A finales del siglo XVII la educación de príncipes y nobles en las artes y, especialmente, en su ejercicio, estaba muy extendida y, en el caso de las casas reales, era prácticamente un fenómeno paneuropeo. Se trata de una cuestión íntimamente ligada al gran desarrollo cultural enfocado al gusto por las artes como parte fundamental de la idiosincrasia aristocrática (; ). Las elites laicas europeas fueron contemplando la educación en el arte y la práctica artística como parte destacada de sus conocimientos, necesarios para el ejercicio de su función social, pero también como signos de distinción propios de los príncipes y aristócratas, habitualmente contempladas, más que junto a conocimientos teórico-científico-literarios, junto las llamadas “habilidades” de la alta sociedad: el baile, la esgrima y la equitación.
La cuestión de los conocimientos artístico-visuales y la praxis de las artes por los príncipes y aristócratas había seguido una línea fundamentalmente humanística desde el siglo XVI, basada en la tradición clásica aristotélica y en su desarrollo por parte de Baltasare Castiglione, quien, en su obra Il Cortegliano (1528), había propuesto el dibujo y la pintura entre las habilidades y conocimientos propios del hombre de corte, sumando a las razones del estagirita (desarrollo de diversos conocimientos, capacidad de juzgar las obras artísticas patrocinadas, habilidad de distinguir la belleza) las relacionadas con el desempeño bélico nobiliario (el dibujo como medio de comunicación gráfica de información táctica, estratégica y geográfica).
En la Monarquía Hispánica, la inclusión del conocimiento de las artes y su praxis en la formación de las elites, ya existente en el XVI, fue tomando cuerpo igualmente durante el Seiscientos, con su reflejo en la tratadística sobre la educación principesca y aristocrática. Diversos conceptos se ligaban a dichos conocimientos y prácticas: vinculación al ocio; a la educación juvenil; a la formación estético-cultural; a la idea de que los ejercicios se limitasen a la intimidad; a la ausencia de trabajo manual y esfuerzo físico denigrante; y, por supuesto, a la ausencia de provecho profesional o económico. Los numerosos casos de regios y nobles practicantes de las artes, plasmados en la tratadística artística, demuestran que este fenómeno fue temprano y sostenido en las altas cumbres de la Monarquía. El ejemplo italiano humanístico, cuya máxima plasmación teórica es Castiglione, pero también visible en otros tratadistas sobre el ethos principesco y, por supuesto, en la tratadística artística, tuvo un innegable impacto en la corte hispana (; ). La actualización de los criterios culturales tuvo progresivamente su efecto en el ámbito aristocrático, de forma que el siglo XVIII supuso la definitiva asimilación de la praxis artística como rasgo propio de la cultura nobiliaria a nivel europeo (; ; ). El fenómeno, que cada vez interesa más a la historiografía actual, ha sido estudiado desde distintos puntos de vista, pero no se había abordado, al menos en el caso hispano y con contadas excepciones, teniendo en cuenta las fuentes primarias sobre la educación de la nobleza. Ese trabajo pretende ampliar el panorama centrándose en dichas fuentes, sobre todo en las del siglo XVIII -período en el que la educación artística y en el ejercicio aristocrático de las artes aparece reconocida y aceptada de forma clara y manifiesta, con unas características y matices ciertamente muy particulares-, continuando estudios que se han centrado en las centurias anteriores ().
Tratados sobre la nobleza y su educación
Para comprender el fenómeno en toda su dimensión, analizaremos los tratados sobre la nobleza y su educación que aparecieron en la España del Setecientos, bien escritos por españoles, bien traducidos de otros idiomas o, antes de ello, con reflejo directo en la tratadística hispana. Aunque en muchos casos las versiones castellanas aparecieron ya avanzado el siglo o tardíamente, no cabe duda de que estos textos se conocieron con anterioridad e influyeron notablemente en este desarrollo cultural.
El tratado que de una forma más sorprendente y novedosa impactó en los usos educativos de la Europa y la España ilustradas es el que dio a la luz John Locke titulado Some thoughts Concerning Education. Publicado en Londres en 1693, solamente vería su versión española en 1797 (), sobre todo a través de su traducción francesa de Pierre Coste (Amsterdam, 1721) y de la italiana que deriva de esta (Venecia, 1735) que, sin duda, se conocieron aquí antes que la versión original. De hecho, se ha constatado que la influencia predominante en la pedagogía hispana de este siglo es lockeana, al menos hasta la llegada de la de Pestalozzi (). Su modernidad, que contrasta con precedentes como el de , es sobre todo de enfoque pedagógico, aunque también presenta novedades en cuanto al currículum de materias que debía conocer el “gentleman”, a quien estaba dirigido el texto, pues deriva de la experiencia del autor como preceptor: “Suited to our English Gentry”. En lo que se refiere a las artes visuales, debemos advertir que la edición francesa cambió por error una palabra clave, “drawing” por “peinture”, es decir, que donde debía decir “dibujo” la mayoría de los españoles de la época entendieron “pintura”, lo que supone un cambio de perspectiva no por casual menos interesante (; ).
La obra de Locke contiene varios apartados que nos interesan. El primero pertenece al capítulo titulado “De la ciencia, o de lo que se debe enseñar a los niños” (“learning” en el original), que contiene el apartado que se centra en el dibujo, “drawing” (“pintura” en la traducción), tras tratar de la lectura y la escritura. Otra sección es la dedicada a “los ejercicios de un joven bien nacido” (“accomplishments neccesary to a gentleman” en el original), donde, tras la danza y la música, la esgrima y la equitación, se refiere a “trade”, que en la traducción se titula “qué oficio debe aprender un niño bien nacido”. Es aquí donde se trata de la pintura (“painting”), además de otras actividades. El primer asunto se trata de la siguiente forma: “Después que un niño haya aprendido a escribir con perfección y velozmente, sería muy conveniente, en mi dictamen, no sólo que continuase ejercitándose en la letra, sino que se dedicase también a la pintura [“drawing”, ed. original.], que en muchas ocasiones es muy útil a un caballero distinguido, particularmente si viaja”.
