1. INTRODUCCIÓN.
El texto que aquí proponemos consiste, como se deduce de su título, en una indagación sobre las interrelaciones entre tres elementos —lenguaje, cuerpo y performatividad— que consideramos especial e intensamente conectados a diversos niveles (que intentaremos estructurar) dentro de la actual producción audiovisual contemporánea, independientemente de sus presupuestos de partida, niveles de producción y soportes, bien que en estos últimos estaremos obligados a reparar, puesto que la imagen contemporánea estará marcada indefectiblemente por la llegada del soporte digital, la cual supuso de entrada el comienzo, en palabras del cineasta y teórico (además de político) Pere Portabella, del devenir mutante de la imagen-movimiento en nuestros días (). Por lo demás, las páginas que siguen no son sino un capítulo más de una trayectoria en la que, durante los últimos años, venimos pensando y analizando el papel del cuerpo, sobre todo en sus presentaciones, manifestaciones y/o funciones menos normativas, dentro de las narrativas cada vez más cruzadas, híbridas, transmediales y performativas de la actual era digital.
De este modo, a partir de un modelo transversal de análisis, intentaremos proyectar un mapa, forzosamente general, cuyas sendas conecten —y/o confronten— los lenguajes audiovisuales (así como el nuevo lugar del espectador) y los cuerpos analógicos y digitales (y las diversas estrategias desde las que se enuncian), los cuestionamientos de unas identidades al tiempo fracturadas y cada vez más fluidas, las relaciones entre performatividad, vida e hipermodernidad o los nuevos parámetros de lo representable y sus efectos, todo ello dentro del incesante tránsito intermedial de las imágenes característico de nuestra época.
Unas sendas, entonces, cuyas cercas nos abrirán en muchas ocasiones aquellas imágenes que, de diferentes modos, comenzaron a combatir hace décadas a aquellas otras que Guy Debord denunciaba ya en 1967, las constituidas como mera mercancía en la emergente sociedad del espectáculo (). Imágenes pobladas por cuerpos que, de muy distintas formas y a través de distintas manifestaciones que intentaremos fijar, las protagonizarán y atravesarán.
2. LA IRRUPCIÓN DE LO DIGITAL Y LAS CONSIGUIENTES HIBRIDACIONES. ALGUNAS MARCAS LINGÜÍSTICAS.
Aunque podríamos remontar la aparición de las imágenes realizadas por ordenador en el cine al trabajo que desarrolló John Whitney junto a Saul Bass para la célebre secuencia de créditos de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) y, más adelante, a las imágenes digitales que aparecen en Almas de metal .Westworld, Michael Crichton, 1973) y su secuela, Mundo futuro (Futureworld, 1976, Richard T. Heffron) —con la introducción de la animación en 3D para representar la cara y mano de Chuck Browning (Peter Fonda)— (), lo cierto es que los precedentes más directos del cine digital suelen localizarse en la incorporación de la computación gráfica a Tron (Steven Lisberger, 1982) y en el ‘efecto Génesis’ desarrollado por la Industrial Light Magic de George Lucas para una escena de Star Trek II: La ira de Khan .Star Trek II: The Wrath of Kahn, 1982) —en la que una cámara virtual permite realizar una acción de desplazamiento imposible desde el espacio físico hasta el espacio sideral ()—, para luego ir aplicando progresivamente la tecnología digital a una serie de superproducciones que constituyeron verdaderos éxitos de taquilla (blockbusters) como Terminator 2: el juicio final .Terminator 2: Judgment Day, 1991), dirigida por James Cameron (uno de los grandes partidarios desde el inicio de la tecnología digital aplicada al cine), que utilizaba el morphing (técnica de animación digital que permitía transformar el aspecto de un cuerpo o de un rostro a través de la transición gradual y controlada entres dos imágenes distintas); o Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993), el primer largometraje cinematográfico que utilizó el ‘Computer Graphics System’ para crear artificialmente criaturas realistas () y cuyo impacto y repercusión rebasaron el marco de lo estrictamente cinematográfico. Nuevos pasos se darían en filmes como Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), en el que el protagonista fue insertado en escenas en las que interactuaba con personajes históricos como John Fitzgerald Kennedy o John Lennon, y El cuervo (The Crow, Alex Proyas, 1994), que recurrió a la técnica digital para superponer el rostro del actor Brandon Lee —fallecido por accidente durante el rodaje— sobre el cuerpo del actor que lo sustituyó, hasta llegar al primer largometraje de ficción creado enteramente con imágenes de síntesis, el filme de animación Toy Story (John Lasseter, 1995). Mientras tanto y tal como nos recuerda Riambau, Wim Wenders había presentado su documental Buena Vista Social Club (1993) rodado con una cámara Sony Digital Betacam () y, en los años siguientes, la digitalización fue desarrollándose en grandes producciones, tanto a nivel de soporte —a medida que iban apareciendo las cámaras de cine digital de alta definición— (Episodio II: El ataque de los clones, George Lucas, 2002) como en lo referido a los efectos (caso de The Matrix [1999] con la introducción del bullet-time), pero no es menos cierto que comenzó a ser aprovechada, gracias a su accesibilidad, por pequeñas producciones como El proyecto de la Bruja de Blair (The Blair Witch Project, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999).
De manera que —y esto es lo que nos interesa como punto de partida— hubo una suerte de bifurcación desde el principio de esa mutación en la que el celuloide y lo específicamente fílmico dejaron de ser lo esencial (y ahora volveremos sobre esto). Por un lado, se hizo evidente que la irrupción de la imagen de síntesis y los efectos digitales en ciertas manifestaciones del cine más comercial comenzaron a dar lugar a un nuevo cine de atracciones —por recurrir al término acuñado por Tom Gunning (; )— o de sensaciones (), cuya concepción del espectáculo (basada en el impacto perceptivo creada por los trucajes para llegar a mostrar lo nunca visto) no dejaba de enlazar con sus antecedentes del cine primitivo (de Segundo de Chomón en adelante). Con el añadido de que la irrupción de la imagen digital en este cine de efectos especiales planteaba de entrada un problema ontológico respecto a la naturaleza cinematográfica de esas imágenes CGI, puesto que se trata de imágenes numéricas, nunca filmadas o grabadas. Una imagen-simulacro que también se extenderá a un cine menos fragmentado y más narrativo, con la creación de movimientos de cámara imposibles de realizar físicamente o de puntos de vista imposibles.
Pero, por otro lado, no es menos cierto que la revolución digital —y las tecnologías de proximidad a ella asociadas— propició el poder disponer de posibilidades de realización, distribución y difusión hasta entonces inéditas para un otro tipo de cineastas, aquellos que transitan por el terreno del cine más independiente, autoral o alternativo al modelo industrial hegemónico, ya fuesen tanto veteranos o consolidados (desde Agnès Varda hasta Steven Soderbergh) como cineastas emergentes.
De hecho, la irrupción de esa enorme mutación, que comienza a asentarse mediada la primera década del nuevo siglo, incluso radicalizó las formas de ese cine y permitió el surgimiento de un nuevo hábitat muy favorable al desarrollo de discursos y lenguajes alternativos que se permean entre sí: podemos pensar, sin ir más lejos, en buena parte de esa producción que provocó la incorporación, entre los sectores más inquietos de la crítica cinematográfica de la primera década de este siglo, de términos como el «Otro Cine Español», ese archipiélago de manifestaciones fílmicas —todo lo heterogéneas que se quieran— que comenzaron a aparecer en los distintos territorios del Estado español y a moverse en los márgenes de la industria o en los intersticios que esta dejaba. Un cine que podríamos conectar de lleno con una serie de manifestaciones que se están produciendo a nivel internacional, donde también los nuevos soportes han permitido la germinación de un nuevo cinema de concepción autoral y formalmente radical, de vocación al mismo tiempo cosmopolita pero que en un porcentaje considerable no olvida las raíces de su identidad, de ahí que comenzase a acuñarse un nuevo término, el de cines «glocales» —que convivirá con los más asentados de Small Cinemas . Cinema of Small Nations(incluidas las naciones sin Estado)—, esto es, los conformados por filmes concebidos localmente y en el idioma propio pero dirigidos a un público global, y que en muchos casos pretenderán, del mismo modo que el resto de vertientes de la creación audiovisual (videocreación, instalaciones, etc.), rasgar la «dictadura» de la ficción (). En definitiva, se trata de ese nuevo cine transnacional en el cual las ideas y las estéticas protagonizan, como en su día escribió Carlos F. Heredero, migraciones, intercambios y contagios sin fin (). Unas sinergias en las que, no lo olvidemos, la Red juega desde el principio un papel fundamental como constructora y recinto a la vez de comunidades horizontales donde la imagen fílmica/digital se construye, extiende y dispersa.
En realidad, si lo pensamos bien y a la vista de todo esto, esa bifurcación que se nos aparece no deja de constituir, entre otras cosas, una nueva etapa en esa eterna dialéctica y coexistencia entre las dos grandes concepciones del cine desde sus inicios, en la que «la estimulación sensorial convive con el deseo de contemplar y con el ansia de llegar a sentir la cadencia del paso del tiempo en el interior de las imágenes» (). Cierto es también que frente a esa creciente polarización entre grandes producciones y películas independientes hechas con muy poco dinero cabe preguntarse por el destino de los filmes de presupuesto medio en los que se movieron gran parte de los cineastas de las generaciones anteriores. En cualquier caso, y a la vista de lo expuesto en los párrafos precedentes, discrepamos de entrada con aquellas interpretaciones que, en el comienzo de la era digital, anunciaban la muerte del cine (caso de algunos directores como Víctor Erice) o, en el ámbito de la teoría y la investigación, presentaban la idea de un postcine en el que todos —e insistimos en ese «todos»— los contenidos audiovisuales serían digitales y su exhibición en salas anecdótica (; ). Casi veinte años después podemos afirmar que el cine —aún en su concepción más purista, sin entrar ya en el concepto de hipercine () ni en las prácticas del cine experimental o las del film-arte— no solo no ha muerto (antes bien, casi parece más factible hablar del posible final de la televisión tradicional, cuestión a la que nos referimos más abajo) sino que el mismo celuloide se resiste a desaparecer e incluso está conociendo una revitalización (otra cosa, ciertamente, es hablar del montaje y el proceso de posproducción, donde la digitalización es irreversible). Lo mismo podemos decir, al menos por el momento, de su exhibición en salas, independientemente de la proliferación de pantallas y canales que configuran la nueva pantalla global, la malla digitalizada de la pantallocracia (). Recurrimos de nuevo a Pere Portabella para recuperar un lúcido párrafo, coetáneo a buena parte de los autores citados, que fusionaba perfectamente ambas cuestiones:
Otro aspecto que nos invita a una reflexión urgente es el surgimiento de las nuevas pantallas de cine: en el teléfono móvil, en el IPhone, en el IPad, en la Play Station Portable, por supuesto, pero también en el museo y en la galería de arte. Y, además, tal vez, habría que volver a pensar los motivos para que otra vez se hable, ahora que todos somos ya mutantes y mutados, de la muerte del cine, como si eso fuese posible, como si el cine no fuese por su propia naturaleza la incesante mutación de una imagen a otra, de un discurso a otro ().
