Desde el origen de la existencia humana, la presencia del residuo ha sido su acompañante natural y, si en su origen el residuo derivaba directamente de elementos naturales —excreciones, pieles, cabellos, restos de la combustión—, con el tiempo los restos serán mayoritariamente consecuencia de la producción artificial —en especial después de las revoluciones industriales—. Residuo es un vocablo que se define como la «parte o porción del todo», como «aquello que resulta de la descomposición o destrucción de algo» o, en tercera acepción, como el «material que queda inservible después de haber realizado un trabajo u operación» (DRAE 2022). Las tres definiciones apelan a la fracción separada de un todo cuyas causas pueden haber sido diversas. Un residuo, en virtud de su origen, es un despojo cuyo papel en el mundo es el de vagar sin uso ni condición como consecuencia de su desvinculación con el todo que le daba inicio y sentido. Sin embargo, existe una disciplina que ha revertido tal estado de las cosas: el arte. Solo el arte —la o el artista— ha sido capaz de reinventar su condición en virtud de la búsqueda heterodoxa de la belleza porque, para el artista, hasta el fragmento más execrable puede adquirir en sus manos un sentido estético.
Un primer aviso desde el mundo clásico: el fragmento 124 de Heráclito —ordenado así por Hermann Diels y Walther Kranz en su edición alemana de los filósofos presocráticos ()— trata acerca de la belleza. Una condición que, al igual que el ornamento, se materializa en un montón de desperdicios lanzados al azar. El breve aforismo de Heráclito sea quizás la primera manifestación conocida en el mundo occidental que situará al desperdicio, al residuo, a aquello que ya no tiene lugar en la cadena natural de producción, como fuente de belleza. El filósofo lo resemantiza, no le otorga siquiera un nuevo uso, un nuevo lugar en el mundo, sino que lo artistiza desde su pertenencia a la unidad. El desperdicio forma parte del mundo y, como tal, es mundo a su vez; un mundo que es único y, por ello, «el más bello y el mejor» (). Mirada implícitamente orgánica entre la parte y el todo que la disciplina artística pondrá en crisis, negando una corriente de pensamiento previa a Platón y que llegará hasta la contemporaneidad, tan proclive a separar las partes para mostrar el antagonismo de sus propios pares conceptuales a través del pensamiento dual: bueno/malo, ideal/real, naturaleza/artificio, sagrado/profano, grande/pequeño. Por otra parte, la explicación que Heráclito formulaba del mundo basaba su intuición en un devenir constante de las cosas: las cosas son y no son a un tiempo, los extremos no son más que diferentes estadios de un mismo acontecer: «Cuando se escucha, no a mí, sino a la Razón, es sabio convenir en que todas las cosas son una» (). Algo que inevitablemente enlazará —y no por casualidad— con las leyes físicas de la termodinámica.
En una dirección distinta pero complementaria a la expuesta, el residuo posee otra particularidad: acumula memoria. Su situación de expulsado implica al mismo tiempo contener en sí parte de su condición primigenia, en proceso de hibernación y a la espera de hallar los caminos adecuados que rescaten su pertenencia a un todo. En este sentido, serán precisamente la interconexión, los caminos y trayectorias que permitan su relación los que convertirán esta vez, al residuo, en organizador de lo múltiple. Bourriaud afirma que la mirada de los artistas hacia el arte popular, en tanto que mirada crítica y hermenéutica, acude a su encuentro como si de un gran almacén se tratara en el que hallar una «vasta constelación de signos que provienen de espacios y de tiempos heterogéneos. O, echando mano a otro registro metafórico, como un amasijo de escombros» (). No es casualidad que esta condición exforma del arte popular en su doble condición territorial —fuera de— y temporal —más allá de— implique además una condición: la ausencia de forma. O, más estrictamente, de forma reconocible por el consenso global. Una ausencia de forma en tanto que residuo perteneciente a lo excluido, lo oficialmente rechazado, lo perteneciente al universo de lo disfuncional que permitirá, precisamente, reconstruir todas las formas. El arte de la arquitectura se nutre muy habitualmente de esa memoria, arquitecturas en arquitecturas: «Cada nueva obra da refugio a algo que no debe desaparecer» (). El caso opuesto sería el de monumento, como elemento que señala aquella discontinuidad en el relato cronológico de la historia para conmemorar y recordar un determinado suceso que identifica un punto de inflexión.
Finalmente, para el residuo como tal bastará su manipulación por el artista para devenir, vía infusa, en arte. Una condición que reconoce sin fisuras el arte como aquel producto realizado por y desde los artistas. Los artistas hacen arte. Cualquier transformación de un objeto, realizado desde la más estricta condición de su mediación intelectual, convierte esa pieza en arte. Al igual que hará un chamán o un sacerdote cuando sacraliza objetos comunes y substancias a través del rito, la manipulación del objeto ya existente por el artista lo convertirá en arte: «todas esas cosas tienen en común que carecen de valor hasta el momento en que se ven transfiguradas por la intervención del artista» (). Una práctica que tendrá su punto de inflexión con Marcel Duchamp, pero que Picasso y Braque, desde su reconocimiento del objeto común como materia hermenéutica del acontecer, ya habían explorado en sus collages. Un recorrido que también recogerán los artistas de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial cuando incorporen, a su vez, la reivindicación del objeto común como reflejo y crítica de la sociedad de consumo de masas. Hamilton, Débord, Gallizio, Warhol, pero también y desde otras derivas, el descubrimiento de nuevos materiales producto de los avances en la industria química que comportarán un aumento considerable del residuo inorgánico. Un nuevo producto que despertará, a continuación, la conciencia ecológica de su necesaria transformación o reciclaje.
A partir de lo enunciado trataremos de explorar, de manera no exhaustiva, la idea de residuo y su uso según las tres consideraciones enunciadas: el residuo como forma —o ausencia, no-forma— a través de la termodinámica; el residuo como huella, condición que despliega una red de interconexiones tanto físicas como simbólicas; y el residuo como producto de reciclaje, inicialmente fruto de una necesidad económica, que atravesará también otras situaciones como son las estéticas o morales.
