Publicado en 2019 por la editorial Lars Müller en Zúrich, aunque comenzado a imaginar como libro por la arquitecta recién titulada en Barcelona hacia 1980, X-Ray Architecture es un ensayo de Beatriz Colomina que trata sobre las correspondencias e interferencias entre la arquitectura y la medicina en las postrimerías del siglo XIX y en las primeras décadas del XX y acerca de las relaciones fecundas entre la fotografía y la radiografía, en cuanto a medios novedosos para registrar y documentar las formas ocultas, aunque nunca secretas, de ciertas obras de arquitectura pioneras y reivindicativas del Movimiento Moderno. Traducido por Cristina Zelich, con el título Arquitectura de rayos X, ha sido publicado en 2021 por Puente editores, e impreso, según informa la página de los créditos, no en Barcelona sino en Slovenia.
Subdividido en cuatro capítulos (“Salud y arquitectura”; “Tuberculosis”; “Intimidad radiográfica” y “Visiones borrosas”) amparados por una introducción explicativa y por un epílogo “Hiperpúblico”, contiene una bien hilada serie de textos procedentes de un conjunto de los artículos que la autora fue publicando entre 1997 y 2015 en diversas y prestigiosas revistas, en antologías y en compendios más o menos disciplinares. La meritoria edición promovida por Moisés Puente en su colección de “Teoría e historia” carece de erratas tipográficas (exceptuando la numeración de la imagen 42, en la página 84, donde se ve un retrato de Koloman Moser en 1903, posando de perfil, aureolado con una circunferencia de tiza), ausencia reseñable porque es muy infrecuente en casi todo lo que se publica en el ámbito de la arquitectura. Esta editorial, aún menuda y exquisita, si no decae o se arruina debido a la desidia de los receptores potenciales, está llamada a ocupar con sus libros la gran oquedad del casi desolado panorama de la teoría y la crítica arquitectónica impresa en español. La única objeción que le pondría el lector que padece presbicia es el tamaño de sello postal de una buena parte de las imágenes que encabezan muchas de sus comedidas páginas.
Si en la “Introducción” comparece Susan Sontag, en el primer capítulo la investigadora le da audiencia a Le Corbusier (La Ville Radieuse y L’Esprit Nouveau) boxeando en la playa y a Walter Gropius y Marcel Breuer dotando a la arquitectura residencial de atléticos y soleados gimnasios; a Adolf Loos con sus padecimientos de estómago y a Frederick Kiesler proponiendo entrañas y vientres como madrigueras; a Rudolf M. Schindler desnudo junto a otros propagandistas del nudismo y a Richard Neutra a la vera de las cajas orgásmicas de Wilhelm Reich, así como a algunos otros que antecedieron al matrimonio Eames en sus propuestas sanitarias y sanadoras. El capítulo final está dedicado a reflexionar sobre la transparencia en la obra de Mies van der Rohe y a destacar la reflexiva y especular intervención de Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa en el Pabellón de Alemania en la Exposición de Barcelona de 1929. Que concluya con SANAA (en el epílogo aborda el TAC, el FLIR, el PMI y otras técnicas de tomografía) y no con la arquitectura plástica de los invernaderos que han proliferado en el poniente almeriense y en las inmediaciones del parque natural de Cabo de Gata, no es sintomático. La cortina acrílica, el velo polímero o el de policarbonato, se impone culturalmente al borroso polietileno contaminante: la espiral oriental que combate los rincones aniquila al rectángulo alemán, al paralelepípedo del contenedor agrícola que imita más a los prismas de hielo que a los Museos de Arte de Toledo (Ohio).
Beatriz Colomina escribe narrativamente, con fluidez argumental e indudable solvencia estilística, de la trasparencia y de la intimidad, de las primeras placas de platinocianuro de bario (pantallas Röntgen) que informaron sobre las estructuras óseas y de su connivencia los vidrios que desvelaron cruelmente la privacidad, cuya defensa (la de la intimidad hogareña) hasta entonces había sido competencia de la arquitectura. Y habla oportunamente, en las páginas finales, de la arquitectura como fuente de nuevas enfermedades y de la vigente alergia a los edificios hegemónicos para concluir, como si de un augurio se tratara, diciendo que: «Probablemente haya que diseñar cuerpos nuevos, y probablemente aparecerá una nueva teoría de la arquitectura». Un nuevo cuerpo y una nueva teoría: un nuevo cuerpo teórico en el que la arquitectura es un conjunto de organismos, y el cuerpo un sistema estructural.
