1. LOS RETRATOS LITERARIOS DE CIRO B. CEBALLOS: ELOGIO Y VITUPERIO
En 1902 Ciro B. Ceballos publicó En Turania. Retratos literarios, una colección de semblanzas de nueve escritores y un pintor, buena parte de los cuales se agruparon en torno a la Revista Moderna. Los textos habían aparecido entre 1896 y 1901 en El Nacional, El Universal y la Revista Moderna, donde publicó «Seis apologías», aunque solo aparecieron cinco, dedicadas a Balbino Dávalos, Jesús E. Valenzuela, Rafael Delgado, Julio Ruelas y Jesús Urueta. A los mencionados hay que sumar a Amado Nervo, Bernardo Couto Castillo, Alberto Leduc, José Ferrel y Heriberto Frías. En líneas generales, el conjunto de retratos se consideró desde el principio una apología y defensa del modernismo, representado por el grupo que asumió la nueva estética, un elogio incondicional de los amigos del autor y un ataque feroz a sus adversarios. Ahora bien, desde 1901 hasta 1903 Ceballos se fue alejando de ellos debido a cuestiones políticas, relacionadas con su crítica intransigente a la «empleomanía» que alcanzó a los jóvenes escritores, parte de los cuales aceptaron el patrocinio de los políticos porfiristas. Este distanciamiento se refleja en algunos retratos de En Turania, cuya publicación fue preparada en la cárcel de Belén y se manifiesta en el prólogo:
Si afirmase, que profesaba, respecto a todos los artistas loados en las semblanzas que surgen integrando este volumen (en la fecha en que él aparece al público) las opiniones optimistas, los entusiasmos juveniles y los afectos efusivos que, en ellas, francamente manifiesto, pecaría contra la verdad, pues mis opiniones, mis entusiasmos y mis afectos hacia algunos de ellos se han modificado por obra de malos sucesos, de nuevas luces y de rebeldes percusiones de pensamiento, de una manera que actualmente conceptúo definitiva y radical… ().
También vuelve a la misma idea en los primeros párrafos de la apología dedicada Jesús Urueta, que fueron añadidos al original en la compilación. Pero, a pesar de los cambios producidos por el paso del tiempo, Ceballos mantuvo el tono ditirámbico que prevalece en su libro: «No faltarán quienes regüelden con chocante insistencia que nosotros elogiamos incondicionalmente a nuestros amigos de la misma manera con que motejamos a los que no lo son» (175).
El tono de las semblanzas, que oscila entre el elogio y el vituperio, y la presencia en ellas del propio autor, convertido en personaje, dan unidad a la colección. De ahí que la indicación del momento y lugar precisos en los que Ceballos conoció a los jóvenes artistas esté presente en todas sus semblanzas y propicie el retrato. Este modo de introducir a los protagonistas de sus textos produce un deslizamiento hacia una realidad quizá imaginada que sirve para que el propio retratista enfatice su importancia dentro del grupo modernista. En el caso de no se produzca este encuentro, como sucede con José Ferrel y Heriberto Frías, la descripción física desaparece y se hace mayor hincapié en su obra, a la vez que aprovecha para hablar de sí mismo. La ausencia de José Juan Tablada, que estaría justificada por la animadversión que fue creciendo a lo largo de los años, acaba por convertirse en una presencia incómoda de la que no puede prescindir al formar parte del grupo de jóvenes modernistas objeto de sus semblanzas.
Aunque el subtítulo de la colección, «Retratos literarios», alude a este subgénero relacionado con el biográfico, el mismo Ceballos se refiere en su prólogo a estos como «semblanzas» y su editora utiliza también «pieza biográfica», de modo que existe cierta indeterminación a la hora de adscribir a un género determinado los textos recopilados, puesta de manifiesto tanto en el título como en el prólogo. Esto se debe a la íntima relación entre retrato y biografía, que da lugar al llamado «retrato biográfico», que tiene distintas funciones basadas en la descripción. Como señala Jean‑Benoît Puech, en el siglo xix desaparece en las biografías la división entre «vida» y «obra»: «le portrait se subordonne à l’intérêt biographique ou participe de l’approche critique. Dès lors, il perd son sens strict d’image synthétique extraite du context narrative et s’apparente aux “instantanés” des témoignages et des souvenirs, ou à ceux des biographies» (). En Turania responde a estas características, presentes también en el retrato modernista basado en recuerdos personales. Escribe María A. Salgado:
Debido a que en este tipo de obra se presenta la reacción personal de un individuo ante otro, todo retrato es, en cierto sentido, un autorretrato, en el que el artista no puede evitar mostrar sus gustos y preferencias. Los elementos que aparecen en el texto tanto como los que se omiten, el arreglo de la composición y la postura en que aparece el modelo dicen tanto del retratado como de su autor. Además, y debido a que este tipo de retrato nace de la confrontación entre dos personalidades, para lograr la mejor compenetración, es esencial que el autor pueda ver y tratar a su modelo en un plano personal ().
A pesar de las diferencias formales de las semblanzas, aparecidas a lo largo de cinco años en distintos periódicos y revistas, la colección mantiene cierta unidad por el tono polémico, el estilo artificioso y, sobre todo, por el propósito de orientar a los lectores sobre las nuevas corrientes artísticas ―decadentismo, modernismo― y sus principales seguidores. Este afán didáctico-apologético lastra la mayoría de los retratos al adoptar un tono seudoensayístico Por otra parte, estos textos en principio independientes adquieren sentido cuando pasan a formar parte del dispositivo textual que los reúne, regido por el principio de serie, que en nuestro caso tiene su origen en las inacabadas «apologías». El título, el prólogo, los epígrafes y el índice sirven para intentar cohesionar los retratos dispersos en distintas publicaciones y en el tiempo, siendo el lector quien busca los lazos que los unen, más allá de las características comunes a los escritores y al pintor que forman la galería. El retratista se convierte en personaje al dibujar su imagen, a la vez que se esfuerza por formar parte del grupo. A este propósito corresponderían también las dedicatorias de los cuentos de Claro‑obscuro (1896) a Amado Nervo, Balbino Dávalos, Bernardo Couto Castillo y Jesús E. Valenzuela; a los que se unen los dedicados a José Ferrel, Jesús Urueta, Luis G. Urbina, José Juan Tablada y Rubén M. Campos en Croquis y sepias (), volumen ofrecido en su conjunto a Jesús E. Valenzuela.
