1. INTRODUCCIÓN
En 1592 publicaba Fernando de Herrera un opúsculo con el título de Tomás Moro . Pocos ejemplares y ser la última obra impresa en vida del autor determinan ya algunas de sus características. En principio se suma a la labor de significado humanista del escritor sevillano, desde la perdida historia universal a las Anotaciones a las Obras de Garcilaso de la Vega, 1580. Con ellas cumplía las dos tareas fundamentales del autor renacentista: historiador y comentador de un clásico.
Los estudiosos que se han acercado a este Tomás Moro han señalado su singularidad, no atreviéndose la mayoría de ellos a encuadrarla en un género en concreto e intentando definirla más por lo que le falta que por lo que contiene. En primer lugar, se presenta el problema de su valor histórico: aunque es evidente que Herrera utiliza fuentes librescas, de relatos a biografías y quizá cartas, la intención no es escribir un suceso histórico; lo que además invalida su dependencia de la citada historia universal que ya tenía compuesta (). La autonomía de estas dos obras ya había sido señalada por A. Coster, quien hacía hincapié en el desarrollo oratorio del Tomás Moro, aunque es posible que Herrera utilizara o le sirviera de inspiración el material que había manejado para la Historia universal:
Faut-il également considérer comme un fragment de la grande Histoire le petit livre intitulé Thomas Morus ? […] L’œuvre capitale, à laquelle il consacra la seconde partie de sa vie, fut précisément uns Histoire du monde jusqu’à l’époque de Carles Quint… En fin, en 1592, Herrera publiait son Thomas Morus, emprunté peut‑être en partie à la même livre, puisque le chancelier fut exécuté en 1535 et qu’il est évident que l’historien du monde devait faire mention, en cours de son récit, de ce tragique événement […] Faut‑il considérer comme un fragment de sa grande histoire que l’auteur se serait borné à encadrer d’un prologue et d’une conclusion ? Je ne le pense pas: Herrera avait eu certainement l’occasion de parler du Chancelier Thomas Morus dans son histoire lorsque il avait abordé l’époque de Henri VIII, mais tel que se présente à nous ce petit opuscule, il aurait été d’une longueur excessive pour une histoire générale, où forcement le événement ne pouvaient être rapportés que d’une façon très succincte. Il affecte d’ailleurs la forme d’un panégyrique, bien plutôt que d’une biographie. […] Il me parait donc que, sur les quelques mots consacrés à Thomas Morus dans sa grande Histoire, et qui comprenaient de toute nécessité un certain nombre de détails biographiques, Herrera jeta les développements oratoires qui sont la vraie raison de être de ce petit livre ().
Parece de máxima importancia este fundamento oratorio, pero no llega a dar la clave del género al que puede adscribirse la obrita. Por el camino de la negación se deduce que no es una biografía, por el de la afirmación, y en consonancia con la envergadura retórico-oratoria, se puede hablar de panegírico. Así, R. O. Jones sostiene que «no es una biografía propiamente dicha sino una serie de reflexiones morales que tienen por tema el martirio de Moro», porque «la materia biográfica es, dentro de su alcance, exacta, pero es también insuficiente para formar una verdadera biografía, mientras que las digresiones moralizadoras tienden a eclipsar todo otro contenido del libro» ().
En cambio, una consideración casi unánime, la de la búsqueda de la ejemplaridad como meta de la escritura, sirve para crear, con diferentes matices, un sólido punto de arranque. «Vida ejemplar» es la posible solución para esta difícil cuestión: «¿Una vida de santo, una leyenda, una crónica?» se pregunta , quien propone que lo más aproximado es la forma sencilla del memorabile. Este refiere una vida digna de recordarse. Vida que en este caso se hace memorable no por ser un gran humanista, Canciller del reino de Inglaterra, sino por su trágica muerte, «mártir de su propia conciencia»; esto explicaría por qué Herrera engrosa o trata especialmente los datos dirigidos a los «acontecimientos de la detención, de la condena y de la muerte de Tomás Moro» (). Sin embargo, no creo que, como se afirma en este estudio y como consecuencia de lo dicho, el martirio explique y motive la estructura del opúsculo. Entre otras cosas, la muerte de Moro no aparece descrita y hay otras motivaciones mucho más fuertes. Solo se puede considerar memorabile en cuanto que lo histórico cede su sitio a lo moral: «los elementos históricos se encuentran dispersos entre los pasajes moralizantes y no tanto a la inversa: ocupan un espacio siempre más largo» (); y en cuanto que no es una leyenda, ni una hagiografía, ni una crónica. Lo más literario es la atención focalizada en el ascenso y la caída desde lo más alto del poder, hasta la condena y ejecución de la muerte. Podría ser una tragedia pero le falta el elemento esencial del destino. Herrera no juega para nada con este recurso, que sí habría convertido a Moro en héroe clásico; no es su intención, aunque se proponga destacar una persona única en unos tiempos degradados; la modelación de su personaje se basa en la del varón virtuoso y cristiano:
Tomás Moro uno de los varones más excelentes que ha criado la religión cristiana y clarísimo ejemplo de fe y bondad para todos los hombres constituidos en dignidad y en oficios y grandeza de magistrados. Y pues no es negocio nuevo, dejar a la memoria de la edad siguiente, los hechos y costumbres de los hombres señalados, aunque no se estime tan bien el valor y merecimiento de la virtud en los tiempos en que se halla difícilmente, dese lugar a este pequeño trabajo, debido a la honra de este varón (18‑9).
Está más justificada la calificación de relato ejemplar, pues esta se refiere más a la finalidad que al propio formato de la obra. Así , manteniendo su esencia histórica afirma que la creación «is born of a view of history of exemplarity». Sin embargo, se refiere a la obra, una y otra vez, como «portrait». La motivación sería, pues, la de refrescar la memoria de la admiración que despierta una conducta virtuosa, ofrecer un modelo de imitación, un modelo de conducta.
De nuevo se vuelve a la posibilidad de encuadrar el opúsculo de Herrera en el amplio y diverso saco del panegírico, en el que ejemplaridad y homenaje conviven junto a la fórmula de la tradición clásica de las vidas de varones o mujeres ilustres. En el fondo se busca una vinculación con la actitud humanista, pero no se logra un anclaje en una modalidad genérica concreta. Quizá lo más propio sea relacionarla con el ensayo moderno, como propone de pasada , en tanto que hay unos juicios sobre el mundo, una generalización a partir de un caso particular, una meditada selección de elementos y un variado abanico de reflexiones morales.
Entonces, ¿qué es el Tomás Moro de Herrera? No basta con ampliar el género llamándolo «relato», que tampoco lo es, ni encaja en una biografía, pues no cumple los mínimos requisitos para serlo, a pesar de que algunas de sus fuentes de información sí lo sean, y por tanto tampoco «vida ilustre». Tratarlo como propuesta ejemplar, homenaje o panegírico es definirlo parcialmente. Al margen de la intención fundamental de Herrera, que hay que indagar y justificar, el resultado coincide con un retrato literario.
Si consideramos el valor definitorio que tiene el título, sin duda la obra de Fernando de Herrera, Tomás Moro, es un retrato. No aparece ni la palabra «vida» ni tampoco hay referencia a sus «hechos y dichos» como en las biografías clásicas de hombres ilustres, o las que surgieron por imitación en el Renacimiento. La intención manifiesta de su autor fue hacer ver la honra «deste varón» y la «afición de mi ánimo» (19), pincelando su carácter virtuoso. «Estamos en la presencia de un hombre, no de una personificación de un impulso religioso» ().
Es un retrato singular que, para empezar, no tiene prosopografía; apenas hay una mención, referida conjuntamente a su padre, de «grande concurso de dotes corporales» (19). Todo lo ocupa la etopeya que convierte al retratado en modelo ejemplar de comportamiento íntegro y consecuente hasta la aceptación de la muerte, como determinación de su conciencia. El comportamiento alcanza mayor significación por los tiempos en que ocurre, tiempos en los que abundan los vicios y los malos ejemplos.
El retrato es como un mosaico en el que todas las piezas deben encajar, pero eso no significa que estén todas, están únicamente las elegidas y, por un lado, las que faltan son a veces más significativas que las que están, y, por otro, esa falta produce efecto de yuxtaposición de las teselas sin posible subordinación de las mismas. Esto es lo que le ocurre al retrato de Moro que Herrera ofrece: le faltan bastantes piezas de la personalidad de Moro que dejan un rastro importante de ausencia, y el montaje de las presentes implica que no hay unos cimientos y estructuras que las hagan sólidas. La imagen que plantea Herrera es evanescente en tanto que no se encarna en un todo auto‑remitente y correlacionado. De ahí las muy variadas interpretaciones tanto sobre el género de la obra de Herrera como de la intención y finalidad de su escritura.