Efectivamente, Locke se refiere a la capacidad de la imagen para trasmitir información sobre lo que el viajero puede ver –refiriéndose sin duda al “Grand Tour”, entre otros-, pues es más elocuente el dibujo que la palabra. Sin embargo, matiza, “no es mi ánimo, sin embargo, persuadiros que hagáis un pintor [“painter” e. o.] de vuestro hijo”, pues no debe invertir el tiempo necesario para destacar en esta faceta, tiempo que sería preciso para “otras ocupaciones más importantes”. Sin embargo, el inglés señala que en poco tiempo podría “aprender la parte de pintura [“drawing”, e. o.] y perspectiva necesaria para trazar regularmente sobre el papel todo lo que vea, excepto los semblantes, con especialidad si tiene genio para ello”, pues sin este “genio” es preferible “dejar de enseñar las cosas a los niños, que mortificarlos inútilmente”, a menos que “sean de tal naturaleza, que deban saberlas indispensablemente” ().
La perspectiva que ofrece Locke es, como puede comprobarse, fundamentalmente utilitaria, en algunos sentidos conservando matices de la tradición humanística, pero más moderna y ajena al uso bélico casi exclusivo que le daban Castiglione y sus derivados a la hora de justificar el aprendizaje del dibujo por los nobles. Por otra parte, se trata de un conocimiento o habilidad que, como reflejan fuentes humanísticas anteriores, no debe adquirirse de forma demasiado desarrollada ni “profesional”. El caballero o “gentleman” (“joven de una casa distinguida” en la traducción), encontrará un medio muy útil para esos fines de trasmisión de información, pero solamente deberá implicarse, como en la tradición humanística de los siglos XVI y XVII, si no supone dejar actividades más importantes, y siempre y cuando sienta cierta inclinación.
Tras referirse a las habilidades nobiliarias, en el apartado dedicado a “trade” -en el sentido de “oficio” o “profesión”, más que “comercio”, en lo que claramente acierta el traductor- encontramos, ahora sí con su significado original, la pintura. Pero primero se aclara, debiendo disculpar en cierta forma que se toque este tema, que “tratando de la educación, no era mi ánimo hablar sino de lo que toca a la profesión de un hombre decente, con la que parece que un oficio es totalmente incompatible”. Pero para Locke, el caballero debe aprender un oficio mecánico -o dos o tres, aclara-, “para cuyo ejercicio se necesita del trabajo de mano”, por dos razones. La primera, porque no sólo las lenguas y las ciencias, “sino que la pintura, el oficio de tornero, el de jardinero, el de herrero, en una palabra, todas las artes útiles a la sociedad son igualmente dignas de aprenderse” (). La segunda, la conveniencia para la salud del ejercicio físico.
La propuesta del inglés viene a romper con muchos de los prejuicios que la idea de nobleza venía manteniendo sobre la posibilidad de ejercer oficios manuales, y que tantos ríos de tinta habían hecho verter a los tratadistas, especialmente los artísticos. Sin embargo, en tratados anteriores ya se adivinaba cierta permisividad en cuanto a ciertos tipos de actividades manuales, entendidas normalmente como plasmación de un ocio honesto () que, como muestran los ejemplos de trabajo manual por parte de aristócratas, príncipes y monarcas, se había desarrollado de manera importante desde el siglo XVI, sobre todo en países centroeuropeos (; ; ), aunque nunca con estos niveles de apoyo en la teoría, y casi nunca en la educación.
Después de señalar que la segunda consideración al respecto es la conveniencia para la salud del ejercicio físico, y antes de tocar el trabajo del torno, la jardinería y el trabajo del hierro, entra en el asunto del ejercicio de la pintura, en tanto que oficio. Locke empieza diciendo que la “pintura sería el arte que me agradaría más de todos, si no tuviese contra sí una o dos razones”. Teniendo en cuenta que pintar mal es “insufrible”, y que para pintar medianamente bien hace falta mucho tiempo de estudio, opina que con el fin de no hurtar tiempo a la formación en asuntos más útiles, especialmente si el discípulo no tiene inclinación a ese arte, “no sería de dictamen que un niño decente se dedicase a la pintura”. Pero, además, tras el estudio en disciplinas realmente útiles, no es recomendable que el educando dedique su ocio a este arte, por ser un ejercicio sedentario, siendo preferible que “se ocupe en algún oficio corporal, que sea propio para dar desahogo al espíritu y robustecer la salud, haciendo más vigoroso el cuerpo”. Estas son “las dos razones que me mueven a no poner la pintura en el número de las diversiones propias de un caballero de nacimiento ilustre” (). El trabajo con el torno, con hierro o la jardinería se proponen como actividades manuales mucho más adecuadas.
Estas consideraciones nos enfrentan con una serie de cuestiones que, según están planteadas, significan dar la vuelta a la teoría humanística según la cual, para evitar que la pintura se continuase considerando un oficio mecánico y por lo tanto indigno de la nobleza, debía considerarse una práctica intelectual, similar a la literatura o las artes liberales especulativas, sin despliegue de ejercicio físico mecánico (;; ; ; ). Según parece, superado este estadio, y aceptada la pintura como una actividad sedentaria, resulta que ahora no conviene al caballero precisamente por no tener el carácter de actividad física y, por lo tanto, ser poco recomendable desde el punto de vista de la salud. La innovación, pues, está en el trabajo manual que conlleva cierto esfuerzo físico, además de lo que antes veíamos sobre la importancia práctica del control del dibujo.
