I. EL MAR Y LA CULTURA DE LA MUERTE
Pese a la evolución tecnológica, que ha permitido mejoras en la productividad y seguridad, el mar todavía se perpetúa como sinónimo de escasez y peligrosidad para quienes lo tienen por fuente de recursos. Factores que superan la voluntad humana, como la meteorología o el azar, complican las faenas de aquellos que diariamente se adentran en este medio. Aunque las referencias históricas lo caracterizan dualmente, como mar de abundancia y mar de amargura (), la segunda visión se impone en la cristalización de su idiosincrasia y en la revelación de un temperamento que llega a rebasar su propia cultura para alcanzar un sinfín de relatos y creaciones artísticas. Realidad y ficción se entremezclan en la narrativa de las vivencias de pescadores y navegantes, recogidas en El piloto (1823) de James Fenimore Cooper, En la mar (1883) de Guy de Maupassant, Una mala travesía (1929) de Francis Scott Fitzgerald y en otros ejemplos de la literatura universal (). Por su parte, otros tantos relatos inspirados en historias reales beben de las abundantes referencias vertidas en prensa, a las que dibujantes y pintores han acudido para imaginar obras como La balsa de la Medusa (1818).
También en nuestra literatura hay argumentos concebidos desde la tragedia del naufragio, como la que escribe Emilia Pardo Bazán en El vino del mar (1900), y narrativas del Cantábrico como marco de grises metáforas, en donde Pío Baroja sitúa su Grito en el mar (1900), un cuento incluido en las Fantasías vascas. Otras crónicas del mar como lugar calamitoso nos llevan a su caracterización como escenario de batallas, algo que advertimos en la novela Trafalgar (1873) de Benito Pérez Galdós o en la pintura La batalla de Trafalgar (1870) de Rafael Monleón (1843-1900), que se alinean para evocar fatídicos acontecimientos. Llegados aquí nos interesa la figura de Rafael Monleón, un artista que desde su juventud supo compaginar su labor como pintor del género con la de piloto náutico (), legándonos visiones de la mar y el naufragio como Naufragio en la costa de Asturias (1875). Tirando de este hilo hallamos una larga lista de obras en la que nos podríamos encontrar con el Barco naufragado (1883) de Carlos de Haes o los Náufragos (1896) de Joaquín Bárbara y Balza, aunque el cuadro del belga llama nuestra atención como muestra de los barcos encallados que tanto pintó durante el período en el que se vio apartado de su entorno familiar () -tal es así que Barco naufragado podría ser un buen ejemplo del naufragio como recurso simbólico y metáfora visual de la deriva personal-.
No obstante, la relación establecida entre el mar y la producción de objetos artísticos y artesanos supera las culturas literaria y plástica para alcanzar una amplia variedad de formas y orígenes. En el litoral asturiano hallamos toda una serie de expresiones que van más allá del marinismo pictórico, pasando por las vistas costeras y el paisajismo fotográfico, hasta llegar a variadas manifestaciones de expresión culta y popular, desde la producción litográfica para conservas hasta los exvotos (). Como más adelante veremos, nos interesan las representaciones visuales y los exvotos que, directa o indirectamente, testimonian el calado de la muerte en el día a día de estas comunidades. Como en otras culturas marineras cantábricas (, ), estos exvotos se traducen en un amplio conjunto de objetos ofrecidos y depositados en los santuarios de la geografía costera mediante prácticas que pueden ser fechadas, con seguridad, desde el siglo XVII.
En ocasiones efímeros, otras más duraderos, estos objetos van desde el dinero y las joyas hasta las maquetas de embarcaciones y velas, pasando por los cuadros votivos y las figuras de cera. Pero en estos discursos ofertorio-profilácticos los santuarios y sus entornos también ejercían un destacado papel como paisajes antropológicos y culturales. Además de contener los exvotos y ser escenario de sus rituales, estas construcciones eran hitos topográficos que servían de guía en la navegación a lo largo de la línea de costa. Muchas de estas capillas eran construidas por los marineros de la zona con la doble intención de crear un espacio que hiciera las veces de lugar de culto y de herramienta de señalización, sirviendo para contener los fuegos encargados de la demarcación nocturna (). Foco de procesiones, promesas y ofrendas, estas construcciones y las obras que las retratan se enraízan en la cultura de la muerte y del desastre, que tan profundamente ha golpeado estas comunidades, víctimas de galernas y tormentas, del abordaje y la piratería, pero también de los incendios y las explosiones que sufrían las embarcaciones.
