UN PUEBLO SIN RECUERDO
Cada tarde tiene su historia. Y cada día. Cada pueblo conviene con su tarde y con su día una historia más o menos densa; pero historia siempre. Cada pueblo obtiene del tiempo una historia larga, sufrida y complicada, cuyos artífices son las tardes, los días y su pequeña entrañable narración.
Acostumbrados a tanta larga espera en todos los órdenes vitales, la noticia de que Puertomarín haya sucumbido precipitadamente bajo las aguas me asombra y me conmueve. Se ha anegado para la luz, sacrificadamente, un pueblo sin recuerdo. Será ya corriente, materia pagable, o lo que es lo mismo cobrable; es decir, vendible. Toda una vida, generaciones, guerras en el sabor del hombre, victorias, la dimensión de una esperanza, la exactitud de varias generaciones, han sido hundidas, compradas, anuladas.
Y puesto que servimos al progreso, el hecho ni nos asusta, ni nos repugna. Nos alegra que la luz se haga para todos.
Pero Puertomarín no existe, y carece ya de recuerdo para el futuro.
Sobre el año 1956 un pueblo francés sucumbió igualmente bajo las aguas. Un documentalista de aquel país nos dio más tarde la noticia trágica con un filme titulado «Agua viva». El mundo conoce hoy que aquel país existió.
Queremos decir que toda literatura es inútil en nuestro siglo para mostrar con exactitud una realidad de este tipo. El cine, la fuerza poderosa de las imágenes, han sido olvidadas a la hora de dejar un recuerdo de lo que fue un pueblo comprado.
Seguramente, con el tiempo, los realizadores del futuro habrán de remitirse a las crónicas del presente para reconstruir los hechos. Y una vez más habremos hecho el camino con retraso.
Nos gustaría saber de las estadísticas de los informadores cuántos nacidos en Puertomarín últimamente no podrán saber jamás cómo era el pueblo que los vio nacer.
El espectáculo ha tenido que ser inmenso, trágico y grandioso a la vez. Y el cine no ha estado allí para recoger la tragedia, la grandiosidad, el dolor absoluto de abandonar la tierra y conservar el resquicio final de su andadura. Otra vez más, el arte de nuestro tiempo ha sido olvidado, ignorado.
Es menester recordar que los documentos más importantes de los hechos acaecidos en los últimos tiempos han cobrado fuerza e importancia en el ánimo del hombre gracias al cine. En todo caso, es el documento con menos posibilidades de borrarse al que tiene oportunidad de conocerlo.
Yo quisiera haber perpetuado en imágenes los últimos momentos de este pueblo. Y pensaba hacerlo. Toda previsión fue adelantada, y la técnica desbarató mi pretensión. Quien compró un pueblo olvidó dejar a sus artífices el documento precioso de lo que fue y de lo que dejó de ser.
Este sí fue un pueblo que «dio a luz».
ADIÓS A PORTOMARÍN
Publicó “EL PUEBLO GALLEGO”, estos días, unas emotivas fotos del comienzo de la desaparición para la Vida, Historia y Arte, de una de las villas más interesantes, en dichas facetas, de nuestra Galicia. ¡Portomarín, ante el implacable avance de ese monstruo llamado progreso, quedará prontamente asolagado [sic] por las aguas del embalse de Belesar!...
Contemplando, con nostalgia de gallego, las expresadas fotos, y leyendo los artículos que a las mismas acompañaban, deduzco, y quisiera equivocarme, que no se ha salvado para la Historia, el Arte y la Arqueología, todo de cuanto de muy excelso encerraba este magno Museo que, hasta ahora, fue el desaparecido Portomarín, el de las peregrinaciones jacobeas. Sería espantablemente lamentable para Galicia que no se salvasen de las “progresivas” aguas la totalidad de cuanto significase Historia, en sus diversas facetas, y quiero suponer que, si algo quedó sin ser trasladado al Monte del Cristo —ubicación de la nueva villa— será lo que, por su ligera importancia, o ya muy ruinoso estado, no valiese la pena de ello. ¡Así sea!
