Resumen
Para Giorgio Agamben es contemporáneo aquel que no coincide con su tiempo y, gracias a este anacronismo, es más capaz de percibirlo y desentrañarlo. Por ello, Pier Paolo Pasolini y Pedro Costa serán siempre nuestros contemporáneos porque, a pesar de que medio siglo les y nos separe, son dos cineastas que se extraen de su propio tiempo. Dos creadores resistentes, tan intempestivos como tempestuosos que, como el Angelus Novus benjaminiano, rompen la continuidad de la catástrofe y otorgan a cada ruina y a cada imagen su propia significación y su propio relato. Este artículo se levanta sobre las ruinas de dos barrios de arrabal, el Tuscolano II de la Roma de Mamma Roma (1962) y las Fontainhas de Lisboa de No quarto da Vanda (2000) que para Pasolini y Costa representan una forma de vida antigua y sagrada que se ha perdido bajo de las excavadoras de la Modernidad.
Palabras clave:
EL LLANTO DE LA EXCAVADORA: POÉTICAS DE ARRABAL EN PIER PAOLO PASOLINI Y PEDRO COSTA
José Manuel López
EL LLANTO DE LA EXCAVADORA: POÉTICAS DE ARRABAL EN PIER PAOLO PASOLINI Y PEDRO COSTA
Quintana: revista do Departamento de Historia da Arte, núm. 20, 2021
Universidade de Santiago de Compostela
THE CRYING OF THE EXCAVATOR: POETICS OF THE OUTSKIRTS IN PIER PAOLO PASOLINI AND PEDRO COSTA
José Manuel López a
Universidade de Vigo, España
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Recibido: 03/10/2020
Aceptado: 28/11/2020
Resumen: Para Giorgio Agamben es en verdad contemporáneo aquel que no coincide a la perfección con su tiempo y, precisamente por este anacronismo, es más capaz de percibirlo y aferrarse a él. Por ello, Pier Paolo Pasolini y Pedro Costa serán siempre nuestros contemporáneos porque, a pesar de que medio siglo y media Europa les y nos separen, son dos cineastas que se extraen y se alejan conscientemente de su propio tiempo. Dos creadores resistentes, tan intempestivos como tempestuosos que, como el Angelus Novus benjaminiano, tratan de romper la continuidad de la catástrofe —de la tempestad del progreso— y otorgar, así, a cada ruina y a cada imagen su propia significación y su propio relato. Este artículo se levanta sobre las ruinas de dos barrios de arrabal, el Tuscolano II de la Roma de Mamma Roma (1962) y las Fontainhas de Lisboa de No quarto da Vanda (2000) que para Pasolini y Costa representan una forma de vida antigua, sagrada y al margen de la Historia que se ha perdido bajo las mordidas de las excavadoras de la Modernidad.
Palabras clave: cine; modernidad; historia; ruinas; arrabal
Abstract: According to Giorgio Agamben, a contemporaneous person is one who does not perfectly coincide with their time; therefore, due to this anachronism, they are more capable of perceiving and clinging to their present. Hence why Pier Paolo Pasolini and Pedro Costa will always be our contemporaneous, even if half a century —as well as half Europe— separates them. They are both film-makers who consciously extract themselves and move away from their own time. Two resilient creators, both untimely and impetuous, who try to break the continuity of the catastrophe like the Benjaminian Angelus Novus, therefore granting each ruin, each image, its own meaning and its own story. This article rises from the ruins of two neighborhoods in the outskirts: the Roman Tuscolano II in Mamma Roma (1962), and the Lisonense Fontainhas in No Quarto da Vanda (2000); these two neighborhoods represent, for both Pasolini and Costa, a way of life that is ancient, sacred, and has been left on the margins of History by the machinery of Modernity.
Keywords: cinema; modernity; history; ruins; outskirts
La ruina es el alma secreta de todas las construcciones.
Robert Smithson (2011: 34).
A comienzos del siglo XXI Jean-Luc Godard viaja a una Sarajevo que todavía está siendo reconstruida tras la tercera guerra de los Balcanes (1991-2001). El resultado será Nuestra música (Notre musique, 2004), una película en la que cine e historia se rozan, como siempre en el último Godard, y de su fricción surge la llama moribunda, casi funeraria, de la elegía por el siglo XX: el siglo del cine pero también de la barbarie1. Allí, en Sarajevo, interpretándose a sí mismo y en medio de una conferencia titulada «Texto e imagen en el cine», enseña una fotografía de un edificio en ruinas reducido a una fachada humeante (fig. 1) y pregunta a los asistentes de qué ciudad creen que se trata: Estalingrado, Varsovia, Sarajevo, Hiroshima, Beirut, aventuran sucesivamente. «No», responde Godard, «es Richmond, Virginia. En 1865. La Guerra Civil Americana. El Norte contra el Sur».
Fig. 1:
Godard demuestra con esa fotografía que la solución de continuidad de la historia se ha congelado definitivamente en un continuum de ruinas, en una decantación sin final porque ella misma —la decadencia— es el fin de todas las cosas. La fotografía de una ruina es incapaz ya de significar, de signar nada por sí misma porque se ha vuelto intercambiable: las sucesivas e innúmeras guerras que han producido sus propias imágenes fotográficas se confunden en nuestra memoria visual e histórica. Godard se ha convertido así, momentáneamente, en el proverbial Angelus Novus benjaminiano porque, como él,
ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad (Benjamin 2008, 310).
En las películas de Pier Paolo Pasolini y Pedro Costa que habitan estas páginas sobrevuela también una pesada sensación de final de los tiempos. Y en las ciudades que habitan esas películas las ruinas se acumulan ante unos habitantes a los que bien les gustaría, como al ubicuo ángel benjaminiano, detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero no pueden: el cúmulo se ha convertido en túmulo, la ciudad en cementerio, la ruina en sepultura. En este artículo visitaremos dos ciudades, la Roma posbélica de mediados del siglo pasado y la Lisboa que surge de la Exposición Universal de 1998, separadas entre sí por casi medio siglo y media Europa, y lo haremos acompañando a dos cineastas que, a pesar de esas distancias, son, y serán siempre, nuestros contemporáneos:
Pertenece en verdad a su tiempo, es en verdad contemporáneo aquel que no coincide a la perfección con éste ni se adecúa a sus pretensiones, y entonces, en este sentido, es inactual; pero, justamente por esto, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aferrar su tiempo.
Para Giorgio Agamben (2011, 18) es la no-coincidencia o la asincronía con su presente la que define al contemporáneo: un ser anacrónico, fuera de su tiempo, que lo observa desde la distancia para, en falsa paradoja, percibirlo y aferrarlo mejor en su fugaz discurrir. Porque quienes concuerdan o se alinean con su época, precisamente por estar inmersos y en sincronía en ella, no pueden verla tal y como es. El razonamiento de Agamben es impecable: uno no puede observar el espacio que ocupa —el espacio mismo que ocupa su cuerpo— y para hacerlo debería poder alejarse de sí mismo, volcarse extracorporalmente como en una experiencia cercana a la muerte; y por el mismo principio, uno tampoco puede observar el tiempo que ocupa y deberá volcarse extratemporalmente para distanciarse de él. El contemporáneo, gracias a ese alejamiento, amplía la sensibilidad y el rango de su mirada lo que le permite ver más allá de las luces de su tiempo para percibir sus oscuridades porque, como concluye bellamente Agamben (2011, 21),
todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esa oscuridad, aquel que está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente.
