1. Introducción
Roland Barthes, en su clásico La cámara lúcida, define el punctum como un aspecto inefable de la fotografía que hiere, que sale a nuestro encuentro y nos turba. Este detalle, a menudo azaroso, a menudo irrelevante, “sale de la escena como una flecha y viene a punzarme” (). El punctum se define además por contraposición al studium: mientras que aquel se mueve en el terreno de lo afectivo y se siente más que se percibe; este está siempre “codificado” por la cultura y lo leemos en la foto: sería todo aquello que, como miembros de una sociedad, e insertos en una “episteme escópica” determinada (), reconocemos en la imagen. El studium por tanto no produce esa herida, esa súbita sacudida que el punctum desencadena en cada espectador, sino que siempre se mueve en el territorio de la comprensión directa, como un “contrato firmado entre creadores y consumidores” ().
Podría aventurarme a decir que algo en esta imagen me punza irremediablemente. Me atraviesa, me desestabiliza, me confunde (Fig. 1). Ante nosotros, dos fotos de fotomatón que capturan a una pareja de hombres. Pero ¿podemos decir que posan? ¿Es esto lo que hacen? ¿O, más bien, ponen su amor, su afecto, al servicio de la cámara? ¿No improvisan, desenfadadamente, ese amor para ellos solos ante la mirada cómplice y sancionadora del objetivo? Si el posado “me fabrica instantáneamente otro cuerpo” (), aquí el cuerpo se relaja: es precisamente él mismo, sin ataduras, buscando la magnanimidad de la lente. Esto toma otro cariz al descubrir que la fotografía es de 1953: esta pareja de chicos no posa sencillamente, sino que son ajenos a un mundo exterior violento —o, mejor dicho, a pesar de este—. La mano del chico, cerrada en un puño, reposa contra el pecho del otro. La misma mano que, en la imagen de la derecha, se abre, sorprendida por el beso que los ha llevado ansiosamente a ese fotomatón; que los ha llevado a ponerse delante de la imagen para ser, sin más, ellos. La mano, liberada, descongestionada de todo nerviosismo, muestra la palma, como si saludara al espectador transhistórico: a mí mismo, aquí y ahora. El chico de la izquierda nos mira directamente, exultante, pero J.J. Balanger —el chico de la derecha y propietario de la foto— muestra la mirada perdida. En la foto de la derecha, el chico sin nombre abandona el acto de mirar, la mirada vuelta solamente en sí mismo, dejándose ir; por el contrario, Balanger escruta detenidamente a su amante: quiere ver que él está ahí, que lo está besando, que ese instante no es solo de los dos, sino que es. Y la fotografía les dará la razón. La fotografía fue y ha sido el garante del amor queer durante años y años: repositorio y refugio del mismo.
La fotografía dialoga con mi identidad queer desde un lugar y espacio lejanos. Me invade. Me habla personalmente, se dirige a mí como su interlocutor predilecto. La foto despierta mi cuerpo, mis recuerdos, siento “un júbilo contenido, como si [remitiera] a un centro oculto, a un caudal erótico o desgarrador escondido en el fondo de mí” (). Estas fotos me hablan como persona queer, no solo desafiando las temporalidades, sino creando nuevas formas de relacionarnos activamente con una historia queer compartida a través de la imagen. Pero ¿qué me punza, entonces? ¿Es ese refugiarse en la fotografía como un lugar seguro, como un lugar al que volver, alejado de la violencia heteronormativa que yo, en algún momento, también he sentido, casi medio siglo después? Intentar desbrozar esta querencia queer —pasada y presente, en intensa conexión— es a lo que este artículo se dedicará.
En las siguientes páginas, me propondré analizar la presente imagen como un ejemplo de una particular relación afectiva que las personas queer establecían con las fotografías, sobre todo, en la era pre-Stonewall, antes de 1969, donde el movimiento por los derechos y la liberación LGTBIQ+ todavía no se había producido y el colectivo vivía en el ostracismo y la amenaza constante (; ; ). En este clima de violencia sistémica y social, la fotografía proponía un espacio en el que hacer presente y materializar afectos y relaciones imposibles de manifestar en la vida real. Estas personas queer creían y vivían los poderes de la imagen como un lugar no solo de salvación, sino también de creación activa de estrategias de resistencia. Sin embargo, me interesa además trenzar este uso queer pasado de la foto desde un presente consciente, con el que dialoga activamente. De esta manera, mi disertación estará guiada en su esencia por el potencial de creación de mundos que se desliga de los poderes y agencia de la imagen visual; así como su potencial a la hora de enlazar temporalidades queer presentes y pasadas en una relación productiva y afectiva. De esta manera, la foto, como nudo de tiempos, espacios y emociones, enlaza a sujetos queer de temporalidades distantes para juntarlos en una conversación transhistórica, en un juego de espejos.
