El texto que tienen en sus manos persigue dos objetivos complementarios. El primero consiste en presentar una reflexión sobre el papel de la historia del arte en el momento actual, cuando los saberes que componen nuestra tradición disciplinar se han convertido en una de entre las muchas formas de abordar el estudio y análisis de las imágenes. Esto genera una serie de consecuencias tanto en el interior de la propia disciplina (que se intenta renovar introduciendo nuevos modelos de análisis, por ejemplo, la llamada cultura visual), como en el espacio exterior más allá de la disciplina, el espacio público, en el cual ésta tiene una presencia que debe ser abordada para poder reflexionar sobre su grado y modo de hacerse pública.
Es en este marco en el que se inserta el segundo objetivo de este artículo, pues también pretende contemplar el estado de nuestra disciplina en un momento de hipercomunicabilidad radical, especialmente en el mundo de las nuevas tecnologías, de las que decir que han provocado una radical revolución es quedarse muy corto de antemano. Ante esta situación, se ha de subrayar el hecho de que tan sólo ahora se está empezando a incorporar la generación de los/as nativos digitales a la disciplina; su recurso a las nuevas tecnologías, usos y esperanzas son muy particulares y ajenas a las tradicionales formas de producción de conocimiento en la historia del arte (ensayos, exposiciones, conferencias, publicaciones, etc.). Al respecto, la comunicación audiovisual, muy desprestigiada en la tradición de las humanidades, se está comportando como espacio de enorme desarrollo de contenidos de todo tipo; estos formatos no son ajenos siquiera a los grandes museos de arte «clásico» que los han incorporado a sus salas obviando las grandes polémicas que congregaban cuando el vídeo era una técnica extraña que, de hecho, encapsulaba la resistencia a la cultura museal. A esto ha de añadirse también la pandemia que nos obligó a todos a ponernos tras la cámara para hacer lo que antes hacíamos en vivo introduciendo una serie de cambios que van a quedarse para siempre.
Estas transformaciones han producido cambios radicales especialmente en los museos que han abierto departamentos de comunicación digital que al poco han adaptado el papel de doble online de la versión física, lo que ha supuesto una enorme inversión. El Metropolitan Museum de Nueva York es ejemplar al respecto con su política de Open Access Initiative de 2017, con la que se daba acceso en su espacio online a varios centenares de miles de obras de su colección multiplicando exponencialmente las visitas a su web. Como resultado, este museo volcó gran parte de sus esfuerzos económicos a la versión online que finalmente adquirió un papel determinante para el resto de los departamentos.
Los historiadores del arte no hemos estado, especialmente en el Estado, atentos a este tipo de transformaciones que nos obligan a pensar nuestra disciplina (el estudio de las imágenes) como un agente que también participa de lo que estudia. El ejemplo de Heinrich Wölfflin, con su sistema de doble proyección de diapositivas que le permitía comparar dos imágenes simultáneamente, Aby Warburg y su influyente Atlas Mnemosyne, o André Malraux y su museo imaginario tan influyente tanto para artistas como en historiadores, son referencias ineludibles al respecto. Otro ejemplo que lleva al extremo la idea de que generamos imágenes mientras producimos historia del arte sería Robert Morris y su famosa performance 21.3 (1964) (fig. 1) en la que emulaba al historiador del arte por antonomasia, Erwin Panofsky, al que se le podía escuchar en una conferencia de 1939 y con cuyo sonido el artista americano intentaba sincronizar el movimiento de sus labios. Así, exhibía los gestos que construyen el discurso académico en escena, lo que además hacía con grandes dosis de humor resultando, debido a la naturaleza enlatada de las palabras del historiado, falsa. En efecto, Morris nos hace caer en la evidencia de que nuestra actividad académica es una performance, carga una imagen y el hecho de que la acción de Morris haya sido emulada posteriormente por un actor en una película de Babette Mangolte (1993) e incluso en cierta manera por Rosalind Krauss en el documental The mind body problem (work in progress) (de Teri Wehn Damish, 1995), paradójicamente sobre Robert Morris, es evidencia de cómo los gestos tienen un importante recorrido. Los estudios de la Bildwissenschaft, que abordaron la repercusión de la fotografía en la historia del arte sin la cual probablemente no hubiera tenido el éxito de sus orígenes, han sido de los pocos que han abordado cómo la historia del arte es una disciplina que aborda y produce imágenes simultáneamente.
A lo mejor ha sido la incertidumbre entre objeto y procedimiento lo que explique varias de nuestras recientes crisis; crisis cíclicas que se hacen evidentes cuando, por ejemplo, en 2017 el vicerrector de la Universidad de Salamanca encontraba en la historia del arte exactamente la disciplina que podía encapsular un saber sin aplicación: a la pregunta ¿para qué sirve la historia del arte? contestaba justificando cómo una universidad debía acoger estudios que no tenían, según su opinión, futuro profesional de ningún tipo. Lo más peculiar del ejemplo no es ya su falta de reconocimiento de la realidad académica —pensar en la universidad en términos de empleabilidad es corromper su naturaleza y lógica—, sino que las asociaciones profesionales, tan a la defensiva en algunas ocasiones, ni siquiera alzaran la voz en un debate que les concernía directamente. Estas crisis, que parecen propias de nuestro entorno disciplinar, tienen reflejo también por doquier. Así, 2016 fue el año en el que la enseñanza de la historia del arte en el Reino Unido entró en una profunda crisis estando al borde de ser eliminada del sistema educativo bachiller: los organizadores de los A levels, los exámenes que dan acceso a la educación universitaria, plantearon la eliminación del examen de historia del arte amenazando a la disciplina su presencia en los planes de estudio de todos los institutos británicos y una salida profesional de muchos graduados. La situación, a diferencia de lo ocurrido aquí —donde poca trascendencia se otorga a la docencia en institutos—, tuvo un efecto inmediato produciéndose una importante movilización entre personalidades reconocidas en el mundo del arte que se coordinaron para que la iniciativa fuera desestimada: el director de la Tate, Nicholas Serota, el presentador de la BBC Waldemar Januszczak, artistas ganadores del Turner como Anish Kapoor, Jeremy Deller o Cornelia Parker, y un largo etcétera, contribuyeron a que finalmente la disciplina fuera salvada en el último minuto.