Por ello mismo, Pasolini y Costa serán siempre nuestros contemporáneos porque, a pesar de que las décadas les y nos separen, se alejan, se extraen conscientemente de su tiempo. Son dos fuerzas resistentes, tan intempestivas como tempestuosas, que tratan de romper la continuidad de la catástrofe —de la tempestad del progreso— y otorgar, así, a cada ruina y a cada imagen su propia significación y su propio relato. Sabemos que vivimos en la era de «lo visual» (Daney 2004), aislados en una «videoesfera» (Debray 1994), secuestrados por la «pantalla global» (Lipovetsky y Serroy 2009) y ese magma visual que nos rodea está compuesto en gran medida por imágenes «débiles», tomando prestada la terminología de Gianni Vattimo (1988), que no son capaces de significar una realidad que ha dejado de ser unívoca y se ha vuelto plural, disgregada y abierta en (multi)canal a la interpretación. Por ello, puede que el único gesto de resistencia posible hoy en día sea tratar de rescatar algunas imágenes «fuertes», como hacía Godard con aquella fotografía de la Guerra Civil norteamericana, emanciparlas y ponerlas en relación, pensarlas en sí y entre sí. Este artículo se levanta sobre dos de estas imágenes: dos túmulos de piedra, que sobreviven en una precaria verticalidad en sendos suburbios (en construcción uno, en destrucción el otro). Dos lugares últimos, terminales, porque ambos llevan en su interior el presentimiento de un final y comparten su mirada marginal y su vocación de ruina (presentida una, sobrevenida ya la otra).
Limbos de arrabal
Si miras algo, es un espectáculo, incluso si es solo un muro.
Siempre he querido hacer una película sobre un muro. Si lo
miras de verdad, terminas viendo cosas en él.
Jean-Luc Godard (citado en Bontemps, Comolli et al. 1968, 32).
Si como afirma Giorgio Agamben experimenta la contemporaneidad quien no coincide a la perfección con su tiempo y, justamente por ello, percibe mejor su negrura, Pier Paolo Pasolini, mártir de todas las causas y detector de oscuridades de la sociedad italiana —«el pueblo más analfabeto, la burguesía más ignorante de Europa» (1982, 26-27)—, será nuestro eterno contemporáneo. En su famosa última entrevista, publicada en el periódico La Stampa del 8 de noviembre de 1975, y apenas unas horas antes de su muerte, le decía al periodista Furio Colombo (2005, 308):
El rechazo ha sido siempre un gesto esencial. Los santos, los ermitaños, pero también los intelectuales. Los pocos que han hecho la historia son aquellos que han dicho no, nunca los cortesanos y los ayudantes de los cardenales. El rechazo, para funcionar, debe ser grande, no pequeño, total, no sobre este o aquel punto, “absurdo” no de sentido común.
La Italia de posguerra se transforma inusitadamente bajo una rápida modernización y la homogeneización totalitaria de la sociedad de consumo y el escapismo de la televisión. Pasolini asume que vive el final de una época, la de la cultura popular de los barrios periféricos romanos que él amaba, a pesar de su pobreza y marginalidad, y que había alimentado no solo sus libros sino también una serie de tres artículos escritos para Vie Nuove, la revista del Partido Comunista, titulada «Viaggio per Roma e dintorni» («Viaje por Roma y alrededores», 3, 10 y 24 de mayo de 1958). Y no sorprende, por lo tanto, que se describiera a sí mismo como una forza del Passato:
Yo soy una fuerza del pasado. / Sólo en la tradición está mi amor. / Vengo desde las ruinas, desde las iglesias, / los retablos de altar, desde los pueblos / abandonados sobre los Apeninos o los Prealpes / donde vivieron mis hermanos. / Doy vueltas por la Tuscolana como un loco, / por la Appia, como un perro sin amo. / O miro los crepúsculos, las mañanas / sobre Roma, sobre la Ciociaria, sobre el mundo, / como los primeros actos de la Poshistoria / a los que asisto, por un privilegio del registro civil, / desde el borde de alguna edad sepultada. / Monstruoso es nacer / de una mujer muerta. / Y yo, feto adulto, doy vueltas y revueltas, / más moderno que todos los modernos / buscando hermanos que ya no existen.
Así se lo hace recitar al director de cine interpretado por Orson Welles en La ricotta, el mediometraje que rodó para la película colectiva Ro.Go.Pa.G. (1963). Se trata de un extracto de un poema más largo titulado «Poesías mundanas» que Pasolini escribió como diario durante el rodaje de Mamma Roma (1962), publicado primero en un volumen titulado como la película (del que Welles las lee directamente) y más adelante en Poesía en forma de rosa (1961-1964) (1982: 28). Toda la desesperación del desfase temporal pasoliniano se encierra ya en estos versos: su soledad, su profunda sensación de extranjería de un presente oscuro al que solía referirse como un desierto del que todo el mundo, sus hermanos, sus iguales, habían desaparecido. Pasolini se presenta como un viajero entre tiempos que llega a este presente sepultado, al borde la Poshistoria, desde aquella sacra Italia que solo sobrevive en la ruina. La ruina de sus edificaciones, por supuesto, pero también de sus valores morales, de todo un imaginario reducido a escombros. Y salvar las pocas imágenes supervivientes, casi como reliquias que afloran entre los cascotes: este era el sentido de lo sagrado que Pasolini iba a otorgar al cine.
Sus películas vinieron a continuar ese rechazo total a la grisura de su tiempo, a la homologación y ahormamiento que habían traído consigo el capitalismo y la cultura pequeño burguesa. Un pesimismo que impregnó a sus personajes interpretados mayoritariamente por actores no profesionales; hombres y mujeres que surgían del sustrato proletario de esa Italia que él condensaba en los arrabales romanos, convertidos en su laboratorio de experimentación vital, poética y cinematográfica. Pasolini había crecido con el trabajo de directores neorrealistas como Vittorio De Sica, Luchino Visconti, Federico Fellini o, especialmente, Roberto Rossellini. Y la película que más admiraba era Roma, ciudad abierta (Roma città aperta, 1945) sobre la que, en 1958, escribió un poema:
En seguida, con el primer encuadre, / me envuelve y arrebata l’intermittence / du coeur. […] aquí, el épico paisaje neorrealista, / los hilos de telégrafo, el empedrado, los pinos, las tapias desconchadas, […] la sombría forma de la dominación nazi… Casi emblema ya, el grito de la Magnani, bajo los mechones revueltos y absolutos, / resuena en las desesperadas panorámicas / y condensa en sus miradas expresivas y mudas / el sentido de la tragedia. / ahí es donde se disuelve y mutila / el presente, donde el canto de los aedos se ensordece (Pasolini 1997, 51-52).
