Resumo
En los últimos decenios, los actores armados no estatales han adquirido una importancia cada vez mayor para las relaciones internacionales y la seguridad internacional. Esto va acompañado de una nueva categoría de conflictos armados, las nuevas guerras, que se caracterizan por una multitud de actores estatales, no estatales e híbridos, su carácter global y una economía sumergida descentralizada. En estos nuevos conflictos, la población civil se ha convertido en el principal objetivo de la violencia armada. Esto plantea importantes desafíos al orden internacional y al derecho internacional, ya que éstos se han desarrollado principalmente con respecto a los Estados como monopolistas del uso de la fuerza. La responsabilidad de proteger, cuyo objetivo es proteger a la población civil de las violaciones sistemáticas y graves de los derechos humanos, puede ser un instrumento útil para la gestión sostenible de esos conflictos. Sin embargo, para que esto sea posible, la aplicación del principio debe ser fundamentalmente rediseñada. En lugar de campañas de bombardeo desde el aire, se necesita un enfoque integral que combine las capacidades militares y civiles. Las intervenciones deben tener un carácter más policial y apoyar a los agentes locales para permitir una reforma sostenible de los Estados afectados. La atención debe centrarse en (re)establecer el estado de derecho y crear una economía legítima y social. Ese enfoque, que sitúa la seguridad humana en el centro y combina elementos de abajo arriba con el apoyo internacional, también podría contribuir a una solución a largo plazo del actual conflicto armado en Yemen, que actualmente representa una de las mayores crisis humanitarias del mundo. Sin embargo, esto requiere un replanteamiento por parte de los actores internacionales involucrados en el conflicto y un enfoque más proactivo por parte del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Palabras chave
La responsabilidad de proteger y las nuevas guerras: ¿una herramienta frente a los actores violentos no estatales?
Christoph Rudolf Schreinmoser
La responsabilidad de proteger y las nuevas guerras: ¿una herramienta frente a los actores violentos no estatales?
Gladius et Scientia. Revista de Seguridad del CESEG, núm. 2, 2020
Universidade de Santiago de Compostela
The responsibility to protect and the new wars: a tool against violent non-state actors?
Christoph Rudolf Schreinmoser
Copyright © Universidade de Santiago de Compostela
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Recibido: 13/10/2020
Aceptado: 12/01/2021
Resumen: En los últimos decenios, los actores armados no estatales han adquirido una importancia cada vez mayor para las relaciones internacionales y la seguridad internacional. Esto va acompañado de una nueva categoría de conflictos armados, las nuevas guerras, que se caracterizan por una multitud de actores estatales, no estatales e híbridos, su carácter global y una economía sumergida descentralizada. En estos nuevos conflictos, la población civil se ha convertido en el principal objetivo de la violencia armada. Esto plantea importantes desafíos al orden internacional y al derecho internacional, ya que éstos se han desarrollado principalmente con respecto a los Estados como monopolistas del uso de la fuerza. La responsabilidad de proteger, cuyo objetivo es proteger a la población civil de las violaciones sistemáticas y graves de los derechos humanos, puede ser un instrumento útil para la gestión sostenible de esos conflictos. Sin embargo, para que esto sea posible, la aplicación del principio debe ser fundamentalmente rediseñada. En lugar de campañas de bombardeo desde el aire, se necesita un enfoque integral que combine las capacidades militares y civiles. Las intervenciones deben tener un carácter más policial y apoyar a los agentes locales para permitir una reforma sostenible de los Estados afectados. La atención debe centrarse en (re)establecer el estado de derecho y crear una economía legítima y social. Ese enfoque, que sitúa la seguridad humana en el centro y combina elementos de abajo arriba con el apoyo internacional, también podría contribuir a una solución a largo plazo del actual conflicto armado en Yemen, que actualmente representa una de las mayores crisis humanitarias del mundo. Sin embargo, esto requiere un replanteamiento por parte de los actores internacionales involucrados en el conflicto y un enfoque más proactivo por parte del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Palabras clave: responsabilidad de proteger; actores armados no estatales; nuevas guerras; seguridad humana; Yemen.
Abstract: In recent decades, armed non-state actors have become increasingly important for international relations and international security. This is accompanied by a new category of armed conflicts, the new wars, which are characterized by a multitude of state, non-state and hybrid actors, their global character, and a decentralized shadow economy. In these new conflicts, the civilian population has become the primary target of armed violence. This poses major challenges to the international order and international law, as these have been developed primarily regarding states as monopolists on the use of force. The R2P, whose aim is to protect civilians from systematic and grave human rights violations, can be a helpful tool for the sustainable solution of these conflicts. However, for this to be possible, the application of the principle must be fundamentally redesigned. Instead of bombing campaigns from the air, an integral approach combining military and civilian capacities is needed. Interventions must be more of a policing nature and support local actors to enable sustainable reform of the affected states. The focus must be on (re-)establishing the rule of law and creating a legitimate and social economy. Such an approach, which puts human security at the center and combines bottom-up elements with international support, could also contribute to a long-term solution of the current armed conflict in Yemen, which currently represents one of the biggest humanitarian crises worldwide. However, this requires reconsiderations by the international actors involved in the conflict and a more proactive approach by the UN Security Council.
Keywords: responsibility to protect; armed non-state actors; new wars; human security; Yemen.
1. INTRODUCCIÓN
Después del final de la Guerra Fría, muchos observadores esperaban una era de paz global bajo la égida de la hegemonía estadounidense. Estas esperanzas fueron amargamente decepcionadas. El siglo XXI sigue estando plagado de una multitud de conflictos armados. Desde mediados de la década de 2000, el número de conflictos armados incluso ha vuelto a aumentar (Schacht y Koschyk, 2019). Sin embargo, en muchos aspectos, los conflictos actuales son muy diferentes de los anteriores a 1989. Uno de los elementos fundamentales es que los Estados han perdido el monopolio del uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Cada vez más, los actores armados no estatales están asumiendo papeles que antes estaban reservados a los Estados. Por lo tanto, no es de extrañar que muchas guerras ya no tengan lugar entre Estados, sino entre Estados y actores no estatales o solo entre estos últimos. Esta evolución no solo cambia radicalmente la forma de hacer las guerras, sino que también plantea un enorme desafío al derecho internacional público y al orden internacional. La mayoría de las disposiciones del derecho internacional público se elaboraron partiendo del supuesto de que los Estados son los monopolistas de la guerra (Münkler, 2017). Como esta tesis ya no es defendible, parece cada vez más cuestionable que los marcos reglamentarios, elaborados pensando en los Estados, sigan siendo capaces de hacer frente a los nuevos desafíos del siglo XXI.
Uno de estos instrumentos políticos y jurídicos es el principio de la responsabilidad de proteger (R2P). Este principio representa un hito en la prevención de atrocidades masivas como el genocidio, la limpieza étnica o los crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, también la R2P se ha desarrollado principalmente con respecto a los Estados como autores de estos graves delitos. Ahora bien, a más tardar desde los crímenes del llamado Estado Islámico en Siria y el Iraq, ha quedado claro que los actores no estatales también cometen genocidios y limpieza étnica. Por consiguiente, se plantea la cuestión de si la responsabilidad de proteger puede ser un instrumento eficaz para prevenir las violaciones sistemáticas de los derechos humanos también en los conflictos actuales.
En este trabajo trataremos de responder a esta pregunta. En el primer capítulo examinaremos el principio político y jurídico de la responsabilidad de proteger. Al hacerlo, primero entraremos en la historia y los fundamentos filosóficos de la responsabilidad de proteger, antes de explicar su contenido y alcance. A continuación, presentaremos los casos de aplicación hasta la fecha y, por último, aclararemos si la R2P está realmente en crisis en este momento, como afirman muchos observadores.
En el capítulo dos, abordaremos la aplicabilidad de la responsabilidad de proteger en las llamadas nuevas guerras. Primero esbozaremos con más detalle el aumento de los actores no estatales en los últimos años. A continuación, explicaremos el concepto de las nuevas guerras. Finalmente, responderemos a la pregunta de si la figura de la R2P es adecuada para afrontar los retos de las nuevas guerras.
A continuación, en el tercer capítulo, ejemplificamos las conclusiones sobre la base de un estudio de caso concreto. La actual guerra en Yemen nos servirá como tal. Primero describiremos brevemente lo que está sucediendo actualmente en Yemen. A continuación, explicaremos por qué la guerra de Yemen puede ser clasificada como una de las llamadas nuevas guerras. Por último, intentaremos esbozar un escenario en el que la responsabilidad de proteger podría contribuir a la resolución del conflicto.
Concluyendo, en capítulo cinco, resumiremos los conocimientos adquiridos.
2. LA RESPONSABILIDAD DE PROTEGER
2.1 La historia y el fundamento filosófico de la R2P
Para poder comprender plenamente la responsabilidad de proteger, su contenido y su significado, parece necesario explicar al principio su contexto histórico y sus fundamentos filosóficos.
La génesis de la figura de la R2P se remonta a la última década del siglo XX. Tras el colapso de la Unión Soviética, se produjo un momento de apertura en la comunidad internacional, en el que predominó la cooperación multilateral. Se creía que el fin del conflicto Este-Oeste haría que la guerra fuera obsoleta (Münkler, 2017). Sin embargo, las esperanzas de que la guerra desapareciera por completo se desvanecieron rápidamente. Varios conflictos violentos interestatales e intraestatales pasaron a ser el centro de atención de la opinión pública mundial. La comunidad internacional, que ahora había ganado considerablemente en capacidad de actuar como resultado del fin del bloqueo mutuo en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, inicialmente adoptó un enfoque proactivo. Esto condujo a una ola de las llamadas intervenciones humanitarias. Estas intervenciones armadas contaban (normalmente) con un mandato del Consejo de Seguridad y tenían el objetivo principal de intervenir en emergencias humanitarias. En este sentido, Hippler (2019) define la intervención humanitaria como
el uso de fuerzas militares para eliminar o aliviar una emergencia humanitaria grave en un tercer país [...] si implica el uso o la amenaza de la fuerza y se lleva a cabo de forma independiente o en contra de la voluntad del gobierno y/o de los actores violentos no estatales del país (p. 197).
Aunque este concepto no era nuevo – por ejemplo, Vietnam intervino en Camboya en 1978 para poner fin al régimen de terror de los Jemeres Rojos – las intervenciones humanitarias cobraron un interés considerable a principios del decenio de 1990. Sin embargo, debido a una serie de fracasos, este entusiasmo pronto sufrió un efecto amortiguador. En particular, la intervención en Somalia en 1992, que se basó en la resolución 794 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, terminó en una debacle. Los cuerpos de los soldados estadounidenses muertos fueron arrastrados por las calles de Mogadiscio frente a multitudes y cámaras de televisión internacionales (Chinkin y Kaldor, 2017). Este fiasco llevó a la retirada de las tropas estadounidenses de la misión UNOSOM II y a una importante restricción de la participación de los Estados Unidos en las operaciones internacionales de mantenimiento de la paz por parte del Presidente Clinton. Más allá de eso, la intervención internacional en Somalia apenas ha tenido éxito: la guerra civil que comenzó en 1986 continúa hasta el día de hoy. Como resultado, se produjo inicialmente una disminución de la disposición a intervenir en situaciones de emergencia humanitaria.
