La ciudad de los saberes en la edad moderna. Alicia Cámara, Álvaro Molina, Margarita Ana Vázquez Manassero (Eds.), Ediciones Trea, Piedras Angulares, Gijón, 2020. 291 págs. ISBN 978-84-18105-00-5
Alfredo Vigo Trasancos
La ciudad de los saberes en la edad moderna. Alicia Cámara, Álvaro Molina, Margarita Ana Vázquez Manassero (Eds.), Ediciones Trea, Piedras Angulares, Gijón, 2020. 291 págs. ISBN 978-84-18105-00-5
Quintana: revista do Departamento de Historia da Arte, núm. 20, 2021
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La ciudad que se fue configurando entre los siglo XVI y XVIII en el mundo italiano, español y norteafricano, y su condición de gran contenedor de múltiples vivencias que pusieron de manifiesto todas las actividades y saberes de que era capaz una sociedad cada vez más exigente, curiosa, compleja y diversificada, es el centro de atención de la obra que aquí reseñamos, en la que cada autor, con diferentes criterios y puntos de vista, aborda campos de visión distintos aunque ciertamente complementarios.
Quizá por ello, no es casual que los editores hayan optado por organizar el libro, en tres grandes apartados; uno que trata de adentrarse en cuestiones que tienen que ver, sobre todo, con la forma urbana, la planificación, el proceso del proyecto o el equipamiento; es decir, centrado en lo que lleva por título Los ingenieros y el saber aplicado a la ciudad; un segundo titulado Artífices y agentes del saber, donde nos adentramos, por el contrario, más en la tipología de algunas personalidades y artistas que le dieron lustre a las ciudades por sus conocimientos y saber o que formaron parte, incluso, de su ser curioso o pintoresco; y finalmente, el tercero que, tras el epígrafe Saberes y espacios para el entretenimiento, ahonda en aspectos sociales, esta vez de carácter más popular, donde es el mundo callejero el que sale a escena con un mayor protagonismo.
En el primer bloque, abre el discurso el estudio de Alicia Cámara, interesada en poner en valor el papel del saber del ingeniero en el arte de construir las ciudades modernas, pues gracias a sus conocimientos de matemáticas, geometría y precisos métodos de planificación, fue capaz no sólo de proyectar grandes conjuntos urbanos utópicos, siempre ordenados con formas perfectas y preparados para hacer frente con sus fortificaciones a la guerra moderna, sino de transformar la siempre compleja realidad de la ciudad preexistente, a ser posible con nuevas calles rectas y plazas de mayor regularidad, bien para que sirviesen de mercados, de lugar para organizar festejos o simplemente para ejercer las prácticas del poder que fueron tan frecuentes en el Antiguo Régimen. No olvida poner atención en los equipamientos, en destacar la labor urbanizadora de España en el Nuevo Mundo donde pudo aplicar la teoría urbana en ciudades como México, convertido entonces en una perfecta parrilla sobre el viejo Tenochtitlán, o en como influyó la praxis del ingeniero en la representación de muchos festejos públicos, pues fue útil para poner orden visivo y mayor magnificencia en todo lo representado.
Alfonso Muñoz Cosme, acaso por su profesión de arquitecto, centra su estudio en un abordaje completo y muy riguroso del proyecto arquitectónico del ingeniero, analizado desde una triple visión de su naturaleza: el concepto, el proceso y la representación, estudiando su evolución desde el Renacimiento al siglo XVIII y tomando como principio que la idea es, en definitiva, la base generadora de la obra de arte resultante. Lo explica todo en base a los sistemas de representación, a los dictados que los principales autores y tratadistas expusieron en sus obras o en como difirieron o se complementaron según las distintas escuelas de fortificación. Se centra asimismo en el instrumental utilizado para poder hacer frente al proyecto, en como el dibujo fue clave, junto a la geometría, para dar forma a la idea. Finalmente estudia el valor creciente que, en el hacer visible el proyecto, tuvieron, además de las plantas y los alzados, las secciones o cortes representativos, las maquetas complementarias y, sobre todo en los planos más tardíos de finales del XVII y del XVIII, el código de color que también alcanzó a la representación del paisaje circundante.
