Abstract
This paper reviews four musical documents —two Colombians such as Manuel María Rueda's Manual de organistas y cantores (Manual of Organists and Singers) and Canciones neogranadinas. Villancicos. Responsorios (New Granada Songs. Christmas carols. Responsories); and two Venezuelans as the Colección de piezas escogidas para Piano. 1898 (Collection of pieces chosen for Piano. 1898) and y Música copiada y coleccionada por J. M. Ardila V. (Music copied and collected by J. M. Ardila V.)— where the musical transits that occurred at the end of the XIX century between Colombia and Venezuela can be follow. The relationships between these documents, musical works, musical genres, and some composers such as Manuel María Rueda, Nicolás Quevedo Rachadell, Julio Quevedo Arvelo and Atanasio Bello Montero, take account of a very interesting exchange in a period in which these countries were practically isolated. Few has been documented about these exchanges, and has been discussed only tangentially. In this sense, the present research is part of what Nils Grosch calls the mobility paradigm and seeks to encourage further studies in this field in Latin America.
Keywords:
TRÁNSITOS MUSICALES ENTRE COLOMBIA Y VENEZUELA EN EL SIGLO XIX
Juan Francisco Sans, Jaime Cortés Polanía
TRÁNSITOS MUSICALES ENTRE COLOMBIA Y VENEZUELA EN EL SIGLO XIX
Quintana: revista do Departamento de Historia da Arte, núm. 20, 2021
Universidade de Santiago de Compostela
MUSICAL TRANSITS BETWEEN COLOMBIA AND VENEZUELA IN THE 19th CENTURY
Juan Francisco Sans a
Instituto Tecnológico Metropolitano de Medellín, Colombia
Jaime Cortés Polanía b
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
Copyright © Universidade de Santiago de Compostela
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Resumen: El siguiente trabajo pasa revista a cuatro documentos musicales —dos colombianos como el Manual de organistas y cantores de Manuel María Rueda y Canciones neogranadinas. Villancicos. Responsorios; y dos venezolanos como la Colección de piezas escogidas para Piano. 1898 y Música copiada y coleccionada por J. M. Ardila V.— donde destacan algunos tránsitos musicales ocurridos a finales del siglo XIX entre Colombia y Venezuela. Las relaciones que se van tejiendo entre estos papeles musicales, obras, géneros y compositores como Manuel María Rueda, Nicolás Quevedo Rachadell, Julio Quevedo Arvelo y Atanasio Bello Montero, dan cuenta de un intercambio muy interesante en un periodo en el cual estos países estaban prácticamente incomunicados. Hasta ahora, estos intercambios se han documentado muy poco, y de ellos se ha hablado sólo de manera tangencial. En tal sentido, la presente investigación se inscribe dentro de lo que Nils Grosch llama el mobility paradigm, y procura incentivar los estudios en este campo en América Latina.
Palabras clave: Mobility paradigm; música colombiana; música venezolana; intercambios musicales; apropiaciones musicales.
Abstract: This paper reviews four musical documents —two Colombians such as Manuel María Rueda's Manual de organistas y cantores (Manual of Organists and Singers) and Canciones neogranadinas. Villancicos. Responsorios (New Granada Songs. Christmas carols. Responsories); and two Venezuelans as the Colección de piezas escogidas para Piano. 1898 (Collection of pieces chosen for Piano. 1898) and yMúsica copiada y coleccionada por J. M. Ardila V. (Music copied and collected by J. M. Ardila V.)— where the musical transits that occurred at the end of the XIX century between Colombia and Venezuela can be follow. The relationships between these documents, musical works, musical genres, and some composers such as Manuel María Rueda, Nicolás Quevedo Rachadell, Julio Quevedo Arvelo and Atanasio Bello Montero, take account of a very interesting exchange in a period in which these countries were practically isolated. Few has been documented about these exchanges, and has been discussed only tangentially. In this sense, the present research is part of what Nils Grosch calls the mobility paradigm and seeks to encourage further studies in this field in Latin America.
Keywords: Mobility paradigm; Colombian music; Venezuelan music; musical interchanges; musical appropriation.
Introducción
Tomando en consideración la distancia que separa a Bogotá y Caracas (más de mil kilómetros en línea recta), las extremas dificultades de movilidad entre una ciudad y otra (que incluso hoy en día implican más de mil quinientos kilómetros de abruptos caminos), los incontables obstáculos geográficos (tupidos bosques tropicales, llanos que se pierden en la lontananza, páramos hostiles, pasos de montaña de más de tres mil metros, cruce de ríos de inmenso caudal), así como la precariedad de los medios de transporte en el siglo XIX, asombra cómo fueron posibles toda una serie intercambios musicales que, mucho más allá de las zonas fronterizas, conectaron a Colombia y Venezuela en esa época.1 Por otra parte, no sobra recordar que los territorios del antiguo Virreinato de Nueva Granada y de la Capitanía General de Venezuela inauguraron unidos su vida republicana en 1819, intento que la historiografía bautizaría luego con el nombre de la “Gran Colombia”. A esta experiencia política se anexaron luego el istmo de Panamá en 1821 y Ecuador en 1823. Mientras Ecuador y Venezuela dejaron la unión en 1831, Panamá permaneció como parte de Colombia hasta su separación en 1903.