Esta falta de voluntad política colectiva para intervenir de manera más coercitiva llevó al fracaso de la comunidad internacional para prevenir las atrocidades masivas en Ruanda, Bosnia y Darfur (Moravcová, 2014). Los acontecimientos en Ruanda y en la ciudad bosnia de Srebrenica, en particular, resultaron ser formativos para el desarrollo de la responsabilidad de proteger. En Ruanda, entre 500.000 y 1.000.000 miembros de la minoría tutsi y hutus moderados fueron asesinados en 100 días en 1994 por grupos radicales de la mayoría hutu. Aunque se advirtió al Consejo de Seguridad de una inminente masacre y aunque soldados de los cascos azules de las Naciones Unidas estaban estacionados en Ruanda como parte de la misión UNAMIR, la comunidad internacional permaneció inactiva (Kreuter-Kirchhof, 2010). Solo la victoria de las milicias tutsis pudo poner fin al genocidio. Un año después, las Naciones Unidas volvieron a fracasar. En julio de 1995, las milicias serbias lograron conquistar la pequeña ciudad bosnia de Srebrenica. En los días siguientes, los conquistadores asesinaron a más de 8000 musulmanes bosnios, en su mayoría niños y hombres entre 13 y 78 años. En 2004, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia clasificó la masacre como genocidio. Como en Ruanda, soldados de los cascos azules estaban presentes en Srebrenica. Antes del genocidio, Srebrenica había sido declarada zona de protección de la población civil por el Consejo de Seguridad (Kreuter-Kirchhof, 2010). Sin embargo, las tropas holandesas que se desplegaron para protegerla no intervinieron para evitar las matanzas.
La vergüenza de la comunidad internacional por no haber podido prevenir ambos delitos fue un rasgo definitorio de los debates posteriores. El objetivo era encontrar maneras de prevenir tales atrocidades en el futuro. Este fue el nacimiento del principio de la R2P. En marzo de 1999, en el contexto de la intervención de la OTAN en Kosovo, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Resolución 53/144, que reafirmó la responsabilidad primordial de los Estados de garantizar la protección de los derechos humanos (Díaz Barrado, 2012). Freedman (2019) señala que a finales del decenio de 1990 "la intervención con fines humanitarios no solo se había convertido en algo aceptable, sino casi obligatorio" (p. 170). El entonces Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, recogió este sentimiento general en un informe en septiembre de 1999 de la siguiente manera:
Esta norma internacional en desarrollo a favor de la intervención para proteger a los civiles de una matanza masiva seguirá sin duda alguna planteando profundos desafíos a la comunidad internacional.
Cualquier evolución de este tipo en nuestra comprensión de la soberanía de los Estados y la soberanía individual será recibida, en algunos sectores, con desconfianza, escepticismo, incluso hostilidad. Pero es una evolución que debemos acoger con satisfacción.
¿Por qué? Porque, a pesar de sus limitaciones e imperfecciones, es el testimonio de una humanidad que se preocupa más, no menos, por el sufrimiento en su seno, y una humanidad que hará más, y no menos, para ponerle fin.
Es una señal esperanzadora a finales del siglo XX (United Nations, 1999).
Al año siguiente, Annan declaró que la comunidad internacional tenía la responsabilidad de prevenir o poner fin a las graves violaciones de los derechos humanos y que, en esos casos, ni siquiera la soberanía de los Estados podía servir de escudo (Kreuter-Kirchhof, 2010). Ese mismo año se convocó la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados (International Commission on Intervention and State Sovereignty, ICISS) con el objetivo de reconciliar ambos principios: la protección de los derechos humanos y la soberanía estatal. En 2001 el grupo independiente de expertos presentó su informe Responsibility to Protect. La ICISS también enfatizó en primer lugar la responsabilidad primaria de los Estados por la protección de sus ciudadanos (International Commission on Intervention and State Sovereignty, 2001). No obstante, según la comisión, en aquellos casos en que la población esté expuesta a daños graves y el Estado no quiera o no pueda evitarlos, la responsabilidad debe transferirse a la comunidad de Estados y el principio de soberanía debe dar paso a la responsabilidad internacional de proteger (ICISS, 2001). La responsabilidad internacional a su vez consta de tres pilares: La responsabilidad de prevenir los genocidios o delitos graves similares (responsibility to prevent); la responsabilidad de responder a esos crímenes, de ser necesario mediante la fuerza militar (responsibility to react); y la responsabilidad de prestar asistencia para la recuperación, la reconstrucción y la reconciliación (responsibility to rebuild). Además, la ICISS también estableció criterios que justifican una intervención militar en el marco de la responsabilidad de proteger (Chinkin y Kaldor, 2017). El informe representaba una desviación significativa del entendimiento anterior de la soberanía y el uso de la fuerza. Así, Díaz Barrado (2012) afirma que
se produce un giro radical de concepción en la visión tradicional del uso de la fuerza en las relaciones internacionales con base en razones humanitarias, ya que no sólo los Estados ostentarían la capacidad de actuar con estos fines sino que, también, se le da un protagonismo especial a la Comunidad internacional (p. 9, las itálicas son originales).
El informe de la Comisión ha sido ampliamente acogido por la opinión pública y los políticos del mundo (Hippler, 2019). En 2004, las conclusiones de la ICISS fueron esencialmente respaldadas por un "Grupo de Alto Nivel" de las Naciones Unidas. El grupo respaldó en su reporte A more se cure world: our shared responsibility la "norma emergente" de que existe un derecho a la intervención militar como último recurso en casos de violaciones graves de los derechos humanos (Freedman, 2019). En 2005, la R2P fue adoptada formalmente por primera vez por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sin embargo, la responsabilidad seguía siendo de los Estados y la Asamblea General no podía (y no quería) autorizar la intervención internacional excepto en casos concretos mediante una decisión del Consejo de Seguridad (Chinkin y Kaldor, 2017).
El 1 de enero de 2007 Ban Ki-Moon sucedió a Kofi Annan como nuevo Secretario General de la ONU. El nuevo Secretario General fue un firme partidario de la responsabilidad de proteger. Ya en el primer mes de su mandato, Ki-Moon declaró su ambición de poner en marcha el principio (Chinkin y Kaldor, 2017). Nombró a un asesor especial sobre la cuestión y desde 2009 la Asamblea General examina sus informes anuales sobre los aspectos de la aplicación de la R2P (Chinkin y Kaldor, 2017). En 2009 Ban Ki-Moon presentó un informe en el que esbozaba un modelo de tres pilares para la aplicación de la responsabilidad de proteger. El primer pilar es la responsabilidad primordial de un Estado de proteger a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la limpieza étnica y los crímenes de lesa humanidad (United Nations, 2009). Así pues, el principio de la responsabilidad de proteger se limita a esos graves delitos internacionales y no abarca otras emergencias humanitarias, como los desastres naturales o el cambio climático (Etzersdorfer y Janik, 2016). El segundo pilar establece la obligación de la comunidad internacional de apoyar activamente a los Estados en el cumplimiento de su responsabilidad de proteger (UN, 2009). Por último, el tercer pilar establece la responsabilidad de la propia comunidad internacional de actuar si un Estado es obviamente incapaz o no está dispuesto a cumplir con su responsabilidad (UN, 2009). El tercer pilar también prevé la adopción de medidas coercitivas colectivas como último recurso (Kreuter-Kirchhof, 2010). Este informe cambió fundamentalmente la dirección de los debates sobre la R2P. En lugar de debatir si existe tal responsabilidad, la atención se centraba ahora en la forma en que el principio podía ser aplicado en la práctica. Esta tendencia continuó en los años siguientes: En varias ocasiones, el Consejo de Seguridad reafirmó la responsabilidad de proteger en sus resoluciones. Por consiguiente, hoy en día, la R2P puede considerarse un principio firmemente establecido que limita la soberanía de los Estados y proporciona una base de legitimidad para la intervención de la comunidad internacional en situaciones humanitarias excepcionales.
Aunque la figura de la responsabilidad de proteger es relativamente joven, su fundamento filosófico y moral es mucho más antiguo. Se puede remontar a la doctrina de la guerra justa (bellum iustum). Este concepto de guerra ya ha sido invocado por antiguos filósofos y estadistas griegos y romanos. Durante la Edad Media y la época moderna, el concepto fue ampliado, modificado y aclarado por teólogos, filósofos y juristas cristianos como Aurelio Agustín, Tomás de Aquino y Francisco Suárez. Para que un conflicto armado se considerara una guerra justa, debía tener una autoridad legítima, una causa justa, una intención correcta, proporcionalidad, perspectivas de éxito y ser el último recurso. La interpretación exacta de estas condiciones previas individuales y muy amplias variaba enormemente, por lo que el concepto de guerra justa asumió el papel ambivalente de limitación y justificación de la guerra. Con el surgimiento de los Estados territoriales modernos, el concepto de guerras justas perdió su importancia. Como la libre decisión sobre la guerra y la paz era considerado un derecho inherente del monarca soberano, la justificación de una guerra como tal se volvió superflua (Etzersdorfer y Janik, 2016). Con la inclusión de la prohibición de la violencia en la Carta de las Naciones Unidas, esto se reforzó con la proscripción de la guerra. Sin embargo, en los años noventa del siglo XX, las atrocidades descritas anteriormente condujeron a un resurgimiento de la teoría de la guerra justa, que también se reflejó significativamente en la figura de la responsabilidad de proteger. Así pues, el Informe A more secure world: our shared responsibility contenía cinco criterios para la legitimidad de una intervención militar en el marco de la R2P: gravedad de la amenaza, propósito adecuado, último recurso, medios proporcionales y equilibrio de las consecuencias. Estos criterios corresponden en gran medida a los clásicos criterios de la guerra justa (Lango, 2014). Sin embargo, a diferencia de las manifestaciones anteriores de la guerra justa, el enfoque de la responsabilidad de proteger ya no se centra exclusivamente en el Estado, sino que hace hincapié en la responsabilidad (subsidiaria) de la comunidad internacional (Etzersdorfer y Janik, 2016).
2.2 El contenido y alcance de la R2P
Como ya se ha mencionado, hoy en día, la responsabilidad de proteger puede considerarse, en principio, un concepto bien establecido. Aunque el contenido exacto aún no se ha aclarado completamente, el modelo de tres pilares de Ban Ki-Moon es ampliamente aceptado. La práctica de los Estados refuerza esta conclusión (Kreuter-Kirchhof, 2010). No obstante, se discute si la responsabilidad de proteger es exclusivamente un principio político o también una norma jurídica. En 1999, Kofi Annan la describió ya como una norma internacional en desarrollo. Hasta la fecha, sin embargo, la R2P no figura en ningún documento jurídico de naturaleza vinculante (Díaz Barrado, 2012). Aunque algunas resoluciones (vinculantes) del Consejo de Seguridad se refieren al principio, no detallan las obligaciones que pueden derivarse de él. Esto apunta en contra del estatus normativo de la R2P. En este sentido, Kreuter-Kirchhof (2010) argumenta que la responsabilidad de proteger no puede considerarse una norma jurídica, sino un concepto jurídico en desarrollo. Sin embargo, desde entonces el Consejo de Seguridad se ha referido a ella en varias resoluciones, en particular en las resoluciones 1973 (2011) y 1975 (2011). Esta repetida confirmación, tanto por el Consejo de Seguridad como por la Asamblea General, podría indicar una opinio iuris favorable. Díaz Barrado (2012) también apunta en esta dirección: observa que "la continua mención a la ‘responsabilidad de proteger’ en documentos e instrumentos de Naciones Unidas así como en la práctica de los Estados están consolidando las eventuales obligaciones que se deriven de esta responsabilidad” (p. 15). Sin embargo, para poder hablar de la vigencia de la responsabilidad de proteger como derecho internacional consuetudinario, se requeriría también una práctica estatal uniforme correspondiente. Sin embargo, esta práctica no es totalmente reconocible. Díaz Barrado (2012) también señala que todavía se debe asentar definitivamente.