Como tampoco hay ciudad que pueda subsistir sin el líquido elemento, básico para saciar la sed y favorecer la higiene de todos sus habitantes, es pertinente que, en este apartado de equipamientos e instalaciones, Maurizio Vesco ponga la atención en la labor intensiva que, en muchas ciudades de Sicilia, sobre todo a lo largo del siglo XVI y principios del XVII, se llevó a cabo para dotarlas de modernos acueductos que dejaron viajar el agua a lo largo de kilómetros hasta el centro de la ciudad y que culminaron, en ocasiones, en fuentes de una notable monumentalidad que no estaban exentas de retórica o de propaganda muy vinculada al poder. Es el caso, entre otras, de la Fontana Maggiore o de la Ninfa en Castelvetrano, que fue diseñada por el ingeniero napolitano Orazio Nigrone y culminada en 1615. Pone atención el autor, sobre todo, en ejemplos de Mesina, Trapani, Siracusa, Caltagirone y la ya mencionada Castelvetrano, sin olvidar la propia ciudad de Palermo con la conducción que llevaba el agua a la famosa Fontana Petronia, un monumento público del primer nivel pleno de sensuales esculturas. Además, hace hincapié en señalar que esta política de ingeniería hidráulica, que reflejó los muchos saberes de los ingenieros que la llevaron a cabo, en muchos casos vino como resultado de algunas catástrofes naturales que provocaron fuertes sequías o riadas y, como consecuencia de ello, algunas epidemias que azotaron la isla de una manera dramática e insistente.
Los hospitales reales proyectados o construidos en plazas españolas del norte de África en el siglo XVIII, como Ceuta y Melilla, Orán, Alhucemas y Vélez de la Gomera, es el tema que analizan, en cambio, Antonio Bravo Nieto y Sergio Ramírez González. Ponen la atención en conocer las bases teóricas de los hospitales en la tratadística del momento -especialmente Belidor y Muller-, en cuales eran sus necesidades o en donde deberían situarse, pero conscientes de que las plazas fuertes norteafricanas tenían muchas limitaciones de espacio y estaban asimismo ceñidas de fortificaciones, llegan a la conclusión de que la teoría y la práctica distan mucho de concordar en los ejemplos estudiados, si bien en la mayoría de los casos se buscó, cuando fue posible y hubo un proyecto en condiciones, la mayor regularidad ordenando el edificio alrededor de un patio principal pero sin que faltase, claro está, un espacio dedicado para la capilla. Fueron protagonistas del diseño destacados ingenieros militares como Miguel Sánchez Taramas que solían tener amplia experiencia en estos temas y sabían también trabajar a contracorriente, convirtiendo en hospitales viejas estructuras preexistentes que adaptaron en función de la necesidad y los siempre exiguos presupuestos. Es de lamentar, no obstante, que la mayor parte de los ejemplos aquí señalados hayan desaparecido, como indican los citados autores, con excepción del viejo hospital real de Melilla convertido hoy en Archivo Central.
Finalmente, en este primer bloque, cierra el relato investigador el estudio de Juan Miguel Muñoz Corbalán que analiza las aduanas de este mismo período, el XVIII, en el contexto de una España centralizada y en donde, sobre todo las ciudades portuarias, vivieron un empuje capital como consecuencia del desarrollo del comercio indiano. Y en este caso, el autor no se limita a estudiar los ejemplos arquitectónicos más destacados: las aduanas de Valencia, Málaga, A Coruña…, sino a señalar que su construcción, casi siempre en lugares destacados, fue mucho más que una simple empresa arquitectónica, pues supuso en muchos casos todo un acontecimiento que polarizó muchas veces el urbanismo de la ciudad, bien ordenando una plaza, un sector urbano o una fachada marítima. Además sirvieron también, como edificios oficiales vinculados al Estado, para manifestar el clasicismo imperante que tanto la Academia como los ingenieros militares impulsaron bajo el amparo y la tutela regia. Tiene razón el autor al decir que fueron las aduanas la imagen de la riqueza de la ciudad y el Estado, como se ve de manera muy especial en las aduanas de Barcelona y de Madrid, esta última obra del arquitecto real e ingeniero Francisco Sabatini y situada en el epicentro de la calle de Alcalá.