Durante los meses que duró el debate, la historia del arte saltó de la tranquilidad de la academia a ocupar las páginas de periódicos, algo extraordinario en cualquier disciplina. Muchos artículos se hicieron eco de la polémica decisión tomando partido para explicar precisamente el «para qué» de la historia del arte. De entre la maraña de artículos, uno llamó especialmente la atención. Escrito por el crítico de arte y miembro del jurado del premio Turner, Jonathan Jones, el artículo polemizaba desde el título: «Adiós al examen de historia del arte: serviste bien a la elite., título que se justificaba señalando cómo la disciplina se había hecho fuerte en los institutos privados a los que accedían las clases económicamente pudientes, mientras los colegios más populares habían prescindido en su mayor parte de la asignatura. Así pues, Jones venía a decir que la historia del arte era una herramienta de legitimación académica del poder económico. Sin embargo, del artículo llamaba especialmente la atención un fragmento en el que Jones escribía: «Cuando quiero una clara (y bella) explicación de lo que es el Románico y porqué importa, busco mi copia de la serie Civilización de Kenneth Clark para verla por centésima vez». De este modo, la historia del arte se encuentra, como hemos visto gracias a la audiovisualización, en un momento de masiva difusión digital desjerarquizada; una situación que contrasta con Jonathan Jones y el íntimo vínculo que encuentra entre nuestra disciplina y el poder económico. Ante esta encrucijada, ¿de quién es la historia del arte, de las masas o de la elite?
Jones, es lógico, estaba aludiendo en su crítica a la serie de televisión Civilisation, guionizada y protagonizada por el historiador del arte británico Kenneth Clark, uno de los primeros éxitos televisivos centrado en historia del arte y realizada por la cadena BBC2 en 1969, cuando fue emitida por primera vez. Realizada en celuloide y en color, consistía en una expresión personal de la perseverancia del impulso civilizador a lo largo de la historia, como es bien sabido. Una historia que se mantenía en los estrictos límites de Occidente obviando el resto de las geografías y civilizaciones. A través de los 13 capítulos que componían la serie, Clark, protagonista único, se desplazaba de ciudad en ciudad, de museo en museo, de catedral en catedral para indicar cómo el espíritu civilizatorio se había mantenido a lo largo del tiempo, amenazado por bárbaros, encumbrado en el renacimiento italiano, racionalizado por los holandeses o por la Francia del XVIII. Clark, única cabeza parlante de toda serie, único sujeto capaz de emitir una opinión y un juicio, justificaba en todo momento su idea de civilización, lo que explicaba el subtítulo de la serie: una visión personal (figs. 2 y 3). Su cuerpo era el único que podía testimoniar la imperturbable belleza de las obras tocándolas con las manos que se convertían en eco háptico de las de los espectadores tras los televisores. En este sentido, es conveniente recordar que Clark venía de una familia adinerada y aristócrata, lo cual él mismo compartió al convertirse en barón de Clark y ser nombrado sir .
Rodada en plena guerra fría, cuando la guerra del Vietnam hacía estragos y el humo del mayo parisino todavía rezumaba, Civilización, es obvio decirlo, tenía mucho de vuelta al orden, de retorno al espacio firme y sólido de los valores eternos e inmutables. Es más, el guion no escondía en diversas ocasiones cómo el espíritu revolucionario debía ser cuestionado, siendo más perturbador que beneficioso en el largo recorrido de la civilización. Como el mismo Clark decía en el capítulo 12, titulado «Falacias de la esperanza»: «Desde el punto de vista de la libertad, los últimos movimientos revolucionarios no han llegado muy lejos» (fig. 4). Es quizás por todo esto que la elección del crítico del The Guardian resultaba completamente errónea: un periódico de centro izquierda, de gran tradición entre los laboristas, en cierta medida progresista y arriesgado, encontraba en Clark y en su Civilización el último resquicio que merecía la pena salvar, el único modelo al que valía la pena agarrarse cuando una amenaza real se abalanzaba sobre la historia del arte. Una serie que todavía confiaba en las certezas que pueden suponer una concepción del proceso civilizatorio firme y claro que reafirmaba precisamente valores de clase que pasan por ser eternos.
El formato de Civilisation no contribuía tampoco a ofrecer una imagen renovada de la historia del arte: Clark es el único que habla tanto en voz en off como en plano, haciendo que las imágenes naturalicen su voz determinando la interpretación del espectador. De este modo, las imágenes parecen poner en escena de un modo natural, es decir no mediado, los argumentos que son sólo propiedad del presentador. El propio Clark era consciente de la artificialidad del lenguaje televisivo. En su introducción al libro homónimo que publicó después de la serie, nos dice: «La persona que se instala cómodamente para ver el programa de noche espera ser entretenida. Si se aburre, apaga el televisor. Si se entretiene será tanto por lo que ve como por lo que oye. Hay que mantener su atención mediante una serie de imágenes cuidadosamente construida».