2. ORIGEN Y SENTIDO DEL TÍTULO
El título poco habitual, En Turania, hizo que su editora y estudiosa Luz A. Viveros especulara sobre su significado. Después de enumerar posibles referentes como la actual Kazajistán o la llanura gaditana, concluye que «Turania es, en fin, mirada como una región con gusto antiguo y exótico». El antecedente es el adjetivo turanio, que utilizó Rubén Darío al hacer el retrato de Jean Richepin, y designaría al «artista sublime, bohemio, caballero de las letras y atormentado del arte. Vale también para el artista raro y decadente» (). Ahora bien, Darío utiliza el gentilicio turanio en sentido recto y figurado. Richepin, aunque nació en Argelia, en su poema «Les nomades», de Les blasphèmes, afirma ser descendiente de la raza nómada y salvaje de los turanios: «Oui, ce son mes aïeux à moi. […] / Oui, je suis leur bâtard!». Tiene cierto interés para la posible interpretación del título enumerar las características de los salvajes turanios, porque, mutatis mutandis, pasan a los jóvenes decadentistas, uno de cuyos modelos fue, precisamente, Richepin: la libertad, el orgullo, la brutalidad de los apetitos, la falta de moral. El efecto que sus canciones causan a los hijos de los arios, sus enemigos, es al que aspiran nuestros poetas:
Recordemos que en la edición de 1896 de Los raros la semblanza dedicada al escritor francés llevaba como título: «El turanio: Jean de Richepin» y que, un año antes de aparecer en La Nación de Buenos Aires, ya había utilizado este adjetivo en un artículo titulado «Dinamita», publicado en La Tribuna en 1893, donde al hablar de la violencia cainita desatada por «socialistas, anarquistas y comunistas», asimila estos a los nómadas turanios, enemigos de los arios, como en el poema del escritor francés. Pero turanio también puede aludir a un físico determinado, cercano la descripción de Richepin que hizo Banville, reproducida por Darío, y que lo acerca a sus supuestos ancestros: rostro ambarino, robusto, fuerte, bohemio. A este tipo se acerca el, en un principio, desconocido pintor Julio Ruelas ―«moreno cetrino como un malavares [sic]»―, que pronto se convertirá en el ilustrador de la Revista Moderna y en retratista de los jóvenes modernistas al formar parte del grupo de los turanios: «un verdadero bohemio, un legítimo nieto de Chaunard, un completo desencuadernado de la cepa de los turanios» (33 y 36). De los diez retratados, el pintor es el único que merece esta filiación. La razón seguramente estriba en su fuerza creadora e indomable, en un genio que lucha por sus ideales artísticos y sabe expresarlos sin renunciar nunca a ellos.
José Juan Tablada, que tradujo las «Marchas turanias» de Richepin en 1894 y dedicó algunas páginas a su autor, al mencionar fugazmente a Turania al comienzo del relato de «Exempli gratia o fábula de los siete trovadores y de la Revista Moderna», publicado en 1898 en la Revista Moderna, haría referencia, según Luz A. Viveros, a «un mundo propio, el del arte», pero donde los artistas encontrarían también la incomprensión de ese arte nuevo. Pero a la vista del sentido que dan al gentilicio turanio Darío, basado en los poemas y en el retrato de Jean Richepin, y el mismo Ceballos se puede inferir que esa Turania no es tanto un espacio vagamente utópico, sino el lugar de encuentro, quizá también de origen, de sus habitantes caracterizados por su rebeldía, su desprecio a las normas, su fiereza ―en ocasiones violenta― en la defensa de sus ideales estéticos, o políticos, frente a la incomprensión del vulgo. Dada su indeterminación, quizá también podría referirse a la Ciudad de México durante el porfiriato, como apunta Viveros. Por otra parte, cabe observar que los retratos o, mejor, reseñas de Ferrel, Frías y Leduc fueron publicados originalmente en El Universal en la sección de Ceballos titulada «En Turania».
3. GALERÍA DE RETRATOS
En estas semblanzas el retrato como tal no ocupa un lugar concreto, pero sí se observan dos modos de presentar a sus protagonistas. Cuando el autor ha tenido con ellos una relación personal, incluso de amistad, es frecuente que aparezca la descripción de un desconocido, a quien se observa con curiosidad, para luego desvelar su identidad. Sin embargo, si no se le conoce personalmente, como sucede en el caso del novelista Heriberto Frías, no hay retrato. Por otra parte, el escenario de los encuentros es un bar o una cervecería en los retratos de Julio Ruelas, Amado Nervo, Jesús E. Valenzuela, Rafael Delgado o Bernardo Couto; mientras que a Alberto Leduc lo conoce en un tren camino a la celebración de una comida campestre y a Jesús Urueta lo sitúa en el Palacio de Justicia.
Aunque en un primer momento los cuadros de la galería parecen estar dispuestos al azar, ya que no se aprecia un orden a primera vista, quizá el lugar que ocupan algunos de ellos corresponde a la intención del autor. El primero está dedicado a Balbino Dávalos y tiene la particularidad, además de ser un buen ejemplo del particular estilo de estas semblanzas que tan mal ha envejecido, de que en él se establecen las líneas de fuerza del libro: la preferencia de la poesía sobre la prosa, la reflexión sobre la situación del artista en la sociedad contemporánea, la poesía ejercida como un sacerdocio, la aristocracia de espíritu y el desprecio al vulgo. Es decir, Dávalos es un representante de la «musa enferma del modernismo», del decadentismo (20). A pesar de ello, Ceballos insiste en la «virilidad» de su escritura, que ni se ha inclinado ante el poder ni dejado seducir por las mujeres. Todo ello se refleja en la «apología», que comienza directamente con su retrato. La silueta que dibujan los faldones del «luengo y peludo levitón» le asemeja a un cárabo nocturno. A continuación, describe los rasgos de su cara de modo tradicional ―desde la frente a la boca―, que son un reflejo de su personalidad:
[…] la frente estoica, de tono amarfilado, garabateada por arrugas precoces, arrugas sí, esos jeroglíficos de la leyenda íntima que parecen grabados a estilete en las adustas cabezas de los pensadores como un símbolo de estudio o un blasón de talento, los ojos, de anodina expresión, ni grandes ni pequeños, con fulguraciones mortecinas y turbias casi, velados por las gemelas elipses de aquellos lentes baratos que como un jinete beodo cabalgan sobre la aquillada arista de su pirronesca nariz, los labios, delgados, un tanto rabelesianos, ornados por un mezquino bigotín, cuyas paupérrimas guías, caídas o erizadas al desgaire, animan su sonrisa con una expresión irónica… y sus manos ...¡aquellas manos! … largas, muy largas, de frágiles falanges, principescas, psíquicas, con blancuras próceres de lirio, de azucena, de jazmín (11‑2).
A partir de este momento, dedica dos páginas a sus manos porque le parece que revelan su psicología. La descripción, típicamente modernista, gira en torno a su blancura y en ella despliega una retahíla de nombres de pintores, escritores y músicos, que jalonarán toda la escritura de estos retratos, que no hay que olvidar que se quieren «literarios».
Al aristocrático e incomprendido Dávalos le sigue el pintor Julio Ruelas, el extraordinario ilustrador de Revista Moderna. En esta ocasión, Ceballos pasa del «yo» al «nosotros» al narrar el primer encuentro. Acompañado de cinco o seis camaradas que frecuentaban el Salón Bach, «el bar preferido de los alemanes y los artistas» (), observa a un joven pulcro vestido negro que bebe y fuma constantemente, concentrado en sus lecturas. Al igual que en la semblanza del anterior, se esboza su retrato y silueta anticuada:
Decididamente era interesante aquel hombrecito de perfil dantesco, con la piel teñida de regaliz, con sus bigotillos levantados hacia arriba, lo mismo que Murillo, con su ancha corbata a la moda Luis Felipe, y con aquel saco que por su inaudita longura antojábasenos la sotana de un abate tomador de rapé, la levita de un académico momia o el paletó de un anticuario erudito (35).