Portabella introduce dos ámbitos, el museo y la galería de arte, que también nos interesarán. Porque, más allá de la presencia y trayectoria del cine experimental, expandido y demás en estos recintos, lo cierto es que desde la década de los años 90 y acentuándose con el cambio de siglo con la llegada del nuevo soporte, tiene lugar el comienzo del desembarco sistemático en los espacios museístico y expositivo de muchos cineastas que constituían el paradigma de una modernidad que repensara la figurabilidad, el tiempo y la materialidad de las imágenes fílmicas (se ha dicho en este sentido que la 49. Bienal de Venecia de 2001 constituiría un evento referencial, con la presencia de piezas/instalaciones de Abbas Kiarostami, Atom Egoyan y Chantal Akerman, quienes, por cierto, dieron en confluir en el evento con grandes nombres del videoarte como Bill Viola, que presentó su obra El quinteto de lo no visto, 2000) y que encuentran ahora, en el espacio expositivo, un lugar en el que pueden privilegiar una propuesta estética de la fragmentación, rehabilitar la figura del esbozo o la exploración de nuevos formatos narrativos y estéticos, así como avanzar por el terreno del filme-ensayo. Así, con motivo de la inauguración de su instalación La Dama de Corinto (2010) en el Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia, José Luis Guerin declaraba:
El museo me ofrece un margen de libertad y de experimentación, me permite ir hacia atrás, hacer una película muda, en blanco y negro, poder dotar de una carga semántica la escala de una proyección, poder trabajar ecos muy sutiles y probar lenguajes nuevos ().
Si bien,
el museo nunca puede reemplazar a la sala de cine, yo permaneceré en ellas aunque sólo sea como acto de resistencia. Por muy hostil que sea la sala comercial, creo en esa ética de la resistencia. Si me quieren marginar que sean otros los que lo hagan. Yo necesito seguir formando parte de la dinámica de los viernes: la de las películas que se estrenan (Ibid.).
La posibilidad para ciertos cineastas, entonces, de combinar arte visual y cine a partir de esa llamada de galerías y museos (que, además, como declaraba el cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul en el documental Endless Cinema [2019], de Lucía Tello Díaz, es también una forma de poder trabajar mientras llega la financiación para un nuevo filme) (fig. 1), ha devenido en su progresiva instalación en esos espacios y en el hecho cada vez más frecuente de que combinen en sus carreras la realización de películas para salas con la de sus (vídeo)instalaciones. Algunos nombres a título de muestra además de los ya citados: David Lynch, Alenxandr Sokurov, Steve McQueen, Agnès Varda o todos aquellos implicados en el proyecto Correspondències impulsado desde 2006 por el Centre de Cultura Contemporànea de Barcelona (CCCB) junto con el Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la UNAM y la Casa Encendida de Madrid, por ejemplo. Incluso aquellos defensores más firmes del soporte fotoquímico como Víctor Erice han encontrado un refugio en estos espacios (su videoinstalación Piedra y cielo [2019] para el Museo de Bellas Artes de Bilbao) o trabajado a lo largo de los últimos años en digital (La morte rouge [2006], Vidros partidos [2012], Plegaria [2018]). Es así como todos estos cruzamientos han venido a poner en crisis, y este es un asunto importante, la frontera que durante tantos años alejó y aisló a la ‘Institución Cine’ de la ‘Institución Arte Contemporáneo’.
Coetáneamente habían tenido lugar otras hibridaciones. Podemos pensar en el llamado teatro de nuevos formatos (algunos autores hablan de teatro digital; otros, de teatro aumentado), que incorpora diversas herramientas tecnológicas en la base de su dramaturgia (como pueden ser el mapping tridimensional, el live action cinema, la multipantalla, las retroproyecciones...), muchas veces marcada por la querencia hacia lo cinematográfico (con la fluidez en las transiciones y cambios de escena, el uso de la iluminación, la construcción de imágenes casi fantasmales...), dando lugar a una «polinización cruzada» entre ambos medios (). Estaríamos, pues, en el terreno de las artes liminales ().
Pero resulta inevitable referirse a la marcada influencia lingüística y estética del medio cinematográfico en la ficción televisiva de calidad (por echar mano, una vez más, del término/concepto Quality TV acuñado por Robert J. Thompson a mediados de los años noventa), una dinámica de traslados en la que muchos teóricos, analistas y críticos repararon desde el comienzo (lo cual no quiere decir que esas series fuesen meros productos seguidistas de esas caligrafías cinematográficas) y en la que el paso al digital —junto con el enorme incremento de los presupuestos— ha jugado un papel esencial, con la consiguiente igualación de las calidades, acabados y texturas entre cine y televisión. Varios hechos reflejan esa fusión:
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a) La cada vez más abultada cantidad de cineastas que se han pasado a la realización —y también producción— de series (cuestión extensible a los guionistas, técnicos e intérpretes) y, sobre todo en los últimos tiempos, miniseries desde una perspectiva autoral.
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b) El concepto cinematográfico desde el que operan, aspecto en el que muchos de los cineastas implicados insisten una y otra vez y que también se refleja en la continuidad de sus equipos de trabajo; dos ejemplos: Paolo Sorrentino realizó sus series The Young Pope y The New Pope con su equipo de siempre, con el que hace su cine, mientras que, a la inversa, Jane Campion realizó su filme El poder del perro (The Power of the Dog, 2021), que le valió el Oscar a la mejor dirección, con el mismo equipo de su serie Top of the Lake) por su parte, el prestigioso cineasta italiano Marco Bellocchio declaró en la presentación de su serie sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas, Exterior noche, que su forma de trabajo no había variado en absoluto respecto a la de sus películas. Lo mismo llevan declarando en los últimos años otros muchos cineastas de las más diversas procedencias. Y continúan haciéndolo. Así, Vincent Lindon, codirector con Xavier Giannoli de la serie Sangre y dinero (D’argent et de sang, 2023), que también protagoniza, comentaba:
Para mí el proceso ha sido idéntico al de hacer una película. Xavier (Gianolli) se dedica al cine, yo también, y el equipo ha sido el mismo con el que el director trabaja habitualmente. Aquí hemos tenido la oportunidad de hacer una película de 12 horas, porque contábamos con los medios para ello ().
Mientras que el cineasta argentino Marcelo Piñeyro manifestaba en relación con su serie El reino (2021): «Lo veo como un relato unitario, como una película, más allá de que esté dividido en capítulos» (). Un formato, el de la división en capítulos, en el que no pocos cineastas ven además una oportunidad de probar otras cosas, como señalaba el director español Paco Cabezas al hablar de su serie La novia gitana (2022-2023):
Lo que me pasa con el cine, cuando hago una película, es que todo tiene que estar perfecto, es supersagrado. Y cuando haces ocho horas de cine, como es esto, hay más posibilidades de arriesgarse, tengo la sensación de que puedo equivocarme más y como puedo equivocarme más, voy a arriesgarme más y eso me libera más ().
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c) La presentación ya normalizada de series dirigidas por cineastas en los principales festivales de cine (Cannes, Venecia, Berlín, Londres, Salónica, Toronto, San Sebastián, Málaga...), independientemente de los festivales específicamente dedicados a ellas (Serializados Fest, Canneseries…).
A mayores, podríamos señalar la recuperación de formatos como el de las series remontadas como largometrajes (Carlos, de Oliver Assayas; Libertad, de Enrique Urbizu) y a la inversa (La Liga de la Justicia, Zack Snyder), o la cada vez mayor duración de las películas (muchas llegan a las dos horas y media o las superan) que, para el director artístico de la Mostra de Venecia, Alberto Barbera, puede ser un reflejo de las series y su éxito «como si los directores se tomaran más tiempo para contar sus historias ahora que también tienen la opción de hacerlo por capítulos y muchos han trabajado también para la televisión» (). Todo lo cual ha supuesto la entrada del concepto/término «película-serie» en el vocabulario de críticos y cineastas (un ejemplo paradigmático —y revolucionario— sería el constituido por la tercera entrega del Twin Peaks lynchiano), si bien, complementariamente, está irrumpiendo, sobre todo en los terrenos de la comedia y la autoficción televisivas, una tendencia hacia formatos con episodios de duración cada vez menor (entre quince y veinte minutos) que tiene mucho que ver con el intento de fidelización de una audiencia cada vez más influenciada por el consumo de píldoras audiovisuales que invaden las redes (especialmente los sectores más jóvenes).
Un régimen digital que se desenvuelve asimismo en un nuevo régimen productivo en el que la desacralización de la experiencia cinematográfica y su tendencia a la individuación va de la mano de una nueva industria en la que las plataformas, entonces, juegan un papel fundamental (del mismo modo que ya hemos comenzado a hablar de una televisión on line frente a la convencional, de la teleficción y docuserie del digital media o, de otro modo, de la teleficción y docuserie sin televisión).
Frente a todo esto, a este fluir digital de las imágenes por (entre) distintos medios y contextos (cine, televisión, museo-galería, teatro, videojuegos...), se hizo evidente desde el principio para muchos que no bastaba con hablar de «cine» y que se imponía el término «audiovisual» o, cuando menos, la asociación entre ambos como, de hecho y significativamente, ya ocurre en el enunciado de la nueva Ley del Cine y de la Cultura Audiovisual del Estado español, en cuyo texto se recoge que «el cine es solo una parte de todo un ecosistema de creación artística e industrial».
