A MODO DE INTRODUCCIÓN
Al hilo de la organización de este monográfico sobre “El arte en tiempos de pandemia: cuerpos, dolencias y resiliencias”, en perfecta sintonía con esa suerte de distopía en la que se ha visto inmersa la sociedad mundial, padecida y todavía no superada, empañada además por el fantasma de la guerra, concreta una necesidad y proporciona una ocasión óptima para reflexionar sobre algunos aspectos que se generan en el cuerpo o fluyen en torno a él en la etapa medieval, los avatares en su representación visual y sus diversos significados. De partida, se evidencia, como proponía el profesor Reyero, que la Historia del Arte no es un sistema de clasificación, ni un relato único, sino una disciplina humanística donde hay muchas historias apasionantes en las que fijarse (). Toda vez que registra el peso del presente a la hora de abordar la narración del pasado. Esa misma incidencia hasta condiciona el relato, dado que la contemporaneidad impone, o cuanto menos favorece, una temática específica y hasta unos matices en la mirada, velando o desvelando determinados ángulos, hipertrofiando otros. En definitiva, no se ha de ignorar que somos como miramos. En otro orden de cosas, el argumento de la existencia de una actitud diferente en tiempos de pandemia o a causa de ella es idea irrebatible, como ya abordara Susan Sontag en su célebre , si bien el problema radica a la hora de ponderar su influencia en la práctica artística, se corre el peligro de sobredimensionar o minimizar su impacto. Sirva de referencia el caso de Millard Meiss Pintura en Florencia y Siena después de la peste negra, donde algunas de sus tesis han sido superadas, dada la anterioridad cronológica de ciertas obras analizadas a los hechos de los que se consideraban consecuencia, a pesar de que otras hipótesis allí defendidas resultan de plena vigencia, como la historiografía especializada ha puesto de manifiesto.
Los diversos estudios realizados a lo largo del tiempo sobre la reflexión de lo corporal trasmutado substancialmente el panorama. En absoluto resulta baladí que Víctor Stoichita en su último libro En torno al cuerpo. Anatomías, defensas y fantasmas inicie el texto subrayando el interés creciente de este hasta convertirse en el centro de reflexión de la ciencias humanas, donde además defiende como “el cuerpo, tiene una historia que abarca apariencia y profundidad, deseo y poder, caída, apoteosis, vida y muerte” (). Lejos por tanto quedan los postulados seminales de Marc Bloch, quien allá por los años 30 del siglo pasado, en La sociedad feudal esgrimía la necesidad de dar entrada en la historia a las aventuras del cuerpo, dado que si no se concretaba una historia descarnada, desprovista de su cuerpo, de sus carnes, de sus vísceras, de sus gozos y sus miserias. En realidad, una historia vacía de vida. En esos momentos iniciales también Maus incluyó el cuerpo y lo corporal desde la óptica fisiológica, psicológica y sociológica. Se da así entrada a la reflexión social sobre la temática, proponiendo en Les techniques du corps (1934) que éste es un producto cultural, que cada sociedad impone al individuo unos determinados usos del cuerpo. “Usos atravesados por variantes culturales o, dicho de otro modo, usos que entran dentro de un ‘arbitrario cultural’ que nada tiene de natural” (). En definitiva, los cuerpos están fuertemente influidos por su historia cultural y por lo tanto, nunca dejarán de estar expuestos a la mediación a través de su entorno visual. Por eso, como ha señalado Hans Belting, “los cuerpos no pueden considerarse invariables y no resisten el impacto del cambio de las ideas en la experimentación de los mismos” (1).
Al dictado de las tesis de Norbert Elías se considera que el cuerpo es el lugar, sede y agente del proceso de civilización (). Por esa condición cultural de lo corporal su percepción varía. En el panorama evolutivo general de su historia destacan sobremanera los cambios formulados en la etapa medieval. En verdad, con el triunfo del cristianismo se asiste a una auténtica revolución en la conceptualización y en las prácticas corporales, al dictado de la elaboración de sus paradójicas y paradigmáticas concepciones sobre el cuerpo que es, a la vez, glorificado y reprimido, exaltado y rechazado, pero que también compete incluso a la gestualidad y ritualidad de los feudales, afecta a las metáforas organicistas en torno al funcionamiento del estado y la sociedad, incluyen los avances de los conocimientos médicos e implica hasta la aplicación de una justicia corporal que acompañaron el despertar urbano ().
ha puesto de manifiesto como a partir de los años 80 de la pasada centuria se constata un impacto extraordinario de los estudios sobre los usos y percepciones del cuerpo en la Edad Media. La ascendencia e influencia de las investigaciones de , los trabajos de , los de o incluso los de han orientado las líneas de inspección con un amplio espectro de búsquedas que a fin de cuentas resultaron determinantes. Desde un punto de vista de la teología política sobresale la obra clásica de . Los citados estudios y otros muchos que se podrían aducir han dado lo mejor de sí, y a la vez las problemáticas planteadas venían marcadas por las preocupaciones contemporáneas, donde se detectan los cambios más destacados. Recientemente se ha abogado por una interdisciplinaridad donde la literatura, la antropología, la historia y la historia del arte se combinan para delimitar mejor esos usos culturales dados al cuerpo en la Edad Media.
Según se ha afirmado arriba, la contemporaneidad ha condicionado, incluso, la mirada. En realidad, los trabajos sobre el cuerpo de Freud, de Lacan, de Kristeva devienen determinantes a la hora de formular diversos enfoques. A lo que se suma la práctica artística más moderna donde la reflexión de lo corporal en todos los ámbitos acapara un notable protagonismo, que compete desde el significado del cuerpo político o las políticas de cuerpo, la crítica feminista, el género, la fragmentación, etc. Perspectivas múltiples que han supuesto hasta un acicate en los estudios del arte medieval y en consecuencia una manera de enfocar la imagen medieval. Piénsese, por ejemplo, en las publicaciones de Schmitt, sobre los ritmos del cuerpo o el cuerpo de las imágenes ( y ), las monografías de, el interés por las emociones (; ), por los fluidos (), por la encarnación en las imágenes () etc. y tantos y tantos otros. En este momento no se trata de catalogar la totalidad de sus fórmulas y recursos, si bien surgirán algunos a lo largo del artículo, y con seguridad se contemplan en los otros textos que componen este monográfico. En todo caso en esa dinámica de ascendencia del presente en la recepción del pasado o mejor en los matices de la mirada hacia el pasado, la práctica artística contemporánea han generado una manera y unos modos de historiar del mundo medieval como con acierto inspeccionó .
Pero también y como consecuencia de la renovación de la investigación en la historia del arte y las ciencias sociales, el cuerpo se ha convertido en objeto de un planteamiento más definido como instrumento teórico de cuestionamiento de las estructuras de poder, de ideología y de identidades (). Por todo ello se aspira a rastrearlo superando su concepción de hecho biológico para centrase en su condición de categoría histórica y cultural cambiante, con tensiones, sociales, políticas y económicas , centrados en el mundo medieval. Un valor extraordinario aporta la escultura, dado que la historia de las representaciones tridimensionales del cuerpo forma parte por tanto, de una historia más amplia de las actitudes sobre la corporeidad, o la dimensión corporal de la existencia humana ().
