos asomarnos al espíritu de estos angustiados poetas. Zweig ha logrado juntar y dominar los mejores resortes de la biografía» ().
[3] Las páginas tras las citas del libro remiten a esta primera edición. En 2010 se publicó por primera vez en España, con introducción de Domingo Ródenas. Al hablar sobre las biografías de Antonio Espina y Benjamín Jarnés en otro estudio, Ródenas advierte de que el discurso comentativo domina sobre el histórico-narrativo ().
[4] . Para Juan Marqués: «Lo cierto es que los reproches que Jarnés […] lanza a Zweig, como escritor y como ciudadano, son mucho más numerosos y sustanciales que las virtudes que encuentra en su vida y en su obra» (). Todo ello es compatible, claro, con la inteligencia y riqueza del libro que ha subrayado Manuel Pulido Mendoza ().
[5] Thalía es musa de la comedia y una de las tres gracias, se trata de un personaje del todo jarnesiano, pero acaso poco oportuno o «decoroso» para abordar una tragedia como la de Zweig.
[6] Cfr. «Una biografía vanguardista exige la conciliación de dos tendencias opuestas: por un lado, la fidelidad a los hechos y a la personalidad que éstos perfilan; por otro, la fidelidad al impulso iconoclasta, a la oblicuidad creadora, por así decirlo, de la vanguardia» (); y también véase la brillante síntesis del maestro Nigel Dennis: «to trace the profile of some notable historical figure, they also made liberal use of their own imagination, inventing their subjects with the same creative privileges normally exercised by a writer of fiction» ().
[7] En dicho trabajo Ortega establece: «Tenemos, queramos o no, que realizar nuestro “personaje”, nuestra vocación, nuestro programa vital, nuestra “entelequia”» (). El ascendiente de Ortega sobre esta faceta del aragonés es todavía mayor, pues le encargó las biografías de la monja sor Patrocinio, Tomás Zumalacárregui, Emilio Castelar y Gustavo Adolfo Bécquer para la colección «Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo xix».
[8] Poco antes se ha dicho que el burgués es «el hombre astuto, es el hombre “seguro” […] Es el hombre arrellanado» (p. 231).
[9] Estamos ante un ejemplo claro de neutralización de la distancia entre retrato y biografía, si tenemos en cuenta que más arriba situaba el retrato como predecesor de la biografía en la trayectoria de Zweig, trayectoria que en su parte final corresponde a los «magnos paisajes biográficos» (p. 132), con las vidas de Joseph Fouché y María Estuardo, entre otras igualmente exitosas.
[10] Lo que sigue en el libro resulta todavía más sorprendente si tenemos en consideración el comentario que Jarnés expone apenas un mes después de estas muertes en el artículo que anuncia el título del volumen aquí analizado: «Zweig: cumbre apagada» (). Más que de Zweig, el texto habla del suicidio en general y de otras cuestiones menores en esa circunstancia, como la reiterada teoría jarnesiana sobre la contemplación (). El austriaco es presentado como un «sagaz topógrafo» (), experto en momentos estelares de la Historia. En cuanto a su muerte, no parece haber llegado a las conclusiones expuestas en el libro, sino, y he aquí una curva o vacilación espectacular, casi a las opuestas: «Suicidios por exaltación y por depresión. Los primeros abundan en tiempo de guerra: suelen ser los héroes de una u otra calidad. Los segundos se producen en tiempo de paz. En esos tiempos de paz exterior que intensifica las menudas luchas interiores. Y éstos no suelen ser gloriosos héroes, sino lamentables desertores, fugitivos. Entre los primeros, creemos encontrar el de Zweig» (). En todo caso, el final deja en pie un interrogante: «Zweig tenía aún mucho que decirnos. ¿Por qué se marchó?» (). Al tratar ese mismo año de otro suicida como el poeta romántico mexicano Manuel Acuña, prosigue dando forma a su perplejidad: «Sólo se suicidan quienes han esperado demasiado de la vida, quienes piensan demasiado en la vida: este es el caso de Manuel Acuña, como lo fue de Stefan Zweig, de muchos otros. Pero la vida no se comprometió a dar mucho» ().