EL RESIDUO COMO FORMA
Una de las primeras cuestiones que afloran al tratar del residuo, del escombro, del desperdicio, es su carácter natural o artificial. Si bien damos por sentado que el residuo es habitualmente un «subproducto de la producción y el consumo que carece de valor» (), algo que lo connota y le otorga una imagen indudablemente peyorativa, también el residuo puede ser producto de un cambio energético y, en consecuencia, de una transformación natural. Entre ellos podemos citar las excreciones animales, las cenizas volcánicas o cualquier derivado de la combustión orgánica, entre otros. Sin embargo, más allá de su pertenencia al mundo natural o artificial es, en su condición de elemento energéticamente transformado, cuando apelar a la termodinámica mientras hablamos de residuos y su incorporación al mundo del arte, de la belleza, no es asunto menor.
En tanto que transformación, la termodinámica permitirá referirnos a otras cuestiones que, desde la física, nos llevará al terreno de la unidad de la biosfera. Es decir, del conjunto de aquellos medios donde se desarrollan los seres vivos, ventanas de conexión inevitables si tratamos de entender el papel del residuo en su transmutación como obra de arte. Así sintetizaba, el matemático y estadístico Nicholas Georgescu-Roegen, la poderosa irrupción de la termodinámica en el universo de la mecánica: «En la Naturaleza hay una tendencia constante a que el orden se convierta en desorden» (). Un desorden que, aclara inmediatamente, es siempre relativo, siempre referido a un propósito; una mesa llena de libros puede estar en perfecto orden para alguien dedicado al negocio de los libros, pero no así para un bibliotecario, por ejemplo. Una observación que centra su atención no en la situación misma —objetiva— sino en la percepción de su destinatario último —subjetiva—. Esta focalización en la presencia del individuo es, precisamente, lo que determina la cuestión fundamental para Georgescu-Roegen: la economía. Porque el objetivo principal de la economía es la preservación de la especie humana y la economía, en tanto que actividad dedicada a la producción, al intercambio y al consumo de bienes generados por elementos pertenecientes a la biosfera, está marcada por la ley de la entropía y la segunda ley de la termodinámica. Tal afirmación —que la economía como sistema está inserta dentro de otro sistema mayor, como es el de la biosfera— comporta otras cuestiones tanto o más significativas como que, en virtud de la lógica hegeliana, si el mundo del arte también pertenece al sistema común de la biosfera, según los postulados de Georgescu-Roegen, su representación estaría igualmente afectada por las leyes de la termodinámica y la entropía.
El modelo de la termodinámica —de forma genérica, el estudio de la energía— ha sido recientemente usado por Nicolas Bourriaud para explicar la causa inicial de la producción industrial: «Desde inicios del siglo XIX, arte y política fueron moldeados por la fuerza centrífuga creada por la Revolución Industrial: movimiento de exclusión social, por un lado; rechazo categórico, por el otro, de ciertos signos, objetos o imágenes» (). Bourriaud entiende la energía empleada en el movimiento social —la Revolución Industrial— como una fuerza centrífuga productora, a su vez, de residuo. La eficacia y eficiencia de las máquinas industriales, generadoras de un capital en manos siempre de una minoría, excluirá de su sistema tanto a proletarios, como a las inercias rurales o a la cultura popular. En la generación de ese nuevo sistema económico, productivo y estético —que tendrá su apogeo en ciudades como Londres, Berlín o París a finales del siglo XIX— se produce un conjunto de exclusiones que no encajan en el sistema. Una suerte de residuo donde los paisajes se transmutan cuando las vísceras de las ciudades —ahora metrópolis— salen a la luz, mientras sus personajes ya no pueden guarecerse en los recónditos espacios de la ciudad antigua. Eso ocurría en París, tras el proyecto que Napoleón III encarga al barón Haussmann en 1852, para modernizar la ciudad. Con los derribos de las antiguas galerías que atravesaban manzanas enteras, y la desaparición de los espacios vueltos y estrechos de la ciudad antigua, la abertura de las grandes avenidas, expulsarán al exterior a aquellos marginados que disponían allí su espacio natural. Así lo explica Antonio Pizza, en su estudio sobre el París de Baudelaire:
Los éventrements, por añadidura, tuvieron el efecto de ‘sacar a la luz’ las vísceras de la urbe, de desvelar ante las miradas de los mismos peatones unos hechos sociales, antes relegados a los recovecos del laberinto medieval, que respondían a una jerárquica e inveterada geografía social. En cambio, ahora no se pasean por los bulevares flâneurs, dandis, militares, burgueses ociosos y prostitutas, sino también desposeídos, manifestantes, mentecatos, delincuentes, mutilados y marginados. Personajes de la exclusión, apátridas de todo tipo ().
Son esos personajes de la exclusión los que aparecen pintados en la tela de Honoré Daumier, Un vagón de la tercera clase, de 1862-64 (fig. 1). Los protagonistas aparecen hacinados sobre unos bancos de madera, sin acceso a las comodidades burguesas para las que están pensadas las reformas urbanas de Haussmann. No es difícil advertir el hastío y el cansancio de los tres personajes situados en primer plano: la anciana cuyas manos deformadas sujetan a duras penas un canasto de mimbre; a su izquierda, una mujer de triste semblante que amamanta a su bebé; y a su derecha, un niño vencido por el cansancio —acaso por las condiciones del viaje— que yace dormido sobre su arcón. La escena se complementa con un segundo plano protagonizado por un grupo de hombres cuyos variopintos sombreros, en algunos casos pañuelos, identifican su humilde condición social. Otras pinturas como Le vieux musicien, 1862, de Manet, o Las planchadoras, 1884, de Degas manifiestan desde su exacerbado realismo una actitud, aunque veraz, obligadamente residual por cuanto se reconoce desencajada del tren del progreso del mundo.