El retrato es breve, ya que la semblanza está dedicada fundamentalmente no solo a su pintura sino sus conocimientos sobre historia del arte, y buena parte del texto se detiene en hacer la écfrasis del cuadro de Ruelas Retrato de don Francisco de Alba (1896). El malogrado poeta fue retratado como un caballero del siglo xvii, pero la imagen corresponde a un decadente del fin de siglo. Antes de comenzar la descripción, Ceballos escribe: «Es un adulto, un joven decrépito, de físico finisecular, con aspecto de prematuro cansancio, sin duda el último vástago de una estirpe degenerada…» (44).
Balbino Dávalos y Julio Ruelas forman parte indiscutible de los jóvenes artistas que enarbolan el nuevo credo estético e intentan llevar una vida de artista; en cambio Amado Nervo, el siguiente cuadro de la galería, no aparece como miembro del grupo, sino como un escritor que, a pesar de sus morigeradas costumbres, comparte con ellos veladas en la cervecería. También hay que tener presente que en la semblanza dedicada a Alberto Leduc representa el papel de un nuevo Virgilio que introdujo al propio Ceballos en la vida literaria de México y recordar que un año después de la publicación de En Turania, en 1903, Nervo pasó a ser «propietario» de la Revista Moderna de México, junto a Valenzuela. El texto comienza directamente con la impresión producida al verlo por primera vez, que tiene su correlato en la crítica a su obra, que considera que no aporta nada nuevo a las letras, al ser pobre de conceptos, falta de vigor juvenil.... Por otra parte, describe con crueldad a Nervo al insistir en su religiosidad, su misticismo, su carácter enamoradizo pero casto, aunque menciona su carácter trabajador y bondadoso. La semblanza comienza así:
Las ropas, de una tela como de buriel, de anticuada moda y sospechoso corte, el sombrero de seda divorciado por completo del cepillo, el cabello oscuro, lacio, mortecino, chorreado junto a las faunescas orejas para caracterizar la nazarena barba del Cristo de Munckacksy, el color moreno dorado de la piel, quemada por el aire candente de las costas del trópico, el perfil anguloso, de siervo de Dios, de santo viejo, de apolillado santo bizantino, que parece dibujado por el lápiz de Constantino Guys, en un momento de mal humor, la mirada visionaria e inmensamente triste de las luminosas pupilas grises, el mostacho color de caoba, velando tras las comisuras de los labios, entreabiertos siempre por la contemplación, la amorosa sinuosidad, reveladora de una ambigua sonrisa, de una mansa sonrisa de hombre ingenuo, el nudo imposible de la corbata, el paso desgarbado y cauteloso, el taimado continente, los esópicos modales, toda la personalidad externa de Amado Nervo, de Amado el Magnífico, de Amado el Piadoso, me produjo, al conocerle, una sensación evocadora de lo extraño, de lo fantástico, de lo funambulesco… (49‑50).
Un poco después, lo muestra en movimiento hablando en voz alta, gesticulando grotescamente, «haciendo visajes de polichinela», hasta convertirse en un «simio antropomorfo» que parece un espantapájaros, un fantasma.
Un tono completamente distinto es el que utiliza para la apología de Jesús E. Valenzuela, que comienza lamentando la situación de abandono en la que se encontró tras perder su fortuna, debido a su extraordinaria generosidad para unos o a su despilfarro para otros. El anfitrión por excelencia de los jóvenes artistas del fin de siglo, como en buena parte de los otros casos, es retratado de acuerdo con la impresión que le produjo al verlo por primera vez en la cervecería en la que se encuentran habitualmente los escritores seguidores del nuevo credo artístico. La fuerte constitución física de Valenzuela lo lleva a imaginarlo como un héroe americano de la conquista, bien que libresco, dado su aspecto algo aindiado:
El musculoso bardo de los «Himnos salvajes» antojóseme por su aspecto externo un heroico cacique de La araucana, un guerrero de esos que aparecen en la salvaje leyenda americana: broncíneos, enérgicos, bellos, como épicos trofeos desprendidos de la gran panoplia de Ercilla… (80).
Aunque elogie el carácter «viril» de su poesía, no cabe duda de que la admiración que causa a Ceballos tiene que ver con su carácter, ya que nunca se quejó tras perder su fortuna ni tras su larga enfermedad, no habló mal de nadie y su generosidad no tuvo límites.
A la apología del intachable Valenzuela, el único que se salva de los dardos de Ceballos a pesar de que también se distanció de él, le siguen las semblanzas de José Ferrel y Heriberto Frías, que, aunque no pertenecieron al grupo decadentista/modernista, forman parte de la colección por su valentía al no plegarse a las exigencias del poder político y mantener la independencia de su obra. En ellas se repasan algunas de sus novelas y cuentos, pero sobre todo vemos a Ceballos retratándose a sí mismo como un poeta maldito, solitario en su frío desván, entregado a sus tristes cavilaciones de las que lo salvaron sus compañeros de armas, convertidos en nuevos caballeros andantes:
Mis amigos surcaron a pie enjuto las especulares lagunas de Esperquio conjurando impasibles la formidable aparición de sus oceánidas de ojos verdes y sonrisa embriagadora…
Estrecharon mi diestra con una mano de vigorosa contextura que venció vestiglos y calzó, en vez del guante fino del advenedizo, el guantelete de acero de los batalladores legendarios… (123).
El novelista Rafael Delgado se relaciona con los dos escritores anteriores, sobre todo con Heriberto Frías, por su honestidad y bonhomía. En esta ocasión sí se incluye su retrato, ya que los jóvenes se relacionan con él en la cervecería donde se reúnen habitualmente. Como otros textos de En Turania, el retrato precede al conocimiento de la persona descrita; ahora la diferencia es que la primera impresión es equivocada y, lo que es más interesante, corresponde al grupo en su conjunto ―Contreras, Valenzuela, Dávalos, Nervo y Urbina―, no solo al autor. El retrato se presenta como una instantánea, una fotografía ―«Aún lo estamos viendo en este instante» (144)―, de modo que se fijan sobre todo en su indumentaria y les parece la de un padre de familia «embrutecido por el matrimonio», un burócrata, un hortera, o un comisionista. Pero al acercarse comprenden su grave error:
Su frente noble, soñadora, viril, identificaba un cráneo perfectamente conformado, amplio, fuerte, como construido para que en su interior se efectuaran todas las combustiones del pensamiento, sus ojos claros, de mirada escrutadora, amorosa a veces, el mentón de su enérgica barba, su franca sonrisa, denunciaban, sin escrúpulos ni reticencias, la entereza de carácter, la potencia de su imaginación privilegiada, la bondad de sus sentimientos, la claridad de su inteligencia, la serenidad de su conciencia y la impecabilidad de su vida!... (145‑6).