Precisamente, en este ambiente aparecen los gremios y las cofradías de socorro, asociaciones mutualistas y asistenciales cuya función era amortiguar la peligrosidad a la que, históricamente, se había subordinado la actividad pesquera. Sin embargo, la incertidumbre ante la escasez también dio lugar a fórmulas que, aunque pretendían cierta estabilidad, acabaron provocando una brecha en los gastos y beneficios percibidos por el empresario y los trabajadores de la mar. Bajo el nombre de sistema a la parte, comúnmente conocido como ir a la parte, queda establecido el principio de remuneración del pescador, cuyos ingresos económicos dependen del rendimiento de la actividad pesquera frente a variables como el principio del esfuerzo productivo o el tiempo empleado (Sánchez Fernández y ). Aunque todas estas prácticas y costumbres muestran matices en cada región y localidad, se puede decir que los factores tecnológico-adaptativos son fundamentales para entender el mundo marítimo-pesquero ( y ), así como sus comportamientos, creencias y rituales quedan expresados mediante una serie de características que, aún con estas distinciones, permiten identificarlos como tales ().
Siguiendo lo dicho, la piedad experimentada en estas comunidades marcó todo un modo de proceder, amplificando, como vemos en el Bodegón del fanal (1930) de Piñole, la práctica devocional al espacio doméstico. Si la virgen y el diorama del barco embotellado nos hacen pensar en la escena como un bodegón devocional, el título del cuadro, relacionado con el cristal que protege la embarcación, remata esta significación para recordarnos aquellos fanales o grandes faroles que se disponían en el coronamiento de popa de los barcos. Su localización respondía a su naturaleza como distintivo de la dignidad del mando, pero también a su valor como señal que permitía reconocer la presencia de un buque en la noche, de un modo análogo a las luces de los faros () (fig. 1).
II. ICONOGRAFÍAS DEL PADECER
DESPEDIDAS Y ESPERAS
Los lazos de solidaridad también se trasladan a la estructura relacional de las mujeres en tierra firme, fuertemente afectadas por la carestía y soledad provocadas por la marcha de los hombres. En este sentido, son numerosas las fuentes documentales que nos permiten reconstruir su modus vivendi , incluyendo sus trabajos, si bien la historiografía tradicional ha tendido a olvidar aquellas realidades en las que, ya fuera del ámbito doméstico, estas mujeres también se movían (). Conocemos su desempeño como pescadoras y recolectoras, distribuidoras y vendedoras de las capturas, trabajadoras de la industria conservera e, inclusive, como estibadoras (, ). De igual forma, participan en la elaboración y reparación de redes y aparejos para la pesca, y se sabe de sus labores en las asociaciones mutualistas, generalmente confeccionando ropajes y adornos con ocasión de las festividades. No obstante, en este contexto reparamos en las intervenciones puntuales en favor de algún marido enfermo o hijo a su cargo, así como en el ejercicio de funciones como pueda ser la de tesorera.
Ya en el espacio doméstico, estas mujeres cuidaban de la unidad familiar y del terruño casero, ejerciendo las actividades de los hombres, además de las suyas propias. Ante esta multiplicación de trabajos y obligaciones, las despedidas y las esperas quizás resulten inesperadas por la pasividad que se presencia en ellas. Como cualquier otro cliché del imaginario, estas escenas nacen de una realidad que es tomada como motivo de representación, ya haya sido por su potencial expresivo, su representatividad simbólica o como metáfora de la espera como esperanza. Lo que queda claro es la personificación de emociones en los distintos personajes femeninos que, generalmente acompañados de niños, protagonizan obras como La espera (ca. 1945) de Mariano Moré o La espera (1996) y La despedida (1977) de Magín Berenguer, en donde la manipulación formal de la escenografía y la épica visual de aquellos personajes que buscan un rostro querido de vuelta se explotan al unísono (fig. 2).
NAUFRAGIOS
Los marineros podían perecer en naufragios bastante frecuentes y, a menudo, inevitables, dando lugar a la repetición de un fenómeno que, a su vez, favorece la consolidación de un género cultivado con distintas intenciones y por diversas corrientes artísticas. Sabemos de la atracción ejercida por el naufragio sobre los artistas románticos como alegoría de la desesperación y el abismo (), aunque también interesó a otros cuya producción orbita entre el realismo y el costumbrismo, en buena medida por el sufrimiento de quienes, a pesar de todo, no tienen más remedio que faenar. Sin embargo, la representación de la muerte supera la temática del naufragio, ya que la podemos encontrar en otras obras que hacen del mar escenario de fallecimientos prematuros. Ejemplo de ello es Pobre hijo mío (1885) de Juan Martínez Abades, una composición de corte intimista y sentimental en la que padre e hijo quedan retratados a gran escala mediante la iconografía de la piedad mariana. Si bien no es una obra relevante en su trayectoria, nos interesa como muestra de estas desgracias y escena de la pérdida del hijo, algo tristemente cotidiano y de lo que también informa la prensa. En este sentido, conservamos múltiples documentos, si bien traeremos a la memoria la fotografía del superviviente de “Joven República”, reproducida en Mundo Gráfico (fig. 3).