Los residuos son informes, no tienen forma en el engranaje convencional. Y pocas dudas podemos suscitar si afirmamos que una de las obras más celebradas de Man Ray, Cadeau (fig. 2) —El regalo—, de 1921, niega en su choque formal cualquier recuperación del significado de sus partes. Tal obra de arte, una vieja plancha de hierro a la que se le adhiere un conjunto de tachuelas en su superficie de plancha, es universalmente conocida y la literatura versada sobre ella también. Pero es necesario señalar la siguiente paradoja: si el objeto como tal niega cualquier continuidad entre su origen semántico y su resignificado al colisionar las dos piezas —plancha y tachuelas—, no ocurre así con su nombre que alude precisamente a su origen real, un regalo:
Me fijé en una plancha de las que se calentaban en los fogones de una cocina económica, pedí a Satie que entrase conmigo y, con su ayuda, compré una caja de clavos y un tubo de pegamento. Ya en la galería, pegué los clavos a la superficie lisa de la plancha, lo titulé El regalo y lo sumé a la exposición ().
Todo ello sucede durante la primera exposición que Ray lleva a cabo en una galería de arte que acababa de abrir Soupault, cerca de Les Invalides, en París, mientras acaba de conocer a Erik Satie en la misma galería. Esta dicotomía entre el significado del nuevo objeto —cuyo uso negaría violentamente su función primigenia tanto de la plancha como de los clavos, desgarrando cualquier tela que se situase bajo su superficie de plancha— y su nombre aparentemente amable —regalo— podría ser también leído en clave de aparatoso choque semántico, tan del gusto de los dadaístas: «Dadá es la expresión más inmediata de nuestra época informe» ().
Georges Bataille entenderá el residuo como el fundamento sobre el que reformular la relación entre individuo y universo. Si informe es un término despreciativo dado que generalmente se exige que cada cosa tenga su forma (), también la informalidad reconoce su condición residual y así se desentiende del pensamiento universal que solo busca —argumenta— la concordia con el mundo académico. En definitiva, el residuo existe en tanto que todo pensamiento produce materia excremental, elementos que se desprenden de las proposiciones que fundamentan la representación del mundo. El cruce de obras dadaístas y surrealistas, en su condición de productoras de significados voluntariamente inhábiles para ser reinsertados de nuevo en la esfera social, mostraban esa nueva capa de exclusión que se vería reflejada en los objets trouvés. Una colisión de objetos comunes que, en su declarada afirmación destructiva, generarán la energía suficiente para invertir el proceso y situar ahora en el centro todo aquello que ha sido excluido. Tafuri, reflexionando sobre las vanguardias, lo definió así:
La tabula rasa de Dadá no partía solo del necesario desorden del que ya hablaba Rimbaud, sino que era desde su perspectiva el indicio del nacimiento de un nuevo código de valores: un código, al mismo tiempo, del comportamiento humano y de la construcción estética ().
Es fácil comprobar como la literatura, en tanto que forma de pensamiento artístico, participa de la transformación del residuo: «Las penas de la escritura: una palabra sale volando de todo el estiércol lingüístico y luego vuelve a posarse, pero ahora en el lugar correcto» (). El escritor describe la transformación literaria del residuo como ese volver a situar la palabra, ese encontrar su posición idónea. Una situación que solo se entiende desde un origen previo, absolutamente contrario, como es el del bloqueo de la literatura que Hugo von Hofmannsthal describirá en 1902. El contexto es conocido: tras el advenimiento de la metrópolis, producto de la segunda revolución industrial, autores como Mallarmé trabajarán con la polisemia y la fonética de las palabras (fig. 3). Era una forma de introducir el caos en la vieja totalidad lingüística, reflejo de las nuevas relaciones entre sujetos y objetos fruto de la segunda revolución industrial que confirmará la existencia del residuo.
Pero otros, como Hofmannsthal, aferrados al viejo templo del lenguaje vivirán la angustia de tal proceso. Se habrá introducido tal distancia entre las propias palabras —el sujeto— y lo que se nombra —el objeto— que aquellas perderán cualquier coherencia, cualquier posibilidad descriptiva de manera que la singularidad acabará tomando finalmente el protagonismo por sí sola, desconjuntada del resto de las partes. La reacción de Hofmannsthal, en esa escena, será desconfiar de la palabra para explicar el mundo:
Todo se descomponía en partes, y cada parte en otras partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras, una a una, flotaban hacia mí; corrían como ojos, fijos en mí, que yo, a mi vez, debía mirar con atención: eran remolinos, que dan vértigo al mirar, giran irresistiblemente, van a parar al vacío ().
A partir de ese momento el mundo será descrito desde diversas vías cuyo protagonismo ya no será del autor, sino del propio lenguaje que explota astillado en mil pedazos. Movimientos continuos de exclusión e inclusión, afirma , que permiten la aparición de una suerte específica de forma, la exforma. Y podríamos añadir, común a cualquier proceso termodinámico, común a cualquier proceso biofísico o perteneciente a la biosfera. Una exforma —forma fuera de— entendida como aquellos escombros generados por su exclusión del discurso oficial y que pueden hallarse en el conjunto de rechazos que la historia exhala en beneficio de las ideas mayoritarias. Una lectura cuya razón de ser se halla en la recuperación de las minorías como motor de la historia.
EL RESIDUO COMO HUELLA
Aby Warburg había ejercido de coleccionista de sellos, esos diminutos trozos de papel en los que la imaginería que en ellos se dibujaba, como motivo contextual, iba desde el paisaje a las referencias mitológicas, desde los retratos a la heráldica o a las manifestaciones folclóricas. Sellos que contenían un compendio de imágenes desde las que Warburg reconocía un ámbito de exploración donde desarrollar y confirmar la teoría del mneme social. Allí donde los fondos gráficos y simbólicos de lo que denominaba «el espejo de los sellos», le permitían reconstruir los encuentros culturales diacrónicos de los diferentes temas de la historia del arte, especialmente del simbolismo clásico. El verano de 1927 organizó una exposición de sellos de correos, inicio de un proyecto mayor que se denominaría el atlas Mnemosyne y que anunció ese mismo año ().