El objetivo no era, por tanto, solo la información o la pedagogía que aportaba el propio historiador del arte: la seducción se convertía en un efecto conscientemente perseguido que se debía provocar en el espectador. Como él mismo decía: «Yo no sé distinguir entre pensamiento y sentimiento, y estoy convencido de que la combinación de palabras y música, color y movimiento pueden ensanchar la experiencia humana como no pueden hacerlo las palabras solas». La referencia al color es importante al ser un término crucial en la historia del arte y que la serie exaltaba con el celuloide a color capaz todavía de producir su encantador efecto. Pero resulta clave también para entender el contexto tecnológico del momento. Y es que, hasta aquellos años, el color en televisión había sido un problema de grandes proporciones. El conjunto de investigaciones dirigidas a conseguir técnicamente una imagen catódica en color constituyó una particular fuente de fracasos desde que la televisión se convirtiera en un electrodoméstico más. Los logros técnicos habían sido muy deficientes: los colores desbordaban los objetos empapando al plano, algunos tonos dejaban huellas a modo de retroimagen. En EE. UU. las investigaciones eran tan problemáticas que el retorno al blanco y negro llegó a tener lugar en algunos canales generando una metáfora muy apropiada del fracaso de una concepción lineal y evolutiva del desarrollo tecnológico.
En el Reino Unido, la BBC, apoyándose en las innovaciones estadounidenses, sí consiguió una tecnología televisiva de notables resultados. Como dijo David Attemborough, director de contenidos de la cadena a finales de los 60 y quien, de hecho, encargó la serie a Clark, «la calidad era cercana a la de las publicaciones en color». Ahora bien, la innovación tecnológica conllevaba una serie de inversiones muy notables, especialmente relacionadas con la ampliación en un 50% las dimensiones de los laboratorios, la modificación de las cámaras para que emitieran en color y en blanco y negro mientras ambos sistemas se simultaneaban y el cambio de la maquinaria de emisión a lo largo de todo el territorio británico, lo que fue una empresa de dimensiones enormes. Además, la inversión no sólo concernía a la cadena sino también a los consumidores que debían adquirir un televisor nuevo y adaptado a la nueva tecnología. Este era un factor esencial en la operación ya que la BBC se financiaba a través de una licencia que se paga anualmente por cada televisor: la venta de televisores afectaba directamente a la financiación del proyecto. Y es precisamente en este contexto en el que la programación tenía una precisa utilidad: tan sólo la calidad de los programas podía motivar el desembolso de las familias para adquirir el televisor y pagar los impuestos derivados de la licencia vinculada a cada aparato. Y al respecto, Civilisation jugó un papel esencial: las obras de arte de la Europa Occidental a pleno color, con una calidad antes inimaginable debían invadir los salones de los telespectadores y así hacer de la adquisición del nuevo aparato una necesidad. La calidad de la imagen de la serie fue esencial en su éxito —al igual que la del sonido, un aspecto que no podemos abordar aquí—, un éxito que fue abrumador: según parece las familias que tenían televisores a color organizaban reuniones con los amigos para ver la nueva maravilla tecnológica que lucía gracias a las obras maestras que pasaban por los capítulos de Civilisation. Tal fue su éxito que, tras una primera emisión en BBC2, se volvió a emitir en esta ocasión en el canal principal, la BBC1. Después, Civilisation continuó produciendo beneficios con ediciones en VHS y posteriormente DVD. Es esta última colección de vídeos a la que debe hacer referencia el crítico del The Guardian para deleitarse con su visionado cuando sentía la necesidad de escuchar «buena» historia del arte. No deja de resultar elocuente esta utilización de la historia del arte como recurso esencial de la renovación de equipamiento tecnológico, lo que implica recurrir a estructuras de conocimiento estables (las que proporciona Clark en sus comentarios) así como a aspectos tradicionales de la historia del arte (el color, la propia civilización).
Para quienes hemos sido educados en la tradición postmoderna en la que Michel Foucault o Guy Debord resultan pilares fundamentales, la opción televisiva que se debía adoptar para contestar, ahora sí correctamente, al «por qué» de la historia del arte estaba clara: Modos de ver (1972) de John Berger. Y es que las diferencias entre Ways of Seeing y Civilisation son evidentes: mientras que Clark muestra devoción por las obras que llega a tocar con sus propias manos, Ways of Seeing se inicia con el rasgado de una obra de arte, obviamente una copia, en un museo ficticio (fig. 5); mientras Clark se regodea en el efectismo, Berger es iconoclasta poniendo en duda el artilugio televisivo; mientras Civilisation aborda incuestionables —la cultura grecorromana, la Ilustración, la razón—, Modos de ver nos lanza preguntas, nos propone dudas, incertezas. Clark reafirma valores aristocráticos, Berger plantea las preguntas de una nueva historia del arte en ciernes que se codea con la Nueva Izquierda inglesa. Es más, ambas series funcionan como si fueran la cara y la cruz del modelo de documental de arte televisivo, algo que se convierte en una evidencia cuando nos percatamos de que Berger tan sólo cita a un historiador del arte en su programa y lo hace para convertirlo en un contra-modelo: en efecto, en las dos ocasiones en las que cita referencias a la historia del arte se trata del propio Clark y recurre a ellas para desmontar sus teorías sobre el desnudo y sobre el paisaje. Es más, este enfrentamiento con Clark casi llega a ser puesto en escena en la propia serie: según parece entre los experimentos programados, Berger planeó utilizar un plano con la cara de Clark sobre la que se escucharía la voz de Berger superpuesta. Con ello pretendía demostrar cómo la televisión permitía modificar la realidad, participando «en procesos que tienen lugar muy lejos de nosotros». En definitiva, Berger empleaba la televisión contra la propia legitimidad de la televisión.
La participación del espectador, ubicua hoy gracias a Internet, era un concepto naciente entonces, en particular en los medios de comunicación masiva. Es prácticamente una obviedad decir que detrás de la postura de Berger se encontraba el famoso artículo de Bertolt Brecht sobre la «Teoría de la radio» que destacaba cómo la radio debería ser también un medio de emisión de mensajes y no solo de recepción. Este tipo de teorías de la participación en medios de comunicación habían saltado nuevamente a la palestra gracias a Hans Magnus Enzensberger, interesado en la revalorización de la vanguardia desde la izquierda. Varios capítulos de Ways of Seeing negocian con la participación como un principio esencial cuando por ejemplo se insta, en el primer capítulo, a que el espectador cambie de canal y produzca su particular «efecto Kulechov», un tipo de montaje según el cual el mensaje queda afectado por el orden de la sucesión de imágenes.
