INTRODUCCIÓN
Al tomar como punto de partida de nuestra investigación la noción de paisaje, entendiéndose aquí como espacio simbólico creado a partir de obras audiovisuales, hemos de plantearnos la complejidad inherente a dicho término. Prueba de ello es la cantidad de disciplinas científicas que han desarrollado, al menos, una definición de este basándose en los fundamentos propios de cada una de estas materias. “Sin embargo, [afirman Zubelzu y Allende] desde un plano que excede la perspectiva parcial de cada campo, parece existir un acuerdo claro en torno a varios conceptos. El primero de ellos resulta ser la percepción como vehículo mediante el que una realidad física se hace paisaje; siendo dicha realidad la segunda noción que suscita acuerdo” (). Nos encontramos, por tanto, con la presencia de un sujeto observador y de un objeto observado. En todo caso, lo que parece claro es que el paisaje lleva aparejada una componente dinámica cuyo carácter reside en lo cambiante y la evolución a lo largo del tiempo. Desde esta perspectiva, el paisaje siempre inmutable y en permanente evolución del museo, va recogiendo los cambios y las necesidades de los espectadores que asisten a dicho espacio. Y es que, tal y como señala Santos Zunzunegui, existe “la necesidad de construir, una semiótica sincrética que englobe, con la arquitectura, los espacios organizados, las personas que los utilizan y los objetos que allí se disponen. De esta manera se deja de lado el estudio del espacio como conjunto de signos para abordar la manifestación social de la significación, es decir, la vinculación del espacio con el modo de vivirla de sus usuarios” (). En esta misma línea, apuntada por el profesor Zunzunegui, María Albergamo considera en su tesis doctoral al museo como un tipo particular de texto que implica una cierta controversia que ha de atender a la semiótica del espacio y a la sociosemiótica en esas relaciones entre el espacio arquitectónico, el objeto y el sujeto (). Por eso, no podemos obviar que los visitantes desarrollan nuevas formas de mirarlo, entenderlo y apreciarlo. Al respecto de esta idea Sonia Prior explica que “en pleno siglo XXI, con la proliferación de los medios y las plataformas digitales, cuando la cotidianidad de una institución se centra en conservar, exhibir y difundir una de las mejores colecciones del mundo, no filmar ese continuo devenir para presentes y futuras generaciones sería sencillamente irresponsable” ().
Precisamente, muchos de los documentos audiovisuales del Museo del Prado dan cuenta de la complicidad entre el espacio o paisaje expositivo, la materia y el espectador, todo ello a partir de una tensión de fuerzas en las que este asunto se muestra como un continuo proceso de cambio que no determina su forma final. Se trata de algunos textos fílmicos en los que se experimenta con normas de carácter cinematográfico para obtener una nueva dimensión artística cuyo sustrato lo encuentran en el propio arte, es por eso por lo que a este género se le ha denominado documental de arte.
La metodología utilizada es, ante todo, cualitativa por cuanto se busca describir procesos de creación de sentido en la sociedad considerando, como técnica principal, el análisis de dichos filmes en torno a la evolución de las formas y a la constitución del museo como paisaje audiovisual. Se pretende ahondar en el análisis de algunos de aquellos que nos permitan entender el Museo del Prado como un escenario en el que converge la experiencia emocional personal y la colectiva. Como decimos, esta investigación parte de un acercamiento multidisciplinar al objeto de estudio que arranca de la obra de arte y del espacio que la contiene, para dar cuenta de la representación artística en el cine de no ficción y de su alcance cultural e histórico.
Los filmes que sirven de sustrato a nuestra investigación forman parte, aunque no exclusivamente, del fondo documental del Museo llamado Memoria audiovisual del Museo del Prado, en el que se compilan la imagen filmada del Museo y de sus colecciones a lo largo de más de cien años a través del cine, el NO-DO y la televisión.
EL DOCUMENTAL DE ARTE
En 1967, Carlos Fernández Cuenca publicaba el primer monográfico dedicado en exclusiva al documental de arte en España. El libro se constituye en un catálogo compuesto por aquellos títulos considerados por el autor los más representativos de los realizados entre 1955 y 1966 en nuestro país. A la parte de catalogación le precede una introducción en la que Fernández Cuenca plantea una evolución histórica del género y algunas reflexiones sobre lo que él entiende por documental de arte. Aunque el autor no proporciona una definición al respecto, afirma que “el concepto estético no residía solo en la actitud para tratar un tema, sino que se asentaba en concreto en el tema elegido. Lo primero para hacer un documental de arte -dice- sería tomar como sujeto auténticas obras de arte; lo demás vendría por añadidura” (). En este sentido se muestra más concreto José López Clemente quien, en su libro Cine documental español, explica que “se entiende por ‘película de arte’ aquella cuya finalidad esencial es reflejar aspectos totales o parciales de las obras plásticas” (). Sin embargo, teniendo en cuenta, por un lado, la evolución que ha ido sufriendo el género, y por otro, las diversas formas en las que la obra de arte es tratada en estos filmes, no cabe duda de que el interés por el museo en estos documentales va mucho más allá de entenderlo como un simple contenedor de obras artísticas. Y es que, en muchos casos, interesa dar a conocer lo que está detrás de la escena, y que no sabemos, de esos espacios protagónicos que permiten, a través de la mirada cinematográfica, mostrar aspectos del arte imperceptibles a los ojos del espectador.