El atlas Mnemosyne es un conjunto —en la última versión publicada— de tres paneles preliminares más setenta y nueve paneles temáticos donde las imágenes expuestas, en número nunca menor de cinco y en muchas ocasiones superando la veintena, se sitúan como una constelación de series que forman un inventario de aquellos modelos de la Antigüedad que influyeron y determinaron el estilo artístico en la época del Renacimiento. El panel 46 (fig. 4) se titula «Ninfa. ‘Eilbringitte’ en el círculo de Tornabuoni. Domesticación» (). Dedicado a la figura de la ninfa se observa, en el ángulo inferior izquierdo, una imagen correspondiente a uno de los relieves de la Porta Magna de la fachada de la basílica de San Petronio de Bolonia que representa a Lot, su esposa, las dos hijas y el ángel que las guía. La inclusión en el panel de la obra de Niccolò Tribolo viene determinada por los objetos que acompañan las hijas de Lot, un jarrón y una cesta sobre la cabeza. La imagen que protagoniza el panel, tanto por las medidas como por los intereses de Warburg, es la reproducción del fresco Nacimiento de la Virgen, de Domenico Ghirlandaio, del año 1486 para la capilla de los Tornabuoni en Santa María Novella. A un lado sitúa Warburg la virgen que Filippo Lippi pintó para la galería del Palacio Pitti, en 1452, y al otro la reproducción de una mujer con una vasija sobre la cabeza que, seguramente, utilizó Ghirlandaio para su relieve. El resto del panel se configura con reproducciones de escenas como María camino del templo, del Maestro de las tablas Barberini (1465-70); el dibujo de una mujer con botijos tomado del fresco de Rafael El incendio del Borgo (s. XVII); la fotografía de una campesina en Settignano, tomada por el mismo Warburg, Visitación (1485-90), de Ghirlandaio; Venus y las Tres Gracias hacen regalos a una dama (1485-90), de Boticelli; o las miniaturas incluidas en la Istorie in rima, de Lucrezia Tornabuoni (1469): Esther ante Ahasvero, Tobías y el ángel, Judith y Holofernes, Cristo y San Juan Bautista, Susana y los dos viejos, entre otros ().
Un conjunto de imágenes que muestran motivos similares y configuran un círculo de asociaciones con un claro objetivo: profundizar los vínculos entre obras y autores a partir de las relaciones que puedan establecerse entre los símbolos de la iconografía pagana transmutados a la tradición cristiana. Unas relaciones visuales que Warburg articulaba a través de la experiencia de la memoria transformada, finalmente, en una amplia teoría de la memoria social. El residuo opera aquí como catalizador de esas asociaciones que permiten entender el esparcimiento —del residuo— y el encadenado —de aquellas partículas del residuo, difíciles de despojar— como momentos simultáneos que se entretejen en una misma red espacio temporal. En rigor, esa misma capacidad de generar vínculos entre imágenes podría equipararse —de nuevo— a la condición termodinámica que, en otras palabras, explicaba Richard Semon —reconocida influencia en Warburg— a través del texto de Gombrich:
Todo acontecimiento que afecte a la materia viva deja una huella que Semon denomina engrama. La energía potencial conservada en dicho engrama puede ser reactivada y descargada: entonces vemos actuar al organismo de una manera específica porque recuerda al acontecimiento anterior.
Y concluye:
Este concepto de energía mnémica, conservado en engramas, pero que obedece a leyes comparables a las de la física, fue el que atrajo a Warburg (…) ().
Una teoría —la de Warburg, nunca sistematizada— pero que podría entenderse como un conjunto de energías derivadas en origen de las experiencias del hombre primitivo que darán lugar a sus teorías sobre la expresión y la orientación. La teoría de la expresión de Warburg, derivada de la teoría de Darwin desarrollada en La expresión de las emociones en el hombre y en los animales (Darwin 1852), profundiza en lo siguiente: «que la expresión humana se explica como residuo de las reacciones animales que en otro tiempo formaron parte del repertorio útil de movimientos del animal» (). Todos aquellos gestos que hoy son simbólicos —fruncir un ceño, apretar el puño— derivan en realidad de un movimiento corporal que antaño formaron parte de una utilidad —proteger los ojos durante la lucha o preparar el puño para golpear. En consecuencia, el artista que recupera estos símbolos, residuos de una herencia ancestral, vuelve a conectar con las energías mnémicas de las que estaban cargados. Eso es exactamente lo que vemos cuando Warburg selecciona, por ejemplo, Judith con su criada (fig. 5), atribuido a Domenico Ghirlandaio, en el panel 44 del atlas Mnemosyne (), y que acompaña con el detalle de la grisalla del fondo del cuadro anterior, pintura que reproduce una batalla. La escena que identifica la pintura es la habitual, pero en esta ocasión Judith —con la espada— y su doncella —portando la cabeza cortada de Holofernes sobre la suya propia—, no aparecen de regreso por el campo a Betulia, sino que se hallan recorriendo el salón de un suntuoso palacio, seguramente ya en la ciudad.
La diferencia con otras representaciones de la historia bíblica estriba en el profundo contraste de la escena: Judith y su doncella, tras cortar la cabeza de Holofernes, atraviesan un palacio sin perder, a pesar de la situación acontecida, la pasión y sensualidad —ropajes y abalorios insinúan— que Warburg identifica en la figura de la ninfa. La batalla que se reproduce en la grisalla del fondo de la tela incorpora, en uno de los soldados a caballo, la imagen sobre el escudo de un rostro que bien pudiera ser una ménade griega. ¿Qué está evocando esta multiplicidad de significados? Warburg conjura, a través del resto de imágenes invocadas en el panel, el conjunto de residuos ahora transformados en memoria que permiten entender la permanencia del significado de algunas de sus imágenes.