Al centrarse en el ámbito de la representación del cuerpo en el medievo, surgían ciertos reparos, algunas obras han desparecido y hay que vérselas ,y nunca mejor dicho, con una realidad fragmentada, de nuevo el valor del tiempo destructor, lo que acaso alteraría la visión final. En su caso tratar de encontrar su débil eco o el frágil reflejo resulta una de las vías. Además, no ha de obviarse el carácter elitista de la mayoría de los empeños artísticos, la gran parte corresponden a la cúspide social y las conclusiones no son extrapolables al común, no son generalizables y por tanto la visión ofrecida no deja de ser fragmentaria. Precisamente al estar en un sociedad jerarquizada, esas informaciones que la imagen proporciona sirven para matizar las diferencias sociales
El arte se halla inscrito en la historia y participa a la vez en la creación de la historia, ejerce un papel activo en el complejo juego de las relaciones sociales. Más aun conviene admitir la posibilidad de fallas, de discordancias, de tensiones. El estudio de las imágenes puede brindar una contribución al estudio histórico de las sociedades del pasado a condición, no obstante de reconocer la especificidad del dominio de la expresión visual y el carácter siempre problemático entre la obra y su entorno ().
A buen seguro otra historiadora con los mismos datos hubiese insistido en otras notas, pues como decía el poeta una se esfuerza toda su vida en recrear la imagen que tiene en su imaginación, si bien no es poco reconstruirla con piedra auténticas. Uno de los problemas que se planteaba al organizar el ensayo, es la manera de articular esos indicios y esas huellas del cuerpo en el arte medieval, como se adelantaba en el título. La magnitud de sus manifestaciones, tanto en número, tiempo, espacio y género artístico obliga a acotar los ejemplos en los que centrarse. Por otro lado, es factible abordarlos de manera temática, diseccionando las tramas en las que articular el relato: el cuerpo yacente, la muerte, el cuerpo sufriente, el cuerpo glorioso etc., pero también es lícito detenerse en una obra y denotar los distinto usos y significados del cuerpo, para formular las diferencias en relación directa con su cometido semántico. Se trata de realizar catas de las dos maneras por entender que la visión final obtenida resulta más completa.
La multiplicidad de enfoques y datos de la imaginería del cuerpo en la Edad Media desborda la cabeza más sistemática para apurar una síntesis estructurada. Utilizando la información directa de la plástica se intentará elaborar una visión aproximada. Uno de los problemas iniciales radica en discernir si se trata de una iconografía formularia y genérica, como la crítica historiográfica ha demostrado y por tanto cabe preguntarse hasta qué punto refleja la sociedad de su momento o sigue un plan previo. O por el contrario, en contraposición a estos postulados metodológicos, corrientes más moderna cuestionan su validez, como sugiere Baschet: “en oposición a las visiones tradicionales que subrayan el carácter codificado, estereotipado del arte medieval, sostendremos la hipótesis de una extrema inventiva en las obras de la época” ().
Le Goff y Truong en el prefacio de Una historia del cuerpo en la Edad Media etiquetan su trama como la "historia de un olvido”. Abordar por tanto lo corporal y sus representaciones en el medievo atendiendo a la dialéctica cuerpo/ alma que articula la sociedad medieval acentuada por el cristianismo al vincular la salvación eterna con una actitud de desprecio, condena, la humillación y penitencia de la carne () parece lo adecuado. Si bien con distintas intensidades y no siempre inalterables.
GLORIFICAR Y CASTIGAR EL CUERPO
Uno de los ámbitos donde mejor se transcribe el tratamiento del cuerpo se concreta en los programas monumentales del Juicio Final, de hecho constituyen una de las fórmulas más cercanas al espectador de toda la imaginería medieval, esa condición pública fomenta la amplitud de su audiencia. Y de ahí que su impacto fuera mayor. Por cuestiones de espacio se abordarán solos dos casos Conques y Tudela para exponer sus diferencias, analizar su evolución y posibles causas.
Un ejemplo paradigmático se concreta en Santa Fe de Conques (fig. 1) cuya trama figurativa se articula en un tímpano de grandes dimensiones como corresponde a un lugar de peregrinaje, que actúa de pantalla y recibe al viajero invitándole a entrar. Se trata de la portada más caprichosa del Juicio Final, registra la especial inclinación a expandir a los ojos del público con drástica crudeza a “popularizar las verdades de ultratumba” en la representación de los castigos del infierno. En su ejecución domina un tono grosero que tiende incluso a la socarronería.
El abad Bosquet ya se percató que lo representado personaliza, algún caso local concreto y que la fuente literaria El libro de los Milagros de Santa Fe está detrás de algunas iconografías, frente a otros formatos y modelos más cultos. ¡Que placer para mí como sabio, ver el orgullo humillado, no de una manera abstracta, como en la Psicomaquia de Prudencio, sino en carne y sangre, en este cadáver rígido que ha precipitado en la sima sin fondo que el mismo cavó bajo sus pies con sus pecados! Esto suena como una explicación no solo del tema sino también del estilo desgarrado, inequívoco y directo que caracteriza el lenguaje de tímpano de Conques ().
Brinda la representación más drástica del Juicio Final, de las penas del Infierno, de los vicios y también de las bienaventuranzas, entre cuantas creó el siglo XII. La tendencia a lo concreto apunta a la instrucción moral y práctica. El carácter carnal de las figuras denotan la importancia del cuerpo en el románico, cuestionando la manida caracterización conceptual y abstracta, y sobre todo insiste en el cometido y contenido significativo, donde el lenguaje del cuerpo retórico y gestual adquiere especial énfasis. Las inscripciones articulan un valor memorial, que perpetúa el significado. Incluso adquieren un tono admonitorio “Oh, pecadores si no cambias de vida, sabed que un duro juicio os espera”. Se traduce en una de ellas. El didactismo medieval entendía la potencialidad que había en el hecho de glosar las representaciones figuradas con tituli y explanaciones, que se refuerza al pensar en el recurso de la voz, que les dota de veracidad.
La compartimentación y contraposición entre el ámbito paradisíaco y el infernal responde a una retórica visual de contraste, invertida para potenciar las conductas, reforzarlas o rechazarlas. Todo está ahí figurado. La ilustración del bien y el mal, la representación esculpida del orden social, de los modelos y referentes de conducta y sus consecuencias para toda la eternidad, del premio y el castigo, de la fe, de la ley y el orden feudal. Reyes, obispos abades, peregrinos gozan de tranquilidad y serenidad de la gloria, del reposo frente a la dinámica revolucionada del infierno.
La dinámica y la gestualidad alcanzan cotas inusitadas. De hecho, frente a una idea del arte románico como un constructo lineal y plano, el tímpano de Santa Fe anula el supuesto. La articulación del campo compositivo en retículas distintas y el dinamismo le reportan un valor adicional como ya señalara Bonne, frente a la idea de la arquitectura como género privilegiado que supedita el desarrollo de la practica escultórica, aquí la relación que les une es distinta, las fuerzas se invierten y es la propia escultura la que impone el marco arquitectónico, y éste está al servicio de la talla. Además la simbiosis es capaz de producir un sentido que responde a esa aprensión del cuerpo, buen ejemplo de un modo de pensarlo, que dinamita por otro lado ese sentido estático de la escultura medieval, subrayando su valor dinámico. Dispuesto en base a un ritmo que constituía uno de los pilares de las categorías antropológicas de la cultura medieval. Semántica que se refuerza a través de la estructura de campo y sus contraposiciones, alto/bajo, centro/periferia. Todo conforma operaciones plásticas significantes. Donde la compartimentación, la trasgresión, la fusión, la materialidad son potenciales activos en la formulación del sentido (; ).
