PREMISA
En su monumental biografía de Francisco de Quevedo, dedica uno de los últimos apartados al Retrato del poeta. Allí ofrece un rápido repaso de las distintas formas en las que la imagen de nuestro autor ha llegado hasta nosotros; no me refiero solo a las representaciones que de él se deben a las artes plásticas (pinturas, grabados y esculturas), sino, sobre todo, a su retrato verbal. Respecto a este, aparte de las imprescindibles referencias a la descripción despiadada que sus detractores dejaron de don Francisco, Jauralde alude también, muy brevemente, a algunas inserciones autorreferenciales que salpican su obra poética satírico-burlesca. Pues bien, en el presente trabajo mi intención es retomar el hilo del discurso esbozado por Jauralde y explorar estas autoetopeyas festivas en verso para conocer su índole y su relación con los cánones de la retórica del retrato.
NACIMIENTO DE UN GÉNERO
Según afirma , «autobiografía y autorretrato en verso son dos clases de texto que comienzan a aparecer con cierta frecuencia durante el Renacimiento para configurarse como géneros en los siglos xvii y xviii». Lo mismo puede afirmarse de su versión humorística, que, en opinión de acreditados estudiosos, tiene su primera expresión, en la España de los Siglos de Oro, con el romancillo de Luis de Góngora Hanme dicho, hermanas . El poema se hace remontar a 1587, o sea, a una época en la que aún no se disponía de un canon para este tipo de textos y que un autor escribiera sobre sí mismo se consideraba una forma de inconveniente ostentación ególatra. De ahí que la comicidad y la sátira se convirtieran en «el vehículo idóneo para autorretratarse, soslayando así cualquier sospecha de autoengrandecimiento»; además, «el humor satírico dirigido hacia sí mismo» humanizaba al sujeto poético permitiendo «al autor representar sus vicios y virtudes entre bromas y veras» (). En este sentido hay que entender la interpretación que Güntert ofrece del propio romance gongorino: según él, sin pretender ofrecer ningún ejemplo ni responder a la urgencia de defenderse de ningún ataque, don Luis acude al autorretrato burlesco para mostrar «su verdadera conciencia de poeta» () ocultándola detrás de sus chistes y su imagen jocosamente distorsionada. Dicho de otro modo, y para emplear los conceptos expresados por Beltrán Almería sobre el tema (), Góngora, al buscar la autoafirmación como poeta riéndose de sí mismo, experimenta una forma de autorrepresentación híbrida que, a primera vista, parece puramente burlesca, pero en el fondo esconde una finalidad seria. De opinión distinta es , quien adscribe el romance únicamente a la esfera burlesca, al concebir el autorretrato poético festivo como una «manifestación artística […] de negociación entre la propia percepción psicológica ―y física― del individuo con el entorno social», donde «lo feo se convierte en una categoría que rompe los esquemas de lo plácido, de lo cómodo»; de ahí su colocación en el ámbito de lo gracioso y la consecuente generación del efecto cómico, desprovisto de cualquier oculta intención seria de autodeterminación poética.
Sea como fuere, el romance de Góngora tuvo una difusión inmediata en la época e indicó el camino del género al introducir unos cuantos motivos que, acudiendo de nuevo a las palabras y las teorías de , llegaron a ser «recurrentes dentro de esta tradición»; a saber, el recurso de la petición del retrato, la alusión al mundo de la pintura y a la necesidad de llenar con la palabra el vacío de un retrato todavía no pintado, la disonancia entre lo físico y lo social y, finalmente, el motivo erótico. De todo ello procedió asimismo la gran influencia que dicha composición gongorina ejerció, hasta convertirse en modelo de inspiración para numerosos ingenios contemporáneos; baste con recordar, por ejemplo, el romance Retrato de Salvador Jacinto Polo de Medina, en el que el autor pide a su musa que le pinte, o el Retrato del poeta de Francisco de Trillo y Figueroa, que, junto con otros poemas de Anastasio Pantaleón de Ribera, Lope de Vega, Catalina Clara Ramírez de Guzmán y Pedro Calderón de la Barca, reproduce el resorte frecuente de la fingida escritura por encargo (). Pero la lista podría ampliarse aún, añadiendo los nombres de Alonso de Castillo Solórzano, Gerónimo de Cáncer, Antonio de Solís y Rivadeneyra y Gabriel Fernández de Rozas, autores también de análogos poemas autorreferenciales.