Aunque los intercambios de música y músicos a los que hacemos alusión en este trabajo no obedecieron a masivos flujos migratorios, a redes comerciales mediadas por grandes volúmenes de mercancías, ni a relaciones formalizadas de tipo cultural o político entre ambos países, sí dejaron huellas históricas que no sólo han sido profundas, sino también duraderas y persistentes. Para ilustrarlo, en este trabajo revisaremos cuatro documentos cuya riqueza contribuye a avanzar en un campo de investigación que hasta ahora se ha explorado muy poco en Latino América, y que bien podría contribuir a los estudios sobre movilidad cultural abordados desde perspectivas musicológicas.
Como cualquier otro producto cultural, la música no constituye un fenómeno estático ni se ancla en un territorio de manera fija e inamovible. Muy por el contrario, por su propia naturaleza, se mueve fácil y fluidamente a través de las fronteras junto a la gente, el comercio y los medios de comunicación, a veces de forma inadvertida, y siendo apropiada y transformada por los pueblos por donde viaja. Grosch (2018, 39) enmarca este tipo de estudios musicológicos dentro del así llamado mobilityparadigm, que muy poco se ha trabajado en Latinoamérica, donde tendría mucho que aportar. Precisamente, este trabajo se inscribe dentro de este paradigma, al contribuir con un estudio de movilidad musical entre Colombia y Venezuela entre finales del siglo XIX y comienzos del XX.
Manual de organistas y cantores de Manuel María Rueda (1869-1870)
A finales de 1869 o a inicios de 1870, Manuel María Rueda (?-ca.1881) —maestro de capilla y director del coro de la Catedral de Bogotá entre 1860 y 18812— publicó el Manual de organistas y cantores, un impreso de 180 páginas de música religiosa, cuyo único ejemplar conocido se encontraba resguardado hasta hace algunos años en los fondos del Centro de Documentación Musical de la Biblioteca Nacional de Colombia, donde a pesar de los esfuerzos, no ha podido ser recuperado. Afortunadamente, este manual está siendo objeto de una edición crítica por parte de los autores de este trabajo (Cortés Polanía y Sans s.f.).
El Manual de organistas y cantores consiste de una compilación de obras de una hasta tres voces y teclado (órgano o armonio) con el repertorio que ha de acompañar el organista en los diferentes oficios religiosos: canto llano (casi siempre acompañado), introitos, entonaciones (prefacios, Gloria y Credo), misas (incluyendo Misa de ángeles —de infantes— y Requiem), un Oficio de Difuntos, himnos varios (Pange Lingua, Veni Creator, Ave Maris Stella, Jesu Corona Virginum, Sacris Solemnis, Vexilla Regis, Gloria Laus, Himno de común de apóstoles, Himno de común de vírgenes, Himno a la Santísima Virgen), Te Deum, letanías, y música para la Semana Santa (fórmulas para acompañar pasiones, lamentaciones y el Popule meus); así como un repertorio en español de trisagios (al Corazón de Jesús), gozos (al Patriarca San José), letanías, versos, cánticos y estrofas diversas (para cubrir y descubrir al Santísimo o a la Virgen), responsiones para la novena de la Concepción, novenas del Niño, y al final, cuatro villancicos.
Como resulta lógico, en el Manual… abundan las composiciones de Manuel María Rueda y de Manuel Rueda (?-1859?), este último, hasta donde sabemos, padre del primero (v. Bermúdez s.f. y Bermúdez 2020). También se incluyen obras de otros compositores que precedieron a Manuel María en la maestría de capilla de la Catedral de Bogotá, como Valentín Franco (1802-1847), Joaquín Guarín (1825-1854) y Juan Antonio Velasco (ca.1788-1853); de compositores desconocidos como un tal A. García; del famoso compositor italo-francés de música sacra Louis [Luigi] Bordese (1815-1886), muy representado en archivos colombianos, tanto en ediciones europeas como en copias manuscritas de esos mismos impresos; y de los venezolanos José Ángel Lamas (1775-1814) y Nicolás Quevedo Rachadell (1803-1874).
Aunque el Manual de organistas y cantores nos llega sin portadas, colofón ni tabla de contenido, tanto la atribución de autoría como la fecha de su edición se derivan —además de la omnipresencia de los Rueda en el mismo— de una nota publicada en 1870 en el periódico La Unidad Católica (1870, 71) de donde conocemos el título de la publicación, y de los datos que nos brinda el Manual del organista cantor de Guillermo Quevedo Zornoza (1882-1964) y Carlos Lozano (¿-?), un impreso de similares propósitos que se publicó sesenta años más tarde. En las “Palabras preliminares” de este último texto, Quevedo y Lozano (1930, 3) aseguran que:
En Colombia (y de eso hace cerca de sesenta años) no ha visto la luz pública sino un solo manual para los organistas; nos referimos al del señor Manuel [María] Rueda, hoy absolutamente agotado, y aun cuando no estuviera, las composiciones que allí se encuentran, o han caído en desuso o pecan contra las prescripciones litúrgicas y el ‘Motu Proprio’.
Los objetivos declarados de Quevedo y Lozano consistían en sustituir el libro de Rueda, agotado y desactualizado, y ofrecer un nuevo manual práctico y accesible para organistas y cantores de iglesias de pueblos pequeños y distantes de Colombia, la mayoría de ellos con poca o ninguna preparación musical. Al publicar una obra especializada, pero sencilla, pretendían dignificar la liturgia en esos parajes remotos y evitar que, por falta de materiales adecuados, se siguiera incluyendo música inapropiada o de mala calidad en los oficios religiosos. Aunque no lo dice por ninguna parte, esto parece haber sido también lo que movió a Manuel María Rueda a publicar su obra.