En este caso la mirada limitada a su aspecto (traje, zapatos, peinado) es la causa de un juicio erróneo sobre la persona observada; en cambio, al detenerse en el rostro, aparece la personalidad del escritor que, además, es el mejor cultivador de la novela regional y tiene una buena prosa. Como en el caso de Ferrel y Frías, el tono de la semblanza pierde su mordacidad y se acerca a Delgado y a su obra respetuosamente, aunque no comparta el realismo de sus novelas.
En el caso del malogrado Bernardo Couto Castillo su semblanza toma un carácter elegíaco, puesto que murió prematuramente en 1901, a la vez que supone una de las defensas más encendidas de los artistas del grupo, todavía llamado «decadente», del que fue uno de sus principales representantes. Como viene siendo habitual, un joven desconocido se acerca a un grupo de amigos que están comentando una función teatral en la cervecería habitual:
[…] interrumpió el acalorado debate la brusca aparición de un imberbe con testa de pilluelo, de ojos cerúleos, perversos, malandrines, como ellos solos, con un gran rizo de pelo oscuro en la obcecada frente, y un sombrero Rubens de torcidos y desmesurados aletones.
Aquella cabeza, un tanto cuneiforme, de pícaro imberbe, emergía, con arrogancia que resultaba insolente, de una gran corbata de mariposa la cual remataba a su vez las solapas de un vestón amplio y de elegante manufactura… (157)
La elegancia y cierta extravagancia de su ropa, tan poco frecuente entre los retratados, se convierte en signo de su exquisito gusto literario. Pronto se hacen amigos de Couto, a quien se debe el primer número de la Revista Moderna y es el único que ha estado en París, que comparte con ellos su admiración por la literatura francesa así como su rechazo a los preceptistas y a la llamada literatura nacional. La primera versión del texto fue una reseña a su libro Asfódelos, publicada en El Nacional en 1897, y en ella, además de destacar su originalidad dentro de las letras mexicanas, le augura un gran futuro como cuentista y novelista. Aún era muy pronto para saber cómo se desarrollaría su escritura, pero Ceballos apunta que no basta con escandalizar a los burgueses bien pensantes, hay que luchar y «amar más castamente a la generosa poesía». Esa lucha tiene que ver también con el carácter «viril» que ostenta la obra y la personalidad de otros escritores, por eso lo exhorta a templar «la inteligencia en las gimnasias de la innovación para poder pelear en los pugilatos literarios que nos esperan en el porvenir mereciendo así el respeto de la que generación que ha de sucedernos» (172).
A Couto Castillo lo sigue Jesús Urueta, tal vez porque junto con el último de la serie, Alberto Leduc, son los ejemplos más sobresalientes del grupo de jóvenes que defienden el mismo credo estético. A diferencia de los demás, Urueta, también colaborador de la Revista Moderna, no es un artista sino periodista y, más tarde, diplomático y político, pero ante todo era el mejor orador de su tiempo, cualidad que demuestra en el Palacio de Justicia y en cualquier alocución pública, que le hizo merecedor del título de «El Príncipe de la Palabra». Por una parte, se justifica su presencia en esta galería de retratos de artistas por ser amigo de todos ellos, compartir sus inquietudes y ser tildado de «decadente» por los «poetas populares»; por otra, por haber protagonizado junto a José Juan Tablada una de las primeras polémicas sobre el decadentismo, término que rechazaba Urueta y que, a pesar suyo, se le identificó con él. Para Urueta, la admiración y lectura de los poetas malditos conlleva un cambio de carácter debido a que el temperamento neurótico de estos se apodera del yo anterior y lo debilita.
El retrato de Urueta es uno de los más extensos y el escenario no es el habitual Salón Bach sino los juzgados. Lo más interesante de él son los párrafos dedicados a los ojos, porque le servirán para enlazar con su personalidad:
Eran sus ojos caprinos, abultados, fosfóreos, de un verdor carbuncal, translúcidos, con mucha niña, de expresión un tanto felina, taciturnos, fulgurantes, nigrománticos…
Como opalescentes flamas que ardiesen en la cápsula de una tuberosa tumbada sobre los negros terciopelos de un túmulo templario…
Era uno de los hombres de ojos verdes del poema en prosa de Carlos Baudelaire… (180).
La alusión a «Les bienfaits de la Lune , uno de los pequeños poemas en prosa de Le spleen de Paris, que fue traducido por Julián del Casal en 1890, anuncia algunos rasgos de su carácter que se pueden relacionar con el decadentismo. Urueta siente atracción tanto por mujeres fatales como virginales, es aristocrático, luciferino, «demoníaco, blasfemo, esotérico, refinado, enfermo también de la locura astral, de la demencia luminosa de Asunción Silva, ungido en todos los ungüentos, probado en todos los crisoles» etc., etc. Pero, al igual que sucede en prácticamente el resto de estos retratos literarios, detrás de la alabanza sin mesura asoma la crítica. Ahora, a pesar de sus simpatías por el socialismo con el que tuvo contacto durante su estancia en Europa, «lo hemos visto beneficiar el sebo de sus amigos ricos para fabricar velas que alumbrarán el tenebrario de sus ideas cuando deje de tener talento…» (188‑9). Antes emprender su viaje de estudios a Europa, en su última comida en la casa de Valenzuela Ceballos anima a Urueta a dejar su indolencia y su desidia, porque:
Los amores concupiscentes, las adulaciones serviles, los triunfos fáciles, las vanidades superficiales, han empalagado sus ideas, amenazando malear su carácter, hasta hacerlo relapso para el arte, hasta convertirlo en un epicúreo afeminado inepto para el trabajo, para la piedad y para el combate (189).
Es decir, le pide una actitud «viril» en la vida y en el arte, semejante a la que posee el resto de los «turanios» como Ferrel, Valenzuela o Leduc, que cierra la galería de retratos. Como ya nos tiene acostumbrados, al principio de la semblanza el retrato es el de un desconocido al que se observa en una situación concreta. En el tren que lleva a una comida campestre, Ceballos contempla a un joven que está leyendo las manos a un «detestable poeta azteca que ya no existe» (198). Su apariencia es anacrónica, sus modales son grotescos y su vestimenta es muy anticuada y hasta ridícula. Su aspecto es el de «¡una cigüeña vestida de merolico!». El rostro refleja su temperamento sensual, alrededor del que gira la semblanza. Este carácter reprobable se refleja en los personajes de sus novelas y cuentos que se dejan arrastrar por los placeres eróticos:
Su angulosa fisonomía […] se animaba, pecaminosamente, por la mirada maliciosa de sus amarillos ojos de perro en brama, bajo la remangada nariz, bajo la nariz de fauno, de fauno en celo, caían los bigotitos divididos en el centro por una visible cicatriz que, en línea perpendicular, marcaba los labios sensuales revelando una herida inferida por mano de mujer celosa al castigar una boca llena de ultrajes, de blasfemias y de perjurios… (199).