Así, pues, gracias al poeta cordobés y a su estela de imitadores, en el Barroco se sientan las bases para el futuro género del autorretrato literario, que, sin embargo, por el momento, queda en el nivel de modalidad de escritura menor, enmarcada en el ámbito satírico-burlesco (). Habrá que esperar hasta bien entrado ya el siglo xviii para que este empiece a consolidarse como género autónomo y, después, a generalizarse ().
QUEVEDO: LA DECONSTRUCCIÓN DEL AUTORRETRATO
Queriendo aproximarnos ahora al tema precipuo de este trabajo, cabe preguntarse por Quevedo y su postura frente a esta modalidad poética emergente: ¿se inspiró él también en el ejemplo gongorino a la hora de referirse a sí mismo en su poesía satírico-burlesca? La cuestión es bastante compleja y responder a esta pregunta no va a ser fácil por una razón esencial que marca una diferencia básica entre los dos autores respecto a este tema: en Quevedo no encontramos una única composición poética dedicada a su autorrepresentación, como ocurre en Góngora y sus émulos, sino una serie de poemas en los que el autor esparce ―bien detalladamente, bien con breves pinceladas― rasgos de su persona física o moral, elementos autorreferenciales y autobiográficos, dando lugar a una imagen desarticulada, muy parecida a las «marionetas» de su universo satírico. No obstante, difícilmente puede negarse, dada la ausencia de otros modelos anteriores en los que inspirarse, que el romance de Góngora pueda haber representado un estímulo o un punto de partida para don Francisco; ahora bien, el camino emprendido por este es bien distinto y muy personal: es el camino de la deconstrucción y de la ambigüedad, en el que Quevedo se observa a sí mismo a través de la lente deformante típica de su discurso satírico. De ahí, una representación descompuesta de su persona, un mosaico caleidoscópico cuyo diseño no aparece de inmediato, sino solamente después de que el lector lo haya reconstruido juntando todas sus teselas. Y aun así, en algunos casos no puede afirmarse con seguridad que se trate de auténtica autorreferencialidad, porque Quevedo es muy hábil en disimular, enmascarar y fusionar ficción y autobiografismo.
Efectivamente, en este proceso de reconstrucción de la imagen de Quevedo en su obra poética festiva la dificultad mayor no estriba solo en su parcelación, sino también, y quizás aún más, en su ambigüedad, la cual depende de varios aspectos: por ejemplo, el hecho de que, casi siempre, el yo lírico se deje relacionar solo indirectamente con el autor; por consecuencia, aunque su sombra se perciba detrás del aparente autorreferencialidad de muchos poemas, resulta imposible discernir con seguridad entre las alusiones auténticas al propio poeta y las que se conectan, más bien, con el solo yo poético. Es como si Quevedo se resistiese a mostrarse abiertamente y a convertir su propia persona en motivo central del poema y esto le llevase a idear estrategias poéticas que desvíen de sí mismo la atención del lector tanto en las composiciones supuestamente autobiográficas como en aquellas, aún más raras, donde se retrata física y moralmente. Por todo ello, hay que leer las argumentaciones que siguen desde esta perspectiva de cautela y conciencia de lo arriesgado que sería ―aparte de algunos casos― hablar de puros autorretratos burlescos en Quevedo.
El primer caso que destacamos nos viene del famoso romance «Parióme adrede mi madre». Aquí el autor parodia una endecha anónima de la Baja Edad Media en la que el yo enunciador del poema se queja de su triste destino: «Parióme mi madre / una noche oscura, / cubrióme de luto / faltóme ventura […]» (). De forma análoga, el yo poético‑Quevedo relata su nacimiento y la especial conjunción de los astros que provocó sus desgracias:
Pariome adrede mi madre,
¡ojalá no me pariera!,
aunque estaba cuando me hizo,
de gorja Naturaleza.
Dos maravedís de luna
alumbraban a la tierra;
que por ser yo el que nacía,
no quiso que un cuarto fuera.
Nací tarde, porque el sol
tuvo de verme vergüenza,
en una noche templada,
entre clara y entre yema.
Un miércoles con un martes
tuvieron grande revuelta,
sobre que ninguno quiso
que en sus términos naciera.
Nací debajo de Libra,
tan inclinado a las pesas,
que todo mi amor le fundo
en las madres vendederas.
Diome el León su cuartana,
diome el Escorpión su lengua,
Virgo, el deseo de hallarle,
y el Carnero su paciencia.
Murieron luego mis padres;
Dios en el cielo los tenga,
porque no vuelvan acá,
y a engendrar más hijos vuelvan.