Por el momento, sin embargo, estas novedades no parecen haber tenido reflejo en España, aunque después aparezcan. De hecho, uno de los primeros tratados sobre la nobleza en nuestro país que refleja algo relacionado con el asunto de la educación y práctica artística en el Setecientos es el de Alonso de Azebedo (Sevilla, 1731) que, en la línea humanística, sigue bastante literalmente a un importante autor del Seiscientos, Saavedra Fajardo, cuando señala: “no desdice del valor, y grandeza de ánimo la inteligencia de las ciencias y Artes Liberales, en que obra el ingenio y obedece la mano sin que pueda ofenderse la gravedad, aunque se divierta a la música, y a la pintura, como no se tome por oficio, y haga olvidar las obligaciones de la estimación, y del estado” (). Es decir, que mantenía las tradicionales salvedades que aceptaban la dedicación a actividades artísticas siempre que se limitasen al ocio, estuviesen vinculadas con la “liberalidad” y ausencia de esfuerzo, mostrasen ausencia de implicación “profesional” y se desarrollasen con un compromiso de bajo nivel.
Un tratado muy interesante es el que apareció en Francia en 1747, obra del caballero Brucourt, titulado Essai sur l’éducation de la noblesse. Nos interesa esta obra especialmente porque su conocimiento y difusión en España están probados por su traducción al castellano. El autor era Charles-François-Olivier Rosette, chevalier de Brucourt (1712-1755). El traductor fue el ilustrado militar Bernardo María de Calzada, perteneciente a las sociedades económicas Bascongada y Aragonesa, y apasionado traductor de obras francesas (; ; ), cuya versión apareció en Madrid en 1792, aunque es muy probable que se conociese anteriormente.
El tratado recoge, tras un capítulo centrado en los ejercicios corporales y otro dedicado a la música, el dedicado a la arquitectura, la escultura y la pintura. En primer lugar, el autor se ve en la necesidad de aclarar la pertenencia de las artes visuales al campo de las artes liberales, lo cual demuestra que aún podían encontrarse reticencias, e inmediatamente después las señala como parte indiscutible de la formación nobiliaria, pero con un matiz importante –como el que mantenía Azebedo-, como es que el noble no debe entrar en las profundidades de los artistas de profesión. A partir de aquí, el tratado pasa a señalar la conveniencia de estos conocimientos (). Las artes de la pintura y escultura son útiles a la hora de conservar el conocimiento de los grandes hombres y acontecimientos, y a la de proponer ejemplos de virtud. Las artes proporcionan “placeres inocentes”, de forma que sirven para ocupar dignamente el ocio ().
De nuevo, en la tradición humanística, la justificación del conocimiento de las artes viene marcada por el ocio honesto, como corresponde a un rango de cultura especialmente indicado para la nobleza. Esta introducción se refiere a algunos de los tópicos que se desarrollaron en los siglos anteriores y que derivan de Aristóteles (Política), empezando por el hecho de que los más indicados para apreciar las artes son precisamente los grandes señores y los nobles. Especialmente porque, como decía el conde de Fernán Núñez en 1686, necesitarán de ellas para la construcción y decoración de sus palacios (). En segundo lugar, porque los grandes patronos de las artes deben conocerlas para evitar ser engañados y encargar obras sin el conveniente mérito y gusto. En tercer lugar, porque la nobleza tiene la obligación de apoyar a los artistas.
Tras aludir a los ejemplos tópicos del apoyo de los poderosos al desarrollo de las artes, pasa a referirse a alguno de los más famosos referentes de la Antigüedad como base de la nobleza del arte, sumando algunos conceptos más modernos (Honor, Nación, Época, Humanidad) (). Sin embargo, a la hora de entrar en la oportunidad de los conocimientos artísticos que deben tener los nobles, o de la conveniencia de que practiquen las artes personalmente, nos señala: “para formarse un buen gusto en las artes, bástale a la nobleza la teoría. La práctica pide mucho tiempo, que sería preciso tomarlo sobre el destinado a las obligaciones personales; y además, que, para sobresalir, se necesitan disposiciones naturales, que no concede la naturaleza a todos” ().
Las palabras de Brucourt nos recuerdan a las de Locke cuando hablaba del genio natural y de que la pintura exigía mucho tiempo para su perfeccionamiento y, de hecho, la introducción del original francés (y en la traducción) se cita a “Lock” entre los autores anteriores sobre educación, lo cual demuestra cierta modernización de las bases teóricas tradicionales que guían al francés. El texto se orienta inmediatamente hacia la práctica, al menos del dibujo: “débese también enseñar a los jóvenes el dibuxo. Fuera de que esta habilidad es útil en infinitas ocasiones, se le puede mirar como la llave de las Bellas Artes. Enseña a imitar la naturaleza, la bella proporción de las partes, la elegante expresión, la perspectiva, y forma también el gusto en las artes por las disposiciones que deja en el ánimo” (). No se trata ya del dibujo matemático, ni del militar enfocado a la fortificación y asuntos similares, que estaban plenamente contemplados en la tratadística nobiliaria anterior, y en los usos educativos de la nobleza (), sino del dibujo artístico, más allá del puramente utilitario que señalaba Locke. Además, el francés en el original introduce una nota en la que recomienda para la enseñanza del dibujo la cartilla de Gerard Lairesse, que el traductor español obvia, pero que es una referencia muy significativa de los métodos de enseñanza del dibujo por parte de los nobles diletantes (; ).
A pesar de la cita, a continuación se pasa a describir el método que, indica, era el habitual para el aprendizaje del dibujo, las fases de ese aprendizaje y sus distintos objetivos: “se acostumbra a dividir el dibuxo en tres partes, a saber: la arquitectura, el paisaje y la figura animada”. Dicho aprendizaje debe comenzarse por la última de ellas “porque acostumbra a la imitación y dexa un cierto gusto, que sirve para adelantar más en las otras”, matizando que “cuando se sabe imitar bien la naturaleza, en la figura animada, se la imita mucho mejor en las cosas inanimadas” (). La elección de los maestros de dibujo también se señala, recomendándose a un arquitecto hábil, así como a un pintor y a un escultor con gusto aquilatado ().