Cuando nos aproximamos al estudio del documental de arte en general y a aquellos que atañen al Museo del Prado en particular nos encontramos con dos caminos que, a priori, parecen los más aceptados por los documentalistas que han abordado dicho tema. En primer lugar, hemos de referirnos a aquellos en los que se filma una obra de arte y sus particularidades, ya sean de carácter pictórico, religioso o mitológico; en segundo lugar, asistimos a otros en los que las obras de arte funcionan como pretexto para contar la vida de los artistas o el contexto histórico en el que se inscriben. Sin embargo, existe en este camino recorrido por el documental de arte una evolución que va aparejada a la propia transformación de las formas fílmicas y al desarrollo lingüístico de cada cineasta; y es ahí donde el museo, en este caso el del Prado, se convierte en un paisaje esclarecedor, un escenario en el que las obras de arte son objeto de una constante revisión por parte de los cineastas que se aproximan a ellas. Se trata, en buena medida, de meditaciones y pensamientos que invitan a los espectadores, como veremos, a que deambulen sobre la idea de arte en relación con unas obras, unos artistas y unos espacios.
LAS PELÍCULAS DE ARTE DEL Y SOBRE EL MUSEO DEL PRADO
Carlos Fernández Cuenca sitúa el origen del documental de arte en “cierto film rodado en 1918 por cierto olvidado cineísta sueco: Sergels Masterverk, muestrario en un rollo de celuloide de las esculturas de Johan Tobias Sergel (1740-1814)” (). No obstante, continúa diciendo que “prescindiendo de esos antecedentes, cabe concluir que el documental de arte se inicia entre 1939 y 1942, alcanza su plena y deslumbrante madurez en 1946 y 1952 y dedícase después a vivir nuevamente de sus rentas, con pocas excepciones de real inquietud” ().
Pues bien, con anterioridad a la fecha de inicio que propone Fernández Cuenca, se produce uno de los filmes pioneros en el género que nos ocupa, se trata de Velázquez (1937) de Ramón Barreiro. Esta película tiene la peculiaridad de generar un discurso metalingüístico, puesto que se realiza un recorrido por las principales obras de Velázquez que se conservan en el Museo Nacional del Prado, elaborado a partir de las fotografías del archivo del profesor Antonio Moreno. Las obras originales, en estos momentos, habían sido evacuadas y se encontraban en Ginebra con la intención de protegerlas de los bombardeos durante la Guerra Civil española. Aunque en este caso la técnica utilizada parece estar justificada por un hecho histórico concreto, el caso es que este método era común. Así se refiere a ello López Clemente:
Los procedimientos de creación son de dos clases: o se fotografía directamente sobre la obra original, o se filma sobre reproducciones de los cuadros. El primer procedimiento debe seguirse cuando se rueda en color principalmente, pues, aunque existen excelentes reproducciones siempre es preferible rodar sobre el original; más teniendo en cuenta que la pintura no es solo color, sino calidades de la materia empleada ().
En la línea de lo que se constituye como la forma más habitual en este tipo de filmes, se trata de un documental expositivo, según las categorías establecidas por , en el que una voz over almibarada, inspirada en los comentarios del crítico de arte Jacinto Octavio Picón, se sirve de la pintura para construir un discurso que ensalza al pintor sevillano y su obra. En este intento de clasificación que realiza López Clemente, diríamos que nos encontramos ante un corto con fines didácticos que, más allá de la película-catálogo, “introduce ya un factor subjetivo y hasta apasionante: el del crítico que interpreta” (). La cámara, a su vez, todavía tímida en sus movimientos, fotografía las diversas pinturas y, de vez en cuando, atiende a detalles concretos, cuidadosamente seleccionados, que el montaje se encarga de coser y ajustar a la voz de este narrador extradiegético. “Obras como Las Meninas o Las Hilanderas [dice Guillermo Peydró] son fragmentadas en función de los personajes aludidos, creando nuevas dinámicas internas” ().