Reverberaciones acerca del residuo que hallamos también en otras disciplinas aparentemente tan alejadas del arte, como es la historia. En palabras de Benjamin y en referencia al materialista histórico: «El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia» (). Quizás sea esta una de las citas más utilizadas de Benjamin, cuya imagen del trapero —tomada conscientemente de Baudelaire— ha resuelto con tanta fortuna sus reflexiones acerca de la construcción de la historia. El trapero, al igual que el poeta, se ocupa del residuo, de la escoria, del desecho; lo recoge, reúne y cataloga elaborando un acto de recuperación de todo aquello que ha sido rechazado por la gran ciudad. Un acto que devuelve al residuo un valor fundamental como es el de restablecer aquellos fragmentos perdidos de la historia de los vencidos, amagada convenientemente por los vencedores.
EL RESIDUO COMO RECICLAJE
De todo lo desarrollado hasta el momento podríamos convenir que el residuo y la obra de arte construyen, a lo largo de los siglos, una relación que, más allá de la técnica artística, se fundamenta en cuestiones de naturaleza físico-simbólica cuyo objetivo final es su reinserción en el sistema. Física, como ha sido comentado en líneas anteriores, cuando nos referíamos a la termodinámica y la transformación de la energía; y simbólica, cuando evoca su capacidad de reconstituir lo fragmentado, pero también por cuanto el residuo se halla integrado en numerosos ritos primitivos como expiación de culpas a la separación humana de los polos opuestos, de los pares de conceptos antagónicos. Esta última observación ha sido descrita brillantemente por : «Cuando un ángel se convierte en ángel caído, algo conserva de su fase de ángel; ése es el residuo con el que el demonio ha de cargar». Pero los distintos caminos tomados por la idea de residuo como producto reinsertado en el circuito económico irán desde la conciencia moral a la necesidad; desde la subversión a la protesta; desde la razón política a la razón artística. Aunque en todas ellas asomará siempre la misma idea, el reciclaje. Un concepto que, sin embargo, se halla en el corazón de las diferencias que identifican el paso de una civilización basada en un ecosistema rural, a una civilización que se define por un ecosistema industrial. Reciclaje entendido no tanto como una opción de conciencia material sino como una articulación fundamental dentro de un sistema cuyo protagonismo permite la generación de una economía circular.
En un ecosistema rural las razones que permiten argumentar la presencia del reciclaje son varias: ya sea por la carestía de producto, por una producción basada en la estricta necesidad de consumo —y no por su capacidad de producir excedente en base a reglas de oferta y demanda—, o por su manifiesto contacto directo con los bienes naturales, el ecosistema rural tiende a la reutilización de manera que cualquier gasto de energía se involucra en una dinámica económica que la mantiene constantemente en un movimiento circular, con el objeto de minimizar las pérdidas. Aunque el término técnico apareció por primera vez en 1976 (), el uso de una economía de tipo circular también ha sido identificada en periodos tan lejanos como el paleolítico, un período que ya reutilizaba herramientas, reciclaba la arcilla o resituaba las piedras de gran tamaño cambiándolas de función.
Por el contrario, en el ecosistema industrial, originado a partir de los avances de la técnica durante los siglos XVIII y XIX, los equilibrios dependen en mayor medida de la producción, del intercambio y del consumo de bienes. Más en concreto:
el producto engendrado por el trabajo no es aplicado, en su totalidad, para la atención inmediata de las necesidades humanas. Por el contrario, la producción tiende sistemáticamente, a exceder al consumo, lo que permite la acumulación de parte de los resultados obtenidos por el trabajo humano ().
Una economía que, además, lleva implícita la aparición de nuevos agentes en su gestión cada vez más desvinculados de aquellos que producen los bienes y cuyas alteraciones del sistema son frecuentemente debidas a un cambio de objetivo: desplazar la idea de reparto en comunidad por el del beneficio particular. El reciclaje, en consecuencia, podemos entenderlo no tanto como una voluntad sino como una actividad fruto de aquella economía más primigenia: la que celebraba la permanencia de un bien —habitualmente transformado— por encima de su acumulación.
Sirva de primer ejemplo un proyecto de arquitectura cuya elaboración, llevada a cabo entre 1917 y 1923, es paradigmática: la iglesia de Vistabella (fig. 6), en una pequeña aldea de la provincia de Tarragona. Cada residuo producido como consecuencia de su construcción, natural o artificial, es reinsertado en la propia obra.
La construcción de la iglesia, principalmente en ladrillo, se remata en todo su perfil con un conjunto de piedras erguidas verticalmente y formando una cordillera de piezas cuya misión es doble: conformar el remate visual del conjunto de bóvedas que definen exteriormente los volúmenes de la iglesia, y elevar espiritualmente aquel material, por común más desatendido, como es la piedra. Todo el conjunto de piedras que se alinean como procesión de penitentes, desde la cornisa inferior hasta la más elevada, provienen de los márgenes de las excavaciones del terreno para construir los cimientos del edificio, así como de los márgenes de los caminos cuyo mantenimiento obligaba a extraer aquellas piedras de considerable tamaño que podían importunar el paso de los carros. La piedra es así redimida y reutilizada una vez más, transformando una vida de rechazo en los márgenes en su exhibición más digna y elevada: mostrar los cantos y esquirlas propios de las piedras del lugar. Los embalajes de madera de las figuras religiosas que debían ornamentar el interior de la iglesia se reencuentran, más tarde, formando parte de carpinterías y mobiliario. También la cimbra que procuraba la plantilla de alguna de las ventanas del coro, como demostraron Roger Miralles y Pepe Llinàs (), se reencarnará en la base de la lámpara (fig. 7) que se descuelga de la bóveda principal de la iglesia y sostenida, a su vez, por unos alambres cuyo lugar original es imposible imaginar por humilde y común. Una lámpara cuyas palmatorias se realizarán a partir de los botes de leche condensada cuyo consumo protagonizaba tantos desayunos anónimos.