En el Manual… de Rueda no extraña en absoluto la presencia de un par de obras del venezolano Nicolás Quevedo Rachadell, quien, a pesar de no haber pertenecido a la nómina de la catedral, fue un músico sobresaliente en Colombia durante el siglo XIX, país donde se radicó luego de su llegada a Bogotá en 1827 como parte del séquito de Simón Bolívar (1783-1830) (Duque 2011). Las referidas obras son un Sacris Solemnis y el villancico Los pastores solfistas para dos tiples y bajo con acompañamiento de teclado (fig. 1).
Fig. 1.
Este villancico resulta particularmente relevante pues, si bien Ellie Anne Duque lo asocia a la tradición de los aguinaldos venezolanos, en realidad se inscribe en toda ley dentro de la práctica del bambuco que Quevedo Rachadell conoció en Colombia (Duque, 59).3 En este sentido, Los pastores solfistas representa un caso muy singular de cómo un compositor venido del extranjero terminó haciendo una contribución sustantiva a un género emblemático que, aún por entonces, se encontraba en un período de transición entre la oralidad y la escritura, de estabilización como símbolo de música nacional, y de entrada a los circuitos de la música impresa. No hay que olvidar que lo antecedieron tan solo dos bambucos publicados, ambos instrumentales, de los que hasta ahora se tiene noticia: Bambuco. Aire nacional neo-granadino dispuesto para piano a cuatro manos por Francisco Boada (¿-ca.1860) y Manuel Rueda (ca. 1853); y El Bambuco. Aires nacionales neogranadinos variados Op. 14 para piano de Manuel María Párraga Paredes (ca. 1858-59).4 Estos bambucos, significativos en sí mismos, traen tras de sí varios nexos.
Manuel Rueda y Francisco Boada trabajaron juntos en la Catedral de Bogotá. Allí, Manuel María Rueda adquirió los conocimientos musicales suficientes para suceder a Boada como maestro de capilla y director de coro en 1860. Según Perdomo Escobar (1976, XIV), cuando Manuel María Rueda asumió el cargo, recibió innumerables partituras que la viuda de Boada había resguardado en “Ocho bultos que contienen misas, vísperas, villancicos, pero todo incompleto por ser ya inútiles”. Su manual constituye, entonces, una obra de actualización e innovación del repertorio religioso de la catedral, en el que bien cabía un villancico en ritmo de bambuco, como el de Quevedo Rachadell, género que su padre, junto con Boada, ya se había atrevido a fijar por escrito.
Por su parte, no dejan de llamar la atención los vínculos de Manuel María Párraga Paredes: era hijo del venezolano Francisco Párraga y de la colombiana Paulina Paredes, oriunda de Piedecuesta (municipio en Santander, departamento fronterizo con Venezuela). El matrimonio unió a dos familias con decididas aspiraciones cosmopolitas. A tal punto el comercio y la política catapultaron la movilidad de los Párraga y de los Paredes, que llegaron a convertirse en personajes modernizadores con cierto renombre a nivel nacional. La prosperidad económica les permitió enviar a Manuel María a Estados Unidos, en donde el aún joven y precoz pianista no solo afianzó su virtuosismo, sino que también adoptó la idea de Louis Moreau Gottschalk (1829-1869) de componer piezas sobre tonadas populares de tradición oral, que no tardó en poner en práctica a su regreso al país (Bermúdez y Duque 2000, 177). En este contexto de trayectorias cruzadas colombo-venezolanas, Los pastores solfistas de Quevedo Rachadell sobresale como un ensayo temprano de escritura de un villancico en estilo de bambuco, que a diferencia de otros más en los mismos años, tuvo la suerte de ser publicado. No olvidemos que faltaría poco más de una década para que otros bambucos llegaran a los talleres de impresión.
El terreno lo comenzó a abrir en 1882 Al volver, una danza-bambuco para canto y piano con música de Daniel Figueroa y texto de Ernesto León Gómez, que salió a la luz en las páginas del periódico El Bogotano. En 1885 aparecieron el Bambuco n° 1 y el Bambuco n° 2 “En una noche de aquella” para piano a cuatro manos de Diego Fallon (1834-1905),5 y El perfume de las Violetas, partitura identificada como “Bambuco. Aire Colombiano” en un método escrito por Telésforo D’Aleman para aprender a tocar bandola (D'Aleman 1885, 34-35). En 1886, El Telegrama —uno de los periódicos más influyentes y de mayor circulación en la época— obsequió a sus lectores El solitario, bambuco para canto y piano con música de un tal Cristóbal Caicedo —músico vallecaucano según se anuncia en la partitura— junto a un texto firmado con el seudónimo Monteazul. En este exiguo panorama, Los pastores solfistas de Quevedo Rachadell adquiere un carácter excepcional.
Las otras obras que Rueda incluye en su manual —ciertamente la gran mayoría— se concentran en los géneros más habituales del repertorio religioso. Todas ellas son reducciones para una o dos voces y teclado de composiciones originales para coro a tres o cuatro voces y orquesta,6 entre ellas, la Tercera lamentación de miércoles (escrita en la década de 1860) de Rueda, impresa en la antología como Profetas de la 3ª [lamentación] del miércoles (v. p. 129 del manual), y la Primera lamentación del miércoles (c. 1852) de Joaquín Guarín, original para tres voces y orquesta (v. p. 124 del manual).