A continuación, Brucourt pasa a detenerse en lo que antes denominaba la “teoría” de las artes, que consiste en todos aquellos conocimientos necesarios para la correcta comprensión y despliegue de los conocimientos artísticos, un verdadero curso de Historia de la Arquitectura y del Arte, con la bibliografía precisa, el orden adecuado, los criterios y los ejercicios necesarios. En cuanto a los libros, recomienda los Principios de Félibien, incluso el diccionario de términos artísticos que aparece al final de esa obra; Vignola (ed. de Daviler); Blondel; Vitruvio; y Perrault. De pintura, el Cours de peinture par principes, de Roger de Piles; el Tratado de pintura de Leonardo da Vinci (ed. Giffart); las Vidas de pintores de Félibien; el Compendio de vidas de pintores de De Piles y otros textos de este autor (). El traductor suprimió algunos otros textos que aparecen en el original francés, como el tratado de pintura de Du Fresnoy, así como el Dialogue sur le Coloris de De Piles, otra obra sobre pintura de Coypel, o las reflexiones críticas del abate Du Bos. Finalmente, como complemento a esta formación teórica e histórico artística, Brucourt recomendaba, en palabras de Calzada: “con el estudio de los libros que propongo podrán los jóvenes aprovechar mucho tratando con los artífices, y viéndolos trabajar. De este modo se aprende el maravilloso artificio de sus obras”. Especialmente, recomienda el estudio y el examen de “las mejores producciones”, pues “en cada arte hay un punto de perfección, que es necesario conocer, y que conviene buscar en las obras” (), añadiendo largas consideraciones sobre el juicio artístico, con numerosos ejemplos y elementos de juicio, en lo que constituye todo un curso de crítica de arte considerado necesario para la educación del noble.
Brucourt sigue en algún detalle la línea pedagógica de Locke, a quien cita como referente. Pero también cita otros autores de la línea francesa, como Fleury, Rollin y De Crousaz. Claude Fleury fue tutor por nombramiento real de los hijos del príncipe Conty, Armand de Bourbon, así como del hijo ilegítimo de Luis XIV Monseigneur de Vermandois , y junto a Fénelon, de los nietos del rey, los “enfants de France”, duques de Borgoña, Anjou y de Berry (; ). Su Traité du choix et de la méthode des études (1686) lo muestra conservador, pero su apartado dedicado a “Études courieuses”, señala que “a la poëtique je joins la musique [...]. J’y joint aussi la peinture, le dessein, & tous les arts qui en dépendent” (). Charles Rollin es todavía más conservador, y sólo se refiere a la formación del gusto (). Por su parte, Jean Pierre de Crousaz, autor suizo de origen aristocrático y profesor de la Academia de Lausana (;), que también actuó como preceptor, en su obra, muy conocida y citada en el Setecientos -incluso por Rousseau en su Emilio-, presenta alusiones muy interesantes a nuestro tema. Cuando se refiere a la “diversité dans les recreations”, señala, advirtiendo de no obsesionarse por una en particular, y de que no se convirtiesen en “object de son application”, que “un jeune homme de qualité a des devoirs trop importants à remplir & qui demandent trop de temps, pour se mettre dans la peinture, par exemple. Il peut donner quelques momens à dessiner” (). Sin embargo, antes se detiene en la educación en la práctica de la pintura, de forma que en ocasiones se nota su influencia sobre Brucourt, y el conocimiento de las ideas de Locke. En relación con la tradición que sigue el primero, cuando recomienda llevar a los jóvenes discípulos a ver el trabajo de pintores y escultores, añadiendo que aunque si se aprecia en ellos talento por la pintura, nunca se les debe obligar a ella, considerando este arte no como un mérito, sino “comme un talent commode pour pouvoir s’amuser seul”, siempre que no sea la única actividad de ocio “ou la plus ordinaire”, por tratarse -aquí Locke- de algo “trop sedentaire, & par là peut nuire à la santé” ().
Los tratados de Locke y de Brucourt muestran a las claras dos líneas culturales de aplicación de la enseñanza y práctica de las artes visuales. La primera, que será la más defendida por los ilustrados hispanos, es la que entiende la formación en elementos como el dibujo y otras actividades mecánicas desde un punto de vista práctico y utilitario, que proviene del inglés. En ella no parece importar tanto el asunto de la nobleza desde un punto de vista cultural y social convencional, pues aunque Locke hable de la educación del “gentleman”, deja traslucir una postura que supera la visión tradicional y la definición humanística de la educación de las elites laicas, así como las consecuencias de su caracterización como clase, en cuya plasmación intervenían elementos de justificación de la desigualdad, tanto en lo que tiene que ver con su función, como en su comportamiento y actitudes.
La otra faceta del asunto está mejor caracterizada por el francés y, en muchos sentidos es más tradicional, si bien desarrollada y actualizada. Aunque elementos que tienen que ver con la práctica y la utilidad se adivinan en su postura, su descripción de la educación de la nobleza en el dibujo, y su amplia incursión en el mundo de la formación en el gusto artístico, en el juicio crítico estilístico, y en la Historia del Arte y de los artistas, se encuadra sin lugar a dudas en la categoría de los signos de distinción, en los elementos culturales que, como las típicas habilidades que ya hemos citado, eran elementos caracterizadores de la pertenencia al grupo social, de una nobleza que creaba para sí misma rasgos específicos estamentales que tenían que ver tanto con su apariencia y caracterización, como con su función social de patronazgo y familiaridad con las artes. Se trata de la línea humanística, modernizada.