La cotidianidad del mundo rural, presente físicamente y evocada artísticamente, ha tendido permanentemente al reúso como consecuencia de sus habitualmente precarias inercias económicas. Del mismo arquitecto, Josep M. Jujol, es obra el ángel veleta que corona las obras de reforma de una antigua casa rural, en el municipio de Els Pallaresos, también en Tarragona. Entre los años 1913 y 1933 Jujol reforma, a ritmo de las fluctuantes condiciones económicas de sus propietarias, las hermanas Bofarull, una vieja casa familiar del siglo XVI cuya escalera inicial, transformada en mirador, se halla rematada por la escultura de un ángel custodio (). Un fragmento de campana, utilizado como peana, es el elemento intermedio que sirve de base a la estatua que es atravesada por un vástago vertical de hierro para sujetar la figura y anclarse a la pirámide. La escultura incorpora en su interior un eje de camión como estructura principal. El dispositivo que permite el funcionamiento de la estatua como veleta consiste en un émbolo central de hierro, de ocho centímetros de diámetro, que sujeta y fija la figura a la base de la campana; este hierro central forma el eje sobre el cual gira el ángel a través de un mecanismo de cojinetes. Tanto el émbolo como la estructura que forma el esqueleto de las alas están realizados a partir de tubos, hierros y pletinas o piezas de forma rectangular y espesor reducido, producto de materiales de desecho y fragmentos de piezas desechadas.
También en el ámbito del paisaje urbano, la arquitectura ha dado numerosas muestras de una clara simbiosis entre el reúso y la artisticidad. El célebre conjunto de viviendas Robin Hood Gardens, de Alison y Peter Smithson, construido en Londres entre 1966 y 1972, se articula urbanísticamente a partir de una colina interior que protege de la circulación viaria que lo envuelve, y cuya topografía se forma a partir de la acumulación de escombros generados por las demoliciones y los movimientos de tierras para construir el proyecto (fig. 8). El residuo, convertido aquí en vacío respecto al conjunto edificado, es el espacio que permite la vida humana: «la vida tiene lugar en el vacío» (). Una observación del coautor del proyecto, Peter Smithson, que no deja de ser paradójica respecto a la inversión conceptual que se produce al presenciar la demolición del conjunto cuyos residuos generan ahora gasto y derroche de energía tanto física como inmaterial.
Pero si la transformación del residuo, en manos de arquitectos tan dispares como Jujol o los Smithson, se vehiculaba a través de su recuperación dentro de su programa arquitectónico, otras operaciones artísticas más contemporáneas han situado el foco de atención en el reúso de un producto —cuyo desarrollo fue aplaudido como símbolo de la hegemonía tecnocapitalista— que, una vez consumido y remplazado, solo podía ser reutilizado desde la perspectiva artística: el automóvil. Un bien privado y habitual de los países desarrollados cuya obsolescencia técnica y mecánica impide su reutilización bajo el mismo uso y, por tal razón, solo pueden acudir a aquella actividad libre —aparentemente— de función: el arte. Así se explica la réplica de un conjunto monumental funerario construido a finales del neolítico, como Stonehenge, en una obra denominada Autohenge (), construida por William Lishman en Ontario el año 1986 por encargo de la Chrysler, consistente en cuarenta y seis coches aplastados que reproducía la forma y orientación de las piedras de Stonehenge.
Por otra parte, si existe una corriente artística que gestionó de forma intelectual el residuo en beneficio de la obra artística, esta fue el grupo de las vanguardias históricas. De nuevo en la ciudad, el impulso que la Segunda Revolución Industrial supuso, a principios de siglo XX, del objeto producto de los avances tecnológicos, científicos y sociales reverberó en la transformación en arte de todo aquello cotidiano —por tanto, de uso diario, habitual, sin la responsable carga de la permanencia— como transmisor en la búsqueda de un nuevo lenguaje. En 1923 y hasta 1933 la Merzbau (fig. 9), de Kurt Schwitters, tenía la apariencia visual de una colección de cosas colocadas unas encima de otras cuya fisonomía variaba a diario con la agregación de nuevos objetos usados. El propio Schwitters las explicaba así: «Las esculturas Merz están, como los paneles Merz, elaboradas con materiales diversos. Están pensadas como esculturas en relieve para mostrar tantos puntos de vista como uno sea capaz de ver» ().
Algunos de los objetos eran propiedad de amigos suyos —Arp, Doesburg, El Lissitzky o Mies van der Rohe, entre otros—, y convivían materiales tan dispares como una viga, yeso, corsés de señora y juguetes infantiles. Pintura, escultura, arquitectura, teatro, todas las disciplinas se interrelacionaban con un objetivo común: utilizarlo todo —desde una elegante red para el cabello hasta una hélice de barco— no desde la lógica de su función sino desde la propia lógica de la obra de arte. El residuo se deshace así de la débil memoria que aún conserva para establecer unas nuevas reglas de relación, anunciadas por la invención del collage. Picasso, en 1913 elabora Guitarra, donde los restos de tapicería se mezclan con retazos de un periódico y todo ello sobre una tela de fondo azul con trazos de lápiz carbón y tinta china. Desprovistos los residuos de recuerdo, solo les queda aludir al nombre de la tela —guitarra— a través de unos pocos gestos de geometría que la evocan: la curva del cuerpo de la guitarra, o la pieza alargada que forma el mástil del instrumento. Una estrategia donde, en el caso de los ready-made de Duchamp, como es el caso de Rueda de bicicleta, el residuo que apela a su origen —la bicicleta— se desprende del sentido más inmediato, la vista, para cortocircuitar cualquier relación objetual. Dice Duchamp:
Entonces allí, además del ready-made, se daba el hecho que giraba, es decir, el movimiento estaba inserto en la idea del ready-made y fue una de las primeras cosas del movimiento que me interesaron. Luego los hice sin movimiento, no era necesario, a continuación hice el porta-botellas en el 14 ().
