Abstract
During the seventies, it is possible to detect in Spanish musical cinema a marked tendency towards reflexivity and self-conscious irony. Despite the scarcity of historical studies about the genre and the development of its narrative, aesthetic and ideological conventions, this article aims to map this trend and theorize its possible reasons for existence. Using textual analysis as the main methodological tool, and eluding traditional aesthetic and ideological prejudices towards popular genre cinema, specific case studies are analysed. The analyses show that reflexivity and self-conscious irony were narrative and formal mechanisms by means of which tradition and modernity were negotiated in order to keep active conventions and stars of a dying genre, in a context of decadence of classic genre cinema and new winds of ideological and aesthetic modernity in Spain. Besides, this article also analyses how in such musicals that play with reflexivity, there were two sides: one more delirious and self-parodic and another darker and crepuscular.
Keywords:
REFLEXIVIDAD E IRONÍA AUTOCONSCIENTE EN EL CINE MUSICAL ESPAÑOL DE LOS AÑOS SETENTA
Santiago Lomas Martínez
REFLEXIVIDAD E IRONÍA AUTOCONSCIENTE EN EL CINE MUSICAL ESPAÑOL DE LOS AÑOS SETENTA
Quintana: revista do Departamento de Historia da Arte, núm. 20, 2021
Universidade de Santiago de Compostela
REFLEXIVITY AND SELF-CONSCIOUS IRONY IN SPANISH MUSICAL CINEMA OF THE SEVENTIES
Santiago Lomas Martínez a
Universidad Carlos III de Madrid, España
Copyright © Universidade de Santiago de Compostela
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Recibido: 15/10/2020
Aceptado: 14/12/2020
Resumen: Durante los años setenta, es posible detectar en el cine musical español una marcada tendencia hacia la reflexividad y la ironía autoconsciente. Frente a la escasez de estudios históricos sobre el género y la evolución de sus convenciones narrativas, estéticas e ideológicas, este artículo desea cartografiar dicha tendencia y teorizar sus posibles razones de existencia. Mediante la utilización del análisis textual como principal herramienta metodológica, y eludiendo tradicionales prejuicios estéticos e ideológicos hacia el cine de género popular, se analizan casos de estudio concretos. Los análisis evidencian que la reflexividad y la ironía autoconsciente fueron mecanismos narrativos y formales mediante los que se negociaron tradición y modernidad, para intentar mantener activos convenciones y estrellas de un género agonizante, en un contexto de decadencia del cine de género clásico y de nuevos aires de modernidad, ideológicos y estéticos, en España. Asimismo, se analiza cómo en tales musicales que juegan con la reflexividad, existían dos vertientes: una más delirante y autoparódica y otra más oscura y crepuscular.
Palabras clave: cine musical; cine español; reflexividad; ironía; modernidad
Abstract: During the seventies, it is possible to detect in Spanish musical cinema a marked tendency towards reflexivity and self-conscious irony. Despite the scarcity of historical studies about the genre and the development of its narrative, aesthetic and ideological conventions, this article aims to map this trend and theorize its possible reasons for existence. Using textual analysis as the main methodological tool, and eluding traditional aesthetic and ideological prejudices towards popular genre cinema, specific case studies are analysed. The analyses show that reflexivity and self-conscious irony were narrative and formal mechanisms by means of which tradition and modernity were negotiated in order to keep active conventions and stars of a dying genre, in a context of decadence of classic genre cinema and new winds of ideological and aesthetic modernity in Spain. Besides, this article also analyses how in such musicals that play with reflexivity, there were two sides: one more delirious and self-parodic and another darker and crepuscular.
Keywords: film musicals; Spanish cinema; reflexivity; irony; modernity
Durante los años setenta, el cine musical español manifestó frecuentemente una acusada tendencia hacia la reflexividad y la ironía autoconsciente. A falta de más estudios específicos sobre este como género cinematográfico, que consideren los aspectos semánticos y sintácticos que lo estructuran a lo largo de su historia, como propone Altman (2000), dicha tendencia creativa permanece inexplorada analíticamente. Este artículo desea empezar a cartografiarla y a teorizar sus posibles razones de existencia, así como analizar casos de estudio concretos. Este fenómeno tiene como telón de fondo y posible causa principal la decadencia del cine de género clásico en un contexto histórico donde tenían cada vez más pujanza nuevos aires de modernidad, tanto ideológica (son los años del fin del franquismo) como estética (el cine de autor se consolida como principal modelo creativo alternativo al cine más industrial).
En general, el cine musical de los años setenta ha sido muy poco estudiado porque los historiadores y analistas del cine español de la década han prestado más atención a películas de mayor ambición artística y/o autoral (véase Torreiro, 2009) y/o lo han analizado como reflejo de su contexto histórico y los discursos ideológicos y culturales existentes en él (véanse Jordan, 2005; o Huerta Floriano y Pérez Morán, 2012, entre otros). Según Pérez Rubio y Hernández Ruiz, el cine musical del periodo no tiene el menor interés:
el cine musical autóctono, que en los años sesenta había agotado la fórmula comercial del cantante-intérprete y el niño prodigio, pervive ahora, tras la práctica desaparición del musical folclórico, con estultas ficciones para público infantil protagonizadas por Enrique y Ana o los grupos Regaliz y Parchís, así como con la anacrónica persistencia de Rocío Dúrcal o Manolo Escobar. Los filmes del género moderadamente arriesgados y autoconscientes, como la original mirada esperpéntica sobre la zarzuela en la inclasificable Bruja, más que bruja (Fernando Fernán Gómez, 1976) o la interesante propuesta deliberadamente teatral Bodas de sangre (Carlos Saura, 1981) son, simplemente, rarezas (2005, 221).