2. ELEMENTOS Y RECURSOS DEL RETRATO CLÁSICO
Durante el siglo xv y el Renacimiento, bajo la influencia del humanismo, el retrato literario pudo confundirse con la biografía de varones ilustres. Como colecciones de varios personajes, al modo clásico, estaban ligadas a la manifestación de linajes (Generaciones y semblanzas de Pérez de Guzmán) o eran adiciones a la labor historiográfica (Claros varones de Castilla de Hernando del Pulgar). Estas vidas tienen una serie de elementos constitutivos que dan unidad al conjunto: linaje y nacimiento, formación o aprendizaje, hazañas y obras señaladas.
El Tomás Moro de Herrera se singulariza primero por la elección de un héroe no militar, segundo por no formar parte de una obra seriada, sino dedicada en exclusiva a su persona. Pero quizá lo más llamativo resulte la moralización continuada de cualquiera de los pocos datos atendidos. Esto hace virar el sentido del retrato hacia la meditación y el sermón (), más que al sentido ejemplar que motiva las vidas de personajes ilustres.
Se inicia el retrato figurando un fondo de traslación temporal. La exaltación de una edad dorada representa el espacio que le correspondería a Tomás Moro, equiparando sus cualidades a la de aquellos hombres santos; al mismo tiempo que se realza su mayor valía por pertenecer a otros tiempos. El fondo del cuadro no es plano ni monocromo, está lleno de posibles figuras de referencia entre las que hay que situarle:
Cuando me pongo en consideración de las cosas pasadas, y revuelvo en la memoria los hechos de aquellos hombres que se dispusieron a todos los peligros por no hacer ofensa a la virtud, y escogieron antes la honra y alabanza de la muerte que el abatimiento y vituperio de la vida, no puedo dejar de admirarme de la excelencia y singular valor de su ánimo y estimar maravillosamente sus obras (15).
Estos hombres tuvieron la suerte de vivir en aquella edad en que floreció la virtud y ellos estaban llenos de fortaleza para atreverse con los casos difíciles, porque aún estaban cercanas las hazañas y predicaciones de los discípulos de Cristo. Pero el mundo ha ido cambiando y perdiéndose la estimación de la virtud, por lo que es mayor mérito el de quien es capaz de mantenerla en los tiempos modernos «y tanto pienso será mayor, cuanto está más cerca en la vejez del mundo y la naturaleza olvidada de producir hombres aborrecedores de las costumbres deste tiempo» (17‑8). Así destaca entre todos, sobre ese asiento de dificultad añadida en el tiempo presente, Tomás Moro:
Si alguno ha merecido en la miseria de nuestra edad la estimación desta hazaña, ciertamente grandísima y casi singular, entre los pocos que nos ha querido dar el cielo para vergüenza y menosprecio de nosotros que vivimos tan descuidados de satisfacer a la obligación que tenemos a la verdad y justicia, es Tomás Moro uno de los varones más excelentes que ha criado la religión cristiana, y clarísimo ejemplo de fe y bondad para todos los hombres constituidos en dignidad y en oficios y grandeza de magistrados (18).
Es muy significativo que comience Herrera dando cuenta del lugar de nacimiento y que este no implique una fecha. «Nació Tomás Moro en Londres, nobilísima ciudad de Inglaterra que, puesta a lo luengo a la ribera del Tamisa, se extiende tanto que parece no tener fin, y por lo ancho se angosta y recoge estrechamente» (19). Se puede considerar que este inicio del retrato se debe a una práctica habitual en el Renacimiento, derivada de la idea de que las condiciones naturales del lugar influyen y modelan la personalidad y carácter de los allí nacidos. Sin embargo R. O. Jones hace notar «cierto matiz de sentimiento romántico por esta lejana ciudad», y se extraña de ese tratamiento cuando «era el más importante foco de enemistad contra España» ().
En todo el opúsculo nada hay contra Inglaterra; al contrario, las referencias a ella son siempre elogiosas, estimando además la lástima que despierta dada su situación contemporánea. Herrera, si algo tiene contra esta nación, no lo muestra: no existen comparaciones positivas ni negativas. Su discurso camina alejado de cualquier matiz político; Inglaterra es un gran país que está sufriendo las consecuencias del reinado erróneo de Enrique VIII:
Mas vemos aquella Isla, nobilísima entre todas las que cerca el Océano, padecer amargamente todos los trabajos y daños que suelen nacer de la mudanza de las costumbres y del perdimiento de la Religión Católica (32).
Consideremos, también, que no resultando de este acaecimiento provecho, grandeza y felicidad a Inglaterra, sino daño, menoscabo y desdicha, consiguió Tomás Moro el premio de su virtud, y en aquel estrago y perdición general del Reino, gozó el merecimiento de sus obras (74).
Moro era una «clarísima lumbre» para toda Inglaterra, «a quien estaban vueltos y atentos los ojos y entendimientos de todos» (43), porque conocían «el grandísimo cuidado que tuvo siempre de amparar la religión y justicia en la república, y apartar de Inglaterra con sus escritos y autoridad, cuanto le fue posible, los herejes que entonces habían pasado a ella de Alemania» (44). Él, junto con Fischer, «eran gloria y honra de aquella Isla» (47). Herrera, como buen humanista, considera que los hombres ilustres son un orgullo y un valor superior para cualquier país. Un apartado fundamental de los libros de ciudades del siglo xvii está dedicado a sus personajes célebres.
Dato también del origen es el linaje. Atiende a este con unas escuetas palabras referidas tan solo al padre, aunando su propia condición de hombre honrado y practicante de virtudes a la de su progenitor. La nobleza no está en la cuna sino en las dotes del espíritu, es decir en la virtud de la persona: «Su padre fue Juan Moro, hombre de linaje más honrado que noble. Pero el grande concurso de dotes corporales y bienes del alma que resplandecieron en su hijo, hicieron clarísimo al uno y al otro, y dieron verdadera nobleza a su familia» (19). Actitud propia del humanista es este concepto de nobleza nacida no de la estirpe heredada sino del esfuerzo moral de la persona.
Sin embargo, no se tiene en cuenta un aspecto que es básico en las vidas de ilustres varones, como es la formación. Apenas le interesa a Herrera retratar la personalidad de hombre de letras de Moro, cuando esta es la faceta que le ha proporcionado más notoriedad. El escritor sevillano curiosamente coincide con lo que afirma un biógrafo actual del personaje inglés: «Su influencia sobre épocas posteriores ha sido menor por sus escritos que por la historia de la vida» (). Herrera da constancia de su erudición y del reconocimiento que le tenían los doctos del momento («admirado con la veneración de los extranjeros» 20).
De sus obras cita la traducción de algunos diálogos escogidos de Luciano y epigramas «agudos o graciosos» (21). Este aspecto fundamental en el retrato de Tomás Moro es uno de los que mayores cuestiones suscitan, pues Herrera ignora elementos muy importantes y matiza correctivamente otros. Dos carencias resultan muy llamativas: no se nombra la Utopía ni tampoco se menciona a Erasmo. Respecto a la primera, unos estudiosos de la obra han supuesto que Herrera no la conocía; otros, como Randel, que la había leído ya que algunas de las ideas sobre el buen consejero de reyes responden al libro I de Utopía, justificando que no se refiriera a ella por estar en el índice de libros prohibidos de Gaspar de Quiroga, de 1583 (). López Estrada recordaba que este libro I fue suprimido en la edición de Medinilla, por lo que Randel propone que Herrera pudo conocerla en el latín original (Lovaina 1516):
Yet the similarities are so many and occur with such intensity and in unified passages of each work, that we are tempted to believe that Herrera knew More’s work personally, had assimilated the forceful message of the Dialogue on Counsel and finally applied it to his interpretation of the significance of its author life ().