La participación deviene explícita en la presencia del grupo de niños, en el capítulo 1, y desde luego también lo es en el capítulo 2 cuando aparece un grupo de mujeres que conversan sobre lo que les parece la tradición pictórica del desnudo. Este es un aspecto de la serie de Berger que es de especial importancia: en primer lugar, porque contar con la participación del público no profesional relativiza la centralidad del experto. La presencia del grupo de mujeres en Ways of Seeing es particularmente relevante al respecto: las impresiones que ofrecen sobre la tradición del desnudo permiten actualizar un discurso que pervivía cómodamente. Al sacarlo de sus casillas, actualizaba dicho discurso dándole una nueva circulación en la actualidad. En este sentido, es importante tener en cuenta que las mujeres que aparecen en el capítulo funcionan como reflejo del espectador medio, sus opiniones no son las de la autoridad experta con nombre y apellido, funcionan como eco de la gente anónima que opina sin autoridad. De hecho, los nombres de las mujeres y de los niños ni siquiera aparecen en el apartado de créditos manteniendo, incluso hoy, su anonimato.
Aun así, el experimento no pareció convencer a ninguna de las partes: para Mike Dibb, productor de la serie, la conversación del grupo de mujeres se había desarrollado de forma muy rica y llena de matices, con comentarios atentos e implicación en el debate sobre las imágenes. Sin embargo, su duración, de prácticamente una hora, no podía reducirse al formato televisivo del programa, quedando comprimida a poco más de 10 minutos que desmejoraban el sentido de la conversación original. Una de las participantes en la reunión se negó a que una transcripción de la misma fuera publicada en The Listener, la revista de la BBC en la que aparecieron los guiones de la serie. Un comentarista del momento, escribiendo poco después de la emisión de la serie, expresaba cómo era difícil de seguir la conversación dado que rompía el ritmo de la serie y se volvía demasiado abstracta. El propio Berger parecía decepcionado con el resultado, lo que se unía al fracaso de intentar emitir la serie por la BBC1, como sí había ocurrido con Civilisation.
Esta experiencia debería hacernos preguntar sobre la capacidad del medio televisivo para avanzar nuevos formatos experimentales en el análisis del arte y de las imágenes, en la televisión como un medio que permite la experimentación de la escritura del arte, que no replique el canon, sino que sea propicio para el ensayo audiovisual participativo como se proponía en Modos de ver. Y al respecto, la historia parece confirmar que el ensayo audiovisual, tras Modos de ver, fue progresivamente marginado de la parrilla televisiva al menos en el Reino Unido. Series posteriores de la BBC, como The Shock of the New (1980), retomaba la figura del experto (Robert Hughes), intercalando entrevistas ocasionales, pero sin público. Este es un modelo que Waldemar Januzsak, figura esencial en el documental de arte también de la BBC, repite hasta la saciedad; Mary Beard y Simon Schama, figuras de fama mundial, poseen estilos propios, pero en ambos domina la voz personal sin rastro de participación del público. Es más, ambos, Beard y Schama, junto con David Olusoga, han participado en una revisión actualizada de la serie de Clark de 2018, en la que se retomaba el título «multiculturalizándolo» con un plural Civilizaciones .
Al menos hasta donde sabemos, Modos de ver no ha dejado una estela semejante y la realización de un remake no se ha planteado. El modelo experimental que presentaba no tuvo continuidad en la televisión británica y la historia del arte marxista lo rechaza por emplear un medio bastardo. Esto en un contexto, como el británico, que encontró en la participación de la gente una herramienta esencial en la renovación académica que tuvo lugar durante estos mismos años: Samuel Raphael, influido a su vez por Berger, inicia su history workshop, una iniciativa historiográfica que adopta al pueblo como sujeto histórico, algo que también recibe el nombre de history from below o people’s history, y que implica la participación de la gente. Por su lado, Raymond Williams nunca ocultó que la renovación que luego adoptó el nombre de «estudios culturales» tuvo su origen en la experiencia pedagógica popular que desarrolló a través de organizaciones sindicales, especialmente de educación de adultos sin formación académica.
A diferencia de estas experiencias intelectuales, cuyo éxito es notable incluso hoy, la participación de la gente o del público en su sentido más amplio quedó marginada en la televisión británica tras la emisión de Modos de ver. Debemos movernos a otras geografías para encontrar otros programas que recurrieran de un modo tan claro al público. Y en la España de primeros de los 80 encontramos un programa peculiar en extremo que recurrió al público en todos y cada uno de los capítulos que componen la serie: este es el caso de Mirar un cuadro. Esta serie resulta de interés por varias razones. La primera consiste en que se trata de un programa que salió del buque insignia de la historia del arte en España, el Museo del Prado. La segunda porque se trata de una serie a la que se dedicó muchísimo esfuerzo dado que tiene más de un centenar de capítulos. Finalmente, porque en ella el espectador tiene una presencia estructural y esencial, aunque, como veremos, se trata de una presencia también peculiar.
Mirar un cuadro permite abordar cuestiones semejantes a las de Ways of Seeing y Civilisation: cuestiones que tienen que ver con la participación del público y la centralidad del experto, con el discurso improvisado y con la afirmación del conocimiento aceptado, con la creación y con el análisis a través de medios audiovisuales. Al mismo tiempo, Mirar un cuadro nos permite encontrar un conjunto de referencias diferentes a las basadas en las vanguardias de Berger (Walter Bejamin, Bertolt Brecht, incluso Roland Barthes).
Mirar un cuadro fue emitida en Televisión Española entre febrero de 1982 y enero de 1984, para luego aparecer nuevamente cuatro años más tarde, entre febrero y octubre de 1988. La estructura del programa era bien simple y se repetía en todas sus emisiones: un personaje relevante de la cultura española del momento elegía un cuadro del Museo del Prado sobre el que hablaría. En la segunda emisión de 1988, se amplió el cupo de museos incorporando otros nacionales y regionales de otras comunidades, así como de Madrid (como el MEAC o, ya fuera de la capital, el Museo de Bellas Artes de Bilbao, entre otros muchos).