Otros cuadros muestran escenas de figuración coral sobre trágicos desenlaces, como Boceto social (s. f.) de Ángel García Carrió, una estampa que denuncia la crudeza de estas condiciones de vida. De tintes teatrales, La galerna (1926) de Nicolás Soria ofrece una imagen ambivalente, plasmando toda una serie de reacciones y sentimientos en aquellos personajes que han corrido distinta suerte. Algunos se han salvado del naufragio, mientras que otros, los muertos, son llevados a una orilla en la que sus familiares viven lo sucedido con angustia. En todo caso, alegría, tristeza o desesperación quedan formuladas mediante un paroxismo que contrasta con la pena silente del sepelio de Boceto social (fig. 4).
Otras obras ponen el acento en el protagonismo del elemento meteorológico y la representación paisajística, como Naufragio (ca. 1940) de Evaristo Valle, relegando la angustiosa tragedia humana a un discreto segundo plano.
También hay escenas que invitan a asomarse a los finales que están por resolver, caso de ¡Todo a babor! (1897) de Ventura Álvarez Sala y la embarcación que parece ser salvada por el diestro capitán que, evitando un violento golpe de mar, sujeta con fuerza el compás. Aunque las condiciones meteorológicas son las causantes de este trago, la embarcación elegida por Álvarez Sala nos sirve como excusa para recordar los tiempos del vapor y los accidentes que esta revolución trajo consigo. Fue a inicios del siglo XX cuando las embarcaciones de remo y vela empezaron a compartir espacio con los conocidos “vapores” en los puertos asturianos, unos transportes más seguros frente a las inclemencias que, sin embargo, se convertían en verdaderas bombas cuando sus calderas reventaban por el recalentamiento del agua y las deficientes limpiezas () (fig. 5).
ADMINISTRACIÓN SACRAMENTAL Y FALLECIMIENTOS EN LA MAR
Son numerosas las tradiciones que, en distintas culturas y siglos, insisten en la codificación simbólica del mar y la embarcación como signos de vida y muerte, como receptáculo y vehículo para los viajes y como expresión de los estadios de carácter transitorio. Con una intención geográfica, artística y espiritual, estos elementos dinámicos conectan dos mundos como nexos del cambio constante e inesperado. Del mismo modo, abundan los estudios sobre los peligros que, relacionados con la muerte y el olvido, se desarrollan en el mar, ya sean estos obstáculos reales () o metafóricos (). Por ello, tampoco es de extrañar las habituales asociaciones entre nave y virgen en la tradición religiosa o en el lenguaje iconográfico que insiste en este tipo de alegoría mariana (), así como las numerosas encomendaciones a toda clase de protecciones de los vivos y de, quienes pidiendo por su último viaje, estaban por morir.
Debido a los accidentes en la navegación de cabotaje la muerte ha quedado frecuentemente representada en tierra firme o en las cercanías de la línea de costa. Sin embargo, obras como El viático a bordo (1890) y El entierro del piloto (1892) de Juan Martínez Abades nos hablan de la gestación de este tipo de tragedias en alta mar. Concretamente El viático a bordo nos traslada al momento previo en el que un moribundo va a recibir el sacramento eucarístico, siendo, no obstante, el mar escenario, que no causa, de la llegada de la muerte. Aquí se recoge la idea del viaje casi a modo de reverberación, ya sea en la imagen, ya en la propia voz de “viático”. De esta última nos dice el diccionario que puede ser el “sacramento de la eucaristía que se administra a los enfermos que están en peligro de muerte”, pero también la “prevención, en especie o en dinero, de lo necesario para el sustento de quien hace un viaje”, terminando por caracterizarse, simbólicamente, esta doble dimensión del tránsito, geográfico y espiritual, mediante el rito de paso que representa el rito religioso-funerario.
Esta dimensión fue percibida por la crítica y el público del momento, quienes identificaron la obra como un cuadro de costumbres, una visión que se mantuvo a lo largo del tiempo:
El viático a bordo participa de las características de la marina y del sabor del cuadro de costumbres. Aún más, hay en esta composición la pintura de retratos. Los enjutos “lobos de mar” que, con los cirios en mano, ocupan las “dornas” –a esos botes que pinta Martínez Abades se les llaman así en la costa Noroeste de España–, son otros tantos retratos con que el pintor ha querido acumular ambiente para su obra (…). Hay en este cuadro, como en otro de Abades –El entierro del piloto– una conmovedora unción. El autor ha querido reflejar en su obra presente un remanso triste, pero apacible, de la azarosa y penosísima vida de las gentes de mar (Diario ABC, 4-III-1923, 3).
Continúa la reseña ofreciendo información de utilidad sobre diversos aspectos:
El sacerdote que sube a bordo del Ángeles, llevando el pan espiritual al marinero moribundo, es el sagrado emisario que el cielo envía al navegante en tantas ocasiones, a través de un existir rudo y arriesgado, imploró a Dios auxilio y defensa… Llega la última hora de esa vida que se apaga, que se extingue. El pintor ha puesto en este cuadro la religiosidad, la piedad acendrada, devotísimas de los buenos marineros ejemplos de cristianos buenos (Diario ABC, 4-III-1923, 3).