A partir de aquí, se completa un fondo audiovisual, de corte documental, constituido por producciones españolas, pero también internacionales (EE. UU, Reino Unido, Italia y Dinamarca), dirigidas por nombres clave de la cinematografía como Jesús Fernández Santos, José María Elorrieta, Ramón Masats, Manuel Hernández Sanjuan, Basilio Patino, Pilar Miró, Jacinto Molina, Orson Welles o Pablo Núñez, entre otros.
Sin duda, uno de los filmes de este archivo que va a definir, en gran medida, lo que vendrá después, es Il paradiso perduto (Enmer y Gras, 1948). Nos hallamos ante la obra de dos jóvenes cineastas que afianzarán los presupuestos básicos del documental de arte. En este corto, realizado, al igual que en el caso anterior, a partir de buenas reproducciones fotográficas de El jardín de las delicias (Bosco, 1500-1505), los dos cineastas italianos dan cuenta de lo que significa el pecado original y sus consecuencias. Desde un punto de vista cinematográfico, esta película construye un universo que rebasa tanto la presentación de las obras como la intención didáctica. Es el momento en el que la cámara consigue eliminar el marco, y penetrar, para dotar de sentido dramático a unas imágenes que cobran vida por sí mismas. Diferentes panorámicas, cortes de montaje y detalles pictóricos se van sucediendo en la pantalla mientras que los largos silencios, acompañados por una música que potencia, de manera sobrecogedora, el gesto de la cámara, se alternan con la voz over para dotar de sentido y expresividad a la obra.
Ya en la década de los cincuenta, en este paisaje audiovisual que nos ofrece el Museo del Prado, merece la pena que nos detengamos en la presencia de dos cineastas, José López Clemente y Manuel Hernández Sanjuán, que no solo perpetúan el camino iniciado por Enmer y Gras y sus coetáneos franceses René Huyghe, Alexandre Fabri y, sobre todo, Jean Grémillon y Alain Resnais, sino que contribuyen, de manera decidida, a esa evolución formal que experimenta el documental de arte en España. Ciertamente, el propio López Clemente sitúa el despegue del documental de arte en nuestro país en 1950. No obstante, algunos directores como José María Elorrieta, realizaron películas de este tipo como La mitología en el Prado (1948) y Tiziano en el Museo del Prado (1948) a las que, ni siquiera el propio López Clemente, considera en rigor documentales de arte ().
Pero es en los años cincuenta cuando comienza a proliferar este tipo de cine debido, en gran medida, a las contribuciones de diferentes productoras privadas como Hermic Films, Studio Films o Europea de Cinematografía-Eurofilms, dos de las cuales están encabezadas por López Clemente, que crea Studio Films en 1952, y Hernández Sanjuán que se pone al frente de Hermic Films en 1941.
Aunque ambos cineastas trabajan en el documental de arte de forma asidua y de manera independiente hasta entrada la década de los ochenta, nos interesa ahora detenernos en dos de las obras, procedentes de los fondos del Museo, en las que estos autores comienzan a forjar un estilo que definirá, no solo sus trabajos, sino gran parte del documental de arte que se desarrollará en España en épocas posteriores. Cacería en el Prado (Manuel Hernández Sanjuán con guion de López Clemente 1954), recrea las costumbres y tradiciones en Flandes en el siglo XVII a través de la obra de David Teniers que conserva el Museo Nacional del Prado; y Fiesta aldeana (Manuel y José María Hernández Sanjuán con guion de López Clemente, 1955), realiza un recorrido panorámico por las escenas de caza que aparecen en las pinturas del Museo del Prado, comenzando por las de tema mitológico, retratos de reyes cazadores y pinturas costumbristas del siglo XVIII de artistas como Rubens, Snyders, Velázquez, Mengs, Goya, Van Dyck, Poussin, Lucas Cranach y Cornelis de Vos.
Al adentrarnos en el análisis de los dos cortos, podemos observar cómo estas películas se adscriben al modelo descrito por López Clemente en Cine documental español, en el que “el cine puede servirse de la obra de arte para apoyarse en ella y recrear a su vez una nueva obra dinámica, en una ‘dramatización de la pintura’, a la que se ha referido, con frase feliz Jean Vidal” (). Se realiza, por tanto, “una libre interpretación, tomando en vez de los elementos que le brida la realidad, los constitutivos de la obra de un artista, para con ellos crear una ficción” (). En estas obras la percepción de la imagen fija cambia a partir de lentos movimientos de cámara, casi siempre laterales, pero no invariablemente, que indican al espectador los puntos focales de un discurso artístico que parte de otros modos de representación igualmente sublimes. La finalidad última de estos cineastas se basa en ofrecer al espectador una emoción nueva obtenida al olvidarse, totalmente, del carácter intrínseco de la pintura. Por eso, la cámara elimina los bordes y penetra por los agujeros de los lienzos y las tablas a través de los cuales el narrador guía al narratario, de tal modo que, al eliminar las molduras, crea una sensación de tridimensionalidad mediante la cual se activa el pacto de verosimilitud con el observador en esa idea, señalada por López Clemente, de que
Solo cuando la cámara consiguió, con los adelantos de los procedimientos de iluminación, con los travellings y trucas, las panorámicas y otros avances técnicos, meterse dentro del cuadro, es cuando se pudo descubrir todo lo que las obras de arte tenían aún por ver, a pesar de tanto mirarla y remirarlas en los museos. La expresión ‘meterse en el cuadro’ no es solo una frase más; es la realidad que supone el hecho de poderse mover libremente y alterar en el montaje la presentación de los personajes y detalles del cuadro, Es, por tanto, conferir a la obra de arte unas posibilidades, para atraer con ellas la atención ya fatigada de las gentes ().