La organización de cada episodio era estricta y, antes del comentario de la personalidad invitada que elegía el cuadro, se presentaban los comentarios que sobre la misma obra hicieron los visitantes anónimos delante del cuadro en las salas del propio museo. El resultado es de una austeridad memorable, casi conceptual: los/as visitantes al museo hablaban delante del cuadro, la cámara les enfocaba principalmente la cara; en ocasiones las imágenes eran de grupos, pero los diálogos entre los visitantes son puntuales siendo el protagonismo de la individualidad; de vez en cuando la pantalla ofrece un paneo por el cuadro o se detiene en detalles de los que se estaba hablando. Es importante tener en cuenta que los visitantes, todos ellos anónimos, aparecían generalmente bien vestidos, algunos con corbata y trajes elegantes, lo que nos da pie a pensar que muchos de ellos iban precisamente al museo para ser grabados. En ocasiones, incluso estaba claro que el contenido de su intervención había sido objeto de una pequeña preparación, aunque fuera mínima: se aportan detalles biográficos o de la realización de la obra y del autor, el discurso era fluido, resultado de la memorización. Al respecto, se ha de recordar que no existía Internet y que los museos no tenían páginas a las que recurrir, por lo que claramente se necesitaba un desplazamiento a una biblioteca para poder informarse si no se disponía de una nutrida biblioteca en casa. La apariencia y el discurso informado, aunque fuera mínimo en algunos casos, nos da pie a entender que la aparición del público constituía un evento social notable, algo que adquiere unas dimensiones relevantes si se tiene en cuenta que tan sólo había dos canales de televisión y que la posibilidad de aparecer en pantalla en un medio de comunicación de relevancia nacional era algo extraordinario. No es difícil pensar que muchos de los visitantes iban exprofeso para ser grabados por las cámaras y después comunicárselo a sus amistades y familiares para que los vieran en televisión, el medio predilecto por el que se reconocía a la gente famosa. El programa, además, se emitía en varios horarios, uno de los cuales era los fines de semana, por la mañana, por lo que coincidía con el descanso familiar, y no es descabellado pensar que la gente se reunía en torno al televisor para ver si el comentario del amigo o familiar había superado el corte de la sala de montaje. Estos detalles merecen la atención porque con este tipo de material no se trataba sólo de imágenes y palabras, sino también de los procesos sociales que se encuentran más allá de las obras de arte pero que tienen su origen en ellas.
De entre los visitantes entrevistados es importante también tener en cuenta el especial caso de los extranjeros: probables turistas culturales a los que la presencia de las cámaras les pillaba por sorpresa y que, a no ser que fueran guías de algún grupo, no tenían tiempo de preparar su intervención siendo estas en ocasiones improvisadas y centradas en las apariencias formales y gustos personales. Aun así, resulta relevante tenerlos en cuenta porque eran testimonio de la dimensión internacional que tenía el museo, lo que implica un reconocimiento más allá de las fronteras.
Desde el punto de vista de las autoridades que habían seleccionado los cuadros a comentar, las imágenes habitualmente están tomadas desde la intimidad de los estudios, principalmente las bibliotecas, despachos o los talleres desde los que trabajaban, lo que supone una enorme diferencia con respecto al público participante. Hay excepciones: Corredor Matheos, crítico de arte y especialista en diseño, aparece ante una moderna escalera volada en metal, en lo que parece ser un comedor moderno decorado con objetos de cerámica. Es una de las pocas intervenciones en las que hay cierto movimiento de la cámara que hace un modesto trávelin lateral. En otras ocasiones, el invitado muestra una imagen de la obra comentada en fotocopia, postal o publicación, lo que es interesante ya que es una clara indicación de que, cuando aparecían los invitados, se solían evitar los insertos de la pintura seleccionada en la pantalla del televisor a favor de la reproducción. Pero los invitados no siempre seguían la ortodoxia de la historia del arte: varios de ellos señalaban acontecimientos biográficos que habían tenido lugar en el Museo, otros acoplaban su análisis a su profesión (Peridis, viñetista de El País, interpreta al Bosco desde su perspectiva de dibujante, por ejemplo), otros, como Camilo José Cela, se inventan una historia a partir de la Maja vestida que convierte en «prima de la otra y casada con un comerciante medio judío que canta misa por afición».
El resultado global era de una estructura básica y constantemente repetida capítulo tras capítulo. Ningún comentario más allá de lo que decían los interlocutores en pantalla, ningún entrevistador, ningún referente que diera homogeneidad al programa a excepción de la propia estructura. Como fácilmente se puede ver, la idea de cabeza parlante era lo que más determinaba formalmente a la serie. Este modelo de cabeza parlante fue muy habitual en la televisión española de la Transición, cuando se generalizan los programas de conversación que incidían en esa austeridad de imágenes con gente hablando. El profesor Manuel Palacio habla de parloteo generalizado en este momento de la historia de la televisión, algo que puede explicarse por motivos económicos —siempre es más fácil poner a gente hablar en un plató que hacer una producción ex novo—, aunque también puede deberse a que la democracia debía venir acompañada de la sensación de que todas las opiniones podían ser escuchadas.