La efectista y anecdótica representación del infierno de Conques favorece una doble interpretación absolutamente buscada. Por una parte, una culta propia del ámbito monástico benedictino y otro más popular de referencias con humor. De esta manera se combina lo culto y lo vernáculo que denota una diversidad de audiencia. Esa duplicidad de tonos en el discurso figurativo propicia una doble lectura, una culta destinada al ámbito monástico benedictino, basado en la tradición de la Psicomaquia de Prudencio. Y otra más popular y vernácula con clara inspiración en la historia local y regional y recogida en el citado obra de los Milagros. Ambos registros conviven y conforman esa polifonía de ecos, con todo constituye uno de los programas más sobresalientes de la plástica románico.
La puerta del Juicio de la catedral de Tudela (fig. 2) articula un amplio catálogo en torno a la conceptualización del cuerpo. Su factura supone el preámbulo de la escultura gótica en el territorio hispano, realizada en la segunda década del siglo XIII. Su proyecto se inscribe en unos modelos propios, o por lo menos, con especial atención a su peculiar audiencia.
La literatura artística se hacía eco de la falta de orden y de cierta inconexión. La búsqueda de las fuentes textuales concertó, en la década de 1980, gran debate Jiménez ha arrojado luz sobre la posible representación: inspirada en De contemptu mundi, de Inocencio III, y en lo penal detecta cierta relación con las medidas punitivas prescritas hacia los judíos en el fuero de Tudela. Pero, sobre todo, ha integrado en la lectura iconográfica todos los motivos figurativos para ofrecer una interpretación global en plena coincidencia con los patrones rectores de su creación ().
El complejo programa iconográfico permite identificar en los capiteles (fig. 3-4) uno de los ciclos más completos del Génesis que constituyen, en el sentido literal y metafórico, la base sobre que la que se desarrolla el Juicio. Ahí se localiza en orden cronológico, el primer caso del tratamiento del cuerpo. Este va desde la creación de Adán, a imagen y semejanza, fijado en momento de insuflarle el aliento vital, el notable contraste de actitudes pasiva/activa rezuma significación. Prosigue la creación de Eva, sacada de la costilla del hombre. En el pecado original se apuesta por los desnudos. En la expulsión del paraíso, la hoja de parra sitúa el momento así como la gestualidad y lo contraído de las anatomías y las lágrimas subraya la pena. De hecho el cuerpo es el gran perdedor del pecado de Adán ().
Al dictado de los esquemas al uso, los elegidos irrumpen a la derecha, y a la izquierda los condenados. En la cumplida figuración de los salvados se encuentran todas las categorías de bienaventurados en los diversos estadios de la espera, con una riqueza sin igual en los ejemplares previos que le sirven de base. Se notara el énfasis en el carácter físico y corporal de la resurrección, que parece recoger los debates teológicos del siglo XIII sobre la realidad somática, planteando el problema sobre la naturaleza de los cuerpos gloriosos (). La prolija y detallada descripción de los castigos infernales contrasta con el clasicismo y la calma de las escenas opuestas. Las acusadas diferencias compositivas, narrativas, rítmicas y gestuales responden a modos de expresión repletos de sentido, vigentes en la cultura visual de la sociedad medieval a la que iban dirigidas. El ámbito infernal resulta excepcional, siendo la originalidad y la variedad de los castigos allí fijados una de sus peculiaridades más celebradas.
Una abundante representación de oficios tapiza el infierno navarro, muchos relacionados con la avaricia y la usura. El desarrollo de una iconografía laboral nueva da entrada a la figuración de otros trabajos, ligado al progreso urbano. Se prefiere la caracterización profesional de los pecadores. Se insiste en la categoría socio-profesional, al hilo de la doctrina de la Iglesia donde se sustituye la evangelización ad status y se impone la confesión ad oficia. Se estableció una correspondencia entre el esquema de los vicios y las diversas ocupaciones profesionales.
Una variada nómina profesional desfila entre los condenados: los cambistas, los comerciantes, el banquero con las tablas de cambios y dinero en bolsa, los carniceros, que engañan en el peso y con la materia, el sastre que falsea las medidas de la tela, así como los pañeros y la panadera (fig. 5). Todos encarnan el pecado de la avaricia. No se ahorran medios al fijar los rostros del pecado. Impacta el sistema punitivo, la minuciosa representación de penas que se infligen a los condenados. Se trata de una profesionalización del más allá. Los suplicios repiten los que inflige la justicia terrenal. La penalización infernal traduce los castigos, el gusto por las mutilaciones, la designación del miembro culpable. Se detecta una relación cada vez mayor entre la pena y la experiencia real. En Tudela, la imagen infernal decrece en su dimensión fantástica y se centra en lo cotidiano, en una estrecha proximidad con la vida, precisamente ahí radica una de sus mayores novedades. Destaca igualmente la actividad torturante de los demonios (fig. 6-7). Constituye en un buen ejemplo del triunfo de los suplicios. Traduce una lógica del castigo, pues responde a la punición de una falta particular. Se detecta una multiplicación extraordinaria de los gestos de angustia. Todo ello favorece la lisibilidad de la falta, puesto que la pena en esta reproducción casi directa, la afirmación de esta lógica confirma la voluntad de ligar todo lo estrechamente que sea posible la naturaleza de la pena y la de la falta que ella castiga. Entonces además el infierno no es solo un lugar de dominio del horror y del sufrimiento sino que también aparece como el lugar de la ejecución del Juicio Final.
La documentación confirma el auge económico y el alcance de la comunidad judía en la ciudad, dedicada a las transacciones comerciales, de cambio, y al préstamo con interés; incluso dominaba la alcaicería y el mercado de los productos más valiosos, emplazados en las proximidades de Santa María; además, contaron con el apoyo decidido de Sancho VII el Fuerte. El problema radica en valorar la incidencia de esta comunidad en la portada; ya Mariño y Melero reconocían algunos ecos. Su elección por el cabildo tudelano responde a las funciones de la portada y a su público. En las inmediaciones se concentraba el mercado y allí debían tener lugar las actividades crediticias y los préstamos. La celebración de los juicios y juramentos coincide con una tradición judicial, funciones que han de determinar el proyecto fijado, pues los portales reflejan de algún modo su particular audiencia. Desde las dovelas del infierno de la catedral de Tudela, la condenación se entiende como un recurso pedagógico. La imagen esculpida queda como una especie de sermón de piedra, más eficaz porque estamos en una civilización de la imagen. Su adopción era una forma de señalar un modelo de comportamiento vigente, condenarlo y proscribirlo porque no se consideraba adecuado. Los condenados quedaban como imágenes infamantes de un castigo de inequívoco carácter judicial.
No es fácil formular los argumentos que han inducido al iconógrafo de Tudela a tomar su elección; se advertirá que los tipos y las condenas de esas profesiones coinciden con los habituales de los judíos y, sin embargo, no hay ningún elemento de carácter racial que los signifique o que registre el estereotipo religioso, como ya había apuntado ; ; . La indudable falta de distintivos étnicos coincide con lo habitual en la práctica artística medieval. Será en el IV Concilio de Letrán, en 1215, cuando se prescriba la obligatoriedad a los judíos de llevar señales identificatorias, y dada la proximidad a la ejecución de la portada navarra, ello explica su ausencia. En la catedral tudelana, son razones económicas las que se denuncian, aunque no es menos cierto que van dirigidas sobre todo contra los judíos, cuyas penas coinciden con lo prescrito en el fuero. De hecho, en Tudela concurren dos de los fenómenos vinculados a ese antijudaísmo o prejuicios hacia los judíos por parte de la Iglesia: por un lado, la prosperidad urbana, y por otro, el desarrollo de una economía monetaria.