En términos de circulación musical es aún más notable la inclusión de la Primera lección del Oficio de Difuntos de José Ángel Lamas (v. p. 87 del manual), uno de los compositores venezolanos más importantes del período colonial. Siendo bajonista de la Catedral de Caracas, Lamas escribió mucha de la mejor música de la así llamada “Escuela de Chacao” en Caracas, entre la que destacan el Popule meus, la Misa en re y el Gran miserere. La partitura de la Primera lección —original para tres voces y orquesta (dos oboes, dos cornos y cuerdas)— fue publicada recién en 1943 como la primera de sus Tres lecciones para el Oficio de Difuntos. Esta edición que, a cargo de Juan Bautista Plaza y Francisco Curt Lange, contiene doce obras del período colonial venezolano (Lamas 1943), muy pronto se hizo famosa por haber sido una de las primeras ediciones que se realizaron en el siglo XX con música de la época de la dominación hispánica. Por esto mismo, no deja de asombrar que ochenta años antes haya aparecido ya publicada en el Manual de organistas y cantores de Rueda en Bogotá, en una versión para dos voces y teclado.
De la música de Lamas en Colombia también da testimonio la copia que Quevedo Rachadell hizo del Popule meus, que hoy reposa en el Centro de Documentación de la Biblioteca Nacional de Colombia. Sin duda, esta obra representa otro caso paradigmático por considerársele como una suerte de segundo himno nacional de Venezuela. A través de una nota añadida al manuscrito el 3 de abril de 1852, Quevedo Rachadell aclara el itinerario que cumplió la partitura en sus manos:
Compuesta pr. el Sôr. Jose Angel Lamas, en Caracas; y copiada en la misma ciudad el año de 1829. Esta famosa composición fue hecha venir por mí en el año de 1829 para regalarla a esta S. I. Metropolitana; pero no habiendo encontrado un empleado de dicha iglesia que me recibiera la esmerada copia que saqué, resolví guardarla hasta mejor ocasión. Dos años después la regalé al señor Mariano Íbero que vivía en el convento de Sto. Domingo, en cuyo templo se ejecutó por primera vez en el año de 1839 —por instancias que al efecto hice al Señor Eujenio Salas (Citado en Duque 2011, 36. Reproducción de la portada del manuscrito en Bermúdez y Duque 2000, 100)
Es probable que la acotación de Quevedo Rachadell en esta cita haya sido una respuesta algo tardía a la presencia en Bogotá de Atanasio Bello Montero (1800-1876), un coterráneo suyo que se exilió en Colombia luego de haber recibido una sentencia por conspiración dictada en 1847 por un tribunal de Caracas (Ojeda y Capelán 2012, 43-44). Al año siguiente, Bello Montero ofrecía sus servicios como director de ópera, tenor y profesor de música en la capital colombiana. En un periódico local publicó el siguiente anuncio: “Tiene un archivo, en donde se halla todo lo necesario para el completo servicio del Templo, en todas épocas; lo mismo que para el Teatro, Filarmonía, Bandas militares y Bailes.” (Ojeda y Capelán 2012, 44). Es muy probable que, entre “todo lo necesario para el completo servicio del Templo”, Bello Montero trajera el Popule meus de Lamas, obra que, según consta en un ejemplar conservado en la Biblioteca Nacional de Venezuela, él mismo copió en su contumaz costumbre de recuperar partituras del periodo colonial (Ojeda y Capelán 2012, 25, 63 y 65). Tampoco hay que descartar que Bello Montero aportara la mencionada Primera lección del Oficio de Difuntos, pieza de Lamas incorporada por Rueda en su manual. Otra posibilidad, quizás más remota, es que la Primera lección haya llegado a manos de Rueda por intermedio de Román Isaza y José Gabriel Núñez (1834-1918), ambos músicos venezolanos que pasaron por Bogotá con una compañía de ópera entre 1863 y 1864 (Bermúdez y Duque 2000, 180).
Más allá de todas estas conjeturas, lo cierto es que Rueda, al verse obligado a desechar un legado de cosas “ya inútiles” cuando asumió su cargo en la catedral de Bogotá, decidió incluir en su manual la música de Lamas, un prestigioso compositor que había dado pie a la consolidación de una temprana imagen canónica de la música en Venezuela, imagen que, por demás, no tendría contraparte en ningún compositor colombiano del mismo periodo. Con una connotación aún más amplia, del impacto y la fuerza de tal imagen dan testimonio Ojeda y Capelán al afirmar que “Lamas llegará a ser tan famoso, que algunas obras copiadas en la segunda mitad del siglo XIX le serán atribuidas, incluso aquellas que no eran de su autoría.” (Ojeda y Capelán 2012, 65).