Antonio Almagro y Manuel Yusta utilizan la forma cinematográfica para reflexionar sobre este tema a través de dos planos con los que arranca el documental La historia a través del arte. Un paseo por el Museo del Prado (1957) mediante los cuales un narrador explícito se hace presente a partir de dos textos en los que se lee lo siguiente:
Antes de enfrentarnos con las obras pictóricas, es muy importante que comprendamos la función que ejerce el marco que las rodea. En efecto, cada uno de los lienzos o tablas pintadas se nos aparece cercadas por algo que ya no pertenece a la pintura propiamente dicha ni tampoco a la pared sobre la que los cuadros se exponen. Este cerco, que deslinda y separa cada obra pictórica, es lo que llamamos marco. ¿Para qué sirve?... en la respuesta va envuelta una enseñanza importante. La de cómo debemos mirar cada cuadro para extraer de él toda la plenitud de la belleza que debemos gozar, elevándonos a este mundo superior, revelado solo al artista (fig. 1).
Debemos entender, entonces, que la ficción de la que habla López Clemente se construye en estos filmes a partir de elementos que aparecen en las obras pictóricas y que son usados por el narrador, la música y el montaje con el propósito de erigir un relato nuevo que escapa a los límites de la pintura. Así, podemos ver cómo desde el primer fotograma de Cacería en el Prado (1954), en el que se muestra a la diosa Diana tocando la trompeta (fig. 2), la instancia narradora, junto con el sonido extradiegético de dicho instrumento y los distintos planos que se suceden en la pantalla, introducen al espectador en un nuevo espacio de este modo: “todas las mañanas al amanecer las trompas de caza de Diana comienzan a resonar por las salas del Museo del Prado. Se cuenta que esta diosa cazadora, celosa de su castidad, convirtió en ciervo al joven Acteón por haberla sorprendido cuando se bañaba”. También lo hace en Fiesta aldeana (1955) cuando explica cómo a Teniers “le gusta sorprender a los cirujanos lugareños en la práctica de su rudimentaria ciencia. Penetra hasta la cueva del alquimista donde se preparan los filtros de amor y se busca el secreto de la eterna juventud, juventud que parece bullir en el corazón de estos viejos joviales (fig. 3)”. Mientras, la cámara se adentra en estos espacios costumbristas a través de una ventana, dibujada en el lienzo, para construir un relato basado en la cotidianeidad de las gentes que, en su día, retratara el pintor flamenco.
Este paisaje que se muestra en los años cincuenta con respecto al tema que nos ocupa, experimenta algunos cambios en las dos décadas siguientes, más allá de la introducción del color. Merece la pena destacar la obra realizada por Jesús Fernández Santos, aunque solo sea por ser uno de los documentalistas que más trabajos aportan a este fondo documental “y uno de los escasos españoles que ganó premios internacionales por su labor en este campo” (). Son documentales que podríamos adscribir a eso que López Clemente denomina de evocación histórica () y, en otros casos, películas centradas en la vida y las obras de los distintos artistas que se dan cita en el Prado y en las que el Museo solo aparece como marco o contenedor de estas. Más interesante, si cabe, en esta evolución de las formas de la que venimos hablando, se presenta la obra de Ramón Masats Prado vivo (1965). En este documental se ofrece una mirada en la que destacan aspectos históricos, sociales e incluso antropológicos y el Museo se comienza a vislumbrar como un protagonista más del documental de arte. José Javier Aliaga explica cómo “Masast pretendía dotar al documental español de ese contenido social del que adolecía y al que se había referido Amalio López unos años antes” ().