Quizá Herrera no hubiera leído Utopía y las ideas sobre el buen cortesano y el buen rey nazcan de cualquiera de los libros de adoctrinamiento de príncipes, tema bastante repetido en el Renacimiento (de Erasmo a Antonio de Guevara). Otra interpretación puede darse: Utopía no era considerada obra seria por los humanistas; no era una obra grave, sino una obra de demostración de ingenio, en todo caso una respuesta «moderna» a la República de Platón, un juego; una obra comparable al Elogio de la locura de Erasmo. Si actualmente son ambas muy apreciadas por ser de mayor ficción o más cercanas a la idea de creación literaria a partir del Romanticismo, sus propios creadores las consideraban marginales respecto a su tarea humanista. De cualquier modo, su ausencia es motivo clave en el diseño del retrato herreriano.
Lo mismo puede decirse sobre la falta de toda referencia a Erasmo. Lo más sencillo sería considerarla debida a que el autor holandés no era bien visto en ese tiempo, segunda mitad del siglo xvi, en España. Pero tiene que haber algo más teniendo en cuenta que no solo fueron grandes amigos que se carteaban y que Erasmo estuvo en casa de Moro en varias ocasiones. La traducción de los diálogos de Luciano, que menciona Herrera sin darles título, fue una tarea conjunta de Erasmo con el humanista inglés; sí, en cambio, indica que fueron «escogidos por el argumento» (20). Es innegable que Herrera había leído a Erasmo. Pero pudo considerar que no era necesario citarle en su obra ya que nada tenía que ver con el interés y motivación de ella, como tampoco hay referencia de otros señalados coetáneos. Si Lutero aparece es por exaltar las dotes de Moro para reargüir ataques a la obra católica de Enrique VIII sobre los sacramentos:
De tal suerte burló y desbarató las vanas razones y opinión de aquel hombre que le pudo quitar el atrevimiento para encontrarse con él. Mas ¿quién de los que sabían no había de acudir a la causa de la religión, contra un cruel y ambicioso enemigo della, que tenía empeñados los ojos de muchos con el velo de su engaño? ¿Y quién podía callar en aquella opresión de la virtud? (21‑2).
Era precisa, pues, la mención de Lutero como enemigo de la religión católica, y ya no vuelve a aparecer. Pero para Herrera incluir en su retrato a Erasmo suponía desviar la atención y colocar al más prestigioso humanista del momento, quizá oscureciendo al propio Moro. Nada importaban sus relaciones o vínculos, no era necesario para modelar su personaje.
Los epigramas sirven de ejemplo de creación moralmente correcta, de demostración del ingenio dentro de la templanza y moderación esperable en los hombres graves:
Y se ejercitó con la misma felicidad en epigramas agudos y graciosos, o fuesen traídos de aquellos antiguos poetas griegos, o hallados por él. En los cuales guardó la templanza que deben los hombres graves y modestos, no derramándose a las lascivias y deshonestidades de los poetas latinos que cerca de su tiempo florecieron en Italia. Porque no le permitía su modestia y encogimiento escribir lo que podía causar vergüenza aun a los hombres perdidos, sabiendo que no sólo debe carecer el bueno del crimen, pero de la sospecha de él también. Ni quiso ofender con aspereza y demasía de palabras injuriosas la vida y costumbres de algunos; antes juntó con la mansedumbre de su ánimo la facilidad y cortesía, para no ser molesto y enojoso (20‑1).
Estas son, según Herrera, las metas del Tomás Moro escritor. Se desvanece así una de las cualidades más apreciadas por sus coetáneos, su singular humor, y uno de los rasgos más señalados de la personalidad de Moro para sus biógrafos: su agudeza de ingenio y su buen humor. Sobre estos pasa Herrera casi soslayándolos. Los suma a la «policía y elegancia» de sus letras y erudición en el inicio del retrato, nombrándolos como «festividad y gracia de su ingenio» (20), y vuelve a ellos al describir su actitud ante el encierro en la cárcel: «como era de ingenio festivo y agradable, valiéndose de él en aquella ocasión tan necesitada entretenía y alegraba a sí, y a los que lo vían, con gran suavidad y cortesía» (52).
Kenny marca la importancia de estos rasgos para entender la personalidad de Moro hasta elevarlo a rasgo del carácter propio de los ingleses:
Moro aparece como hombre de ingenio y alegría poco comunes. Sus chistes a diferencia de la mayoría de los primeros chistes de la época de los Tudor, son todavía agudos y divertidos. Moro, de hecho, es la primera persona que representa el peculiar humor inglés de que el hombre bueno enfrenta la adversidad y la crisis no con resignación silenciosa, ni con sublime declaración de principios, sino con un chiste. […] Creo que Moro fue la primera persona que usó el ingenio de manera sistemática para enfrentar situaciones peligrosas y desesperadas en una forma que más tarde se consideró «expresión de sangre fría» propia del carácter inglés ().
Herrera se complace en el uso de ese ingenio solo cuando Moro lo utiliza para responder a Lutero «que con atrevimiento desfrenado [sic] replicó sin respeto a la defensa de los sacramentos que había escrito el rey Enrique Octavo» (21), haciéndole «enmudecer». Esto significa, y así es alabado, poner sus dotes de escritor al servicio de la defensa del catolicismo. En el opúsculo herreriano tampoco se dan título de estas obras del humanista inglés, ni se menciona la composición del Diálogo del consuelo estando ya en la cárcel.
Corresponden también las primeras pinceladas del dibujo al desempeño de la profesión de abogado de Moro. Tras alabar sus buenas cualidades como magistrado, Herrera abandona el retrato para trazar las líneas generales del buen gobernante y de las funciones de los consejeros en los que el rey deposita su responsabilidad:
De la humanidad y regalo de las letras salió Tomás Moro a las causas forenses en las cuales resplandeció con tanta igualdad de juicio y tanta prudencia, que el rey Enrique, que entonces favorecía las letras y era gran amigo de los hombres doctos, por solo merecimiento y estimación de su virtud lo puso en cargos honrosos (22‑3).
Se inicia a partir de entonces su retrato en continua relación con Enrique VIII, siguiendo, en coincidencia de las estimaciones en el Renacimiento, el doble movimiento atribuido a la fortuna: ascenso que implica la caída. Aunque Herrera no utiliza este tópico motivo, pues no hay presencia de la Fortuna. De hecho, ningún resorte externo (ni Destino ni Fortuna) interviene en el desarrollo de los acontecimientos, sino que se plantea como un proceso interno.
Es esta la parte fundamental del discurso de Herrera: el entresijo de las relaciones entre los dos, Moro y el rey, con diferentes proyecciones éticas sobre la virtud y la conciencia. Virtud y conciencia son instaladas sobre las importantes pinceladas de reflexiones de índole moral.
3. EL RETRATO DIBUJADO EN LA CONTRAFIGURA DE SU ANTAGONISTA
La mayor parte del retrato está dedicada a la figuración del comportamiento de Moro ante las distintas acciones del rey para conseguir su aprobación respecto al matrimonio con Ana Bolena. Pero Herrera antes de entrar en la consideración de esta parte esencial de su obra fundamenta dos premisas morales: una, que el cargo más alto del reino lo consiguió Moro por sus cualidades y virtud, y otra, que lo desempeñó de la manera más honorable, convirtiéndose en ejemplo del óptimo canciller y abriendo la posibilidad de un país bienaventurado.
Y, finalmente, conociendo por luenga experiencia su entereza y valor, y cuán importante era para la administración de la suprema potestad, con maduro consejo, lo escogió y colocó en el mayor grado de dignidad que hay en Inglaterra, haciéndolo Chanciller del Reino, que en la gobernación de la república y grandeza y autoridad es el mayor magistrado y solo inferior al Rey (23).
El ejercicio como canciller lo realizó «santa y sinceramente», consiguiendo que por «universal confesión» se le alabara su fe, justicia y prudencia. Traza entonces Herrera la imagen del buen consejero, haciendo singular el comportamiento de Moro, pues fue «cosa difícil y maravillosa en nuestro tiempo» (23). El canciller inglés pasa así a ser caso único, produciéndose de nuevo el relieve de una figura cuyo fondo debería ser la Antigüedad y al no serlo sobresale de su tiempo: «parecía que entraba por él en Inglaterra la felicidad que prometían los antiguos a los reinos cuyos príncipes y gobernadores que amaban las letras y seguían la ciencia que enseña a los hombres y modera sus afectos» (24).
Se ha señalado que Herrera pudo conformar la idea del buen consejero inspirándose en la Institutio principis christiani de Erasmo (). Sin embargo, la idea, casi utópica, del buen gobierno desciende de las propuestas de los pensadores clásicos: un buen gobernante es aquel que sabe rodearse de virtuosos consejeros filósofos, o ser él mismo filósofo. Se trata de un tópico que Herrera utiliza con maestría, trazando las líneas del ascenso de su personaje, y trasfiriendo el mensaje del momento de amistad entre el rey y él. Es esencial en el retrato no solo porque acentúa las cualidades sobresalientes de Moro, sino porque al mismo tiempo hace inaceptable el comportamiento del rey, que declina desde la amistad a la presión tiránica.