Pasolini reconoce el verdadero paisaje neorrealista en los borgate, los barrios periféricos romanos y sus «oscuras calles de la memoria» donde «el pasado lo baña con su llanto». Pero en el último artículo de aquella serie para Vie Nuove (24 de mayo de 1958), se quejaba de la escasa e idealizada presencia de estos barrios en el cine italiano de la década de los cincuenta. Y un año después de aquellos artículos y de su poema sobre Roma, ciudad abierta, el mismo Rossellini iba a ser objeto de su cuestionamiento al respecto de El general de la Rovere (Il generale Della Rovere, 1959). Pasolini (1999, 30) desea que Rossellini lidere el retorno a un cine comprometido políticamente pero, unas líneas después, afirma que hay algo forzado y convencional en el realismo de su película y que el cine italiano necesita preguntarse de nuevo «qué y cómo mirar». Esa iba a ser sin duda la gran pregunta de todo el cine moderno, y Michelangelo Antonioni la pondrá tan solo unos años después en boca de Giuliana (Monica Vitti) —«¿Qué debo mirar?»— en El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964). La respuesta estaba clara para Pasolini que en su primera película, Accattone (1961), dirigió su mirada hacia los barrios de la periferia romana que representan una patria que podía sentir todavía como suya, una última reserva espiritual de una vida tradicional ajena a los prejuicios burgueses o católicos a la que dedicó sus primeras novelas Chicos del arroyo (1955) y Una vida violenta (1959). La distancia de estos arrabales respecto al centro de Roma no era para Pasolini solo espacial sino también temporal y cultural: otras voces y otros ámbitos que la urbanidad oficialista ignoraba cuando no trataba literalmente de borrar de sus patios traseros.
«El fin del mundo» es la primera frase que se pronuncia en Accattone, convirtiéndose así en el íncipit moral de su filmografía: el fin del mundo del subproletariado, al menos, un drama social que, como Pasolini defendía en sus artículos para Vie Nuove, había comenzado con la orden de Mussolini de derribar aquellos viejos barrios populares romanos que ofendían su mirada y que había sido continuada por los sucesivos regidores y administraciones locales de la posguerra. «Accattone», que significa mendigo en italiano, es el apodo que recibe el proxeneta interpretado por Franco Citti que deambula incesantemente por el borgata Gordiani. Se trata de la misma barriada a la que dedicó uno de aquellos artículos titulado significativamente «Viaggio per Roma e dintorni. I campi di concentramento» (10 de mayo de 1958). Como explica Italo Insolera (1993, 136), el término borgata derivó peyorativamente de borgo —distrito o barrio— y fue acuñado por el régimen fascista para designar a ese «pedazo de la ciudad en medio del campo, que en realidad no es ni una cosa ni la otra». Un terrain vague, por lo tanto, o un espacio límbico como parece indicarnos el propio Pasolini con la cita que abre la película, extraída del Canto V del «Purgatorio» de La Divina Comedia de Dante2, con la que nos presenta a sus habitantes como almas perdidas y en pena.
Fig. 2:
Y el cuerpo espectral de Accattone, constantemente al borde de la desaparición, atraviesa estas strade miserabili —como las describe Pasolini en el guión (1993, 111)— en una intuición constante de muerte: lanzándose al río Tíber por una apuesta, soñando con su propio entierro después de haberse encontrado con una comitiva funeraria o en esa escena en la que, carcomido por los celos y los remordimientos por haber prostituido a su novia, corre hasta la orilla del Tíber y hunde su rostro en la arena (fig. 2). Se trata de un retrato doliente, desesperado y apenas suavizado por su cariz tragicómico, una imagen poderosa y muy expresiva3, especialmente si recordamos lo que Pasolini, opinaba sobre cómo el consumismo había ejecutado un «genocidio cultural» sobre los jóvenes romanos:
El joven romano ya no existe. Es un cadáver, un cadáver de sí mismo que continúa existiendo biológicamente pero en un estado de impoderabilidad entre los valores de su cultura popular romana y los nuevos valores consumistas y pequeño burgueses que le son impuestos (Voslion 2002, película).
Tras el rostro embarrado de Accattone y su sonrisa tan vacía como desesperada se esconde un cadáver en vida, una sombra de sí mismo, un autómata vaciado y doliente. En ese rostro y en ese instante, Pasolini encuentra la representación definitiva de la juventud perdida de los borgate: la máscara misma de la Modernidad.
El último muro del Tuscolano II
Acude, pues, a Roma, juntamente / edén, ciudad, desierto, sepultura, / en donde las ruinas se levantan / lo mismo que truncados promontorios, / y donde floridos jaramagos / y los fragantes matorrales visten / la desnudez del devastado osario.
Una sola ruina, sueño de un arco, / o de una bóveda romana o románica, / en un prado donde burbujea un sol / de calor calmo como el mar. / Postrada allí, la ruina está sin amor, uso / y liturgia, ahora profundamente extintos […].
Pier Paolo Pasolini (1982, 27).
En Mamma Roma (1962), su siguiente película, pervive esa premonición mortuoria enraizada en los espacios suburbiales de la periferia romana. Anna Magnani interpreta a Mamma Roma, una prostituta que abandona su antiguo oficio y consigue poner un puesto de verduras en el mercado. Su hijo Ettore (Ettore Garafolo), al que había alejado de su lado, vive en el campo y va a buscarlo para que viva con ella en una vivienda social en el Tuscolano II, uno de esos barrios levantados en la periferia por el ayuntamiento romano dentro del INA-Casa, el plan nacional de vivienda pública en los años de posguerra (véanse Gravagnuolo 1998 o di Biagi 2010: 44-51). En ellos se trataba de acoger a la infinidad de migrantes que llegaban a Roma desde el rural y también de dotar de una vivienda digna a ese 22% de romanos que en 1951 vivía en zonas severamente superpobladas y al 7% que lo hacía en «chozas, chabolas, barracas o grutas» (Insolera 1993: 187). Por supuesto, Pasolini era contrario a estos nuevos asentamientos impersonales y fríos en los que los modos de vida tradicionales del proletariado se diluían entre las blancas paredes del sueño pequeño burgués, y los consideraba una fachada tras la que el poder trataba de ocultar las profundas injusticias sociales de aquella Italia. Una solución habitacional, quizás, pero nunca una solución vivencial.