Ciertamente, Aliaga realiza un estudio exhaustivo y, a nuestro juicio, muy acertado desde el punto de vista que aquí nos interesa, en el que destaca cómo Masats
pretende demostrar que el Prado, frente a la consideración del museo como mausoleo o cementerio de obras de arte, encarna un ejemplo vivo de la coexistencia de las sociedades del pasado, representada en las piezas de la pinacoteca en el presente (…) Prado vivo se divide en dos partes claramente diferenciadas y a la vez unidas por esa idea que da título a la película. La primera concentra su atención en la colección de la pinacoteca y aborda una aproximación de la pintura como testimonio de una época, como representación de una realidad pretérita aún viva (…) Un plano en picado de la bóveda de la rotonda de la planta principal del Prado, abre esta segunda parte (…) El centro de atención pasa en este momento de la obra de arte a los visitantes que recorren las salas del Museo del Prado, convertido en un espacio vivo, de ocio, aprendizaje y atracción turística ().
Masats pone en juego unos recursos cinematográficos con los que recoge toda la tradición relacionada con la abolición del marco y la creación de un discurso en el que interviene la expresión a partir de la música, el sonido directo y las asociaciones semasiológicas de las imágenes.
La senda paisajística que estamos recorriendo, también sufre transformaciones en la década de los ochenta con la presencia de dos cineastas que incursionan en el ámbito del documental de arte, a saber, Basilio Martín Patino y Pablo Núñez. El primero profundiza, con su mediometraje Introducción al Museo del Prado (1987), en esa dimensión social que unos años atrás había interesado a Masats, a quien, dicho sea de paso, el cineasta salmantino homenajea aquí con la introducción de algunos fragmentos pertenecientes a la segunda parte de Prado vivo. Al igual que en la película de Masats, el Museo se presenta ahora como un espacio habitado, no solo por los personajes que se dan cita en las distintas obras, o por el propio público, que cobra un lugar preeminente desde el comienzo del filme, también tienen cabida todos aquellos aspectos que hacen posible la conservación, restauración, difusión y financiación de dicha institución. No obstante, a diferencia de lo que sucedía en la primera parte de su predecesora, la película nos sugiere un distanciamiento de las grandes obras y artistas y se constituye en una propuesta que fluctúa entre las modalidades expositiva y participativa liberándose así del encorsetamiento del documental didáctico. Para ello se vale de los testimonios directos del historiador del arte Alfonso Pérez Sánchez, la subdirectora del Museo, Manuela Mena, y la Restauradora de este, Rocío Dávila.
Es así como esa vertiente realista, que disecciona la historia del Museo a partir de la voz del narrador y de los distintos personajes que interactúan con la cámara, se revela, en determinados momentos del filme, en favor de una expresividad y una retórica a través de las cuales el documental adquiere una faceta performativa mediante la irrupción de algunos injertos visuales, procedentes de otros textos, que guardan relación con el devenir histórico del Museo durante la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, que terminan por atascar la narración. Efectivamente, sin ningún conector con lo acaecido anteriormente, una música inquietante, que inspira cierto terror, sustituye a la voz del narrador para romper con el tono distendido que preside casi todo el filme; entretanto, durante un minuto, se van sucediendo en la pantalla diferentes imágenes, en blanco y negro, relacionadas con el bombardeo de Guernica, las salas del Prado despojadas de cualquier vestigio artístico, y planos detalle del Guernica de Picasso. Lo mismo sucede en esos minutos de metraje en los que se trasplantan imágenes de Franco que recorre las salas del Museo; el tránsito del dictador por las distintas estancias se alterna con fogonazos de algunos de los cuadros que pueblan sus paredes mientras que suena una música, como poco, desconcertante. De este modo, el énfasis se desplaza hacia las cualidades evocadoras del texto y no tanto alrededor de su capacidad representacional.
Una de las versiones más vanguardista contenida en el fondo documental del Museo del Prado la hallamos en Las Meninas (1984), una obra de Pablo Núñez, de apenas siete minutos de duración, en la que el cineasta realiza una reflexión sobre las reinterpretaciones que elabora Picasso del cuadro velazqueño. Lo que en el arranque de la cinta parece atenerse a las normas clásicas de un documental de arte expositivo, incluso por el uso de la música clásica habitual en este tipo de metrajes, en el que se da cuenta de la historia y ejecución pictórica de Las Meninas de Velázquez, vira, repentinamente, cuando el cineasta, valiéndose de técnicas como la animación, construye un diálogo entre la obra velazqueña y algunas de las reinterpretaciones picassianas del lienzo del gran maestro sevillano. La música sicodélica acompaña ahora a los comentarios, de corte esotérico, que establecen una comparativa, muy personal, entre las pinturas de los dos artistas y de los intereses estéticos depositados en ambas. Lo novedoso en esta cinta radica en el hecho de que Núñez, con un lenguaje puramente cinematográfico, en el que recurre a la abolición del marco, los planos encadenados, el uso de la animación y los juegos lumínicos y musicales, termina por crear su propia alocución plástica y dota de un sentido nuevo a las pinturas velazqueña y picassianas. Con esta pieza fílmica breve, Pablo Núñez se acoge a esa fórmula, un tanto difusa, del ensayo cinematográfico. El cineasta presenta una reflexión personal sobre los universos pictóricos de ambos artistas, con un discurso en primera persona que, aunque conducido por la palabra, encuentra su razón de ser en recursos puramente cinematográficos.