Además, el trato que le da Herrera al rey en esta primera parte, e incluso cuando lo debe moldear como cruel e injusto, es bastante moderado, como alejado y respetuoso, quizá por lo que significa para él la condición y esencia de la realeza; «en la actitud de Herrera frente a Enrique se puede adivinar una continuación de la reverencia renacentista por un príncipe fuerte y humanista» (Jones 1950: 430). Pero el subrayar, sin duda, esa amistad y cercanía primeras responde también a una realidad que trasmiten los biógrafos:
Solo un puñado de consejeros acompañaban al rey mientras la corte viajaba por el país. Moro tomó parte en el trabajo del Consejo en Westminster, pero gran parte de su tiempo en el servicio real lo pasó en la comitiva del rey mientras viajaba. Este lo mandaba llamar a menudo, para hablar con él de astronomía, geometría o teología, además de asuntos públicos; de noche lo invitaba al tejado «para considerar con él las diversidades, cursos, nociones y operaciones de las estrellas y los planetas». Moro era llamado con tanta frecuencia para entretener al rey y a la reina que no podía alejarse de la corte más de dos días seguidos en un mes ().
Si nos atenemos a las consideraciones de estos biógrafos actuales, el tratamiento de Herrera de su personaje no se aleja mucho de la verdad. Uno de los rasgos, y también de los enigmas, de la personalidad de Moro fue su relación con Enrique VIII: «hasta el momento de su muerte se portó con el tirano Enrique VIII con una obsequiosidad que lindaba en el servilismo y que no podría, como en el caso de otros menos valientes, ser atribuida al temor» ().
La actitud de Moro se explica, para Herrera, en sus virtudes. Falto de ambiciones y de soberbia, actúa con moderación y prudencia. No utiliza el cargo en su propio beneficio:
Porque consideraba cuerdamente que aquella dinidad soberana, como no podía ser ofendida ni despreciada, sino venerada y obedecida, así convenía que se mostrase fácil y agradable a todos, pero guardando el grado que requería su gravedad. Y por ventura pensaba también que no debía atribuirse las honras debidas a su oficio como si se debieran a su persona, conociendo que nacía del abuso dellas el odio y la indignación que tienen los hombres por la mayor parte a los que son propios y naturales señores. Y no es verdadero aquel respeto sino temor de su insolencia y tiranía. Y es cosa áspera que quiera merecer el ministro violentamente por sí lo que tiene sólo del ministerio que representa (25).
De nuevo Herrera resalta las cualidades de su retratado en contrapunto del modelo negativo: Moro no se comporta como otros que lo hacen mal. Es el buen consejero frente a la mala práctica más corriente; y las consecuencias de su singularidad son el bien y felicidad de todo el reino, que Herrera refiere de una manera abstracta y generalizada, incidiendo de modo indirecto en la desastrada situación de Inglaterra al no haber sabido reconocer la suerte de tener un canciller como Moro:
Mas cuando aviene que por señalado favor del cielo acierta el Príncipe a escoger algún hombre de tanta grandeza y confianza de ánimo, que no lo desvanezca y deslumbre la alteza y resplandor de aquella dinidad, antes atienda al provecho y conservación de todos sin acudir a sí solo, entonces se puede llamar dichosa y bienaventurada aquella región, como desdichada y miserable la que tuvo en suerte jueces y gobernadores tiranos y enemigos de sus pueblos (26).
Todo ello supone (y es lo que Herrera quiere remarcar) el desatino de Enrique VIII al pedirle que interviniera para ayudar a que su matrimonio con Ana Bolena se hiciera posible. Herrera pasa por encima del problema que esto implica para la reina Catalina, su mujer e hija de los Reyes Católicos, y las consecuencias políticas en las relaciones de España e Inglaterra: «las causas que mostraba tener para repudiar su mujer legítima por ser comunes a todos, y escritas de muchos, no las refiero» (29). Pero se retrotrae al pasado para una explicación del cambio de las relaciones entre el canciller y el rey, que devienen en la renuncia de Moro a su cargo.
Mas porque, para entendimiento destas cosas, es necesario referir otras, diré solamente las que no se puedan excusar tomando dellas lo que singularmente toca a Tomás Moro. Porque así como no es mi intento escribir toda su vida, así no me parece acertado traer prolijamente todas aquellas cosas que fueron maravillosas, y como tales han sido tratadas de hombres doctos (28).
El retrato literario, a diferencia del pictórico, no es estático, puede echar mano del tiempo como pincel y colores que definen también la pintura: el buen rey se trasfigura en tirano. Moro tiene que solventar esa tempestad sin que mine su conciencia. Enrique VIII se transforma de rey ejemplar en déspota, pierde su autocontrol, y por el capricho de casarse con Ana Bolena, ejerce un autoritarismo que desemboca en la desgracia de Inglaterra. Este capricho nace de la tentación que representa esta dama, y la conducta real es la misma que la de cualquier varón:
Mas el Rey, que fue portento de la naturaleza, en quien mostró la inconstancia de las cosas humanas y lo poco que se debe fiar de los buenos principios cuando se dejan vencer los hombres de sus apetitos, queriendo hacer cierta aquella sentencia, que los excelentes ingenios suelen producir grandes virtudes y vicios juntamente, puso los ojos en Ana Bolena, y procuró obligarse con ella en matrimonio (29).
La conducta errada ha surgido, pues, de anteponer su condición humana a sus deberes como rey. A partir de entonces Herrera puede tratarlo desde sus desviaciones morales que implican las políticas. En especial cuando esto supone trasgredir la religión católica. Se inicia el contrapunto de la imagen de Enrique VIII frente a Tomás Moro. Para Herrera «realza el contraste entre los dos poderes: la palabra de Moro, autorizada por el Derecho y la Teología; y la voluntad del rey asegurada en la fuerza del poder».
Siendo Canciller comienzan las presiones a pesar de que Enrique VIII le había prometido que «no pretendía que tomara parte en contra de su conciencia en los procedimientos sobre la gran cuestión del divorcio» (). Herrera refiere solo que Moro, viendo que «no podía conservar ya, como antes, la integridad de su vida por el magistrado que tenía, y aborreciendo ser ministro o partícipe en la maldad de aquellos consejos», decide renunciar a su cargo (30). Se hace hincapié en un problema de conciencia y no en un enfrentamiento o acción de desobediencia; Moro se muestra siempre sumiso y servidor de su rey, incluso se excusa con otros motivos:
Y excusándose con la vejez y el trabajo que tenía en confutar los herejes, le suplicó con grandísima humildad permitiese, que, con licencia y satisfacción de su Majestad, pudiese renunciar al magistrado. Esto fue en el mes de mayo de 1532. Concediolo el Rey, aunque no ignoraba la causa por que se retiraba Tomás Moro; pero quiso servirse en aquella ocasión de otro hombre más rendido a él, y que con más facilidad siguiese sus deseos (30‑1).
Tenemos un personaje que no desea luchar abiertamente, su heroicidad es soportar la situación y no traicionarse a sí mismo; por debajo está su convicción católica. Es como si no dejase entrar la tentación de complacer al rey, salvando su integridad. Enrique VIII entra en el retrato, pero no en la figura de Moro. Es significativo que se date con fecha este hecho, pues apenas hay tres fechas completas en toda la obra. Parece manifestar la importancia que le concede Herrera: momento en que la postura de Moro da un viraje y comienza a amurallarse en su conciencia con sus virtudes y sus ideas morales.
Como el rey elige un «hombre de mediana suerte y muy pobre», Tomás Auleo [Adley], Herrera recalca de nuevo el papel de los consejeros y la trascendencia de la mala elección. Para Enrique VIII esta elección supone también un cambio de dirección en su trayectoria, de ser defensor de la Iglesia romana, escribiendo contra Lutero, a dejarse llevar por sus «deseos ilícitos».