De esta manera, tomaré mi propia subjetividad queer como investigador como una herramienta metodológica más, aliándome así con el pensamiento de Keith Moxey, Mieke Bal o Georges Didi-Huberman, entre otros. El historiador siempre “mancha la historia”, “está en medio de las cosas, no puede apartarse de ellas” (). Al mismo tiempo, hablar desde mi subjetividad supone hablar desde la modestia de la primera persona y no desde una tercera persona omnipotente e impersonal producto del “pensamiento heterosexual” (), el cual crea una figura descorporeizada que, haciéndose pasar por objetiva, reproduce un lugar de enunciación universal, masculino y no-marcado. De esta manera, no pretendo mostrar ninguna teoría cerrada ni unívoca, sino “abrir espacios para la reflexión” () sobre qué hacían (y hacen) las imágenes y cómo trabajaban (y trabajan) desde una identidad queer históricamente marginada.
Así, entenderé las obras como entes que actúan, analizando la imagen como algo eminentemente performático: es decir, como un “ámbito donde se crean, constituyen y movilizan activamente ideas y valores” (). La imagen tiene en sí misma agencia; una agencia que además no entiende de tiempos estancos: la imagen siempre es decididamente promiscua. Esto me lleva ––siguiendo los preceptos de los Estudios Visuales— a entender la obra de arte del pasado como decididamente anacrónica (): como un ente vivo que dialoga con el presente y entabla una relación productiva con él. Analizaré esta imagen como un testimonio del tiempo que la produjo, como una manera de vivir en un momento de violencia heterosexual; sin embargo, no dudaré en movilizar la imagen hacia el presente para ver cómo esta puede interpelarnos y así aprender de ella. Comparto con Bal, por ello, la convicción de que “el arte mantiene, inevitablemente, un compromiso con lo que le precedió, y ese compromiso consiste en su reelaboración activa”] ().
Una vez aclarados los puntos de partida y las herramientas con las cuales me acercaré a esta fotografía, me interesa posicionar lo queer como una lente a partir de la cual mirar el mundo y mirar la imagen. Quiero por ello analizar la fotografía, y concretamente la fotografía de fotomatón y el fotomatón en sí, como una herramienta fundamental de creación y negociación con lo real en las vidas queer. De esta manera, la fotografía queer se inserta en una creación creativa de espacialidades de subsistencia que la imagen moviliza como productora de mundos-otros. Comencemos a desentrañar los diferentes espacios para la resistencia que comienzan en el fotomatón como espacio queer seguro (), hasta acabar en la propia imagen como espacialidad habitable.
2. El fotomatón como contraespacio queer
En el espacio público, articulado y definido por la heteronorma, el fotomatón ofrece no solamente una posibilidad de captación fotográfica íntima, sino que, en su pura espacialidad, ofrece también un resguardo frente a las miradas ajenas: un lugar entre lo público y lo privado, lo colectivo y lo íntimo. El fotomatón es paradigmático en el sentido de que ofrece casi una habitación en medio de la calle en donde, momentáneamente, recluirse. Esta llamada a ocultarse de la colectividad, en un lapso incandescente de tiempo, ofrece, bajo una perspectiva queer, características especiales de las dinámicas sexuales y vitales del colectivo en el siglo pasado.
La espacialidad pública se encuentra articulada por la heteronorma (; ; ). Esta toma la forma del sujeto político hombre, blanco y heterosexual. Esto implica que el espacio público extiende los contornos de unos sujetos () frente a otros: mientras que los sujetos leídos como hombres podrán caminar y deambular sin problema, como si se fundieran con el espacio circundante, los sujetos minorizados —mujeres, personas queer y racializadas— se moverán en el espacio público en toda su presencia, totalmente individualizados, observados: el espacio, como he dicho, no extiende sus cuerpos, sino que los marca, los concreta, los señala como “extraños”, como “lo otro” (). Esta marca indeleble y ontológica en el espacio es la causa de las numerosas violencias que las mujeres y colectivos minoritarios viven constantemente en la calle.
Sin embargo, desde posiciones queer, esto es además el origen de una re-utilización creativa del espacio, una reapropiación por parte de personas queer que, con sus cuerpos y dinámicas, es releído y subvertido, silenciosamente. De esta manera se construye en la ciudad una cartografía invisible que se superpone a los usos comunes, sancionados y respetables del espacio público. Así, la ciudad se convierte en otro mapa poblado por personas queer que la movilizan para usos totalmente diferentes. Un ejemplo de esta reapropiación del espacio urbano es el cruisingo sexo en lugares públicos. Las dinámicas del cruising —los paseos, las miradas y el devaneo propio— no solamente construyen en el momento nuevas rutas, sino que releen, como ya he dicho, el espacio público para otros fines, sexuales en este caso, impugnando la mirada heteronormada (). Parques, cines o baños públicos son reapropiados para fines diferentes a los heteronormativos y son usados como maneras de construir comunidades, afectos y resistencias otras.