Otro tratado sobre la educación y comportamiento nobiliario muy difundido a mediados de siglo es el del marqués Caraccioli (; ), titulado Le véritable mentor ou l’éducation de la noblesse (1759), que vertió al castellano en Madrid, en 1783, Francisco Mariano Nipho (; ; ; ). El autor francés de origen italiano fue un reformista conservador, seguidor de Malebranche y criticado por los philosophes, pero muy en la línea de la política oficial del reinado de Carlos III, por lo que Nipho se propuso traducir sus obras, ya trasladadas a las principales lenguas europeas. Se trata de un texto que solamente hace una pequeña referencia a la necesidad de conocer y practicar el dibujo: “se han de granjear algunos instantes para el dibuxo, y para componer alguna carta, a lo menos cada día” (; ).
El tratado propiamente hispano que se centra en la educación nobiliaria en el siglo XVIII, es el del obispo de Menorca Antonio Vila y Camps, titulado El noble bien educado, dedicado a los condes de Villapaterna. Esta obra, muy elocuente en su título, se publicó en Madrid en 1776 –reeditada en el siglo XX ()-. El capítulo V trata de “las recreaciones y ejercicios propios de un caballero”, entre los que encontramos la pintura. El menorquín se basa casi literalmente en Locke (al que sin duda había leído y podría decirse que en la versión original), cuando dice que de “todas las diversiones más propias para un caballero, la pintura sería la que te aconsejaría yo que aprendieses, si no tuviera dos razones que me lo impiden”, que son exactamente las argumentadas por el filósofo inglés. En primer lugar, “porque este arte necesita mucho tiempo para que uno llegue a ser medianamente hábil en él, y porque no hay cosa más insufrible que pintar mal”. A continuación, porque el individuo interesado por este arte suele abandonar otros estudios si tiene inclinación por la pintura; que si no la tiene, perderá el tiempo, trabajo y dinero -como decía Locke-; y por el asunto del carácter sedentario de la ocupación artística (). Vila y Camps se refiere inmediatamente al dibujo, resumiendo mucho los argumentos de Locke: “pero no obstante, te aconsejo una parte de ella, que es el dibujo, o el diseño, que me parece necesario y utilísimo a cualquier hombre bien nacido, y aun preciso en la educación de un joven, y puedes aprenderlo fácilmente, pues no te costará mucho, dándote yo las reglas generales que en mi tierna edad aprendí” ().
Al hablar de “los artes mecánicos” que un caballero debe aprender, que Vila justifica igual que Locke (“Parecerá a algunos que lo que voy a decirte es cosa indigna de un hombre de honor y nacido con conveniencias”), vuelve a ser bastante literal con respecto a lo que ofrecía el inglés, cuando señala la necesidad del aprendizaje de algún “arte mecánico, un arte que necesite trabajo de manos”, por ser útil y por el ejercicio físico que entraña “muy propio para conservar la salud” (). Ciertamente, aunque Locke ha modernizado la perspectiva, todos estos ejercicios tenían alguna base en la tradición y, de hecho, nuestro autor no deja de reseñar precedentes justificativos, especialmente los que tradicionalmente se reflejan en la tratadística, que suelen proceder de la literatura clásica. Pero la perspectiva utilitaria se hace finalmente evidente cuando Vila hace referencia a la dedicación a este tipo de actividades, entendidas en su faceta recreativa aunque útil, que se daba por entonces entre los miembros de la casa real española, cuando dice:
Yo quisiera que eligieses alguno de los artes que te he expresado, y que a imitación de nuestros serenísimos infantes, supieras hacer cosas útiles y primorosas al mismo tiempo que te divirtieras. Quiero que te aproveches aún del tiempo que otros llaman perdido, porque cada uno puede ver que la diversión no consiste en no hacer nada, sino en quitar el disgusto de un trabajo que fatiga, con otra diversión y ocupación ().
Otra de las obras hispanas de referencia es la del polígrafo jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, a la que ya se refirió . Se trata de su Historia de la vida del hombre, publicada en Madrid en 1789. En el primer volumen nuestro autor se ocupa con cierto detenimiento de la educación infantil desde un punto de vista ilustrado, fijándose en la formación física, civil, moral y científica. No hay que olvidar que el autor fue el director del Seminario de Nobles de Madrid desde 1762 hasta poco antes de la expulsión de la Compañía de Jesús (; ; ), y que su conocimiento e interpretación crítica de la obra pedagógica de Locke también ha sido puesta de manifiesto ().
Tras el capítulo centrado en aquellos conocimientos, se ocupa (capítulo V) de las “habilidades caballerescas que deben aprender los niños de familias nobles o civiles acomodadas” (), situando junto a la danza, la esgrima, la equitación y la natación, el “diseño y pintura” como “dos habilidades dignísimas de las personas bien nacidas” (; ). El discurso del jesuita es muy interesante porque no sólo da por supuesto que la pintura y el dibujo eran habilidades características de la nobleza ya en esta época plenamente aceptadas, sino que puede inferirse de sus palabras que las pretensiones de educar a los niños de esta clase en esas artes era un fenómeno bastante extendido. No de otra forma puede entenderse que Hervás se detenga en matizar las posibilidades de éxito de los jóvenes discípulos, e incluso dé consejos sobre la conveniencia de apoyar o disuadir a los padres de ello. Cuando el jesuita se refiere a la posibilidad de alcanzar ciertas cotas de habilidad, no lo hace como los tratadistas de la tradición humanística, sino desde un punto de vista más moderno y muy diferente, que surge, de nuevo, de Locke, al que sigue muy de cerca en algunas de sus afirmaciones sobre el diseño y la pintura. Hervás también añade a la educación de los vástagos de los nobles y “acomodados”, otro tipo de prácticas, como son las de las artes “mecánicas”, adecuadas no por necesidad, sino porque “en personas acomodadas servirán para ocuparla con utilidad de la propia salud y para evitar el ocio” (). Como Vila, en la línea de Locke, señala Hervás que:
grande número de personas distinguidas en el Estado, y aún príncipes, han aprendido algún arte mecánico para ocupar su fantasía sin fatiga mental, huir del ocio y ejercitar las fuerzas para mantener robusto el cuerpo. Tales artes son los de relojero, carpintero, tallista, tornero, jardinero, platero, &c. Si un niño descubre inclinación a cualquiera de estos artes que puede ejercitar sin grande fatiga, y con provecho del cuerpo y del alma, se debe fomentar su inclinación ().