Por lo tanto, parece necesario diferenciar entre los distintos pilares de la responsabilidad de proteger. Su primer pilar, la obligación del Estado de proteger a su propio pueblo de las peores atrocidades, es ahora una obligación en virtud del derecho internacional y ha establecido así un nuevo concepto de soberanía, que se funda en una comprensión de la soberanía basada en los valores (Kreuter-Kirchhof, 2010). Esta limitación de la soberanía estatal ha sido confirmada en repetidas ocasiones por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad y también se refleja en la opinio iuris y la práctica de la comunidad de Estados. Esto también es cierto para el segundo pilar, la responsabilidad de la comunidad internacional de apoyar a los Estados en el cumplimiento de su deber de protección. En cuanto al tercer pilar, la responsabilidad secundaria de la comunidad internacional, la situación no está tan clara. En vista de la ambigua práctica estatal, parece mejor hablar de una mera norma in statu nascendi. Sin embargo, ya se ha establecido como una norma moral y así ha establecido estándares de conducta claros para la comunidad internacional. Los Estados ya no discuten sobre su obligación (moral) con respecto a la responsabilidad de proteger, sino más bien sobre su aplicación en casos individuales concretos (Bellamy y Luck, 2018).
Independientemente de su clasificación como norma jurídica o política, la responsabilidad de proteger ha cambiado permanentemente la comprensión de la soberanía estatal y el compromiso internacional con la protección de los derechos humanos. Ha llevado a una situación en la que las violaciones sistemáticas de los derechos humanos ya no se consideran un asunto interno, sino un problema para toda la comunidad internacional y una amenaza para la paz internacional (von Arnauld, 2009). Proporciona a la comunidad de Estados una base de legitimidad para una amplia gama de medidas destinadas a prevenir, combatir y hacer frente a los genocidios y otros delitos graves. La intervención militar es solo una de ellas. En su informe de 2001, la ICISS indica sobre todo sanciones militares, políticas y económicas. Según la comisión, estas podrían incluir embargos de armas, zonas de exclusión aérea, sanciones financieras (selectivas) o exclusión del Estado de las organizaciones internacionales (ICISS, 2001). Finalmente, como último recurso, también se puede considerar la intervención militar. Sin embargo, esto solo puede considerarse en casos extremadamente excepcionales y con la autorización previa del Consejo de Seguridad (Moravcová, 2014). Además, el propósito principal de la intervención debe ser detener o evitar el sufrimiento humano (ICISS, 2001). Esto también se aplica si la intervención en el marco de la R2P es implementada por una organización internacional regional (Etzersdorfer y Janik, 2016). Una excepción adicional a la prohibición de la violencia en el artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas no está establecida por la responsabilidad de proteger. Aquí es también donde se encuentran los límites de la R2P. Si el Consejo de Seguridad no actúa, se niega a las organizaciones regionales, a los Estados individuales o incluso a otros órganos de la ONU la oportunidad de utilizar como ultima ratio medios militares para la protección de los derechos humanos (Díaz Barrado, 2012). Esto, por supuesto, evita que la responsabilidad de proteger sea abusada por organizaciones y Estados individuales para hacer valer sus propios intereses, pero también limita la eficacia del principio. Especialmente en los casos en que los miembros permanentes del Consejo de Seguridad ven afectados sus intereses estratégicos, la responsabilidad internacional de la comunidad de Estados amenaza con convertirse en una cáscara vacía. Este problema se refleja en la aplicación selectiva del principio (Deitelhoff, 2013).
2.3 Los casos de aplicación de la R2P
Desde que las Naciones Unidas aceptaron la responsabilidad de proteger en la Cumbre Mundial de 2005, el Consejo de Seguridad ha autorizado la aplicación de medidas armadas para la protección humana en seis situaciones, todas ellas en África (Bellamy y Luck, 2018). Los dos casos más importantes tuvieron lugar en 2011. La primera operación de responsabilidad de proteger con mandato legal fue la intervención de la OTAN en la Guerra Civil de Libia (Chinkin y Kaldor, 2017). La creciente emergencia humanitaria llevó al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a adoptar el 17 de marzo de 2011 su resolución 1973 que autorizó a la comunidad internacional y a las organizaciones regionales a tomar "todas las medidas necesarias" para proteger a la población civil de Libia. El 22 de marzo, la OTAN lanzó su operación Unified Protector. El objetivo oficial era proteger a la población civil de Libia, pero en realidad la operación también sirvió para apoyar a las fuerzas insurgentes de la oposición. La coalición internacional se basó principalmente en los ataques aéreos. En total, las fuerzas de la OTAN volaron 24.200 misiones de combate, que fueron acompañadas por ataques de drones de las fuerzas de EE. UU. (Chinkin y Kaldor, 2017). Inicialmente, la operación fue evaluada de manera relativamente positiva. La misión contribuyó significativamente a la victoria de las fuerzas de la oposición y al derrocamiento del dictador Gaddafi. Sin embargo, la esperada pacificación a largo plazo y el establecimiento de una democracia estable en Libia no se materializó. Por el contrario, las estructuras del Estado se derrumbaron completamente, la guerra civil continuó desarrollándose y las fuerzas islamistas ganaron cada vez más terreno (Freedman, 2019). De ahí que, según Chinkin y Kaldor (2017), el historial de las consecuencias humanitarias y de seguridad de la intervención es muy problemático. Además, la operación también es problemático por el concepto y la aceptación de la R2P. Este concepto solo legitima la protección de la población civil de las atrocidades masivas, pero no un cambio de régimen, que era al menos también el objetivo de la intervención de la OTAN. En este sentido, tanto Rusia como China criticaron la Operación Protector Unificado, temiendo que la OTAN pudiera abusar de la R2P como legitimación para la implementación de sus intereses estratégicos (Morris, 2016).
También en marzo de 2011, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas legitimó otra intervención humanitaria en Costa de Marfil. En la resolución 1975, aprobada por unanimidad, se empleó otra vez el lenguaje de la responsabilidad de proteger, autorizando a todos los Estados Miembros a "utilizar todos los medios necesarios" para proteger a los civiles bajo amenaza inminente de violencia física (Chinkin y Kaldor, 2017). El posterior despliegue militar de Francia y la misión de la ONUCI condujo a la pacificación de la situación aguda y al establecimiento de Alasane Outtara, que fue derrotado en las elecciones de 2010, como presidente (Chinkin y Kaldor, 2017). Esto acercó también este caso de la aplicación de la responsabilidad de proteger al cambio de régimen, lo que nuevamente provocó críticas. No obstante, la intervención en Costa de Marfil también demostró un apoyo bastante amplio al principio: al igual que la resolución de 1973, la resolución de 1975 fue apoyada activamente por los estados regionales más allá de un ámbito euroamericano (Chinkin y Kaldor, 2017).
2.4 ¿La R2P en crisis?
A pesar del apoyo recibido, a partir de 2011 la responsabilidad de proteger se silenció en la práctica de los Estados. Por ejemplo, la intervención francesa en Malí en 2013 no se justificó por referencia a la R2P (Chinkin y Kaldor, 2017). Tampoco se logró la aplicación de la R2P a la guerra civil de Siria, que se desarrolla desde 2011, a pesar de los graves y sistemáticos ataques contra la población civil. Aunque la aplicación del principio fue exigida por muchas instancias en vista del gran sufrimiento humano, el Consejo de Seguridad no emitió una resolución aprobatoria. La resistencia política de los miembros del Consejo de Seguridad, especialmente de los dos miembros permanentes, Rusia y China, hizo imposible la intervención de la comunidad internacional. Aparte de las consideraciones geopolíticas, el cambio de régimen provocado por la intervención en Libia también contribuyó al rechazo de la R2P. Así, Rusia justificó su veto a una resolución que habría pedido al Gobierno sirio que pusiera fin a la violencia contra la población civil y a las violaciones de los derechos humanos en general, por un lado, debido al rechazo a la exigencia rusa de una exclusión explícita de una intervención militar, y, por otro lado, debido al resultado final en Libia (Etzersdorfer y Janik, 2016, p. 262).
Este renovado fracaso de la comunidad internacional para prevenir atrocidades masivas contra la población civil, así como la aplicación selectiva de la responsabilidad de proteger, han planteado la cuestión de si el principio está en crisis. La rivalidad recién despertada entre las principales potencias alimenta el temor de que en el futuro aumenten las situaciones de bloqueo en el Consejo de Seguridad, lo que limitaría aún más la eficacia del principio. Estas preocupaciones están razonablemente justificadas. Las intervenciones militares para proteger a la población civil en regiones geopolíticamente relevantes parecen poco probables en el actual clima general de desconfianza. El problema de que la aprobación del Consejo de Seguridad es necesaria para que el principio funcione se muestra aquí una vez más. Previendo esto, la ICISS había propuesto en su informe que en tal caso la Asamblea General debería poder autorizar la aplicación de la R2P sobre la base de la Resolución Uniting for Peace de 1950. Según este procedimiento, la mayoría de la Asamblea General podría autorizar medidas para la protección de la población civil (incluidas las medidas coercitivas militares) sin que fuera necesaria la aprobación del Consejo de Seguridad. Cabe señalar, sin embargo, que la propuesta de la ICISS no fue confirmada en ninguno de los documentos posteriores de las Naciones Unidas, por lo que no se puede hablar de una norma establecida. Por otro lado, Homan y Ducasse-Rogier afirman con razón que el debate actual está demasiado centrado en la posibilidad de una intervención militar. La R2P no se trata solamente de la intervención militar y el uso de la fuerza; se trata ante todo del reconocimiento de una obligación que incumbe a los Estados de proteger a sus ciudadanos y la responsabilidad de la comunidad internacional para recordarles de esta obligación (Homann y Ducasse-Rogier, 2012, p. 3). Asimismo, las medidas de prevención y reconstrucción que no impliquen una intervención militar no requieren la autorización del Consejo de Seguridad.
Por lo tanto, parece prematuro declarar el principio muerto. Como todos los principios políticos y de derecho internacional, la responsabilidad de proteger alcanza sus límites en la práctica internacional. La falta de un mecanismo central de aplicación de la ley agrava esta problemática. Sin embargo, esto no hace que la R2P sea obsoleta. Como dicen Bellamy y Luck (2018):
Aunque la responsabilidad de proteger está limitada por la política y el sentido práctico, puede influir, y de hecho influye, en el comportamiento y puede influir en los juicios sobre el bien y el mal, los costos y los beneficios, de tal manera que hace más probable la adopción de medidas de acción afirmativa en materia de prevención y protección, y la ociosidad frente a las amenazas de atrocidades y delitos más costosa políticamente y, por lo tanto, menos probable (p. 58).