Contextualizar Mirar un cuadro es una terea compleja a pesar de su extrema sencillez. En primer lugar, por su cronología: los primeros tres años de los 80 se hallan un poco descolgados en la historia reciente ya que suponen el límite superior de la Transición, concepto ambiguo y de límites variables según la autoría que se consulte. Recurrir a alguna versión canónica de este periodo, la famosa serie de Victoria Prego emitida en 1995, puede sernos útil ya que el último capítulo aborda el año 78 y las primeras elecciones generales, lo que deja fuera de su visión al golpe de Estado del 81. Por otro lado, una fecha importante, especialmente por sus connotaciones en la política cultural particularmente artística, es la victoria del PSOE que se produce en octubre de 1982, cuando la serie que nos ocupa está ya siendo emitida. Como es sabido, la política cultural del PSOE tuvo repercusiones inmediatas en los medios de comunicación: se debe recordar que el programa cultural señero del momento, La edad de oro, empezó a emitirse en 1983 mostrando el profundo cambio de su presentadora, Paloma Chamorro, responsable antes de otros programas de televisión, como Trazos, en el que aparecía con una estética completamente diferente. No somos originales al añadir que la cultura contemporánea del momento, desenfadada y juvenil, fue la gran triunfadora de la política cultural del PSOE. Mientras, la cultura que podía ser representada por el Museo del Prado fue de las que mayores restricciones tuvo a nivel de promoción política. Sigue resultando interesante recurrir a la mirada foránea que puede representar Selma Rueben Holo, historiadora estadounidense que estudió los museos españoles durante la etapa socialista, para percatarse de los dilemas que en democracia seguían teniendo los museos estatales.
Por todo lo expuesto, es probable que Mirar un cuadro fuera responsabilidad del gobierno de la UCD bajo el que se emiten los primeros capítulos. Debemos recurrir a los estudios de Giulia Quaggio para advertir cómo la política cultural de este partido se centró, entre otras cosas, en un proceso de recuperación de la cultura de la República, negada por el Franquismo durante la dictadura, en particular la Generación del 27 y el exilio. Fue esta una recuperación silenciosa en la que no se subrayaban los vínculos políticos de los intelectuales exiliados, sino que se asumía su presencia de forma natural. De este modo, los retornos del exilio parecían diluir la trascendencia a nivel histórico que estos verdaderamente representaban, lo que, unido al hecho de que muchos eran mayores, mitigaba su capacidad de acción política reforzando el tipo de recuperación inofensiva y falsamente naturalizada del momento. En este contexto, Mirar un cuadro resultaba excepcional ya que muchos de los invitados estaban relacionados con la Generación del 27 (Maruja Mallo, María Zambrano, Carmen Conde o el propio Alberti) a los que se introducía sin ningún tipo de comentario previo, lo que diluía tremendamente la representatividad histórica y política que implicaba.
El director del programa, Alfredo Castellón, también favorecía dicho vínculo: mítico de la televisión en España cuya profesión aprendió en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma, Castellón tuvo un relevante éxito en la emisión de teatro televisado, del cual era un ferviente defensor, habiendo participado en el mítico programa de teatro Estudio 1. Esto le permitió tener relación directa con varios de los escritores que aparecen en Mirar un cuadro, como el propio Vicente Aleixandre, Buero Vallejo o su amistad con María Zambrano, a quien conoció en 1953 en Roma manteniendo una activa relación epistolar desde entonces que se conserva en el archivo de la filósofa en Vélez.
Aun así, la referencia más directa a la Generación del 27 no era únicamente nominal sino también visual: las imágenes que introducían el programa habían sido grabadas en el propio Prado y en ellas se podían ver principalmente niños y adolescentes mirando en éxtasis los cuadros (fig. 6). Para cualquier espectador hábil en la memoria visual reciente, se trataba de imágenes que remitían directamente a las fotografías de Misiones Pedagógicas que, realizadas medio siglo antes, también mostraban a grupos de niños iluminados por la pantalla, ahora de cine, que les embelesaba (fig. 7). Es más, esas imágenes todavía debían estar frescas en la memoria visual de los asistentes habida cuenta de que El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, las había recuperado en 1973. Más de medio siglo después de su realización, las mismas imágenes de la inocencia infantil ante el «milagro» visual se volvían a retomar para enmarcar la afectación que provoca la imagen. Y no deja de ser interesante aquí volver a retomar el recurso a la mirada infantil que Berger ejerció también en el primer capítulo de Ways of Seeing, en el que un grupo de niños/as miran un cuadro de Caravaggio mientras intentan ofrecer una interpretación de lo que ven (fig. 8).
Pero, si por un lado las referencias históricas son claras, por otro se ha de tener en cuenta las novedades que aportaba el nuevo medio, la televisión. Este aparato fue depositario de las esperanzas de una pedagogía cultural masiva en el nuevo gobierno democrático, y las palabras de Pio Cabanillas, ministro de Cultura entre 1976 y 1979, reflejan esta nueva función del tubo catódico: «La defensa y la difusión de una cultura que albergue a la totalidad de la población sólo es posible gracias a los llamados medios de comunicación social […], la televisión es o puede ser responsable del éxito que en los próximos meses y años tenga la nueva política cultural que iniciamos al servicio de la totalidad del pueblo español». Tan sólo seis años antes, en 1976, Juan Antonio Ramírez había publicado su importante Medios de masas e historia del arte en el que planteaba cómo el futuro de la historia del arte debía acoger a los medios de masas como nuevo objeto de su investigación, y en este momento, la televisión era la quinta esencia de lo que podía entenderse por medios de masas. Si bien es verdad que no planteó la posibilidad de que el discurso histórico artístico empleara los medios de comunicación para hacerse público, es innegable que ambas propuestas estaban muy cerca.