Cabría preguntarse si, de algún modo, la portada pudo contribuir a los brotes de antijudaísmo que se constatan en Tudela tras su creación. Se sabe de la existencia de un movimiento antisemita en la década de 1230, fecha que coincide con una recién acabada portada del Juicio y que sugiere que la imagen monumental incentivase o alentase esos cambios. Baschet sostiene que la inversión de lo cotidiano es el aspecto más original que caracteriza a los infiernos del siglo XVI y, en este sentido, Tudela se adelanta a su tiempo. La preferencia por las penas corporales habla de infiernos menos sabios en relación con los mentores y el público al que van dirigidos, algo que, sin duda, explica la originalidad de este programa.
Los cuerpos emplazados en el infierno destacan por la gestualidad (fig. 8). Lo exacerbado de los ademanes potencia ese cometido marginal de acuerdo con la teoría modal que impregna la sociedad medieval y que exalta, por otro lado, la eficacia de la imagen refuerza y publicita el mensaje haciéndolo más inteligible, y con ello más efectivo. Se asiste a la concreción de unos códigos visuales que permiten identificar unas prácticas más que dudosas, cuya persistencia reporta el castigo eterno para el que las mantenga. Y, como sugiere Camille, “las iconografías nuevas se adaptan a las nuevas instituciones, leyes y prohibiciones. No describen o reflejan meramente una nueva situación, sino que son producto de unos procesos sociales y, a menudo, instrumentos de acción social” ()
El emplazamiento de los castigos sobre los capiteles del Génesis en la portada coincide con la disposición observada en el De contemptus mundi. Se utiliza en el tratado el recurso a los contra ejemplos que contribuyen a reforzar la aberración e indignidad del pecado que se opone. Jiménez ha detectado ese recurso retórico incluso en la propia disposición del portal, “puesto que el tratamiento de los justos se limita a la sola representación de la paz y el sosiego, su mera presencia recrudece el momento del castigo del conjunto confrontado” (). En un mundo donde la retórica del contraste es habitual y los códigos visuales descansan en ello, es evidente esas contraposiciones sirven para subrayar más si cabe los significados generales de los respectivos ámbitos.
Acostumbrados a contemplar la escultura monumental como un marco fijo, a lo que ha contribuido poderosamente el uso de la fotografía, hay que advertir que, esa condición estática, no se ajusta a la misma realidad de lo dispuesto. En efecto, conviene apelar al propio movimiento que se desprende de los cuerpos, henchido de significado. Las dovelas de los salvados en todas ellas generan un movimiento ascendente, aunque sea mínimo, bien a través de los pliegues, del quiebro de la rodilla, del giro de la cabeza o incluso a través de la mirada, movimiento que formula un ascenso reforzando obviamente su condición positiva. Se notará incluso cómo los resucitados que salen de las sepulturas, fijados en la parte baja en el lado derecho, también siguen ese ritmo ascendente. Se transcribe de ese modo, como había defendido el IV Concilio de Letrán en 1215, donde se aseguraba que todos resucitaremos con nuestro cuerpos individuales, lo que motivó que se hiciera más explícita la Resurrección en las portadas monumentales. Por el contrario, a la izquierda los muertos salen de sus tumbas en la parte alta y denotan un quiebro hacia abajo, una condición descendente que se mantiene en todo el dovelaje a este lado, resaltando la condición negativa. Resulta así la contraposición moral, por el propio ritmo sutilmente subrayado, de la ascensión hacia la gloria y el descenso al infierno, que no podía quedar mejor expresada.
El programa escatológico tudelano es más amplio. La imagen genérica de la lujuria se encarna en la paradigmática figura femenina desnuda cuyos pechos y sexo están comidos por reptiles. El recurso figurativo es habitual; se invierte una representación gráfica del pecado sexual en la que los órganos sexuales de la mujer son castigados por reptiles. El ámbito infernal resulta explícito en la marginación sexual. Una serie de secuencias denuncian el adulterio, entre las que destaca la de una pareja que, instigada por un diablo, camina desnuda hacia el fatal destino. Con la lujuria se han vinculado también las dovelas que cargan las tintas sobre la homosexualidad (fig. 9); en efecto, la condena de los sodomitas ocupa un lugar destacado en los discursos religiosos de la época. “El castigo aplicado a esta falta materializa las condenas del infierno que acosan al pecador en el mismo lugar por donde había pecado. Los homosexuales son llevados por un demonio colgados bocabajo, lo que alude igual a su carácter de invertido” (). La portada navarra se muestra sensible al problema, y fijando e insistiendo de manera figurativa en aquellas actitudes que se quieren condenar, queda, así como una imagen infamante de lo que se quiere proscribir. Las dovelas también emplazan en el infierno la categoría de reyes y de eclesiásticos, entre los que se distingue clérigos y monjes, en una magnífica crítica social.
La portada navarra expone como ninguna otra un rigor creciente en el discurso infernal. Se invoca un léxico de la crueldad. Si Delumeau hablaba de la teología del miedo o la predicación del miedo, aquí puede recurrirse a la imaginería del miedo (), cargando las tintas en todo ese sistema de representación de angustias que contrasta con la paz paradisíaca, como se ha visto, solución indicada por las mismas fuentes que la inspiran.
En la iconografía del Juicio Final se cargan las tintas en los castigos, ejercidos con preferencia sobre el cuerpo, que coincide también con el desarrollo de una justicia civil incipiente a las que estas portadas servían de marco (). Y nada extraño que así sea, dado las funciones de las imágenes, su condición publica y su valor admonitorio. Michel Foucault sostenía que nada es más material y corporal que el ejercicio de poder. Un ejercicio del poder que, durante centurias, utilizó represión de la población sirviéndose de castigos que se apropian del cuerpo del reo. Cuerpos ajusticiados que se someten a un ritual y un espectáculo de ejecución pública, y precisamente eso es lo que se perpetúa en las imágenes analizadas.
LOS CUERPOS Y LA MUERTE
Uno de los ámbitos más fecundos sobre la presencia del cuerpo tiene que ver con todo lo relativo a la muerte, en efecto, el óbito articula una serie de secuencias del proceso desde el tratamiento del cuerpo muerto y sus cuidados hasta los espacios destinados a reposar a la espera del juicio final. Si con el tratado “de los cuidados que se deben a los muertos” escrito por San Agustín entre 421 y 422, la Iglesia encuentra su breviario de los moribundos y se establece la “carta funeraria de Occidente” (), con la introducción de la fiesta de Todos los Santos el dos de noviembre nacía en la Edad Media una Europa de la memoria y de la conmemoración ().
Desde una vertiente antropológica se ha defendido que
la tumba constituye una barrera que separa la vida y la muerte y que las protege una de otra. Pero también es el lugar donde la vida y la muerte se encuentran. El muerto será siempre un ausente y la muerte una ausencia insoportable, que para soportarla se pretendía llenarla con una imagen. Por eso las sociedades han ligado a sus muertos que no se encuentran en ninguna parte con un lugar determinado -la tumba- y los han provisto mediante una imagen, es un cuerpo inmortal. Un cuerpo simbólico con el que puede socializarse nuevamente, en tanto que el cuerpo mortal se disuelve en la nada ().