Dada esta situación, el fotomatón ofrecía —y ofrece todavía— posibilidades inusitadas para estos usos queer del espacio público y se podría insertar en esta genealogía de disidencias espaciales. Celia Vega Pérez ya lo afirma: “el fotomatón fue testigo de la amistad, el amor y el deseo” (). El fotomatón, como ya he dicho, proporcionaba un lugar de encuentro limitado y temporal, íntimo, en el entramado de la ciudad: era una suerte de habitación doméstica fugaz, instantánea, que “facilita[ba] el erotismo” () entre cuerpos queer que no podían exhibir su afectividad en público. A mediados del siglo pasado, el fotomatón no solamente podía servir para encuentros sexuales furtivos —dependiendo de la hora del día y el número de personas—sino, sobre todo, bajo la excusa de la realización de una fotografía, se podían producir entre parejas muestras de afecto que la cortina encubría y el cubículo posibilitaba. Por supuesto, este uso no era exclusivo de parejas queer, sino que “grupos de jóvenes, parejas […] todos se retrataban de manera conjunta en la intimidad que ofrece la cabina del fotomatón” (). Sin embargo, a la luz de lo dicho, el amor queer proscrito, detestado y considerado perverso, podía exclusivamente mostrarse “en público” bajo el cobijo de este espacio. La funcionalidad fotográfica del fotomatón —y la privacidad necesaria para ello— proporcionaba por ello la excusa para que una pareja queer se introdujera dentro sin levantar sospechas aparentes. Pero además es fundamental en su idiosincrasia el carácter lúdico () con el que el fotomatón siempre estuvo asociado, ya que permitía ciertas subversiones que en otro contexto no se habrían permitido. De este modo, dos hombres podían introducirse en este cubículo y sobrepasar ciertas líneas sociales infranqueables porque el carácter lúdico del mismo lo encubría y justificaba.
Para este texto, lo fundamental del fotomatón será la posibilidad de poder hacerse una foto sin mediación del fotógrafo. Si el fotomatón había sido creado para permitir la posibilidad de obtener un retrato barato y rápido al alcance de todos (), por otro lado, permitía muchas veces la única posibilidad de retratar a una pareja queer sin llamar la atención ni levantar sospechas. Como acabo de decir, esto era posible debido al automatismo de la máquina: el proceso se realizaba sin interferencia de nadie salvo de los implicados. Pensemos que, antes del advenimiento de la fotografía digital, toda fotografía debía ser revelada para obtener una copia visible de la misma. Para tal proceso, el revelado debía realizarse en estudios y laboratorios, lo cual exponía la pareja a la mirada del exterior y a posibles represalias y consecuencias legales. En el fotomatón, la imagen se obtenía sin mediación de nadie y de manera instantánea, como un recuerdo automático de una relación que posiblemente, más allá de la cortina, era inefable.
Quiero enfatizar algo que se deriva de lo dicho recientemente: el fotomatón permite un cubículo en el que el amor queer se materializa únicamente por parte de los propios integrantes de la pareja. Esto no solo permite eludir las miradas incriminatorias de terceras personas, sino que precisamente ese carácter autoproducido de la foto confiere a este acto una intimidad inusitada y exclusiva, de un carácter casi sagrado para los amantes: una suerte de rito de paso en el que solo ellos dos estaban involucrados como hacedores de su imagen. Así lo afirma acertadamente Richard Hornsey cuando subraya las connotaciones homosexuales del “uso popular de los retratos de fotomatón como recuerdos sentimentales” (). La imagen que se conseguía tras introducir un par de monedas era posiblemente el único recuerdo material que tenían de la relación: la única manera de poder decir, ante los demás y ante uno mismo, “esto-ha-sido” (). Esta fotografía funcionaba como uno de los escasos testimonios de ese amor queer; además, el tamaño de la fotografía la hacía fácilmente transportable en la cartera o en el bolsillo, siendo así investida de connotaciones cuasi talismánicas. Todo ello confería una gran sobreestimación tanto a la foto como al proceso de realización.