Sin embargo, cabe poner en duda hasta cierto punto tales contundentes afirmaciones: como mínimo, por el hecho de que Rocío Dúrcal solo hizo una película musical en los años setenta (La novicia rebelde, Luis Lucia, 1971) y que esta queda fuera del periodo histórico examinado por los autores (1973-1983), lo cual hace dudar de la profundidad y el rigor de su aproximación.
A pesar de su deliberada voluntad comercial, las películas musicales de los años setenta manifiestan frecuentemente formas insólitas, e incluso delirantes, de negociación entre las convenciones (narrativas, formales, ideológicas) del cine español realizado durante el franquismo y los nuevos aires de modernidad (estética, ideológica) de los años setenta, frecuentemente por las vías creativas de la reflexividad y la ironía autoconsciente. Contienen, por tanto, intensas e insólitas tensiones textuales que reflejan sintomáticamente el contexto de transformación (social, cultural, cinematográfica) en el que se realizaron, las cuales problematizan la tradicional asunción de que carecen por completo de interés analítico.
En términos metodológicos, esta investigación surge en el marco de otra más amplia sobre el cine musical español, para la cual se ha tratado de listar todos los títulos que podrían vincularse con este género y de organizarlos en función de sus atributos narrativos y formales, semánticos y sintácticos, con el fin de hallar variaciones en su funcionamiento genérico. Con ello, se pretende trascender el principal enfoque existente en la bibliografía sobre películas musicales españolas, más centrado en qué tipo/s de música predomina(n) en ellas (copla, pop, zarzuela…) y menos atento a cómo se construyen los filmes narrativa y estilísticamente, o bien que sí atienden a estos aspectos, pero en películas de los años treinta, cuarenta y cincuenta, desatendiendo más a las de los sesenta y setenta (véanse, entre otros, Sánchez Alarcón, 2012a; Woods Peiró, 2012; Fraile, 2013). Este artículo, por tanto, se vincula con una línea académica de los estudios fílmicos que investiga qué modelos de representación y tradiciones textuales han existido en el cine español durante su historia o, en otras palabras, que trata de historizar las formas cinematográficas que se han desarrollado en él y cómo han evolucionado históricamente, utilizando como principal herramienta metodológica el análisis textual (véanse Castro de Paz, 2012, 2013 o Zunzunegui, 2005, 2018).
Reflexividad y cine español
La reflexividad es un fenómeno que se manifiesta en novelas, obras teatrales y películas «which break with art as enchantment and point to their own factitiousness as textual constructs», subvirtiendo la asunción de que el arte puede ser un medio de comunicación transparente, una ventana al mundo (Stam, 1992, xi):
The texts […] interrupt the flow of narrative in order to foreground the specific means of […] production. To this end, they deploy myriad strategies –narrative authorial intrusions, essayistic digressions, stylistic virtuosities. They share a playful, parodic, and disruptive relation to established norms and conventions. They demystify fictions, and our naïve faith in fictions, and make of this demystification a source for new fictions (Stam, 1992, xi).
La reflexividad puede manifestarse, por tanto, de múltiples formas, denotando autoconsciencia, como ha estudiado Stam (1992, 127–166). En las obras autoconscientes, puede detectarse una reflexividad lúdica que «represents a first and relatively superficial level of demystification, of subversive pleasure. In a purely formal contestation, art points to its own artifice. […] playful texts flaunt their own impish superfluity» (1992, 165). Estas consideraciones son directamente vinculables con los múltiples ejemplos de reflexividad e ironía autoconsciente que pueden detectarse en las películas musicales españolas de los años setenta, como se evidenciará.
Sin embargo, algunos estudiosos como Castro de Paz y Cerdán han señalado cómo la reflexividad ha sido una tradición creativa de largo arraigo en el cine español: tanto películas «de los géneros populares (melodrama, policíaco o cómico)» como de cine de autor «han introducido en su cuerpo narrativo, dramático o de puesta en escena elementos que distanciaban y situaban al espectador en una posición brechtiana, ofreciéndole la posibilidad de reflexionar sobre la naturaleza de aquel espectáculo al que estaba asistiendo» (2007, 111–112). Para explicar esta singularidad, los autores consideran que el «endémico retraso industrial que sufrió nuestro cine durante sus años constitutivos lo sitúa desde el inicio como un cine que no sólo tiene que pensar(se) con su público natural, sino que tiene que hacerlo también con respecto a los géneros exitosos que llegan de fuera» (2007, 112). Así,
Esa cuestión de buscarse a sí mismo entre otras formas cinematográficas repercute en el hecho de que las películas jueguen con sus narraciones, con su dramaturgia y con su puesta en escena como ejercicios de (re)apropiación, casi de hurto, de esos otros cines. El acercamiento a esos otros géneros se propone muchas veces desde el extrañamiento de los materiales y eso deviene en auto-reflexividad cuando los directores daban una vuelta más de tuerca a la formalización de sus films (2007, 112–113).
Por ejemplo, ya en los años treinta puede encontrarse «una socarrona y despreocupada apropiación de géneros del cine extranjero» en algunos cortometrajes cómicos de Eduardo García Maroto como Una de fieras (1934) o, en los años cuarenta, «la constante presencia de efectos deconstructores que desvelan de algún modo al carácter artificioso de la representación», en películas como El destino se disculpa (José Luis Sáenz de Heredia, 1944) (2007, 115–116). Más tarde, los autores destacan la «proliferación» en los años cincuenta y sesenta de la voice-over en gran parte del cine español como elemento no sólo guía del espectador, sino también distanciador y claramente intervencionista» (2007, 117).
