INTRODUCCIÓN
La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.
H. P. Lovecraft
Efectivamente, hemos visitado el corazón de las tinieblas y viajado a ese punto más allá de lo que es propiamente humano. Creíamos estar completamente a salvo; éramos la sociedad de los cuerpos sanos, del deporte, del placer. Y, de repente, llegó el desastre, a la manera vaticinada por Blanchot:
Cuando el desastre sobreviene, no viene. El desastre es su inminencia, pero, dado que el futuro, tal y como lo concebimos en el orden del tiempo vivido, pertenece al desastre, el desastre ya lo ha retirado o disuadido siempre, no hay porvenir para el desastre, de la misma manera que no hay tiempo ni espacio en el que este se cumpla ().
Desmantelamiento absoluto de nuestra condición, de la propia continuidad en el marco de lo temporal. El hombre, de repente, se descubre otro, sometido por completo a una otredad. Objeto acaso de una indefinida mutación, y entonces se evidencia que lo monstruoso es estar abiertos a una serie infinita de diferentes e imprevistas transformaciones. Pues lo monstruoso define, precisamente, lo que aparece sin haberse previsto; se declina según movimientos forjados por una imagen insoportable que va a producir una suerte de serie, donde se combinan las técnicas de la elusión y el rechazo y las de la persecución y el encuentro sin término.
El virus y sus diferentes cepas forman, pues, la serie; responden a la ley del retorno, de la repetición diferencial, a través de las distintas réplicas que conocerá el monstruo. La repetición, el retorno, designan en cualquier caso la ley nerviosa de lo fatídico catastrófico. Podría decirse, además, que hay algo de religioso en este tipo de relaciones: “Denominamos religioso – escribe Michel Serres– a aquello que nos reúne o religa al exigir de nosotros una atención colectiva sin tregua, de tal forma que la mínima negligencia nos amenaza con nuestra desaparición” () (la traducción es nuestra). Atavismo ancestral del virus, donde debemos entender que el propio término de religión, asimismo, alcanza un alto valor simbólico en la medida en que apunta justamente a lo inverso de descuidar, despreocuparse: negligir. Lo religioso concerniría, por tanto, a algo fundamental –y también potencial o latentemente peligroso– que sin embargo exige y concita el sentimiento de pertenencia de la comunidad. Acaso lo inaugura: el monstruo mismo como entidad-alteridad originaria (recuérdese, por citar un solo caso, el mito de Tiamat en la tradición babilónica: Tiamat es la diosa primera del "mar salado", asociada a un monstruo primordial del caos en el poema épico Enûma Elish . Ti significa vida y ama, madre. Respecto a su apariencia, suele ser identificada con una gigantesca serpiente o dragón marino). De esa bestia primordial, que ha de ser vencida y troceada, nacerá la humanidad. En ella, que pone en peligro de muerte al hombre mismo, se encuentra implicado el propio modo de existencia de la humanidad, bajo la amenaza, precisamente, de la extinción. Blanchot de nuevo:
El desastre, preocupación por lo ínfimo, soberanía de lo accidental. Eso hace que reconozcamos que el olvido no es negativo o que lo negativo no viene tras la afirmación (afirmación negada), sino que está relacionado con lo más antiguo, lo que vendría de la profundidad de los tiempos sin que jamás haya sido dado ().
Volveremos sobre esto. En cualquier caso, en esta puesta en continuo de la diferencia desastrosa, confrontados a la imposibilidad de la resolución, nuestro tiempo – y nuestra condición – son los de la espera y el suspense, esto es: los marcos propios del terror. Pues los límites del organismo humano se encuentran ahora continuamente desplazados. Nos sentimos, en cierta forma, como objetos de una depredación: seres que habitan en la frontera de su potencia explorando la monstruosidad de una vida que se proyecta más allá de sí misma, sin un fin o término preciso ni aparente. Lo que el virus ha mostrado es, pues, que la vida, en lo esencial, es monstruosa. Y nosotros en ella, meros supervivientes, amenazados, no solo transfigurados o transformados. Agarrados ansiosos a todos los mecanismos de conservación, en el deseo de escapar a la muerte, en el anhelo angustioso de perseverar en el ser. Por eso, como en casos anteriores de grandes epidemias, el ansia de escapar ante la inminencia de lo horrendo impulsó decisivamente, más que cualquier otra consideración, al confinamiento y a la fuga. Era el reconocimiento paladino del fracaso de cualquier otra terapéutica.