Fig. 3:
Allí, en su nueva casa, Ettore y Mamma Roma observan desde su ventana un fondo urbano indeterminado (fig. 3): «Qué paisaje más horrible», exclama ella, «si hasta se ve el cementerio». Y más allá del cementerio aguardan los baldíos del borgate Cecafumo en los que, literalmente, la ciudad parece llegar a su fin (fig. 4). Estos espacios marginales, por los que Ettore y sus amigos deambulan sin rumbo ni objetivo, son la última frontera urbana pero también los últimos restos de la libertad no normalizada que Pasolini asocia a la juventud del proletariado. La vida de Mamma Roma y Ettore adquiere la forma de una tragedia que se desarrolla en este nuevo limbo que está punteado aquí y allá por las ruinas de un acueducto romano. A lo largo de la película, Pasolini remarcará una y otra vez la oposición visual entre los nuevos bloques de edificios y el que se conocía como el «Parco degli acquedotti». Esas ruinas romanas y esos descampados servirán de refugio para Ettore cuando huya de la vida reglada que su madre trata de construir para él. En uno de los vagabundeos solitarios de Ettore entre las ruinas, un cuidado encuadre nos muestra una columna del acueducto, aislada y grotesca, que se recorta sobre el fondo informe de las grúas y edificios en construcción del Tuscolano II (fig. 5). Ettore, como Acattone, como Pasolini, asiste a «los primeros actos de la Poshistoria […] desde el borde mismo de alguna edad sepultada» ante esas ruinas romanas: las mismas que, dos siglos antes, representó Giovanni Battista Piranesi en su serie de grabados Vistas de Roma (ca. 1748-1778) (fig. 6); las mismas que, más de un siglo antes, observó Percy B. Shelley y le llevaron a calificar a Roma de «edén, ciudad, desierto, sepultura» en su poema «Adonaïs» (1821).
Fig. 5:
Ettorese acerca a esa columna, la observa y la rodea hasta que se tumba entre la vegetación para dirigir su mirada al cielo. En esta poderosa imagen, Ettore, empequeñecido e insignificante, se enfrenta inerme y desprotegido a la «grieta» pavorosa que surge en un paisaje impasible e imposible. Es otro joven romano convertido en un cadáver en vida, en una sombra de sí mismo, una figura que se recorta sobre un fondo que representa la fractura histórica y cronológica de la periferia romana, tan indescifrable para sus habitantes como esta cohabitación monstruosa entre el pasado y el presente, entre las bóvedas, los arcos y la piedra y las grúas, las excavadoras y el hormigón. La continuidad de la historia se había vuelto ya entonces imposible, mucho antes de la eclosión del pensamiento posmoderno: el pasado no antecede ya al presente sino que coexiste con él bajo formas fantasmales y ruinosas. Y si se quiebra el gran relato de la Historia, también lo harán las pequeñas historias de los hombres y mujeres del subproletariado de los borgate, atrapados como los veía Pasolini entre los antiguos valores de la cultura popular y los valores impuestos de una nueva clase media consumista. Pequeñas historias como las de Accattone, que muere estúpidamente escapando de la policía tras robar un jamón, o la de Ettore que, tras ser detenido por otro hurto menor, es encerrado en la celda de un manicomio, enfermo y olvidado por la sociedad, hasta que muere en una pasión que reconstruye cuidadosamente la Lamentación sobre Cristo Muerto (c. 1475) de Andrea Mantegna.
«Ofrecidos estaremos en la cruz / a la agonía», escribió Pasolini en un poema titulado «La crucifixión» (citado en Nicotra 2005, 120). A la anticipación de muerte que tiñe sus películas se añade en la mística pasoliniana su fascinación por la imagen crística: además de la transubstanciación de Ettore en el Cristo Muerto su filmografía está recorrida por ecos del crucificado: como Accattone haciendo la figuradel ángelal lanzarse al río Tíber junto a la estatua de un ángel que carga una cruz; o la elección de su propia madre para interpretar a la Virgen en El evangelio según según San Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964); los crucificados de Porcile (1969) y Medea (1969) o, finalmente y fuera ya de la ficción, su propio cuerpo vejado, rajado y expuesto en la morgue tras haber sido brutalmente asesinado en una playa de Ostia, resemblando en un postrero e involuntario eco post mortem al Cristo muerto (1521) de Hans Holbein. En su propio martirio Pasolini representa el martirio de todo un pueblo, el de todos los jóvenes romanos que, como Ettore, se han convertido en cadáveres en vida, el de todos aquellos «hermanos que ya no existen» de los que hablaba en Poesía en forma de rosa.
Fig. 7:
Cuando Mamma Roma se entera del trágico final de su hijo corre hasta la habitación de Ettore y, tras abrazar algunas de sus prendas dejadas sobre la cama, trata de lanzarse por la ventana. Algunos vecinos que la acompañaban se lo impiden, sosteniéndola como cuentan los Evangelios que San Juan sostuvo a la Virgen al pie de la cruz. La película la cierran dos planos del rostro de Anna Magnani desencajado por el dolor (fig. 7 y 9) que se intercalan con dos contraplanos de los bloques del Tuscolano II observados desde la distancia, quizá desde el parque del acueducto (fig. 8 y 10). Suele repetirse que ese segundo juego de planos de la ciudad se corresponde con la visión subjetiva de Mamma Roma desde la ventana de Ettore, como además apoyarían las miradas «solidarias» de sus acompañantes que se dirigen hacia ese mismo fuera de campo que ella mira horrorizada. Pero la vista desde la ventana (fig. 8 y 10) es diferente a la que nos mostraba Pasolini en aquella escena cercana al comienzo, donde, además del cementerio, se observaban unas vías de tren y una arboleda (fig. 4). Ahora, en cambio, lo que vemos es la cúpula de San Giovanni Bosco y los edificios del Tuscolano II entre los que incluso puede estar el que habita Mamma Roma y desde el que ella, en ese mismo momento, estaría mirando.
Quizá esta diferencia entre las vistas de Roma de aquella primera escena, cuando Ettore aún estaba vivo, y las de esta escena final no sea más que un fallo de continuidad, y más teniendo en cuenta las precarias condiciones de producción de las primeras películas de Pasolini. Pero la cuidada planificación de toda la secuencia final, desde que Mamma Roma se entera de la muerte de su hijo hasta la precisa rima pareada y los medidos encuadres de estos cuatro últimos planos, parecen apuntar, en cambio, a una decisión intencionada. Y de ser así, si esos dos planos no se corresponden con lo que Mamma Roma ve desde esa ventana, ¿quién estaría ejerciendo esa otra mirada? De ser así, esos dos planos no se corresponderían con la mirada subjetiva de Mamma Roma sobre la ciudad sino con su contraplano estricto, un eje visual simétricamente opuesto al suyo: la mirada que le devuelven los borgate, la mirada de la misma Roma, indiferente al sufrimiento de su mujer. Ante ese terrain vague que no pertenece a la ciudad ni al campo, ni a la pequeña burguesía ni al proletariado, ni al presente ni al pasado ni mucho menos al futuro, la mirada de Mamma Roma se pierde en el vacío que aguarda detrás de la cámara. Un fondo sobre el que la figura de Ettore ya no se recortará nunca más y en el que solo queda su ausencia: el hueco mínimo dejado por la figura en la gran grieta histórica del paisaje.
No podemos dejar de ver
En las casas de los muertos siempre hay algo que ver.
Ventura, citado por Pedro Costa (Burdeau y Lounas 2007, 115).
Las casas nuevas están más muertas que las viejas, por que sus
muros son de piedra o de acero, pero no de hombres […] Una casa
vive únicamente de hombres, como una tumba.