Ese potencial residuo del movimiento es lo que Duchamp eliminará por completo en sus siguientes ready-made: Porta-botellas, Porte-chapeaux, Fountain, etc. Podríamos convenir que el antagonista de las obras de Duchamp serán las instalaciones de Jean Tinguely cuyos montajes con piezas de desechos celebraban, precisamente a través del movimiento —acaso la característica más visible de la modernidad de la máquina— su inutilidad una vez convertida en residuo. En marzo de 1960, Tinguely expone en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) Homage to New York, A self-constructing and self-destroying work of art conceived and built by Jean Tinguely. La máquina se componía de objetos desechados que incluían ochenta ruedas de bicicleta, partes de motores viejos, un piano, tambores de metal, una máquina de direcciones, un carrito de niños y una bañera esmaltada. La máquina así inventada, con residuos mayoritariamente provenientes de los vertederos de la ciudad de Nueva Jersey y en medio de un estruendoso ruido provocado por el golpe de botellas, canales de metal y otros desechos metálicos, colapsaría según el plan ideado al cabo de treinta minutos (MoMA 1960).
Pero si tanto la obra de Duchamp como la de Tinguely se sitúan frente a la máquina exaltando su capacidad de montaje, de piezas que a través de su ensamblaje subliman el automatismo quedando su arte encadenado al historicismo de las vanguardias, al mito de la máquina como ley, durante la década de los sesenta habrá quienes, al recurso de convertir el residuo en arte, añadirán una nueva capa semántica: la incorporación de la sociedad de consumo. Ese es el caso de Giuseppe Pinot Gallizio, químico reconvertido en industrial y pintor, amante de la arqueología, la alquimia y la física nuclear. Es en su obra presentada en la galería Drouin de París, junto a Guy Débord en mayo de 1959, Caverne de l’anti-matière (fig. 10), de ciento cuarenta y cinco metros elaborada con pintura industrial a base de resinas y otros derivados químicos, y que preparaba en unas bolsas que al detonar esparcían su contenido sobre los lienzos (), donde articulaba una doble condición. Gallizio proclamaba que de su obra emanaba una energía, fruto del choque de la materia y la antimateria que, en colisión imaginaria, creaba una realidad provisional regenerativa que, si bien retrocedía hasta un pasado arcaico, dirigía su mirada hacia las últimas transformaciones del mundo que pronosticaba la física nuclear.
Al igual que Debord, Gallizio creía que la desacralización del arte era un objetivo que podía alcanzarse mediante la estrategia de la inflación: la producción de arte a costes muy bajos y en grandes cantidades. Tal idea subyacente de devaluación del arte, y su recombinación en ambientes efímeros de creación colectiva, abrirá años más tarde la puerta a desplazar definitivamente la búsqueda de la belleza del arte para constituirse en sismógrafo de la actualidad. Así, una parte del arte —o más bien su residuo— se reconvertirá en crítica artística, poniendo constantemente en crisis las derivas ultraliberales de la sociedad de consumo y erigiéndose en portavoz de sus consecuencias políticas, económicas y sociales.
CONCLUSIONES
Llegados a este punto, conviene volver a Bourriaud. ¿Dónde se establecen, entonces, las relaciones entre arte, forma y desecho? Es esta tensión entre lo útil y lo inútil, entre el producto y el desperdicio, entre lo servible y el desecho donde podemos reconocer e identificar los principios de la forma como aquellos límites que ponen en relación, a través del arte, a la naturaleza y a la sociedad. Pese a la aparente eficacia que pueda resonar en el aprovechamiento del residuo, tras su reutilización no aparece sino la paradoja del mito industrial: la generación continua de desecho e, inevitablemente, de vuelta al residuo. El residuo siempre permanece. No se elimina. Sea esta quizás la principal razón, la permanencia del residuo —a través de la transformación, a través de la memoria y a través del reúso— la que permite su articulación, allí donde se desarrollan las negociaciones fronterizas entre lo excluido y lo admitido, como instrumento que señala y registra los embates del curso de la civilización y por defecto de su reflejo, la historia del arte. Disciplina académica sobre la que conviene realizar una última consideración. Existe, entre las dialécticas anunciadas al inicio del artículo, una que atraviesa de manera implícita su desarrollo: nos referimos a la tensión generada entre dos extremos, lo abstracto y lo figurativo. No tanto desde un punto de vista únicamente formal, sino, que siguiendo el discurso ampliado sobre lo consustancial a la obra de arte, referido a una dialéctica conceptual entre ambos valores. Y en esa dialéctica, acudir a la evolución de la artisticidad en el mundo occidental puede sugerirnos algunas pistas.
De manera simplificada podemos esquematizar lo siguiente: existió una primera etapa, que podemos denominar simbólica, en la que el mundo tenía significado por cuanto la naturaleza recogía lo divino. El mundo era, a un tiempo, concepto —abstracción— y representación —figuración—, donde la naturaleza coincidía con lo divino, lo que tiene significado. Se trata de un periodo que llegará hasta la Grecia clásica, allí donde se produce un salto de concepto. Ahora lo artístico, la belleza, la representación del mundo lo será en tanto que mímesis de la naturaleza. En este estadio la obra de arte es previa al espacio y serán precisamente esos espacios los que se adaptarán a la obra de arte —por ejemplo, así ocurrirá con los templos cuya misión será proteger las imágenes divinas. Un nuevo salto se llevará a cabo durante el cristianismo, en la que se procede a un borrado del mundo, quedando una única verdad: Dios. Ya no debe representarse el mundo sino únicamente el concepto —la abstracción—, señalando una etapa de simbolismo teórico. A partir de entonces las obras de arte serán idea, es decir, una operación intelectual posterior al espacio al cual deberán adaptarse —obsérvese cualquier relieve de puerta románica, o la figura del pantocrátor, constreñidas siempre dentro de un marco—. Tras este periodo volverá a rescatarse la representación como mímesis, pero solo en apariencia. En un plazo de tiempo brevísimo vence el poder monetario, el cual requerirá de un nuevo sistema; se constituyen los burgos que inician la regularización de la ciudad-estado, acumulan dinero e inician la fagocitosis del anterior sistema feudal, con un consecuente cambio en el sistema de representación. Nos hallamos en el periodo convenido en llamar Renacimiento cuyo retorno a la figuración se elabora, sin embargo, desde la representación de la visión racional. En el siguiente paso, ya en tiempos de la Ilustración, triunfa la teología tecno-científica y la representación vuelve a ser fundamentalmente abstracta; el nuevo mundo se produce desde el concepto, desde la lógica. Es un sistema que se mantendrá con pocas interrupciones hasta la Revolución Francesa, a partir de la cual desaparece definitivamente la figuración para entrar en un mecanismo de generación de símbolos y cuya consecuencia inmediata será la imposibilidad de pensar el arte por sí mismo, la imposibilidad de entender el arte bajo juicios de valor. Se inaugura un camino en el que la obra de arte discurre —hasta nuestros días— en lo que propiamente no será arte sino filosofía del arte. Un final que Félix de Azúa ya describía magistralmente a finales del siglo pasado, y cuyas observaciones cobran actualmente un nuevo impulso con la implementación de la inteligencia artificial:
El final de esta carrera velocísima hacia la autodestrucción ya lo conocen ustedes: cuadros que se pintan a sí mismos, poemas que se componen automáticamente, músicas seriales, electrónicas o aleatorias, es decir, azarosas. El «alma» del artista salta hecha pedazos y puede venir el psicoanalista a recoger los escombros para sacarles un último provecho, como en los procesos de reciclaje de basuras. El artista ya no es un sacerdote, es un ingeniero; ya no es un dios, sino un enfermo; no es ni siquiera un ciudadano, es un síntoma ().