Tomás Auleo entra en el cuadro como personaje servil, y su papel no es tanto sustituir a Moro, que parece imposible, como intentar acabar con él obedeciendo deseos y órdenes del rey. Representa a este en la ejecución de acciones pensadas para la destrucción de la integridad moral del excanciller. Su presencia tiene singular importancia casi al final de la obra, cuando se introduce un diálogo en el juicio contra Moro: Auleo y el duque de Norfolcia [duque de Norfolk] interrogan a Moro para determinar su condena. Apenas se indican rasgos de uno y de otro, pero se reproduce el interrogatorio que mantienen, en el que Moro les vence dialécticamente. Detrás de ellos está el rey, son sus marionetas, y Moro vence al rey; aunque eso sea aceptar la condena a muerte, se mantiene firme en haberle servido como leal súbdito: «No descubro mal ánimo, mas declaro mi fe y la verdad con tanta sinceridad con la Majestad de mi Rey, que nunca he deseado ni deseo que Dios Todopoderoso me valga y sea favorable que lo que he sido siempre leal y de buen corazón con mi Rey» (64‑5).
Nada se le puede imputar a su conducta. El Moro de Herrera no es solo hábil magistrado, sino que presume de haber mantenido un comportamiento sin fisuras ni desviaciones. Y si se niega a acatar una ley es porque la ignora, ya que ha sido tratado como un extranjero: «tratado no solo como a extraño, pero encerrado en cárcel como si fuera enemigo» (62). Su sumisión y modestia contrasta en este juicio con la seguridad en sí mismo que demuestra, hasta tal punto que sus acusadores, buscando un resquicio a su entereza, quieren hacerle admitir una actitud soberbia: «¿Queréis por ventura, dijo el Canciller, que entendamos que sois mejor y más sabio de todos los Obispos juntos, que toda la nobleza, que todo el Parlamento entero, y finalmente que todo el reino, cuán grande es?» (65).
Moro mantiene un pulso con el rey, pulso que ha surgido precisamente por la valía y prestigio del excanciller en el reino, y que lleva a un enconamiento cuya finalidad es vencer uno sobre otro, y que les hace asumir roles quizá demasiado rígidos: el buen magistrado católico frente al gobernante tirano. Y Herrera lo dibuja sin extremar la personalización de las posturas, como sí hacen algunos biógrafos (Lillo Castañ 2020: 163‑73); suavizando la conducta del rey, primero porque no quiere nada contra la monarquía, segundo porque le es ajeno el problema político, y tercero, especialmente, porque la figura de Moro se vería menoscabada con una simple contraposición de bueno y malo. Se generaliza entonces el problema con un discurso sobre los males que traen los malos gobernantes, surgido de debilidades de la naturaleza humana:
Sin duda alguna que entre los errores en que viene a encontrar la flaqueza humana, son los más peligrosos y menos remediables los que nacen de los príncipes y poderosos y de los hombres sabios. Porque ninguno dellos sufre que haya otro que le pueda aconsejar y él venga a estar necesitado de su industria. Y justamente deben pedir los hombres a Dios que inspire en los corazones destos para que elijan bien, porque no admiten enmienda ni conocen su defecto (32‑3).
Enrique VIII tuerce su buen camino inicial llevado no solo por esta mala elección de Auleo sino por rodearse de ministros y consejeros aduladores y lisonjeros, lo cual también añade responsabilidad a su equivocado comportamiento, de «tal suerte que hicieron despeñar al que corría sin freno en seguimiento de su voluntad» (33‑4). El error de dejarse llevar por los lisonjeros es responsabilidad del que los acepta y sigue, y además en este caso, considera Herrera, el error surge por la voluntad de cumplir un deseo arrastrando consecuencias de índole política y religiosa.
Y no hay tiranía más dura y aborrecible que la que se cubre y ajusta con nombre de buen gobierno y da color a su maldad con pretexto de religión, de quien se sirven muchos poderosos según les cae a cuento para sus intenciones. Como vemos que hizo este, que juzgaba por ilícito su matrimonio, aunque había desatado ese impedimento la dispensación del Sumo Pontífice, siendo solo su pretensión repudiar su mujer legítima para casarse con quien manchó su honra y trajo tantas calamidades a aquel reino. […], ¿qué no nos admirara ver perdida casi toda aquella Isla por la culpa de su Príncipe? (36‑7).
Queda así fijada la imagen del tirano en Enrique VIII, de un modo indirecto, desde la generalización y la aplicación de ideas políticas tradicionales. Enfrente solo se encuentra a unos pocos entre los que sobresalen Juan Fisquer (Fischer) y Tomás Moro. Este se convierte en adalid de los que se «dolían desta calamidad», viendo en él al defensor de la «verdad y la justicia». Admiraban su templanza y la falta de temor; e incluso los «perdidos y lisonjeros» se espantaban de su «valor y constancia» (42). De este modo se engrandece la figura de Moro hasta niveles de poder sobrepasar la influencia del rey sobre sus súbditos, lo cual explica la obcecación de este en doblegarlo: «codiciaba traer a Tomás Moro, que sabía ser más agradable a toda la nobleza y al estado popular, con los cuales podía mucho su autoridad y la bondad de su vida» (43). Es el momento álgido de la alabanza a Moro, de la pintura del retrato de un vencedor, de la recreación en sus virtudes y cualidades, y Herrera la dibuja desde la opinión de todos los ingleses:
Porque conocían todos que en el discurso de muchos años antes no había nacido en Inglaterra hombre de semejante profesión que se le pudiese igualar. Hacían mayor y más segura esta opinión sus letras y experiencia de las cosas, que le daban mucho crédito entre todos. Porque se había ejercitado casi cuarenta años en la república, y tenía muchos conocimientos de las leyes y costumbres y condiciones de aquellos hombres. Y como en el tiempo de sus dignidades y honras […] no procuró alcanzar ni acrecentar hacienda, mejorando su patrimonio, era acepto a todos maravillosamente. […]. Allegábase a esto conocer todos el grandísimo cuidado que tuvo siempre de amparar la religión y justicia en la república, y apartar de Inglaterra con sus escritos y autoridad, cuanto le fue posible, los herejes que entonces habían pasado a ella de Alemania (43‑4).
El temor a su ejemplaridad explica la terquedad del rey en vencer la voluntad de Moro, por este significado de modelo que alcanza su excanciller; y Herrera quiso incidir en la bajeza de Enrique VIII, quien utilizó a otros personajes para conseguir su propósito echando mano de sus allegados, sus amigos y su propia mujer:
Por eso vinieron a él muchos hombres principales pensando acrecentar fuerzas a la ocasión con su autoridad, y ganar aquella victoria que tanto deseaba Enrique; pero no aprovechando sus ruegos ni su amistad, ni la sombra de algún temor, se entregó últimamente esta empresa tan difícil a su mujer Luisa, para que, enterneciendo su pecho con lágrimas, acabase con él que no desamparase a ella, a sus hijos, a su patria y a su vida. Mas aunque fue este asalto mayor y mucho más peligroso que los pasados, pareció el fin y fue de tan poca fuerza que derribó lo que restaba de esperanza al Rey para rendillo (58‑9).
Queda claro que para Herrera el rey utilizó todos los recursos para traer a su voluntad a Moro, lo cual enaltece aún más su perseverancia de anteponer su conciencia al afecto familiar. Resulta significativo que, a diferencia de los biógrafos coetáneos, Herrera no haga referencia alguna a su familia, excepto la señalada, cuando tan importante fue para Moro, especialmente su hija Margarita, a la que apreciaba y quería mucho, que fue la última en visitarle en la cárcel y que asistió a su muerte. El retrato de Moro por Herrera carece de esta pieza que lo hubiera humanizado. Se han dado varias explicaciones a esta ausencia, como la de López Estrada (1980: 38-9) que ve en ella un reflejo de la propia vida de Herrera, sin familia y desconocedor, por tanto, de su valor. Simplemente Herrera no consideró que este aspecto de Moro podía servir para el retrato de un hombre virtuoso e íntegro.
El retrato del rey, en contrapunto, es el de una persona que se deja arrastrar, llevado de la ira, hasta lo impensable para un católico como Herrera: «pretendía establecer en su reino la impiedad que había intentado, de atribuirse el nombre y autoridad suprema de cabeza de la Iglesia Ánglica, después de Cristo (error que abominan oír las orejas cristianas)» (45). Si bien eso explica su insistencia en conseguir el apoyo de Moro y de Fischer, no disminuye la importancia de su persecución a ambos, que acaba en cárcel y muerte. Se le pinta como antagonista y como motor de una tragedia nacida, desde el capricho de su matrimonio, por imponer sus deseos. Herrera se esmera en pintar el antagonismo, dando remarcadas pinceladas de la condición del rey:
Mas los que tenían compuesto su ánimo para sufrir todos los trabajos y todos los tormentos que sabe hallar la furia de un Príncipe indignado y lleno de crueldad, y se oponían advertidamente a todos los accidentes que sucediesen, no desapercibidos, sino prevenidos y sin temor, pensaban y esperaban perder la vida, y no el premio de aquella contienda se les ofrecía en los ojos y presencia de toda la Religión cristiana contra la fuerza de un rey embravecido de saña y cólera, donde se prometían el favor de los buenos y una inmortal alabanza (47‑8).