Por lo tanto, el fotomatón no solamente proporcionaba una contra-espacio, un no-lugar () o una heterotopía () que, por un lapso breve de tiempo, detenía las injustas condiciones exteriores, sino que además producía una fotografía que era investida de una potencia afectiva torrencial, que daba testimonio de la pareja. Desde que la cortina se cerraba hasta que la fotografía se desgastaba por el uso, el fotomatón inauguraba una concatenación de espacialidades físicas, visuales y afectivas. Lo que estas fotografías nos cuentan se puede resumir en la siguiente frase que aparece en el libro Loving. Una historia fotográfica, el cual recoge una colección de fotos queer de antaño; frase que viene a rellenar esa necesidad presente de saturar la imagen de palabras, como una manera de extender esa conversación amorosa que las fotos comenzaron: “Éramos importantes el uno para el otro y quisimos memorizar nuestros sentimientos con una fotografía. Aunque solo fuera para nuestro uso personal” (). Podríamos, sin embargo, preguntarnos: ¿por qué la fotografía? Además de su rapidez e instantaneidad, ¿hay algo en el propio medio que la hace más proclive a estos usos amorosos, a ese uso personal? A continuación, trataré de explicar por qué esta es un medio óptimo para la canalización afectiva queer.
3. La importancia indexical de la imagen fotográfica para las personas queer
En una escena de la película A Single Man de Tom Ford (2009) —en la que se narran las últimas horas de la vida de un profesor universitario gay, Georges Falconer, en los años 60 en Estados Unidos—, el protagonista acude al banco a recoger las cosas que guarda en su caja fuerte. De la caja, además de sacar varios papeles que introduce en su maletín, acaba por sacar una foto en blanco y negro de su pareja recientemente fallecida. Visualizando la fotografía, este rememora un recuerdo en el que ambos están tomando el sol en un paisaje rocoso. Él habita la foto en ese breve instante: cierra los ojos y se transporta al pasado. Esto muestra cómo la fotografía queer supone un catalizador no solamente de recuerdos concretos adheridos a la toma exacta de la foto, sino una posibilidad de contacto directo con esa relación queer acabada: es un portal de tiempos entrelazados capaces de reactivación en el presente. El contacto íntimo y cargado de sentimiento con la foto se ve enfatizado en un gesto mínimo pero importante: en vez de guardarla en el maletín, como el resto de los documentos extraídos, la guarda en el bolsillo interno de su americana, en contacto directo con su cuerpo. Como esta escena que he querido rescatar nos revela, la fotografía se presenta como un ente vivo (), un organismo sintiente que hace temblar nuestro cuerpo. Kenneth Silver afirma así que el retrato de la pareja homosexual “adquiere más importancia de la que podría tener de otro modo, para quienes […] se ven excluidos de la plasmación de su amor” (). Así, me propongo una lectura afectiva del medio fotográfico que nos haga ver el potencial –esa importancia—que tiene para las personas y vidas queer.
En en libro Feeling Photography se señala el peso que ha tenido en la literatura fotográfica el pensamiento frente al sentimiento a la hora de entender el medio fotográfico; curiosamente, a pesar de un texto fundacional y capital, La cámara lúcida de Roland Barthes, que es esencialmente una reflexión sentimental y afectiva sobre la fotografía (). Este sesgo tiene una importancia fundamental, ya que las autoras afirman cómo esto ha creado un armazón discursivo heterosexualmente connotado, con el resultado de la marginación de sujetos como mujeres, personas queer o racializadas que siempre han tenido un contacto más afectivo con las fotos (). Analizar la fotografía a partir de sus cualidades emocionales y afectivas supone poner el foco no solamente en sujetos excluidos del discurso, sino también centrarse en el protagonismo de la recepción y la vida material de la foto en la producción del significado fotográfico (). De esta manera, el presente artículo se propone desarrollar un modo afectivo de aproximarse a la fotografía, eso que Shawn Michelle Smith ha denominado como “intencionalidad afectiva” (). Esto implica entender la fotografía como una realidad eminentemente táctil —como he anunciado antes con la escena de A Single Man— no solamente en sus cualidades físicas, que la foto analógica permite, sino también en el visionado, en tanto que “experiencia de ser tocado” (Smith 2014, 34) emocional y físicamente.
La fotografía así era investida con el ardor con el que era investido el amante. La fotografía es casi fetichizada como el único contacto con la realidad de la propia relación. En palabras de Barthes “Todo objeto tocado por el cuerpo del ser amado se vuelve parte de ese cuerpo y el sujeto se apega a él apasionadamente” (). En el caso de la fotografía esta afirmación es doble: no solamente la fotografía físicamente está tocada por el amado, sino que en su génesis ha sido tocada por la luz del amado, por la imagen de la relación: el referente fotográfico ha tocado literalmente la película sensibilizada, las sales de plata. De aquí parte una de las características amatorias de la fotografía que nace de la propia particularidad de su medio, que a continuación desarrollaré.