Canciones neogranadinas. Villancicos. Responsorios. (ca. 1868)
Además de Los pastores solfistas de Quevedo Rachadell, Rueda incluyó en su manual tres villancicos de autoría propia, todos ellos a dos voces con acompañamiento de teclado: Las campanitas, Una flor al niño y El noticioso. Aunque la presencia reiterada en diversos documentos del mismo periodo no constituye una prueba fehaciente del nivel de difusión y de popularidad que pudo alcanzar una obra, al menos sí puede asumirse como un claro indicio, especialmente cuando se trata de documentos de naturaleza dispar. En este sentido, Las campanitas de Rueda parece haber sido una pieza popular, si tomamos en cuenta que también la encontramos en Canciones neogranadinas. Villancicos. Responsorios, un cuaderno manuscrito que, compilado en años muy próximos a la publicación del Manual de organistas y cantores de Rueda, hoy reposa en el Fondo Perdomo de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. En este documento, el anónimo compilador tituló Las campanitas como Villancico a misas de aguinaldo y lo consignó en una versión para una sola voz y guitarra (figs. 2 y 3). Habría que aclarar que el cuaderno está concebido en su totalidad para voz, guitarra y, eventualmente, bandola. Su contenido consiste básicamente de canciones de salón y música paralitúrgica en español (responsorios y villancicos) de compositores colombianos activos en los años 1860.
Fig. 3.
Resulta aún más significativo para este trabajo el que Canciones neogranadinas haya incluido el curioso Villancico de los pastores. De la zarzuela mística venezolana de autor anónimo (fig. 4). Se trata de un extracto musical de un tipo de zarzuela muy popular en Venezuela cuya práctica, desde el siglo XVIII hasta hoy en día, se ha revitalizado sucesivamente en las celebraciones navideñas. Este tipo de extractos se conocen como “Nacimientos”, precisamente porque en ellos se escenificaba la natividad del Señor a través de cuadros bíblicos (Calcaño 2019, 406-415). En el título de la pieza no solo se indica expresamente que se trata del villancico de una zarzuela, sino que a partir del compás 17 de la partitura se canta la “Despedida de Don Cornelio en este villancico”. Don Cornelio es uno de los cómicos tradicionales que se incluían en los nacimientos y que, por supuesto, no formaban parte de los personajes bíblicos de la historia. Quizás lo más interesante sean los últimos ocho compases en los que se despliega lo que a todas luces es un aguinaldo, género que aún en la actualidad se sigue componiendo y cantando con gran fervor en las navidades venezolanas. A pesar de no estar explícitamente señalado en el manuscrito como tal, se sabe porque el aguinaldo es un villancico en inequívoco ritmo de danza-habanera, con su característico tresillo-dosillo en compás de 2/4 y bajo de tango que apreciamos claramente en el extracto. No hay que olvidar cómo, desde su aparición a finales del siglo XV, el villancico tuvo la cualidad de mimetizarse con géneros musicales populares del contexto local en donde se cultivó, tal como ocurrió con Quevedo Rachadell y su villancico-bambuco Los pastores solfistas.
Fig. 4.
Aunque en Canciones neogranadinas no se menciona al autor del Villancico de los pastores, se podría conjeturar que es una obra del ya mentado Atanasio Bello Montero, uno de los exponentes más importantes del nacimiento en Venezuela durante el siglo XIX. De Bello Montero subsisten numerosas contribuciones al género, incluyendo una serie de aguinaldos con los que se solía terminar el tercer acto de las llamadas “zarzuelas místicas” (Ojeda y Capelán 2012, 25). Y si bien su estadía en Colombia parece haber sido breve —sólo tenemos evidencia firme de su permanencia en Bogotá entre enero y diciembre de 1848— dejó sin duda su impronta musical en la capital neogranadina. De él sobreviven en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá una Pasión para el Domingo de Ramos y un Gloria Laus, así como la canción El adiós con letra de A. Lozano (Ojeda y Capelán 2012, 45). Esta canción la publicó el periódico El Neogranadino en 1848 o 1849 como una de las separatas que integraron la colección de las primeras partituras impresas en Colombia de las que se conservan ejemplares (Duque 1998, 46-47). Durante su residencia en Bogotá, Bello Montero también publicó La batalla de Tescua, “música histórica para piano” dedicada al general Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878), presidente de Nueva Granada —actual Colombia— por aquel entonces. Con esta pieza rindió tributo al implacable triunfo que Mosquera había obtenido en 1841 como líder de las huestes gubernamentales que enfrentaron a insurrectos secesionistas en las inmediaciones de la hacienda Tescua, cercana a Pamplonita, no por casualidad un municipio próximo a la frontera colombo-venezolana, que sufrió los dramas de la Guerra de los Supremos o Guerra de los Conventos, la primera que inauguró el ciclo de las tantas guerras civiles colombianas del siglo XIX (1839-1842).
Aunque Bello Montero parecer ser el candidato más fuerte para atribuirle la autoría del Villancico de los pastores, no podemos descartar de plano a otros compositores estrechamente relacionados con él: José Lorenzo Montero (¿?-1857), su primo segundo; José María Isaza, su socio en numerosos emprendimientos —entre ellos el montaje y representación de nacimientos—; o los dos hijos de éste último, Román y Rafael Isaza. Según Calcaño, José Lorenzo Montero y José María Isaza “compusieron también sendas partituras de Nacimientos; la de Isaza comprendía más de 30 números musicales” (Calcaño 2019, 411). Si Bello Montero no trajo a Bogotá dicho extracto, quizás lo trajeron sus compatriotas Román Isaza y José Gabriel Núñez, quienes, como vimos, visitaron la ciudad entre 1863 y 1864. No obstante Calcaño (2019, 257) señala que los músicos venezolanos José Austria y Miguel Rola ya habían visitado la capital colombiana junto con Quevedo Rachadell en 1827, pareciera un tanto aventurado atribuirles a estos dos oscuros personajes la autoría del villancico.