A pesar de tan estimulante propuesta teórica, la cuestión de la reflexividad en el cine musical español no ha sido muy investigada. En este sentido, un filme frecuentemente citado es Morena Clara (Luis Lucia, 1954), por sus «Cuestionamientos autorreflexivos y paródicos» (Benet y Sánchez-Biosca, 2013, 573) de la tradición cinematográfica de la españolada, es decir, de aquellos musicales que se nutrían fundamentalmente del género musical de la copla y de ciertos tópicos convencionales en torno a Andalucía como máxima expresión de lo español. Como explican Benet y Sánchez-Biosca, «La película recurre al humor para establecer una reflexión paródica sobre los motivos habituales del género» (2013, 574), pero lo hace desde dentro del propio género, a diferencia de la comedia ¡Bienvenido, Míster Marshall! (Luis García Berlanga, 1952), que parodia las convenciones del género e ironiza a costa de ellas, pero es, fundamentalmente, una comedia, no un musical clásico al servicio de una estrella.
Desafortunadamente, poco se ha escrito más allá del consenso en torno a Morena Clara: existe algún análisis sobre ciertos filmes de autor aislados como ¡Bruja, más que bruja! (Fernando Fernán Gómez, 1976; véase Castro de Paz, 2010, 243–253) o sobre algunos títulos de los noventa, principalmente Yo soy esa (Luis Sanz, 1990) y La niña de tus ojos (Fernando Trueba, 1998), que dialogan con las convenciones de la españolada mediante narrativas ambientadas en el pasado (Benet y Sánchez-Biosca, 2013, 585–588). Algunos estudios han señalado la existencia de juegos reflexivos a inicios de los años cincuenta para cuestionar los estereotipos nacionales de la españolada en las primeras coproducciones españolas con Francia o México tras el fin de la autarquía, como El sueño de Andalucía (Luis Lucia, 1951) o Gitana tenías que ser (Rafael Baledón, 1953) (véanse Lomas Martínez, 2016 y Gallardo Saborido, 2010, 73–75). Sin embargo, estas aportaciones no han sido integradas en estudios más amplios sobre la reflexividad en el cine musical español.
Reflexividad, modernidad y cine musical
Este artículo desea plantear que la reflexividad y la ironía autoconsciente proliferaron especialmente en múltiples películas musicales de los setenta, más que en décadas anteriores, como una vía creativa para negociar valores tradicionales (ideológicos, estéticos) del cine musical español con los discursos de modernidad que cada vez tenían más peso en España y su industria cinematográfica durante los años setenta. Como ha señalado Monterde, uno de los aspectos característicos de la modernidad cinematográfica es su «tendencia hacia la reflexividad», tendencia ya presente en películas de cineastas como Dziga Vertov o Buster Keaton y que es «creciente con el paso del tiempo» según surgen el neorrealismo o los nuevos cines de los años sesenta (1996, 30–31). Entre la diversidad de las opciones fílmicas para generar reflexividad, Monterde destaca especialmente «los efectos distanciadores (y/o provocadores) de la puesta en escena»: «Las posiciones distanciadoras […] pueden adoptar formas irónicas o paródicas, cargarse de referencias metalingüísticas –consecuencia también de la no menos notoria conciencia histórica del cine de la modernidad– o resultar de una explícita fragmentación del relato» (1996, 31–32).
Tales ideas pueden relacionarse con las de Stam acerca de la reflexividad lúdica que frecuentemente puede encontrarse en las obras autoconscientes: «Such texts are potentially, but not necessarily, subversive of an established order» (1992, 165). En concreto, al hablar sobre la modalidad de la parodia, Stam incide en la idea de que la reflexividad es una estrategia viable para dialogar con lo tradicional caduco:
Parody constructs itself on the destruction of outmoded literary or cinematic codes. […] Parody, one might argue, emerges when artists perceive that they have outgrown artistic conventions. Man parodies the past, Hegel suggested, when he is ready to dissociate himself from it. […] When artistic forms become historically inappropriate, parody lays them to rest. Parody highlights art’s historicity, its contingency and transcience. It sweeps away the artistic deadwood, “clearing rubble from brains,” as Brecht put it, associated with stultifying social conventions. Parody performs the perennial rehistoricization of the artistic process. As new novelistic and cinematic forms, like rising social classes, struggle for power and respect, they often fight with the weapon of parody (1992, 135).
Como se podrá comprobar, muchos musicales y artistas apostaron por la vía de la reflexión lúdica y la parodia (o autoparodia) en los años setenta: su uso de la reflexividad y la ironía autoconsciente parecen en buena medida procedimientos para mantener con vida el cine musical clásico o, al menos, rejuvenecerlo aparentemente. En este sentido, resultan especialmente relevantes las consideraciones de Altman acerca de la reflexividad en el cine musical de Hollywood. Según Altman, la reflexividad fue ganando protagonismo en él según fue envejeciendo su modelo clásico y caducaban las mitologías populares que lo habían sustentado (como la idealización del amor romántico, del matrimonio como institución social y de las supuestas vidas felices de las estrellas del mundo del espectáculo):
The rub comes when a filmic structure becomes so obvious, or a film-going community so sensitive that the film’s ritual patterns can no longer pass unnoticed. From this point on, the societal structures and the film’s syntax can no longer remain in a hidden symbiotic relationship. Instead of acquiescing to the genre’s mythology simply by following and accepting the film’s plot, spectators find themselves rejecting the very assumptions that underlie the film (1987, 251).
En este punto de la historia de un género, Altman plantea que son posibles varias soluciones, entre las que destaca la vía de la reflexividad:
Begin each film by recognizing the outdated, reductive, unreal nature of the genre’s syntax, thus lulling the spectator’s critical faculties to sleep; then use the rest of the film to demonstrate the extent to which that seemingly outmoded syntax is not so devoid of sense after all […] During the late forties, numerous major films followed this reflexive route, foregrounding and undercutting the conventions of show musical syntax only in order to reaffirm them all the more convincingly (if in a slightly more limited and better defined fashion). […] With the fifties this approach becomes dominant within the subgenre (1987, 252–254).