Los noventa también dejan su huella en esta transformación de la forma fílmica del documental de arte en la que venimos haciendo hincapié. De la mano, ahora, de Pilar Miró, una de las pocas mujeres, junto con Paloma Chamorro, que engrosan el fondo documental del Museo antes de la llegada del nuevo siglo, nos adentramos, de nuevo, en el universo velazqueño. Este largometraje, denominado Velázquez, se crea a partir de una exposición antológica, del mismo título, celebrada en el Museo Nacional del Prado en 1990. La fórmula discursiva que presenta esta película gravita sobre la creación de un espacio expositivo nuevo, que dota de una dimensión plástica al proyectado ya por el Museo y que se asienta en normas específicas del lenguaje fílmico. La película presenta una estructura circular y comienza, in medias res, con la imagen de Las Meninas; después, un travelling de alejamiento da paso a un collage en movimiento en el que aparecen algunas de las pinturas de Velázquez que forman parte de la exposición. La cámara penetra entonces por una de las salas del Museo en las que espera un joven Príncipe de Asturias encargado, en este prólogo, de presentar la muestra pictórica.
La exhibición de las creaciones de Velázquez que construye Pilar Miró parece ajustarse a un orden temático que le permite hablar tanto del bodegón, el retrato, los asuntos religiosos y mitológicos, como de las distintas etapas que definen las creaciones del artista sevillano. Como si de una visita virtual se tratara, la cineasta enumera los lienzos que, uno tras otro se sucede en la pantalla, con la salvedad de que el espectador no decide qué, cómo y cuándo ver cada uno de ellos. La cámara, que se mueve aleatoriamente por las distintas salas, adopta una clara función enunciativa a través de la cual desplaza el protagonismo de los comentarios, extraídos de las obras completas de Ortega y Gasset, de un narrador intermitente.
Ciertamente, Pilar Miró no tiene empacho en ofrecer una mirada sustitutiva del orden semántico, utilizada por otros documentalistas de arte, que pone en valor las cualidades intrínsecas de la pintura, pero también del espacio expositivo. La cineasta, lejos de eliminar el marco opta por enmarcar doblemente cada una de las obras a partir del reencuadre cinematográfico y la moldura que las rodea, hasta que, en un segundo momento, la cámara penetra, como si de un cicerone se tratara, en aquellos detalles, que, de forma absolutamente subjetiva, se someten a la contemplación del observador. Se privilegia el tiempo de espera, acompasado por un punto de vista frontal y lentos movimientos de cámara que transmiten esa idea que el narrador denomina el sosiego de Velázquez, cuando explica cómo el espectador si “compara la primera impresión que recibe [cuando se asoma a la obra velazqueña] con la que producen en él los de otros pintores anteriores, y hace un esfuerzo para definirse lo que aquella tiene de peculiar, tal vez se diga que siente una insólita comodidad. Lo más sorprendente de este sosiego es que Velázquez en sus cuadros de composición no pinte figuras quietas, sino que también están en movimiento”.
Esta operación de sentido, que hasta ahora había predominado también en el texto mironiano, se altera cuando aparece en la pantalla La Venus del espejo (1949-1951). En este caso se suprime el marco y aparece un plano detalle del rostro emborronado de la diosa reflejado en el espejo; luego, diferentes cortes de montaje muestran el cuerpo bellísimo de Venus, recorrido seguidamente por un parsimonioso movimiento lateral de la cámara que, finalmente, permanece absorta en la contemplación de lo sublime. Antes, con El dios Marte (1639-1641) en escena, el narrador explica cómo “ante una escena mitológica, Velázquez, en vez de acompañarla en su esencial irrealidad, buscará en lo real una escena homóloga. Es decir, tirará de la mitología hacia este mundo nuestro y la reintegrará desviándola, desprestigiándola en la común condición de las más vulgares cosas terrenas”. Es evidente que, tanto en la representación del dios de la guerra como en la de la diosa del amor, Velázquez privilegia la representación y la humanización del cuerpo de los dos dioses. Unos años más tarde a la creación de este documental, Pilar Aguilar realiza una reflexión muy personal en esta misma línea en su libro Mujer, amor y sexo en el cine español de los ’90, y se refiere a cómo “Velázquez destruye la aparente sustancia de lo representado mediante una feroz, deslumbrante e incluso cruel representación” (). La autora también compara los dos cuadros y señala que, “el pintor, al dinamitar las apariencias, nos deja ante la verdad compleja y escueta de lo humano” (Aguilar 1998, 11). Al respecto, hemos de recordar que en el cine de Pilar Miró el cuerpo se hace presente en su materialidad más radical. Unos años antes de la realización de este documental, en la película Gary Cooper que estás en los cielos (1983), y algunos años después en el largometraje El pájaro de la felicidad (1993), la cineasta enfrenta a las protagonistas con el reflejo de sus propios cuerpos en el espejo, unos cuerpos que, por diversos motivos, se han desmoronado en fragmentos y en los que ellas no se reconocen o no quieren aceptar. Pero es que tampoco lo hace la diosa del amor de Velázquez, porque, en contraste con la exaltación de la hermosura corporal que presenta, nos encontramos con un rostro emborronado que limita la contemplación completa de lo femenino, por mucho que la cámara se empeñe en detenerse en ese momento.