En otro plano, Canciones neogranadinas… también sobresale en el conjunto de documentos disponibles de la época, pues contiene un número considerable de bambucos, como ya comentamos, género del que hasta entonces solamente se habían publicado apenas dos piezas, ambas para piano, y el villancico de Quevedo Rachadell. Encontramos en el manuscrito seis ejemplos que, como lo sugieren sus títulos, ilustran bien cómo el bambuco se había convertido en un modelo de canción sentimental cuyos temas giraron en torno al desamor, el desengaño o la idealización lastimera de los entornos campesinos y de sectores sociales marginados: No me digas adiós de Vicente Pizarro, un Bambuco “por Ayarza”, Bambuco de los Domínguez, Bambuco de Jipijapa, Bambuco el huérfano, y Bambuco la morena.
Colección de piezas escogidas para Piano (1898)
Eloy Galavís (1837-1902) fue un importante compositor de música de salón, oriundo del Táchira, estado limítrofe con Colombia. De él se conserva la Colección de piezas escogidas para Piano fechada en 1898 (v. Sans 2017). En la portadilla del cuaderno y en partes internas del mismo aparece insistentemente la firma de su alumna Matilde Alvarado quien, al sobrevivir en muchos años al compositor, parece haber quedado como la dueña definitiva del manuscrito. Todas las obras que integran el cuaderno son de Eloy Galavís, salvo Noches de diciembre, un valse para piano de Julio Quevedo Arvelo (1829-1896) (fig. 5).
Fig. 5.
Hijo de Nicolás Quevedo Rachadell, Julio Quevedo Arvelo (fig. 6) llegó a ser uno de los compositores colombianos más renombrados en la segunda mitad siglo XIX. Recordemos además que Guillermo Quevedo Zornoza, coautor del Manual del Organista Cantor publicado en 1930, era nieto de Quevedo Rachadell y sobrino de Quevedo Arvelo. Hernández Contreras (2015, 11) conjetura que Eloy Galavís ha debido ser discípulo de Quevedo Arvelo:
Los primeros músicos notables llegados al Táchira fueron los neogranadinos Julio Quevedo Arvelo y Secundino Jácome, quienes se dedicaron al cultivo de la música sacra, dejando, sin embargo, a discípulos de renombre como el violinista Eloy Galaviz y el director Abel Briceño, formadores de una escuela de ejecución instrumental y creadores de nuevas formas musicales como el “bambuco tachirense”.
Fig. 6.
Aunque la vida y la obra de Quevedo Arvelo aún no han sido objeto de un estudio que establezca al menos una cronología básica, los datos vagos y contradictorios compilados por José Ignacio Perdomo Escobar son útiles para rastrear la trashumancia del compositor. Según este autor, luego de permanecer en una especie de clausura en el Convento de Santo Domingo en Bogotá, Quevedo Arvelo viajó a Cúcuta y a Caracas como violonchelista y director sustituto de una compañía lírica hispano-italiana dirigida por un músico venezolano de apellido Ruiz. Disuelta la compañía, Quevedo Arvelo se trasladó al Táchira —viviendo entre Michelena (donde se dice que construyó un órgano) y Táriba— en donde permaneció por varios años (Perdomo Escobar 1976, 135). Es probable que recalara allí, pues su hermana Margarita había contraído nupcias con José Gregorio Villafañe Ramírez (1814-1894), un prohombre y músico aficionado muy vinculado a la región.7
En su recorrido, Quevedo Arvelo se desempeñó como maestro de capilla en la Basílica Nuestra Señora de la Consolación en Táriba. Allí compuso el Himno a la virgen de Táriba en la bemol mayor para voces y cuerdas, y la Misa Solemne de la Virgen de Táriba, obra que luego tituló Misa de Gloria No. 1 en mi bemol mayor a dos voces y orquesta. Gracias al cuidado que tuvo Quevedo Zornoza con el legado musical de su abuelo y de su tío, en la Casa Museo Quevedo Zornoza —ubicada en la ciudad de Zipaquirá (Colombia)— reposan los manuscritos de ambas piezas. Del himno, muy incompleto, solamente se conservan una parte para canto y otra para violín 2do. De la misa hay tres copias, dos de Quevedo Arvelo y otra de un amanuense posterior. El primer autógrafo, tal vez la versión original, corresponde a una reducción para voces, violín y armonio. El segundo autógrafo es más completo: contiene partes para voces, flautas, clarinetes, cornos, trombones, violines, viola, violonchelo, contrabajo y órgano conductor. Con respecto a la tercera copia —un apógrafo— estaba conformada originalmente por 26 partes, pero apenas sobreviven una reducción para voces y piano, y las partes para flauta, dos violines y contrabajo. A pesar de que estamos frente a un documento mutilado y en mal estado, una de las anotaciones nos aclara que la copia se elaboró en 1922 con el fin de interpretar la misa en Zipaquirá.
La estancia de Quevedo Arvelo en Venezuela no sólo pone de manifiesto un intercambio musical que tuvo eco en Colombia a su regreso, sino que nos sugiere otras conexiones con el manual de Rueda y con la práctica de los villancicos venezolanos que nos traslada a la actualidad. En época de navidad, en Venezuela se acostumbra cantar un popular villancico anónimo titulado A adorar al Niño. Según Isabel Aretz (1962, 59), este villancico fue recogido de la tradición oral en San Cristóbal —capital de Táchira— y podría haber sido compuesto por “músicos provincianos cultos de los siglos XVIII o XIX, y haberse incorporado a la tradición oral.” La letra reza así: “1. Adorar al Niño/corramos pastores/que está en el portal/llevémosle flores. // 2. Una palomita/anunció a María/que en su seno santo/Él encarnaría. // 3. Adoro el misterio/de la Trinidad/que son tres personas/y es un Dios no más.”