Ya en el segundo bloque dedicado a los artífices y agentes del saber es el estudio de Javier Portús Pérez, el que inicia el conjunto de investigaciones, poniendo en valor cómo las biografías de pintores y literatos vinculados a ciudades españolas ayudaron a dar lustre y esplendor a las urbes en donde estos habían nacido o vivido, entendiéndose así como hijos ilustres. Por ese motivo saca a colación los parnasos de literatos y artistas más conocidos como los de Pacheco o Palomino, pero sin olvidar otros menos habituales y ciertas obras que indicen en destacar la valía y los saberes de aquellos artistas que empezaban a sobresalir junto a poetas y escritores. Destaca el autor El laurel de Apolo de Lope de Vega, la obra de Cristóbal Suárez de Figueroa Plaza universal de todas ciencias y artes o la de Lázaro Díaz del Valle, autor de Origen e Yllustración del nobilísisimo y real arte de la pintura y dibuxo, que no se publicaría, no obstante, hasta el siglo XX.
Pedro Reula Baquero, por su parte, estudia, no tanto a ningún artista en particular como a un curioso personaje, muy conocido en el Madrid del Siglo de Oro, que destacó por su rareza personal y por su afán coleccionista, como fue el caso de Juan de Espina, en cuya casa madrileña de la calle de San José mostraba a un siempre muy selecto grupo de visitantes una interesante y variopinta colección de objetos tan pintorescos y extraños que maravillaban a los invitados. Sirva de ejemplo que fue propietario de los dos manuscritos de Leonardo da Vinci que hoy son joyas de la Biblioteca Nacional; pero también contaba con pinturas curiosas, instrumentos musicales, telescopios… y hasta objetos mágicos o esotéricos que ayudaron a cimentar su fama de hombre singular cercano a la extravagancia. Quizá por ello, Francisco de Quevedo, que lo conoció, dijo de su casa, sin duda con cierta ironía pero también con admiración, que era una especie de “abreviatura de las maravillas de Europa”. Y es precisamente a esa casa de su propiedad, a la que trata de aproximarse también nuestro autor, una vez que ha desaparecido al igual que la mayor parte de sus variopintos artefactos.
No hay saberes sin libros, ni libros, obviamente, sin libreros. De ahí el interés del estudio realizado por Margarita Ana Vázquez Manassero, que ahonda en la figura de dos destacados libreros de Roma y Madrid en el siglo XVII. Los dos tuvieron sus librerías en lugares muy destacados de la actividad comercial, pero sobre todo despuntaron por ser personajes del mundo urbano que vendieron todo aquello que tenía algún valor e interés para los saberes culturales del momento, como era el caso de las esferas planetarias, los atlas, mapas y vistas de ciudades, además de todo tipo de cartografía impresa y libros de temática muy variada. Así, destaca la autora la personalidad de estos dos libreros famosos llamados Gaspare Vivario, flamenco, pero con tienda en Roma y Antonio Mancelli que, en cambio, pese a su oriundez italiana, tenía sus dos tiendas en Madrid, una en el Alcázar y otra muy cerca del convento de San Felipe el Real cuyo atrio era zona muy frecuentada por ser entonces célebre lugar de un conocido mentidero.
Las instituciones oficiales también desempeñaron, obviamente, un papel muy destacado en la difusión de los saberes y la Real Academia de la Historia, fundada en tiempos de Felipe V, no fue en esto una excepción. Tuvo, sin embargo, que soportar desde su inicio la necesidad de tener que compartir espacio, durante más de cuatro décadas, con la Biblioteca Real lo que produjo fricciones entre ambos organismos. Lo aclara muy bien Eva Velasco Moreno, autora de este trabajo, que además señala que, junto a la competencia de espacios, tuvo que sufrir la Academia algunos impedimentos, como que los académicos tuviesen vetado acceder a libros raros y prohibidos, hasta el punto de que tuvo que mediar el Santo Oficio para que este freno no les impidiese investigar. Se libraron de la convivencia en 1773, cuando finalmente pudieron cambiar de sede y pasar a asentarse en la Casa de la Panadería. Por fin en un lugar muy destacado como la plaza Mayor de Madrid, aunque también con muy reducidos espacios lo que impediría a la institución poner en valor su ya importante patrimonio.