Dominio potencial de nuevos expresionismos. La pandemia ha mostrado entonces que no hay en verdad eso que podamos llamar una naturaleza humana, y que, en fin, estamos abiertos al afuera, a la llegada del intruso, al devenir, y que eso precisamente es ex-sistir. Nunca hemos estado instalados en una naturaleza definida. Lo humano se trasciende desde los orígenes mismos: lo propio del hombre es no tener naturaleza, nacer inacabado, sin verdaderas defensas, no sobreviviendo más que por invención, por innovación técnica.
He aquí un gran aprendizaje de la pandemia: no tener esencia. Asumir en definitiva que el ser, como ha señalado Jean-Luc Nancy en Corpus, no es nada previo o subyacente al fenómeno:
El cuerpo es el ser de la existencia. ¿Cómo mejor tomarse la muerte en serio? Pero también: cómo decir que la existencia no es ‘para’ la muerte, sino que la ‘muerte’ es su cuerpo, lo que es bien diferente. No hay ‘la muerte’ como una esencia a la que estuviésemos abocados: hay el cuerpo, el espaciamiento mortal del cuerpo, que inscribe que la existencia no tiene esencia (ni siquiera ‘la muerte’), sino que solamente ex–iste ().
Así pues, la esencia del hombre es su indeterminación, o lo que es lo mismo: no tener esencia. La mutación es su destino. El monstruo, lo monstruoso, se muestra fácilmente como modelo y destino de esa mutación. Muestra el futuro del hombre bajo nuevas condiciones de existencia. Su plasticidad evidencia la mutabilidad de un devenir esencialmente transgresivo. El monstruo viene siempre de un futuro, o mejor, de un pasado-futuro cíclico que circunda el tiempo presente, como la serpiente de la mitología nórdica que rodea el mundo, si queremos recurrir a una nueva versión del mito. Despliega el ciclo infinito de creación y destrucción que representa, por ejemplo, Jörmundgander.
Jörmundgander, criatura maligna engendrada por padres terribles, se alimentaba de lo que encontraba en el mar de Midgard. Su crecimiento desmedido permitió que, mordiéndose la cola, pudiese (inmemorial efecto de globalización) abrazar toda la Tierra. Se le conoce también por ello en los idiomas escandinavos como "jordens band", esto es, "cinta del mundo". Pero llegó un punto en que la serpiente del mundo no se sació y por la desesperación se comió a sí misma, ocasionando que matara su hambre destruyéndose, pero, a la vez, creciendo más. Así siguió hasta el Ragnarök, la devastación total del cosmos. Es de este modo como se creó el símbolo de la serpiente comiendo su cola, el ciclo infinito de destrucción y creación de los nueve mundos (inspiración del uróboros). No obstante, al comerse a sí misma por tanto tiempo la serpiente del mundo obtuvo el poder de ver su nacimiento y muerte, y con ello adquirió el conocimiento del futuro y el pasado. Consumiéndose a sí misma en el mar de Midgard, sabedora del destino, espera ahora el Ragnarök. Por su lado inverosímil, incongruente, lo monstruoso constituye la esencia de lo trágico, lo persigue como su sombra.