Cesar Vallejo (1985, 118)
En 1989, el mismo año en el que debutaría en el largometraje con O sangue, Pedro Costa escribió un texto para el catálogo de un ciclo dedicado a Howard Hawks en la Cinemateca portuguesa. Como recuerda João Bénard Da Costa (2010: 181), el que fue por muchos años su director y el programador de aquel ciclo, Costa eligió Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, 1955) y su artículo se centraba, casi en su totalidad, en un «plano insoportable» en el que la reina Nailla muere para salvar del veneno de una cobra a su hijo, el príncipe Zanin:
Todo lo que sucede en este extraordinario plano no puede ser dicho. No es la imagen del film Tierra de faraones pero todo el film está contenido en él. La presión del Tiempo, la Muerte en el plano, en el film, nos explota en la cara. Y la herida que ahora nos rasga ya la habíamos presentido en el pasado, arañazos a flor de piel, en el trabajo con las piedras, y no cicatrizará en el futuro del film que continúa. No hay remedio; no podemos dejar de ver. Debe haber un límite a partir del cual la imagen estática, frontal, ascética se vuelve insoportable y nunca podremos dejar de ver ese trazo invisible, esa herida (Costa 1989: web; trad. a.).
El texto es extraordinario y sus palabras, leídas hoy, resultan premonitorias porque, como su cine posterior, nos hablan del tiempo, de la muerte y de esa pulsión escópica que nos impide «dejar de ver», que nos obliga a seguir mirando hasta los límites de lo soportable, hasta que surge «la herida» del cine. Porque si un cineasta ha tratado de responder en el tránsito del siglo XX al XXI a aquel «qué y cómo mirar» que Pier Paolo Pasolini se planteaba en 1959 ha sido Pedro Costa. No está solo, por supuesto, otros cineastas comparten su vocación de ruina, su desencantado humanismo y el fuerte sentido del fin (de la Historia o, al menos, de un tiempo histórico determinado) que convierten a sus películas en entidades intempestivas —y, por ello mismo, puramente contemporáneas— que se enfrentan a su tiempo esgrimiendo precisamente eso, tiempo: Jem Cohen y This Is a History of New York (1987), Chantal Akerman y D’Est (1993), Wang Bing y El oeste de los raíles (Tie Xi Qu, 2002), Jia Zhang-ke y Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006), Tsai Ming-liang y No quiero dormir solo (Hei yan quan, 2006), José Luis Guerín y En construcción (2001), David Lynch e Inland Empire (2006), Joana Hadjithomas y Khalil Joreige y Quiero ver (Je veux voir, 2008), John Gianvito y Profit Motive and the Whispering Wind (2007) o, entre tantos otros, Sylvain George y Qu’ils réposent en révolte (Des Figures de Guerres I) (2010). Todos ellos y ellas se sitúan en algún límite, frontera o umbral desde el que asisten y resisten a un presente fugaz y acelerado que no deja más que vidas, espacios y tiempos en ruinas a su paso.
Pedro Costa encarna ese final comunal en una pequeña comunidad: la del barrio de Fontainhas, en la periferia de Lisboa, levantado por inmigrantes de Guinea, Angola, Mozambique y, especialmente, Cabo Verde que llegaron a Portugal sin papeles en la década de los setenta para trabajar en la construcción: cuerpos apátridas, atrapados entre un allí al que no pueden regresar y un aquí al que no pueden llegar a pertenecer. Costa filmó por primera vez ese barrio en Ossos (1997), y en él conoció a Vanda Duarte, aunque la semilla criolla de su cine había sido plantada ya en Casa de lava (1994), rodada en Cabo Verde, cuando se comprometió con algunos de sus figurantes a llevar personalmente cartas y regalos a sus amigos y familiares que residían en Lisboa, precisamente en As Fontainhas.
Comenzaría así un ciclo de obras de diversa duración dedicado a las mujeres y hombres de ese barrio de chabolas que poco a poco, piedra a piedra, fue convirtiéndose en una pequeña ciudad marginal. Una ciudad que el Ayuntamiento de Lisboa había condenado a la desaparición, demoliendo los hogares que habían construido con sus propias manos y forzando el realojo de sus más de doce mil habitantes en barrios prefabricados de viviendas públicas. El ciclo de Fontainhas se compone, por ahora, de cinco largometrajes —Ossos, No quarto da Vanda (2000), Juventude em marcha (2006), Cavalo dinheiro (2014) y Vitalina Varela (2019)— y cuatro cortometrajes —Tarrafal (2007), A caça ao coelho com pau (2007), O nosso homem (2010) y Sweet Exorcism (2012)—.
No quarto da Vanda surge del impulso de Costa de registrar el barrio en pleno proceso de demolición mientras todavía parte de él permanecía en pie, y mostrar así unas vidas en sombra, olvidadas, ocultas en los márgenes de la sociedad y ajenas por completo a un progreso que les había dejado atrás:
[No quarto da Vanda] era una habitación y eso bastaba. Por otra parte, es un poco milagroso que el film se sostenga de ese modo. Fue posible gracias al deseo de hacerla, de que era necesario filmar aquello. Un deseo que no era solo mío, sino también del de Vanda, el de su hermana y los demás (Costa en Burdeau y Lounas 2007, 116).
Fig. 11:
Costa suele referirse a ese deseo compartido de hacer cine juntos como el punto de partida de esta película: la invitación de Vanda a entrar en su habitación y escuchar sus historias, las de su hermana Zita y las de todos los que pasaran por allí (fig. 11). El resultado es esta película torrencial pero secretamente encalmada que articula toda su filmografía, recogiendo la espectralidad ficcional de Casa de Lava (1994) y Ossos (1997) y conduciéndola hacia la monumentalidad post mortem de Juventude en Marcha (2006) o Cavalo dinheiro (2014). Y lo hace sin fisura ni inflexión, en una maniobra radical que, vista hoy, se muestra como natural e inevitable: Costa decide abandonar el celuloide y el aparato tradicional del cine producido (equipo de rodaje, varias cámaras, iluminación artificial…) para abrazar la intimidad de un cine vivido. Durante dos años (1998 y 1999), manejando él mismo su pequeña cámara digital, graba este barrio de aluvión asediado por la droga y la pobreza pero también por las excavadoras enviadas por la Câmara Municipal de Lisboa que mordisquean ya sus contornos (fig. 12).