Tal ventura desde entonces
me dejaron los planetas,
que puede servir de tinta,
según ha sido de negra (BL 696, vv. 1-32).
Evidentemente, sería equivocado afirmar que el autor aquí narra su vida en clave humorístico-patética, pero lo sería igualmente negar la presencia de cierto autobiografismo, como demuestran algunos detalles, alusiones y reflexiones de índole moral que apuntan a su experiencia personal. Sirvan como botón de muestra las referencias chistosas a los signos celestes y a la influencia que pudieron ejercer en la formación de su personalidad: por ejemplo, Libra (v. 17), cuya constelación el sol empieza a recorrer en el mes de septiembre, o sea el mismo en que nació Quevedo; Leo (v. 21), un signo de fuego que el autor relaciona con su temperamento notoriamente fogoso mediante la mención de un tipo de fiebres llamadas cuartanas, usuales en el mes de agosto; o Escorpión (v. 22), del cual procedería la mordacidad de su lengua, aludiendo a la de su escritura, venenosa y punzante como la cola del animal.
A la autopresentación en clave astrológica sigue una larga sucesión de fracasos que afligen al sujeto poético y que el lector percibe como propias del autor; o, al menos, esto es lo que él le hace creer hasta la penúltima de treinta y cuatro estrofas. Sin embargo, dado lo reacio que parece ser Quevedo a exhibirse, para refutar abiertamente su cabal identificación con el yo poético, al final del texto da un repentino vuelco a la perspectiva narrativa: pasa así de la primera persona a la tercera de un narrador externo, quien revela, inesperadamente, al desprevenido lector que el sujeto hasta ahora retratado no era el poeta, sino Fabio, nombre ficticio de un personaje tradicional de la literatura áurea:
Conectado con el romance precedente, aunque más declaradamente alusivo a la vivencia personal del autor y, en particular, a una disputa que mantuvo con el duque de Lerma, es el número 680 de la edición de Blecua. Junto con el soneto «La esfera, en que divide bien compuestas» y la respuesta en forma de romance del propio Lerma («Respuesta del Duque»), el texto reproduce el intercambio literario festivo entre Quevedo y el valido de Felipe III con motivo del supuesto hurto, por parte de este, de un mapamundi del escritor. El carácter autorreferencial del romance quevediano se debe, según demuestra , especialmente a la respuesta del duque, «llena de venenosas alusiones personales y de alardes moralizadores»: sintiéndose evidentemente provocado por su ataque, don Francisco le contesta haciendo aún más agrio el tono de la disputa.
Desde nuestra perspectiva de estudio, es especialmente interesante el hecho de que Quevedo vuelva a desarrollar el tema astrológico para representar indirectamente a su persona. Más concretamente, parece hacerlo aquí reproduciendo en clave burlesca lo que en cosmografía se llama «carta natal», o sea, una especie de mapa astral de su nacimiento, con las consiguientes repercusiones en su carácter y su existencia. Son dos los pasajes en los que trata este tema: el primero coincide con una sarta de signos zodiacales que presentan muchas analogías con los del romance 696, a partir de la repetición de la idea de haber nacido «en mal signo» (v. 1). Insistiendo en el concepto de privación, Don Francisco, como observa , acusa a cada uno de los signos de haberle privado del influjo que lo caracteriza, con la sola excepción de Escorpión, el único que ha seguido siéndole favorable y cuya influencia reconoce de nuevo como origen de la causticidad de su lengua:
ni Acuario me da una gota,
ni un solo bocado Cáncer;
una flecha, Sagitario,
el buen Géminis, un parche,
ni Virgo, una tragantona,
Libra siquiera un adarme;
un retratillo de a ocho
el León envergonzante,
que con cuartanas y cuartos
brama siempre por trocarse.
Ni un cuerno con que me monde
estos dientes miserables,
el triuncuerno de los signos:
Toro, Capricornio y Aries.
Solo pienso que Escorpión
en mi lengua ha de quedarse,
para quejarse de vos
a los dares y tomares (BL 680, vv. 27-44).
El segundo segmento que completa su carta natal lo encontramos hacia el final del texto, donde Quevedo incluye una nueva retahíla, en este caso, de planetas, «cuya función» ―según escribe ― «es insistir en el sentimiento de frustración […] al verse privado de la esfera que él identifica con el conjunto de los influjos astrales presidiendo a su vida». En su transposición antifrástica del tema astrológico, tal como ocurría con los signos zodiacales, tampoco los planetas le son favorables, con la excepción de uno: Saturno.