Resulta también tremendamente significativo, en la forma de elaborar el trauma de la pandemia, el retorno a comparaciones y situaciones de guerra. Solo que ahora el enemigo es tanto más peligroso cuanto que es invisible. Línea de frente, de corte, misteriosa en tanto que móvil, incorporal por su manera de acechar a los hombres. Pero, en cualquier caso, cuestiones para nuestra generación olvidadas, como el combate o la lucha vuelven a estar cerca, y a marcar dramáticamente nuestro presente. Ahora los acontecimientos responden a estas premisas: una omnipresente atmósfera de paranoia, sospecha, conflicto. Podría pensarse, de nuevo, en la imagen de Leviatán como metáfora revenida del cuerpo político, en tanto que ilustración corporizada del campo de batalla, de un espectro que es un organismo surgido de un ejército popular, se diría que él también hecho de moléculas. Compuesto, tal como en la propia ilustración del texto de Hobbes ya sucedía, por todos los individuos de la población de la que él se constituye en espejo: todos nosotros cediéndole nuestra silueta, nuestra reflexión, nuestros derechos. Un cuerpo político vuelto ahora repentinamente visible: se trata de un gigante o de un coloso molecular, un autómata, dirá Hobbes, compuesto por átomos individuales. Visto desde abajo, sobrevuela por encima de nuestro horizonte contemporáneo, cubriendo todo el campo visual, un poco de la misma forma en que Murnau, por ejemplo, nos lo mostrara en su Fausto.
Y en ello, el cuerpo individual, nuestro cuerpo de cada día, esa invención de Occidente, al tiempo que se sintió expuesto, se escondió; él también procuró volverse invisible. Se ocultó desde luego en los hospitales, en los cementerios, en los palacios de hielo, ahora como una imagen de Friedrich: el buque Esperanza destrozado y hundido en los arrecifes árticos (fig. 1). Nuestro cuerpo alcanzó, asimismo, un nuevo régimen que solo quizás la narrativa de ciencia ficción había conseguido visualizar: cuerpo asociado impenitentemente hasta la muerte (y especialmente en ella) a técnicas, a plásticos, corazas, escafandras, máscaras, medidores… en fin, a materialidades y virtualidades desconocidas hasta ahora en el campo ordinario. Tecnología de una nueva era que será la de las protecciones (y proyecciones) molestas, al límite de lo soportable, para los organismos humanos.
Un resultado: la histeria como producto del cuerpo confinado, que se quiere sin exterior. Tratando por todos los medios de proteger un cerco íntimo, vuelto ahora pura concentración en sí, reniega y catatoniza toda posible extensión, todo su virtual espaciamiento. Cuerpo que se resiste a abrirse, sujeto como sustancia absoluta y, al tiempo, despojado por completo de todo sentido, enmudecido en su propia a-significancia. Cuerpo endurecido en su fatal implosión e (im)posibilidad.
Pero la pandemia puso también sobre la mesa el gran miedo nuevo de nuestro tiempo: la condena de la desconexión. La necesidad del apartamiento, la obligatoriedad de la cuarentena y el hallarnos largamente confinados desató una ansiedad absolutamente contemporánea: la imposibilidad de una vida desconectada que tenga sentido. Se desató entonces la necesidad de saturar la mónada, cada intimidad aislada, con un exceso de comunicación, con la voluntad de que los cuerpos saturados de significación pudiesen protegerse de lo intolerable, de la amenaza del silencio y la propia a-significancia. Lo decía ya una novela reciente de Tom McCarthy, Satin Island: “lo peor de morirse (…) es que no hay nadie a quien contárselo” (). Toda la filosofía de la naturaleza está por rehacer, si por naturaleza entendemos la (ahora peligrosa, mortífera incluso) exposición de los cuerpos. El no-lugar de la caverna platónica se ha apropiado de todo lugar, del mundo.