Joan Fontcuberta afirma que el fotomatón “apunta al documento y al mito esencial de objetividad” (). Esta frase es muy importante, no solo por las connotaciones con la que la fotografía del fotomatón es investida, sino por una característica ontológica con la que ha sido definida tradicionalmente el método fotográfico en general: como garante de una verdad exterior que es fijada directamente en la fotografía, la cual se convierte en su testimonio directo e incuestionado. De esta manera, “la fotografía copia la naturaleza o la realidad de manera fidedigna” (). La cámara es definida como “un aparato de grabación objetivo” () que producirá imágenes indudablemente objetivas, “verdaderas”. Independientemente de los discursos de poder que articulan y dan peso a esta objetividad supuestamente natural de la cámara, este punto de vista de la fotografía “como espejo de lo real” () podría ser una explicación orgánica por la cual las personas queer querrían fotografiarse con sus amantes: porque esa fotografía, al ser en esencia mimética, produciría una copia exacta y literal de esa realidad amada que se quiere conservar.
Sin embargo, sostengo que lo que esta pulsión afectiva subyacente a estas fotografías me revela no es tanto un deseo por querer captar esa realidad de manera mimética, sino de apresarla materialmente, tratando esa foto como una emanación directa de la relación como realidad amada. Para ello es obvio que ese mimetismo de la fotografía al que he aludido jugaría un papel fundamental, pero desde una posición desplazada, diferente, con respecto al discurso anterior. En este caso, la fotografía no es mimética en su reproducción sino en su génesis: es decir, en la “relación de contigüidad instantánea entre la imagen y su referente” (). En otras palabras, “La fotografía, por su génesis automática, manifiesta irreduciblemente la existencia del referente, pero esto no implica a priori que se le parezca. El peso de lo real que la caracteriza proviene de su naturaleza de huella y no de su carácter mimético” (). Es decir, la fotografía es mimética porque en su génesis el exterior se imprime directamente en la película fotográfica, hay una transferencia directa de la realidad. Es precisamente esa unión de la cámara con su referente, con su índex, previa a cualquier discursivización, lo que hace que la fotografía sea literalmente una huella de esa realidad exterior amada. Una vez más, afirma Dubois: “Es solo la naturaleza pragmática del dispositivo fotográfico lo que autoriza y favorece […] deseos, desmesurados e insaciables: deseos de sujetos ocupados, enamorados, locos de “real”, de referencia y de singularidad, irreductiblemente” (). La foto canaliza ese deseo por captar materialmente lo real. Esta lectura de la fotografía como indexical permite entender más en profundidad la canalización del deseo que esta posibilita y despierta. A partir de la lectura indexical de la foto, podemos sostener cómo “la fotografía es por naturaleza un testimonio irrefutable de la existencia de ciertas realidades” (). La fotografía es por ello ese “esto-ha-sido” barthesiano (): la certeza de que algo ha existido y se ha detenido delante del objetivo. Las personas queer desarrollan una intensa relación amatoria con la fotografía porque esta atestigua la existencia de ese momento amoroso. No solo “procura pruebas” (), sino que es la prueba.
Para las relaciones queer de antaño, que se caracterizaban no solo por su imposibilidad de espacialización y exhibición, sino por su reducción a una vida articulada por la fugacidad y lo efímero, la fotografía les proporcionaba algo de lo que su relación carecía: detención. La foto capta una milésima de segundo para instalarlo “en el más allá a-crónico e inmutable de la imagen” (). Sin embargo, esta fosilización del tiempo exterior en una temporalidad embalsamada suele traer numerosas alusiones a la muerte. Dubois afirma, sin ir más lejos, que toda fotografía se encarga de “cortar en lo vivo para perpetuar lo muerto” (). Sin embargo, este punto de vista se debilita cuando es enfocado desde la óptica queer que estoy defendiendo: esta fotografía-muerte se convierte aquí en fotografía-vida debido a las operaciones que ese investimento libidinal produce: esta supuesta muerte que la foto asegura origina, a la inversa, fuente de vida, de imaginación, de utopía para las personas queer, ya que permite vivir otra vida a partir de y en la imagen. La imagen que se capta es sustento de felicidad, actúa como un despertar del deseo, el amor y también la nostalgia que moviliza a los sujetos implicados, dándoles un motivo para seguir hacia adelante. En vez de ser la fotografía una “tanatografía” () yo aquí propongo leerla como una “erotografía”, como un dispositivo saturado de vida que alienta a la resistencia y la búsqueda de felicidad en contextos hostiles.
Quiero ir más allá de lo que acabo de defender. Quiero afirmar que la fotografía queer trasciende su carácter de prueba, de simple constatación de algo externo, para ser su construcción activa. La fotografía queer, en un momento de prohibición, se convierte en el único espacio en el que esa relación íntima se construye materialmente. Por supuesto, no quiero inferir que la relación no exista fuera de lo visual; pero, en un contexto social adverso, la fotografía apuntalaba precisamente su concreción, era un agente activo en su construcción. La fotografía da peso, apuntala la pareja: las fotografías la “reconocen” ().