Fontainhas está siendo demolido pero la vida —todavía— continúa y Costa registra ciento veinte horas de material de las que casi tres terminaron en el montaje final: grabando obsesivamente, día tras día, como si quisiera levantar acta de lo que aún está pero pronto habrá desaparecido. Como si documentário, la bella palabra portuguesa para el documental, hubiera nacido de un encuentro imprevisto pero feliz entre «documental» e «inventario». Por ello, Costa presta especial atención a las cosas que rodean y constituyen el mundo de Vanda y los suyos. Objetos povera elegidos por su estricto valor de uso (el máximo criterio estético): una botella, un par de velas, un cuchillo, un listín telefónico, jeringuillas en un bolsillo, en el suelo o en una vena, la madeja de lana que Zita trata de convertir en un ovillo, el saquito repleto de mecheros de Vanda que usa para quemar la droga, su pequeña lámpara al lado de la cama… Costa encuentra en estos objetos, verdaderas naturalezas vivas, pequeños retazos de un retrato que van dando forma, tanto o más que las palabras, al relato secreto de sus vidas:
Fig. 12:
Siempre me maravilló lo que Walker Evans y James Agee hicieron en Elogiemos ahora a hombres famosos. En aquel libro, incluyeron un inventario de todos los objetos que encontraron en la casa de los comuneros sobre los que hacían el reportaje. Este tipo de información llana, simple y pura me resultaba conmovedora en los ochenta y en los noventa, porque en aquella época […] encontrabas por toda Europa ese cine de “arte” aburrido, metafórico y simbólico. Le faltaba la sensualidad de la información pura, el tipo de sensualidad que yo obtenía de la fotografía y los periódicos. Por aquel entonces, necesitaba este tipo de realidad concreta y, en cierta manera, todavía la necesito (Costa en Guarneri 2015: web; trad. a.).
Esa realidad concreta que buscaba la encontró en el cuarto de Vanda, un recinto de paredes desnudas de unos pocos metros cuadrados en el que cabe el mundo. Al menos el de todos los que pasan por allí para charlar, reír, llorar o drogarse, una habitación que es tanto un ágora como una fortaleza en medio del derrumbe exterior. El ruido de excavadoras, de los cascotes que caen, de los gritos y las conversaciones, todo lo que llega desde el exterior es el presente; pero las conversaciones y los relatos míticos, los sucesos y anécdotas, los sueños y esperanzas de quienes pasan por el cuarto de Vanda forman parte de otro tiempo, de un tiempo ancestral y premoderno.
Illud Tempus
Pero yo, consciente / de que sólo hay historia en la vida, //
¿podré acaso obrar con pasión / sabiendo que nuestra historia / ha acabado?
Pier Paolo Pasolini (1985, 92).
Porque, si aceptáramos que estos hombres y mujeres habitan el presente, ¿qué presente sería ese? Desde luego no el nuestro, primermundista y eurocéntrico. Se suele pensar en el suburbio como un espacio otro, que se define por su distancia del centro de la metrópoli, pero lo que más determina su condición orillada, su carácter de límite o frontera final, es que ocupa un tiempo otro, una temporalidad al margen, ajena a los ritmos de la ciudad. A propósito de Accattone, Pasolini hablaba de una «angustia prehistórica» (citado en Mariniello 1999, 183) que aquejaba a los jóvenes romanos de los borgate, aquellos «cadáveres de sí mismos» que continúan existiendo biológica pero no cultural y socialmente, aquellos seres descentrados que, como las ciudades que habitan, han perdido su centro histórico ante la especulación (urbanística, económica, territorial, bélica, cultural, social, histórica…).
Pedro Costa, por su parte, afirma que los suburbios del Portugal «padecen un dolor soterrado. Es un tema que da un poco de miedo, un aspecto enfermizo que destruye a los jóvenes, que arruina todo lo positivo» (Burdeau y Lounas 2007, 116). Una nueva cepa de aquella «angustia prehistórica» afecta por tanto a los cuerpos extemporáneos que filma Costa, seres espectrales que habitan su propio tiempo, el illud tempus, el tiempo sagrado y ancestral de, en este caso, la cultura criolla de Cabo Verde. Porque, ¿a qué lugar pertenecen estos inmigrantes caboverdianos? ¿Son africanos, lisboetas, portugueses, europeos o simplemente apátridas? ¿Forman realmente parte de la historia o, como todos los refugiados y marginados del mundo, viven en un tiempo ajeno al devenir histórico? Como apunta Mircea Eliade (1959, 88-92), las sociedades arcaicas se niegan a participar del tiempo de la historia y permanecen en el tiempo arcaico de los orígenes, un tiempo que siempre es el mismo, una especie de eternidad que no fluye porque se conjuga en un presente perpetuo. Y dirá Costa:
Tengo la impresión de que No quarto da Vanda se desarrolla en el presente, para siempre. Tal vez se vincula a lo que acontece alrededor de los personajes, las ruinas, las cosas que se caen, los vagabundeos circulares. Nada sale de ahí, es un movimiento presente (Burdeau y Lounas 2007, 114).
Se trata, por supuesto, del particular presente expandido del cineen el que confluyen diversas temporalidades porque, como dijo una vez Serge Daney (2015, 88), el cine es un arte del presente, pero entendido en su sentido más amplio, «el presente de la rememoración, de la evocación, como ocurre en los filmes de los Straub». Costa dedicó su siguiente película tras No quarto da Vanda a sus admirados Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet, precisamente: Onde Jaz o teu Sorriso? (2001), una película encerrada también en una habitación, en este caso la sala de montaje de los cineastas franceses. Y como ocurre en el cine de los Straub, una quietud estatuaria y declamatoria impregna a los modelos de Costa. Una quietud que se expande al trabajo compositivo, a la persistencia del plano fijo que niega el reencuadre pues todo es cuadro: Costa no ignora el fuera de campo pero lo conecta al campo visible con las entradas o salidas de plano de los cuerpos, o con las sombras de las obras que penetran en la penumbra de las chabolas; y lo conecta al campo audible con el sonido que llega del exterior o, especialmente, con los relatos de Vanda y su gente que llegan desde otro tiempo en el que el presente convive con lo arcaico.
Su cámara permanece anclada al trípode en todo momento, por la fragilidad e inestabilidad del mini DV, por supuesto, pero también por esa necesidad de quietud, de contemplación ritual de un tiempo estancado que transcurre pero no pasa; una still life de gestos, conversaciones y personas que se repiten y perpetúan ante su cámara, suspendidos en ese tiempo de lo sagrado que Pasolini asociaba también a una inmovilidad litúrgica:
Yo busco la plasticidad de la imagen en el camino nunca olvidado de Masaccio: su feroz claroscuro, su blanco y negro o, si se quiere, siguiendo el camino de los arcaicos, en un extraño maridaje de sutileza y tosquedad. […] No se puede concebir un cuadro de altar con las figuras en movimiento (Pasolini 1962, 149; trad. a.)
Con sus planos largos y sostenidos, Costa busca también la sacudida estética de lo inmóvil, el límite a partir del cual «la imagen estática, frontal, ascética se vuelve insoportable», como él mismo escribió sobre Tierra de faraones. Y las personas que viven ante su cámara adquieren la monumentalidad sacralizada y la desafiante verticalidad de estatuas primitivas que permanecen en pie aunque todo a su alrededor se derrumbe.