Frente a tal estado de cosas, ¿qué papel jugará el residuo, como desecho marginal y apelando de nuevo a la termodinámica, en el paso entre uno y otro estadio? La conclusión no es única, sino que deriva en varias ramas, siempre provisionales. La primera es que la idea de residuo, valorada según una concepción más amplia, se aleja por completo de su connotación despectiva. Haberse generado como rechazo de la parte de un todo no implica su pérdida de valor. Incluso podríamos argumentar lo inverso: es precisamente aquello que no se ajusta al sistema, lo que es valioso por cuanto el sistema ya se halla deteriorado y en crisis permanente. Aquí valdrían igual los cambios de paradigma en los distintos periodos sociales como aquellas piezas que no sirven por obsoletas con el sistema en curso. Una segunda conclusión tiene que ver con la memoria, en tanto que proceso que es tanto más complejo cuanto más acumulativo devenga. La acumulación, también de residuo, permite abrir nuevas posibilidades de conexiones complejas rechazadas en primera instancia por no ajustarse a las necesidades del momento, pero que pueden ser determinantes en otras circunstancias. Y, por último, una tercera que permite leer el arte no como una actividad política —siglos XVII y XVIII—, no como una episteme —finales siglo XVIII y principios siglo XIX—, no como una disciplina autónoma —principios siglo XX— sino como una entidad relacional. El residuo será así aquella parte que, desde su consustancial condición de rechazado, fragmento sin tiempo generador de un inagotable último provecho, volverá a abrir el círculo de conocimiento.
REFERENCIAS
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Notas
[1] No por obvia la relación debe ser omitida: Heráclito, como los presocráticos, no pensaban el mundo, sino que lo observaban. En consecuencia, sus aforismos provienen fundamentalmente de una aguda observación fenomenológica.
[4] En mayo de 1897 se publica en la revista inglesa Cosmopolis el poema de Stéphane Mallarmé «Un coup de dès». El espacio entre palabras se ha dilatado e incluso roto. La típica estructura de renglones ha sido sustituida en un ir saltando en diagonal. Las palabras en mayúscula se unifican, los caracteres son de diferente tamaño. Laberinto feliz, Mallarmé anula incluso los verbos sin trabar las frases. No hay un apoyo para la mirada del espectador, hay una indeterminación, pero con forma. En el poema no hay orden, ni regla, ni forma. Como en una tirada de dados, las frases se disuelven faltas de un verbo.
[5] Para entender la importancia de los ropajes en la obra de Ghirlandaio, y su poder de transmisión como imagen, véase .
[6] En el panel 44 titulado «Expresión de la victoria en Ghirlandaio. Grisalla como primera etapa de la admisión. Lo contrario: caída (Faetón, mêlée) metamorfosis de Niké» se mezclan tanto escenas de batallas como un joven con frutero o barcos troyanos al abordaje.
[9] El conjunto arquitectónico se ha visto afectado por la ejecución del plan Blackwall Reach para reurbanizar la zona, y actualmente se halla parcialmente demolido —el bloque oeste fue demolido en 2017, en contra de la opinión de arquitectos e instituciones arquitectónicas, y de otras entidades culturales como la revsta Building Design y la Twentieth Century Society—. El Victoria & Albert Museum también se implicó en su conservación, adquiriendo parte del edificio y exhibiéndolo como protesta en la Bienal de Arquitectura de Venecia de 2018. Cuando nos referimos a derroche de energía inmaterial aludimos al desgaste que continúa generando las discusiones acerca de la decisión de demoler el conjunto, en detrimento de su conservación como obra de arte. La polémica, cuyo momento álgido se vivió durante los años previos a la demolición parcial del conjunto, se avivó cuando el 75% de usuarios de las viviendas manifestó ser partidario de la demolición. Datos extraídos de «Row over 'street in sky' estate». BBC News, marzo de 2008.
[10] La obra duró solo cinco años, pero en 1987 apareció otra réplica en Nebraska denominada Carhenge, por el artista Jim Reinders. El conjunto artístico, al que se han añadido otras esculturas con automóviles, permanece aún en pie gracias a las asociaciones privadas que han servido para preservar la obra.
[11] «Les sculptures Merz sont, comme les tableaux Merz, composées de matériaux divers. Elles sont pensées comme des sculptures en ronde bosse et offrent autant d’angles de vue que l’on veut». .
[12] «Alors là, il y avait en plus du ready-made le fait qu’il tournait, c’est-à-dire le mouvement était compris dans l’idée du ready-made et c’est une des premières choses de mouvement qui m’a intéressé. Ensuite il y a eu sans mouvement, ce n’était pas nécessaire, ensuite il y a eu le porte-bouteilles en 14». .