De hecho, la tumba será el lugar de la memoria que a su vez representa una forma especial de autorrepresentación de todas las épocas. Además es
el lugar en el cual ejercitar la memoria del difunto y así se convierte en el punto sobre el que gira la rememoración litúrgica de la persona fallecida, pero al mismo tiempo, el lenguaje plástico representaba la ansiada permanencia de su persona en la conservación de su cuerpo, continuidad que la representación escultórica mantenía ().
La información que esta imaginería proporciona es prolija. El conjunto de imágenes detalla la ritualidad que el óbito comporta en la sociedad medieval, a la par que ofrece una visión sociológica del hecho en sí, que se incluye dentro de la coetaneidad de la vida medieval, pues “el espectáculo de la muerte formaba parte de la vida cotidiana de la ciudad” ().
La penetración de los cuerpos en el edificio mismo de la iglesia marca una transformación radical: “Al aceptar los cuerpos en el interior del lugar de culto la Iglesia acepta hacer de las tumbas mismas un lugar de celebración” (). Las regulaciones de las Partidas amplían este tipo de inhumación, no solo para la familia real y grandes eclesiásticos sino también para los benefactores de los templos.
En la iconografía de la muerte se distinguen tres ámbitos. El primer estadio agrupa los eventos inmediatos a la defunción, en la residencia del finado, se inscriben en un espacio privado de carácter intimista. Detalla episodios contiguos al deceso. El proceso se inaugura con un momento previo al fallecimiento donde se toma conciencia de su proximidad, no suele representarse figurativamente, si bien existen referencias implícitas, pues en algunos casos “el acto mismo de testar forma parte de la escena de la muerte” (). Se ha subrayado la cualidad performativa de los testamentos, dado que el ritual ahí expresado deviene en un proceso creativo y transformador del espacio y generador del encuentro con lo sagrado.
Una vez acaecida la muerte, se suceden la serie de preparativos del cadáver, como el lavado del cuerpo, la mortaja, etc. Las mujeres se encargaban de desempeñarlas, y en otros casos compete a la cofradía al que pertenecía el difunto. Por lo general no se figuran. Prosigue la secuencia en el mismo ambiente íntimo la despedida de los deudos, con escenas de elevado dramatismo, y la exposición del cadáver para el velatorio. La narrativa visual se despliegan con auténtico lujo de detalles, como se aprecia en los ejemplares de Matallana o Palazuelos donde se refleja el fallecimiento simultaneo a la “Transitio Animae” y la exposición del difunto ya en un catafalco o en el sepulcro de Rojas en Vileña (fig. 10) que además de reiterar la figuración del finado, la participación del monarca en el duelo resulta indicativa del ascenso de la nobleza, invertido sin duda con una intención propagandística evidente () Continúa el ritual la absolución del cadáver, unas veces en casa ,como la de la dama de Villalcazar de Sirga y otras en la iglesia, como en los casos de los sepulcros los obispos burgaleses Rodríguez de Quijano e Hinojosa sugiere una atmósfera eclesiástica.
El segundo estadio transcurre en la calle, es público. Constituye el cortejo que acompaña al difunto desde su casa hasta el templo. Perfectamente ordenado, su riqueza y variedad de componentes depende de la categoría del finado. Su figuración responde a la “idea de la muerte como una ceremonia pública y organizada” (), dado que la sociedad medieval derrama las manifestaciones de dolor a la calle donde la ciudad entera se asociaba a ella como en una gran familia en la que todos participaban de las alegrías y las penas de cada uno. Está cumplidamente establecido y obedece a una intención propagandística evidente, como se constata en el del infante don Felipe en Villasirga (fig. 11), “todo alude a los funerales y a la procesión mortuoria convertida en un espectáculo de gran aparato” () , donde tenían cabida por otra parte todos los sentidos, con olores, sonidos, comidas, etc.
Los participantes se integran en el séquito siguiendo un orden riguroso. No faltan las plañideras vestidas con luto que con gestos violentos y afligidos, gritan, se mesan los cabellos y se laceran las mejillas, caso de Matallana, Palenzuela, Vileña, Santa Cruz de Campezo. Formarían parte del cuerpo doliente. Contra sus excesos dramáticos, llantos y griterío se pronuncia la propia iglesia y las mismas ordenanzas municipales intentan controlarlas, aunque la reiteración de las prohibiciones y su frecuencia iconográfica testimonian su plena vigencia. También en el cortejo tenían un lugar destacado los pobres. Su presencia está costeada por el propio difunto o sus familiares, quienes los visten con luto, les remuneran y los alimentan. Su asistencia a las exequias, reglamentada en los propios testamentos, se generalizan con una doble función, una primera de prestigio personal, además contienen un sentido piadoso, se realiza con ellos la caridad, con el fin de descargar pecados y facilitar la salvación como los textos coetáneos refieren. Su irrupción en la iconografía funeraria constata una realidad habitual ya que en los “funerales, los pobres tienen un cierto derecho reconocido por la costumbre de recibir alimentos” (). Existe una conexión directa entre las prácticas reales y los temas de los sepulcros. Uno de los primeros ejemplos es el del obispo don Martín Rodríguez en la catedral de León (fig. 12). Se ha supuesto como las obras de caridad ordenadas por el prelado (). También se insiste en una lectura litúrgica en relación con la misa de difuntos (). En esa selección de marginados, el monumento leonés detalla lisiados, peregrinos, algunas mujeres -bien viudas, bien prostitutas- menesterosos, diversidad de desclasados que integraban la categoría de pobres y coinciden ajustadamente con las descripciones de las crónicas, por tanto da entrada a otro tipo de cuerpos, considerado incluso como pobre vergonzante. Si existe un pobre por antonomasia, éste es el enfermo aquel a quien sus condiciones físicas impiden valerse por sí mismo. “Las partidas señalan la obligatoriedad de misericordia para con los ciegos et los contrahechos e con los enfermos catando la flaqueza que ha en ellos” (). En León se figura un enfermo llevado por un criado que le ayuda a desplazarse. “Se detecta una ambivalencia de actitudes, una mezcla de compasión y de marginación. A los lisiados y a los enfermos que no podían trabajar la doctrina cristiana concedía el derecho a vivir de la limosna” (). “En la iconografía, la incapacidad y la pobreza se mezclan para componer los rasgos del hambriento, del mendigo, del enfermo, del prisionero y del peregrino” (). El tema no se representa bajo formas alegóricas, sino que apuesta por realidades vividas. En la yacija del sepulcro del prelado leonés, una procesión de desclasados espera recibir el pan que unos clérigos reparten en cestos a las puertas del palacio episcopal, buen ejemplo de “la idea del hambre que define una de las características de todas aquellas situaciones de pobreza. El hambre del pobre es algo tópico se convierte en un tema socorrido en la práctica literaria” (). Los vestidos bastos y harapientos o la desnudez son notas habituales. Dos mujeres integran la procesión, una muestra el seno al descubierto que, en buena lógica, personifica a la categoría de prostitutas, y otra con toca y un niño ha de introducir la condición de viuda. El registro iconográfico femenino insiste en una categoría de mujeres que, al margen de la protección del hombre que vele por ellas, se convierten o integran el concepto de marginalidad, tal y como se concebía en el mundo medieval. Todos estos testimonios gráficos nos dan una imagen menos idealizada pero más completa, registran otras luces sobre el papel que va a desempeñar la mujer. Por otro lado, uno de los rasgos típicos del pobre es la soledad
La soledad es una de las peores lacras del pobre, la que marca el mayor grado de su pobreza. Además, esta nota de soledad es propia de toda la literatura sapiencial, la soledad y el abandono aparecen siempre, y aunque hay algunos casos donde los pobres son varios en escena de limosna son ‘sujetos coincidentes’ pero no ‘sujetos solidarios’ ().