Esta connotación era inferida por estas personas queer, lo cual investía la foto no como un “signo de ausencia” () sino como un signo de vitalidad, de presencia. Creo fundamental remarcar no un carácter luctuoso, sino un carácter vitalista en la captación fotográfica queer por las posibilidades de agencia que la foto permitía. Fotografiar siempre ha sido, en palabras de Fontcuberta, “apegarnos a instantes de la vida de tal forma que olvidemos que existe la muerte” (). Esta frase, en el contexto que estoy narrando, cobra una importancia política total.
4. La fotografía como espacialidad habitable y de supervivencia
Como ya he anunciado, el corte fotográfico, al producir literalmente una separación del exterior patriarcal y homófobo, inaugura un tiempo y un espacio propio para ser habitados, dentro y fuera de la foto, un espacio imaginario para tal fin. La fotografía, como bien afirma Sontag, es “una porción de tiempo, [y] de espacio” (). Me interesa la materialidad que la palabra porción indica: un ámbito, un registro, un tiempoespacio que la fotografía concreta.
A la hora de intentar definir la espacialidad que la fotografía abriría en su experimentación por las personas queer, creo oportuno recurrir al término de “thirdspace” o “tercer espacio” desarrollado por el geógrafo y teórico Edward Soja (). Lo que me interesa de este concepto, más allá de su nombre, es que “desafía constantemente la noción de espacio y lugar objetivo-mensurable y subjetivo-sentido, abriendo la posibilidad de que surjan nuevos significados y epistemologías. Como tal, […] trasciende las nociones de conocimiento espacial vinculadas principalmente a medidas o conceptos objetivos” (). Además, este concepto se aplica específicamente a “lugares específicos y familiares en vez de a espacios no familiares y genéricos” (). Lo que me interesa de este concepto es la posibilidad que nos proporciona a la hora de concretar una espacialidad o ámbito sentido, subjetivo y familiar, que se basa en los espacios materiales y mentales para superarlos y extenderlos (). Esta espacialidad detenida y profundamente emotiva es lo que estas fotografías crean: una espacialidad que es más una exploración, un lugar “real-e-imaginario” al mismo tiempo ().
La creación de esta brecha espaciotemporal viene por supuesto posibilitada por las condiciones de la propia fotografía de fotomatón. En tanto que este cubículo fue pensado para la creación de retratos, el fondo se presenta lo más aséptico posible: normalmente un fondo blanco, estrecho, que reduce toda evocación posible a una realidad ajena al marco de la foto. Esto permitía la creación de una espacialidad afectiva exclusivamente modelada por la propia pareja, por sus dinámicas afectivas; una manera de enfatizar y construir ese ámbito partiendo del afecto sentido, ajeno a un afuera concreto.
Lo que este tiempoespacio afectivo y subjetivo creado por la foto proporciona es la posibilidad de “habitar la imagen”. Para hablar de la imagen fotográfica como espacio habitable echo mano del libro de Mónica Alonso Riveiro Habitar la imagen en el que se hace una lectura afectiva de la fotografía de posguerra española como lugar de resistencia y creación de contra-realidades que evadieran las del régimen franquista (). A pesar de que lo expuesto en este libro puede parecer temáticamente alejado del asunto de este artículo y por ello descabellado traerlo a colación, creo que Alonso Riveiro inaugura una vía muy importante e inexplorada hasta ahora a la hora de analizar los usos de la foto por parte de colectivos oprimidos. Se ha apuntado mucho las cualidades afectivas de las fotografías, pero no se había analizado con tanta sensibilidad cómo la foto puede proporcionar un lugar emotivo y subjetivo para habitar, a la vez que resistir. Así, propongo con la autora pensar estas fotografías queer como “lugares de negociación con una realidad y un tiempo trastornados” donde se puede “vivir una vida otra, fuera del tiempo” (). La posibilidad que hay en ellas, para las personas queer —hostigadas y violentadas, incapaces de expresarse socialmente—, es la de “de vivir de otro modo con ayuda de (en) lo sensible” ().
Georges Chauncey afirma que "Privados de la intimidad que idealmente se suponía que debía proporcionar el hogar, jóvenes de ambos sexos […] intentaron construirse cierta intimidad en espacios que la ideología de la clase media consideraba "públicos" (). Ya mencionados los usos queer con los que releían el espacio público, quiero centrarme en la primera parte de la frase: la privación —o más bien prohibición— de esa intimidad impulsaba a la conquista de lo público. Sin embargo, sostengo que también es precisamente la espacialización de esa querencia voraz por una intimidad compartida lo que las fotografías proporcionaban: era precisamente esta necesidad humana lo que sostenían y lo que permitían habitar. La fotografía que estoy analizando permitía esa textura doméstica —“que debía proporcionar el hogar”—, esos tiempos domésticos lentos que se tornan solamente así habitables. Esto es por ello lo habitable: ese poder “sentirse en casa”, esa privacidad e intimidad podía materializarse de esta manera: en la imagen, haciéndola así habitable.