Con la entrada del nuevo siglo son numerosos los autores que siguen interesados en un género como el documental de arte, solo hemos de aproximarnos a la colección de la Memoria audiovisual del Museo del Prado para comprobarlo. En este archivo encontramos nombres como Marina Collazo y Salvador Gómez Valdés, Manuel Armán y Marcos Hernández, Gregorio Roldán, Matías Montero, Jenaro Castro o Alicia Gómez Montano, entre otros interesados, fundamentalmente, por el reportaje y el documental didáctico. Si bien, creemos oportuno para concluir, centrar la atención en Pintores y Reyes del Prado (2019), un largometraje realizado por Valeria Parisi, que cuenta entre sus colaboraciones con el Museo del Prado y que aporta nuevos focos de interés en la evolución de la forma fílmica de este subgénero. La principal característica de esta película es que busca emocionar al espectador a través de distintos elementos que no solo tienen que ver con el Prado y sus colecciones, sino con los sentimientos de los entrevistados, con los paseos de la cámara por los lugares que inspiraron a los artistas y con la mirada atenta de Jeremy Irons quien, además, se constituye en el narrador intradiegético del filme. Este documental construye unas imágenes basadas en los sonidos, las sensaciones y sentimientos que se desprenden de las distintas obras pictóricas. Esas emociones se transmiten al espectador a partir de imágenes evocadoras que nos trasladan a escenarios naturales donde la vida fluye, de tal modo que el tiempo y el espacio se prolonga más allá de los lienzos. Los acontecimientos históricos y políticos se entrelazan con lo cotidiano y con el arte a través de la pasión de hombres y mujeres vinculados al Prado, tanto en tiempos pasados como en la actualidad, haciendo del arte un lenguaje universal. Las voces de Norman Foster, Laura García Lorca o Carlos Rubio conviven con los nombres de Cervantes, Quevedo, Góngora o Calderón; con el arte de la Generación del 27, el entusiasmo de Dalí, refiriéndose al aire de Las Meninas de Velázquez como el de mayor calidad del mundo, o las de Manet quien, dirigiéndose a Henri Fantin-Latour diría: “Querido amigo, ojalá estuvieras aquí. ¡Cuánto habrías disfrutado con Velázquez! Solo por él vale la pena el viaje. Es el pintor de pintores. No es que me haya sorprendido, es que me ha entusiasmado”. La narración fluye a partir de las reflexiones evocadoras de Jeremy Irons y las de pensadores, escritores y artistas cuyo legado, lejos de funcionar como paratextos, en el sentido dado al término por Genette (), se comporta como parte esencial de un texto único.
CODA
En las páginas que anteceden hemos podido comprobar cómo ese paisaje audiovisual, poco ortodoxo y de corte simbólico, por el que hemos transitado, nos ha brindado la posibilidad de establecer algunas premisas en torno a los cambios sufridos por el documental de arte a lo largo del tiempo. Abordados desde una perspectiva evolutiva pero también histórica y artística, el análisis de algunas de las películas, que componen el fondo del Museo Nacional del Prado, nos ha conducido a cerciorar que, a través del uso de distintos recursos plásticos, tales como la abolición del marco en los comienzos; la creación de una ficción a partir de la obra artística; la dimensión social del museo; la vertiente expresionista, que prioriza las cualidades evocadoras del texto por encima de su capacidad de representación; el uso de recursos vanguardistas en favor de la creación de un nuevo texto artístico que parte de otros de diferente naturaleza; la subjetividad o la emotividad, es posible establecer una evolución formal de este subgénero cinematográfico. Partiendo de un método analítico interdisciplinar, con el estudio de estas obras hemos podido comprobar cómo, el documental de arte pone en juego distintas operaciones de sentido a partir de categorías como la expositiva, participativa, performativa e incluso poética.