La melodía de A adorar al Niño la recogió Luis Felipe Ramón y Rivera en Táchira, su tierra natal. Vicente Emilio Sojo (1887-1974) armonizó la melodía a tres voces mixtas y la publicó en Caracas en 1954 como parte del Segundo cuaderno de canciones corales de autores venezolanos (Sojo 1954). Años más tarde, Rafael Suárez haría un arreglo para soprano, contralto, tenor, barítono y bajo, arreglo que grabó con su famoso Quinteto Contrapunto (Astor 1999). Mencionando a Sojo como recopilador, lo cual no es preciso, Suárez subtituló la pieza “Villancico tachirense”.
Aunque, hoy por hoy, nadie se atrevería a poner en duda que A adorar al Niño es uno de los villancicos más enraizados en la tradición navideña venezolana, la evidencia histórica confirma que estamos ante uno de esos casos en los que resplandece la memoria oral y colectiva con tenues y sutiles hilos de largo plazo. En efecto, A adorar al Niño no es otra cosa que una “folklorización” de Una flor al Niño de Manuel María Rueda, villancico que publicó en su Manual de organistas y cantores (fig. 7).
Fig. 7.
¿Cómo llegó este villancico al Táchira? El que Julio Quevedo Arvelo haya vivido allí y haya servido de maestro de capilla en la actual Basílica Nuestra Señora de la Consolación de Táriba nos brinda una coartada plausible para explicarlo. Conocía bien el repertorio trajinado en las iglesias bogotanas, repertorio que atinó a destilar Rueda en su manual. Ya sea de memoria o a través de la partitura, es muy probable que llevara consigo Una flor al Niño, villancico que, con otros más, le sirvió para alimentar sus labores como profesor, intérprete y director en Venezuela. Aunque la letra es exactamente la misma en las publicaciones de Sojo y de Rueda, la comparación de ambas versiones permite identificar algunas variantes melódicas, muy frecuentes y usuales, que traslucen la vitalidad de los procesos de transmisión oral.
Habría dos coartadas más que podrían explicar la llegada de Una flor al Niño al Táchira, aunque un poco menos fuertes que la anterior debido a la cronología de los hechos. No por eso son descartables, por lo que las mencionamos aquí. La primera tendría que ver con la presencia en el Táchira del sacerdote colombiano Secundino Jácome (¿-?), profesor de música La Grita en Táchira (Venezuela) en 1856, y párroco de la vecina población colombiana de Gramalote entre 1867 y 1893 (Hernández Contreras 2015, 12). Sin embargo, la discrepancia de fechas entre la publicación del manual de Rueda (1869 o 1870) y la estancia de Jácome en Gramalote hacen dudar de su plausibilidad. La segunda podría deberse también a la presencia de Atanasio Bello Montero en San Antonio del Táchira a partir de marzo de 1849, donde permaneció encargado de sofocar rebeliones militares contra el gobierno venezolano hasta septiembre de ese año (Ojeda y Capelán 2012, 47). Pero ello supondría que Rueda hubiese escrito ya el villancico para esa época, y que hubiese sido llevado al Táchira en una copia manuscrita. En todo caso, dejamos ambas conjeturas para futuros estudios del caso.
Música copiada y coleccionada por J. M. Ardila V.
La última fuente que examinaremos se titula Música copiada y coleccionada por J. M. Ardila V. Se trata de un manuscrito con música de salón —canciones y música de baile— en diversos formatos —guiones, voz y guitarra, voz y piano, piano solo— recopilado por José María Ardila Velásquez en el Estado Táchira entre 1884 y 1897. El documento nos interesa no sólo por ser contemporáneo a la Colección de piezas escogidas para Piano de Eloy Galavís, sino porque en él se recogen por escrito algunos bambucos.
Si bien el bambuco se tiene como uno de los géneros más representativos del gentilicio musical colombiano junto al pasillo —según Abadía (1970, 87) “el bambuco tiene entre nosotros un sentido de rotunda afirmación nacionalista, que hace parte de nuestra épica”— ya desde la segunda mitad del siglo XIX se hallan evidencias de su cultivo en Caracas (Antonio José Restrepo recogió el bambuco Casta paloma a su paso por esa ciudad en 1881), en el Estado Lara y en la zona andina limítrofe con Colombia (Peñín 1998, 145).
Al rastrear cómo el bambuco, desde su primera mención en 1819, se expandió en el siglo XIX a lo largo del territorio colombiano, Carlos Miñana (1997, 7-11) se detiene inexplicablemente en Cúcuta en 1878. Al igual que otros estudios sobre el bambuco en Colombia, que suelen ser numerosos, Miñana pasa por alto que las fronteras entre los dos países han sido porosas y que, por lo mismo, no debería constituir sorpresa alguna que el bambuco tenga una larga historia en Venezuela..