Frente a la cámara de televisión de Mirar un cuadro pasaron historiadores del arte (Francisco Calvo Serraller, Lafuente Ferrari, Gonzalo Borrás, Diego Angulo), políticos (Joaquín Ruiz Giménez), artistas (Zóbel, Cuixart, Saura, Pablo Serrano; otros más jóvenes como Darío Villalba, Guillermo Pérez Villalta). Eran ellos quienes aportaban la mirada autorizada, en muchos casos vinculadas con la correcta interpretación académica sin vínculo con la actualidad política. Pocos ejemplos se salen de esta característica general y un tanto aséptica. Uno de ellos sería Juan Genovés, el famoso autor de El abrazo (1976), una imagen ambigua que puede aludir tanto al abrazo de la reconciliación como a la salida de los presos políticos de prisión —la imagen fue empleada como un cartel para promover la amnistía contando con una línea de texto en la base con esa palabra— e incluso a la espontaneidad de un abrazo colectivo que, curiosamente, deja a la única mujer que aparece en el cuadro abrazando el vacío. El vínculo que esta obra posee con el relato ejemplarizante de la Transición se quiebra si tenemos en cuenta obras del mismo autor realizadas con posterioridad a esta misma y en la que abundan peleas de ciudadanos, gente en el suelo detenida, individuos que se protegen la cabeza o que están siendo reducidos a la fuerza (fig. 9). Este tipo de obras llegan incluso a los años ochenta, con, por ejemplo, La narración (1982), en la que se ve a dos personas en una conversación que acaba en una pelea. La obra que el pintor eligió para Mirar un cuadro era un tanto extraña por sus dimensiones, por su estado de conservación —ha perdido el azul del cielo— y por su temática: el Auto de fe de Berruguete. Es decir, nuevamente un acto de represión como los que habían poblado muchos de sus cuadros de finales de los 70.
En su intervención, Genovés, justo después de haber incidido en que las pinturas tienen multitud de modos de ser vistas, añadía «un cuadro antiguo es un auténtico tesoro, un cuadro antiguo está vivo porque no podemos considerar nada de la actualidad si no se contrasta con las cosas del pasado. Solamente así podemos llegar a ver el corazón, la auténtica profundidad de los hechos que nos ocurren actualmente» (fig. 10). Es decir: un auto de fe, con condenados ardiendo en primer plano, permite la comprensión de aquella actualidad.
Así que Mirar un cuadro en ocasiones era ambivalente: pasaba por encima de puntillas por la dictadura, por la guerra, por la represión y por el exilio encarnando el espíritu de reconciliación que debía imperar; y al mismo tiempo, sotto voce, a nadie le pasaba inadvertido que muchos de los invitados habían tenido que salir del país con la dictadura o que habían tenido que mantener un perfil bajo. Que muchas de las obras de las que se hablaban en la serie, en efecto, podían ser objeto de una interpretación históricamente legitimada —es más, este es el tipo de lecturas que hacen los historiadores del arte que aparecen en la serie—, mientras que otras permitían otro tipo de lecturas sobre una actualidad que se convocaba gracias a las obras sin que fuera necesario hacer referencia explícita. Las lecturas que hacen Joaquín Ruiz Giménez o Francisco Umbral, entre otros, van en esta última dirección.
Debe ser subrayado que Genovés cambió su comentario por otro más matizado en la edición en libro que se publicara de Mirar un cuadro en la editorial Lunwerg ya en 1991. En la introducción, Pérez Sánchez hacía referencia a cómo la serie había acogido de un modo magistral la sensibilidad del hombre de la calle a través de sus innumerables episodios. En esta situación, no deja de resultar ilustrativo que ni una sola participación por parte del «hombre de la calle», ni siquiera sus nombres, llegara al formato editado, estando compuesto por tan solo las autoridades competentes. La participación, esencial como vemos en la serie, nuevamente carecía de reconocimiento alguno.
Esto resulta ilustrativo si se considera que el medio televisivo permitía el acceso al público. Cuando nos detenemos en sus comentarios nos percatamos de que muchas de sus participaciones, a pesar de serles dada la oportunidad de poner en práctica un discurso crítico, desplegaban un uso «correcto» de la interpretación de la historia del arte: se habla de paletas, de colores, de tonos, de composición, de trípticos, de veladuras. Es decir, se hace uso de un lenguaje muy técnico de la historia del arte, lo cual significa que las lecciones de sus profesores de instituto habían sido aprendidas y las podían repetir y aplicar a casos concretos. A pesar de ello, muchas de las participaciones resultan estereotipadas cayendo en recursos académicos y en una retórica que subraya el tecnicismo por encima del discurso individual, incluso del gusto personal. En efecto, en su gran mayoría, parecen caer en el «feudalismo cultural» que Ramírez, recordando a Adorno, deseaba expurgar del discurso histórico artístico y que en apariencia era lo que los medios de comunicación iban a poner en escena, como comentaba en su ya referido Historia del arte y medios de masas. En pocas ocasiones se escuchan opiniones que buscan retar al canon impuesto por el propio museo o por la academia: una señora indica cómo la Adoración de El Greco no le gusta: «es un cuadro duro, no es un cuadro que exprese dulzura»; otro asistente sobre el Perro semihundido de Goya: «este cuadro no me gusta, por la tristeza que desprende toda la sala. Prefiero el de la sala anterior con la vendimia»; o sobre una naturaleza muerta de Zurbarán: «no me gusta, parece un ejercicio gratuito de geometría. Está como muy muerto». Sin embargo, si se ha de recuperar una lectura a contrapelo de la esperada esta es la de un joven que, frente a la Margarita de Austria, entonces atribuida a Velázquez, dice: «el cuadro me parece de mal gusto, casi cercano a una madurez casi decrépita […]. Los colores pálidos y casi cercanos a la muerte». La participación de este joven «deslenguado» es tan brutal que mereció ser seleccionada como la primera del corto documental No tocar por favor: el museo como incidente, de Televisión Española y el CCCB dirigido por Jorge Luis Marzo y Arturo «Fito» Rodríguez, donde pude verla por primera vez. Me parece esencial destacar cómo esta «mala lectura» implica la ruptura del mensaje tanto académico como mediático, un reto al feudalismo cultural del que hablaba Ramírez. Y al respecto, Stuart Hall, hablando precisamente de la comunicación televisiva, ya indicó cómo estos errores de lectura no eran simples fallos del sistema educativo-comunicativo que daba espacio a quienes precisamente se resistían a la corrección pedagógica. Según la visión del jamaicano, estas interferencias implicaban el uso de un «código oposicional» que repentinamente y ante una enorme masa de espectadores ponía en evidencia la transparencia con la que los valores son comúnmente divulgados y aceptados sin cuestión. Quizás evidenciar dicha transparencia podría ser lo que debamos buscar como historiadores del arte.