Fig. 13:
Como Nhurro, una de la veintena larga de personas que llegamos a conocer en No quarto da Vanda, que en la segunda secuencia, inmediatamente después del título, se lava en su habitación recortándose en claroscuro sobre la luz exterior que entra por el vano de una puerta, ajeno por completo a los ruidos del desmantelamiento del barrio que llegan desde el exterior (fig. 13). Ese constante percutir de las máquinas y los cascotes, verdadero leitmotiv sonoro de la película, llega desde el fuera de campo pero no permanece en él porque, de nuevo, todo es cuadro: en una trasposición casi sinestésica, como ese olor que parece volverse sólido y agarrarse al paladar, estos sonidos se agarran también a los cuerpos de los moradores del interior de las casas y del interior del plano y se posan en ellos como el polvo de las demoliciones en las calles y en las cosas.
El último muro de Fontainhas
Mira para la piedra que la historia vendrá después, y si no hay
historia, no es importante.
Pedro Costa citando a António Reis (Moutinho y Da Graça Lobo 1997)
Yo era un buen trabajador. Nunca construí un muro torcido.
Alfredo, en A caça do coelho com pau (Pedro Costa, 2007)
Por todo ello, en las muchas secuencias en las que Costa sale de la habitación y nos muestra «las ruinas, las cosas que se caen, los vagabundeos circulares» de sus habitantes —como Vanda vendiendo verduras puerta a puerta o en una plaza como hacía Mamma Roma en su puesto del mercado—, se produce una perfecta relación de continuidad del exterior con el interior del cuarto de Vanda o el del «cuarto de los chicos» que Nhurro y sus compañeros tratan de adecentar a pesar de la inminencia de su demolición. Así, el mismo barrio que Costa había observado desde sus anillos externos en Ossos, sin llegar a penetrar en él, ahora es mostrado a pie de calle, con la cámara plantada en sus plazas con hogueras que parecen estar siempre encendidas (como en un asentamiento antiguo), en los descampados que lo rodean y lo separan de la ciudad, o en alguna esquina de su intricado laberinto de pasadizos y travesías por las que apenas si cabe un cuerpo, verdaderos angustiae o desfiladeros de tránsito dificultoso y angosto. Gracias a este deambular de su cámara estática descubrimos este sí-lugar multiforme y cambiante en el que, de la noche a la mañana, aparecen solares vacíos donde una vez hubo una vivienda, montañas de escombros, vallas y cintas de obra que actúan como barreras inesperadas que marcan nuevos desplazamientos e imposibilitan otros, en un mapeo imprevisible y aleatorio de este espacio vivo a pesar de estar condenado a muerte.
Y en un punto indeterminado del corazón del barrio, allí donde una vez se levantó una casa, Costa se encuentra con la ruina de un pequeño muro que ha resistido a los envites de las excavadoras y decide cerrar con él su película (fig. 14).
Fig. 14:
Durante un minuto y diecisiete segundos, la cámara permanece inmutable en su trípode mientras varias personas entran y salen de cuadro: y finalmente, corte a negro. En las secuencias que tenían lugar en las habitaciones eran los ruidos del barrio los que llegaban del fuera de campo, como en el penúltimo plano, el último de interior, en el que Vanda y Zita permanecen en su habitación pero ya casi no hablan: en vez de sus voces, lo que escuchamos son los golpes de la demolición, cada vez más cercanos y amenazadores. Pero ahora, en el plano final, son las conversaciones y los ruidos de interior de los habitantes del barrio los que conforman el off sonoro de este exterior. Esta inversión es muy significativa porque parece indicarnos que en Fontainhas todo es ya afuera, intemperie, deshaucio preventivo o efectivo. Como parecen apuntar también estos dos fragmentos mínimos de pared que aún forman una esquina, como si todavía trataran de demarcar un interior del que solo queda un contorno borrado, la fantasmagoría de una vivienda convertida en habitáculo del vacío.
Tras dos años conviviendo con los habitantes del barrio, Costa llegó a comprender lo que cada chabola, cada muro y cada piedra significaban para ellos:
Todo el barrio de Fontainhas, cada pared que ves en la película, se construyó por las noches, en fines de semana, clandestinamente […] Esas casas formaban parte de su cuerpo; les han amputado una parte (Costa en Neyrat 2008: 165).
Y por eso, cuando se encuentra con esta exigua ruina del presente, la convierte en un monumento trouvé que nos habla, como él mismo escribía al respecto de Tierra de faraones, del «trabajo con las piedras» de los «trabajadores del gran túmulo, artesanos de sus propias sepulturas»4. «Una pirámide tarda mucho tiempo en construirse», concluía. Y también un barrio de chabolas, por supuesto: varias vidas. Y aunque parte de Fontainhas permanece aún en pie, este muñón de cemento y ladrillo se convierte para Costa en un tombeau aún no tumbado, en un epitafio en piedra, carne y hueso por todo el barrio y sus habitantes. Al fin y al cabo, como cuenta el propio cineasta, Fontainhas nunca fue la tierra prometida pero sí llegó a ser tierra sagrada:
Le pregunté a un amigo del barrio y me lo explicó: “¿Sabes?, algunas partes de Fontainhas son tierra sagrada. No te voy a decir nada más, pero ten en cuenta que transportar un cuerpo muerto a Cabo Verde es mucho más costoso que transportar uno vivo”. Ahora, la tierra sagrada de Fontainhas ha desaparecido para siempre. En ella, se levanta ahora una enorme intersección de autopistas (Costa en Guarneri 2015, web; trad. a.).
Coda: el llanto de la excavadora
C’est pas de morts vivants, c’est de vivants morts, ou presque.
Pedro Costa (Marchais, 1998: 34).
Todos nos planteábamos las mismas preguntas.
Yo: ¿qué voy a hacer con esos muros en esta película?
Ellos: ¿cómo vamos a vivir ahí?
Pedro Costa (Burdeau y Lounas, 2007: 115)
Para Pasolini, la urbanización e higienización de los borgate representaba también la demolición de la vida política, cultural y hasta espiritual de Italia. En 1957 publicó Las cenizas de Gramsci, uno de sus poemarios más conocidos, en el que se incluía un largo poema sobre el irremediable proceso de asimilación de los suburbios titulado «El llanto de la excavadora». El poema se cierra con las lágrimas de la máquina a la que se le ha encargado acabar con el mundo sagrado y ancestral de los barrios periféricos para sustituirlo por los nuevos barrios prefabricados como los que él mismo mostró en Mamma Roma:
De tanto gritar / está desgarrada la vieja excavadora, / de tantos meses y años de matutinos / sudores acompañada por la muda escuadra / de los picapedreros; pero junto a la fresca, // removida excavación, o en el breve / confín del novecientos, todo el barrio… / Es la ciudad atravesada por un fulgor / de fiesta, es el mundo. Llora aquello / que teniendo fin vuelve a renacer (Pasolini 1985, 119-120).
Llora aquello que teniendo fin vuelve a renacer: en Juventude em marcha (2006), el siguiente largometraje de la saga de Fontainhas, Pedro Costa nos muestra el nuevo comienzo de sus habitantes al ser realojados en Casal da Boba, un barrio de luminosa blancura construido por la Câmara Municipal de Lisboa para acogerlos. Allí nos encontramos a Ventura, uno de los vecinos al que Costa conoció durante el rodaje de No quarto da Vanda y que acabaría convirtiéndose en el protagonista principal de varias películas de su saga caboverdiana:
[Ventura] es uno de los mitos de la fundación del barrio [de Fontainhas], el más grande y hermoso. Al mismo tiempo es uno de sus dramas más visibles. Puede decirse que encarna el drama venidero. Estamos condenados, destruidos, somos hombres destruidos. Creo que eso se aprecia en la película (Costa en Burdeau y Lounas 2007, 115).