En esta pieza del retrato de Moro se habla de dos ideas que parecen claves y que sin embargo no se manifiestan casi a lo largo del discurso: el deseo de «alabanza inmortal» y el «teatro de la tragedia». Herrera generaliza la contienda presentándola como la de un mal Príncipe/consejero virtuoso, según la doctrina tradicional de la Institutio principis, y deja de lado los recursos clásicos de la inmortalidad por la fama y de la ejemplaridad por la tragedia: Moro no es un héroe como los de la antigüedad clásica, es el modelo del hombre virtuoso católico.
4. LA CONFIGURACIÓN MORAL Y VIRTUOSA: ARETOLOGÍA DE TOMÁS MORO
Sin duda la palabra más repetida del opúsculo es «virtud»; amoldada a diferentes contextos, tiene siempre el significado utópico que solo se muestra en unos pocos. Moro es uno de ellos. Herrera entiende que encarna al hombre virtuoso: «Cuando arriba un hombre ha tanta fineza de valor, que osa consagrar su vida al amor de la eternidad, bien se debe admirar como ejemplo rarísimo de virtud, y poner a todos en ardor y deseo de imitar aquellas hazañas que encienden los ánimos generosos» (41).
En la dedicatoria al ilustrísimo señor Don Rodrigo de Castro, cardenal y arzobispo de Sevilla da como motivo de la escritura del Tomás Moro que este representa la virtud: «la afición que he tenido siempre a la virtud y excelencia de Tomás Moro, me puso primero en la obligación de escrebir esta pequeña muestra de sus alabanzas» (8); e identifica su personaje con ella en varios pasajes, pero resulta especialmente claro cuando su propia muerte es una afrenta a la virtud:
Parecía a los que tenían puesto su amor y su esperanza en las cosas de la tierra que había sido desdichado aquel varón clarísimo, así por sus letras y virtud, como por la grandeza del magistrado y privanza de su Rey, en no acabar la vida en medio de su felicidad, y que había sido guardado solamente para denuesto y afrenta de la virtud, que padecía con él juntamente (67).
Pero Herrera generaliza la concepción de la virtud al trasladarla a la idea que el pueblo tiene de ella, mientras la constriñe para identificarla con la moral católica. En la Antigüedad existió, mucho más que en su momento, pero la poseyeron los mártires: «Y tanto pienso será mayor, cuanto está más cerca en la vejez del mundo y la naturaleza olvidada de producir hombres aborrecedores de las costumbres deste tiempo, y que justa y libremente osen sacrificar su vida por la honra de Dios y por el amor de la virtud» (17‑8). De este modo la virtud queda ligada a la consecución del martirio. Así Moro «está representado como un superviviente tardío de aquella época remota y virtuosa» (). Existe la insinuación de que Moro es ejemplo de cómo vivieron los primeros mártires cristianos, desde su virtud, el martirio.
Si es cierta esta identificación de Moro con la Virtud solo existente en el pasado, esta sería la motivación por la cual Herrera escribe su obra (). Esto supone plantear el retrato de Moro en términos históricos, pero no nacionales ni geográficos:
For Herrera, then, history is essentially the history of virtue and virtue’s battle against passion and vice in all forms… Herrera views history as a continuous life of heroism, his heroes succeeding each other in ardent emulation from past to present, and in the present as it becomes future […] The Tomas Moro, in its universal character comes almost as the logical final extension of his ethical view of history […] The conflict he faces is not national ().
Tiene además la virtud, en este sentido casi abstracto, un valor social pues es necesaria para el buen funcionamiento del país; dichoso cuando existen varones virtuosos, desastrado cuando cae en manos de los que la olvidan. Sin embargo, , que dedica al tema de la virtud uno de los apartados en su estudio a la edición de esta obra de Herrera (), afirma que la consideración de la virtud es piedra de toque en el enfrentamiento entre Moro y el rey, pues el mal comportamiento de este nace del trastorno de la virtud, llevado por sus pasiones, y deviene enfrentamiento de poderes: «la palabra de Moro y la fuerza de la tiranía del rey» (). Y es que Herrera está superponiendo una concepción ética, coincidente con la moral católica, general y utópica, con el caso de Tomás Moro. Ambas se autoalimentan y sostienen: lo particular le sirve para manifestar doctrina y teoría moral, religiosa e incluso política, y lo general se apunta para configurar como único y ejemplar a su personaje. Herrera no quería hacer un retrato concreto de un mártir religioso ni político, por lo que resulta difuminado y escondido en sus meditaciones abstractas, sin datos históricos fehacientes, excepto tres fechas. Consigue un retrato aséptico de las implicaciones político-religiosas, siendo estas las que deben marcar las líneas del dibujo, y era muy difícil hacerlo. Según declara al principio de la obra su intención es:
Y pues no es negocio nuevo dejar a la memoria de la edad siguiente los hechos y costumbres de los hombres señalados, aunque no se estime tan bien el valor y merecimiento de la virtud en los tiempos en que se halla difícilmente, dese lugar a este pequeño trabajo, debido a la honra deste varón, y si careciese de alabanza por la rudeza y falta de mi entendimiento, no sea indigno de excusa por la afición de mi ánimo y por la piedad a que nos obliga su nombre (18‑9).
Tomás Moro destaca en la Inglaterra de Enrique VIII, y destaca por su virtud. Pero a Herrera no le interesan los detalles de su perfil completo, solo el sentido moral y el valor de su firmeza por la religión católica. Por ello no solo añade los nombres de sus oponentes, siervos de su antagonista el rey (como son Auleo y el duque de Norfolcia), sino que da entrada a dos ejemplos de virtud reconocida que le acompañan. Resulta significativo que en toda la obra no haya más personajes que los del ámbito inglés y coetáneo, excepto la referencia a Lutero por necesidad de señalar y acrecentar la defensa del catolicismo frente a la herejía. Estas dos presencias, la de Catalina, mujer de Enrique VIII, y el obispo de Rofa, Fischer, serían en un retrato pictórico una un camafeo o broche pintado, la otra un cuadro colocado por detrás como parte del fondo.
El camafeo es una miniatura de Catalina, hecha con elogios referentes a su linaje, a su virtud, a su religión, que la convierten en una ilustre reina, sin victimizarla ni aludir a un posible problema político:
Era casado el rey Enrique con doña Catalina, hija de aquellos gloriosos reyes, y nunca dignamente alabados, don Fernando y doña Isabel. La cual, si miramos a la piedad y religión, si a las costumbres y vida, si a la claridad y excelencia del linaje, aventajado sin alguna comparación al de todos los Príncipes cristianos, era la más esclarecida reina de su tiempo, y merecedora de mejor fortuna en la suerte que le ocupó (28‑9).
Es un minúsculo retratito. En cambio, a Fisher tiene Herrera que dedicarle adecuada extensión, por su importancia tanto como caso paralelo al de Moro, como por la repercusión en el retrato de este. Fischer se acerca a la figura de los mártires cristianos, pues su encierro y ejecución, anterior ésta a la de Moro, descubren la connotación del martirio. Es comparado y colocado casi a la misma altura de Moro:
Porque él y Juan Fisquer, obispo de Roja [sic], pidiendo Enrique su parecer en la contienda de aquel matrimonio, respondieron que solo era legítimo matrimonio el de la reina doña Catalina y que no podía casarse con otra mujer. Eran estos dos clarísimas lumbres de toda Inglaterra, a quien estaban vueltos y atentos los ojos y entendimientos de todos, y de la resolución dellos pendía mucha parte de la opinión de los hombres […] Y así los prendió, con mucha tristeza de todos los que amaban la virtud y deseaban el remedio de la perdición presente (42‑3 y 46).