Tras El viático a bordo Martínez Abades lleva a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1892 El entierro del piloto, cuadro que termina por consolidar su reputación como pintor de paisaje y marinas y al que, más tarde, se suma Triste hallazgo (1897), una obra que completa esta trilogía entre el género del paisaje, la pintura de costumbres y la temática social (). No obstante, El entierro del piloto refleja el desenlace fatal del proceso ya iniciado en El viático a bordo, siendo el marinero que aguardaba en el buque sustituido por el piloto ya fallecido, cuyo cuerpo está en el féretro que es transportado hasta el muelle de ribera. Aquí esperan otras figuras portadoras de cirios encendidos, como ya hicieran entonces los “lobos de mar” de la obra anterior, mientras esperan el cadáver (fig. 6).
De todos modos, la administración sacramental no solo le era concedida a las personas. En sintonía con cualquier protección favorable ante la amenaza del mar también sabemos de la bendición y el bautismo de las embarcaciones, acontecimientos que solían acompañarse de toda una serie de gestos entre lo sagrado y lo profano, como colgar amuletos y rociar con vino el barco para ahuyentar los malos espíritus, dando lugar a la gestación de celebraciones muy parecidas en distintas culturas marítimas. Durante el bautismo recibía la embarcación alguna denominación simbólica y profiláctica, a veces un nombre tradicionalmente religioso, otras uno relacionado con la buenaventura o, también, el de algún miembro de la familia del patrón. Asimismo, las fuentes documentales nos dicen que el rito del bautismo se acompañaba de otras acciones que terminaban por configurar la idiosincrasia de la nave, también dotada de personalidad jurídica y documentos de identidad (, ).
III. ICONOGRAFÍAS DEL AGRADECIMIENTO
PROCESIONES
Las manifestaciones de fervor podían responder a la salvación de una catástrofe, ser plegarias para los que se iban a faenar o tratarse de prácticas integradas en la cotidianidad de estas culturas (). Adoptando diversos modos, estas expresiones han quedado articuladas en los peregrinajes y las procesiones de imágenes y reliquias de vírgenes y santos protagonistas de las leyendas que salpican las historias locales. De forma insistente, las vírgenes de devoción marinera recibían advocaciones vinculadas a la solicitud de asistencia, caso de la Virgen del Socorro y la Virgen del Naufragio. Además, los gastos de la veneración de imágenes y su procesión solían ser costeados por los gremios de mareantes y los consistorios municipales de cada zona. Conocemos tradiciones como la del Santo Cristo del Humilladero en Cudillero, una figura visitada por los pescadores locales tras salir ilesos de algún peligro. Situada en la gijonesa capilla del barrio de Cimadevilla, la Virgen de la Soledad era depositaria de numerosas plegarias en momentos de auténtico trance. Gracias a la protección ofrecida durante la galerna de febrero de 1776, el Cristo del Socorro era milagroso y muy venerado en Luanco, circunstancia por la que, más adelante, es objeto de la ofrenda de Los náufragos (1924) de Luis Menéndez Pidal. En esta localidad también tenía lugar la procesión del Encuentro, una importante celebración de la Semana Santa para las villas de Candás y Luanco, que, además, contaba con una gran participación popular. El acto más relevante de esta procesión se conocía como “La Venia”, una ceremonia que, según nos dice Javier Rodríguez Muñoz, alcanzaba el momento más esperado cuando el marinero abanderado ondeaba tres veces el pendón a ras de suelo. Este ritual, necesitado de fuerza y pericia, era síntoma de buen año para la pesca siempre que el marinero lograra evitar la arena (). Asimismo, conservamos ricas descripciones históricas de esta celebración:
También en la villa es notoria y concurrida la llamada fiesta de «La Venia» en el alegre día de Pascua de Resurrección. En la noche anterior, triste y conmovedora la imagen de la Soledad es llevada en fastuosa procesión desde la Iglesia parroquial á la capilla de la Concepción; al siguiente día sale la imagen triunfante de Jesús Resucitado en nueva procesión hasta la playa de ribera, á donde es conducida así mismo la Virgen madre desolada, precedida de un apuesto marinero, portador de un pendón de triunfo, que coloca entre las dos imágenes (…). En la playa, en las casas y en las rocas la devota multitud espera anhelante el momento de alegría, cuando el heraldo popular precediendo á la Divina Madre, avanza hacia Jesús y por tres veces y en tres pasos se arrodilla ante el Mártir del Calvario, blandiendo é inclinando la bandera hasta el instante en el que un sacerdote quita el negro manto á la Virgen María, que aparece venturosa ante su Divino Hijo, mientras que una mujer del pueblo pone sobre la cabeza de la Madre de Dios corona de bellísimas flores ().