[11] Esta reacción de Jarnés contrasta con la de otro escritor coetáneo, Jorge Guillén, quien en carta a Salinas de 28 de febrero de 1942, cinco días después del doble suicidio, le decía: «¡Si en este año se mantuviera la mínima tranquilidad! Pero la siento bien amenazada. Y yo resisto ―hasta cierto límite. Pienso en el caso opuesto: en ese desventurado Zweig. ¡Horrible historia! Para llegar a ese desenlace, el sufrimiento debió ser tremendo. Pero lo que despierta en mí más piedad ―al mismo tiempo que admiración― es que una vida humana se consuma íntegramente dentro de la Historia» ().
[12] En el artículo coetáneo «La flor azul», Jarnés habla de «la turbia corriente biográfica» (). Es difícil no relacionar semejante juicio con otro expresado unos diez años atrás en Fauna contemporánea (1933), pero no sobre la biografía, sino sobre la biografía novelada, de la que se dice: «Género turbio» (; ). Zweig se opuso también a ese sintagma biografía novelada, como bien apunta .
[13] Estamos ante un diálogo circunstancial, retórico, donde los personajes opinan según las circunstancias de cada uno ().
[14] Sobre la dimensión de homenaje al genio austriaco que comporta Stefan Zweig, cumbre apagada, ha de verse el artículo de . Ahora vale la pena traer a colación estas palabras de Francisco Ynduráin: «La biografía en Jarnés es un ensayo de interpretación del hombre en situaciones conflictivas y aun extremas», citadas por . Ródenas plantea la cuestión en estos términos: «No era de Zweig de quien quería escribir, o no sólo ni exactamente, sino de Zweig como eximio representante de una época y una fe en la cultura que habían sido brutalmente canceladas, como modelo del creador absorto en su tabuco mental, aislado del estruendo de la calle y del poder ascendente de las masas» ().
[15] Pero esa arquitectura no tiene por qué llevarse mal con el mercado, como el propio Jarnés reconoce tácitamente algo antes: «Desde estas fechas [años 30], comienza la etapa en la que él [Zweig] abre paso a la historia, a los tiempos idos. Pierde vigor, o se desvanece, la fantasía. Pero su imaginación es más firme. Es decir, su faena de arquitecto. Es la etapa de los magnos paisajes biográficos» (p. 132).
[16] Sí con pasajes como el ya citado: «un centro firme desde donde atender a las vicisitudes económicas de su producción» (p. 236), al parecer lo que supuestamente buscaba Zweig con sus huidas.
[17] Thalía se explica algo más luego: «Freud ha asesinado el amor, después de destruir su poesía. Como ha destruido su dramatismo, eliminando su ética» (p. 92).
[18] Vale la pena comparar este rechazo del psicoanálisis, no con la postura de unos fans declarados y algo tergiversadores como los surrealistas, sino, por ejemplo, con la expuesta apenas unos años antes por un Ángel Valbuena Prat, lectura mucho más comprensiva, en su magnífica Historia de la literatura española. Valbuena nombra las teorías psicoanalistas en su explicación de las imágenes eróticas de los místicos y concluye: «el psicoanálisis y el concepto tradicional de los católicos no son tan irreconciliables como a primera vista pudiera parecer» ().
[19] Y podrían añadirse abundantes referencias en este sentido, como: «la intuición de Stendhal adivinó al hombre moderno. / Todos, hoy, somos personajes de Stendhal»; o «nadie de su generación […] es tan contemporáneo ante nosotros en espíritu y en sentimiento» ().
[20] Ródenas considera que Jarnés «utiliza al doctor, a Stefan Zweig y a Thalía para ponerse a sí mismo en la mesa de disección» () y nuestro estudio respalda el juicio del gran jarnesista. Al cabo estaríamos ante otra «metabiografía» del autor, concepto que aplica con solvencia Macarena Jiménez Naranjo a Sor Patrocinio ().