3. LA RESPONSABILIDAD DE PROTEGER Y LAS NUEVAS GUERRAS
3.1 Un mundo multipolar: El auge de los actores no estatales
La hegemonía estadounidense establecida tras el fin de la Guerra Fría ha llegado a su fin. En el nuevo orden mundial multipolar, las grandes potencias y las potencias regionales compiten por las esferas de influencia regionales. Sin embargo, los Estados ya no son los únicos protagonistas de estos enfrentamientos geopolíticos. En los últimos decenios, los actores no estatales han desempeñado un papel cada vez más importante en las relaciones internacionales. Entre esos diversos actores figuran empresas transnacionales, organizaciones de medios de comunicación, grupos de presión, grupos religiosos, organizaciones de la sociedad civil y agencias de ayuda. Estos grupos a menudo tienen una influencia positiva y pacificadora en las relaciones y la seguridad internacionales. Por ejemplo, una coalición de organizaciones de la sociedad civil desempeñó un papel esencial en la redacción de la Convención sobre la prohibición de minas antipersonales de 1997 y la Convención sobre municiones en racimo de 2008, que condujeron a la prohibición de estas armas indiscriminadas (Chinkin y Kaldor, 2017). En el campo del control de armas, los actores no estatales son hoy en día una de las fuerzas motrices de los nuevos avances. Sin embargo, en forma de actores armados no estatales (armed non-state actors, ANSA), también representan cada vez más un desafío para la seguridad internacional. El Danish Institute for International Studies los define como cualquier grupo organizado con una estructura básica de mando que opera fuera del control del Estado, utilizando la fuerza, o la amenaza de la fuerza, para alcanzar sus objetivos (Munive y Stepputat, 2014, p. 2). Este término amplio cubre una multitud de grupos con diferentes motivos, intenciones y métodos. Estos incluyen insurgentes, bandas y carteles criminales, organizaciones terroristas y milicias. Los ANSA ejercen un cierto grado de control sobre un área y, ocasionalmente, logran una estructura similar a un Estado (Munive y Stepputat, 2014). Ejemplos de esto último son el antiguo régimen talibán en Afganistán o el "califato" del Estado Islámico en partes de Iraq y Siria. Las relaciones de los ANSA con los Estados también varían mucho: pueden competir con distintos Estados, cooperar con ellos o incluso estar vinculados a organizaciones estatales (Munive y Stepputat, 2014). En este contexto, pueden adquirir una importancia considerable para la seguridad regional e internacional. Algunos actores armados no estatales disponen incluso de capacidades políticas, económicas y militares que superan las de muchos Estados. La milicia libanesa Hezbollah, por ejemplo, dispone de un presupuesto anual de más de 1.000 millones de dólares y es una potencia militar más fuerte que la mayoría de los ejércitos existentes (Moghadam y Wyss, 2020).
La existencia de actores armados no estatales no es, por supuesto, nada nuevo en sí mismo. Los insurgentes, los movimientos de liberación y las organizaciones terroristas siempre han existido. Sin embargo, su radio de acción se limitaba normalmente al territorio de un Estado o una región y tenían comparativamente pocas conexiones con el mundo exterior. Su capacidad para amenazar la seguridad y la estabilidad regional o internacional también era limitada. Por lo tanto, los actores armados no estatales se consideraban principalmente como un problema nacional. En las disciplinas de las relaciones internacionales y el derecho internacional público, centradas en los Estados, solo han desempeñado un papel limitado. Debido a la creciente importancia de los actores no estatales en los últimos decenios, que también ha sido posible gracias a la globalización y a los modernos medios de comunicación, esto está empezando a cambiar. Herfried Münkler (2017) describe este cambio estructural en las últimas décadas con las siguientes palabras:
Además del "sistema westfaliano", desde finales del siglo XX ha surgido un segundo orden del espacio político, que solemos denominar transnacional, es decir, en el que los Estados ya no son los principales actores o incluso monopolistas de lo político, sino que tienen que compartir el poder y la influencia con actores que trascienden el espacio (p. 313, las itálicas son originales).
La revolución en el espacio político, así el autor, ha tomado forma en estos actores transnacionales (Münkler, 2017). Gradualmente, esto también se refleja en la conciencia de los actores tradicionales de las relaciones internacionales: Los Estados, las organizaciones internacionales y los académicos son cada vez más conscientes de la importancia de la ANSA para la seguridad internacional. Así, por ejemplo, las Naciones Unidas están intensificando sus esfuerzos para colaborar con actores no estatales en situaciones de conflicto en una escala sin precedentes (Philipsen, 2019).
3.2 ¿Qué son las nuevas guerras?
El auge de los actores armados no estatales también tiene un impacto significativo en la forma de los conflictos armados en el siglo XXI. Como se mencionó anteriormente, la guerra ha cambiado considerablemente desde el final de la Guerra Fría. Hoy en día estamos viendo una nueva generación de guerras que plantean un desafío fundamental a la seguridad internacional. Se habla de guerras asimétricas, guerras de cuarta generación o guerras de baja intensidad. El politólogo canadiense Kalevi Holsti denominó a estos conflictos, dirigidos por grupos de regulares, irregulares, células y, no pocas veces, por señores de la guerra con base local bajo poca o ninguna autoridad central, guerras de pueblos (Freedman, 2019). Todos estos términos son válidos y enfatizan las diferentes características de los conflictos del siglo XXI. Sin embargo, a continuación, emplearemos un término diferente, a saber, el de las nuevas guerras (new wars). El concepto de las nuevas guerras fue desarrollado por la politóloga británica Mary Kaldor a finales de los años 90. El objetivo de este prosaico término es resaltar en su totalidad las diferencias entre los conflictos modernos y los anteriores enfrentamientos armados. Varios autores, como los politólogos Herfried Münkler y Mark Duffield, también han adoptado el concepto de nuevas guerras. Sin embargo, el término también encuentra critica. En particular, los críticos sostienen que las nuevas guerras no son nuevas, sino que contienen muchas características de conflictos anteriores. Por ejemplo, Hippler (2019) sostiene que las nuevas guerras no son nada nuevo y que la violencia sistemática por parte de actores no estatales no es un invento de finales del siglo XX. En principio, esta observación es correcta. Como se ha explicado anteriormente, la aparición de los ANSA no es una novedad. Sin embargo, su significado internacional y sus comportamientos han cambiado considerablemente debido a la globalización y a los modernos medios de comunicación. Los actores de las nuevas guerras pueden actuar localmente, pero piensan globalmente (Duffield, 2014). Como resultado, los conflictos armados pueden parecer conflictos internos, pero en realidad están altamente internacionalizados. Se llevan a cabo a través de fronteras territoriales y tienen un carácter global. En este sentido Duffield (2014) también habla de guerras de redes (network wars). Son precisamente estos desarrollos los que hacen que las nuevas guerras sean únicas y las distinguen de los conflictos armados anteriores. El término nuevas guerras hace hincapié en esto y, por lo tanto, a pesar de las críticas, parece adecuado para describir los conflictos armados del siglo XXI. Ahora bien, cabe añadir que el término debe entenderse como una categorización conceptual más que descriptiva (Chinkin y Kaldor, 2017). Los conflictos bélicos son un fenómeno sociológico muy complejo, que varía de un caso a otro. La categorización de las nuevas guerras no puede, por lo tanto, sustituir un análisis específico de cada caso individual. Sin embargo, puede ayudar a identificar características y pautas de comportamiento comunes y a desarrollar opciones políticas para la acción.
Ahora que se ha establecido la utilidad del concepto, surge la pregunta de qué es exactamente lo que constituye las nuevas guerras. En primer lugar, esta nueva forma de conflicto armado difiere en cuanto a los actores involucrados. Las clásicas guerras interestatales descritas por Clausewitz se libraron entre dos o más Estados. Hoy en día, estas guerras son en gran medida una cosa del pasado. En cambio, en las nuevas guerras los Estados ya no son los únicos protagonistas, sino que los actores armados no estatales son cada vez más las fuerzas motrices de los conflictos. Citando a Mary Kaldor (2012), las nuevas guerras se caracterizan por una multiplicidad de tipos de unidades de combate, tanto públicas como privadas, estatales y no estatales, o algún tipo de mezcla (p. 96). El resultado de este desarrollo es la privatización de las guerras. La guerra, ya no es un asunto de Estado clausewitziano (Duffield, 2014). El Estado ha perdido su posición como monopolista de la guerra (Münkler, 2018). En lugar de las clásicas guerras interestatales, las nuevas guerras están siendo llevadas a cabo por una mezcla de diferentes actores (estatales y no estatales), que en muchas ocasiones persiguen objetivos políticos contradictorios. Los actores no estatales de las nuevas guerras incluyen no solo a los señores de la guerra, las milicias y las organizaciones terroristas del Sur global, sino también a las compañías mercenarias occidentales. La participación en conflictos armados en los países en desarrollo se ha convertido en un negocio lucrativo para muchos empresarios. Los Estados occidentales, en particular, recurren a mercenarios para muchas tareas, puesto que así pueden evitar pérdidas en sus propias fuerzas armadas y mantener más bajos los costos políticos de sus operaciones militares. Las llamadas Empresas de Seguridad Privada (Private Security Companies, PSC) y las Empresas Militares Privadas (Private Military Companies, PMC) que han surgido desafían adicionalmente el monopolio del Estado sobre el uso de la fuerza (Duffield, 2014). Aunque la mayoría de esas empresas no participan (al menos oficialmente) directamente en las operaciones militares, su presencia suscita regularmente preocupaciones en materia de derechos humanos y de rendición de cuentas. El despliegue de la PMC estadounidense Blackwater en la guerra de Irak, por ejemplo, ha provocado un escándalo ya que sus empleados mataron a civiles iraquíes en varios incidentes. Asimismo, a menudo, también intervienen en los conflictos fuerzas armadas extranjeras si el curso de este se vuelve demasiado desestabilizador o si persiguen intereses geopolíticos en la zona de conflicto. Esto lleva a una creciente internacionalización de los conflictos. Mientras que hasta principios del decenio de 2000, en promedio, solo dos o tres partes externas participaban en un conflicto determinado, en los años siguientes ese promedio aumentó a entre cuatro y cinco (Schacht y Koschyk, 2019). Esto es una expresión de la internacionalización de las nuevas guerras descrito anteriormente. En las nuevas guerras existe, por consiguiente, una competencia entre las redes no estatales y las estatales (Duffield, 2014). Esta competencia puede manifestarse en el uso de la fuerza, pero a menudo también hay cooperación entre actores (oficialmente hostiles). Duffield (2014), por ejemplo, describe cómo durante la segunda guerra civil sudanesa de 1983 a 2005, partes de las fuerzas armadas estatales y las milicias no estatales participaron conjuntamente en el comercio del café, lo que contribuyó a la financiación del conflicto. En las guerras yugoslavas y en la guerra civil siria también se realizaba comercio entre las distintas partes en conflicto. En este sentido, las nuevas guerras también pueden ser descritas como conflictos cooperativos (cooperative conflicts) (Duffield, 2014).
Por otra parte, las nuevas guerras también se diferencian de los conflictos interestatales clásicos en cuanto a sus objetivos políticos. Las nuevas guerras se libran en gran medida en nombre de la identidad étnica, religiosa o tribal (Chinkin y Kaldor, 2017). Esta noción de identidad debe entenderse en el sentido de una etiqueta que sirve para legitimar las reivindicaciones políticas (Kaldor, 2012). Los actores de las nuevas guerras pretenden crear identidades unidimensionales sectarias en las que se basa su ejercicio del poder. Para lograrlo, se basan en el uso de la violencia y la propagación del miedo y el terror. Esta violencia juega un papel clave en la creación de identidades unidimensionales. Porque si alguien es amenazado de muerte por una identidad particular, esa identidad se convierte en más importante que cualquier otra (Kaldor, 2013). Según Kaldor (2013),
[e]n los conflictos sectarios la identidad es una cuestión de vida o muerte. Cuando la identidad es atribuida por el otro, a menudo la única opción es recurrir a los que están dispuestos a proteger en nombre de la identidad (pp. 338-339).