La asistencia de una población marginal se fija también en otros modelos, como el de Diego Ramírez de Guzmán, en la seo leonesa, en el de don Hernando en la catedral de Ávila o el del obispo Hinojosa en Burgos. Toda una serie de figuras expresan el dolor por la muerte, buen ejemplo de ese abandono de imágenes simbólicas y la introducción de escenas de referente real en la época del gótico ().
Una significación similar se ha sugerido para las escenas de vida cotidiana figurada en el sepulcro de san Pedro de Osma que se han relacionado con la comida funeraria. En efecto, la caritas es la idea principal que articula el discurso visual del sepulcro, representación ejemplar de la caridad episcopal, dispuesta tanto en su acepción material como espiritual. Proyecto figurativo cuya secuencia discursiva busca la interacción de las imágenes en el recorrido del espectador sobre la tumba, donde su mirada es llevada por la estrategia narrativa de la contemplación ().
Además de plañideras y pobres, una multitud integraba el cortejo, actuando como distintivo social. El despliegue de recursos es espectacular. En algunos casos una concurrencia nobiliaria participa en las ceremonias. Responde a un ritual funerario caballeresco, como la de “Correr las Armas”, tipo de duelo documentado en Cataluña para las exequias de la monarquía y constatado plásticamente en obras de carácter aristocrático, como en el conjunto de Queralt (). Ciertas ceremonias disponen a jinetes ricamente enjaezados, portando los escudos del finado invertidos, con carácter luctuoso, de esta guisa se fijan en el cortejo del infante don Felipe. El caballo se utiliza como distintivo de clase, pero asimismo redunda en su papel de psicopompo, dentro de esa polisemia de las imágenes. Motivos heráldicos invertidos son a veces sostenidos por nobles a pie, como sucede en los ejemplares de Vileña o en el Esteban Domingo de la catedral de Ávila, se introducen como imagen de dolor, potenciando todo ese sentir luctuoso.
La afluencia del clero en el marcha fúnebre estaba en principio restringida. Los eclesiásticos dominan el espacio de la muerte la presencia del clérigo es indispensable. En cuanto a las cofradías, las ordenanzas gremiales reglamentaban la obligatoriedad de acompañar a los cofrades difuntos, portando cirios. Figuras enlutadas con cirios abundan en la iconografía. Los franciscanos y dominicos frecuentan las comitivas, el arraigo y la popularidad de las órdenes y sobre todo la nueva piedad que postula la pobreza y la salvación del alma frente a la gloria mundana propicia su protagonismo. Además su condición cívica coincide plenamente con el carácter urbano de estas ceremonias.
El tercer estadio es en la iglesia narra visualmente la celebración de los funerales y la inhumación del cadáver. Por norma en el coro se colocaba la capilla ardiente, que no cuenta con representaciones relivarias, si bien es frecuente en la producción miniada. La misa de Réquiem adquiere gran solemnidad, dotada de escasa presencia en la producción esculpida aunque resulta frecuente en la miniatura. En un sepulcro procedente de Palencia custodiado hoy en el Museo arqueológico Nacional se fija el instante mismo en que un acolito levanta la Forma que ha de coincidir con el ofrecimiento de la Hostia por el alma del finado en el ofertorio de la misa de Difuntos (). Secuencia que se ha identificado por los gestos que exhibe el oficiante con el punto exacto de la celebración con el segundo Memento o Memento de Difuntos del Canon ().Por otra parte, se ha de interpretar como “su puesta en escena” en aquellos casos donde el yacente vestido de etiqueta reposa en el lecho, quedando dispuesto para el oficio litúrgico del Corpore insepulto que los oficiantes -acólitos y obispos- celebran colocados en un friso corrido detrás suyo. La composición aporta un caso de sepulcro de tipo “enfeu” y se trata de un yacente de tradición litúrgica, como el de López de Fontecha en Burgos, de Martín Rodríguez en León, el de Fernández de Luna en Zaragoza o el de Juan de Aragón en Tarragona. Notable es el significado del yacente pues “el papel otorgado a la imagen figurada es precisamente la de reconstruir la identidad orgánica de ese cuerpo perdida con la muerte y la necesidad de veneración del difunto de que ella resulte” (Recht 1999, 341). “Al ser monumentalizada en piedra incorruptible, la imagen planteaba la paradoja del cuerpo terreno” ().
Finalizado el funeral se procede al sepelio. Algunos relieves describen el momento mismo de la absolución del cadáver o el Responso final del difunto. La plástica ofrece una gran variedad de modelos. Unos fijan todavía el ataúd abierto y visible el finado, como el monumento de reina Urraca en Vileña o el del obispo Hinojosa en Burgos, donde las peanas sobre las que reposa el catafalco precisan una ubicación definitiva. Otros por el contrario prefieren el sarcófago ya cerrado, caso del de la Beata doña Urraca en el monasterio de Cañas o algunos ejemplares de Matallana o Palazuelos. En ocasiones acompañan a los oficiantes toda una prole de familiares como sucede en el citado de Cañas (fig. 13-14). Estamos ante un nivel de realidad inmediata a la muerte aunque se hayan introducido la función litúrgica.
Ha de repararse también en el significado del yacente de cualquier efigie funeraria de este periodo, pues expresa la memoria del difunto en una dimensión soteriológica: la salvación de su persona en la restauración final de la resurrección de su cuerpo (). Y ello se hace a través de la escultura. Pero aunque la “metáfora de la estatua” sea anterior, en estos momentos gozó de verdadero desarrollo, en los siglos XII y XIII, lo cual conviene relacionar con el auge de la escolástica y el desarrollo de la escultura funeraria monumental (). Como sucede en la Beata de Cañas, donde el cuerpo de la difunta representada no era, como pudiera parecer, el cuerpo de carne abandonado en la tierra, sino el nuevo cuerpo refulgente que auguraba la resurrección final (). En los lados de la yacente figuran sendos angelillos con las vestiduras litúrgicas y sendos infiernillos, y ello ha de aludir necesariamente a la liturgia celeste, por tanto implica una visión anagógica, liturgia que se contrapone a la del funeral que se representa en la yacija.
Por otro lado han de invocarse los cometidos de la representación que apoyan sus bases en un rango antropológico, en tanto que la escultura pone en juego la dimensión activa del espectador, como bien señalara Rosalind Krauss, porque “es un medio peculiarmente ubicado en el encuentro entre la quietud y el movimiento, el tiempo detenido y el tiempo que fluye” (); como ha subrayado también Michel Fried, “porque la escultura pone de relieve la temporalidad de la contemplación” (, ). Y atendiendo a estas cuestiones el sepulcro de la Beata, ubicado en el centro de la sala capitular, preside la vida del capítulo, por tanto, se puede hablar de la presencia activa y reactivada constantemente, que la imaginería materializa. De hecho, la primera secuencia que se ve al entrar en el recinto es precisamente el recibimiento de doña Urraca por parte de San Pedro, que refuerza obviamente ese “olor a santidad” y el sentido triunfal del conjunto.