Ceballos, tras unas pinceladas biográficas, opina sobre sus narraciones que, a pesar de su prosa de «cláusulas insonoras», «parábolas trasconejadas» y sin pulimento, le parecen le parecen sugestivas y hermosas y, cosa poco habitual, alaba sin reticencias «Fragatita», el cuento más famoso de Leduc. Finalmente, le exhorta, al igual que hizo en buena parte de sus semblanzas, a que se aleje de los poderosos y sea un socialista honrado.
A los diez cuadros que forman la galería habría que añadir la presencia afantasmada de José Juan Tablada, cuya animadversión lo convierte en el paradigma de escritor corrompido por el porfiriato. Tablada es el gran antagonista, el antituranio por antonomasia, al que no se le reconoce el mínimo mérito literario. A veces solo se alude sin mencionarlo —Ruelas fue condiscípulo de «un mal poeta» (34)—, pero se muestra más iracundo en la segunda versión de la semblanza de Amado Nervo, en la que introduce un par de páginas para desacreditar a su antiguo amigo, a quien acusa de ser un mero imitador de los escritores franceses. Ceballos advierte a Nervo del peligro de llegar a convertirse en
un monótono sinfonista, un ingenio cursi, una tísica gallina reducida a aovar los huevos generados en sus entrañas por el gallo galo, como Juan Tablada, ese principillo telepático, con blasones de talco, de las letras patrias para que para perdurar su poco envidiable gloriola tendrá irremisiblemente que hacerse charlatán en el comercio como lo ha sido en el arte dedicándose a un oficio menos ingrato que el de confeccionar espinelas superferolíticas (61‑2).
Tampoco se libra el «repulsivo» Luis G. Urbina de su mordacidad, desplegada en el cruel retrato que inserta en el texto dedicado a Rafael Delgado de la versión de 1902. Los rasgos identificaban a Ruelas o Valenzuela con héroes prehispánicos ahora adquieren una connotación negativa:
Su mofletuda cara, de indio chichimeca, lampiña, vulgar, renegrida, ornada por una horrible melena, adobada con pestíferos untos, nos producía una impresión tan desagradable que, a pesar de nuestros heroicos esfuerzos, no pudimos lograr que pasara desapercibida para los que, cerca del lugar en que estábamos, departía.
Nuestra repulsión llegó a su colmo cuando le vimos, cenagosa la mirada, ansioso el ademán, erecto el hinchado prolabio, arrojarse sobre una fuente colmada de ciruelas de la misma manera que lo hiciese un lunanco guarro hambriento al acometer un dornajo repleto a reverter de bellotas y tronchos... (143).
De este modo, el aspecto físico se convierte en un reflejo de sus «borborigmos» poéticos. La presencia de Tablada y Urbina, antes amigos de Ceballos, en la colección era inevitable porque, como se ha visto, en la mayoría de los casos los individuos se presentan formando parte de un grupo; de modo que el retratista aprovecha la ocasión para incluir comentarios sobre sus componentes, que inciden en sus rasgos más característicos. Esto sucede en la semblanza dedicada a Rafael Delgado al que observan con curiosidad Valenzuela, Dávalos, Nervo, Urbina y el propio Ceballos. Así, Valenzuela, caracterizado por su fortaleza física, es ahora un escultura de Rodin de «la testa fiera de un caudillo dacio»; un Dávalos ensimismado tiembla «como una iguana envuelta en un sobre de carta»; Nervo, «con la descompostura de un muñeco de trapo», piensa en que va vestido elegantemente; Urbina exhibe «su pingüedoso cuerpo enano, que recuerda, vivamente, a los fenómenos zambos que fabrican los comprachicos» y el escultor Jesús Contreras, que ya ha perdido un brazo, tiene una cabeza hermosa digna de una escultura de David o de un camafeo de Banville (141‑2). A ellos hay que añadir a Leandro Izaguirre y Rubén M. Campos, mencionados a lo largo de En Turania, para tener prácticamente la nómina completa de los colaboradores de la Revista Moderna .
4. MEMORIAS DEL FIN DE UNA ÉPOCA
Para calibrar la postura que mantuvo Ciro B. Ceballos tras la publicación de estas semblanzas es conveniente tener en cuenta su libro publicado póstumamente Panorama mexicano 1890-1910, memorias que aparecieron en Excelsior entre octubre de 1938 y febrero de 1940; así como los testimonios de su tiempo que dejaron Valenzuela, Tablada y, sobre todo, Campos. El criterio de organización de Panorama mexicano no es cronológico, pero al lado de retratos costumbristas de tipos mexicanos están los dedicados a los personajes que formaron parte de la vida literaria durante los años de la primera etapa de la Revista Moderna (1898-1903), que de alguna manera continúan y complementan las semblanzas de En Turania al detenerse más en la biografía que en la obra de los escritores. Amado Nervo muestra ahora un perfil menos favorable al considerarlo de carácter retraído y avaricioso; su figura es desgarbada y adopta posturas forzadas al hablar, tal como lo habíamos visto en el retrato de 1896:
Amado Nervo, ajorobándose más de lo ordinario, hundiendo la calamorra entre los hombros, como si un gigante le hubiera aplicado un martillazo en la mollera, jalándose los amarillentos pelos de la cristófora barba, desorbitando los ojazos de serpentina mirada, enseñando los parejos dientes como un rocín a quien ha despanzurrado un toro cuando le atormentaba la espuela pertinaz del picador infame, decía, acentuando el acostumbrado sonsonete de su voz de chantre ().
Como vemos, se ha pasado de la mordacidad del retrato publicado en 1896 en El Nacional a la caricatura y este tono se mantiene en el casi injurioso capítulo titulado «Los amores de Amado Nervo». Aunque ahora no le escatima su calidad literaria, lo acusa de sobrevivir a los políticos abyectos al adaptarse sin escrúpulos a cualquier situación. Al dedicarle un capítulo aparte lo separa del resto de la «agrupación llamada entonces modernista», «la caravana lírica» (), que frecuentaba el Salón Bach. En la cervecería encontramos al ingenioso Jesús E. Valenzuela, al escultor Jesús Contreras, a Julio Ruelas, a Bernardo Couto Castillo, a Alberto Leduc que no concurría de forma habitual, a Francisco Olaguíbel, a Jesús Urueta y a José Juan Tablada, de quien ahora apenas nos informa de que robaba libros de la biblioteca de Balbino Dávalos. Todos ellos, a los que en ocasiones se sumará Rubén M. Campos, comparten un mismo ideal, que en ese momento prevaleció por encima de intereses espurios:
Como nuestro grupo literario estaba de moda, porque sabíamos tener el orgullo de nuestro ideal y poseíamos audacia y valor para defenderlo, porque nuestra generación literaria en su mejor época no fue empleomática ni abyecta, sino antes bien, independiente y varonil era muy buscada nuestra compañía y no eran pocos los literatejos y versistas que soportaban nuestras ironías, no pocas veces demasiado impertinentes, sintiéndose recompensados con la vanidad y el gusto de ser admitidos en nuestro círculo ().