El objetivo es, por lo tanto, la división de la sociedad a lo largo de las líneas de la identidad en un "nosotros" y un "ellos". En esta distinción amigo/enemigo schmittiano se basa el poder de los actores violentos (Kaldor, 2013). Por ello, el control que ejercen los actores de las nuevas guerras es menos un control territorial que un control político de la población. Sin embargo, a diferencia de la guerra de guerrillas según Mao Zedong, este control político no se basa en la conquista de los corazones y las mentes de la gente. Más bien, está fundado en la intimidación, la propagación del odio, la enemistad existencial (Etzersdorfer y Janik, 2016, p. 121).
Esto implica un cambio en la forma en que las guerras se llevan a cabo. A fin de poder ejercer su control de manera indiscutible, los actores persiguen estrategias de homogeneización de la sociedad dentro de su esfera de influencia. En otras palabras, el objetivo de los actores es controlar a la población deshaciéndose de todos los que tienen una identidad diferente. Los asesinatos en masa, la limpieza étnica y los atentados terroristas sirven como herramientas para imponer esta homogeneidad. En casos extremos esto puede llevar incluso a un genocidio. Estas campañas de violencia van acompañadas de la destrucción sistemática de bienes culturales, debido a su importancia central para la identidad colectiva de los grupos étnicos (Schreinmoser, 2020). La violencia sexual contra las mujeres es también un componente principal de las estrategias de depuración étnica. Con razón Münkler (2018) describe las violaciones en masa, la destrucción sistemática de los bienes culturales y las masacres de la población masculina como los tres pilares de las estrategias político-militares de las nuevas guerras. Esto crea un sistema de miedo y ansiedad, violencia y desmoralización que tiene por objeto obligar a grandes sectores de la población a renunciar "voluntariamente" a sus hogares y a todas las demás posesiones y a dejar su patria ancestral con solo unas pocas pertenencias (Münkler, 2018, p. 146). Como resultado, en las nuevas guerras, el principal objetivo de la violencia armada ya no son los ejércitos enemigos, sino la población civil. Las nuevas guerras ya no se ganan por medios militares, sino estableciendo el control político sobre bases identitarias. Por lo tanto, las armas pesadas ya no son necesarias para dirigir los conflictos. Contra la población civil (indefensa), las armas ligeras, como los rifles de asalto o, a veces, incluso los machetes, son suficientes. Esto lleva al hecho de que las nuevas guerras son comparativamente económicas de hacer. Uno podría, como Münkler (2018), llamarlas "guerras baratas". Esto amplía el círculo de posibles actores en los conflictos, lo que aumenta su complejidad y a menudo su grado de escalada. Todo esto se refleja en el número de víctimas: Münkler (2018) señala que mientras que en las guerras (interestatales) de principios del siglo XX alrededor del 90% de los muertos eran combatientes, en las nuevas guerras más del 80% de los muertos pertenecen a la población civil. Aunque estas cifras concretas son difíciles de comprobar, la proporción de víctimas civiles ha aumentado considerablemente en comparación con las guerras interestatales clásicas. Asimismo, las estrategias de propagación del terror son apoyadas y fortalecidas por los medios de comunicación modernos. Los medios de comunicación social y las comunicaciones de masas se utilizan ampliamente en las nuevas guerras como una forma eficiente de sembrar el terror (Chinkin y Kaldor, 2017). Los actores de las nuevas guerras graban sus actos de violencia y los difunden por todo el mundo y a menudo en tiempo real. La difusión de ciertas imágenes adquiere así una calidad estratégica (Münkler, 2017). Por un lado, las grabaciones de ejecuciones de prisioneros u otras atrocidades aumentan el efecto de choque de las estrategias de limpieza étnica, por otro lado, ayudan a reclutar nuevos partidarios en el extranjero. El Estado Islámico ha aplicado eficazmente esta estrategia. Sus grabaciones de ejecuciones de soldados sirios y de ciudadanos europeos o la profanación de sitios culturales se difundieron viralmente en los medios de comunicación social y causaron indignación en los países occidentales, al mismo tiempo que respaldaban el papel principal del Estado Islámico como organización islamista.
Estos acontecimientos también afectan a la economía de las nuevas guerras. En lugar de la economía de guerra centralizada y estatal de las guerras interestatales, los nuevos conflictos se basan en una economía sumergida descentralizada y globalizada. Debido al efecto de fragmentación de las nuevas guerras, la producción nacional colapsa y se pierden los ingresos fiscales (Kaldor, 2012). Además, el desempleo y la corrupción son generalmente muy alto (Kaldor, 2012). Por lo tanto, tanto los actores no estatales como los estatales deben financiarse a través de una serie de actividades ilegales o grises. La globalización desempeña un papel central en este contexto: La creciente desregulación del mercado internacional ha permitido que redes de empresas legítimas, grises y delictivas de varios niveles e intersecciones establezcan las cadenas de comercialización y suministro de las nuevas guerras (Duffield, 2014, p. 194). Así pues, las nuevas guerras se financian mediante redes económicas transnacionales basadas en el comercio en las que (al igual que en los combates propiamente dichos) participa una mezcla de agentes estatales, no estatales y privados, incluidos los grupos de delincuencia organizada. Como mercancías sirven los recursos naturales valiosos (como los diamantes o el petróleo), las drogas (por ejemplo, el opio en Afganistán), las armas o incluso las personas. El comercio ilegal de antigüedades es también una importante fuente de ingresos, especialmente para algunos grupos terroristas de Oriente Medio, como afirma explícitamente el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en su Resolución 2347 en 2017. Los actores de las nuevas guerras participan directamente en este comercio o indirectamente recaudando "impuestos". Según el World atlas of illicit flows de 2018, el volumen total global de estas corrientes financieras ilícitas en las zonas de conflicto se sitúa entre 24.000 y 39.000 millones de dólares (Nellemann et al., 2018). Los mayores beneficiarios son la delincuencia organizada transnacional (Nelleman et al., 2018). Además de estas redes comerciales ilícitas, el apoyo externo desempeña un papel central en la financiación de las nuevas guerras. Por un lado, esto toma la forma de apoyo financiero o material a las partes en guerra por parte de las diásporas étnicas residentes en el extranjero (Kaldor, 2012). Por otro lado, los actores también se benefician de la ayuda humanitaria. Como señala Münkler (2018), los señores de la guerra han aprendido ahora a iniciar y controlar las entregas de ayuda internacional con la ayuda de equipos de cámaras, y están utilizando esto como un recurso de bajo costo para continuar sus guerras (p. 153).
Para mantener estas redes transnacionales ilícitas, es necesario un uso continuo de la violencia. Esto lleva a que se difuminen los límites entre el uso de la violencia y la vida laboral (Münkler, 2018). La guerra se convierte así en un negocio con el que los actores no estatales se ganan la vida y a menudo logran una considerable prosperidad. Münkler (2018) lo expresa con las siguientes palabras:
La guerra se ha convertido en una empresa económicamente atractiva para los señores de la guerra porque ellos mismos pueden decidir sobre la distribución de sus costes, la privatización de los beneficios obtenidos en ella y la socialización de las pérdidas que causa. Aparte de las reglas de la economía mundial, no hay ningún marco al que tengan que adherirse. La racionalidad económica de sus acciones es que convierten la violencia en un medio de generación de ingresos, o utilizan la violencia para influir en las relaciones de intercambio existentes a su favor (p. 162).
Esto lleva a la perpetuación de los conflictos. Porque si la guerra es la base de los ingresos de los actores, es poco probable que tengan interés en terminarla rápidamente. No en vano, muchas de las nuevas guerras duran mucho tiempo y son particularmente difíciles de terminar. Esto se complica aún más por el hecho de que, por regla general, precisamente estos actores también forman parte de las negociaciones de paz. Por lo tanto, no es sorprendente que muchos de estos acuerdos de paz – se habla de hasta el 50% en los primeros cinco años – fracasen (Kaldor, 2016). Y cuando perduran, las diferencias entre el estado de guerra y el de paz son a menudo mínimas. Porque los acuerdos de paz regularmente afianzan el poder de las partes en guerra y fracasan en abordar la base económica de las nuevas guerras (Kaldor, 2016).
La combinación de estas características hace que las nuevas guerras sean un fenómeno sumamente complejo. Los límites entre la paz y la guerra, la guerra civil y el conflicto internacional se han desdibujado, y, por último, pero no por ello menos importante, la distinción entre combatientes y no combatientes. Esto plantea desafíos fundamentales al orden internacional y al derecho internacional. Las nuevas guerras conducen a la erosión de la estructura binaria de orden característica del sistema de Westfalia, que se caracteriza cada vez más por una planificación espacial desterritorializada en la que es característica la acumulación de conflictos híbridos (Münkler, 2017).
3.3 La R2P: ¿Instrumento para resolver las nuevas guerras?
La pregunta que surge ahora es si la figura de la responsabilidad de proteger es adecuada para hacer frente a las nuevas guerras. La R2P también fue inicialmente diseñada principalmente para situaciones en las que las violaciones sistemáticas de los derechos humanos emanan de los Estados, por lo que tiene un carácter centrado en el Estado. El evento más formativo para el surgimiento del principio, el genocidio en Ruanda, fue llevado a cabo por el gobierno ruandés de la época. También el caso más importante de aplicación, la intervención en Libia 2011, fue autorizada debido a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos por parte del régimen de Gadafi. Sin embargo, en las nuevas guerras son a menudo (también) los actores no estatales los que perpetran las graves violaciones de los derechos humanos contra la población civil. Esto plantea un nuevo desafío a los esfuerzos de la comunidad internacional por prevenir el genocidio, la limpieza étnica y crímenes similares, y por lo tanto también a la figura de la R2P. Es necesario analizar si la responsabilidad de proteger está a la altura de este desafío y si puede ser una herramienta útil para prevenir y detener las graves violaciones de los derechos humanos en el contexto de las nuevas guerras. Para ello conviene tomar como guía la estructura de tres niveles de la responsabilidad de proteger propuesta por Ban Ki-Moon.