En la Música copiada y coleccionada por J. M. Ardila V. encontramos cinco piezas anónimas identificadas explícitamente como bambucos: un guion titulado El pirata, una pieza para piano de nombre El lorito, y tres canciones para voz y guitarra tituladas A una morena, Si tu fueras rosa, y Julia. Este pequeño grupo ya habla de por sí de un arraigo temprano del género en esa zona fronteriza con Colombia. También resulta revelador el hecho de encontrar un guion del pasillo Reflejos de Pedro Morales Pino (1863-1926), con la dedicatoria “Para mi querido José M.. Su Julio. Cúcuta, sept. 13/98”. Para ese momento, Morales Pino se había embarcado con su famoso conjunto Lira Colombiana en una gira que lo llevaría a Centro América y a Estados Unidos. No será casual, entonces, que para finales del siglo ya circulara por la región la música de este emblemático compositor colombiano, a quien se le atribuye el haberle dado al bambuco las convenciones de escritura que sus sucesores emularon.
Un último elemento a destacar en la Música copiada y coleccionada por J. M. Ardila V es la inserción del apellido Jácome como autor de la canción Piensa en mí para voz y guitarra. Si bien hubo otro músico importante con ese apellido en San Cristóbal, José Alejandro Jácome Rubio (1873-1934), éste rondaba apenas los 24 años en 1897, la última fecha que se consigue en el manuscrito. No resulta imposible pensar que la canción fuera compuesta por él, pero tiene las mismas posibilidades de que haya sido el ya mencionado Secundino Jácome quien, como ya se dijo, trabajó en 1856 en La Grita hasta su muerte en Gramalote, cerca de Cúcuta. Como lo constatan algunas dedicatorias dirigidas a José María Ardila como autor del documento, muchas de las piezas fueron recogidas precisamente en esa Cúcuta, ciudad fronteriza con Venezuela.
Conclusiones
El cotejo de tan solo cuatro fuentes musicales de los últimos cuarenta años del siglo XIX nos ha permitido esbozar un panorama de intercambios entre Colombia y Venezuela que hasta ahora había escapado de la mira de los investigadores. A pesar de las dificultades de transporte y de la situación de inestabilidad política, económica y social que afectó a ambos países, músicos, géneros, obras e instrumentos no dejaron de circular con relativa fluidez. Como otros de los artificios de la modernidad, las fronteras políticas no erigieron unos muros de contención como para impedir que el pasillo, el bambuco, el villancico o la música religiosa trasegaran de un lado a otro.
Así como los procesos de movilidad no fueron gratuitos, los intercambios musicales no siempre fueron unívocos ni paralelos. Las acciones planeadas individualmente para desenvolverse en el oficio musical repercutieron en procesos no planeados que terminaron teniendo un impacto inesperado en las esferas de lo público y en temporalidades mucho más largas de lo que sus protagonistas pudieron imaginar. Aunque el villancico Una flor al Niño de Rueda alcanzó en Venezuela una popularidad que llega hasta el día de hoy, paradójicamente no la llegó a tener en su país de origen. Al incluir en su repertorio piezas de autores venezolanos de la colonia, como Lamas, o de autores como Bello Montero —que estuvo si acaso un año en Colombia— los músicos colombianos participaron conscientemente de una tradición canónica y de un anhelado cosmopolitismo que no iban a contravía del temprano nacionalismo musical. En las fuentes venezolanas encontramos pasillos y bambucos, géneros tenidos por colombianos, pero que se cultivaron con asiduidad en la región andina venezolana. De igual forma, las piezas de autores colombianos como Jácome, Quevedo Arvelo y Morales Pino adquirieron otra dimensión en su simple y llana circulación.
La configuración de una perspectiva adecuada al tema y el desafío documental que ésta implica, son aspectos que podrían tenerse en cuenta para realizar estudios binacionales orientados a dilucidar cómo transcurrieron estas dinámicas de dispersión, arraigo, apropiación y transformación musical. Esperamos que este trabajo, apenas introductorio, sea una invitación a emprender otros más ambiciosos y concienzudos en los que afloren las diversas razones y las múltiples estrategias que adoptaron los músicos en sus búsquedas por proyectar un horizonte de movilidad mucho más amplio y complejo de lo que hasta ahora hemos podido reconocer.
REFERENCIAS
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Notas
1
Si bien las denominaciones oficiales de ambos países cambiaron sucesivamente a lo largo del siglo XIX, en aras de la concisión nos referiremos siempre en este escrito a los nombres actuales de estos territorios: Colombia y Venezuela.
2
Con algunas interrupciones en el ínterin. V. “La música de los maestros de capilla del siglo XIX en la Catedral Primada de Bogotá”. https://rondytorres.wordpress.com/los-compositores/
3
El bambuco se practica en Venezuela en la parte occidental del país, en los estados Táchira (limítrofe con el actual departamento de Norte de Santander en Colombia), Mérida, Trujillo y Lara. Quevedo Rachadell es oriundo de Valencia, en la región central.
4
El cálculo de la fecha lo propone Egberto Bermúdez, “Music and Society,” 155.
5
Existe edición moderna publicada de estos dos bambucos en Sans, “Cuatro obras colombianas”.
6
V. https://rondytorres.wordpress.com/nuestra-restitucion/
7
Agradecemos los detalles de esta información a Ángel Martínez Rey.
Notas de autor
ajfsans@gmail.com bjcortesp@unal.edu.co
ISSN: 1579-7414
Vol.
Num. 20
Año. 2021
TRÁNSITOS MUSICALES ENTRE COLOMBIA Y VENEZUELA EN EL SIGLO XIX
Juan FranciscoJaime SansCortés Polanía
Instituto Tecnológico Metropolitano de MedellínUniversidad Nacional de Colombia,ColombiaColombia
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