El último estudio incorporado en este segundo apartado, es el de Daniel Crespo Delgado que analiza, a través del pensamiento ilustrado de hombres como el padre Sarmiento, el conde de Fernán Núñez, Iriarte o Antonio Ponz y su famoso Viaje de España, todas las transformaciones urbanas habida en Madrid de la mano de los Borbones, valorando las plantaciones de grandes paseos arbolados que favorecían el deleite, el esparcimiento y la repoblación arbórea de la campiña o los principales monumentos que habían contribuido al ornato urbano y a darle a la corte y capital del reino, espejo de las ciudades de provincias, una magnificencia nunca vista. Se añadía a esto una mayor actividad y vida cultural a través de las tertulias, teatros, cafés y tantas instituciones que había favorecido la eclosión de los saberes. No obstante, el autor no deja de reflexionar que, aunque la oferta cultural madrileña se multiplicó y diversificó, también se incrementó la crítica y el desánimo ante las oportunidades perdidas y los momentos de crisis que se vivieron al finalizar el siglo, que hizo que la censura frenase la expansión de los conocimientos y cierta libertad de opinión, en especial en los sectores más encontrados con cualquier tipo de despotismo, aunque fuese éste de carácter más o menos ilustrado.
Ya en el tercer apartado, el libro se enfrenta con un grupo de artículos que ahondan en el mundo de los saberes que forman parte de los espacios para el entretenimiento. En este sentido, tiene interés el trabajo de Antonio Castillo Gómez que nos sumerge por calles y plazas, sobre todo de la capital del reino, en donde se apiñaba el gentío, para recordarnos que en estos lugares era habitual encontrarse con carteles en las calles, anuncios de nuevas ediciones de libros, de representaciones teatrales y en las que eran frecuente también la venta ambulante de libros, la circulación de estampas y las lectura en alta voz, por lo que echamos de menos en este caso, no poder acudir a la captación de todo el bullicio que convertía la calle en un atronador vocerío. No falta la alusión a los famosos mentideros y a los espacios públicos en donde, junto a todas las novedades de tipo lúdico y cultural, también se difundían otros escritos de tono más crítico como libelos, panfletos o pasquines. La ciudad, pues, vista así no era solo un centro clave por donde pululaba todo el gentío, sino el escenario de un hervidero cultural que llenaba de vida todo su latir urbano.
En contrapartida, Miguel Morán Turina, buen conocedor de la figura del noble oscense Vicencio Juan de Lastanosa, muy conocido en el mundo cultural de su tiempo y famoso sobre todo por su gran afición a coleccionar todo tipo de libros, obras de arte y artilugios varios de muy diversa condición, es analizado por el autor a través de sus facetas menos conocidas, destacando entre ellas su afición, al parecer más tardía, por el mundo de las matemáticas, la química o las plantas de carácter medicinal, lo que convertía a Lastanosa en un personaje muy curioso y sorprendente. No por ello, descuida comentar el autor el gran tablado que dispuso en la fachada de su casa en Huesca, con ocasión de las fiestas que celebró la ciudad en 1658 por el nacimiento de Felipe Próspero, hijo del rey, donde configuró una especie de monte Parnaso y una cueva de Vulcano, en la que utilizó cientos de espejos para sugerir del modo más vivo las llamas que brotaban del gran horno en el que trabajaban los cíclopes. Todo un personaje, pues, culto, curioso y hombre capaz de acumular, en su gran colección de objetos, todos los saberes humanos. Con razón Gracián lo considera “benemérito de todo lo curioso”.