Testimonios fotográficos como Procesión de la Venia en la playa de La Ribera de Luanco (ha. 1915) de Eduardo Bosquets, Procesión de la Virgen por Tazones (ha. 1925) de José María Mendoza Ussía y Ribadesella. Procesión en el mar de Santa Marina (ha. 1892-1930) de Aurelio de Colmenares y Orgaz, conde de Polentinos, acreditan el festejo de estos rituales devocionales. No obstante, son las fotografías de Bosquets y el Conde de Polentinos las más interesantes por la información aportada, ya que muestran algunos de los actos procesionales desarrollados en el medio marítimo. Fruto de la celebración descrita, Procesión de la Venia en la playa de La Ribera de Luanco de Eduardo Bosquets traduce el preciso instante en el que el pendón es ondeado en la orilla (fig. 7), mientras Ribadesella. Procesión en el mar de Santa Marina del Conde de Polentinos retrata la procesión de la Virgen de la Guía en una embarcación sobre las aguas. Patrona de los marineros, esta Virgen ha sido popularmente venerada en las fiestas que se celebran durante el mes de julio por iniciativa de las cofradías de pescadores (fig. 8).
Aunque conocemos su culto en los concejos litorales de Gijón y Llanes, esta advocación mariana cuenta con una marcada difusión por toda la geografía española, ya sea costera o interior, como protectora y conductora de viajeros. Si bien también ampara a los que transitan las vías terrestres, sabemos que pescadores, navegantes y emigrantes se acogían muy especialmente a ella. Además, en localidades como Llanes eran frecuentes las ceremonias en su honor para propiciar buenas condiciones climatológicas que protegieran a los que viajaban por mar y ultramar (). Igualmente, la procesión como temática aparece representada en diversas obras pictóricas, como en Procesión de Campo Valdés (1922) de Nicanor Piñole y Procesión de San Pedro (1960) de Marola, aunque éstas revisten un menor interés como documentos gráficos para la comprensión de estas tradiciones y sus rituales.
Pertinentemente, se aprovechan los comentarios aquí vertidos como muestra de aquel fenómeno que refleja diferencias entre la aproximación fotográfica y pictórica a las distintas temáticas de su interés. A tal efecto, sirvan de ejemplo las fotografías y pinturas mencionadas en este apartado procesional como paradigmas de aquella tendencia en la que las obras pictóricas insisten en los temas y las escenas más reconocibles para un público general, mientras que las fotografías optan por recrearse en un imaginario más específico, de marcado sabor folclorista y con voluntad más documental ().
PROMESAS Y OFRENDAS
Marineros y pescadores invocaban la intercesión divina ante el peligro de zozobra, siendo especialmente populares el Santo Cristo del Humilladero y la Virgen de la Soledad en los momentos de mayor dificultad. Tal era la frecuencia y la gravedad de estos siniestros que las embarcaciones solían contar con una vela llamada unción, que era izada por la tripulación cuando el destino era fatal. La falta de medios técnicos en la previsión meteorológica, la ausencia de mecanismos para la solicitud de asistencia y la presencia de unas embarcaciones casi de juguete, de las que vienen expresiones como “barco sin cubierta, sepultura abierta”, dibujan un panorama desolador que dibuja el mar como entorno traicionero e inseguro. Habrá que esperar a finales del siglo XIX para encontrar las primeras disposiciones que, emanadas de las Comandancias de Marina, rijan algún tipo de normativa en el desempeño de la actividad pesquera y la construcción de las embarcaciones (). Desafortunadamente, estas disposiciones fueron una contestación a los quinientos fallecimientos que el temporal del 2 de abril de 1878 dejó a su paso por el Cantábrico, catástrofe que, vista con preocupación por las gentes y fuentes de la época, fue una auténtica llamada de atención sobre la necesidad de legislar para evitar futuras desgracias.
Librarse de la muerte era un milagro que había de agradecerse al llegar a tierra, cumpliendo con la promesa realizada y peregrinando al santuario correspondiente para ofrecer algún objeto como señal por la ayuda recibida, quedando estas prácticas recogidas en obras como La promesa, después del temporal, Asturias (1903) de Ventura Álvarez Sala y Los náufragos (1935) de Luis Menéndez Pidal. En medio del paisaje que rodea la capilla de Nuestra Señora de la Providencia de Gijón nos ofrece La promesa una buena dosis de realismo en el detalle de los personajes, que, identificables en género, edad y parentesco, nos recuerdan la fuerte implicación de toda la comunidad en esta acción de gracias. Caracterizados por su condición, reconocemos prendas típicamente marineras, como el sueste que viste el hombre del remo, un elemento que solía ser ofrecido como expresión de entrega y gratitud. Por su parte, la simbología del remo como exvoto queda representada por su papel como herramienta fundamental en la vida económica del Cantábrico y no solo como atributo característico de la embarcación. Además, el remo llegaba a disponerse en el espacio doméstico, a donde era llevado por los marineros tras la faena, siendo colgado pala arriba en el hogar para invocar la buenaventura (fig. 9).