También hay un capítulo dedicado a Jesús E. Valenzuela, donde hace un resumen biográfico y se extiende en la descripción de los banquetes celebrados en su casa de Tlapan, donde acudían habitualmente Urueta, Tablada, Campos, Leduc, Dávalos, Couto y, en alguna ocasión, Rafael Delgado, «habilísimo en la preparación de la mayonesa». A ellos se sumaban los pintores Leandro Izaguirre, Germán Gedovius y, el más admirado, Julio Ruelas. En Turania la disposición de las semblanzas no propiciaba una mirada de conjunto al grupo literario del que Ciro B. Ceballos se honraba en formar parte; pero muchos años después en el capítulo dedicado la Revista Moderna hace un balance personal: no formaron parte del decadentismo ni del modernismo, como no fuera a título personal; lo que les unió fue el rechazo de lo viejo, actitud comprensible debido a su juventud:
Odio africano a los académicos, odio a los preceptistas, odio a los romanticismo, odio a los literatos del pasado, odio a los rimadores populares, ésa era la inscrita divisa en la bandera de la intolerancia de nuestro fanatismo «modernista», inofensivo por lo demás, porque ni nuestra blasfemia, ni nuestra diatriba, más pequeños ni más grandes hicieron a las vituperiosas víctimas de nuestra inquina lírica, pues no realizamos ninguna revolución literaria, ni tampoco creamos, ni podíamos crear, alguna escuela nunca vista ().
Las memorias de Jesús E. Valenzuela dictadas antes de su muerte, las de Rubén M. Campos y las de Tablada completan la galería de los turanios, a la vez que ofrecen una semblanza de Ceballos. Campos también hace un retrato de grupo en el capítulo segundo titulado «Nuestros escritores de antaño hasta 1900», entre ellos se encuentra nuestro retratista:
Ciro Ceballos, otro joven escritor revolucionario en el arte de escribir, también integra la legión modernista, y su rostro imberbe y siempre airado lanza anatemas por sus ojos centelleantes bajo sus espejuelos que pliegan su entrecejo, al que lleva la mano frecuentemente para evitar que se le caigan, suspicaz y retador, portador de una clave de Hércules como bastón y presto a armar camorra con el primero que le salga de frente ().
Esta es prácticamente la única alusión por parte de Campos al joven polemista, frente la atención que merece, como no podía ser de otra manera, Valenzuela, que cohesiona el grupo formado por Tablada, a quien dedica un capítulo, el malogrado Couto, Leduc, Urbina o Ruelas. Además de los retratos individuales o de grupo que aparecen en las memorias de los coetáneos, hay que mencionar dos cuadros de Ruelas: La paleta (1900) y La llegada de Jesús Luján a la Revista Moderna-1899 (1904). De los dos tenemos interesantes comentarios de Tablada. La paleta, pintado en el utensilio donde los pintores mezclan los pigmentos, es un cuadro de interior: en el salón de una casa, tal vez un prostíbulo, con estrado y piano se encuentran varios hombres y mujeres. De estas es imposible establecer su identidad, ya que «tuvieron una celebridad fugaz y circunstancial», pero desde el lejano Nueva York el poeta intenta recordar la de los hombres retratados:
Según recuerdo, aunque temiendo que mi memoria sea infiel en algún detalle, están allí el poeta Rubén Campos, el conteur Bernardo Couto Castillo, xocoyote del grupo, el literato Ciro Ceballos, Peñita, el administrado de Revista Moderna; quien esto escribe y el propio pintor del cuadro, Julio Ruelas.
Del resto no está seguro, tal vez estén Rubén Campos, que en su calidad de músico toca del piano, Jesús Urueta o Raúl Lanzázurri, el ingeniero que acercaba de vez en cuando al grupo y que fue modelo de Ruelas. En cualquier caso, Tablada está seguro de que «el cuadro pintado con amor y sabiduría es un raro y precioso documento anecdótico, un pintoresco testimonio de “esas cosas que no tienen historia”, como dijeron de los Goncourt» ().
Vemos que Tablada califica maliciosamente a Ceballos de «literato» mientras que los demás son cuentistas, poetas, pintores. El segundo cuadro es el retrato de grupo más completo. Tanto en las memorias de Rubén M. Campos como en los recuerdos de Valenzuela se reconoce la importancia de Jesús Luján como promotor y mecenas de la revista y de la generación de la Revista Moderna. Cuenta Valenzuela que le pidió a Julio Ruelas que pintara la incorporación a la revista de Luján, protector del pintor, hecho que se produjo en 1899. También le debemos a Tablada dos comentarios del celebérrimo cuadro. El primero, «Exégesis de un capricho al óleo de Ruelas», se publicó en noviembre de 1904; y el segundo, que forma parte del capítulo IV de la segunda parte de sus memorias Las sombras largas, apareció en marzo de 1926 en El Universal. Ahora interesan los personajes que habitan «la extraña ribera de un fabuloso mar azúreo y esmaragdino, con circunflejos toques de luz y horizonte de monstruosas nubes», convertidos en criaturas mitológica en la visión del pintor:
[…] Valenzuela es un membrudo centauro; Urueta, un ofidio gelatinoso y azul; el pintor Izaguirre, un egipán avaro; Dávalos y Rebolledo, dos casoares sonoros; y dos notas de velada elegía, dicen, el fin lamentable y prematuro de Bernardo Couto, el “conteur” genial, y de Chucho Contreras el escultor. Por eso cuelga al autor del cuadro exvoto y conmemorativo, ejecutado por sino adverso, expiando el crimen de haber tenido genio en la isla fecunda al Trigo y estéril al Laurel… ().
En 1904 Ciro B. Ceballos ya se había alejado del grupo modernista y desvinculado de la Revista Moderna, tal vez por eso no aparece en el cuadro de Ruelas al que, aunque seguro que lo vio porque se reprodujo también en la Revista Moderna, no hace ninguna mención en su Panorama mexicano. No es posible saber si le dolió la exclusión, pero dejó claro que la segunda etapa de la publicación supuso un giro negativo en su política editorial y, cuando buena parte de los jóvenes aceptaron empleos del dictador ―Tablada dedicó a Porfirio Díaz La epopeya nacional (1909)―, el «modernista cenáculo» se deshizo:
En esos días, cuando en todo su esplendor se hallaba la Revista Moderna, cuando las puertas del Palacio Nacional se abrían acogedoras para facilitar empleos a los redactores, nosotros nos alejamos siempre del modernista cenáculo, adoptando una resolución de la cual no nos arrepentimos entonces, ni al recordarlo, después de pasado un tiempo, nos arrepentimos todavía
El modernismo, sin haber llegado a ser nunca un literario sistema, pasó como las auras, como las nubes, como las olas… ().
Así, pues, En Turania Ceballos dio por finalizada su vinculación al grupo de los que cultivaban las «tendencias estéticas modernas», reunidos en torno a primera etapa de la Revista Moderna. En 1903 abandonó la literatura para dedicarse primero al periodismo de combate y después la política. Aunque no se arrepintiera nunca de haber abandonado los ideales artísticos que lo unieron a una generación, tal vez sintió, como se refleja en el óleo de Ruelas, que
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Urueta, J. (1899): “Hostia. A José Juan Tablada”. Revista Moderna II/2, 57‑9. http://www.hndm.unam.mx/consulta/publicacion/visualizar/558075bf7d1e63c9fea1a422?intPagina=25&tipo=publicacion&anio=1899&mes=02&dia=01 (consulta: 22/4/2022).