El primer nivel es la responsabilidad primaria de un Estado de evitar las violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos contra su población civil. Esta comprensión moderna de la soberanía es, por supuesto, también válida en principio en el contexto de las nuevas guerras. Sin embargo, es precisamente en estas guerras donde el cumplimiento de esta responsabilidad es a menudo problemático. Una razón de esto es que estas guerras regularmente tienen lugar en regiones con Estados débiles o incluso en Estados fallidos. Estos Estados no tienen ni la capacidad política y económica para prevenir las violaciones de los derechos humanos por parte de actores no estatales ni la capacidad militar para detener las campañas violentas contra la población civil que ya han comenzado. Esto se ve reforzado por el carácter a menudo transfronterizo de las nuevas guerras. La falta de cooperación entre Estados vecinos (frágiles) y la frecuente falta de voluntad política dificultan la adopción de medidas coherentes y coordinadas contra los agentes no estatales que se benefician de las redes delictivas transfronterizas y los refugios de retirada. El caso de los talibanes es un ejemplo de este problema. El régimen de la organización terrorista en Afganistán, que existió de 1996 a 2001, fue apoyado por el gobierno pakistaní como parte de su competencia con la India (Zeino, 2019). En 2001, la intervención militar liderada por EE. UU. finalmente condujo a la caída de los talibanes y al establecimiento de un nuevo gobierno en Kabul. Aunque Pakistán retiró oficialmente su apoyo a los talibanes en el curso de la intervención, extraoficialmente sigue prestando ayuda encubierta (Zeino, 2019). Los talibanes se benefician enormemente de esto en su lucha asimétrica contra los EE. UU. y el gobierno afgano. La permeabilidad de las fronteras de Pakistán proporciona a sus dirigentes zonas de retirada de la acción militar estadounidense, y el intenso comercio ilegal a lo largo de la frontera proporciona suministros e ingresos a la organización terrorista. Esto complica los esfuerzos del gobierno afgano (y sus aliados occidentales) para luchar contra los talibanes y las violaciones de los derechos humanos que cometen, y así cumplir con su responsabilidad de proteger. Pero este no es el único problema. Las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en muchas de las nuevas guerras no solo son cometidas por actores no estatales, sino también por los propios Estados. La guerra civil siria es un ejemplo de ello, en la que no solo organizaciones como el Estado Islámico utilizaron la violencia contra la población civil, sino también el gobierno sirio de Bashar al-Ásad. En particular, el uso indiscriminado de gas venenoso por parte de las tropas gubernamentales provocó la indignación y las críticas internacionales. Por consiguiente, en el contexto de las nuevas guerras, el primer pilar del principio de la responsabilidad de proteger está especialmente amenazado, ya que los Estados frágiles en cuyo territorio se libran los conflictos no suelen estar en condiciones de controlar a los agentes no estatales y además son, con frecuencia, también responsables de violaciones sistemáticas de los derechos humanos.
El segundo pilar establece la obligación de la comunidad internacional de apoyar activamente a los Estados en el cumplimiento de su responsabilidad de proteger. Si el propio Estado comete violaciones sistemáticas de los derechos humanos, como el régimen de Assad en Siria, este pilar no desempeña ningún papel. Si un Estado lleva a cabo por sí mismo estrategias de limpieza étnica u otros delitos graves contra su propia población, es poco probable que acepte la ayuda internacional para ponerles fin, o solo los utilizará como tapadera para demostrar oficialmente que no está involucrado en dichos delitos. Sin embargo, la situación es diferente cuando los propios Estados no recurren a la violencia contra la población civil, sino que son incapaces de impedir los ataques de los actores violentos no estatales. Así ocurre, por ejemplo, en la fase actual de la guerra en Afganistán, puesto que el gobierno central afgano en Kabul no posee un control activo sobre muchas partes del territorio del país, que en cambio están controladas por los talibanes. La situación en el Iraq era similar, cuando el Estado Islámico, en el momento de su mayor expansión territorial entre 2014 y 2017, había puesto bajo su control grandes partes del territorio nacional e imponía allí su estricta interpretación de la sharía. En estos casos, el apoyo de la comunidad internacional a los Estados afectados puede ayudar a combatir a los actores violentos no estatales y, de este modo, poner fin a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Para poner fin a los ataques contra la población civil que ya se están produciendo, la comunidad internacional puede, por ejemplo, apoyar la capacidad militar del Estado mediante misiones de capacitación o suministros de armas. Sin embargo, existe el riesgo de que las armas suministradas a las fuerzas armadas del Estado puedan terminar con otras partes en el conflicto, contribuyendo así a la continuación de este. Además, las nuevas guerras son difíciles de terminar usando exclusivamente la fuerza militar. En su lugar, deben abordarse las causas fundamentales de los conflictos. En particular, el establecimiento de un sistema judicial que funcione y la participación de los grupos de la sociedad civil pueden contribuir a prevenir el estallido de violencia. Esto ya ha sido reconocido por el ex Secretario General Ki-Moon. En su informe de 2009 afirma que
[e]l estado de derecho es fundamental para impedir que se cometan crímenes relativos a la responsabilidad de proteger. El sistema de las Naciones Unidas debería incrementar la asistencia que presta en la materia a los Estados Miembros, por medios tales como la colaboración con los países donantes. Los objetivos deben ser asegurar el igual acceso a la justicia y mejorar los servicios judiciales, fiscales, penales y policiales para todos. Esas medidas acrecentarían las posibilidades de que las disputas que surjan dentro de la sociedad se puedan resolver por medios legales y no violentos. Los países donantes podrían incorporar la responsabilidad de proteger y las consideraciones de derechos humanos en los programas de asistencia existentes, según proceda, y, en la medida de lo posible, crear nuevos programas de asistencia en el ámbito de la responsabilidad de proteger (United Nations, 2009, p. 23).
También en el ámbito de la consolidación de la paz se reconoce la importancia del estado de derecho, especialmente en los escenarios de las nuevas guerras. Kaldor (2016) señala que, dado el carácter persistente de las nuevas guerras, acabar con la impunidad es la única manera de lograr una paz sostenible (p. 154). Sin embargo, es importante que los países donantes no solo hagan hincapié en los aspectos formales del estado de derecho, sino que también tengan en cuenta las normas sociales subyacentes, así como los factores culturales y políticos locales (Kaldor, 2016). Además, el apoyo de la comunidad internacional en forma de ayuda humanitaria también puede ayudar a aliviar los peores males humanitarios en las nuevas guerras. Sin embargo, cabe señalar que, como se ha explicado anteriormente, la imposición o el saqueo de los suministros de ayuda humanitaria representa una fuente de ingresos lucrativa para los grupos armados no estatales. Por lo tanto, es necesario desarrollar un concepto coherente para la entrega de ayuda a fin de mantener este efecto lo más bajo posible. En conjunto, el segundo pilar de la responsabilidad de proteger parece adecuado para contribuir a la prevención de la guerra sistemática en el contexto de nuevas guerras. Sin embargo, cabe señalar que el mero apoyo militar y la ayuda humanitaria por sí solos no son suficientes para poner fin a las nuevas guerras. Incluso pueden contribuir a su perpetuación y escalada. Más bien, se necesita un enfoque más holístico del apoyo, con especial atención a la creación y el mantenimiento del estado de derecho. Esto se aplica tanto a la prevención del genocidio, la limpieza étnica y crímenes similares como al establecimiento de una paz sostenible en situaciones posteriores a un conflicto abierto. Ahora bien, si la parte estatal también es responsable de graves violaciones de los derechos humanos, el segundo pilar de la responsabilidad de proteger ya no puede ofrecer una solución.
En esos casos, o cuando un Estado, incluso con el apoyo activo de la comunidad internacional, no puede evitar las violaciones sistemáticas de los derechos humanos por agentes no estatales, la responsabilidad de la protección se transfiere a la propia comunidad internacional. Esto corresponde al tercer pilar de la R2P. En este caso, la comunidad de Estados está (por lo menos moralmente) obligada a tomar medidas proactivas para prevenir o detener el genocidio, la limpieza étnica, los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad. En primer lugar, deben adoptarse medidas coercitivas que caigan por debajo del umbral del uso de la fuerza. En su informe de 2001, la ICISS propuso una serie de medidas, como se ha mencionado anteriormente. Entre ellas se encuentran los embargos de armas, las zonas de exclusión aérea, las sanciones financieras y económicas y la exclusión de los Estados de ciertas organizaciones internacionales. Sin embargo, la eficacia de estas medidas en el contexto de las nuevas guerras parece dudosa. La exclusión de los Estados de las organizaciones internacionales difícilmente aumentará el cumplimiento por parte de los agentes no estatales del derecho internacional humanitario y las normas internacionales de derechos humanos. Su eficacia y proporcionalidad ya se cuestiona en los escenarios clásicos de guerra interestatal debido a su considerable impacto en la población civil (Trenin, 2015). En las nuevas guerras transnacionales, estas medidas centradas en el Estado se pueden aplicar con aún menos precisión, lo que reduce aún más su eficacia y proporcionalidad. Además, las sanciones económicas tienen poca influencia en los agentes violentos no estatales, que se financian principalmente con la economía sumergida mundial, sobre la que las sanciones no tienen efecto. Una excepción podrían ser quizás las sanciones inteligentes, que están dirigidas específicamente a personas concretas y podrían impedir así que los dirigentes de las partes en conflicto transfieran con seguridad al extranjero su riqueza acumulada. Sin embargo, por otra parte, cabe señalar que muchos actores de las nuevas guerras obtienen sus bienes mediante el uso de la violencia contra la población civil. Por lo tanto, dependen del mantenimiento de esta violencia, lo que reduce considerablemente el carácter promotor del cumplimiento de las sanciones inteligentes. Otra medida potencial son los embargos de armas. A primera vista, parecen adecuados para reducir los peligros que representan los agentes no estatales para la población civil, especialmente si se refieren a las armas pequeñas. Porque sin un suministro de armas de fuego, los ANSA no están en condiciones de ejercer su control político basado en la violencia. Sin embargo, la aplicación íntegra de los embargos de armas causa dificultades. Esto puede ilustrarse con el ejemplo de Somalia, cuya situación actual puede considerarse como un caso de las nuevas guerras. Aunque el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ordenó un embargo de armas absoluto ya en 1992 en su Resolución 733, los agentes no estatales, como la milicia al-Shabaab, siguen logrando obtener suficientes armas del exterior (Chinkin y Kaldor, 2017). Por lo tanto, Chinkin y Kaldor (2017) sacan una conclusión negativa sobre la eficacia de los embargos de armas en las nuevas guerras:
Es evidente que el embargo de armas a largo plazo no ha proporcionado seguridad en Somalia, ni mediante su aplicación general ni cuando está dirigido a agentes no estatales. [...] Por una parte, podría argumentarse que las violaciones del embargo de armas son las razones de la continuación de la violencia, mientras que por otra parte podría ser que esos embargos simplemente no son una forma eficaz de regular las armas pequeñas y aumentar la seguridad (p. 318).
Sostienen además que los embargos de armas no pueden resolver el problema de la producción nacional de armas pequeñas y que, a pesar de los embargos, las armas suministradas a los países vecinos suelen llegar a la zona de conflicto a través de las fronteras (Chinkin y Kaldor, 2017). Además, hay muchos Estados que, por razones geopolíticas, suministran armas a zonas de conflicto a pesar de los embargos, lo que socava aún más su eficacia. Por ejemplo, Jordania, Turquía y los Emiratos Árabes Unidos suministran armas de forma rutinaria a las partes en guerra en Libia, a pesar del embargo establecido por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en 2011 (Kaim y Schulz, 2020). Esto permitiría teóricamente al Consejo de Seguridad imponer sanciones contra esos Estados, pero consideraciones políticas hacen que esto sea poco probable. Así, por ejemplo, los Emiratos Árabes Unidos son un importante aliado de los EE. UU. en el Oriente Medio, lo que hace muy improbables la imposición de sanciones por parte de los EE. UU. (Kaim y Schulz, 2020).