Contrastan con el paisaje exterior de La promesa otras escenas ambientadas en el interior de estos espacios sagrados, como El Cristo de Candás (1927) de Nicanor Piñole, localizado en la Iglesia de San Félix (fig. 10). De un modo similar al de otras imágenes, dice una leyenda que este Cristo fue encontrado en el siglo XVI por unos pescadores candasinos que cazaban ballenas en las costas irlandesas, donde le vieron flotar, trayéndolo consigo para más tarde incorporarlo a la construcción de un retablo (). Otras fuentes amplían la información sobre la imagen, supuestamente arrojada al mar junto a otras por los piratas ingleses (), terminando por codificar una santidad de probada legitimidad salvadora (). Asimismo, advertimos al Cristo de Candás en otros cuadros como La promesa (1928) de Antonio Rodríguez (Antón), una obra de juventud en la que el artista reinterpreta La promesa de Álvarez Sala ya en el paisaje de su villa natal y mediante la representación iconográfica propia del Cristo de Candás, dos motivos que le eran de sobra familiares. Fueron sus conocimientos sobre esta imagen sagrada los que le valieron la intervención en la reconstrucción del retablo local tras los desperfectos de la Guerra Civil.
Cerrando este apartado de promesas y ofrendas se encuentra Los náufragos (1935) de Luis Menéndez Pidal, una pintura devocional que en la capilla del Cristo del Socorro vuelve a hacer del remo el atributo protagonista. Como ocurría en La promesa de Álvarez Salas, la peregrinación marinera quiere ofrecer un exvoto a la divinidad intercesora, aunque Menéndez Pidal recoge el momento último de este ritual ofertorio. Con una trayectoria y devoción parecidas a la del Santísimo Cristo de Candás, la tradición oral apunta que el Cristo del Socorro fue hallado en alta mar por unos pescadores y en una fecha muy similar. Sin embargo, aquí la leyenda es superada por el milagro que esta imagen obra durante la gran galerna del 5 de febrero de 1776, cuando los luanquinos sacan este Cristo en procesión para pedir por la vuelta de los pescadores. Como en otros relatos legendarios, caso de la Virgen de la Barca de Navia, la historia termina felizmente con la llegada de los marineros, traduciéndose en un especial afecto hacia esta figura. No obstante, Los náufragos nos resulta especialmente interesante por la identificación de las ofrendas al desarrollarse la escena en el interior de la capilla (fig. 11).
Por un lado, los marineros ofrecen el remo y el timón del camarín, exvotos comunes de los pescadores más desfavorecidos, que carecían tanto de medios para encargar la elaboración del exvoto a algún artesano local como de la técnica y los conocimientos necesarios para confeccionarlo. Por otro, la localización del espectador en la cabecera de la capilla permite observar el rico inventario oferente, con reconstrucciones de barcos en miniatura y pinturas votivas de pequeño tamaño. Aunque sabemos que cualquier objeto relacionado con la mar podía ser ofrecido, caso de las guindolas con los nombres de los barcos, partes de la embarcación como fanales, campanas y remos, y aparejos empleados para la pesca, las maquetas y los cuadros aparecen constantemente. La naturaleza más bien modesta y homogénea de los exvotos ofrecidos por los marineros queda contrarrestada con la imagen de la capilla, en la que se rastrea aquella tendencia que comienza entre finales del siglo XVIII y principios del XIX para hablarnos de las mejoras técnicas de las que estas piezas son objeto. Es entonces cuando los cuadros votivos empiezan a presentar una ejecución pictórica más refinada, simplificándose sus composiciones, los textos grabados se reducen y las maquetas de los barcos responden a ejecuciones más realistas y precisas.
Sobre las motivaciones de estos ofrecimientos se puede decir que los exvotos han sido tradicionalmente clasificados en tres categorías o tipos según su naturaleza gratulatoria, propiciatoria y supererogativa. Así, se pueden considerar exvotos gratulatorios aquellos ofrecidos tras el auxilio y la salvación en la mar en cumplimiento de la promesa realizada. Los exvotos propiciatorios son los que se depositan buscando el favor de protección antes de realizar una travesía que puede ser problemática. Y los exvotos supererogativos los que se entregan como acto de gratitud por la ayuda que el oferente considera haber recibido durante un periodo de tiempo, caso de aquellos marineros que, tras una vida de exposición al peligro, siguen sanos y salvos (). Sin embargo, investigaciones más recientes apuntan hacia otras categorías que vendrían a enriquecer esta clasificación histórica, como los exvotos recordatorios, pensados para propiciar las oraciones y jaculatorias de los fieles en recuerdo de los marineros muertos, y los exvotos ornamentales, que se suponen ofrecidos con una intención votiva, pero carecen de documentación que permita caracterizarlos con seguridad como tales ( y ). Empleando esta catalogación, se puede afirmar que los exvotos que advertimos en estas obras son de tipo gratulatorio, ya que se tiene constancia documental de su razón de ser, así como del motivo de su ofrecimiento, siendo las propias pinturas otra fuente documental para su estudio razonado.