Primero Herrera llama la atención, de nuevo apelando a la generalidad de la dignidad humana, sobre el castigo de la prisión: «parecía cosa grave y digna de universal sentimiento que aquellos dos varones de incomparable doctrina y santidad, y que eran honra y gloria de aquella isla, padeciesen la estrecheza de la cárcel y las molestias y pesadumbres que trae consigo una prisión prolija» (46‑7). Después traza con cuidado y con colores violentos no solo la decapitación de Fischer, sino la exposición de su cabeza en una pica:
A los 22 días, pues, del mes de junio, en año de 1535 de la reparación humana, Juan Fisquer, a quien el rey Enrique VIII había dado el obispado de Rofa, varón de religión singular y de rarísima vida, que más docto o más santo que él casi nunca produció Inglaterra, y por ventura no tuvo luengo discurso de años todo el término de la cristiandad prelado más santo, más docto, o más celoso y vigilante, en edad envejecida y casi decrépita, y gastada de la estrecheza, incomodidad y aspereza de la cárcel, aunque él había afligido siempre y adelgazado su salud con ayunos y vigilias y estudios, y con trabajos y lágrimas, por no confesar el Primado que se usurpaba Enrique de la Iglesia Ánglica, salió últimamente a ganar con el precio de su sangre la gloria eterna que promete Cristo a los que lo siguen verdaderamente. El cual, después de haber suplicado a Dios, con semblante ajeno de turbación, por el Rey, por el Reino y por sí con oración más ardiente que prolija, dio el cuello al cuchillo, con inmenso dolor de todos aquellos que amaban la religión y piedad, y de los que conocían por experiencia la virtud del espíritu divino que obraba maravillosamente en las palabras y en los hechos de aquel varón santísimo. Fue puesta su cabeza sobre una asta en la puente de Londres; y pareciendo, cuanto más estaba allí clavada, no solo no fea y con el horror que suele poner la vista de los muertos, pero más floreciente y venerable y semejante a viva, porque el pueblo no acrecentase el rumor y abrazasen algunos aquella ocasión para hacer movimientos, fue quitada de aquel lugar. Porque nunca pierde temor el injusto, a ninguno asegura la conciencia; que no hay cosa más eficaz que ella, ni tormento que descubra mejor el maleficio, ni verdugo alguno que castigue más cruelmente (55‑7).
Parece que, para Herrera, el rey se da cuenta de su error de exhibir la cabeza del condenado y por eso no lo repite con Moro; de todos modos, Herrera tiene bastante con describir, como anticipo, la muerte de Fischer. Lo significativo es que no escenifica la de Moro; quizá como un acto de respeto a la dignidad de su personaje no quiere que figure su pintura. ¿Le interesa a Herrera el retrato de un mártir? Si comparamos su obrita con las de sus contemporáneos que escriben sobre el tema, Villegas (Flos santorum) y Ribadeneyra (Historia ecclesiástica del cisma de Inglaterra), se puede comprobar que no le interesaba convertirlo en ejemplo de mártir católico. Mientras que en la obra de Villegas, como dice el propio título, se nos presenta entre santos, y en la segunda «los rasgos de la vida de Moro que se mencionan aquí tienen como fin dibujar el retrato de un mártir del catolicismo» ().
Moro queda por su virtud y por su defensa de la religión católica parangonado con los mártires, pues así se expresa, como deseo, en varios pasajes, pero Herrera no quiere hacer el retrato de un mártir; Moro sobrepasa una sola caracterización. La atención a Fischer sirve para dibujar en otro este aspecto del martirio, teniendo en cuenta además que Fischer es hombre de iglesia, obispo y al final cardenal. Las referencias a este tratamiento en Moro se limitan a unas pocas pinceladas, y las significativas referidas precisamente a Fischer:
Supo Tomás Moro (lo que había defendido severamente el Rey) aquel sacrificio hecho a Dios [muerte de Fischer], y recelando que por ventura podía no merecer la corona del martirio, como otros muchos varones santos que cuando florecía más la caridad en los corazones de los hombres lo procuraban ardentísimamente, disponiéndose a todos los peligros por donde se podía ofrecer, y no fue voluntad del cielo que lo consiguiesen, dijo, vuelto a Dios, con ánimo humillado: «Confieso, Señor mío, que soy indigno de tanta gloria; no soy yo justo y santo, como vuestro Obispo, que lo escogiste en todo este reino para vos, según vuestro corazón. Pero si se puede hacer, dadme, Señor, parte de vuestro cáliz»; y llorando tiernamente, aun no podía disimular con el semblante que tenía muy alegre, el dolor que sentía […] no conociendo los miserables cuanto más aborrece el bueno la culpa que la pena (57‑8).
El Moro herreriano tiene las virtudes de los mártires, no es inferior a ellos, por eso al principio de la obra se habla de los mártires de la antigüedad como introducción o fondo del retrato, pero no puede restringirse a ello. Es muy interesante que la demostración de su «santidad» sea una interiorización en recuerdo de Cristo, y como vuelta sobre su propia conciencia, esa que le ha impedido dar su consentimiento a la acción del rey. Así lo considera también : «El Tomás Moro de Herrera es menos un mártir que un hombre virtuoso que afrontó de manera ejemplar su condena a muerte». Se incide en su «humildad» y en su buena disposición para la muerte, pero esta no se exhibe como la de Fischer ni se presenta como la finalidad de su vida y de su misión. O dicho de otra manera en palabras de : «es esta muerte precisamente que padece Tomás Moro como mártir de la propia conciencia, la que pone de relieve su vida anterior […] que alcanza las alturas de lo memorable por su fin trágico».
Otros estudiosos se han planteado la visión de Moro, en la obra de Herrera, como mártir civil: «En sus páginas, el poeta Herrera quiere mostrar la condición virtuosa de un hombre moderno y realiza un panegírico de Moro como mártir civil» (). Esta es otra cara que se suma a la anterior, pues ambas coinciden en la exaltación de las virtudes y en especial de la valoración máxima de la conciencia como motor de la conducta de Moro. Para López Estrada virtud civil y ejemplo religioso, en Cristo, conducen a la par al martirio: «por el camino de las virtudes civiles, Moro llega al martirio. Cuando se prepara para el sacrificio, el ejemplo es Cristo» ().
Las dotes o cualidades que le hacen virtuoso son fundamentalmente las que cita Covarrubias (Tesoro de la lengua castellana) como las que definen «Virtud heroica»: «Es la más perfecta en grado consumado, como la tienen los santos que llaman héroes […]; de donde no puede tener justicia en grado perfecto y heroico sin que tenga juntamente la virtud de la templança, fortaleça y prudencia» ().
La prudencia es una de las piezas fundamentales del retrato. Atribuida su adquisición a sus estudios y al ejercicio de la magistratura (22‑3), se la reconoce tanto el rey, cuando le nombra canciller, como sus coetáneos: «por universal confesión se le daba grandísima alabanza de fe, justicia y prudencia» (23). Prudente es también cuando abandona la Cancillería (50).
En cuanto a la templanza, la muestra a lo largo de toda su conducta, excepto cuando tiene que contestar a Lutero, obligado por la causa pública y como «siervo de la Religión Católica» (22). Herrera se vale de esta virtud en la única pieza que es una escenificación: el juicio al que es sometido Moro y que se reproduce como diálogo entre el excanciller y sus jueces (Auleo y el duque de Norfolcia). Es casi el único pasaje en que podemos oír directamente a Moro, tenerlo delante, presencial, comprobar su capacidad dialéctica y observar su constante compromiso consigo mismo.
La fortaleza, sumada al respeto y modestia, fundamentan la observancia de este compromiso:
Preso Tomás Moro, despojado de su dignidad y de todos sus bienes, no mostró semblante alguno de tristeza o dolor, ni se turbó con la extrañeza de aquel accidente gravísimo; antes como varón de admirable constancia, y que tenía confirmado su ánimo y dispuesto a todas las persecuciones y asaltos, asegurado con la conciencia de su buena intención, y con el respeto y modestia que había tenido siempre en aquellas cosas, y que sabía bien que su determinación era buena y honesta, y que debía sustentalla hasta lo último con fortaleza, de tal manera pareció grande y maravilloso, que excediendo todas sus obras, venció con aquella la opinión que tenían todos de su valor y virtud (49‑50).