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Notas
[1] Como señala Raúl Cruz Villanueva, Luz América Viveros, al dar cuenta de los cambios introducidos en la edición de 1902, presenta «a dos Ceballos no radicalmente diferentes entre ellos mismos, pero sí con el mundo que les rodea, pues para el primero, el que publica las semblanzas con la intención de defender el grupo ensalzando a cada miembro, es más importante atacar a la crítica, a los académicos, a la vieja escuela; para el segundo Ceballos, el que publica su libro desde la Cárcel de Belén, es necesario dar al lector una imagen completa de sus relaciones tanto literarias como político-ideológicas: no es gratuita la aparición de dos escritores que, como él, estuvieron encarcelados por criticar al régimen porfirista: José Ferrel y Heriberto Frías» (2012: 135).
Todas las citas corresponden a esta edición. En adelante solo se indica la página.
[2] «No faltarán pitecántropos que esos que creen que, cuando un hombre emite una idea, está obligado a arrastrarla toda su vida como un galeote la bala que padrona su ignominia, su esclavitud y su deshonra» (175).
[3] Un propósito contrario fue el de Los de la mutua de elogios (1892) de José Ferrel, colección de artículos sobre obras tan detestables que justifican su censura, hecha con el propósito de flagelar a sus autores, a quienes, salvo uno o dos casos, no conoce y cuya opinión no le importa, como leemos en el inicio del prólogo: «¿Que qué me importa a mí que haya una sociedad de “Elogios Mutuos” cuyos miembros gozan del maravilloso privilegio de aparecer gigantes siendo enanos? Pues, francamente, no me importa nada, voy a ver si le prendo una banderilla de fuego. Ya veremos cuántos socios respingan!» ().
[4] Como señala Alexandre Gefen: «Le recueil biographique est donc génériquemente motivé: il replie une société, un groupe, un métier, sur des formes textuelles idoines et redouble donc l’homothétie du temps de la diégèse et du temps du récit propre à la narration biographique par un parallèle entre série textuelle et communauté humaine, réelle, hypothétique ou speculative» ().
[5] Robert Dion y Frances Fortier establecen tres funciones para el retrato: estética, explicativa y referencial (). Esta última es la que predomina en En Turania.
[6] Basta línea y media como muestra de esta escritura desbordada, llena de referencias, palabras extrañas, neologismos, que parecería tener una intención paródica si no conociéramos las intenciones de su autor. Al hablar de Jesús E. Valenzuela, enfermo y abandonado por los falsos amigos, Ceballos, utilizando el tema del ubi sunt a lo largo de varios párrafos, escribe en uno de ellos: «¿A dónde están los Anacéforos de aquel Pisístrato que avergonzado de ser rico arrojó al mar el anillo de Polícrates?» (76).
[7] «Chaque texte, une fois intégré au recueil, n’en demeure pas moins autonome : la complétude de sens qu’il possédait auparavant ― les prépublications en témoignent bien ― ne s’évanouit pas lorsqu’il est soumis à un régime de publication polytextuel. Le recueil se présente ainsi comme la réunion de textes complets et indépendants: chacun possède son propre discours, ses temps forts et sa clôture. Le recueil ne contraint pas les textes à un asservissement à la structure englobante, si ce n’est par un travail de réécriture de certains d’entre eux» ().
[8] A estas acepciones podemos añadir a los naturales de la región de Touraine, al norte de Francia, cuyos tranquilos habitantes se opondrían a los asiáticos. La homonimia sirve para hacer una crítica al poema Le Flibuster de Richepin, publicada por Louis Ganderax en La Revue de Deux Mondes y citada por Howard Sutton: «conceded that Richepin was indeed a Turanian, but a Turanian from Touraine, adding that “pour l’equilibre moral, il en remontrerait à un Flamand; pour la finesse, à un Gascon”» ().
[9] «Con los primeros turanios van caballeros del pillaje contra el Aryablanco. Parias furiosos se vengan de la suerte de la destrucción. En nuestros días su patria es el mundo» (). Años más tarde, Turania se convertirá en una metáfora de una Rusia antieuropea, como muestra, entre otros, la utopía de Stravinsky.
[10] Pere Gimferrer resume el «esmalte» de Banville: «Es, verdaderamente, un rostro impresionante, de príncipe y aun de príncipe zíngaro: pelo rizado, barba negrísima, y frondosa, mirada de brasa, a la que Theodore de Banville vio lanzar “relámpagos de acero”» ().
[11] José Juan Tablada fue quien presentó a su antiguo condiscípulo de Zacatecas a sus amigos escritores. Valenzuela recuerda que «un día me dijo Julio Ruelas: “José Juan Tablada y yo fuimos expulsados del Colegio Militar: por falta de espíritu ídem”. Inmediatamente le manifesté a Tablada que por qué no me había dicho eso: “Aunque sea verdad, Ruelas no debía contarlo”, me contestó. Ruelas era el dibujante de la empresa iniciada por Couto» ().
[12] En la dedicatoria de Croquis y sepias a Valenzuela, Ceballos se refiere a Barbey d’Aurevilly como «el turanio aristócrata» ().
[13] «Iban los siete trovadores por el viejo camino de Turania, mojados por la lluvia, pero reconfortados por un sol de alegría; con los pies sobre el lodo, pero con la frente en el cielo» ()
[14] Solo un ejemplo, José Ferrel, «un hombre de hierro», director del periódico antiporfirista El Demócrata, no se retractaba jamás, «duelista, panfletario, sabía responder a la injuria con la ofensa, al reto con el riesgo, a denuncia cobarde con el calabozo, a la agresión callejera con el pistoletazo, a la calumnia con el bofetón y a la mancha lútea con el lodo… ¡Un valiente!» (103).
[15] Francisco de Alba es lo opuesto al aspecto y escritura «viriles» que presentan los turanios, a pesar de las tendencias decadentes de alguno de ellos, como Dávalos, Couto e incluso Urueta.
[16] Ceballos escribe al hablar de Místicas: «Hay en ellos [los versos] mucha simplicidad de intención, desaliños casi imperdonables, falsedades muy graves y asimilaciones intuitivas que descubren sin gentileza alguna y con desvergonzado enfatismo los relieves de sus modelos. […] Antójaseme una masturbación de impúber extendida a través de cien páginas primorosamente impresas» (60).
[17] José Juan Tablada también lo compara con héroes indígenas: «Tenía Jesús Valenzuela un hermoso tipo viril; era algo como un rudo Apolo indígena, capaz de haber llevado con cabal donaire el indumento de Caballeros Tigres y Caballeros Águilas. Era alto y fornido, de rizada cabellera sobre moreno rostro donde los ojos soñadores asumían cierta expresión melancólica y cansada en contraste violento con la hercúlea fuerza que revelaba su gallardo cuerpo, la fiera testa y las espaldas que, a fuerza de ser anchas, lo hacían parecer encorvado» ().