Una primera consecuencia de todo este nuevo régimen digital es la evidente modificación del lugar y mirada del espectador cinematográfico, cuya recepción ya no se da solo en las salas sino a través de muchas otras pantallas. En todo caso, tampoco algo tan nuevo; como mucho, la acentuación de un fenómeno que comenzara con el cine emitido por televisión y que se ampliara con los formatos de visionado doméstico, tal y como recordaba el ya citado cineasta Paolo Sorrentino: «Soy de la generación que descubrió el cine en VHS, un instrumento, como las plataformas de streaming, que democratizó el acceso al cine» (). Algunos hablan un tanto despectivamente de un usuario vinculado a la noción de consumo que ha sustituido al antiguo espectador; otros, en cambio, ven a un nuevo espectador emancipado de los mecanismos de la comunicación tradicional que incluso puede llegar a convertirse en prosumidor, generador él mismo de materiales para el filme o serie (o videojuego), en el seno de la nueva «cultura participativa» propuesta por Henry Jenkins que se desenvuelve en el nuevo contexto transmedial (). Una nueva mirada digital y multiplataforma, del mismo modo que el espectador del nuevo teatro híbrido y digital al que ya hemos aludido se verá impelido hacia una mirada multidireccional. No digamos ya el de las propuestas inmersivas que introducen el cuerpo del espectador en la imagen o en el suceso fílmico, presentes ya en el cine experimental del último cuarto del siglo XX (el Movie-Drome de Stan VanDerBeck, el cine expandido interactivo de Jeffrey Shaw, Valie Export y Peter Weibel), pero que la nueva tecnología está llevando hacia una nueva dimensión que vá más allá del hecho fílmico: desde instalaciones como The Visitors (2012) de Rajnar Kjartansson, pasando por el desarrollo del VRCinema, los sistemas CAVE (Cave Automatic Virtual Environment), las pantallas inmersivas (desde 270° hasta 360°), o el recurso al ASMR (Autonomous Sensory Meridian Response) —del que recientes filmes experimentales como Samsara (Lois Patiño, 2023) no están lejos—, hasta experiencias interactivas y transmedia como Carne y Arena (2017), concebida por el cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu con la colaboración de su habitual director de fotografía Emmanuel Lubezki, en la que el tradicional dispositivo cinematográfico que crea el tiempo y el espacio (encuadre, longitud de las lentes, marcas enunciativas de un narrador montaje) desaparece en favor de un entorno virtual y el espectador, sin nadie que dirija su mirada, deviene en sujeto/personaje (en este caso, un migrante que —junto con otros— trata de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos a través del desierto de Sonora), al tiempo que es atravesado por la experiencia corporal de la narrativa (el frío, el viento, los sonidos, la arena bajo sus pies) dentro de un distinto «state of consciousness, the (psychological) sense of being in the virtual environment» (Slater & Wilbur 1997). Por no entrar ya en el nuevo mundo del metaverso, cuya irrupción se dispara a partir del Gran Confinamiento de 2020. En definitiva, el trayecto que iría desde la inmersión cognoscitiva (en la que la ilusión de presencia y de participación del espectador se consigue a través de una serie de estrategias lingüísticas y tecnológicas propias del medio cinematográfico) hasta la física (que se produce a través de la vista, el oído y el tacto en un espacio tridimensional virtual) ().
Finalmente, se hace necesario en este apartado reparar en las marcas lingüísticas y estéticas que incorpora la imagen digital y su confrontación con las que ofrece la imagen en celuloide. En este sentido, también ha existido desde el comienzo un debate entre autores que hablan de una revolución estética y visual tras la llegada de las tecnologías digitales y otros que relativizan bastante el alcance de esa transformación (). Un debate que, por supuesto, también se dio y sigue dándose en el seno de la industria, reflejándose incluso en una serie de documentales que irían desde Side by Side, el impacto del cine digital (Side by Side, Christopher Kenneally, 2012) hasta —por ahora— el ya citado Endless Cinema (Lucía Tello Díaz, 2019). Aunque más abajo desarrollaremos un poco más esta cuestión, señalemos ahora que las más evidentes diferencias radican en la extrema nitidez y limpieza que ofrece la imagen digital (en la que los bordes de las formas se dibujan muy claramente) frente a la textura más granulosa del cine analógico, en la capacidad de los sensores digitales para captar la luz (lo que facilita la grabación de escenas nocturnas o con muy poca iluminación) y —rasgo importante— en la planitud de la imagen digital (que tiende a aplanar los distintos términos del campo, además de las formas y objetos) frente al volumen que posee la imagen analógica, que ofrece una mayor sensación de profundidad (). Tampoco se puede olvidar la facilidad para alterar y perfeccionar las imágenes digitales en el proceso de posproducción.
Habría que añadir otras dos consecuencias de carácter lingüístico (más allá de la ya señalada acerca de los planos y movimientos virtuales) derivadas de la digitalización. La primera tiene que ver con las nuevas posibilidades técnicas del plano secuencia, al no depender ya del metraje que podía contener la bobina de celuloide que se cargaba en la cámara y que permitía una filmación de 10-11 minutos como máximo, lo cual lo ha convertido en uno de los recursos formales más característicos del audiovisual contemporáneo ―ese ‘plano expandido’ al que se refiere Carbonell i Saurí ()―. La segunda es también de gran calado y tiene que ver con la relativización del punto de vista, con el lugar donde se coloca la cámara, que, hasta no hace mucho, era el aspecto más determinante para la construcción del relato, y que ahora, al abaratarse tanto el proceso, no lo resulta tanto. En palabras de Enrique Urbizu: «No existe esa sensación extrema de que gastas billete cada vez que das motor. Antes te contaban el número de metros que te zampabas [...] ¿Quién se hace responsable? La cámara va en un sitio concreto, no en cuatro diferentes» (). Pero es que también tiene lugar un desplazamiento importante que señaló otro cineasta, Darren Aronofsky:
El mayor problema que encuentro es la muerte del visor ocular. Me resulta chocante que el operador de cámara mire a un monitor y no a través del objetivo. Esa parte del proceso me aterra, porque cuando miras una pantalla no estás centrado en el universo de lo que sucede a través de la lente de la misma manera que cuando miras por el visor () (fig. 2).
En relación con esto estaría también otro factor relevante, el del flujo de trabajo: en alguna ocasión Scorsese señaló que la posibilidad de disponer sobre la marcha del material rodado en vez de tener que esperar un día al revelado del negativo impedía pensar y reflexionar sobre el mismo.
Y una última consecuencia de carácter perceptivo. Sin duda, la mayor víctima del cambio de la sala de cine al salón de casa (o a cualquier otro espacio: doméstico, privado o público) —un cambio, tengámoslo también en cuenta, que las plataformas están promoviendo en buena medida al no estrenar la mayoría de sus filmes en salas— es el sonido. A este respecto, el compositor Alberto Iglesias declaraba: «El sonido lo percibimos [en la sala] con los oídos, pero lo sentimos con el cuerpo. Todas las células vibran» (). Una idea que conecta con aquella expresada por la cineasta Naomi Kawase —y, por extensión, con el ASMR al que aludíamos más arriba— de que solo la sala (y no las pantallas y espacios domésticos) permite sentir la película a nivel celular, como un rayo de sol que quema la piel. Toca, entonces, referirse al cuerpo.
3. EL REGISTRO PERFORMATIVO. EL CUERPO COMO ESTRATEGIA.
Sabido es que en el arte contemporáneo de las últimas décadas —desde el grupo japonés Gutai y los accionistas vieneses en adelante— el cuerpo ocupa un lugar central. No parece casual —no lo es— la irrupción de ese trabajo que tantos (y, sobre todo, tantas) artistas vienen proponiendo frente a la alienación y extrañamiento propios de nuestra sociedad occidental contemporánea, en la que la instalación de la acción artística en las esferas de lo político y lo social aparece tan estrechamente relacionada con el ‘giro performativo’ ―por recurrir a la terminología de ―, entendido como impulso expresivo que aspira a independizarse de los anclajes retóricos del arte institucionalizado (). Al fin y al cabo, la constatación de aquello que ya señaló Sally O’Reilly, que el cuerpo humano ha pasado a ser hoy menos receptáculo de nuestra individualidad que encrucijada de las corrientes sociopolíticas, históricas y culturales que lo atraviesan ().
Del mismo modo, la noción de performatividad estará también presente en muchas de las líneas de trabajo de la producción audiovisual contemporánea y de muy diversas maneras. Nos referimos a las estrategias conscientes, claro está, a una puesta en escena del cuerpo y de la sensación, impregnada de la experiencia de lo físico, puesto que en último término el componente performativo resulta inherente al cine y los medios audiovisuales. Ciertamente, lo performativo siempre ha estado en el centro de ciertas prácticas experimentales como el Expanded Cinema y todas las derivaciones del cine interactivo (a las que ya aludíamos más arriba al hablar del nuevo espectador y su lugar [supra 1]) o, desde luego, en la videocreación (sólo tenemos que reparar en la videoperformance), pero no es menos evidente que en las últimas décadas ha acabado por impregnar una parte muy significativa de la producción normalizada, por así decir (entendiendo como tal aquella que circula por los circuitos cinematográficos y [neo]televisivos, aun con las distintas categorizaciones y alcances que cabría establecer). Y no solo a la que podríamos considerar más alternativa o minoritaria, sino también a la que se propone para públicos más amplios, de manera que sería factible trazar un itinerario que, partiendo de las filmografías de John Cassavettes y Pier Paolo Pasolini, atravesaría las de Bigas Luna, Joaquim Jordà, Peter Greenaway, David Lynch o Lars von Trier y, avanzando en el tiempo, llegaría a filmes como La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012), de Kathryn Bigelow.
Dentro de ese trayecto —en el que, obviamente, podríamos citar otros muchos cineastas y títulos— destaca sobremanera en los últimos años una línea conformada por obras en las que la vida ya solo puede ser (entendida como) acto performativo. Baste recordar el célebre capítulo fundacional de Black Mirror, la serie creada en 2012 por Charlie Brooker, titulado «The National Anthem», o una sucesión de filmes que vienen siendo servidos por algunos de los cineastas más estimulantes (polémicas incluidas) del cine de nuestra época. Algunos ejemplos: Tournée (Mathieu Almaric, 2010), Holy Motors (Leos Carax, 2012), Ruben Östlund The Square (Ruben Östlund, 2017) o Climax (Gaspar Noé, 2018). No debe extrañarnos, pues, que a partir de este planteamiento muchas de estas películas se sitúen en el terreno de la denominada no-ficción, como sucede con el trabajo que desenvuelve la cineasta china-estadounidense Chloé Zao en The Rider (2017), una película en la que los personajes se actúan, se representan a sí mismos, estrategia que prolonga en Nomadland (2020). Un paso más allá da Werner Herzog con su filme Family Romance, LLC (2019), en el que el intérprete protagonista (Ishii Yuichi), es el propietario —en la realidad y en la película— de la agencia japonesa Family Romance, que ofrece los servicios de actores que simulan encarnar diversos roles (familiares, amigos, compañeros de trabajo…) para aquellos clientes que contraten el servicio (fig. 3). Performance, virtualidad y simulacro como características de la sociedad urbana hipermoderna. Filmes, estos últimos, que por lo demás nos conducen hacia un terreno que en esta ocasión no vamos a explorar, el del no-actor.