IV. CONCLUSIONES
Como prácticas culturales heredadas, muchas de las tradiciones de estas comunidades se han mantenido en el tiempo para llegar hasta nosotros. Sin embargo, la realidad marítima y la visión que de este medio se tiene en la actualidad son, por fortuna, muy distintas. Desde finales del siglo XIX y principios del XX la actividad balnearia y la moda de los baños de mar propiciaron el progresivo entendimiento del mar como un espacio que también podía ser lúdico. Por su parte, las mejoras experimentadas en la construcción de embarcaciones, los sistemas de navegación y de comunicación, las herramientas de previsión meteorológica o los propios métodos auxiliares, de los que ahora estos barcos están provistos, han favorecido el acceso al mar en términos más seguros. Sin embargo, como entorno natural que es, este paraje nos recuerda de vez en cuando su imprevisibilidad y fuerza, manteniendo vivo el recuerdo de aquellos accidentes pasados, vividos por muchos en primera persona, en su propia familia o a través de amigos y vecinos.
La vulnerabilidad provocada por la sobrexposición al peligro de estas comunidades facilitó la materialización de una serie de prácticas y costumbres que, a caballo entre lo sagrado y lo profano, imploraban todo tipo de protecciones. Esta búsqueda de auxilio también se materializó en aquellas asociaciones mutualistas que pretendían subsanar la falta de ayuda institucional. Del mismo modo, ya sea a nivel nacional o regional, se ha cubierto el vacío existente en el estudio de estas culturas, en ocasiones desde una perspectiva antropológica (, Sánchez Fernández y , Rubio Ardanaz y ), en otras desde los campos de la historia del derecho, la historia institucional y la historia económica (, , ). No obstante, este interés tampoco es nuevo, ya que conocemos la labor de estudiosos y eruditos que, desde principios del siglo XX, habían puesto sus ojos en el folclore marinero (, ), manteniéndose esta tendencia hasta finales de la centuria (, ). Aunque contamos con estudios y apuntes en la obra de cronistas de distintas épocas, cada vez son más numerosos los estudios sobre el asociacionismo marinero y su repercusión en la cultura marítima en el Principado de Asturias (, ).
Este interés general también ha dado lugar a publicaciones que, desde la Historia Marítima, la Etnografía y la Historia del Arte, han recogido y estudiado la cultura, la historia y las tradiciones expuestas (), así como los principales temas representados en el arte asturiano (, ). En este sentido, hay que destacar la labor divulgativa de diversas instituciones y museos regionales, sobre todo la del Museo Marítimo de Asturias, que ha liderado diversas exposiciones y actividades, así como encabezado estudios y publicaciones para enriquecer el estudio patrimonial, material e inmaterial, de una cultura que tanta presencia ha tenido en la región.
Sin embargo, en la obra objeto de nuestro interés predominan las aproximaciones artísticas que traducen los naufragios como llamativos accidentes mediante la combinación del género del paisaje y la marina, a veces explotado como metáfora visual del desastre y la deriva de la condición humana, otras como tema más propio de la pintura de costumbres. Con relación a esta última nos encontramos expresiones más o menos asépticas, mientras que otras se revelan como muestrarios sentimentales de la tragedia y la salvación. Además, las obras pictóricas insisten en la representación de temas y escenas, en términos generales, más reconocibles, frente a las fotografías, que optan por recrearse en imágenes más específicas, con una aproximación de carácter folclorista y documental.
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Notas
[2] Aunque la cronología más antigua para la documentación votiva conservada en Asturias es del siglo XVII, se entiende que estos exvotos ya se confeccionaban en los siglos anteriores. Esta hipótesis se formula sobre la existencia de documentos medievales que indican su presencia en el occidente cristiano, así como en la existencia de piezas análogas en otras regiones de la cordillera Cantábrica.
[3] Primero se cubren los gastos de quienes han aportado el capital –la embarcación y los aparejos–, así como el sueldo fijo de los técnicos, como el maquinista o el fogonero. Los beneficios restantes se reparten en remuneraciones establecidas de acuerdo con la relación del volumen de las capturas y el precio que alcanzan en la lonja. Cada parte o participación, conocida como quiñón o soldada, se convenía en función de estos parámetros y de otras variables como el número de integrantes de la compaña. También se conservan descripciones de estas prácticas en fuentes históricas como Asturias (), cuyo artículo dedicado a “Cudillero” relata estas prácticas ().
[4] Este diccionario marítimo recoge varias acepciones de la voz fanal como sinónimo de luz y faro. En prensa histórica, la voz fanal también se emplea como término asociado a una luz o un cristal, a veces como metáfora de lo ilusorio y lo engañoso. En nuestro tiempo, su definición insiste en los citados faros o faroles de las embarcaciones marítimas.