Esta virtud se colorea además con la confianza y con la constancia, en las que enfatiza Herrera: «¡Cómo si por ventura pudiera mover a un varón constante y sin temor, y amparado y favorecido por Dios, ocasión tan liviana, después de tantos trabajos y aflicciones!» (59‑60). La confianza se une, pues, a la seguridad en su determinación manifestando tanto su valor como su esperanza. Encara los momentos más difíciles con serenidad y confianza:
Antes lleno de vigor, y encendido de aquel amor hermosísimo, se opuso con tanta grandeza de corazón y con tanta firmeza y seguridad de conciencia, por la obligación en que se hallaba a la Religión Católica, que contrastando a la fuerza y tiranía de aquel endurecido y obstinado Rey, alcanzó entre los hombres que juzgan bien de las cosas nombre de fortísimo y santísimo, y que más parecía nacido en la edad donde tuvo más lugar la virtud, que en la suya que tan entregada estaba al vicio. Y bien se podía decir que donde callaban todos los demás, o por lisonjear a su Príncipe, o vencidos de miedo, solo él mostró el ánimo y la voz libre, sin espantarse del peligro que tenía a casi todos tan acobardados, y que él era entre tantos uno de los que no doblegaron la rodilla a Baal (27‑8).
Serenidad, confianza y aceptación de su suerte para mantenerse íntegro, ya demostradas en el ejercicio de su cargo de canciller, suponen una cercanía a una actitud estoica. Para el Moro de Herrera el poder y los honores corrompen, por lo que la salvación de la dignidad propia y, especialmente, de la conciencia consiste en huirlos: «a través de todo el libro encontramos repetida la misma idea: ninguna cosa mundanal es segura ni digna de ser conseguida» (). Pero ¿es de Herrera o es de Tomás Moro el estoicismo? Si es de Herrera, está utilizando a Tomás Moro como excusa para sus propias ideas, es decir, el sujeto del retrato se convierte en su proyección; en el otro caso, Herrera dibuja a un Moro con cualidades estoicas, ligado a las virtudes que Herrera considera que mejor le retratan.
De lo que no hay duda es de que reúne para Herrera todas las virtudes del varón ejemplar, hasta el punto de que los ingleses entendían que con su muerte moría toda Inglaterra, «porque no esperaban que se hallase otro de tanta autoridad, de tanta opinión y valor y virtud, que volviese con tanta entereza por aquella causa» (68‑9), un «varón entero, justo y santísimo». lo califica así: «More stands stalwart like a long island virtue in a desolate sea of sin and error».
5. CONCLUSIÓN. RETRATO EJEMPLAR
Esto nos lleva al principio: ¿qué motivó a Herrera a escribir y publicar su Tomás Moro? La respuesta a esta pregunta implica la modelación del retrato. Descubrir la finalidad supone comprender el porqué de los elementos que lo conforman y su diseño. Parece que el criterio de Herrera que vertebra todo su discurso es la virtud. «Es la razón por la cual Herrera escoge la historia de la vida y de la muerte de Tomás Moro, héroe poco común en su época, pero símbolo del futuro más virtuoso y posible» (). Esto se puede corroborar con las palabras del prefacio de la obra con las que Herrera declara que lo que le movió fue su admiración a Moro. Así lo entiende R. O. Jones, aunque equivocándose al transferir la culpabilidad de la corrupción a la que Moro se enfrenta a Inglaterra y no al rey como hace Herrera: «Su intención no es más que la de honrar la memoria de un gran hombre y mostrar que, aun en una época a su opinión tan corrompida como aquella, y sobre todo en un país aparentemente tan malo como Inglaterra, se podía encontrar un hombre lo suficientemente heroico para oponerse al mal» ().
La obra sería, por tanto, una invitación a la meditación sobre la trascendencia que debe tener el ejercicio de la virtud, eligiendo como ejemplo una persona de máximo prestigio en la práctica de esta. Sin duda esta elección permite exponer una serie de propuestas morales y retratar, como admiración y ejemplo, a una persona excepcional. Queda sin embargo saber por qué Herrera lo escribe y publica en ese momento y con ese carácter. Se pueden tener en cuenta algunas fechas que debieron funcionar como impulso: en 1588 publicaba Ribadeneyra su obra Historia eclesiástica del Scisma del Reyno de Inglaterra, que tuvo que conocer aunque no le sirviera de fuente (). Y quizá, y mucho más esclarecedor, la fundación en Sevilla en 1592 de un colegio-seminario dirigido a los ingleses católicos expulsados de su país. Así lo propone :
La muerte de María Estuardo (1587) y las incursiones de los corsarios llevaron a Felipe II a decidirse por la empresa militar para terminar con el problema inglés. Pero el fracaso de la Gran Armada en 1588 desbarató sus intenciones y motivó un nuevo cambio de rumbo en las iniciativas por mantener la fe de los que seguían en aquel reino. El colegio de Reims, que estaba pasando sus horas más bajas por la muerte de su patrono, el duque de Guisa, ese mismo año, ya no podía seguir liderando la empresa. Y el de Roma era insuficiente. Así las cosas, Persons viajó a Madrid en 1589 para pedir al monarca español su apoyo en un nuevo proyecto: la construcción, bajo patronazgo real, de dos colegios-seminarios para jóvenes ingleses que, después de formarse, volverían a ejercer su ministerio en la isla. Con la respuesta afirmativa del Rey Prudente, Persons abrió un colegio en Valladolid en 1589 y otro en Sevilla en 1592. Y todo apunta a que este último se instaló, de forma privilegiada, en el centro de la vida social y cultural de la ciudad. […] Hay que añadir también que era entonces arzobispo de esa ciudad el cardenal Rodrigo de Castro, un hombre muy sensible a los intereses de Persons, no en vano había sido uno de los acompañantes del príncipe Felipe a Inglaterra cuando fue a casarse con María Tudor, y acogía en su diócesis a varios eclesiásticos ingleses exiliados. De Castro colaboró con Persons para la puesta en marcha de dicho colegio y es muy posible que fuera él quien alentara a Fernando de Herrera a escribir una nueva semblanza de Moro.
El retrato de Moro por Herrera tiene, pues, motivaciones internas y externas que modelan su configuración. El resultado es una obra única alejada de la tradición de las vidas de ilustres personajes históricos, aunque conserve sus caracteres de admiración y ejemplaridad. Es un ensayo o meditación con mucha carga sentenciosa y moralizante, pero dibuja con pinceladas bien pensadas una persona movida por la virtud y el respeto a sí mismo, a su dignidad personal y su conciencia. El encuadre que le corresponde, el cisma de Inglaterra, es aprovechado para plasmar una contrafigura, la del rey, y una sombra desdoblada, la de Fischer. Sea o no una colaboración para apoyar la causa de los católicos ingleses, cumple sobradamente con la exaltación de la virtud y propone para cualquier católico, especialmente los que han sufrido la catástrofe de la «herejía anglicana», la figura de Tomás Moro. Al mismo tiempo, como humanista, proyecta sus ideas morales y sus conocimientos sobre el buen/mal gobierno.
Es también una obra única porque no tiene parangón en su época. No es historia ni hagiografía, no es sermón; es el retrato de un hombre en nueva modalidad nacida del humanismo, y como tal con finalidad ejemplar y surgida de su propia actualidad.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Burguillo, Jorge (2014): “Relación y contexto de las primeras biografías de Tomás Moro”. Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, 3 de febrero de 2014. https://www.nuevarevista.net/relacion-y-contexto-de-las-primeras-biografias-de-tomas-moro/
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Herrera, Fernando (1893): Tomás Moro, ed. M. Pérez de Guzmán y Boza. Madrid: Sucesores de Rivadeneyra. https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=coo.31924027960958&view=1up&seq=5
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Neumeister, Sebastián (2010): “La utopía moral de un héroe político-cristiano: El Tomás Moro de Fernando de Herrera”. Studia Aurea Monográfica 1, 147‑58.https://monografies.uab.cat/monografies/catalog/view/7/96/122
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Notas
[1] Tomás Moro de Fernando de Herrera al Ilustrísimo Señor Don Rodrigo de Castro, Cardenal y Arzobispo de Sevilla. Impreso en Sevilla. Por Alonso de la Barrera. 1592. Todas las citas y referencias se realizan por la edición de .
[3] No cumple con la pragmatografía, señalada por para el Panegírico del Duque de Alba escrito por Jerónimo Bermúdez de Castro, pues Herrera no hace referencia a todas las principales acciones protagonizadas por Tomás Moro, ni las que se aducen constituyen un elogio por sí mismo, son teselas de un retrato.
[4] Los diálogos que había traducido Moro eran Cynicus, Menippus, Philopeudes and Tyranicida (). Se publicaron en 1506 y fueron las obras que «mejor se vendieron durante su vida, siendo reimpresas por lo menos trece veces» ().