En Juventude em marcha, Ventura se nos presenta como un chamán, el habitante de un mundo arcaico y oscuro al que la higiénica blancura de Casal da Boba convierte en un vestigio de otro tiempo, en un ser extemporáneo y ancestral. Allí, en el nuevo barrio en el que tratan sin éxito de «reinventar el cuarto de Vanda» (Bénard da Costa 2010, 26), estos hombres y mujeres encabezados por Ventura se encuentran una planicie yerma y sin historia donde se levantan impersonales edificios imposibles de diferenciar entre sí. Como muestra esa secuencia en la que Ventura visita a Vanda por primera vez en su nuevo piso y, al ser incapaz de encontrarlo, se verá obligado a llamarla a gritos. El abismo que separa la blancura del barrio de nuevo cuño de la oscuridad arcaica de Fontainhas es acentuado por Costa con contrapicados en los que un Ventura de negro perpetuo se recorta contra los edificios que desbordan el borde superior del encuadre en una verticalidad que se diría infinita, ajena e imposible para este hombre de otro tiempo (fig. 15).
Fig. 15:
Aletargados, como un batallón de fantasmas, los nuevos habitantes del barrio deambulan por este espacio que no pueden desentrañar porque carece, precisamente, de las entrañas de lo propio, de lo que forma parte de ellos porque habita en su memoria pero también porque todavía se siente áspero en la punta de los dedos:
Los personajes no pueden habitar ese lugar porque no lo han construido. Esos muros blancos no les pertenecen. Ventura dijo una frase muy hermosa, que viene de Cavo Verde: “En las casas de los muertos, siempre hay cosas que ver”. De hecho, utiliza una palabra portuguesa que puede designar a la vez a los muertos, los desposeídos, los desheredados, los fantasmas o los zombies (Costa en Burdeau y Lounas 2007, 115).
En los seis años que han pasado desde No quarto da Vanda, el último muro de Fontainhas y todo el barrio han desaparecido. En Casal da Boba estos seres doblemente expatriados sufrirán una angustia que no nace ya de su étimo, la angostura, de la clausura del recoveco y la tiniebla que habían convertido en su hogar en Fontainhas; su angustia nace ahora de su opuesto: de lo blanco, lo limpio, lo diáfano de este baldío luminoso y rectilíneo. El nuevo barrio es un polígono de bloques impersonales, de fachadas blancas y anodinas que recuerdan al Tuscolano II en el que Mamma Roma había conseguido su vivienda social, otro de esos «hormigueros de cubos» que para Pasolini (citado en Mariniello 1999, 196) se reproducían por la Italia de su época. Y recuerdan también a la «ciudad moderna» en la que se adentraba Jacques Tati desde la «ciudad antigua» en Mi tío (Mon oncle, 1958) atravesando un viejo muro medio derruido (fig. 16). Al otro lado de esa frontera entre tiempos, la ciudad blanca, mimética e impersonal frente a la que el señor Hulot ejerce una callada y simbólica resistencia: cuando lo vemos cruzarla por primera vez, un cascote cae del muro, se vuelve, lo recoge y lo coloca de nuevo.
Fig. 16:
Ya sea la Roma posbélica, la desvaneciente «vieja París» de mediados del siglo pasado o la Lisboa que surge de la Exposición Universal de 1998, los barrios de arrabal son pasto por igual de las excavadoras, las grúas, los martillos mecánicos y las hormigoneras como las que también muestra Tati al comienzo y al final de Mi tío. Para Pasolini —como para Tati— los borgate encarnaban la «vida», en toda su inabarcable e imperfecta variedad, pero aunque «lo que cambia llora / a fin de hacerse mejor», resulta difícil imaginarse al autor de Accattone o Mamma Roma llamando «vida» a la existencia en estos nuevos barrios de higiénica blancura sin pasado:
Llora aquello / que teniendo fin vuelve a renacer, / lo que siendo área herbosa, abierta // extensión, se ha vuelto patio blanco, limpio, encerrado en un decoro que da rabia. / Lo que parecía ser una feria / de frescos revoques irisados al sol / se convierte en manzanas de casas, / ordenado hormiguero que no es sino apagado // dolor. […] La luz del futuro / no cesa un instante de herirnos (Pasolini 1985, 120).
REFERENCIAS
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Notas
1
Debe recordarse, siempre, que fue Godard quien afirmó que el cine no había estado del lado de la realidad para dar testimonio de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Esa falla era para él el gran agujero negro de la historia del cine del siglo XX. Véase, p. e., Histoire(s) du cinéma (1988-1998), cap. 3A.
2
«[…] un ángel del infierno / a un ángel celestial que me acogía, / gritó: Me quitas tú lo que es eterno / por una lagrimilla en recompensa; / pero este cuerpo es mío y lo gobierno». En Dante Aliglieri. La Divina Comedia, traducción en verso ajustada al original por Bartolomé Mitre. Buenos Aires: Centro cultural Latiunt, 1922, 233. http://www.cervantesvirtual.com/obra/la-divina-comedia-2.
3
Este rostro embarrado anticipa por unos años a otro de los rostros míticos de la modernidad: el de Jean-Paul Belmondo en Pierrot, el loco (Pierrot le fou, 1965) de Jean-Luc Godard, otro personaje bufonesco y libertario que, para expresar su calmada resignación ante la incomprensión de su tiempo, se pinta la cara de azul antes de suicidarse con dinamita.
4
En construcción (2001) de José Luis Guerín presenta varios e interesantes puntos en común con todo lo tratado en este artículo: otro barrio histórico y marginal que desaparece bajo la excavadora, el Raval barcelonés en este caso; y Guerín utiliza Tierra de faraones como comentario metafílmico a las nuevas viviendas que están levantando los trabajadores de su película: «También me sorprendió el personaje del encargado [de obra], esa ética de la profesión que justifica su existencia me lo hacía muy hawksiano, y eso ya llegó al colmo cuando un día me dijo: “José Luis, ¿tú sabes la película sobre la construcción que a mí me gusta?”, y sin saber ni el título ni el director me describió Tierra de faraones con tal vehemencia y con tal pasión que me dije que había que incluirlo en la película, así que creé la situación como contrapunto mítico». Álvaro Arroba. “Conversación con José Luis Guerín”. Letras de Cine 6 (2002):71.
Notas de autor
ajosemlopez@uvigo.es
ISSN: 1579-7414
Vol.
Num. 20
Año. 2021
EL LLANTO DE LA EXCAVADORA: POÉTICAS DE ARRABAL EN PIER PAOLO PASOLINI Y PEDRO COSTA
José Manuel López
Universidade de Vigo,España
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