Otra obra importante, que es una traducción de un libro francés, es el Tratado de educación para la Nobleza, publicado en Madrid en 1796, versión realizada por María de la Concepción Fernández de Pinedo (1755-1802), hija y sucesora de los marqueses de Perales del Río, marquesa de Tolosa (; ; ; ). Según la información con la que contamos, proveniente del mismo libro, el original francés en el que se basa es obra de 1728, y escrito por un eclesiástico de París. Sin embargo, no hemos podido encontrar el nombre del autor ni del libro. Es por ello que hemos preferido introducir aquí su comentario y análisis, porque quizás el impacto de la traducción fue tardío, aunque de nuevo nos hable de las tendencias culturales con respecto al asunto que nos ocupa en el último cuarto del siglo XVIII y, de hecho, el planteamiento es muy cercano al de la obra de Brucourt, vertida por estos años al castellano. Podemos puntualizar que, en ocasiones, más que una traducción, parece un comentario a la obra original, a tenor del vocabulario y línea general.
En el tratado encontramos un capítulo directamente relacionado con nuestro estudio, pues nos introduce de lleno en el conocimiento y la práctica aristocrática de las artes, titulado, de forma muy explícita, “lo que una persona de calidad debe saber del Dibuxo, de la Pintura y de las Artes liberales”, unas artes liberales que son aquí fundamentalmente las artístico-visuales. Comenzando por algunos detalles generales muy ilustrativos sobre la intensidad de esos conocimientos y práctica, que se pide superficial, nos habla de su importancia en los usos sociales de la nobleza, mucho más en la línea francesa que en la de Locke (). El asunto que más nos interesa aparece a continuación, cuando se pasa a tratar del conocimiento de las artes y del aprendizaje del dibujo por parte del noble: “trato aquí principalmente del dibuxo, de la pintura, de la escultura y de la arquitectura, de las cuales verá sin cesar obras que darán ocasión de que forme juicio de ellas; y para que pueda hablar con propiedad y exactitud, es preciso empezar poniéndole un buen maestro de dibuxo desde que sea capaz de tener aplicación para ello” ().
Después de advertir sobre la calidad de dicho maestro, se detiene sobre la importancia de combinar teoría y práctica, pues de lo contrario “la mano ejecuta algunas veces bastante bien, sin que el entendimiento conozca lo que hace”, y “lo mismo sucederá cuando dibuxe la vista de alguna cosa magnífica, o castillo”. Por ello, recomienda el estudio del vocabulario básico, al menos de arquitectura, y obras como el diccionario de Félibien, cuyas ilustraciones pueden “servir de gran recurso para la inteligencia de las lecciones que el maestro de dibuxo le dé sobre estas materias” ().
Aunque nos recuerda inmediatamente recomendaciones como las que vimos en Brucourt, resulta mucho más completo a la hora de detenerse en cuestiones prácticas de tipo pedagógico, lo que indica que ya no se trataba de que el noble hiciese algunas incursiones más o menos hábiles, sino que se pretendía entrar en detalles que tenían que ver con el conocimiento y aplicación de conceptos teóricos a la práctica. Sin embargo, al contrario que otros tratados del siglo XVIII vistos hasta ahora, no se detiene en el dibujo como tope de las incursiones nobiliarias en la práctica artística personal, pues enseguida se extiende a la pintura: “Cuando el educando haya hecho algún adelantamiento en el dibuxo, se le podrá enseñar algunos principios de la miniatura, y de la pintura sobre los colores, sobre las actitudes, sobre los coloridos, &c.”. Como apoyo bibliográfico, propone libros como “el curso de pintura” de De Piles y su compendio de la vida de los Pintores, obras de Félibien, Vitruvio (Perrault), de forma que el discípulo sepa distinguir las obras “y cuáles son las más defectuosas, las más perfectas, y también los parajes en que se han conservado” ().
El pasaje se detiene en una cuestión básica, como es el de las modalidades artísticas más apropósito para su ejercicio nobiliario. Al aconsejar la formación en “algunos principios”, especialmente de miniatura, nos habla de un formato muy usado por los aficionados en tanto que suponía un grado de compromiso menor y poco engorroso, como el dibujo. Pero, además, la práctica con el color suponía un mejor conocimiento de la actividad de los pintores profesionales y, con ayuda de los manuales más recomendados, suponía el inicio de los conocimientos de crítica y de Historia del Arte que debían formar parte del bagaje formativo del noble. Es decir, que la práctica artística se contempla como complemento de la teoría, y la teoría como elemento vertebrador del discurso de la persona bien educada, pero basada en la práctica (). Se trata de un verdadero curso de educación en la crítica del arte, así como en su historia, que podía incluso complementarse con visita a colecciones de la mayor importancia, y con ejercicios prácticos de tipo comparativo y de la evaluación estilística de las obras, sin que estas habilidades críticas dejaran de servir para la propia práctica del noble aficionado (). Resulta claro que este tratado está en la línea humanística y que pide una serie de conocimientos y habilidades de representación del estamento nobiliario, más que en la utilitaria.