Este uso de la reflexividad se manifestaría también, desde los años cincuenta, en una serie de películas desmitificadoras del mundo del espectáculo que reelaboran las convenciones del musical en clave trágica, como A Star is Born (George Cukor, 1954).
Tales ideas resultan particularmente útiles para aproximarse al cine musical español de los setenta, que, ante la crisis de las principales mitologías y de los valores estéticos más convencionales del cine musical tradicional, incrementa las dosis de reflexividad e ironía autoconsciente para tratar de mantenerse operativo, mediante diversas estrategias. Entre ellas, pueden encontrarse desde prólogos distanciadores a visiones desmitificadoras y más trágicas del mundo del espectáculo, como se explicará.
Pero, ¿de qué mitologías puede hablarse en el caso español? Al menos, habría que referirse al fuerte arraigo en el cine español de discursos tradicionales y esencialistas sobre la identidad nacional, donde lo andaluz parecía ser la máxima expresión de lo español, pero también cabe hablar sobre las mitologías patriarcales del amor romántico. En este sentido, debe destacarse cómo el cine musical español había empezado a desarrollar negociaciones con la modernidad particularmente durante los años sesenta, década donde la modernidad se percibe cada vez más como algo más desarrollado fuera de España, que llega de fuera, y empiezan a desarrollarse nuevos discursos para entender las relaciones afectivas y sexuales entre hombres y mujeres. Como señalan Benet y Sánchez-Biosca, en esta década, las películas de Manolo Escobar, Marisol o Raphael reajustan los cánones de la españolada (2013, 579) y destacan especialmente las comedias de Escobar y Concha Velasco centradas «en los problemas surgidos entre modernidad y tradición» en un «momento en que los avances culturales, la apertura de fronteras y el anacronismo del régimen» se hacen «más evidentes» (2013, 575). En ellas, se presenta «la España de siempre, pero desarrollada, que ya no era triste, sino alegre, soleada y feliz» (2013, 580). Pero… ¡en qué país vivimos! (José Luis Sáenz de Heredia, 1967), la primera del ciclo y precursora de sus continuaciones, adapta el choque entre tradición (representada por Escobar, con valores machistas, nacionalistas y el género de la copla) y modernidad (encarnada por Velasco, con valores feministas, extranjeros y el género de la canción pop-rock) en forma de comedia de guerra de sexos (2013, 581). Así, «el hecho de reivindicar lo tradicional frente a lo nuevo y resolverlo en matrimonio demuestra la necesidad sentida de reestructurar lo español para los tiempos que corren, alegres, pero inestables» (2013, 582). Si en estas películas o las de Marisol y Raphael, estas negociaciones con la modernidad se producen mediante convenciones narrativas de comedia romántica o integrando estilos musicales novedosos, también existieron otras vías de entrada de la modernidad en términos formales, como demuestran ejemplos de estética pop como Los chicos con las chicas (Javier Aguirre, 1967) o ¡Dame un poco de amoooor…! (José María Forqué, 1968), protagonizada por artistas pop rock como el grupo de Los Bravos, como ha estudiado Fraile (2013). Partiendo de estas bases, a continuación se evidenciará cómo las estrategias narrativas y formales de la reflexividad y la ironía autoconsciente proliferaron en el cine musical de los setenta, prestando particular atención a cómo evolucionaron a nivel narrativo y formal películas protagonizadas por estrellas que, en casi todos los casos, no provenían del mundo del pop-rock.
Entre el delirio autoparódico y la oscuridad crepuscular
Para realizar una panorámica de distintas manifestaciones de la reflexividad y la ironía autoconsciente en el cine musical de los setenta, cabe señalar que algunos de los principales directores del cine clásico español todavía estaban activos profesionalmente durante los setenta. Por ejemplo, Castro de Paz y Cerdán han señalado cómo Luis Lucia solía iniciar sus películas de los años cincuenta con prólogos cómicos autorreflexivos (2011, 120–123). El director mantendría dicha convención en los años setenta en La novicia rebelde (1971), cuarta adaptación cinematográfica de la novela La hermana San Sulpicio (Armando Palacio Valdés, 1889), tras las versiones dirigidas por Florián Rey en 1927 y 1934, y por el propio Lucia en 1952. La película arranca con un prólogo donde, en un plató con algunos muebles, Rocío Dúrcal (con acento andaluz, aparentemente interpretando su personaje en el filme) presenta mirando a cámara la posterior narración, utilizando algunos chascarrillos cómicos que denotan un distanciamiento irónico respecto a esta. Entre ellos, destaca por su explicitud cómo explica que la película tenga un galán mexicano: «Lo que ustedes se preguntarán [es] qué falta hacía ir a buscarlo tan lejos […] esto es una coproducción y el galán tenía que venir de América». Con este prólogo, es como si Lucia, consciente del tópico y previsible material que va a ofrecer después, no tuviera reparos en hacer explícitas su convencionalidad y su artificialidad.