Existen asimismo otras obras cuyo encargo no corresponde al propio difunto, caracterizado por su santidad, sino que obedecen a un empeño institucional, generalmente aquellas que custodian el cuerpo. Los testimonios aportados por su iconografía resultan novedosos en la medida que detallan una serie de acontecimientos -más o menos verídicos- que describen los motivos hagiográficos del titular toda vez que los publicitan, como sucede por ejemplo en el sepulcro de San Millán de la Cogolla en un momento anterior. Su interés radica asimismo en testimoniar un conjunto de celebraciones, procesiones y romerías generadas en torno a los restos del santo, como se aprecia en algunos relieves del de San Pedro Regalado, o la invención del Brazo de Santa Tecla en su conjunto de la catedral de Tarragona o en el templete tardogótico que renueva el enterramiento de Santo Domingo de la Calzada. La información que proporciona dicha narrativa visual resulta indispensable para aproximarnos a una vertiente religiosa de la vida cotidiana. Y además no se ha de olvidar la condición de reciprocidad vigente en estas obras, en ocasiones un sepulcro y su iconografía generan unas devociones pero en otras la relación se invierte y es la devoción la que concreta una imaginería determinada. Se abordará así un estudio del sepulcro como fuente del fervor pero dentro de esos ritmos cruzados del sepulcro como elemento generador de nuevos ritos. Los casos de los monumentos de beatos y santos abundan en los siglos del gótico, además dada la proximidad adquieren una gran devoción y así orillando al antiguo santoral, los nuevos santos son los advocatus por antonomasia ().
Por último señalar el valor coyuntural que alcanzaron algunos sarcófagos. La custodia de un sepulcro con fama, suntuoso y en especial de un personaje significativo acapara la atención institucional del momento. Se establece una acusada rivalidad entre los monasterios por cobijar una tumba de prestigio, dado que constituyen una auténtica fuente de ingresos a la par que se emplean para revitalizar determinadas sedes en un estado de palpable agonía. Se incluirían aquí los sepulcros de los santos que por su propia naturaleza de su cuerpo beatificado entran en otra categoría de cuerpos, muy ligado incluso al valor de la reliquia, que por problemas de espacio no vamos a tratar. Como se ha señalado “nunca tanto como en la Edad Media se supo de la fertilidad de las sepulturas” ().
EL CUERPO DEL REY
Y dentro del tratamiento de cuerpo resultaba interesante contemplar el sepulcro regio, ligado obviamente a la idea de un culto dinástico. La capilla real de Sevilla, a pesar de no haberse conservado en su estado original, jalona uno de los episodios más paradigmáticos en la formulación del panteón real. Responde a las necesidades representativas de la monarquía tanto de índole religiosa como política. La toma de Sevilla por Fernando III le garantiza el ámbito privilegiado donde asentar su sepultura, la misma elección se invierte con un sentido soteriológico, dado que ese espíritu de cruzada revierte y propicia la fama de santidad del monarca. Se custodiaban los cuerpos de don Fernando, de su esposa Beatriz de Suabia y de su hijo Alfonso X. Al rey sabio le corresponde el proyecto ideológico y su materialización. Al dictado de la política alfonsí de exaltación mayestática de la monarquía castellano leonesa que toma cuerpo a través de las empresas artísticas, como por ejemplo la reconstrucción del alcázar de Segovia ().
Algunas fuentes textuales y especialmente las icónicas suministran una idea de su estado original. Terminada para 1279 cuando trae el cuerpo de su madre desde las Huelgas de Burgos. De partida, ocupaba una parte considerable de la primitiva mezquita ya cristianizada. La configuración espacial del ámbito arquitectónico adopta un doble piso, uno inferior a la manera de cripta con unas bóvedas mudéjares que sustentan el superior, cuya proyección en altura le convierte en el punto de referencia, en el epicentro de la primitiva aljama, custodiado por una reja y perennemente iluminado se proyectaba visualmente sobre el resto del ámbito eclesiástico, con el significado simbólico inmanente. Los cuerpos de los reyes reposan en sarcófagos donde el motivo heráldico chapeado en metal adquiere un protagonismo extraordinario. Las cajas tumbales estaban custodiadas por las imágenes sedentes de los monarcas, relacionados devotamente con Santa María de los Reyes, cuya titularidad proclama esa vinculación dinástica, acogida en un magnífico tabernáculo, coronando el conjunto. En su organización se ha apelado a los precedentes de la monarquía hispana, se ha evocado el conjunto funerario de Eduardo el confesor en Wensmister y el panteón de San Denis, aunque en su articulación se acusa mayor proximidad con la Sainte Chapelle. De todos modos se concreta una compleja escenografía espacial de fuerte impacto visual para los fieles y los súbditos. Se crea así un complejo articulado para exaltar la ideología del poder, pues el panteón además de su dimensión propagandística cuenta con una dimensión histórica perfectamente resuelta.
Las figuras sedentes de esta capilla inauguran en los reinos hispánicos una tradición que tuvo continuidad en Castilla, para las que se ha apelado al cometido simbólico, de poder, que enraíza con la figuración imperial, y también se han sugerido afinidades con la imaginería real fijada en los cartularios, pese a la diferencia de contextos y de soportes. Las altas dignidades eclesiásticas y la nobleza habían adoptado en estos momentos la imagen yacente para presidir sus monumentos funerarios. Sin embargo, “la efigie sedente, encierra en sí misma la contradicción de una imagen en vida sobre el sepulcro, colocada a la altura de la propia Virgen, como si fuera un resucitado en el cielo podría resultar irreverente” (). La figura sedente con baldaquino se ha relacionado con modelos clásicos, se ha evocado a ejemplares italianos y hasta de carácter imperial, pero el precedente de mayor afinidad parece estar en la leyenda de Carlomagno y sobre todo en la leyenda del Cid que Alfonso conocía, y que pudo proporcionarle la idea, como ya señalaron Alonso y Sánchez Ameijeiras (fig. 15).
Acogidos en baldaquinos, las figuras reales sedentes de tamaño natural vestidos con mantos, peyotes, sayas, camisas, anillos y coronas manifestaban una apariencia muy verídica. Su caracterización y tratamiento responden “al carácter impuesto por la renovación de los retratos imperiales en la época de Federico II Hohestaufen, abuelo de Alfonso X que debían afianzar la imagen del poder y estar bien definida en su aspecto mortal” (). Tanto las figuras reales como la Virgen, simulaban ser imágenes vivientes, incluso eran articuladas para dotarlas de mayor veracidad. Se ha supuesto que “participaran de las renovadas tendencias religiosas documentadas en la corte Alfonso, caracterizadas por una cierta tendencia heterodoxa, incluso rechazas por Lucas de Tuy” (). Ese carácter articulado coincide también con textos árabes perfectamente conocidos en el horizonte cultural de Alfonso X.
Las imágenes de los reyes superaban la mera representación adoptando su condición de presencia
formaban parte del ceremonial de la realeza y recibieron el mismo protocolo que los soberanos en vida de acuerdo con la normativa desarrollada en el Especulum y las Partidas, donde se expresa que en ausencia del monarca las imágenes deben recibir el mismo homenaje, reconocimiento y etiqueta ().