Y, en el medio, el registro que ejecuta la performancedel yo del auto-personaje quien, a través de la transgresión, no solo logra representarse sino autoficcionalizarse. Este procedimiento autoficcional-performativo puede hacernos pensar en cierta vertiente de la obra de Nanni Moretti (Caro diario, 1993; Aprile, 1998; Il grido d’angoscia del’cello predatore – 20 tagli d’Aprile, 2003) o en el cine de Alejandro Jodorowsky (La danza de la realidad, 2013; Poesía sin fin¸ 2016), pero sin duda destaca como una veta relevante de las series televisivas contemporáneas, aún de maneras muy distantes entre sí. Las que representarían —por citar algunas muestras muy diferentes— el Jorge Sanz de ¿Qué fue de Jorge Sanz? (Canal+, 2010; creada por David Trueba y el propio Jorge Sanz), el Larry David de Curb Your Enthusiasm (HBO, 2000-2024), el Louis C.K. de Louie (FX, 2010-2015), el Berto Romero de Mira lo que has hecho (Movistar+, 2018-2020) o —en un registro más directamente documental— el John Wilson de How To with John Wilson (HBO, 2020-2023). Dentro de esta línea, cabría referirse a la llamada poscomedia televisiva contemporánea y, más concretamente, a la creada por mujeres, como uno de los territorios más fértiles en este sentido, desde la pionera Girls (HBO, 2012-2019) de Lena Dunham, con creadoras como Tig Notaro (One Mississippi; Amazon Prime Video, 2015-2017), Phoebe Walker-Bridge (Fleabag; BBC Three, 2016-2017), Issa Ray (Insecure; HBO, 2016-2021), Pamela Adlon (Better Things, 2016-2022), Frankie Shaw (SMILF; Showtime, 2016-2017) o, en el caso español, Leticia Dolera (Vida perfecta; Movistar+, 2019-2021), Belén Barenys ‘Memé’ y Berta Prieto (Autodefensa; Filmin, 2022) y las hermanas Joana y Mirei Vilapuig (Selftape; Filmin 2023). Todas ellas abordarán, desde la lógica perspectiva de género y —como los creadores masculinos antes citados— exponiéndose ellas mismas en la pantalla, las vivencias, pensamientos, problemáticas, preocupaciones y aspiraciones de las mujeres contemporáneas desde muy diversas perspectivas (generacionales, raciales, sexuales, profesionales, culturales…).
Una buena parte de estas creaciones que hemos escogido citar se inscribe, qué duda cabe, en esa veta ficcional de la producción audiovisual contemporánea que intenta proponer una gramática y unos relatos no contaminados por la narración tradicional, más interesada en transmitir imágenes que capturen la experiencia, en plantear la propuesta de una ficción sin definir, en adquirir un registro performativo para sus intérpretes. Dicho de otra manera, un cine que persigue despojarse de su rostro más literario (en el sentido del guion clásico) y conducirse hacia terrenos más próximos al arte contemporáneo (solo tenemos que pensar en dos títulos recientes como Titane [2021], de Julia Ducornau, y Crímenes del futuro [Crimes of the Future, 2022], de David Cronenberg). En este sentido, las posibilidades del plano expandido (plano secuencia) digital permiten llevar hasta el extremo estas estrategias. Lo mismo que sucede con los cuerpos no normativos que muchas veces presentan, en una decidida apuesta por la que Jordi Costa denominó una «contracultura del cuerpo» (), que incluso puede derivar hacia un cuerpo que ha devenido —como en los títulos que acabamos de citar— en monstruo, en «apéndice siniestro, a la vez conocido e ignoto, en el que se fusionan la carne y lo inorgánico […] la trama no sigue la normatividad narrativa. Los puntos álgidos se convierten en performances a veces autónomas» () (fig. 4). Y podríamos hablar también de la incorporación del sexo real a filmes totalmente alejados del código pornográfico, que han llevado a nuevos límites los parámetros de lo representable ().
Todo lo cual, esta reinvención performativa, ha estado presente también en el filme-ensayo y, por supuesto, en el documental. No nos referimos tanto al extremo teórico propuesto por Stella Bruzzi, que afirma que todo documental es una performance (en el sentido de que lo que vemos en pantalla es fundamentalmente distinto a lo que veríamos si la cámara no estuviese allí), como al hecho de que resulta evidente que, si la noción que manejamos es la de una realidad performativa e inestable, ese componente performativo del cine documental se hace manifiesto. Y todavía más, lógicamente, si esa práctica documental se plantea conscientemente desde una estrategia basada en la performatividad (o, un paso más allá, desde el documental expandido), como demuestran títulos referenciales como The Act of Killing(Joshua Oppenheimer, Christine Cynn & Anonymous, 2012) o los documentales de Errol Morris; o, dentro del cine español, en un cineasta que ya había trabajado desde ese lugar con bastante anterioridad, el catalán Joaquim Jordà (sobre todo a partir de su filme Numax presenta… [1979]).
Por lo demás, en todo esto podemos percibir la importancia que ha cobrado el realismo, la (re)construcción de lo cotidiano, en la articulación de las (auto)ficciones (sean cinematográficas o televisivas) más solventes, la impregnación de realidad que esas mismas ficciones buscan (de hecho, lo real irrumpirá con mucha frecuencia en lo ficcional). Se ha llegado a hablar incluso de una «consigna de lo real» (), de una necesidad de ficciones verdaderas por parte de cierto cine contemporáneo (ese ‘cine de realidad’ con el que el cineasta colombiano Víctor Gaviria define su propia obra) para reaccionar contra los espejismos de su propia naturaleza más mainstream, cada vez más marcada por el simulacro digital.
3.1. Cuerpos analógicos, cuerpos digitales.
Llegados a este punto, podríamos fusionar los tres vectores temáticos de este texto: lenguaje, cuerpo y ruptura de las fronteras tradicionales de la representación. Porque, evidentemente, el registro analógico del cuerpo y el digital no son, no pueden ser —a tenor de mucho de lo hasta aquí expuesto— equivalentes. No lo son sus bordes, sus texturas, sus pieles, sus rostros, la(s) luz(ces) que incide(n) sobre ellos, los espacios por los que se mueven... Sin olvidar tampoco los distintos procesos de transformación a los que pueden verse sometidos, donde el tradicional maquillaje y las prótesis de látex del cine filmado en celuloide han dado lugar a caracterizaciones derivadas del recurso a las imágenes generadas por ordenador (CGI) que permiten la aplicación de dispositivos como el ‘Contour’ (con el que fue modificado el rostro de Brad Pitt en El curioso caso de Benjamin Button [The Curious Case of Benjamin Button, 2009], de David Fincher) o de la más reciente técnica de-aging (utilizada para rejuvenecer a los personajes de El irlandés [The Irishman, 2919], de Martin Scorsese).
Cabría, pues, explorar los numerosos caminos que van de unos cuerpos a otros. Los que nos llevan, por ejemplo, desde la textura fotográfica de la mano de la actriz Madhabi Mukherjee en Charulata. La esposa solitaria (Charulata, Satyajit Ray, 1964) —cuya piel presenta una «nitidez extraordinaria» ()— (fig. 5a) hasta las arrugas, venas y tiempo que surcan y marcan la mano digital de Agnès Varda en Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, Agnès Varda, 2000) (fig. 5b). O los que van desde los cuerpos digitales mineralizados de Lars von Trier (Antichrist, 2009; Melancholia, 2011) (fig. 6a) a la intimidad orgánica y dorada que envuelve y baña los cuerpos analógicos —sumergidos, paradójicamente, en los social media— que pueblan la segunda temporada de Euphoria (Sam Levinson; HBO Max, 2019- ) (fig. 6b). O los que confrontan los espacios y cuerpos-oasis analógicos de Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006) con la privacidad digital de 9 Songs (Michael Winterbottom, 2004). O los que nos trasladan desde los cuerpos-quinquis de Colegas(Eloy de la Iglesia, 1982) a los de Las leyes de la frontera (Daniel Monzón, 2021). Y podríamos seguir a lo largo de muchas más líneas. He aquí, pues, un amplísimo territorio de exploración que aquí solo podemos dejar apuntado y que también contemplaría la convivencia en un mismo filme de ambos tipos de cuerpos, ya que en no pocas ocasiones en estos últimos años soporte fotográfico y soporte digital conviven en un mismo título. Un ejemplo nos lo proporciona el director de fotografía Rodrigo Prieto:
On Silence [M. Scorsese, 2016], a lot of the film was about hiding. And that’s a very different thing. We needed clarity in Passengers, clarity of the air. And in Silence, it’s priests that are in Japan, most of the time hiding because if they are found, they will probably be killed. So a lot of darkness, candlelight. I used some digital for that. I used Alexa anamorphic lenses because of the low light capability. But I was able to shoot most of it on film because there are a lot of exteriors, and I felt that I’d push the film for certain scenes where I wanted the texture to be a little rougher. And then for the night scenes with candles, I used digital. So it was kind of using the best of both worlds ().
Esta convivencia, que viene a poner muy en cuestión la presunta muerte del celuloide constituye un nuevo síntoma de que las hibridaciones a las que nos hemos venido refiriendo tienen lugar asimismo en el seno de los propios soportes.
4. UNA MALLA INTERMEDIAL DE CUERPOS.
Encaminándonos hacia la parte final de este texto, querríamos reparar en una cuestión para nosotros importante que deriva de gran parte de lo hasta aquí presentado, aquella que atendería a los cuerpos —y a las identidades a ellos asociadas— en constante tránsito intermedial. Puesto que todo esto, esa convivencia del fluir de lenguajes e imágenes (por distintos medios: fotográfico, cinematográfico, videográfico, multimedia, serial, publicitario, impreso) con el fluir de los soportes y la centralidad del cuerpo y del registro performativo, desembocará en una enorme red de cuerpos que poblará el discurso audiovisual contemporáneo.