En esta línea de tratar de revitalizar materiales culturales bastante caducos, puede citarse Carmen Boom (Nick Nostro, 1971), filme que parodia con un tono deliberadamente disparatado el cine de espionaje de la época, para tratar de actualizar y mantener vivo el estrellato de la actriz-cantante Marujita Díaz, folclórica en los años cincuenta y cupletera en los sesenta, pero alejada del cine desde 1965. La película copia para el cine español el planteamiento narrativo de Kuma Ching (Daniel Tinayre, 1969), comedia musical de espionaje donde la española Lola Flores interpretaba a una folclórica cuyo padre, un eminente científico, era raptado por una mafia internacional hongkonesa. En Carmen Boom, Díaz también es víctima de una red criminal internacional que ha asesinado a su tío, otro científico. El filme propone así diversos momentos delirantes, donde Díaz juega con ironía y autoconsciencia con su imagen: en este sentido, cabe destacar el número musical Llévame a Pekín, donde la protagonista, presa de unos espías chinos, se lanza a distraerlos cantando una rumba-pop. Esta escena, donde Marujita Díaz viste blusa violeta, botas altas, minifalda ultracorta y corbata amarilla y hace muecas rodeada de espías asiáticos borrachos, narrando la aventura ficticia de una folclórica en China con forzado gracejo andaluz, es una clara muestra de que los tiempos estaban cambiando en el cine musical español y de hasta dónde estaban dispuestos a llegar algunos artistas para tratar de mantenerse a flote, negociando tradición y modernidad.
Pueden hallarse también muestras de reflexividad lúdica en películas comerciales realizadas por cineastas con inquietudes autorales, que generan ciertas fricciones entre convencionalidad y transgresión en los textos fílmicos. Un ejemplo es Al fin solos, pero… (1977), encargo del productor Luis Sanz, responsable de todas las películas de Rocío Dúrcal hasta 1971, al director Antonio Giménez Rico para lanzar cinematográficamente a Rosario, hija de Lola Flores (aunque con relativo seudónimo, pues está acreditada con el apellido Ríos). La película intenta continuar la tradición del musical de niño cantante mientras trata de subvertir sus convenciones, trata de mostrar que los tiempos de ese cine ya han pasado y, simultáneamente, intenta aprovechar su potencial rentabilidad remanente. Por ello, Rosario no es presentada como una niña adorable, sino descarada y deslenguada; asimismo, si bien aparecen tópicos de aquellos filmes como las monjas educadoras, aquí la protagonista y sus compañeras de colegio se rebelan contra ellas. Entre la inserción de elementos disruptivos, cabe destacar la primera escena del filme, que manifiesta abiertamente su voluntad de burlarse de los tópicos de la españolada y del cine de niños cantantes del franquismo. Es un fragmento de una película ficticia donde los campesinos de un cortijo se manifiestan con pancartas ante la casa del marqués que lo administra. Para aplacarlos, surge vestida de folclórica una niña interpretada por Rosario y les canta una copla que les contenta y causa furor. La película ironiza así reflexivamente sobre dos convenciones características del cine musical español: la omisión de los conflictos de clase entre agricultores y terratenientes andaluces en la españolada, presentados siempre en armónica convivencia, y la idea de que los problemas y las penas se arreglan cantando. De esta forma, mientras el marqués y un criado lloran conmovidos admirando el talento de la niña, los campesinos cambian sus pancartas subversivas (como «Más pan y menos soleares») por otras conformistas (como «Ya se acabó el tiroteo. Ahora empieza el zapateo»).
Así podrían citarse muchos más ejemplos de reflexividad lúdica propiciadas por cineastas con inquietudes autorales, como las ensoñaciones delirantes y eróticas protagonizadas por Carmen Sevilla La cera virgen (José María Forqué, 1971), el ya citado caso de ¡Bruja, más que bruja!, de Fernando Fernán Gómez (1977), parodia zarzuelera de las convenciones del drama rural, o los musicales esperpénticos de Francesc Betriu Corazón solitario (1973) y La viuda andaluza (1976), particularmente radicales (véase Llorens y Amitrano, 1999). El primero es especialmente reflexivo porque parodia ciertos tópicos del melodrama clásico español, especialmente El último cuplé (1957), pues su actor Armando Calvo reaparece aquí en un rol similar de empresario artístico y su escena final se parodia explícitamente. En un ámbito más comercial, caben destacar también las aportaciones desde una óptica camp propiciadas por el productor Luis Sanz en películas como Casa Flora (1972), que integra delirantes y excesivos números musicales, o Mi hijo no es lo que parece (1973), que, además de esto, juega reflexivamente con las convenciones de las comedias sobre homosexualidad en boga en la época (Lomas Martínez, 2018).
Sin embargo, también existen en la década musicales reflexivos que se despojan de ironía autoconsciente y presentan en cambio un tono más sombrío, que dialoga desde el crepúsculo del género con referentes de los años de esplendor del cine popular del franquismo. Un ejemplo es Una mujer de cabaret (Pedro Lazaga, 1974), filme que reelabora la imagen estelar de Carmen Sevilla desde una lógica melodramática, oscura y desencantada: la fresca y virginal estrella de los años cincuenta reaparece aquí como una cantante fracasada, una mujer deprimida y alcohólica, cuya juventud ha quedado atrás, dispuesta a entregarse sexualmente sin miramientos a cualquier hombre que pase por su vida en franco declive. Como en filmes como El último cuplé, un empresario se fija en ella (José María Rodero, acompañado por –de nuevo– Armando Calvo como músico amigo de la estrella) y la (re)lanzará al estrellato; sin embargo, ella se resistirá a salir del pozo personal donde está hundida. La película revisita así la convencional narrativa clásica del cine musical del ascenso al estrellato (véase Woods Peiró, 2004) desde una óptica más sórdida y aprovecha a su favor el contraste entre la imagen de los años de esplendor y juventud de Carmen Sevilla con su imagen madura, más ligada al fenómeno del destape y a películas tendentes al exploitation (sobre su trayectoria, véase Moix, 1993, 138–158). En este sentido, cabe destacar cómo el filme introduce canciones conocidas de Sevilla, presentándolas en clave crepuscular, como la rumba Será el amor, muy probablemente para provocar cierto desconcierto, desazón o amargura en el público familiarizado con la imagen amable y sonriente de la estrella durante los años cincuenta y sesenta. En una escena, la protagonista se lanza a interpretarlo muy insegura, incómoda y rabiosa por tener que actuar, tras ingerir alcohol una vez más, mientras lucha con un vestido que le queda algo grande, todo en sintonía con la sordidez decadente del filme. Sin embargo, sorprende manifestando repentinamente parte de la desenvoltura, simpatía y seguridad de la Carmen Sevilla de antaño, deslumbrando a su público, aunque justo después huye de allí, triste. La película juega así, reflexivamente, con el pasado estelar de Sevilla para generar, por contraste, emociones distintas y crear un musical que negocia las convenciones del género con un contexto de relajación censora favorable a contenidos y formas tabú años antes en el cine español. La propia actriz y el personaje comparten el paso de los años, la vivencia de tiempos profesionales mejores y la necesidad de tener que adaptarse a un nuevo contexto profesional y tales aspectos enriquecen con potenciales significados adicionales el propio texto fílmico.