José Luis Pardo, en un estudio sobre la intimidad (), la define tentativamente, en un momento del texto, como ese “estar muriendo por”, ese “no puedo vivir sin” que “nos ata a la vida” (). Y es precisamente aquí donde radican esas estrategias de supervivencia queer que la fotografía habitable levantaba: si la intimidad que estas proporcionan “ata a la vida”, estas fotos por ello epitomizaban esa supervivencia queer al proveer de fuerza, hálito y resistencia. Visto esto desde el presente, la intimidad personal que concitan estas imágenes se convierte en política y colectiva al ensayar estrategias queer de sobrellevar un contexto violento. He enfatizado lo colectivo porque no hay comunidad sin intimidad: “construir la propia intimidad equivale a reconstruir o recrear una comunidad” (). Si la intimidad se sustenta en la “integración y la conexión” () entre personas, esta intimidad pasada, en principio personal e intransferible, forja uniones y comunidades en el presente, o al menos las inspira o alienta. De esta manera, esta intimidad queer que las fotos proponen crea una comunidad de afectos transtemporales: las resistencias que segregan dan fuerza a una comunidad a través de la movilización de pasiones alegres. Esto da cuenta de las múltiples maneras silenciosas y alternativas de crear comunidad en un momento en el que las reivindicaciones por los derechos LGTBIQ+ no habían estallado todavía. Esto supone ampliar las estrategias que comunidades queer de antaño tenían a la hora de crear su supervivencia; una supervivencia que pasaba por los poderes de la imagen.
En suma: “La imagen fotográfica es […] un lugar donde se puede vivir otra vida, a espaldas de la Historia” (), inaugurándose así maneras de poder ensayar e imaginar una “utopía queer” (), que ayude a sobrellevar una realidad difícil. Estas fotografías abren un espacio para habitar el presente de otra manera, pero también, en cierto modo, funcionan para imaginar un futuro mejor. Esta futuridad está en el núcleo de una política queer, si entendemos lo queer como algo que todavía no está aquí (). Esta futuridad mejor para lo queer, esa futuridad que habita el todavía-no, es convocada por la propia imagen fotográfica: volverse hacia los poderes de la estética y las imágenes “no es escapar del espacio social”, sino, muy al contrario, intentar trazar “el mapa de las futuras relaciones sociales” (). De esta manera, estas imágenes permitían habitar colectivamente un presente incierto con la esperanza de imaginar un futuro.
5. Conclusiones
He sostenido que la fotografía, en su realidad afectiva y vivida, ha sido fundamental para un colectivo LGTBIQ+ que no podía vivir con la libertad que tenían las personas cisheterosexuales. No solamente he querido subrayar cómo la fotografía puede funcionar como un tiempoespacio habitable, sino también como un lugar donde crear activamente resistencias e imaginar un futuro mejor. Esta pulsión vital queer que impulsa la fotografía no se queda en el 1953, sino que llega hasta nuestros días.
Kyle Morgan afirma que lo que hace que esta foto sea actualmente tan conmovedora es la radicalidad con la que se expresa ese sentimiento queer de encontrar un espacio privado donde dar rienda suelta al amor lejos de las miradas ajenas (). Sin embargo, creo que esta apreciación puede ir más allá y cobrar un alcance mayor si lo analizamos desde la avalancha icónica en la que vivimos insertos hoy en día. Actualmente “vivimos en la imagen, y la imagen nos vive y nos hace vivir” (). Toda la reflexión que he llevado a cabo acerca de la habitabilidad de la imagen se vuelve hoy omnipresente en nuestra vida diaria: vivimos a través de y en la imagen. Nuestra vida es constantemente representada a través de las fotografías: vivimos en ellas y fotografiamos para vivir más intensamente. En este contexto, los selfies han venido a sustituir la antigua función de constatación que tenía la fotografía que he analizado: los selfies vienen ahora a construir de igual manera lo que ellos captan. El poder de la fotografía para construir y dar entidad a lo que toma sigue estando intacto. Las relaciones amorosas queer, ya alejadas del ostracismo y la violencia de antaño, siguen necesitando la imagen fotográfica para enfatizarse, para hacerse carne: para alcanzar visibilidad (). En una sociedad que camina hacia la igualdad, pero que todavía naufraga y fracasa en conseguirlo, la imagen no solo moldea los deseos de aquellos que no gozan de igual legitimidad, sino que permite —como antaño— contribuir al “desarrollo de la identidad” queer (). La imagen se actualiza hoy día para lo queer como una manera de construir alejada de los criterios patriarcales.