Una red que, por obvios motivos de espacio, no podemos desplegar aquí, así como tampoco las obras en las que se manifiestan (y cómo lo hacen), pero en cuyo hilado y trenzado llevamos trabajando hace tiempo. Unos cuerpos vinculados a (o fruto de) múltiples identidades (voluntarias o involuntarias, heredadas, impuestas o adquiridas) a su vez fragmentadas, descentradas, heterogéneas o fluidas, hasta el punto de que en muchos casos podríamos crear agrupamientos tipológicos en los que a su vez esos cuerpos-identidades se ponen en relación unos con otros (fig. 7). Nos limitaremos a reparar, entonces, en tres ejemplos seleccionados de entre esa multitud de cuerpos-identidades-imágenes en tránsito intermedial y registro performativo.
4.1. El cuerpo silenciado.
Una imagen que se nos aparece desde hace décadas en estrecha relación con el silenciamiento al que han sido y son sometidos determinados colectivos (o al que, en último término, podemos vernos abocados) es la de la boca voluntariamente —casi siempre— cosida, suturada. Así, entre 1986 y 1987, el artista neoyorquino David Wojnarowicz concibe un filme realizado en dos partes (para un total de 20 minutos) titulada A Fire in My Belly, en la que hermana performancey metraje encontrado, planteada como un grito de dolor y denuncia contra la indiferencia de la sociedad en aquel momento frente a los enfermos de sida (enfermedad a causa de la cual el propio Wojnarowicz fallecería en 1992). Escenas performativas como la del cosido de la boca (fig. 8a) aludían directamente al silenciamiento al que habían sido confinados los enfermos, una marginación que se ponía en relación con otras ejercidas en el seno de la sociedad estadounidense (la causa racial) y con la manipulación y falseamiento del cristianismo por parte de la Iglesia católica y sus atavismos (su hipocresía e intolerancia), entre otros contenidos.
Una autosuturación bucal que, casi un cuarto de siglo después, y también como recreación del silencio —y de la incomunicación—, así como denuncia de la amputación de la memoria, el artista mallorquín Bernardí Roig realizará en su pieza Otras manchas en el silencio (Alain Resnais) (2011) (fig. 8b), una videoperformance de 6 minutos de duración que constituía la pieza final de su proyecto sobre la obra Der Italiener escrita por Thomas Bernhard en 1963, en la que el artista, perfectamente trajeado para una función de gala, procede a coserse la boca con 17 puntadas que va ejecutando poco a poco delante de un grupo de espectadores que lo contemplan sin la menor pasión.
Poco después, en julio de 2012, el polémico performer ruso Piotr Pavlenski registraba su acción Costura (fig. 8c) delante de la catedral de Kazán de San Petersburgo como señal de apoyo a las integrantes del grupo feminista Pussy Riot condenadas por su «oración punk» en otra catedral, la del Cristo Redentor en Moscú, poniendo así de manifiesto la situación del artista contemporáneo, privado de la libertad de expresión, en la Rusia de Putin y del patriarca de la iglesia rusa Kiril.
Es más que dudoso que en la periódica reaparición de esta imagen dentro de las prácticas artísticas y audiovisuales contemporáneas tenga que ver un mutuo conocimiento de sus hacedores. Lo que casi podríamos asegurar es que los seis migrantes iraníes que formaban parte de los miles procedentes de países como Irán o Eritrea (esto es, todos aquellos que no fuesen sirios, afganos o iraquíes) bloqueados durante los últimos meses del año 2011 en las fronteras balcánicas (Macedonia, Serbia, Croacia y Eslovenia), y que decidieron ponerse en huelga de hambre y coserse la boca como protesta por esa medida (fig. 8d), no conocían las performances y acciones artísticas de Wojnarowicz, Roig o Pavlenski, lo que nos demuestra lo que de intuitiva tiene esta acción-protesta como denuncia del silenciamiento social-político.
Como cabía esperar, ese cuerpo/boca silenciado/a también desembocará en las ficciones audiovisuales de nuestros días, sobre todo en las ambientadas en futuros próximos de carácter distópico (normalmente fruto de catástrofes medioambientales que determinan cambios radicales en las sociedades). Así, si en la teocrática y totalitaria República de Gilead surgida de una guerra civil en los antiguos Estados Unidos que constituye el escenario de la serie El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale; Hulu, 2017- ) —adaptación llevada a cabo por Bruce Miller de la novela homónima de Margaret Atwood—, las escasas mujeres fértiles, llamadas «criadas» por una interpretación extremista de un versículo bíblico, viven en una situación de obligada sumisión que incluye periódicas violaciones rituales por parte de sus amos (funcionarios de alto rango) bajo unas reglas que las condenan a guardar silencio en muchas ocasiones, ese silencio se hace físicamente literal cuando la acción se traslada en un momento dado de la tercera temporada a Washington D.C., donde las bocas ya no estarán cosidas sino grapadas (fig. 9a).
De manera que, dentro de nuestra malla de cuerpos y performatividades intermediales, ese cuerpo silenciado puede estar vinculado a su vez a otros cuerpos como el migrante, el racializado o el subalterno, entre otros.
A no ser que ese acto de la autosuturación bucal cobre ya un nuevo sentido, como en esa sociedad distópica que propone Cronenberg en su ya citado filme Crímenes del futuro (2022) en la que, como se escucha en la performance que realiza Klinek (Tassos Karahalios), «es hora de dejar de ver, es hora de dejar de hablar; es tiempo de escuchar» (fig. 9b).
4.2. El cuerpo menstruante.
Como es sabido, en las décadas de los años 60 y 70 del siglo pasado (recordemos: el momento del giro performativo) pervivía en las sociedades occidentales (ya no entramos en otras) un sistema patriarcal de desigualdades y dominación que se traducía en una serie de hechos conocidos (que, lejos de superarse, parecen estar de vuelta), entre los que destacaban la pirámide de violencia contra la mujer (por aquel entonces, asumida y silenciada), la falta de leyes que garantizasen el aborto libre y gratuito (que sí existían en los países europeos de la órbita comunista, donde estaban vigentes desde los años 50) y la discriminación de la mujer en el mercado laboral (que la condenaba a la dependencia económica).
Pero era también, no lo olvidemos, un período de cambio y transformaciones sociales, políticas y artísticas. Y es en este contexto de las neovanguardias en el que irrumpe un gran número de artistas-activistas en cuya actividad feminismo, radicalidad, cuerpo (puesto que de recuperar el control de su propio cuerpo se trataba) y acción política irán de la mano, incluso organizándose en colectivos alternativos de acción político-artística y creando lugares propios de actuación y encuentro (pensemos, por ejemplo, en la Womanhouse creada a principios de 1972 por Judy Chicago y Miriam Saphiro en el California Institute of the Arts [CalArts]).
No por casualidad, el contundente cuestionamiento del tabú patriarcal de la menstruación, de la mujer menstruante, se constituyó desde el primer momento casi en un subgénero artístico y performativo propio que seguirá cobrando fuerza hasta hoy. Inicialmente, ese trabajo se manifestaría en un nivel a medio camino entre lo objetual y lo simbólico. En este sentido, inmediatamente viene a la mente la performance Vagina Painting, realizada por la artista japonesa afincada en Nueva York Shigeko Kubota en el Perpetual Fluxus Festival celebrado en julio de 1965 en la cinemateca neoyorquina; Kubota, con un pincel que parecía surgir de su vagina, realizaba una serie de trazos en el suelo con una pintura roja que simulaba la sangre menstrual, en lo que constituía un sugestivo reverso de los espermáticos drippings de Jackson Pollock.
Cabe recordar también la instalación que Judy Chicago monta precisamente en la Womanhouse, Menstruation Bathroom (fig. 10), que traía a escena todo tipo de productos higiénicos femeninos (compresas, tampones…) hasta entonces condenados a la invisibilidad, recluidos en un ámbito inaccesible y oculto a los ojos de la sociedad. El tabú de la menstruación se llevaba, pues, al gesto político, poniéndolo en paralelo con la marginación e invisibilización de las mujeres.
El abordaje de la menstruación (incluso desde su potencial vertiente psicosomática) llegaría a la cultura de masas a través de —primero— la novela Carrie, escrita por Stephen King (con la ayuda de su mujer Tabitha) y publicada en 1974, y —a continuación— con la adaptación cinematográfica que realiza Brian De Palma que se estrena en 1976, protagonizada por Sissy Spacek (fig. 11a). El impacto de ambas obras radicó en su desvelamiento de la crueldad que puede conllevar la adolescencia femenina y, sobre todo, en la inversión del tabú hasta entonces asociado a la regla, que ahora deja de ser una debilidad y pasa convertirse en otra cosa, en un instrumento de poder frente al sistema: «siempre le agradeceré a Carrie que me hiciera naturalizar la regla desde el primer día, despojándola de tópicos y tabúes […] verla de adolescente fue para mí tremendamente revelador» ().
Este tratamiento simbólico se prolongará a lo largo de los años en obras como la instalación Quipu menstrual (la sangre de los glaciares) (2006-2021) de la chilena Cecilia Vicuña (fig. 11b), realizada con lanas naturales teñidas a mano en tonos rojos y terracotas, este quipu —un conjunto de cuerdas y nudos que las civilizaciones andinas utilizaban como sistema de signos y cálculos contables— une la representación de la menstruación con el deshielo de los glaciares debido a las actividades de explotación de la industria minera en Chile y el resto del mundo. También en el campo fotográfico con series como Menstruation Myths (2021) de Laia Abril, que forma parte de un trabajo más amplio de la artista, Una historia de la misoginia, y que aquí aborda, por una parte, qué significa ser mujer en una sociedad y un mundo laboral que ignora el calendario menstrual y, por otro lado, repara en los mitos asociados a la menstruación —como su vinculación a los ciclos lunares (fig. 11c)— y sus orígenes culturales.