Clima sin duda apocalíptico. Salir al exterior significa ahora la ocasión de un intercambio bacteriano o viral, de una contaminación. La exposición no solo permite la transmisión problemática entre especies diferentes, sino, como adelantamos, la mutación a través de relaciones microscópicas, invisibles. La metáfora vampírica tampoco está lejos: el vampiro es aquí el muerto-vivo (el virus es exactamente eso: ADN suelto, sin sustancia vital, nula vida por sí mismo) que vive de la savia de otras especies. El vampiro supone en este caso el lugar de un pasaje, de una inoculación que pone en contacto diferentes especies franqueando las barreras específicas de cada una de manera invasiva e insidiosa. Para subsistir, para replicarse (no hay otro objetivo en esta organicidad que su replicación infinita: también en esto el virus se ha vuelto verdadero emblema de nuestra condición semiótica) he ahí una forma vida (¿la vida?) que afronta tangencias y vías no por evidentes menos malignas e indeseadas, desapercibidas acaso hasta ahora; anomalías de las que el vampiro constituye una forma de expresión virulenta y de la que uno no toma conciencia hasta que se ve contaminado, cuando ya es tarde y el desastre ha sucedido.
De esta manera, el nuevo régimen de lo visual debe tratar, antes que nada, con lo opaco, lo retraído en una invisibilidad difusa que, propiamente, conduce necesariamente y de nuevo a la dinámica del suspense, pues nuestra capacidad de control y examen se reduce (o conduce) al hecho de tratar de adivinar la presencia del peligro sobre todo por los rastros, las huellas, las señales de su propia temporalidad (en su carácter de inminencia ya sucedida) siempre ya intempestiva, siempre ya acontecida. La espectralidad, la hauntología en el sentido derridiano, parece nuestro destino.
“Durante el último año no he estado nunca despierto más de cinco minutos seguidos”, escribió por su parte Kafka en su diario de 1911. Debemos también leer esto como una contraseña, una signatura de nuestra propia condición ahora tan precaria y desde luego siempre extraña. Tiempo espectral en que las apariciones no solo se instalan en el pasado, sino en el presente, formando la prueba más cercana a nosotros de un futuro anterior, o de un tiempo, como decimos, en suspenso. Acaso por ello, el arte contemporáneo parece reducido tantas veces a patéticas confesiones de tristes historias pretendidamente personales. Demasiado a menudo ha practicado una poética de la autocondescendencia y el literalismo banalmente transgresivo que no ha hecho en realidad más que profundizar la parálisis del estupor (esto es: la pasividad de una conciencia que cree verlo todo, pero ya no puede nada) y la nostalgia de una presencia tan histérica –e improbable– como supuestamente determinante. Notemos la insignificancia, asimismo, de sus acontecimientos ridículos o precarios; allí donde el sentido se desploma en la idiocia o la estupidez, la sobredosis del terror o la síncopa traumática del miedo. Pero habría que apartar todas estas prédicas del desencanto y el victimismo que se confunden con una suerte de humanismo herido.
Necesitamos, más bien, convertir este desierto en la alegría del suceder; restaurar al tiempo el fulgor del vértigo y de lo inaudito. Reinventar lo real. Como quien levanta una ficción fundamental, una ficción suprema, una nueva cartografía por donde circule un imaginario suficientemente poderoso. “Se llama imaginario –escribió Lyotard– a todo procedimiento que tiende a volver soportable lo que no lo es. El deseo es insoportable. Darse valor para soportar lo insoportable es imaginario” ().
Esto es: hacer de un suceso, por pequeño que sea, la cosa más delicada del mundo. Tratar de mantener, al cabo, la promesa. Esto significa: ni siquiera buscar la sustancia de nuestra ausencia, sino la franja donde esa ausencia se vincula con lo que es. Se hace urgente incorporar - y aún más: sostener, instalar- la energía de la intermitencia, la búsqueda de recorridos sin garantías, los cruces entre imágenes que disparen todos los resortes del extrañamiento. En La Gaya Ciencia Nietzsche ya aportaba una salida al colapso de Kafka, que todavía es el nuestro: "O no se sueña, o se sueña de manera interesante. Hay que aprender a estar despierto de la misma forma: o no estarlo en absoluto, o hacerlo de manera interesante".