Según él mismo afirma, pues, a Quevedo le quedan solo Escorpión y Saturno, o sea la sátira y la desgracia, su lengua mordaz y sus inquietudes: dos teselas fundamentales que contribuyen, como veremos, a recomponer el posible autorretrato de nuestro autor.
De perspectiva más oblicua respecto a su autorrepresentación es el extenso poema en tercetos, Sátira a una dama (BL 640), donde Quevedo, para no conceder protagonismo absoluto a la descripción de sí mismo, adopta una técnica que podríamos llamar del retrato por contraposición. Nótese cómo los versos de apertura recalcan su clave de lectura cáustica:
Como se puede desprender del epígrafe, el texto se presenta como dedicado a otro sujeto, es decir una dama que el autor pretende retratar para vilipendiarla, tomando venganza, así, de su actitud agresora hacia él mismo, insultado a causa de su aspecto exterior: «tanto mal has dicho de mi talle» (v. 178); de esta manera se justifica la inclusión de su autorretrato como que forma de autodefensa y medio para acentuar el descrédito de su ofensora.
Análogamente al romance 696, Quevedo acude en este también al efecto sorpresa; de hecho, tras introducir el tema y detenerse en la representación despectiva de su adversaria, a partir del v. 178 pasa sorprendentemente a trabar el retrato de ella con el suyo, cargando este último de un tono positivo que contribuye a rebajar contrastivamente, aún más, a la dama. Como sugiere , el poeta procede mediante contraposiciones enfrentando a cada elemento moral de la mujer una parte de su propio cuerpo. Reproducimos todo el segmento en cuestión por ser muy significativo, si bien extenso:
Es como tu linaje mi cabello,
escuro y negro; y tanta su limpieza,
que parece que no has llegado a vello.
Es como tu conciencia mi cabeza,
ancha, bien repartida, suficiente
para mostrar por señas mi agudeza.
No es de tu avara condición mi frente;
que es larga y blanca, con algunas viejas
heridas, testimonio de valiente.
Son como tus espaldas mis dos cejas,
en arco, con los pelos algo rojos,
de la color de las tostadas tejas.
Son como tu vestido mis dos ojos,
rasgados, aunque turbios (como dices),
serenos, aunque tengan mil enojos.
Son como tus mentiras mis narices,
grandes y gruesas; mira cómo escarbas
contra ti, mi Belisa: no me atices.
Como tus faldas tengo yo las barbas,
levantadas, bien puestas; no me apoca
que digas que hago con la caspa parva.
Es como tú, para acertar, mi boca,
salida, aunque no tanto como mientes,
con brava libertad de necia y loca.
Como son tus pecados, son mis dientes,
espesos, duros, fuertes al remate,
en el morder de todo diligentes.
Es como tu marido mi gaznate,
estirado, mayor que tres cohombros;
que el llamalle glotón es disparate.
Como son los soberbios son mis hombros,
derribados, robustos a pedazos,
que causa el verme al más valiente asombros.
Como tus apetitos son mis brazos,
flacos, aunque bien hechos y galanos,
pues han servido de amorosos lazos.
Traigo como tus piernas yo las manos,
abiertas, largas, negras, satisfecho,
que dan envidia a muchos cortesanos.
Como tu pensamiento tengo el pecho,
alto, y en generosa compostura,
donde pueden caber honra y provecho.
Como es tu vida tengo la cintura,
estrecha, sin barranco ni caverna,
que parezco costal en la figura.
Como tu alma tengo la una pierna,
mala y dañada; mas, Belisa ingrata,
tengo otra buena, que mi ser gobierna.
Como tu voluntad tengo una pata,
torcida para el mal, y he prevenido
que le sirva a la otra de reata.
Como tu casamiento es mi vestido,
mal hecho y acabado; que un poeta
jura de no ser limpio ni pulido.
Es como tu conciencia mi bayeta,
raída, y esto basta, aunque imagino
que aguardas, por si pinto, alguna treta.
Mas yo quedarme quiero en el camino;
que, aunque trato de ti, tengo recato:
no digan que a la cólera me inclino (BL 640, vv. 187-246).