Pero era inevitable que, tarde o temprano, se diese el salto de lo simbólico a lo matérico, de manera que, en un momento dado, la propia sangre menstrual se convierte en material pictórico, como sucede en el proyecto Menstrala (2003) de Vanessa Tiegs (fig. 11d), desarrollado a lo largo de tres años y conformado por 88 pinturas (de las que no se venderán los originales, solo copias litográficas) que combinan una serie muy variada de referentes:
La arqueología del neolítico, mitología, psicología arquetípica femenina de Jung, intuiciones y significados ocultos de los sueños de la propia artista. Así, a modo de diario visual, las pinturas de Vanessa Tiegs aluden, poniendo de manifiesto al mismo tiempo, el periodo cíclico de renovación del cuerpo femenino menstruante. Para ello, la artista pinta a partir de un único pigmento que ella misma produce y posteriormente aglutina, sangre menstrual y médium, un barniz abrillantador que provoca la impermeabilización de la sangre deteniendo su proceso natural. De este modo, se asegura que las pinturas siempre conserven el color rojo intenso propio de la menstruación ().
Una elocuente muestra en el ámbito de la performance fue la que nos sirvió la artista colombiana Lina Pardo Ibarra en Una mujer de rojo (2012) (fig. 12), donde encajó su cuerpo menstruante en una vitrina expuesta cara al público durante cinco días; debajo, un mueble sobre el que se exponían una serie de postales que remitían al tropo audiovisual (cinematográfico, publicitario…) que vincula el color rojo —el vestido rojo— a la sensualidad femenina, confrontándolas con su sangre menstrual (esa que hasta entonces los mismos medios elidían).
Este cuestionamiento directo y frontal del tabú social alrededor de la menstruación también se produce en la obra fotográfica de la sueca Emma Arvida Bytrom. En su serie ThereWill Be Blood (2012) las protagonistas de sus fotografías aparecen realizando tareas y actividades cotidianas al tiempo que menstrúan (fig. 13a). Ese hilo menstrual que baja por sus piernas reaparecerá en no pocas ficciones audiovisuales de la última década, como en el caso del capítulo final de una de las series más sugestivas de los últimos años, I Love Dick (Amazon Prime Video, 2016-2017), con la que Joey Soloway y Sarah Gubbins adaptaron la novela homónima de Chris Kraus (un referente literario del feminismo contemporáneo). En ella, la joven artista y cineasta de vanguardia Chris (Kathryn Hahn) y el consagrado artista plástico Dick (Kevin Bacon) romperán finalmente su larga tensión sexual acumulada, pero la experiencia resultará muy frustrante para ella: en medio del encuentro y mientras se quitan la ropa y acarician, ambos descubren que a ella le ha venido la regla. Dick, con la sangre en sus dedos y atrapado en su masculinidad tradicional, queda absolutamente desconcertado y acude inmediatamente al cuarto de baño para lavarse las manos. Mientras tanto, Chris abandonará la casa y caminará por la llanura sin mirar atrás (fig. 13b).
Cabe señalar también que ese clásico tipo masculino se confrontará en otras ocasiones con una nueva masculinidad como la que encarna el amante italiano de Arabella, la protagonista de la serie Podría destruirte (I May Destroy You; BBC One – HBO, 2020) a la que encarna su creadora, productora, guionista y codirectora, Michaela Coel. Durante el primer tercio del relato, Arabella abandona por unas semanas Londres con una amiga para refugiarse en la ciudad italiana de Ostia, en busca de un reseteo personal y profesional. Una noche salen de copas y vuelven a su apartamento con sendos acompañantes, pero Arabella le dice al suyo que tiene la regla y que suele sangrar mucho, de manera que nunca ha mantenido relaciones sexuales en esos días; será este quien —lejos de todo rechazo o repulsión a la sangre menstrual— la convenza de tener sexo de todas formas (fig. 13c).
El hilo de sangre volverá a aparecer resbalando por otra pierna, en este caso por la de Caitlin / “Harper” (Jordan Kristine Seamón) (fig. 14a), une de los protagonistas de We Are Who We Are (Luca Guadagnino; HBO, 2020), miniserie que retrata el tránsito vital e identitario de un grupo de jóvenes representantes de la generación «fluida» cuyas familias forman parte del personal militar de una base estadounidense en la región del Véneto. Se trata de su primera regla y a Caitlin le cuesta asumirla, ya que la identidad de género que experimenta parece no corresponderse a su sexo asignado, conflicto que Guadagnino es capaz de narrarnos con gran sutileza recurriendo a la imagen en la que Caitlin-Harper, fuera de cualquier mirada, entierra en la arena el pañuelo con el que se ha limpiado la sangre (fig. 14b).
La regla en la etapa adolescente también ha dado lugar a sarcásticas relecturas metalingüísticas de los códigos genéricos tradicionales del cine y la televisión. Es lo que sucede cuando a Alyssa (Jessica Barden), la joven protagonista de una nueva ficción serial, The End of the F***ing World (Jonathan Entwistle; Channel 4 – Netflix, 2017-2019), le baja la regla en el peor momento de su huida de la policía —exhausta, separada de James, su compañero sociópata de peripecia, y sin un céntimo— después de haber sufrido un intento de violación y verse implicada en un homicidio (fig. 15a). Suena su voz en off: «En las pelis, la gente que huye siempre es sexy. Qué puta mierda».
Tampoco han faltado, como era de esperar, creaciones en las que la sangre menstrual se ha utilizado como subversiva arma arrojadiza contra los entornos ultraconservadores y supremacistas. En uno de los filmes más transgresores que se estrenaron en el año 2020, Borat Subsequent Moviefilm: Delivery of Prodigious Bribe to American Regime for Make Benefit Once Glorious Nation of Kazakhstan, dirigido por Jason Woliner, el actor, comediante, guionista y productor británico Sacha Baron Cohen retoma catorce años después su personaje del periodista kazajo Borat Margaret Sagdiyev para embarcarse en una nueva y delirante misión en la que, por orden del gobierno de su país, tendrá que viajar con su hija Tutar (Maria Bakalova) a los Estados Unidos en plena pandemia de COVID-19, con el país sumido en las elecciones presidenciales de 2020, para entregarle un soborno al vicepresidente Mike Pence: el regalo será… su propia hija. Montada a la manera de un mockumentary (falso documental), lo cierto es que la película incorpora muchas imágenes reales filmadas tanto a políticos republicanos (el propio Pence, el inefable Rudy Giuliani) como en eventos trumpistas del momento que no dudará en reventar con sus acostumbradas y arriesgadas performances en las que adopta diversas caracterizaciones (un mitin de la March for Our Rights en Washington o la Conservative Political Action Conference, entre otros). Finalmente, se acerca el momento en que Borat debe entregar a su hija a Pence, pero antes quiere que aprenda a ser una «dama», por lo que Tutar recibe algunas lecciones antes de asistir a un baile de debutantes en Macon, Georgia, dentro de la más rancia tradición sureña. Borat se caracteriza como un excéntrico profesor que atiende por el nombre de Phillip Drummond III, mientras que Tutar será Sandra Jessica Parker Drummond. Llega el momento del esperado baile entre hijas y padres, y es cuando Borat y Tutar dejan atónitos a los invitados (que habían pagado realmente 100 dólares por cabeza para asistir a la ceremonia) que termina con Tutar revelando su «sangre de luna» a los/as presentes (fig. 15b).
Podríamos seguir enumerando títulos de performances, fotografías, filmes y series en los que ese cuerpo menstruante —que también puede entenderse, como hemos ido viendo, como no normativo o incluso contracultural, y así lo demuestran las no pocas polémicas que sus diversas ejecuciones y/o proyecciones suscitaron— se hace presente, pero preferimos concluir este epígrafe poniéndolo en relación con otros ámbitos escénicos como la danza, concretamente con la nueva generación de bailaoras para las que su sexo se está convirtiendo en arma creativa y contestataria:
Las normas no escritas que marcaban la honradez y lo que era aceptable en el baile [flamenco] datan del siglo XIX, cuando se produjo un reparto de papeles muy condicionado por la moral católica. Además de un código de vestimenta, esas reglas determinaban los movimientos corporales de cada sexo. Resumiendo: los hombres bailaban de cintura para abajo; las mujeres, de cintura para arriba. […] Pero hoy, esa «anatomía olvidada» está haciéndose visible ().
Una de las más destacadas representantes de esta corriente es Rocío Molina, en cuyo espectáculo Caída del cielo, galardonado con el León de Plata de la Bienal de Danza de Venecia 2022, llegaba a poner en escena una menstruación (fig. 16). Ese baile que «nace entre sus ovarios y esa tierra que patea», como puede leerse en su sitio oficial.
4.3. El cuerpo mastectomizado.
Dentro de las estrategias seguidas por las artistas para repensar y reencuadrar el cuerpo de la mujer dentro de la (neo)vanguardia feminista que eclosiona desde mediados de los años 60 del siglo pasado, no va a faltar el registro de la propia enfermedad y sus progresivos efectos en el cuerpo —otra ruptura del tabú, otra transgresión de lo mostrable según los cánones establecidos— a partir de los trabajos fotográficos y autobiográficos (a raíz del cáncer de mama que le diagnostican en 1982) de Jo Spence, en series como The Picture of Health (1982-1986) (fig. 17a) y Narratives of Dis-ease (1990, en colaboración con el doctor Tim Sheard) (fig. 17b). En ellas, la fotografía se convierte en una herramienta de rebelión y, al mismo tiempo, de terapia, siendo utilizada en espacios tanto personales como de intervención social.
En una línea semejante se inscribiría el proyecto Mastectomy (2017) que la fotógrafa Ami Barwell realiza para la organización Stand Up To Cancer. En él, cuarenta mujeres de toda raza y condición muestran con total honestidad y mucho coraje las cicatrices que sus mastectomías (unilaterales o bilaterales) han dejado en sus cuerpos (fig. 17c).
Porque el cáncer de mama se va a constituir, por razones obvias, en el motivo por excelencia en este registro femenino y feminista de la propia enfermedad y sus secuelas, de manera que ese cuerpo mastectomizado será uno de los que va a mostrar una naturaleza más acusadamente intermedial.
Así, en trabajos como los de Hannah Wilke (Intra-Venus, 1992-1999, con la colaboración de su esposo Donald Goddard) (fig. 17d) y Katarzyna Kozyra (Olympia, 1996), también absolutamente autobiográficos —hasta el punto de constituir sus últimas obras—, las fotografías formaban parte de instalaciones que se completaba con cintas de vídeo. Estas series de autorretratos fueron utilizadas por sus autoras para mostrar la vulnerabilidad del cuerpo y, a pesar de todo, la dignidad de este aún en sus procesos de degeneración y mutilación, desobjetualizándolo «a través de su exhibición y del desenmascaramiento» ().