Los sepulcros reales y el altar formaban una composición en ascendente, un plano celestial, otro intermedio o regio donde los monarcas en actitud mayestática bajo un sitial triple velaban las cajas de los restos mortales, era la imagen mayestática y tridimensional de los textos legislados. La elevación de la capilla presentaba siempre a los soberanos muy cerca de la reina del cielo y además cuando los silentes del tabernáculo ocultarán a la Virgen, los reyes con sus sepulcros serían los únicos elementos visibles, los protagonistas de un espacio parateatral donde la corte regia es como es porque Dios lo ha ordenado. Se concreta una escenografía sacra del poder, los simulacros con sus ropas esculturadas, sus coronas sus insignias, aportaban veracidad a la constante presencia de la monarquía en aquel lugar (). Además, como ya advirtiera Flynn “la fundición y nueva hechura de una estatua se convirtió en una metáfora frecuente de la resurrección entre los teólogos cristianos, evocando la continuidad del cuerpo después de la muerte” ().
La misma iconografía adoptada para su caracterización no deja de ser elocuente. Para San Fernando se prefiere la imagen de guerrero, blandiendo la espada profiláctica con la que había tomado Sevilla, condecorada con un gran rubí y en la otra mano sujetaba la vaina. Espada y tahalí participaban en determinadas ceremonias paralitúrgicas con motivo de algunas celebraciones. Como acertadamente se ha interpretado: “Perdida la batalla diplomática en su postulado imperial, Alfonso podría al menos, con la efigie funeraria de su padre simular un pasado imperial para su progenie” (). Para la figura de Alfonso X Sancho IV desechando los deseos de su progenitor- prefiere la iconografía imperial. Se notará el desacuerdo de los monarcas con su imagen definitiva, San Fernando en una Cantiga posterior, en una aparición postmorten pide que se le fije arrodillado y que el anillo que portaba se lo den a la Virgen. Y el Sabio en su testamento ordena que se le coloque humillado el suelo.
El tabernáculo que acogía a la Virgen articula un significado semántico notable. Es una microarquitectura articulada con batientes, toda cubierta de plata con los emblemas heráldicos se ha relacionado con modelos parisinos de mediados de siglo. La caracterización arquitectónica sugiere el aspecto de una capilla de orfebrería, sabemos que esas plantillas trabajan la imagen de modelos cultuales. La microarquitectura crea una especie de escenografía similar a la de un retablo. Se notará por tanto el simbolismo de la estructura. En definitiva se reproduce una especie de diminutos oratorios o capillas que cobijan en su interior una imagen de la Virgen, aquí todavía reforzado por ese carácter arquitectónico que la custodia.
La fisicidad de la imagen se hacía de hecho más palpable. Se refuerzan los valores visuales de la imagen de culto, convirtiéndose en una experiencia visual, acentuando la idea de imagen y visión. La arquitectura debía reforzar el carácter eminentemente visual, convirtiéndolo en un objeto de contemplación (). Es una capilla articulada que, acaso, responda al ceremonial aurático de apertura, en relación con la dramaturgia ritual de apertura y cerramiento de los grandes retablos ().
Se ha afirmado que la Virgen está vinculada a la propia conquista de Sevilla. De hecho, se notara el valor lumínico que debió desempeñar es un cuerpo vivo que aparece transfigurado por los resplandores que los fondos de plata debieron dar. En efecto, los metales contribuían a formular una serie de brillos y reflejos que reforzaban la física y hasta la metafísica de la mirada, acentuada por el brillo y esplendor de las joyas. De ese modo se potencia ese carácter epifánico, teofánico de la imagen. Rodrigo Caro en el siglo XVI aducía “un tabernáculo muy rico que se cierra y se abre dando alegría a los que la mira” (, 1067 nota 2019). Se constata pues ese carácter emocional de las imágenes tan vigente a partir de este momento de la Baja Edad Media.
Pero cuando el tabernáculo permanecía cerrado, solo eran visibles las figuras de los reyes, representados ya en la gloria y materializados como vicarios de dios en la tierra. Con toda la simbología que conlleva.
Entre las vinculaciones estructurales se ha esgrimido el modelo de la Saint Chapelle, sin embargo tal vez ha de aplicarse también a los préstamos semánticos. Recientemente Bony ha interpretado el conjunto parisino todo él cómo un relicario construido. No estaría demás preguntarnos si la capilla Real de Sevilla no se concibe como un relicario monumental para acoger el cuerpo de un rey Santo, lo que explicaría la propia caracterización triunfal de las imaginería real, el despliegue escenográfico parateatral que beneficiaba y mucho a la imagen del monarquía. Incluso me pregunto si el propio concepto de relicario no viene aplicado con la intención de formular esa santidad y el culto al sepulcro, un intento de propagar un culto funerario regio. Por tanto, la Capilla Real de Sevilla, un auténtico relicario monumental que sacraliza el culto familiar regio. Donde la arquitectura constituye el eje sobre el que pivota y visualiza todo el proyecto; puesto que se trata de una iconografía y hasta una iconología de la arquitectura que visualiza la condición sacra de los cuerpos allí cobijados, fijados en una visión escatológica de los monarcas.
Y termina aquí este breve recorrido sobre el cuerpo, se es consciente de que muchas vertientes han quedado por tratar, que sin duda enriquecerían las aportaciones con otras matizaciones. Sin embargo, de lo que no cabe duda de que los aspectos analizados denotan la relación entre el arte la ideología y el poder, incluso una manipulación de las formas artísticas para formular un control sobre las mentes, como sucede por ejemplo en lo relativo a los cuerpos castigados o forjar una buena imagen en los ejemplos de la producción funeraria que contribuya a fomentar su memoria.
Notas
[1] Vid. Peter K. Klein, “Programmes eschatologiques, fonction et réceptión historique des portails du XIIe s.: Moissac – Beaulieu – Saint-Denis”, Cahiers de civilisation médiévale 33, no. 132 (1990): 317-349; Jerome Baschet, Les justices de l´áu delà: les représentations de l´enfer en France et en Italie ( xiie- xv e siécle) (Roma: École Rome, 1993); Jerome Baschet, “Une image á deux temps. Jugement Dernier et jugement des âmes au Moyen Age”, Images re-vues. Traditions et temporalities des images, Hors-série I (2008): 1-23; Jerome Baschet, “Los mundos de la Edad Media: los lugares del más allá”. En Arte e historia en la Edad Media I. Tiempos, espacios, instituciones (Madrid: Akal, 2009); Marcello Angheben, D´un jugement á l´autre. La représentation du jugement inmédiat dans les Jugements derniers français: 1100-1250 (Turnhout: Brepols, 2013).
[3] Melero defendía su inspiración en los textos escatológicos musulmanes al amparo de la documentada presencia islámica en la ciudad, vid. Marisa Melero, Escultura románica y del primer gótico en Tudela (segunda mitad del siglo xii y primer cuarto del xiii ) (Tudela: Centro Cultural Castel Ruiz, 1997): 161; Mariño lo inscribía en la tradición occidental, vid. Beatriz Mariño, Contribución a la iconografía del trabajo urbano en el arte medieval hispánico (siglos xi-xiii) (Tesis Doctoral, Santiago de Compostela, 1991): 277-278; Lance insiste en los modelos islámicos y en ciertos pasajes de la exégesis agustiniana, vid. J. Lange, «Le portail du Jugement de Santa María la Mayor de Tudela», Cahiers de civilisation medieval, 45, 179, 2002, pp. 255-274; es también Melero quien apunta la relación con los restos de los tímpanos de Saint-Yved en Braine (Champagne) o la puerta central del transepto sur de la catedral de Notre-Dame de Chartres vid. Marisa Melero, “Escultura monumental. Portadas y claustro”, en La catedral de Tudela (Pamplona: Gobierno de Navarra, Institución Príncipe de Viana, 2006): 191, 208-223.