En esta línea, oscura y crepuscular, puede destacarse también Yo fui el Rey (Rafael Romero Marchent, 1975), protagonizado por Vicente Parra, quien interpreta asimismo a un cantante melódico, hundido personal y profesionalmente, al que una amiga intenta ayudar a retomar su carrera. El propio título del filme es reflexivo, pues alude a la pasada popularidad de Parra como intérprete del rey Alfonso XII en ¿Dónde vas, Alfonso XII? (Luis César Amadori, 1958), cumbre de su éxito popular que nunca igualaría.
Un último ejemplo de esta reflexividad crepuscular es La Coquito (Pedro Masó, 1977), que revisita las convenciones del ciclo de películas protagonizadas desde 1957 por Sara Montiel y otras artistas sobre cupletistas en las primeras décadas del siglo XX, pero incrementando las dosis de sordidez y sexo que en aquellas eran suavizadas u omitidas y adoptando una mirada más realista, que incluye temas como la lucha obrera o la prostitución, que no aparecían abordados, o con tal frontalidad, en aquellas.
Reflexividad lúdica en las películas de Manolo Escobar
La reflexividad y la ironía autoconsciente fueron particularmente recurrentes en el ciclo musical más exitoso de la década: las películas de Manolo Escobar, quien protagonizaba una al año, todas con entre un millón y dos de espectadores hasta 1978, año en que por primera vez baja del millón. La bibliografía existente sobre la filmografía de Escobar se centra principalmente en demostrar cómo existe ideología conservadora y un marcado nacionalismo en estas películas y sus canciones, que se asocian con el marco discursivo del franquismo (véase Otaola González, 2015) y sus estereotipos sobre los andaluces (Sánchez-Alarcón, 2012b) o sus discursos promocionales del turismo (Crumbaugh, 2013). Escobar, su música y su cine, se entienden fundamentalmente como una mera emanación de ideología franquista: en este sentido, Huerta Floriano y Pérez Morán van más allá y niegan su posible interés formal, apuntando que «Tan sólo en ocasiones aisladas» se trasciende «Lo convencional» en estas películas y que, si se hace, es solo para reafirmar su machismo (2013, 210). Más allá de estas aproximaciones, centradas en demostrar cuán franquista era el cine popular del franquismo, resultan más sugestivas las aproximaciones de Palacio y Ciller (2013) y Benet y Sánchez-Biosca (2013, 579–582) que evidencian tensiones ideológicas en términos de género y entre tradición y modernidad en las películas de Escobar y Concha Velasco, como se apuntó previamente. Sin embargo, sigue pendiente de estudio cómo las películas de Escobar negocian tradición y modernidad también mediante las estrategias de la reflexividad y la ironía autoconsciente.
Entre ellas, pueden destacarse algunos filmes por su especial interés por la reflexividad lúdica, especialmente los dos últimos que José Luis Sáenz de Heredia dirigió para Escobar. Me debes un muerto (Sáenz de Heredia, 1971) lleva las guerras de sexos de Escobar y Concha Velasco a unos ámbitos estéticos inusuales, en tanto que es la película más manierista, oscura y autoparódica de sus cinco colaboraciones. El filme reelabora la narrativa de Strangers on a Train (Alfred Hitchcock, 1951): dos desconocidos se conocen fortuitamente y uno le propone al otro matar a la persona que más odian; así, al no haber móvil plausible, no podrán ser incriminados. Velasco es una supuesta pitonisa y Escobar cantante en un tablao y ella propone matar a sus respectivos y odiosos jefes: como en la película de Hitchcock, quien propone el plan comete el primer crimen y la película pasa a centrarse en cómo este presiona a su partenaire para que cumpla con su parte. Así, la feminidad independiente de Velasco, de marcado potencial amenazante respecto a la tradición en sus anteriores títulos con Escobar, resulta todavía más amenazante (y útil, tanto para generar comedia como suspense) ante el acoso al que somete al personaje de este para que cometa su respectivo crimen. Por tanto, existen varios niveles de reflexividad en el filme: primero, es una versión de un filme previo; segundo, juega con las convenciones de la comedia musical española (introduciendo elementos de criminalidad y dilemas morales insólitos en ella, así como apostando por una estética sombría, esotérica e incluso psicodélica en la dirección artística que afecta a créditos, decorados, vestuario, fotografía… que contrasta con la neutra luminosidad habitual en el cine musical español de los sesenta: en este sentido, puede señalarse que Escobar llega a lucir un traje granate, con camisa negra y corbata amarilla, algo insólito frente a sus sobrias y convencionales indumentarias, siempre grises, blancas o negras); tercero, se exageran hiperbólicamente los tipos que cada estrella solía encarnar en sus filmes precedentes, declinados en clave oscura y siniestra (la modernidad de ella se asocia al miedo a lo desconocido, tanto del más allá, como de la legalidad vigente; la lealtad a la tradición de él se vincula aquí irónicamente con no querer ser un asesino…);…
La reflexividad lúdica del filme está incluso en su propio título, que alude a la canción de los años cincuenta Me debes un beso del dúo Pepe Blanco y Carmen Morell. En este sentido, cabe destacar una secuencia en la que las angustias de Escobar se ven reflejadas oníricamente: en ella, se parodian los tópicos clásicos de la españolada (y, por extensión, las visiones tradicionales que su personaje tiene de lo español). En una especie de taberna oculta en una cueva, unos bandoleros beben mientras Velasco, vestida de andaluza, encarnando una variación del mito de Carmen, mata a uno de ellos, que precisamente tiene el rostro del jefe de Escobar a quien ha matado en la vida real. Entre tanto, una orquesta situada en un lado del lugar va ambientando las situaciones. La seductora y peligrosa Velasco inicia un dueto que adapta la canción Me debes un beso a la trama de la película (y que, más allá de la letra, juega con el original en tanto que invierte los roles de género: si Pepe Blanco reclamaba un beso a Carmen Morell siguiendo la lógica del cortejo patriarcal, aquí es Velasco, con su agencia y autonomía femenina, modernas pero amenazantes, quien reclama a Escobar que mate).