Por su parte, Jesusa Vega, en su trabajo estudia los autores, los libros, los anuncios de libros, los comerciantes de libros y estampas en un Madrid muy adentrado en el siglo XVIII donde el bullicio y el cosmopolitismo habían dejado atrás parte de las formas y las costumbres de otros tiempos. Madrid se había convertido en un lugar donde muchas librerías se habían convertido en recintos de ocio y de solaz, no solo porque estaban cada vez mejor surtidas de libros y obras varias de estampación, sino porque también muchas de ellas estaban más confortablemente amuebladas de cara al público -aunque sin mostrar ningún exceso-, por lo que se convirtieron en territorios privados de ciertas tertulias que suscitaron todo tipo de debates y conocimientos. Entre ellas destaca la de Sancha, la de Copin, Ramos, Corradi o José de Herrera que, junto a mesas, estantes, cajonerías, banastas para transportar libros, cajas, grades cartapacios y alguna que otra vista o estampa colgada en la pared -piezas que seguramente también vendían-, solían tener igualmente un número abundante de sillas, sin duda para que el cliente pudiese acomodarse y conversar buscando tanto el saber como el entretenimiento.
A su vez, Alvaro Molina estudia en su artículo la situación de los saberes en Madrid tras la guerra napoleónica vista desde el prisma visivo de la obra Paseo por Madrid o guía del forastero en la corte, que se publicó en 1815, apenas asentado en el trono Fernando VII. Sobra indicar que, tras los destrozos de la ocupación francesa, la realidad urbana y arquitectónica, al igual que la cultural vivió momentos de decadencia, con el Real Seminario de Nobles convertido en cuartel, el Real Observatorio Astronómico transformado en una ruina y sin su función original pues había perdido gran parte de su instrumental astronómico, o el Real Jardín Botánico abandonado, con pérdida de muchas plantas y cubierto en parte de maleza. Mejor se mantuvieron el Gabinete de Historia Natural y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando que compartían edificio en el palacio de Goyeneche de la calle de Alcalá. Hubo, no obstante, algún asomo de revitalización pues se intentó crear en el Palacio de Buenavista el Museo Fernandino, luego frustrado. La guía menciona el Museo del Prado en su estado inacabado y por tanto sin uso. Afortunadamente concluye el autor, que este edificio, finalmente, fue rematado en sus estructuras para dar paso, en 1819, al museo de pinturas que hoy conocemos, acaso un símbolo del inicio de una lenta recuperación que también afectó obviamente a otros centros de saberes de la capital.
Finalmente concluye este tercer apartado y en definitiva el libro, el estudio de Gian Piero Brunetta que analiza las máquinas ópticas entendidas como espectáculo para los ciudadanos y que fueron origen del futuro cinematógrafo y de las redes sociales que tejieron los vendedores de grabados populares en gran parte procedentes de la región de Tesino. Cuenta el autor que, concluidas las labores agrícolas, los mismos campesinos se convirtieron en vendedores ambulantes de estampas y otros sueños y que cruzaron Europa, desde los Urales hasta Portugal, desde los inicios del siglo XVIII. Eran vendedores de láminas sobre todo de carácter religioso pero también profanas. En todo caso, llamaron la atención, sobre todo, por llevar en sus equipajes de buhoneros maquinas ópticas que, bajo el espectáculo denominado Mondo Nuovo, dejaban ver al público imágenes de otros mundos desconocidos para las masas como las maravillas del mundo, escenas bíblicas, pesca de ballenas, etc. Siempre recreados en perspectiva, con gran realismo visual, lo que despertaba la imaginación y la curiosidad de las sorprendidas gentes de las ciudades por donde pasaban.
ISSN: 1579-7414
Vol.
Num. 20
Año. 2021
La ciudad de los saberes en la edad moderna. Alicia Cámara, Álvaro Molina, Margarita Ana Vázquez Manassero (Eds.), Ediciones Trea, Piedras Angulares, Gijón, 2020. 291 págs. ISBN 978-84-18105-00-5
Alfredo Vigo Trasancos
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