Valdría la pena volver a meditar en torno a la idea de Ser y Tiempo de la cotidiana inautenticidad de nuestra vida. Cada uno es como el otro y ninguno es él mismo, sostenía Heidegger. Esta existencia de nadie o como nadie representa también un papel algo fantasmal, es una máscara tras la cual no hay en realidad nada o está la nada. En la medida, justamente, en que no hay tampoco sí-mismo. Y, por ello, ya no se trataría de ir en su búsqueda o tras su realización, como quien buscase una joya perdida. No. La inautenticidad es la forma originaria de nuestra existencia, no la marca de una alienación o su declive. El dasein, el ser- ahí no está por tanto inmediata y regularmente consigo mismo, sino en el afuera, ahí afuera, con sus asuntos y con los otros (). Siempre con otro y lo otro. Nunca en casa, no en su casa: Unzuhause.
Nada sería peor que tratar de compensar esta desposesión fundamental de los individuos con la proliferación anormal de representaciones; sin que esto implique, naturalmente, la estúpida condena – tan actual- de la ficción como un mero simulacro detestable, o la caída en la típica crítica deconstructivista empeñada en demostrar que lo que experimentamos como realidad es siempre una construcción de procedimientos retóricos o simbólicos. De esta forma sólo se llega a la ultrajante conclusión de que no hay realidad, todo es texto o –desgracia impeorable– representación o ficción. Nada que hacer. Esta crítica nunca permitirá experimentar lo real (o lo Real, en el sentido de Lacan). Siempre acaba por tratar de desenmascararlo como una ficción más o menos simbólica. Creemos que hay que optar justamente al revés: tratar siempre de reconocer –de restaurar riesgosamente– lo real en aquello que –nunca de manera tan simple como se cree– aparece como una mera representación. Recordemos aquello que sostenía Rilke: una obra de arte es aquella capaz de afrontar un peligro. Consiste en una operación de corte y transversalidad que penetra más allá o más al fondo de la fantasía de la realidad, del fantasma que es la realidad. Para abrir un dominio donde el sujeto pueda exteriorizar y escenificar eso real insoportable, inobjetivable, inarrestable. Porque el núcleo duro de lo real, ese resto, efectivamente, sólo somos capaces de soportarlo si lo convertimos en ficción.
Y, sin embargo, la aparición del virus y, con él, la enfermedad, la muerte, el desastre, lo ha modificado todo. Y lo ha hecho de la forma que encontrábamos ya en un autor marcado por otra devastación, la de una guerra mundial: Samuel Beckett. El Beckett del final de El mundo y el pantalón (nótese la fecha: 1945), aquel ensayo dedicado a la pintura de los hermanos Van Velde, que ya nos ponía en guardia contra todo exceso de melodramatismo y esencialismo humanista:
Para terminar, hablemos de otra cosa, hablemos de lo ‘humano’. / Ésta es una palabra, y sin duda también un concepto, que reservamos para las épocas de grandes masacres. Necesitamos la peste, Lisboa y una carnicería religiosa a lo grande para que las personas piensen en amarse, en dejar en paz al jardinero de al lado, en llevar una vida sencilla. / Es una palabra que se repite hoy en día con una pasión desconocida hasta ahora. Como si fuera una bala dum-dum. / En los medios artísticos esto tiene lugar con una frecuencia muy particular. Una pena. Porque el arte no parece que tenga necesidad de cataclismos para poder ejercerse ().
Notas
[1] La etimología de la palabra monstruo es explícita a este respecto: proviene de monstrum ‘prodigio’, palabra del bajo latín derivada del verbo monere ‘advertir’, ‘avisar’, del que se derivan también mostrar, demostrar, moneda, admonición y monitor. La naturaleza de ese aviso también es clara: consistía en una advertencia de los dioses a los hombres.