A esa dignidad y desenmascaramiento también han contribuido diversas estrellas cinematográficas que interpretaron a mujeres que han aceptado su cuerpo mutilado después de superar la enfermedad. El alcance de esos papeles se intensifica teniendo en cuenta que, en muchos casos, esas actrices fueron mitos sexuales en su juventud. Tres ejemplos: el personaje de Sybil —cuyo antiguo cáncer de mama ha hecho metástasis—, la matriarca de una poco convencional familia liberal de clase media-alta de Massachusetts que interpreta Jane Fonda en La joya de la familia .The Family Stone, 2005), dirigida por Thomas Bezucha; el de la resistente doña Clara en el filme de Kleber Mendonça Filho Aquarius (2016), interpretada por Sonia Braga (fig. 18a); y el de Élisabeth en Los pasajeros de la noche (Les Passagers de la nuit, Mikhaël Hers, 2022), mujer en búsqueda de sí misma que tiene que reconstruir su vida (familiar, profesional), encarnada por Charlotte Gainsbourg.
Lo autobiográfico retorna en otro medio, el televisivo, a través de la figura de Tig Notaro, comediante, escritora y actriz que tuvo que someterse a una mastectomía doble, descartando después una cirugía reconstructiva. Pues bien, en el tercer capítulo de la primera temporada de su serie One Mississipi (a la que ya hemos aludido cuando nos referíamos a la actual poscomedia televisiva autoficcional creada por mujeres [supra 3], titulado «The Cat’s Out», su (auto)personaje, de vuelta en su Mississippi natal tras la muerte de su madre, consigue finalmente enfrentarse al reflejo de su cuerpo en el espejo (fig. 18b), evocando el acto que la propia Notaro había llevado a cabo dos años antes, en 2014, en el Town Hall de Nueva York, dentro del Festival de Comedia de la ciudad, dejando su torso al descubierto en el escenario y continuando con su monólogo, siendo capaz de hacer olvidar al público su desnudo y sus cicatrices.
Unas cicatrices, todavía muy recientes, que atraviesan el cuerpo de Sandra Monroy (fig. 19) capturado por la fotoperiodista de la agencia Efe de México. Era la primera vez que Sandra se observaba después de la intervención quirúrgica, justo después de quitarse el vendaje. Un momento muy doloroso en el que estará acompañada y ayudada por su madre Teresa Mandujano y su amiga Gina Ramírez, en una composición que remite a la sororidad y esperanza entre mujeres.
Pero el tránsito intermedial del cuerpo mastectomizado no cesará, y su potencia simbólica acabará siendo asumida (¿normalizada? ¿aprovechada?) por medios como el publicitario, como sucede con la Juliet que cerraba el spot del gel de ducha Dove sin sulfatos (fig. 18c) o con uno de los cuerpos que aparecen en la campaña publicitaria de la bebida Aquarius Retry (2021) (fig. 20), un optimista anuncio realizado por Owen Harrys (uno de los directores de la serie Black Mirror) todavía en tiempos pandémicos que defendía la unicidad del ser humano frente a la fría precisión de las máquinas (aquí, androides creados con inteligencia artificial).
Normalización que —junto a la de otros cuerpos no normativos— también se ha querido impulsar desde ciertos ámbitos institucionales, como fue el caso de la campaña lanzada en el verano de 2022 por el Ministerio de Igualdad español bajo el lema «El verano también es nuestro» (fig. 21a), aunque, infortunadamente, acabó teniendo efectos indeseados tras las respectivas denuncias que recibió el autor del cartel, Arte Mapache, por parte de las modelos británicas Nyome Thomas y Sian Green-Lord porque sus imágenes fueron utilizadas (y, en el caso de la segunda, modificadas) sin permiso; denuncias a las que también se unió —precisamente— Ami Barwell, puesto que la mujer con mastectomía que parece en el cartel está sacada de su serie Mastectomy.
En cualquier caso, viñetas como la de la humorista Flavita Banana, (en lo referido a la normalización) (fig. 21b) o portadas como las del poemario de Luz Campello Ben sabe o mar que posúo o botín das piratas (2022) (fig. 21c) (vinculado a la resiliencia femenina) siguen demostrando que ese cuerpo mastectomizado compone para artistas y videoartistas, cineastas, realizadoras, periodistas, humoristas, escritoras y poetas, una imagen polisémica de gran potencia.
5. UN EPÍLOGO PROVISORIO.
El reciente estreno de un filme como La bestia (The Beast, 2023), una adaptación muy libre de la novela de Henry James La bestia en la jungla (1903) dirigida por Bertrand Bobello y que reúne en su seno, a la hora de filmar a su protagonista Gabrielle Monnier (Léa Seydoux) en su camino hacia el cuerpo transhumano en un mundo desdoblado dominado por la IA, diversos «modelos de visualización del cuerpo, ya sea la referencialidad, la cita o cámaras/pantallas que ya no son la suya, que dependen de la sociedad del control que imaginó Foucault» (), nos da pie para finalizar este texto reparando una nueva forma —esta radical— de tránsito intermedial de las imágenes. Al final de la proyección en la sala, y después de una primera imagen de los créditos finales, aparece a continuación en la pantalla un gran código QR. Si lo capturamos, podemos ver en nuestro teléfono móvil una breve secuencia post-créditos y el resto de los créditos. Ahora, el tránsito se concibe para rematar el relato y se da simultáneamente entre pantallas de muy distintas escalas en una maniobra, desde luego, no apta para puristas.
Después de jugar a lo largo de su filme con los soportes y formatos (35 mm y digital; formato panorámico y encuadre cuadrado) —convivencia en la que ya hemos reparado aquí [epígrafe 3.1.]— para capturar las distintas épocas en las que transcurre la historia (1910, 2014 y 2044), Bonello se permite esta ‘broma’, que no deja de resultar bastante provocadora en estos días en los que tantos cineastas y cinéfilos reivindican con fuerza la necesidad de volver a las salas cinematográficas frente al cada vez más creciente visionado de películas en pantallas domésticas y/o privadas. En este caso se trata, al fin y al cabo, de un recurso coherente con la naturaleza del filme pero que, de cara a un futuro inmediato, desconocemos hacia dónde puede ir o hasta dónde puede llegar.
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Notas
[1] Este trabajo se encuadra en las actividades del proyecto de investigación «PERFORMA3. Teatro sin teatro: teoría y práctica del no actor en la escena española contemporánea» (PID2023-149349NB-I00B) (2024-2028), financiado por MCIU / AEI / 10.13039/5011100011033 / FEDER, UE.
[3] Respecto de esta cuestión, célebre es su frase «This is all you need in life: a computer, a camera and a cat» ().
[4] «Resulta difícil establecer categorías en un abanico donde se habla de cine ensayo, falso documental, docudrama, cine doméstico, autoficciones, diarios y cartas fílmicas, películas de imágenes recicladas, cineasta como bricoleur y flaneur, etc.». ().
[5] Quizás el primero en traer a la palestra esa irrupción de un distinto tipo de producción fue Carlos Losilla, que en un primer momento se refería a ella todavía como un «nuevo» cine español (). Posteriormente, en septiembre de 2013, la revista especializada Caimán Cuadernos de Cine publicaría un dosier titulado «Otro cine español», que abría un artículo de Losilla en el que ya se normalizaba el término (). Sobre los orígenes y evolución del mismo, véanse .
[6] «Cine de exposición, gallery film, post-cine, screen art, son todos estos términos más o menos equivalentes para hablar de lo que, en la expresión que tal vez haya triunfado, se denomina ‘cine expandido’. Este término fue creado por el periodista cultural norteamericano Gene Youngblood en 1970, cuando publicó un influyente libro (vendió 100.000 ejemplares), titulado Expanded Cinema […] pero ya en 1964 la Cinemateca neoyorquina había celebrado un ‘Expanded Cinema Festival’ […] En todo caso, lo que Youngblood profetizaba era la expansión de las posibilidades del cine —especialmente el cine experimental— gracias a eso que ahora llamamos nuevas tecnologías. El cine, diría luego en 1986, se puede practicar en tres medios —el celuloide, el vídeo, el ordenador— de igual modo que la música se puede practicar con distintos instrumentos. El nuevo trabajo de la vanguardia, proseguía Youngblood, no era crear nuevos contenidos sino nuevos contextos para la recepción» (). También en el verano de 1966 la revista Film Culture había publicado un número especial bajo el título «Expanded Arts», en el que, como recordaba Hans Scheugl, toda forma fílmica alternativa quedaba incorporada a la categoría de «cine expandido» (lo que en Europa se conocería también como happenings fílmicos), incluyendo los eventos multimedia, así como las manifestaciónes neo-dadaístas de Fluxus. De hecho, «en años anteriores, no sólo la mera aparición, sino incluso las reseñas sobre el Nuevo Cine Americano habían creado una inquietud artística en Europa. Las películas-maratón de Warhol despertaron tanto interés como libertad sexual en el underground. Desde 1958, las primeras películas del Nuevo Cine Americano (por ejemplo, las de Stan Brakhage, Kenneth Anger, Robert Breer) se habían mostrado en el segundo EXPRMNTL Film Festival organizado por la Cinemateca Belga en Bruselas» ().
[7] Abbas Kiarostami presentó la pieza Durmientes, en la que vemos a una pareja durmiendo, motivo que, por lo demás, podríamos rastrear a través del cine experimental y del videoarte: desde Sleep (Andy Warhol, 1963), pasando por Halcion Sleep (Rodney Graham, 1994) hasta David (más conocida como David Beckham Sleeping, Sam Taylor-Wood, 2004), por citar algunos títulos; por su parte, Atom Egoyan co-realiza con el artista portugués Julião Sarmiento Close, una obra de carácter hipnótico en la que poco a poco vamos descubriendo que estamos ante un cuerpo inabarcable, dada la escasísima distancia a la que está grabado, hasta que finalmente intuimos que alguien está cortándose las uñas del pie; finalmente, Chantal Akerman presenta una interesantísima videoinstalación con siete monitores, Woman Sitting After Killing, realizada a partir de la última secuencia de su célebre filme Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), en la que las imágenes de los diferentes monitores discurren con ligeros deslices temporales entre unas y otras (Akerman ya había realizado procesos semejantes —partir de una obra cinematográfica suya anterior para realizar una videoinstalación— con anterioridad: en 1996 había convertido su documental D’est en una instalación para el Jeu de Pomme de París: D’est: au bord de la fiction, suerte de videodiario poético en el que meditaba sobre el estado de Europa después de la caída del Muro de Berlín y del colapso de la Unión Soviética). En conjunto, una serie de obras que remitían a su trabajo autoral pero que «dada la interacción entre la cultura de las imágenes y los medios audiovisuales, se prestaban para hacer un comentario breve sobre el comportamiento humano en situaciones de placer (Egoyan), el sueño (Kiarostami) o la conciencia culpable (Akerman)» ().