Es esto lo que me punzaba, lo que me desarmaba: sentircomo propia esa necesidad torrencial de los dos chicos de querer materializar ese afecto, ese amor. Es eso lo que detectaba y lo que para mí actualiza la imagen y la enlaza con el presente —esa vida queer sentida en su precariedad, pero también en sus pulsiones gozosas—: ese es su punctum. Barthes lo definía también con esta frase: “Lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme” (). No puedo nombrar ese brillo en la mirada, esa mano despreocupada, ese azoramiento en la cara: no puedo nombrarlo sin desvirtuarlo: tan solo puedo sentirlo como propio. “Tanto si se distingue como si no, es un suplemento: es lo que añado a la foto y que sin embargo está ya en ella” (). En ella está esa vivencia queer, esa necesidad de materializar que la foto canaliza y que yo siento y he sentido. El punctum que esta foto acciona es más bien una identidad queer transhistórica que se deja sentir y activa “los mecanismos trans-temporales de las relaciones afectivas entre los sujetos de las fotografías […] y otros espectadores contemporáneos […] que producen nuevos significados para estas imágenes cuando circulan en la actualidad” (). A pesar de que este “punctum queer” que aquí quiero definir sea algo personal, creo que es colectivizado a partir de las heridas y los placeres de un colectivo LGTBIQ+, que comparte una historia común de opresión que se galvaniza y reaviva a través de la imagen. Este punctum queer que la foto dispara se inserta en el corazón del colectivo y es politizable porque habla de las violencias, deseos y necesidades que las personas queer tenemos y canalizamos. No solamente tener un espacio privado que reclamar, sino saber que ese espacio íntimo lo provee la fotografía —ahora y antes— es aquello que el punctum queer levanta y colectiviza. Si la foto es siempre “un soplo de vida” (), para los queers ese soplo es una necesidad de primer orden.
En suma, lo que he querido, a lo largo de este artículo, es analizar el poder que la fotografía tenía para parejas queer; un poder que se enraizaba directamente con el sitio de producción de la foto que he analizado —el fotomatón— además de las propias peculiaridades del medio fotográfico —su mimetismo pragmático—. Además, otros de los objetivos del presente texto ha sido analizar la fotografía a partir de una conexión corporal con el objeto artístico, a través del cual se establece un diálogo hermenéutico que hace queer la investigación, al dejar “que el objeto hable” (). Así, he movilizado las obras del pasado para hacerlas útiles para una política queer contemporánea, entendiendo la obra como contenedora de una identidad queer transhistórica capaz de conectar eróticamente con el presente; haciéndola un punto de anclaje de diferentes temporalidades que confluyen y se fragmentan en multitud de direcciones.
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Notas
[1] Queer, insulto en inglés que significa “torcido” o “raro”, era el insulto para injuriar a las diversas identidades del colectivo LGTBI. Desde finales de los 80/principios de los 90 del siglo pasado, se produjo una reapropiación de esta palabra y se politizó como etiqueta identitaria y arma política. Aquí se usará el término como una etiqueta-paraguas a la hora de designar cualquier disidencia sexo-género y, por ende, como un sinónimo del colectivo; al mismo tiempo, en otras partes del artículo hará referencia a los Estudios Queer, corriente de pensamiento que hunde sus raíces en el mismo periodo de emergencia mencionado y que busca un replanteamiento profundo de las epistemologías sexo-género, raciales y de clase, que permean y estructuran nuestra sociedad.
[5] En relación a la fotografía queer de antaño o fotografía queer encontrada, véase también: Bentley, Kevin. Sailor: Vintage Photos of a Masculine Icon (San Francisco: Council Oaks Books, 2000); Bush, Russell. Affectionate Men: A Photographic History of a Century of Male Couples (1850’s to 1950s) (Nueva York: St. Martin Press, 1998); Buxán Bran, Xosé M. Bellos y desconocidos (Barcelona: Laertes, 2015); Buxán Bran, Xosé M. Bañistas: Fotografías encontradas (Santiago de Compostela: CGAC, Xunta de Galicia, 2017); Deitcher, David. Dear Friends: American Photographs of Men Together, 1840-1918 (Nueva York: Harry N. Abrahams, Inc. Publishers, 2001). Agradezco a los revisores de este artículo por las generosas referencias.
[8] Es preciso matizar que, por supuesto, el acceso al hogar o a espacios privados era posible en el pasado por personas queer, mayoritariamente por parte de hombres homosexuales blancos y acaudalados, de una clase alta bastante pujante. El acceso a un hogar por parte de estos hombres suponía el acceso a una respetabilidad burguesa y masculina que el hogar proporcionaba. Véase, Chauncey, Gay New York.