[5] Véase también Juan Olivier Sánchez Fernández, “El papel de la familia en la población de pescadores de Cudillero”, en Antropoloxía Mariñeira (), 43-56.
[6] Como ejemplo del revisionismo historiográfico en otras zonas del Cantábrico mencionamos “Las mujeres vascas y el mar” de José Antonio Azpiazu, autor que recoge esta ausencia historiográfica frente a la abundante presencia de estas mujeres en la documentación y su caracterización como agente activo de la vida social y económica portuaria.
[7] También sabemos de mujeres que, con una voluntad empresarial, establecieron asociaciones de carácter cooperativo, como las que integraron la comuña de Luanco, así como de otras que formaron parte de sectores tradicionalmente masculinos como el armador. Fandos Rodríguez, “La mujer y la mar”, 277-302.
[8] Hay numerosos estudios sobre la representación del naufragio y su significación paisajística, social o autobiográfica gracias a la consolidación de este género pictórico en el viejo continente. Véase .
[9] Al calor del tema de la muerte del hijo recordamos el naufragio de “Joven República”, una embarcación candasina también conocida como “El Parchís” por la afición del patrón a este juego. Aunque los medios asturianos cubrieron el accidente, provocado por una fuerte galerna, es en la revista Mundo Gráfico (15-VII-1936) donde más información encontramos.
[10] Véase su entrada en el diccionario de la RAE en http://dle.rae.es/?id=bj9wirg
[11] Tras el bautismo llegaba la celebración comensal, a veces más modesta y privada, otras un banquete al que acababa por sumarse toda la comunidad, convirtiéndose en el origen de festividades que se mantendrían en el tiempo. En las fuentes escritas también encontramos distintos tipos de botaduras y celebraciones, destacando la cobertura de las más pomposas.
[12] Antes de que la Sociedad Marítima fuera creada, se funda la Hermandad del Santísimo Cristo del Socorro en un acta del año 1881, recogiéndose los objetivos de esta institución –celebrar fiestas como la del Socorro, auxiliar a los marineros enfermos y honrar a los hermanos fallecidos–.
[13] Al salir y entrar al puerto la tripulación se disponía de pie y descubierta para rezar bajo la guía del patrón. Sobre la muerte de los marineros en el mar también conocemos algunas supersticiones y creencias que nos dicen que el marinero que perece en la mar muere santo. Braulio Vigón, Asturias. Folclore de Mar. Juegos infantiles. Poesía popular y otros estudios (), 13-17.
[14] Como en el número 69 de La Opinión. Periódico de Intereses Morales y Materiales, Gijón, 12-V-1878.
[15] Aurelio de Llano describe que la imagen venerada está en un camarín, flanqueado por cuatro dependencias, en las que hay icenoteca de exvotos que aportan interesantes datos sobre las costumbres y el traje del país. También apunta que su fiesta se celebra el 14 de septiembre y que concurren miles de romeros de toda Asturias.
[16] La primera información escrita sobre el hallazgo de esta figura la ofrece Carlos González de Posada, clérigo amigo de Gaspar Melchor de Jovellanos, canónigo de Tarragona y doctor de la Real Academia de Historia.
[17] Contamos con numerosas representaciones de este Cristo, desde las pinturas citadas hasta grabados como el del “Verdadero retrato del Santísimo Christo de Candás en Asturias” (1805), una obra encargada por Carlos González de Posada y realizada por el dibujante Francisco de Alcántara y el grabador José Coromina, actualmente conservada en el Museo del Pueblo de Asturias de Gijón.
[18] Este hecho milagroso se difunde y populariza en la tradición oral y las fuentes escritas. Siglos después, seguimos encontrando detalladas descripciones del hecho en números como el del periódico Religión y Patria del 1-II-1926.
[19] Al respecto, aclara este autor lo siguiente: “Para contribuir (…) a este estado de confusión, en la actualidad no son pocos los templos en los que he podido constatar la presencia de maquetas de barco fabricadas ad hoc con el fin de adornar la iglesia y recuperar el carácter marinero que tuvo antaño. Lo que no implica, en cualquier caso, que no exista una intención devocional específica y que por lo tanto puedan ser considerados exvotos supererogativos” (147).
[20] Mencionaremos exposiciones como “Ventura Álvarez Sala. Exposición homenaje”, Museo Casa Natal de Jovellanos, 1976; “Exposición homenaje a Juan Martínez Abades (1862-1920)”, Museo de Bellas Artes de Asturias, 1987; “La Mar en el Espejo. Evaristo Valle y Nicanor Piñole”, Fundación Museo Evaristo Valle, Museo Piñole y Fundación La Caixa, 1997 y “En la línea de la marea, Evaristo Valle y Nicanor Piñole”, Museo Nicanor Piñole y Museo Evaristo Valle, 2004.