Si bien la reflexividad y la ironía autoconsciente impregnan todo el filme, cabe destacar en él al menos otro número musical, que se inserta gratuitamente mientras el personaje de Velasco inventa una historia sobre su pasado, donde supuestamente vivió una trágica historia de amor. Su irrelevancia narrativa, su condición de falso flashback, y su parodia de convenciones genéricas refuerzan el tono lúdico y desenfadado que preside el filme. En el número, Escobar y Velasco aparecen vestidos de príncipe y de princesa de cuento de hadas; ella en su castillo, él yendo a cantarle una serenata, con un insólito atuendo, uno de los más insólitos vestidos por Escobar en sus películas, enormemente transgresor de su convencional sobriedad: leotardos azules, jubón rojo con ribetes amarillos, capa y una bandurria. La escena, claramente, es una excusa para introducir una canción de amor, pero la puesta en escena, las interpretaciones y el mero desarrollo narrativo de la situación boicotean cualquier posible seriedad: Velasco reacciona con ademanes cursis y afectados; ambos se comunican sin hablar, mediante gestos exagerados que parodian las convenciones del melodrama; finalmente, Escobar es asesinado por la espalda de un disparo y se cae de la escalerilla por la que subía al castillo.
Por su parte, Cuando los niños vienen de Marsella (Sáenz de Heredia, 1974) es una película singular en la filmografía de Escobar, en primer lugar, porque se presenta como un híbrido de ficción y documental mediante voz en off indicando que se basa en unos hechos reales y que, cuando aparezcan situaciones que tuvieron lugar en la vida real, una línea de puntos roja las marcará como verídicas (aspecto que también señalan Palacio y Ciller, 2013, 61). No se trata, sin duda, del dispositivo narrativo que cabría esperar en una película de Manolo Escobar. El filme se inspira, supuestamente, en una trama criminal ideada por un clan de gitanos marselleses para defraudar a la seguridad social francesa a gran escala y demuestra reflexividad al presentarse como una docuficción cuya veracidad se indica explícitamente mediante un mecanismo formal. Integrando estos aspectos de docuficción y de intriga criminal, Sáenz de Heredia juega así con las convenciones genéricas del musical español, donde estas no eran nada habituales. En segundo lugar, por extensión, la película es reflexiva sobre el propio estrellato de Escobar, cuya imagen habitual de hombres afables, simpáticos, blancos y muy españoles que soñaban con triunfar cantando, es subvertida irónicamente presentándole como un criminal sin escrúpulos, francés y gitano, todos ellos aspectos en los que no había incurrido anteriormente. El cinismo, la criminalidad y la inhumanidad de su personaje generan un novedoso «Escobar malo» frente al convencional «Escobar bueno», que delata un juego consciente con su imagen estelar y la voluntad de llevar su filón genérico hacia derroteros más transgresores de lo normal, tensionando los vínculos afectivos y las identificaciones populares con el artista, explorando los límites de dichas relaciones, que podrían llegar a romperse ante una transgresión extrema. Entre los juegos reflexivos del filme, puede citarse incluso el irónico cameo del director, Sáenz de Heredia, interpretando a un informante delator de la trama criminal del protagonista, y su hazaña, casi lograda, de introducir un final infeliz en una película de Manolo Escobar, pues el protagonista es detenido y condenado a prisión (donde se celebrará una boda, para contrarrestar el potencial transgresor de lo anterior).
La película, además, presenta un delirante número cercano al final, en el que Escobar, insólitamente castigado por la narración de una película suya, canta el clásico Soy un pobre presidiario, que popularizó Angelillo en La hija de Juan Simón (José Luis Sáenz de Heredia, 1935). Más allá de la reflexividad del director sobre su propia obra cuarenta años después, la canción aparece despojada de toda seriedad y con un tratamiento formal psicodélico, que se delegó en el realizador televisivo Valerio Lazarov. Este filma utilizando transgresores procedimientos formales como los que desarrollaba en televisión: planos realizados con objetivo ojo de pez, cámaras lentas, movimientos de cámara irracionales con angulaciones poco convencionales sin justificación narrativa, decorados absurdos e imposibles (que redefinen el comedor de la cárcel como un restaurante de lujo o como una tienda de moda hippy), presos jugando con la icónica bola de hierro atada a sus piernas como si fueran balones de fútbol, e incluso jump cuts que presentan a Manolo Escobar a un lado y a otro de la reja que ejerce de puerta de la prisión.