Según acabamos de ver, defraudando las expectativas del lector respecto al contenido anunciado en el epígrafe, el poema introduce, otra vez de manera inesperada, un auténtico y pormenorizado autorretrato del autor, que ―hay que admitirlo― no parece tener mucho en común con la autorrepresentación burlesca gongorina de la que hablábamos al principio de este trabajo. Ahora, en efecto, la evocación de los rasgos físicos ―los mismos tradicionalmente atribuidos a Quevedo― carece de cualquier connotación autoirónica, ya que el blanco satírico de este poema no es él, sino la malévola dama contra quien escribe esta especie de discurso defensivo. Y aunque sí aparezca una mención de su profesión de poeta, don Francisco no está buscando autodeterminarse como tal o exhibir su conciencia poética, como, según una parte de la crítica, hacía su rival cordobés, sino tutelarse insistiendo en la inmoralidad de la mujer. Al contrario que Góngora, por tanto, Quevedo se alinea con la tradición medieval que preveía el recurso al autorretrato, como ya hemos dicho, bien para ofrecer un ejemplo, bien para defenderse en caso de grave infamia. Sin embargo, dada su tendencia a confundir al lector y a connotar de manera ambigua sus autofiguraciones, no se nos presenta directamente, sino que entrelaza la descripción de su persona con la de la vituperada mujer que lo ofendió. Además, como se puede deducir del pasaje citado, el autorretrato se estructura según un movimiento vertical o descendente que atestigua, de nuevo, el respeto, por parte de Quevedo, de los cánones retóricos medievales del retrato y, en particular, la técnica descriptiva de la effictio, que imponía, de hecho, proceder de arriba hacia abajo en la descripción de las personas: del pelo negro hasta el pie torcido, en su caso, pasando por la frente ancha, los ojos miopes, la nariz grande, la boca salida, los hombros robustos, los brazos flacos, etcétera. Y por si quedaran dudas sobre la autorreferencialidad de este inserto, más adelante, en el texto, don Francisco afirma rotundamente:
Nuevamente bajo forma de autodefensa, pero esta vez contra los muchos detractores que nuestro poeta tenía, es el romance BL 775, Refiere él mismo sus defectos en bocas de otros. En este Quevedo esboza un autorretrato jocoso, aunque con notas verdaderas, a partir de las críticas que solía recibir, sobre todo en el plano moral. Tras un segmento introductorio sobre la maledicencia y una brevísima autopresentación, la composición consta de una sarta de réplicas que el yo poético formula respecto a los distintos defectos que se le atribuían, entre ellos, la rudeza, el mal genio y la tacañería. Al lado de estos, resaltan también dos obsesiones personales del poeta: el curioso auspicio de no llegar a ser culto y, en palabras de Profeti (1982), la excusatio non petita sobre la sodomía. El resultado es un autorretrato descompuesto y oblicuo, pero fiable del escritor, en el que, según sugiere , Quevedo «muestra una filosofía de la vida que podría ser la trasposición vulgar y risueña del neoestoicismo»:
Muchos dicen mal de mí,
y yo digo mal de muchos:
mi decir es más valiente,
por ser tantos y ser uno.
[…]
Confieso que mis sucesos
han parecido columpio:
rempujones y vaivenes,
poco asiento y mal seguro.
Yo doy que por condición
tenga la propria del humo,
que tizno y hago llorar,
y de la luz salgo obscuro.
[…]
Danles nombres de visiones
a los trastos de mi bulto,
y dicen que a San Antón,
si no le tiento, le gruño.
Notan que soy desairado;
esa falta para Julio,
que la calma en los Franciscos
nadie la sudó en el mundo.
Murmúranme que no gasto,
y perdonara el murmullo,
si fuera estómago yo
de su vientre u de su gusto.
Al vino de las tabernas
me comparan los estudios:
mal medidos y vinagre,
y ni baratos ni puros.
Yo confieso que mi vida
es una mesa de trucos:
zarandajas, golpes, idas
y malogrados apuntos.
En viéndome, dice “Oxte”;
empero no dicen “Puto”:
que aunque no me tengo bien,
jamás he dado de culo.
[…]
Pero sobre todo, no soy conde o zurdo,
y, si Dios me socorre, no seré culto (BL 775, vv. 1-64).