REFERENCIAS
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Alter, Nora. 2007. «Translating the Essay into Film and Installation». Journal of Visual Culture 6, no. 1: 44-57. https://doi.org/10.1177/1470412907075068
3
Conlin, Jonathan. 1972 (2020). «Lost in Transmission? John Berger and the Origins of Ways of Seeing». History Workshop Journal 90: 142-163. https://doi.org/10.1093/hwj/dbaa020
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5
Galdeano, Laura. 2017. «Mariano Esteban, vicerrector de Salamanca: La universidad tiene que albergar estudios inútiles». Libertad Digital, 17 de septiembre. https://www.libertaddigital.com/cultura/historia/2017-09-02/mariano-esteban-vicerrector-de-salamanca-la-universidad-tiene-que-albergar-estudios-inutiles-1276604142/
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9
Jones, Jonathan. 2016. «Goodbye Art History A-level, you served the elite well». The Guardian, 13 de octubre. https://www.theguardian.com/commentisfree/2016/oct/13/art-history-a-level-subject-private-schools-kenneth-clark
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15
16
Stradling, Ed. & Marcus Hearn. 2004. «Kenneth Clark's Civilisation Extra David Attenborough Interview xvid ac3». Youtube.com (subido por Idea Total en 2016). https://www.youtube.com/watch?v=0HJtWUCKNWQ
17
Wehn-Damisch, Teri. 2015. «From Text to Screen». In Investigations: The Expanded Field of Writing in the Works of Robert Morris, editado por Katia Schneller y Noura Wedell, sin paginación. Lyon: ENS Éditions. https://doi.org/10.4000/books.enseditions.3845
Notas
[*] Este artículo ha sido publicado con la ayuda del proyecto de investigación ATLAS AV: La audiovisualización de la historia del arte y del museo (PID2022-1367530B-100) financiado por MCIN/AEI/10.13039/501100011033
[1] Una versión actualizada de las diferentes crisis que acechan a la historia del arte puede verse en .
[4] Al respecto de la propiedad de las imágenes, resulta nuevamente esencial el trabajo de Alberto López-Cuenca, en particular sobre la dimensión histórico-artística su “¿De quién son las imágenes? La historia del arte en la época del betamax” en AA.VV. Memoria del VII Encuentro de Investigación y Documentación de Artes Visuales. La vorágine de las imágenes. Accesos, circuitos, controles, archivos y autorías en el arte (México DF: Instituto Nacional de Bellas Artes, 2018), 17-45.
[5] Se debe advertir que la visión de Kenneth Clark de lo que era Occidente también estaba matizada, como revela el hecho de que España no hubiera estado incluida ya que no estaba muy clara la contribución del país al impulso civilizador, como aclaraba en la publicación homónima.
[6] Resulta conveniente recordar también cómo, a pesar de todo su carácter aristocrático, Clark era capaz de atraer a las masas. Cuando fue a proyectar su serie a la National Gallery de Washington en 1969, meses después de haberla emitido por la televisión americana, fue acogido por un entusiasta número de personas que se deshacían en elogios. Pocos metros allá de la National Gallery, las manifestaciones en contra del racismo y el movimiento feminista tenían lugar haciendo del momento uno de los más controvertidos en EE. UU. Según parece, el mismo Clark tuvo que refugiarse para recuperar la compostura dada la enorme cantidad de personas que le recibieron. Le debo a Alberto López Cuenca esta referencia, así como los estudios no publicados de Jonathan Conlin sobre Clark.
[7] El comentario está inserto en un discurso en el que Clark aborda algunas revoluciones de la Edad Contemporánea: la revolución de 1830 en Francia, las de 1848 en España, Alemania o Francia, la de 1871, la revolución soviética —que representa con imágenes de la famosa película de Eisenstein—, el levantamiento franquista del 36, el otoño húngaro de 1956 y el mayo parisino que acababa de tener lugar tan solo unos meses antes de la emisión de la serie. No deja de ser relevante tener en cuenta que estas imágenes son de las pocas que aparecen en un dramático blanco y negro, prácticamente las únicas de la serie, y que marcan un contraste con las abundantes en color de las obras de arte.
[11] “Kenneth Clark's Civilisation Extra David Attenborough Interview xvid ac3”, 2004, (subido por Idea Total en 2016), consultado el 14 de abril de 2024 (min. 2.35/2.40). https://www.youtube.com/watch?v=0HJtWUCKNWQ
[13] . Se ha de tener en cuenta que la aparición de Clark en un medio como la televisión le dio una fama enorme. Esta fue tal, que en enero de 1973, el programa de los Monthy Python escenificó un combate de boxeo con Kenneth Clark. Abatido y por el suelo, no debe pasar inadvertida la cercanía de la emisión de Berger tan solo un año antes.
[14] Juliette Kristensen. “Making Ways of Seeing: A Conversation with Mike Dibb and Richard Hollis”, Journal of Visual Culture 11, no. 2, (2012): 182.
[15] El modelo de ensayo audiovisual, por emplear el término de Nora Alter fácilmente aplicable a Ways of Seeing, sí encontró, sin embargo, cobijo fuera de la televisión en la instalación y el festival de cine, primero, y finalmente en la exposición de museo.
[18] . También debe advertirse aquí la situación que se encontraba el Museo del Prado en aquella época, cuyo retrato modélico entonces sería el aportado por Pérez Sánchez en una serie de conferencias que dio en la Fundación Juan March, tituladas “Pasado, presente y futuro del Museo del Prado” en 1976 y que luego convirtió en libro homónimo al año siguiente.