LOS PLANES DE ESTUDIO
Para completar el panorama de las propuestas pedagógicas contamos también con documentos normativos de singular categoría e importancia que, de hecho, son programas educativos efectivos emanados del propio gobierno de la Monarquía para la formación de la nobleza. Dos son las instituciones de educación de las elites laicas en las que nos vamos a detener: Los Seminarios de Nobles y la Real Casa de Pajes. Los Seminarios de Nobles fueron los centros por excelencia de la educación reglada de los jóvenes aristócratas, aunque muchos de estos se seguían educando en el entorno familiar (). La Real Casa de Pajes fue una institución similar, pero creada en Palacio, siguiendo la tradición que encontramos, al menos, desde la época de los Reyes Católicos. Sus componentes debían pertenecer también a los altos estamentos y, por lo tanto, entran dentro del espectro social que nos interesa.
La Real Casa de Pajes sufrió una serie de reformas educativas en la segunda mitad del XVIII, de las que emanaron diversos reglamentos. En esos textos normativos, además de otros contenidos educativos, encontramos algunas referencias al dibujo, como las del informe de Pérez Bayer de 1773, que proponía que los pajes debían aprovechar los ratos que les dejaban las clases de esgrima y baile, para jugar o para “actividades más provechosas como tomar lección de dibujo” (). El plan de estudios de 1798 –que no se llegó a aprobar-, además de otras materias, contemplaba también que junto a esas “habilidades” aristocráticas, tuviesen clases de dibujo, con su maestro contratado al efecto (). Aunque no se especifica en estos planes en qué consistía exactamente este estudio del dibujo, casi siempre ligado a las citadas “habilidades”, en algunas ocasiones lo encontramos vinculado a las matemáticas, la tradicional puerta de acceso a estos ejercicios, y siempre muy relacionado con la formación militar. De hecho, el reglamento de la Casa de 1804, impreso el año siguiente (), habla de dibujo militar como algo fundamental, pero también de “dibujo de figura y paisaje”, lo que inmediatamente nos remite a un tipo de diseño artístico, de nuevo en el marco de las “habilidades”, junto al baile, la esgrima y la equitación ().
La Real Casa de Pajes tuvo una importante vinculación con el centro por excelencia de la formación nobiliaria reglada de la España del Setecientos, el Seminario de Nobles de Madrid, con sus paralelos en otras sedes. En sus reglamentos se contempló el dibujo sobre todo como complemento al estudio de las matemáticas y de la milicia (), como encontramos en el plan del Seminario de Madrid de 1785 que, al hablar de la “clase de dibujo”, indica que “el dibuxo militar es el que se enseña en esta clase, que se reduce a la delineación de figuras y planos, lavar estos, que quiere decir darles las sombras, suavizados que correspondan, hacer montañas y campiñas” ().
En las últimas décadas del siglo, sin embargo, se redactó un plan muy actualizado que pretendía unificar los estudios en los seminarios existentes y en los que se pensaba crear, publicado en Madrid, en 1790 (), que presenta otro cariz. El nuevo plan –antes atribuido a Jovellanos (; )- fue redactado por José Vargas Ponce en 1787 (; ; ), como cabeza visible de un grupo de personas nombradas al efecto por el gobierno de Carlos III. Aunque no parece que llegara a aplicarse finalmente, resulta de una enorme modernidad y casi diríamos que el culmen en el desarrollo de la educación aristocrática en el terreno del arte, orientada al conocimiento artístico y a la práctica de las artes visuales como parte integrante de la idiosincrasia nobiliaria. Por otro lado, el autor también presenta ciertos rasgos basados en la visión pedagógica de Locke, a quien incluso llega a citar, por lo que resulta un verdadero crisol de mezcla de las dos tradiciones educativas en relación con lo artístico-nobiliario que hemos ido viendo en el Setecientos (). Al llegar al apartado dedicado a las Bellas Artes, nos encontramos con todo un curso dedicado a la Historia y crítica del Arte, en el que se recomienda una bibliografía muy parecida a la que veíamos en tratados franceses (Watelet, Félibien, etc), añadiendo títulos más actualizados (“Así que se les hará estudiar la belleza y el mérito de las obras de pintura y escultura en los tratados de Mengs, con las reflexiones de Azara, y en los de Vikelman (sic)”), incluyendo españoles como El parnaso de Palomino, y el Viaje de España de Ponz. Lo que se proponía era todo un curso de Historia y crítica del Arte que, en parte, parece inspirado por algunos de los tratados anteriores, especialmente el de Brucourt, aunque ciertamente adaptado al caso hispano y con métodos pedagógicos mucho más detallados y modernizados, siempre atendiendo a las posibilidades del centro y a las necesidades del alumnado, incluyendo un curso teórico-práctico. Este incluía “mención de los alcázares, palacios y demás obras célebres de este género”, así como visitas guiadas a monumentos y obras cercanos, aunque matizando que “el fin de estas enseñanzas no es formar en los jóvenes un profesor en ninguna de estas artes, en que seguramente no harán carrera: sino proporcionarles unos conocedores juiciosos que las estimen y protejan en adelante, mientras ahora sirven para formarles el gusto”, porque “será el objeto de esta clase, más que aprendan a juzgar con tino en las artes, que a practicarlas con acierto; que es de todo punto imposible en tan estrechos límites” ().
En el apartado centrado en las habilidades tradicionalmente señaladas para la formación de la nobleza, encontramos el dibujo. Pero no se trata ya, como en el plan de estudios citado (1785), de un curso de dibujo centrado en los usos militares, sino una variante específicamente dirigida al aprendizaje del dibujo artístico:
Dibuxo y habilidades
Dibuxo
El segundo año del seminario se empezará a aprender el dibuxo, que continuará desde este segundo hasta el quinto sin interrupción: y desde este al octavo dos días por semana porque esta arte conviene mucho poseerla con la posible perfección.