En vista de estas limitaciones de las medidas coercitivas por debajo del umbral del uso de la fuerza, se plantea la cuestión de si en el contexto de las nuevas guerras una intervención humanitaria puede ser una solución. Por supuesto, también en las nuevas guerras, el uso de la fuerza por parte de la comunidad internacional para proteger los derechos y las vidas de los seres humanos debe limitarse a casos extremadamente excepcionales. Sin embargo, las masacres de Srebrenica y el reciente genocidio de los yezidi por el Dáesh, que tuvieron lugar en el contexto de nuevas guerras, demuestran que en algunos casos solo la fuerza militar puede poner fin a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos. ¿Pero es el tercer pilar de la responsabilidad de proteger la herramienta adecuada para esto? Chinkin y Kaldor, que analizan esta cuestión en su libro International Law and New Wars, tienen una visión crítica al respecto. Según las dos autoras, existe una contradicción entre el objetivo y la práctica en el concepto de la R2P (Chinkin y Kaldor, 2017). Las intervenciones humanitarias en el marco del principio pondrían en peligro a las personas que realmente deberían proteger y podrían agravar aún más la violencia en la zona del conflicto (Chinkin y Kaldor, 2017). Como ejemplo de ello, citan las intervenciones humanitarias en Libia en 2011 (basada en la R2P) y en Kosovo en 1999 (sin referencia a la R2P), en las que las fuerzas internacionales de intervención se basaron principalmente en ataques aéreos. Aunque en ambos casos las fuerzas de la OTAN adoptaron medidas para reducir las víctimas civiles, no obstante, hubo (inevitablemente) daños colectivos a la población civil. Esto no era compatible con el objetivo humanitario de proteger a la población civil. En palabras de Chinkin y Kaldor (2017),
[e]l objetivo [de las intervenciones humanitarias] no es derrotar al adversario en un conflicto, sino proteger a las personas y detener a los delincuentes responsables de violaciones de los derechos humanos. Tanto en Kosovo como en Libia, la intervención se trató como una guerra en la que era inevitable que hubiera víctimas civiles aunque la fuente interviniente tratara de minimizarlas. Los medios de intervención, los ataques aéreos, no eran compatibles con el objetivo de proteger a los civiles (p. 222).
Además, según las autoras, el concepto de la responsabilidad de proteger no aborda las causas estructurales del genocidio, los crímenes de lesa humanidad y la depuración étnica, sino que acepta su ocurrencia y es reactiva (Chinkin y Kaldor, 2017, p. 214). Habría una renuencia a afrontar las causas estructurales de los brotes de violencia (Chinkin y Kaldor, 2017). Debido a estos déficits, se prefiere un enfoque centrado en la seguridad individual y los derechos humanos, que las autoras denominan seguridad humana de segunda generación (second generation human security). Esto sería más adecuado para afrontar los retos de las nuevas guerras:
A diferencia de la responsabilidad de proteger, que por definición es descendente y, a pesar de su reformulación como responsabilidad, sigue tratándose esencialmente del derecho de los Estados a intervenir, la seguridad humana trata del derecho a ser protegido y se centra en los esfuerzos ascendentes para proporcionar seguridad a las personas y en la forma en que se podría ayudar desde el exterior (Chinkin y Kaldor, 2017, p. 32).
La crítica de Chinkin y Kaldor a la práctica actual de la responsabilidad de proteger está ciertamente justificada. El uso primario de los ataques aéreos es completamente inadecuado para los objetivos de la R2P. Los países occidentales, en particular, recurren a esta estrategia, ya que evita sus propias pérdidas. Esto es indispensable en las sociedades post-heroicas para mantener el apoyo público a la intervención, puesto que ya no están dispuestas a aceptar un número elevado de sus propias pérdidas (Münkler, 2017). Esto lleva a una evaluación diferente de la vida humana: la vida del soldado propio cuenta mucho más que la vida de uno o más civiles en el área de intervención. Esto socava la confianza y el apoyo de la población civil en las fuerzas de intervención humanitaria. Sin embargo, esto es precisamente de lo que se trata. Porque el objetivo en las nuevas guerras no puede ser derrotar a una potencia enemiga, sino proteger a los civiles, detener a los criminales responsables de violaciones de los derechos humanos y reconstruir la sociedad aplicando la justicia (Chinkin y Kaldor, 2017). Esto solo es posible con la confianza y el apoyo de la población civil. Los ataques aéreos pueden ser adecuados para apoyar una victoria militar, como lo hicieron en Libia, pero no pueden ganarse a la población civil. Es imposible ganarse de esta manera los corazones y las mentes de las personas en el área de intervención (Münkler, 2017). Para empeorar las cosas, los ataques aéreos tampoco pueden abordar las causas fundamentales de la violencia en las nuevas guerras, por lo que no contribuyen a la pacificación a largo plazo de las situaciones de las nuevas guerras. Según Bellamy y Luck (2018),
como proposición general, parecería difícil proteger a las poblaciones desde el aire durante un período de tiempo. A menos que los ataques aéreos vayan seguidos de algún tipo de presencia militar o policial sobre el terreno, así como de esfuerzos más amplios de reconciliación social y política, reforma del sector de la seguridad y respeto de los derechos humanos y los valores democráticos, su valor parecería, en el mejor de los casos, temporal y transitorio. En Libia, la falta de un esfuerzo suficientemente sostenido e intensivo para ayudar a crear instituciones de gobierno a largo plazo y estabilidad social puede haber socavado los resultados de la campaña de bombardeo. Estos también no pueden ser creados desde el aire (p. 110).
Sin embargo, son precisamente estos enfoques integrales los que se han descuidado en anteriores intervenciones humanitarias, especialmente las realizadas en el marco de la responsabilidad de proteger. Por lo tanto, Chinkin y Kaldor tienen razón cuando señalan la renuencia de la comunidad internacional a abordar las causas socioeconómicas de las nuevas guerras. Existe una necesidad urgente de replantearse la forma en que deben llevarse a cabo las intervenciones humanitarias en el marco de la responsabilidad de proteger. No obstante, esto no significa que la figura de la R2P sea obsoleta o que no sea adecuada para hacer frente a los desafíos de las nuevas guerras. Contrariamente a como lo señalan Chinkin y Kaldor, la responsabilidad de proteger y la seguridad humana de segunda generación no son dos modelos de seguridad diferentes que se excluyan mutuamente. Más bien, la responsabilidad de proteger debe ser vista como la herramienta para implementar la seguridad humana. Mientras que la primera proporciona la legitimidad política y jurídica de una intervención humanitaria, la segunda define las reglas de enfrentamiento y el objetivo de la intervención. Esto podría asegurar que el foco de atención se centre efectivamente en la protección de la población civil y no en la victoria militar sobre un enemigo (lo que no es realmente evidente en la confusión de los actores no estatales en las nuevas guerras). La tarea de las fuerzas de seguridad legítimas es proteger a las personas, garantizar la seguridad pública para que se pueda poner en marcha un proceso político y apoyar el estado de derecho (Kaldor, 2012, p. 183). Esto requeriría un cambio fundamental en el enfoque de las intervenciones humanitarias. Las nuevas guerras ya no deben considerarse como guerras en el sentido clásico, sino como empresas criminales en las que agentes estatales y no estatales cometen violaciones sistemáticas de los derechos humanos contra la población civil. En las nuevas guerras, todos los bandos violan el derecho internacional humanitario y los derechos humanos (Kaldor, 2012). Por consiguiente, una intervención internacional debe tener un carácter policial y no militar. Esto no significa que no deban desplegarse soldados. Serán necesarios para combatir las fuerzas no estatales (y estatales) más fuertes y así detener los ataques contra la población civil. Sin embargo, la primacía de los derechos humanos debe garantizarse en todo momento durante su despliegue (Chinkin y Kaldor, 2017). Esto significa que el uso de la fuerza podría ser necesario,
pero bajo reglas de combate mucho más estrictas, que tienen por objeto reducir al mínimo toda pérdida de vidas, con un enfoque defensivo en las personas sobre el terreno e implicando, cuando sea posible, la detención en lugar de la muerte de los responsables de las violaciones de los derechos humanos, así como una mayor rendición de cuentas (Chinkin y Kaldor, 2017, p. 539).
Para que esto sea posible, los contingentes de intervención deben disponer de capacidades civiles y militares, estar bajo gestión civil y cooperar con los agentes de la sociedad civil local (Chinkin y Kaldor, 2017). Los medios pueden ser el establecimiento de zonas seguras, corredores humanitarios o zonas de exclusión aérea, combinados con apoyo político y económico destinado a ayudar a la construcción de una autoridad política legítima y una actividad económica legítima a nivel local (Chinkin y Kaldor, 2017, pp. 539-540). Por lo tanto, requiere un enfoque holístico que combine medidas militares y policiales con acciones de reconstrucción política y económica. La creación de una economía legítima estable y el restablecimiento del estado de derecho deben desempeñar un papel fundamental en este proceso. La primera es esencial para combatir la economía sumergida global de las nuevas guerras. Mientras la inestabilidad económica y el alto desempleo hagan que la participación en ella no tenga alternativa viable, la dinámica de la economía de las nuevas guerras hará imposible una paz sostenible. Es preciso procurar que las medidas de desarrollo económico, como las privatizaciones, no beneficien directamente a las antiguas facciones beligerantes y consoliden su posición de poder una vez finalizados los combates. Bosnia puede servir como un ejemplo de advertencia aquí. Después del final de la guerra, el plan de reconstrucción condujo a una serie de privatizaciones de empresas estatales, que estaban bajo el control político de las élites étnicas que habían impulsado la guerra (Kaldor, 2016). Sin embargo, la privatización llevó a que las corporaciones quedaran bajo el control de empresas privadas cercanas a las élites étnicas (Kaldor, 2016). Esta "privatización étnica" consolidó el poder de las antiguas élites en el orden de la posguerra y les permitió continuar con sus redes depredadoras (Kaldor, 2016). Por lo tanto, es esencial que la dinámica de la economía sumergida de las nuevas guerras se tenga en cuenta en las medidas de reconstrucción económica. Asimismo, es importante asegurar que la presencia internacional no socave las medidas de reforma económica. Si los abogados, profesores y médicos locales ganan más cuando trabajan como conductores o traductores para las fuerzas internacionales sobre el terreno, esto paraliza la reconstrucción económica e impide que el Estado se independice (Kaldor, 2016). Por otra parte, el (re)establecimiento del estado de derecho debe desempeñar un papel central en la fase de posguerra. El estado de derecho es tal vez la institución más fundamental del Estado, ya que la estabilidad política, los derechos humanos y la prosperidad económica se basan en él (Bellamy y Luck, 2018, p. 118). Si el estado de derecho es débil, el aparato de autoridad estatal puede ser capturado por intereses sectoriales y utilizado para promover los objetivos de un grupo, erosionando la legitimidad del estado y sembrando las semillas de futuros conflictos (Bellamy y Luck, 2018, p. 123). Sin ese estado de derecho y una sociedad civil fuerte, es posible en cualquier momento un nuevo estallido de violencia y es difícil lograr una paz duradera. La reconstrucción de una sociedad civil estable que pueda superar las divisiones identitarias provocadas por la guerra solo es posible si se lleva ante la justicia a los perpetradores de todos los bandos y se pone fin a la cultura de impunidad que prevalece en el contexto de las nuevas guerras. La paz y la justicia van de la mano. Para ello es esencial que exista un estado de derecho independiente y mecanismos de enjuiciamiento nacionales e internacionales. La comunidad internacional no solo debe establecer tribunales internacionales para enjuiciar a los criminales de guerra de alto nivel, sino que también debe invertir en misiones de creación de capacidades y de formación para los tribunales locales y nacionales. Además, es importante adoptar medidas adicionales para garantizar la igualdad de acceso al sistema de justicia, como la prestación de apoyo jurídico o la reducción de los obstáculos financieros para acceder a la ley (Bellamy y Luck, 2018). La reforma del sector de la seguridad también es fundamental. Este sector suele ser un refugio para las partes beligerantes, por lo que su reforma es imprescindible para liberar a los servicios de seguridad de la influencia de los intereses sectarios. En este sentido, es esencial asegurar un control civil transparente y responsable de las fuerzas de seguridad, garantizar su profesionalización y eliminar la corrupción dentro de las fuerzas (Bellamy y Luck, 2018). Por último, la (re)construcción de las instituciones democráticas y la celebración de elecciones es también un paso clave en la fase post bélica. Sin embargo, también aquí hay que tener en cuenta las características especiales de las nuevas guerras. Porque hay que asegurarse de que las elecciones no conduzcan a la consolidación de los objetivos identitarios alcanzados durante la guerra. Citando a Kaldor (2016):
Así, cuando los acuerdos de paz o los arreglos políticos confirman los resultados de este tipo de violencia, las elecciones no expresan la voz del pueblo, sino que sirven para afianzar el statu quo. “Legitiman” las relaciones de poder establecidas durante la guerra y reconocidas en los acuerdos políticos, en lugar de crear una base para un gobierno inclusivo que pueda, por ejemplo, mejorar la provisión de bienes públicos según lo demande la población. En otras palabras, permiten a las partes beligerantes mantener sus posiciones y, si es necesario, utilizar la violencia para conservar la composición política de sus electores, lo que constituye un obstáculo a largo plazo para la consolidación de la paz (p. 152).