A la urgencia de declararse ajeno a cualquier forma de cultismo responde el Romance burlesco BL 785, cuyo arranque parodia los versos iniciales de los romances pastoriles. Aunque se refiera a sí mismo con su nombre de pila, Quevedo, ahora, trata el tema de la autorreferencialidad de manera lateral, es decir conectándolo únicamente con la esfera literaria. Aprovechando el contexto paródico del poema, introduce una imagen de sí mismo como poeta que desacraliza los tópicos de la lengua literaria y se distancia de la tradición o, como afirma , «deja atrás el locus amoenus estival y se confiesa a sí mismo […]»:
Aparte del intento paródico y la configuración de un ideal de poeta inconformista, interesa subrayar que toda la poesía presenta una reiterada referencia a la parsimonia, si no avaricia, del yo lírico, que no solo le lleva a asemejar rasgos corpóreos de la mujer que tendría que exaltar al dinero, sino a describirse a sí mismo como generoso tan solo en poesía: «en versos soy un indio» (v. 36), «un Fúcar soy en poesía» (v. 39). No parece tratarse de un mero resorte literario empleado solamente para convertir la canónica representación femenina de la poesía amorosa en un retrato esperpéntico y cosificador, sino de una referencia posiblemente autobiográfica a su presunta tacañería, un defecto que ya había aparecido citado entre los muchos evocados en el romance precedente (BL 775) y en el cual Quevedo insiste en varios de sus poemas burlescos presentados como autorreferenciales.
Para completar nuestro análisis, que no pretende ser exhaustivo dada la abundancia de alusiones autobiográficas, más o menos veladas, en toda la producción satírico-burlesca quevediana en verso, nos detendremos ahora en una serie de breves fragmentos en los que vuelven a aflorar rastros de la representación, sobre todo física, del autor. Aunque en estos casos Quevedo parece expresar de manera más directa su retrato, esta inusual exhibición se compensa ocultando hábilmente tales referencias en poemas a veces muy extensos, haciendo, por tanto, difícil al lector su reconocimiento. Se trata de brevísimas instantáneas que salpican su poesía festiva y que en la mayoría de los casos apuntan a sus más reiterados defectos: cojera, miopía, rudeza. Veamos algunas.
En el romance BL 732, «Yo, el menor padre de todos», de entre los muchos argumentos que el yo lírico aduce para renegar una presunta paternidad, aparece una breve autodescripción que coincide con el aspecto exterior y el carácter habitualmente asociados al autor:
Relativa tan solo al andar deficiente del yo poético es, en cambio, la fugaz alusión que se halla en un romance narrativo en el que Refiere la presa de tres salteadoras del sonsaque (BL 741); en este caso, al contar su tentativa de huir del peligro representado por las tres agresoras, escribe:
De nuevo alusiva a la misma carencia física es una breve pincelada insertada en un divertido romance, este también de carácter diegético, en que el autor Pinta el suceso de haber estado una noche con una fregona (BL 788), Al evocar el antecedente del «suceso» que está a punto de contar, el yo enunciador del poema explica que la causa de su encuentro con la tal fregona fue el hecho de haberse caído por culpa de sus pies defectuosos:
Las alusiones autorreflexivas invaden también el ámbito de las sátiras poéticas personales, donde Quevedo, en un soneto (BL 837, «Ten vergüenza, purpúrate, don Luis») que forma parte del intercambio satírico con Luis de Góngora, alude otra vez a sus malos pies: «Peor es tu cabeza que mis pies» (v. 12); y no podía ser de otro modo, dada la afilada referencia al defecto que afligía a don Francisco en la poesía satírica gongorina.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Podríamos seguir citando muchos otros fragmentos análogos, pero creemos que lo comentado hasta ahora es suficiente para ofrecer una idea general de lo que corresponde al concepto de autorretrato en la poesía satírico-burlesca de Quevedo, así como de la imagen del poeta que esta ofrece al lector. Se trata de una imagen seguramente imperfecta por estar fragmentada y desarticulada como los miembros de esas marionetas que tanto le gustaba dibujar a don Francisco con su pluma, a la hora de mofarse de mujeres postizas, hombres calvos, viejas pintadas o médicos incompetentes; y mientras se dedicaba a representar este universo de figuras grotescas, iba esbozando, poco a poco, también el retrato de sí mismo, como parte integrante de esta humanidad desmoronada, con todas sus debilidades y todos sus defectos físicos o morales.