En los tres primeros años se copiará por partes la figura humana, no por estampas sino por dibuxos de lápiz muy concluidos y correctos. Estos principios son ojos, orejas, bocas, narices, medias cabezas, enteras; después manos, pies, piernas, brazos, medios cuerpos y figuras enteras. El estudio de la figura humana facilita la mano y el entendimiento para imitar cualquier objeto. Ya adquirido se empleará un año en el dibuxo por modelo: el siguiente de adornos; otro de adornos y paisaje, y el último de arquitectura civil, y haciéndoles sacar muchos modelos arreglados geométricamente de todo género de fábricas públicas para que adquieran facilidad en todo esto. En el nono y décimo año, que son los dos últimos del Colegio, dibuxarán ocho días al mes sin asunto predeterminado, lo que les ocurra: pero presentándolo al maestro para su corrección.
Todos los dibuxos, los modelos y los vaciados, se adquirirán precisamente en la Academia de San Fernando, con cuya consulta de examen y aprobación, se elegirá el maestro que haya de dirigir a la a la juventud ().
Puede comprobarse que el plan más moderno de educación de la juventud de las elites laicas de la España del XVIII, recogió ya de forma explícita y muy desarrollada el aprendizaje de la práctica artística. Además, de manera claramente vinculada a los estudios de tipo académico, y con una buena dosis de intervención de la Academia madrileña en dicho aprendizaje. Sin duda alguna, el proceso según el cual entre las habilidades aristocráticas debía considerarse, junto con la crítica y la Historia del Arte, la praxis artístico-visual, había culminado en la Monarquía de una forma totalmente exitosa, de acuerdo con los modelos culturales vigentes en la Europa contemporánea. No es de extrañar que la Real Academia, en uno de sus textos, indicara en 1793:
Ninguna pretensión más común que la de que los poderosos fomenten las Artes. Esta persuasión de los Profesores y aficionados sin duda es útil para el acrecentamiento y ostentación de las obras artificiales; pero más útil sería para la perfección de las Artes mismas, que los poderosos, y las personas que logran una distinguida educación tomasen conocimiento práctico de los procederes del Arte, que es lo que requería Pámphilo en el mejor siglo de la Grecia ().
CONCLUSIONES
Las bases teóricas de la educación nobiliaria en la España del Setecientos en el asunto específico del conocimiento de las artes y de su ejercicio, pueden rastrearse en algunos de los tratados más importantes sobre el asunto editados en la época. La mayoría de los vástagos de la nobleza se educaban en sus casas y palacios, y a sus preceptores y progenitores iban dirigidas esas obras. Otros muchos, y no necesariamente de la nobleza menor, se educaron en los establecimientos específicos de formación de las elites laicas, donde se ha podido constatar que esas bases teóricas fueron teniendo plasmación, aunque fuese en muchos casos al nivel de las intenciones más que de los hechos.
Muchos de esos tratados eran libros extranjeros que, sin embargo, tuvieron una buena recepción en nuestro país, habida cuenta de que recibieron traducciones al castellano, versiones que en ocasiones fueron realizadas por miembros del estamento aristocrático. Bien es cierto que las traducciones son de las últimas décadas del siglo, y su incidencia probable en muchos casos se circunscribe a esa época, pero no es menos cierto que los tratados propiamente hispanos, en algún caso también patrocinados por nobles, reflejan de manera directa que se conocían con anterioridad, y marcaron las líneas principales de desarrollo teórico.
De sus distintas propuestas se deduce que hay dos tradiciones culturales bastante marcadas. Una protagonizada por Locke, que en muchos detalles rompe con la anterior, y que es la que más impronta parece haber dejado en la ilustración hispana, al menos en sus innovaciones. La otra es la humanística, que venía del Renacimiento y que mantienen y desarrollan sobre todo los tratadistas franceses. Sin embargo, aunque esta línea es la predominante y se refleja con claridad en los planes de estudios más completos, puede constatarse que la versión lockeana contribuyó muy firmemente a conformar el asunto de la educación en las artes y su ejercicio nobiliario, a darle sentido y forma, de manera que parece haberse producido cierta hibridación de ambas líneas teóricas.
Es interesante volver a constatar que buena parte de las traducciones se concentran a finales de siglo, coincidiendo con un renovado interés por parte de sectores ilustrados de la nobleza hispana por modernizar las bases de la educación del estamento, como el protagonizado por la duquesa de Osuna o el conde de Fernán Núñez. Se trata de un interés que es contemporáneo al debate sobre el buen gusto en las artes y su apreciación estética, que protagonizaban personajes como Ponz o Jovellanos (). Porque, aunque este artículo pretende realizar un estudio las bases pedagógicas ¿estas tuvieron recepción y plasmación en los hábitos de la nobleza? La respuesta es positiva, pues en las últimas décadas del Setecientos los nobles no sólo tuvieron un importante papel en el desarrollo de las escuelas de dibujo que surgieron de la mano de las Sociedades Económicas, sino que demostraron su interés por las artes en sus espacios de sociabilidad (); participaron en el gobierno de la Real Academia de San Fernando, la de San Carlos y otras instituciones similares (); se implicaron en ocasiones de tal forma que se matricularon en sus clases (), entregaron ejemplos de sus realizaciones de aficionados a la práctica artística (llegando así a convertirse en académicos de mérito en ocasiones) o a participar con sus dibujos y a veces pinturas en las exposiciones que la institución académica madrileña convocó en la última década del siglo y principios del XIX (; ).
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García López, David. “Nobles y practicantes de la pintura según el ideario de Juan Agustín Ceán Bermúdez: la educación y el fomento de las Bellas Artes.” In Arte y nobleza. El diletantismo artístico en la Edad Moderna, edited by Roberto González, and Jesús M. Ruiz, 273-288. Córdoba: Universidad, 2019.
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