En su Nueva enciclopedia Alberto Savinio (Barcelona: Seix Barral, 1977), en su particular definición de la palabra “Drama” decía:
En la estancia cúbica y provista de pequeñas aperturas, el dramatismo se afincaba y hacía su nido, pero, en cambio, resbala sobre las paredes curvas y sobre los techos cóncavos, huye por las ventanas horizontales de grandes dimensiones y por las puertas de cristal que “trastornan el misterio de la estancia”. Los arquitectos racionalistas no se imaginan siquiera la parte de culpa que tienen en la muerte del dramatismo.
Y añadió un párrafo después, refiriéndose a la innecesaria aniquilación de lo dramático: «En la solución del dramatismo ha cooperado también la forma de los muebles. Estaba ayer en la casa de mi amigo F., el ingeniero de aviación… miraba yo los muebles del salón: eran todos transparentes. Y en otros tiempos, me decía yo, era posible esconderse detrás de un mueble, y, siendo niño, me organizaba “toda una vida secreta” detrás de una cómoda o un sofá» (pp. 145-146). En el espacio hiperpúblico, o superpublicitario, del que nos previene Beatriz Colomina, del que ya forma parte tanto la plaza como el cuarto de baño, así el aeropuerto como el rincón que hay bajo la cama recluida en el último sótano en el que se esconde el niño atemorizado, ya no es posible el secreto. La transparencia ha sido decretada como característica obligatoria por los gobiernos: es universalmente exigida por los gestores de la seguridad ajena. Ya nada se interpone a una buena cámara, a los infinitos sistemas de detección que hurgan hasta en el contenido de los intestinos. Y la arquitectura dócil, sumisa, espetada por conductos e instalaciones, infiltrada por la química, se humilla y se descarna transparentándose completamente.
Arquitectura de rayos X se suma, desde la óptica arquitectónica y no desde la médica o la etnológica, a los estudios acerca de las relaciones carnales entre la arquitectura y la enfermedad, cuyo futuro es, a tenor de los recientes acontecimientos pandémicos, muy prometedor y demasiado desalentador. En el capítulo dedicado a la tuberculosis, además de a Thomas Mann y a Robert Musil, la elocuente profesora Colomina cita a Thomas Bernhard, quizá consciente de que quienes han radiografiado la arquitectura, los que la han referido desde dentro y desde fuera, quienes la han desollado y destazado, han sido los grandes escritores: la buena literatura que está atenta a los lugares. En Arquitectura y enfermedad en la obra de Thomas Bernhard su autor, José Antonio Espinosa (Sevilla: IUACC, 2018), analiza cómo la patología de un creador obsesionado con sus dolencias acaba repercutiéndola en los escenarios de sus obras y de qué modo esta condiciona sus relaciones con la arquitectura que proyecta para que vivan sus personajes y en la que él elige y acondiciona para sobrevivir.
En El gran misterio (Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2019) César Aira se ocupó novelescamente de imaginar un breve periodo de la incómoda existencia del descubridor de los Rayos X durante una noche otoñal de 1895: de aquel Wilhelm Conrad Röntgen con el que la investigadora iniciaba el relato de sus pesquisas. El escritor argentino, aunque se detiene a pormenorizar el lugar oscuro en el que el marido experimenta, aunque se demora en la arquitectura subterránea que lo ampara y en las bibliotecas que profana buscando abogados, nunca lo llama por su nombre, no así a Berta, a su solícita esposa. Se trata de Anna Bertha Röntgen, que cuando vio su propia mano transparentada en una placa por los rayos, dicen los testigos y los cronistas que gritó: ¡He visto mi muerte!”. Si la arquitectura (la personificada por Francesco Rustici en su alegoría al óleo o la parida en un quirófano por Mies van der Rohe) pudiera contemplar al trasluz su propia radiografía, tal vez hoy, sugiere sutilmente Beatriz Colomina, se sumaría al lamento horrorizado de Berta.