Un recurso reflexivo y autoparódico recurrente en las películas de Escobar de los años setenta es su duplicidad. La mujer es un buen negocio (1976), dirigida por Valerio Lazarov, es la película que más lejos lleva este recurso: aquí, el protagonista, también llamado Manolo, tiene una novia enamorada de Manolo Escobar. Hacia el final, debido a diversos enredos, el Manolo ficticio acaba pidiendo consejo amoroso al Manolo real y cantando en el escenario de un espectáculo del cantante, suplantándolo sin que la gente se dé cuenta de que no es el verdadero. El número final de la película concluye con los dos Manolos cantando al unísono, uno al lado del otro sobre el escenario, con la misma voz y apariencia física. Se trata de un momento particularmente absurdo y delirante, que denota una deliberada ironía reflexiva tanto por parte de Lazarov como del propio Escobar.
La integración del realizador televisivo en el cine de Escobar refuerza la propuesta que se viene realizando acerca de que la reflexividad y la ironía autoconsciente son dos procedimientos formales mediante los que se trató de renovar y mantener activo el cine musical español durante los años setenta, pues Lazarov había sido contratado por Televisión Española a finales de los años sesenta para introducir nuevos aires de modernidad en el medio televisivo precisamente mediante la forma audiovisual: conocido es su uso de recursos técnicos como el zoom, el croma y, en general, su apuesta por procedimientos estéticos psicodélicos aplicados a los programas de variedades de la televisión pública nacional (véanse Cortell Huot-Sordot y Palacio, 2006 y Binimelis, Cerdán y Fernández-Labayen, 2013). En este sentido, cabe destacar el número musical Soy soñador, no solo como evidencia de la aplicación de modernos procedimientos formales a las canciones de corte tradicional de Escobar, sino como ejemplo extremo de la buena disposición del artista a jugar con su imagen irónicamente (al respecto, también puede señalarse una escena donde el cómico Antonio Garisa llega a besarle en la boca). Para introducirlo, la narrativa presenta a Escobar siendo invitado a fumar un porro de marihuana por una turista extranjera en un paraje campestre. Lazarov aprovecha la premisa narrativa para introducir uno de sus psicodélicos números musicales, el más excesivo de la película, que empieza alternando planos y contraplanos de un Escobar feliz y confundido ante los efectos de la droga con los de su compañera, rompiendo en estruendosas carcajadas, todo filmado con una lente ojo de pez y en forma de plano-secuencia panorámico de 360 grados, con veloces y efectistas reencuadres del director. Después, Escobar aparece con una indumentaria hippy que incluye pantalones de campana, peluca afro y guitarra eléctrica cantando en una boite rodeado de los miembros del televisivo Ballet Zoom de Lazarov con indumentarias estrafalarias, elementos que el director luego traslada a un verde entorno exterior filmado con fotografía difusa, hermanando a Escobar con la iconografía hippy y su celebración de la naturaleza. ¿Existe una forma más extrema de negociar tradición y modernidad que presentar a Manolo Escobar fumándose un porro y filmar un playback de copla con formas psicodélicas hippies? Un número posterior, Me tocó perder, continúa esta línea de reflexividad lúdica. Escobar canta atormentado, al enterarse de que su exnovia va a tener un hijo suyo. Su obsesión con la idea de un niño es plasmada formalmente por Lazarov haciendo que todas las personas que Escobar encuentra en su paseo sean niños encarnando a adultos: un niño marinero con barba postiza fumando en pipa, un niño taxista, un niño policía poniendo una multa a un carrito de bebé…
Conclusión
Como se ha podido comprobar mediante los casos de estudio previos, en el cine musical español de los setenta, mediante la reflexividad y la ironía autoconsciente, se produjeron frecuentes negociaciones entre las convenciones narrativas y estéticas clásicas del género y los aires de modernidad (ideológicos, estéticos) pujantes durante la década: se ironiza sobre los tópicos nacionales, los del propio género musical o las identidades de género tradicionales, o bien los propios artistas juegan reflexivamente con su imagen, entre otros procedimientos. Así, se problematizan diversas convenciones narrativas, estéticas y/o ideológicas mientras, simultáneamente, se tratan de perpetuar en el tiempo, adaptándolas a un nuevo contexto histórico donde, en mayor o menor medida, siguen gustando al público pero a la vez existe cierta consciencia de su creciente obsolescencia.
Este artículo desea invitar a historiadores y analistas a indagar de forma desprejuiciada en el cine español más comercial pues frecuentemente depara sorpresas en forma de derivas estéticas, narrativas o ideológicas que trascienden las convenciones que apriorísticamente se suponen generalizadas y homogéneas en dichos textos fílmicos. En otras palabras, puede que en ciclos cinematográficos como las películas de Manolo Escobar haya una ideología predominantemente conservadora, pero es simplista reducirlas a meras enunciaciones de propaganda franquista y pensar sus relaciones con el público con arreglo al viejo paradigma de la aguja hipodérmica, que presupone audiencias adocenadas que consumen ideología pasiva y acríticamente. Incluso en películas como estas existen elementos de tensión y contradicción en su escritura cinematográfica, con sorprendentes derivas lúdicas en las que el propio artista no tiene problema en burlarse de sí mismo y de los convencionales discursos articulados en torno a su estrellato. Especialmente, cabe preguntarse hasta qué punto el público no era consciente, como sus creadores, de que sus materiales eran sumamente convencionales y tópicos, poco más que una excusa para pasar un rato entretenido y escuchar a un/a cantante, que podían perfectamente tomarse a broma.
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Notas de autor
aslomas@hum.uc3m.es
ISSN: 1579-7414
Vol.
Num. 20
Año. 2021
REFLEXIVIDAD E IRONÍA AUTOCONSCIENTE EN EL CINE MUSICAL ESPAÑOL DE LOS AÑOS SETENTA
Santiago Lomas Martínez
Universidad Carlos III de Madrid,España
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