Con todo, nos parece justo terminar diciendo que el fondo documental del Museo Nacional del Prado cuenta en su haber con obras cuyo principal protagonista es el paisaje pictórico, entendido este en su forma más convencional, es decir como un espacio geográfico natural que ha sido representado por un artista determinado. A este respecto merece la pena destacar la obra de Miguel Ángel Trujillo, Patinir. La invención del paisaje (2007), que despierta un especial interés porque a través de la cámara podemos aproximarnos a los cuadros de un artista conocido como el primer pintor de paisajes. Este documental aborda el enigma de un pintor cuya biografía apenas se conoce, y que revolucionó el mercado del arte e incluso el concepto mismo de la pintura en los albores del siglo XVI. El filme recibió el premio "Mención de Honor" en el XXV Festival de Cine de Bogotá (Colombia). Manuel Vergara, Conservador del Museo del Prado, es el encargado de llevar a cabo una investigación sobre el artista del siglo XVI con el objetivo de la exposición que el Prado le dedica en 2007. La cámara nos emplaza aquí a descubrir la importancia de los paisajes de Joachim Patinir y los motivos, en apariencia, secundarios y misteriosos que aparecen en la obra de este artista al que su amigo Durero describe como “el buen pintor de paisajes”. Lejos de convertirse en un documental didáctico, Trujillo convoca al espectador y lo anima a comprender los motivos que llevaron a este artista a interesarse por los paisajes que aparecen en sus obras; además, lo traslada, a partir de visitas in situ, distintas entrevistas y reflexiones sobre la naturaleza, a aquellos lugares que fueron decisivos en la obra del pintor flamenco.
REFERENCIAS
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Zubelzu Mínguez, Sergio y Allende Álvarez, Fernando. 2015. “El concepto de paisaje y sus elementos constituyentes: requisitos para la adecuada gestión del recurso y adaptación de los instrumentos legales en España”. Cuadernos de Geografía. Revista Colombiana de Geografía no. 24, vol. 1, 29-42. https://doi.org/10.15446/rcdg.v24n1.41369.
Notas
[2] Precisamente en el Museo del Prado se conserva un documental de López Clemente titulado El mágico prodigioso de 1981, y hasta llegar ahí son bastantes las películas individuales y conjuntas que realizan ambos, aunque no formen parte de los fondos del Museo. Por citar algunas: Carnaval (1952), Los desastres de la guerra (1953) o La tauromaquia (1954).
[3] Es cierto que la década de los sesenta en el documental de arte vendrá definida, fundamentalmente, por el uso del color. A este respecto, el propio López Clemente plantea que es muy apropiado rodar en color cuando se usa el procedimiento de fotografiar directamente la obra original “pues, aunque existen excelentes reproducciones siempre es preferible rodar sobre el original; más teniendo en cuenta que la pintura no es solo color, sino calidades de la materia empleada”. En .
[4] © Filmoteca Española. Esta autorización no implica la adquisición por parte de Ana Melendo Cruz de los derechos de distribución de dichas imágenes ni su cesión a terceros. En ningún caso se permite la transformación de las imágenes sin autorización expresa de Filmoteca Española.
[5] Es justo señalar que Fernández Santos cuenta en su haber con una propuesta mucho más interesante que las que aparecen en el fondo del Prado. Se trata de España 1800. Un ensayo sobre Goya y su tiempo (1959). La película ganó el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos y del Sindicato Español del Espectáculo, y hay estudiosos que opinan que “de haber prosperado la propuesta de Fernández Santos, quizá la historia del cine sobre arte en nuestro país habría sido distinta, empezando por su propia trayectoria, en la que nunca volverá a haber algo tan interesante”. En .
[6] Véase en: https://www.museodelprado.es/video/emlas-meninasem/a5f08de6-158a-4334-84dc-901688c94fe4?searchid=e932c4e1-05dd-34d8-055c-25e34e0b7b12 (minuto: 1:45).
[7] Paloma Chamorro realiza en 1997 el documental Goya, un Relato biográfico del artista aragonés Francisco de Goya y Lucientes, a través de su obra, gran parte de ella conservada en el Museo Nacional del Prado.
[8] La cineasta realiza una llamada de atención al respecto desde el momento en que es el único de los cuadros de esta personal exposición que no aparece enumerado.
[9] González Requena y Ortiz de Zárate plantean cómo en los dos textos ficcionales de Miró, la lógica escópica se ha roto en el instante en que el cuerpo se ha hecho presente, en el caso de Andrea como portador de una metástasis y en el de Carmen tras el ultraje al que ha sido sometido. .
[10] Véase en: https://www.museodelprado.es/video/velazquez/c747e32c-ab23-4f66-91da-16d4d837c3af?searchid=0bbc5920-1ba0-daed-85fa-dd2384612d96 (1:03:25).