Hemos dicho que los dos conceptos clave que parecen regir la manera de retratarse a sí mismo en la poesía jocosa de Quevedo son la ambigüedad y la deconstrucción; para demostrarlo, nos hemos ceñido a un grupo de poemas donde el autor juega y se mueve en un terreno fronterizo, entre autorretrato y autobiografía, adoptando, como se ha visto, diferentes estrategias para camuflar su autoobjetivación: a veces, divirtiéndose en dejar entender que está hablando de él para desmentirse pocos versos después (BL 696), otras veces, ocultando su autorretrato detrás de equívocos chistosos (BL 680), en otros casos, contraponiendo su retrato con el de otro sujeto (BL 640) y, finalmente, proyectándose en un yo autorial que no se conforma (BL 785). A esto se añada el constante recurso a esparcir ingeniosamente referencias a aspectos de su persona dentro de un material poético muy rico y variado. El resultado es un cuadro descompuesto, una acumulación caótica de detalles trastocados que hay que reordenar para recrear una imagen en lo posible fiel al original. Todo ello presupone, por tanto, un esfuerzo de colaboración intelectiva por parte del lector, al que se le pide que interprete imágenes, descifre dobles sentidos, mire detrás de las apariencias y, por último, detecte elementos que le permitan recomponer aquel complejo mosaico que es el autorretrato que Quevedo, con alguna reticencia, nos ha dejado en su producción poética festiva, quizás en un esfuerzo de búsqueda de la autenticidad del yo, quizás en un afán de reivindicación poética de su subjetividad, quizás, más sencillamente, en un nuevo alarde ingenioso de su irreverencia poética satírica. En todo caso, lo cierto es que Quevedo, a pesar de no querer brindarnos un autorretrato directo, acaba por dejar una imagen muy vívida de sí: una imagen en la que retornan obsesivamente, aparte de las alusiones a sus rasgos físicos peculiares y universalmente conocidos, tres aspectos fundamentales de su personalidad: su índole naturalmente satírica y punzante, su aspereza y tosquedad y, finalmente, su inquietud y melancolía: en breve, y a pesar de la obstinación de mucha crítica en no querer dar crédito al autobiografismo que en Quevedo trasluce por todas partes, su fuero íntimo.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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32
Notas
[1] Piénsese, por ejemplo, en el célebre soneto de Góngora «Anacreonte español, no hay quien os tope», en el que el cordobés se mofa de los pies zambos de Quevedo y de su fuerte miopía. Al respecto, afirma que «los detractores de Quevedo se detuvieron, cuantas veces pudieron, en señalar sus defectos físicos: cojo y miope; e insinuaron otros muchos: gordo y desgarbado, excesivamente pulido, en sus últimos años […]».
[2] Beatrice Garzelli también trata escuetamente el tema en su libro dedicado a la relación entre literatura e iconografía en Quevedo (); sobre el tema más general del retrato en Quevedo vid. también .
[3] En cuanto al género del retrato, en cambio, Ricardo Senabre señala que ya Cicerón fijó sus elementos esenciales: para él un buen retrato tenía que admitir tanto rasgos físicos como psicológicos, pero también el nombre del sujeto retratado, sus orígenes, sus costumbres, sus virtudes y defectos y, finalmente, sus gustos personales ().
[6] A este respecto, afirma que existen dos líneas tanto en el autorretrato pictórico como en el literario: una seria y una cómica, a las cuales puede añadirse una tercera línea mixta serio-cómica. A propósito del concepto de autodeterminación del autor, es interesante observar, asimismo, con , que en esa época «De la misma manera en que los escritores comenzaron a reclamar la autoría de su obra y su propia condición de autores, buscan modos efectivos para su autorrepresentación como tales también en los códigos visuales», de ahí que recurran al «retrato como una forma de rúbrica o firma autorial».
[7] Como explica , se trata del romance de Pantaleón de Ribera «Ya que queréis conocerme», el soneto de las Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos de Lope, «Díjole una dama que le enviase su retrato», el poema «Un retrato me has pedido», de Ramírez de Guzmán, y el romance de Calderón de la Barca «Curiosísima señora».
[10] Los autorretratos de Quevedo no tienen nada que ver tampoco con la conocida autorrepresentación verbal que Cervantes introduce en el prólogo de sus Novelas ejemplares, donde, como observa , él ofrece «un autoritratto ricco di significati, che parte da una fissazione dei suoi tratti fisici per arrivare alla descrizione di alcuni momenti fondamentali della sua vita, come la battaglia di Lepanto e la prigionia ad Algeri, fino a presentarsi all’amato lettore nelle vesti privilegiate di scrittore».
[11] Se trata del romance 696 de la edición de José Manuel Blecua (); de ahora en adelante indicaremos los poemas citados con el número de esta edición precedido por la sigla BL.
[12] El poema debió de ser muy popular. Covarrubias (1998) cita dos veces en su Tesoro los primeros versos: s. v. cubrir y endecha.
[14] Como observa Gómez Redondo (), «En 1627, cuando aparece este poema, Quevedo ha atravesado ya diversas fases de desengaño vital y de desencanto político».