[18] La exclamación «¡No ha hablado nunca mal de nadie!» se repite como un estribillo en los párrafos altisonantes dedicados a su extraordinario carácter. Solo un ejemplo: «Por eso, por su beatífica, por su sabia filosofía, porque no ha caído de espaldas en la madrépora de las vergüenzas bestiales, porque es hombre de convicción entera, de entusiasmo inmenso y de concordia infinita, lo vemos imperturbablemente jovial capturando con una hiblea sonrisa en los labios a los colibríes que revolotean siempre en torno de su suasoria palabra…» (78).
[19] Solo un párrafo como ejemplo: «En esa tebaida [sic], en esa ermita abandonada, con caóticas penumbras de celda monástica, invadida por el frío de todos los desamparos, la musa pálida, la musa huraña la musa de las negras preocupaciones que la habita, abriga amorosa, bajo la apagada seda de su peplum lila, a las aves de mirada corvina emigradas de las sidéreas tormentas, acoge solícita a los fatigados mensajeros de los trágicos augurios a las maldicientes sibilas de los siniestros oráculos, a los leprosos expulsados del hospital lleno de lamentos de la vida… a los parias de la sombra… a las larvas de la muerte!» (119).
[20] Como indica Jean-Benoît Puech (), «Les portraits relèvent du biographique, mais les instantanés de la biographie. Ils visent à la représentation de la vie plus que de la personnalité du modèle».
[21] Al final de la semblanza hay una nota del autor que hace referencia a su fallecimiento: «Cuando este estudio fue escrito, nuestro compañero de arte, de infortunios, de entusiasmos, no había emigrado aún al silencio del espacio, víctima de una de las muchas injusticias de la muerte, frustrando una gran esperanza de las letras nacionales» (173).
[22] Así, José Ferrel es «viril, original, plástico con aquílea sobriedad y dolorosamente verdadero» (168). En la apología dedicada a Valenzuela distingue clases de poetas: «Los afeminados que embrutecen a la musa masturbándola y los viriles que la estupran legalmente sobre un lecho de madera del Líbano como el de Salomón en un suntuoso arrobamiento de amor proficuando su vientre como fecunda Abril, el voluptuoso sátiro, a la siempre rejuvenecida Démeter en los urores fogosos de los veranos…» (92).
[23] «Este poeta que tan grandes prodigios puede realizar en la lírica no ha intentado nunca rimar dos consonantes ni ha procurado jamás encajar en los eslabones de plata de la métrica la calenturienta cesura de un yambo evocador» (186).
[24] En su conocido artículo, «Hostia. A José Juan Tablada», publicado primero en El País, enero de 1893 y, posteriormente en la Revista Moderna, en 1899, de Jesús Urueta rechaza la etiqueta porque el arte no debe tener dogmas y su pertenencia a esta supuesta manifestación artística tendría que ver la sugestión literaria: «los decadentistas lo han hipnotizado, amigo mío; es vd. el sonámbulo de Richepin Hay una sugestión literaria: almas que nos entran en el alma. Vd. ha vivido en los palacios de fortunio: de aquí la forma fantasmagórica de su estilo; es vd. un esteta. Se ha recostado en los perezosos divanes del Club de los Harchishistas; de aquí sus nerviosidades, sus pesadillas y sus edenes» ().
[25] Leemos en este poema en prosa: «Tu seras la reine des hommes aux yeux verts dont j’ai serré aussi la gorge dans mes caresses nocturnes: de ceux-là qui aiment la mer la mer inmense, tumultueuse et verte, l’eau informe et multiforme, le lieu où ils ne sont pas, la femme qu’ils ne connaissent pas, les fleurs siniestres qui ressemblent aux encensoirs d’une religion inconnue, les parfums qui troublen la volonté, et les animaux sauvages et voluptueux qui sont les emblèmes de leur folie» ().
[26] Solo un comentario del retratista: «El autor que estudio ha sacrificado las délficas coronas en aras de Afrodita la pagana, haciendo el holocausto de sus más luminosas facultades sensoriales en los braseros en donde arde, inextinguible, la lumbre consagrada a la diosa del placer sensual» (201).
[27] Tablada se convierte en el poeta del «“El rey burgués” de Darío», con la diferencia de que el burgués es sustituido por el vulgo: «Sería muy triste que lo mismo que el desprestigiado japonista llegara [Nervo] a verse obligado a dar vueltas a la manivela de un organillo para divertir a los patanes de las plazuelas beodos de vino agrio y mal tabaco» (62).
[28] En Croquis y sepias, publicado en 1898, dedicó los cuentos «Amor insulso» a Luis G. Urbina y «El viejo error» a José Juan Tablada.
[29] Luis G. Urbina enumera los miembros «del más alto grupo intelectual que ha producido México», reunidos en la Revista Moderna: «que fundó Jesús Valenzuela, un poeta manirroto de tres riquezas: la de su oro, la de su corazón y la de su ingenio, estaba dirigida por su fundador y por Amado Nervo. En ella alcanzaron su consagración definitiva, entre otros, José Juan Tablada, Balbino Dávalos, Ciro B. Ceballos, Bernardo Couto (un malogrado niño, una deliciosa flor que se marchitó antes de abrirse) y el dibujante Julio Ruelas […] Y en este lugar me complazco en nombrar a Jesús Urueta, brillantísimo escritor de la Revista Moderna y el primer orador de su generación» ().
[30] Valenzuela enumera a los fundadores de la Revista Moderna: «Mucho me llamaron la atención al fundarse la Revista Moderna Jesús Urueta, Balbino Dávalos, José Juan Tablada y Bernardo Couto Castillo». Más tarde se les unió Julio Ruelas ().
[31] Recuerda Valenzuela: «Entonces se me ocurrió que pintara la llegada de Luján a la Revista Moderna. Puso al gran mecenas a caballo, en un hipotauro, que decía Tablada: a mí, de centauro; a Urueta, de serpiente, comiéndose una poma de oro y a su colega el pintor, Leandro Izaguirre, con una talega de pesos abrazada. En el mismo cuadro figuraba Tablada de perico en charola y están también Balbino Dávalos y el licenciado Efrén Rebolledo, Couto Castillo, de efebo funerario, pues ya había muerto; a Contreras se le ve de águila con un ala por el suelo; ya le habían cortado el brazo en París. El fondo lo forma un mar muy estilizado y un cielo en el cual las nubes semejan monstruos en lucha. El pintor se pintó caprípedo, colgado, muy feo. […] También para él era un carpintero el pintor Izaguirre. Era la obsesión de Ruelas. Él creía, puede que, con razón, caprípedo a todo el mundo inteligente» ().
[32] «La Revista Moderna, de su lecho mortuorio, resurgió galvanizada a una nueva vida, aunque en la prosperidad plena, cuando nosotros no pertenecíamos a ella, padeció una metamorfosis notable respecto a su carácter prístino.
Perdió su peculiaridad eminentemente lírica, aburguesándose sus colaboradores en la empleomanía porfirista, al mismo tiempo que invadían sus columnas colaboraciones consideradas como indeseables en su primera época» ().