Recuerdo que hace unos años, cuando se comenzó a hablar de su futura desaparición, escribí unas líneas al ya fallecido amigo, D. Ángel del Castillo, preclara figura de la Arqueología gallega, ofreciéndome para iniciar una suscripción entre los amantes de nuestros valores artísticos, y ayudar en lo posible a salvar milenarias piedras de Portomarín, respondiéndome D. Ángel (q.e.p.d.) que no haría falta llegar a ello, toda vez que los organismos competentes habían tomado las necesarias medidas para que ninguna de las piedras de valor artístico, o histórico, dejasen de ser levantadas para llevarlas al nuevo Portomarín, que, próximo al “sentenciado” se construiría.
¿Han cumplido los organismos, a lo que el maestro se refería, con lo que este entonces daba como seguro? En nombre de Galicia quisiera rogar a los referidos diesen una nota a la Prensa en la que pudiéramos leer, para satisfacción de todos, que se han salvado íntegramente TODAS, absolutamente todas, las piedras plenas de Historia y Arte que en el ¡ay! desaparecido Portomarín existían.
Portomarín fue Historia viva a partir de los albores nacionales, y desde entonces sus piedras, en monumentos civiles, militares o religiosos, fueron dejando en sí los diversos avatares de la vida de Galicia a través de las edades, formando una pétrea geanología [sic] donde estaba indeleblemente grabada aquella para estímulo de las generaciones que se sucedieron en los tiempos hasta hoy. Por ello, a todos nos interesa saber que esas sagradas piedras, en lo humano y en lo divino, han sido todas ellas salvadas del “asologamiento” [sic].
Por allí pasaba el “Camino Francés” de las peregrinaciones europeas hacia Compostela, a través del romano puente sobre el Miño, y ya figuraba en el “Itinerario Aimérico” del año 1.120, con el nombre de “Pons Minece”. Allí estaba el protohistórico Monasterio de Santa Cruz, del que ya solo quedaba el recuerdo; allí combatieron Dª Urraca y D. Alfonso de Aragón, cortando el antedicho puente, que fuera construido en 1.126 por Pedro el Peregrino, perteneciente a una orden religiosa que se dedicaba a la construcción de puentes, levantando al lado de aquel un hospital de peregrinos al que dio el nombre de “Domus Dei”. En el mismo año, Alfonso VII, el Emperador, confirmó al referido religioso la donación de la iglesia de Santa María del Portomarín, para conservación y entretenimiento del puente y del hospital, donación que anteriormente le había sido hecha por Dª Urraca. Hoy, solo quedaban las ruinas de aquel hospital después de haber gozado del máximo esplendor en época de las peregrinaciones.
Allí estaban la iglesia de S. Juan y de S. Pedro, románicas, de la XII centuria; aquella, fue primero de la Orden de Santiago y luego de la de S. Juan de Jerusalén, siendo una de las más bellas de Galicia por lo perfecto y acabado de su construcción, considerándosela incluso superior, artísticamente, a la Catedral de Santiago, y de franca escuela del Maestro Mateo, quien, en una de las arquivoltas de la entrada principal, plasmó a los Veinticuatro Ancianos del Apocalipsis, análogos a los del Pórtico de la Gloria de la Catedral compostelana.
Allí estaba el monumento donde, en 1.397, D. Enrique II expidió una real carta donando a D. Rois de Sarmiento “La Torre e Cidá de Lugo” aún en manos del confesor de su hermano D. Pedro I. De allí fueron los Caballeros de la Espada, que en unión de los Campeadores de Compostela, dieron origen a la Orden de Santiago…
Allí, en fin, había piedras y piedras saturadas de Historia y de Arte que, repito, quisiera que los organismos encargados de su traslado al nuevo Portomarín, hubieran trasladado íntegramente, por el bien de Galicia, y dijesen a ésta públicamente que todas ellas han sido salvadas.
En tanto, las aguas seguirán inexorablemente subiendo de nivel, y cubrirán definitivamente, ¡y para siempre!, a la histórica villa, que, al paso de las edades, llegará a ser una más de las “asolagadas” [sic] ciudades alrededor de las que la leyenda ha ido forjando una nostálgica “historia” de “Mouros, Princesas e Fadas encantadas”… ¡SALVE, PORTOMARÍN!... ¡ADEUS!