[16] Se trata de los números 678 y 679 de la edición de José Manuel Blecua. Según supone , la disputa se remontaría a 1617, cuando Quevedo debió de instar mucho al favorito para que le devolviera «el valioso globo celeste que, desde hacía años, había ido a parar a su galería de objetos raros y de colección», pero Lerma siempre «se había negado a admitir su deuda». Para un estudio cabal de esta diatriba personal y poética, que pronto se convirtió en polémica política contra el duque, cfr. .
[17] Vid., por ejemplo, los siguientes versos, donde Lerma ataca malignamente a Quevedo por sus defectos físicos más dolorosos, como la cojera y la miopía: «Siempre os vi sin tacha alguna / en pie de verso eficaz; / pero dícenme que ahora / dais tal vez en cojear. / Lisura en versos y en prosa, / don Francisco, conservad, / ya que vuestros ojos son / tan claros como un cristal» (BL 679, vv. 5‑12).
[18] La carta natal se compone, en efecto, de los signos zodiacales, los planetas, las casas y los aspectos.
[20] Quevedo emplea una técnica análoga, pero con la opuesta intención de rebajarse a sí mismo con respecto al otro sujeto retratado, en una carta a Diego de Villagómez del 8 de junio de 1643. Como observa , allí «la semblanza del escritor se dibuja en paralelo y a través de contrarios a la de Villagómez ―“yo que soy el escándalo” / “V. M. que es el ejemplo […]”― representando el escritor la cara censurable y el militar la virtuosa».
[21] Por otra parte, como hemos visto antes, Quevedo había acudido ya a una forma de autorrepresentación debida a la urgencia de defenderse de una agresión en el caso del romance en el que contesta al duque de Lerma (BL 680).
[22] destaca que se trataba de un canon retórico que, en la época de Quevedo, seguía empleándose solo para la descripción de la mujer; por ello, a su manera de ver, «el retrato de él, aparentemente positivo, tenía que resultar burlesco para el lector de principios del xvii, al estar “dibujado” con la técnica medieval, ya desusada». Para las teorías sobre la retórica de la descriptio personae véase .
[23] reconoce en el empleo del sustantivo garabato una alusión autoirónica a la imagen exterior desagradable del autor, pero esto iría en contra del concepto de autodefensa de su «talle», sobre el cual se construye todo el poema. En cuanto al autobiografismo del retrato que acabamos de comentar, lo considera plausible no solo por la coincidencia en los rasgos físicos del yo poético, sino por la familiaridad de Quevedo con la práctica del autorretrato literario ya a partir de su época juvenil, a la cual se remonta quizá el más famoso de estos textos, el Memorial pidiendo plaza en una academia, que incluyó en Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio (1631), cuyos rasgos descriptivos coinciden en buena medida con los evocados en el poema que acabamos de comentar.
[25] «Son tus dos ojos / más hermosos y más lindos / que dos doblones de a cuatro / y tú más que un bolsón rico. / Más bellos que mil ducados / son tus cabellos y rizos, / y tu boca más preciosa / que una joya de oro fino» (BL 785, vv. 17‑24).
[27] Se trata de insertos autodescriptivos introducidos en poemas de corte narrativo, lo cual parece contradecir las teorías de Beaujour sobre el autorretrato, según las cuales este se caracteriza por la total carencia de forma narrativa ().
[28] El autobiografismo de tales rasgos descriptivos parece encontrar confirmación en la carta que el autor dirige al marqués de la Velada en 1624, donde, al autorretratarse con tonos burlescos, en primer lugar, alude, análogamente al romance BL 788, al acto de tropezar y caerse a causa de su cojera, y, después, aplica a las piernas, como en el poema BL 741, el adjetivo tartamudo, «exclusivo para expresar una dificultad del habla» (): «Yo caí, san Pablo cayó; mayor fue la caída de Luzbel. Mis pies no han menester [apetites] para tropezar: soy tartamudo de zancas y achacoso de portantes» ().
[29] Recuérdese, a este respecto, el soneto A don Francisco de Quevedo, que reza: «Anacreonte español, no hay quien os tope, / que no diga con mucha cortesía, / que ya que vuestros pies son de elegía, / que vuestras suavidades son de arrope» ().
[30] Con un esfuerzo interpretativo bastante audaz, incluye entre los poemas de raíz autobiográfica también el romance BL 796 (Enima del ojo de atrás); según el estudioso, en este texto «el escritor juega con las dilogías y los equívocos surgidos de comparar el ano con su trayectoria y percepción públicas» y «se convierte […] en personaje humorístico utilizando una temprana pero persistente imagen autorial como autor de burlas».