[8] Una serie de cartas filmadas que se intercambiaron Víctor Erice y Abbas Kiarostami (2005-2007, la primera correspondencia, compuesta por 10 cartas), Isaki Lacuesta y Naomi Kawase (2008-2009, 7 cartas), José Luis Guerin y Jonas Mekas (2009-2011, 9 cartas), Jaime Rosales y Wang Bing (2009-2011, 3 cartas), Fernando Embcke y So Yong Kim (2010-2011, 8 cartas) y, finalmente, Albert Serra y Lisandro Alonso (2011, 2 cartas). Sobre el origen y desarrollo del proyecto, así como para un análisis de las distintas correspondencias, véanse y .
[9] Podemos recurrir, al respecto, a un ejemplo cercano que refleja perfectamente esta cuestión. En una de sus primeras declaraciones públicas después de ser nombrado en su día director del MNCARS, Manuel Borja-Villel planteaba la necesidad de incorporar el cine al discurso museístico del Reina Sofía. Preguntado sobre si esa decisión podía encajar con el planteamiento que en aquel momento —año 2008— tenían la colección y la estructura del museo, respondía lo siguiente: «Deberíamos pensarlo más bien al revés. La cuestión es cómo se insertan la escultura y la pintura en un discurso, el del siglo XX, que es sobre todo fotográfico y cinematográfico, porque las dos artes de la modernidad son el cine y la fotografía, eso ya de entrada […] El cine es imprescindible para contar otra Historia del siglo XX y de su producción artística». Para más adelante añadir: «El museo no es solamente una estructura de conocimiento aislada, es también un aparato de producción […] Hay películas como la excepcional De nens, de Joaquim Jordà, o un film de Warhol que dura ocho horas [se refiere a Empire, 1964] que no van a encontrar canales de difusión. Por eso la función de los museos no es sólo la de una sala de exhibición, sino también potenciar canales de distribución, la de crear redes alternativas y paralelas a la industria» (). El proyecto Correspondències al que aludíamos en la nota anterior constituiría una excelente muestra de los resultados a los que puede dar lugar la concepción expresada por Borja-Villel.
[10] No disponemos aquí de espacio para realizar una enumeración detallada pero todos tenemos presentes los casos David Lynch (Twin Peaks, 1989-1991; On the Air, 1992; Hotel Room, 1993; Twin Peaks: The Return, 2017; a las que cabría añadir sus singulares proyectos seriales —protagonizados por él mismo— What Is David Working on Today, 2020, y Weather Report, 2005-2021), Jane Campion (Top of the Lake, 2013-2017), Andrea Arnold (I Love Dick, 2017, y diversos episodios de Transparent, 2017-2019 y Big Little Lies, 2019), Errol Morris (It’s Not Crazy, It’s Sports, 2015; Op-Docs, 2011-2016; Wormwood, 2017), Woody Allen (Crisis en seis escenas, 2016), David Fincher (Mindhunter, 2017-2019), Paolo Sorrentino (The Young Pope, 2016; The New Pope, 2019-2020), Luca Guadagnino (We Are Who We Are, 2020), Park Chan-wook (La chica del tambor/The Little Drummer Girl, 2018; El simpatizante/The Sympathizer, 2024, junto a Fernando Meirelles), Steve McQueen (Small Axe, 2020), Barry Jenkins (El ferrocarril subterráneo/Underground Railroad, 2021), Marco Bellocchio (Exterior noche/Esterno notte, 2020), Cary Joji Fukunaga (True Detective, 2014; Maniac, 2018; Los amos del aire/Masters of the Air, 2024); Martin Scorsese (Supongamos que Nueva York es una ciudad/Pretend It’s a City, 2021), Oliver Assayas (Carlos, 2010; Irma Vep, 2022), Xavier Giannoli (Sangre y dinero/D’argent et de sang, 2023), Stephen Frears (Un escándalo muy inglés/A Very English Scandal, 2018; Quiz, 2020; State of the Union, 2019-2022) o Gus Van Sant (Feud: Capote vs. The Swans, 2024) por citar ejemplos de prestigio en su mayor parte recientes y de diversas nacionalidades de una lista que —insistimos— se haría extensísima. Entre los cineastas españoles podemos encontrar a Álex de la Iglesia (Plutón B.R.B. Nero, 2008-2009; 30 monedas, 2020-2023), Enrique Urbizu (Las aventuras del capitán Alatriste, 2015; Gigantes, 2018-2019; Libertad, 2021) o Aitor Arregui, Jon Garaño y José Mari Goenaga (Cristóbal Balenciaga, 2024). Tampoco son infrecuentes los casos de cineastas que transitan continuamente entre ambos medios como Steven Soderbergh o, entre nosotros, Los Javis (Javier Ambrossi y Javier Calvo: La llamada, 2017; Paquita Salas, 2016-2019; Veneno, 2020; La Mesías, 2023).
[11] Bellocchio ya había abordado desde otros ángulos este traumático episodio de la política contemporánea italiana en dos filmes anteriores, el documental Sogni infranti (1995) y su célebre película Buenos días, noche (Buongiorno, notte, 2003)
[12] Cabezas contaba ya con una sólida experiencia serial en la industria estadounidense, con la realización de capítulos para series tan conocidas como Penny Dreadful (2014-2016), Into the Badlands (2017-2019) o El alienista/The Alienist (2018-2020), entre otras.
[14] Frente a —o junto con— todo lo expuesto en las líneas precedentes, cabe constatar también una (cada vez menos) incipiente involución de todo este proceso: aquellos canales premiumde pago y, posteriormente, plataformas que comenzaron a proponer desde finales de los años noventa un modelo alternativo en sus contenidos y propuestas ficcionales —estética, narrativa y temáticamente hablando ()— al de la tradicional televisión generalista, que en el contexto estadounidense se dio en llamar la Tercera Edad de Oro de la Televisión pero que fue perfectamente extrapolable a otras industrias como la europea y que se prolongaría durante las dos décadas siguientes, están comenzando a devaluar sus catálogos y prácticas, acercándose paradójicamente a la televisión tradicional en abierto. Los más evidentes síntomas de esta deriva: la inclusión —a cambio de abaratar la suscripción del usuario— de cortes publicitarios (con lo que esto implica —vuelve a implicar— para el trabajo de construcción de los guiones, ahora nuevamente condicionados por esos parones) y la incorporación de formatos tan tradicionales como los realities, los deportes en directo, el procedimental o la serie diaria (a los que habría que sumar la profusión de true-crime, por lo demás cada vez más pobres en lo que a su lenguaje se refiere).
[16] En los que todas las paredes del recinto de exhibición se cubren de diversas imágenes esteroscópicas que el espectador visiona mediante el uso de unas gafas especiales.
[17] Es un concepto acuñado en 2010 por Jennifer Allen. Actualmente, se refiere a una técnica de grabación que simula una acústica tridimensional (compuesta por susurros y determinado tipo de sonidos) combinada con estímulos visuales o táctiles que da lugar a una sensación física y sensorial agradable, semejante a un hormigueo que recorre el cuero cabelludo, el cuello y la espalda, también como una sensación de calor o de escalofrío. Se ha descrito como una sinestesia auditiva táctil.
[18] Junto a referentes como el del artista conceptual James Turrell en el uso inmersivo de la luz y el color ().
[19] Por lo demás, y como es sabido, esta fiebre de lo inmersivo ha llegado también a los recintos museísticos y los espacios expositivos, en los que el micromapping y las gafas 3D ganan cada vez más terreno.
[22] En el caso del filme de Cronenberg, la ‘nueva carne’ del futuro, encarnada en el cuerpo del protagonista, Saul Tenser (Viggo Mortensen), va creando, de manera involuntaria, nuevos órganos de función desconocida que luego serán extirpados en una serie de performances mediante robots dirigidos por su compañera Caprice (Léa Seydoux). Una práctica artística que enlazaría con las performances quirúrgicas de Orlan o Regina José Galindo (por citar a dos artistas contemporáneas cuyos trabajos se proponen desde lugares y con intenciones muy diferentes), solo que ahora, en el distópico futuro cronenbergiano, la cirugía es el nuevo sexo y el crecimiento tumoral (la toma del propio cuerpo y su transformación) es el nuevo arte.
[23] La obra fílmica de Jordà constituye, de hecho, una perfecta muestra de cómo, dentro de las posibles declinaciones que de lo performativo ha ofrecido el cine, el recurso al establecimiento de la situación, que obliga al cineasta a inscribirse en el campo del otro, ha estado siempre en la base del entendimiento de la modalidad performativa del documental.
[24] El metraje sería posteriormente transferido a vídeo con el añadido de una banda de audio grabada en un acto de ACT UP (grupo de acción directa fundado en marzo de 1987 en el Centro para la Comunidad Lésbica, Gay, Bixesual y Transgénero de Nueva York —si bien luego se extendería a otras ciudades, como París— para llamar la atención sobre la pandemia del sida, con objeto de conseguir legislaciones favorables, promover la investigación científica y la asistencia a los enfermos) en junio de 1989 en el que el propio artista participó.
[25] En Cuba el derecho al aborto se instauraría en 1965. En los Estados Unidos, a partir de 1973, mientras que en buena parte de Europa lo haría a lo largo de esa década de los setenta.
[26] Pensemos, por ejemplo, en esa sustitución del color rojo por el azul que hasta hace muy poco tiempo se daba en los anuncios publicitarios de compresas y tampones.
[27] De hecho, siete de los ocho episodios de la serie fueron dirigidos por cineastas mujeres: además de una de las creadoras, Joey Solloway, dirigieron Andrea Arnold y Kimberly Peirce (la excepción fue el sexto episodio, que corrió a cargo de Jim Frohna).
[28] Véase: https://www.rociomolina.net/caida-del-cielo/
[30] La serie fotográfica completa se puede ver en: https://www.stylist.co.uk/life/mastectomy-scar-photo-project-breast-cancer-research-uk-awareness-stand-up-to-ami-barwell/693