Esto es exactamente lo que pasó en Bosnia. Las leyes electorales del Acuerdo de Paz de Dayton con sus límites de circunscripción y cuotas étnicas consolidan el poder político de los partidos nacionalistas étnicos y, por consiguiente, perpetúan la composición social y étnica lograda mediante las estrategias de limpieza étnica (Kaldor, 2016).
La responsabilidad de proteger es, por lo tanto, capaz de hacer frente a los desafíos de las nuevas guerras. Establece la responsabilidad del Estado y, subsidiariamente, de la comunidad internacional de prevenir o poner fin a las graves y sistemáticas violaciones de los derechos humanos cometidas por todos los actores en las nuevas guerras. Así pues, proporciona una base jurídica y política de legitimidad para que la comunidad internacional adopte medidas en todo el mundo contra el genocidio, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, se necesita una reforma fundamental de la forma en que se ejerce la R2P. En el contexto de las nuevas guerras, como proponen Chinkin y Kaldor, es necesario apartar el foco de atención a los Estados y colocar la seguridad humana en el centro de las acciones de la comunidad internacional. Los ataques aéreos no serán suficientes, de hecho, son totalmente inadecuados para este propósito. Lo que se necesita es un enfoque holístico que se asemeje más a una operación policial y que vaya acompañado de reformas fundamentales en las esferas política, económica y judicial. Esto requerirá un compromiso considerable y prolongado por parte de la comunidad internacional y Estados individuales. Debido a la actual situación geopolítica y a la creciente retirada de los Estados Unidos de su papel de "policía mundial", parece un momento difícil para encontrar suficiente apoyo para misiones tan amplias. Sin embargo, solo tales misiones son capaces de poner fin a las nuevas guerras a largo plazo. Las intervenciones en Bosnia, Afganistán y Libia muestran que las intervenciones a corto plazo y puramente militares no son adecuadas para este fin y a menudo aumentan la inestabilidad y la escalada de la violencia en la zona de conflicto. La responsabilidad de proteger no solo impone a la comunidad internacional la responsabilidad de prevenir atrocidades masivas, sino que también complementa esta responsabilidad de reaccionar con la responsabilidad de reconstruir. Es precisamente este segundo pilar central del concepto el que se ha descuidado en el contexto de las nuevas guerras, lo que ha llevado a resultados catastróficos. Para que la responsabilidad de proteger sirva como un instrumento eficaz para hacer frente a los desafíos de los conflictos del siglo XXI, es precisamente este pilar el que debe redescubrirse y situarse en el centro de la atención de la comunidad internacional.
4. EL CASO DE YEMEN
A continuación, ejemplificaremos los conocimientos adquiridos en los capítulos anteriores con referencia al conflicto actual en Yemen.
4.1 La situación en Yemen
Yemen es un Estado situado al sur de la Península Arábiga, que limita con Arabia Saudita, Omán, el Golfo de Adén y el Mar Arábigo. El Estado actual, con unos 30 millones de habitantes, fue creado en 1990 por la unificación de la República Árabe de Yemen (también llamada Yemen del Norte) y la República Democrática Popular de Yemen (también llamada Yemen del Sur). La unificación fue precedida por varios conflictos políticos y varios incidentes fronterizos. Pero incluso después de la unificación, el 22 de mayo de 1990, la situación política no se calmó. La primera guerra civil yemení terminó con la derrota de las fuerzas separatistas y frenó considerablemente el proceso de desestructuración del país. El gobierno del presidente de larga data Ali Abdallah Saleh reprimió duramente a los separatistas: Saleh despidió a miles de funcionarios militares y administrativos de Yemen del Sur, se entregaron importantes tierras a las élites de Yemen del Norte y se negó la historia independente de Yemen del Sur antes de 1990 (Heinze, 2020). Esta sistemática marginación económica, política y cultural provocó un resentimiento considerable entre la población de Yemen del Sur, que se convirtió en el combustible del conflicto político continuado (Heinze, 2020). Desde el decenio de 1990, las actividades terroristas en Yemen también han aumentado. En particular, la organización terrorista islamista Al Qaeda, o más preciso su rama regional Al Qaeda en la Península Arábiga (AQAP, por sus siglas en ingles), ha podido establecer una amplia red en el país. Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de Saleh empezó tomar medidas militares contra AQAP, con el apoyo de los EE. UU. Este conflicto militar fue superpuesto por el levantamiento huzíe en 2004. Los huzíes, un movimiento político-militar perteneciente a los zaiditas, un grupo chiíta, se formaron para resistir la marginación política y cultural-religiosa de los zaiditas por el gobierno yemení (Heinze, 2020). En particular en la provincia de Sa'da (en la parte septentrional de Yemen), entre 2004 y 2010, hubo enfrentamientos militares graves de forma recurrente entre las tropas del gobierno y el movimiento chiíta (Heinze, 2020). Al mismo tiempo, desde 2007, el movimiento independentista en el sur volvió a cobrar fuerza, lo que llevó a una revuelta abierta en 2009. Aunque inicialmente se mantuvo por debajo del umbral de la guerra civil, los ataques y enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad yemeníes y los partidarios de los separatistas se produjeron con mayor frecuencia. En el curso de la llamada Primavera Árabe, en 2011, también hubo manifestaciones en todo el país, que condujeron a la dimisión del presidente Saleh. Sin embargo, no se produjo una democratización genuina. El nuevo presidente Mansur Hadi no logró estabilizar la situación y perdió el control sobre partes de las fuerzas armadas, que han estado operando por su cuenta como señores de la guerra desde 2013. Esto llevó paso a paso a una escalada de violencia, que resultó en una nueva guerra civil. En 2014, las milicias huzíe se aliaron con el expresidente Saleh y en septiembre lograron conquistar la capital Sanaa (Heinze, 2020). Hasta febrero de 2015, las milicias lograron avanzar desde sus bastiones en el norte y capturar grandes partes del centro y el sur (Coppi, 2018). Entretanto, la mayor parte del país está bajo el control de los huzíes. El grupo insurgente recibe un importante apoyo logístico y militar de Irán y fue combatido inicialmente por el gobierno yemení reconocido internacionalmente y por el Consejo de Transición del Sur, una organización separatista de Yemen del Sur. Sin embargo, ocasionalmente se produjeron enfrentamientos armados entre los grupos oficialmente aliados. A principios de 2015, el gobierno se retiró al exilio en Arabia Saudita, que se encontraba entre sus partidarios (Heinze, 2020). Finalmente, con el fin de apoyar al gobierno de Hadi, una coalición internacional liderada por Arabia Saudita intervino militarmente el 25 de marzo. Esta intervención fue posteriormente legitimada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con la Resolución 2216. El Consejo de Transición del Sur, a su vez, cuenta con el apoyo de los Emiratos Árabes Unidos (Heinze, 2020). Por consiguiente, la fase actual del conflicto en el Yemen puede considerarse como una guerra indirecta entre las potencias regionales del Oriente Medio. Esto complica el conflicto y hace difícil encontrar una solución pacífica. En lugar de un solo conflicto, se trata más bien de una serie de conflictos interrelacionados con frentes intrincados y móviles (Coppi, 2018, p. 2). Además de las fuerzas armadas del gobierno hadi, los huzíes, las milicias del Consejo de Transición del Sur y las fuerzas de intervención internacionales, las organizaciones islamistas (especialmente AQAP y el Estado Islámico) y un gran número de caudillos tribales locales también están tratando de imponer sus intereses particulares en Yemen. Además, en abril de 2020, el Consejo de Transición del Sur se negó a permitir que el gobierno de Hadi regresara a Adén y declaró el autogobierno del Sur, amenazando con romper la alianza original (Heinze, 2020).
La situación actual en Yemen es dramática: La intervención internacional ha provocado la intensificación de la violencia en Yemen y un deterioro duradero de la situación humanitaria en el país. En 2018, un grupo de expertos con mandato del Consejo de Seguridad determinó que la coalición internacional (especialmente Arabia Saudita) está infringiendo gravemente el derecho internacional humanitario y el derecho internacional de los derechos humanos (United Nations, 2018a). Según el informe, las otras partes tampoco están tomando ninguna precaución para evitar los daños colaterales civiles, e incluso convierten deliberadamente a la población civil en un blanco de la violencia (United Nations, 2018a). Además, los combates continuados han exacerbado en gran medida la pobreza endémica y el problemático estado de derecho (Coppi, 2018). Más de dos tercios de la población (aproximadamente 20 millones de personas) dependen de la ayuda humanitaria y más de 7 millones de personas se enfrentan a una grave inseguridad alimentaria (Coppi, 2018). El número de refugiados también se ha disparado a niveles récord: a finales de 2019, 3,6 millones de personas estaban desplazadas internamente y 267.000 personas habían huido de Yemen (United Nations High Commissioner for Refugees, 2020). No en vano, en una declaración ante el Consejo de Seguridad, el Secretario General Adjunto de Asuntos Humanitarios y Coordinador del Socorro de Emergencia de la ONU, Stephen O'Brien, describió el conflicto actual como la mayor crisis humanitaria del mundo (United Nations Office for the Coordination of Humanitarian Affairs, 2017). La pandemia mundial de COVID-19 que estalló en la primavera de 2020 está empeorando aún más la situación humanitaria, ya que no existe un sistema de atención de la salud operativo y la ayuda internacional está disminuyendo.
4.2 Clasificación como nueva guerra
El conflicto en Yemen, a pesar de su singularidad, muestra muchas características de las nuevas guerras. Esto comienza con el escenario de la guerra. Yemen, como Afganistán o Siria, se encuentra en una de las franjas de los antiguos imperios europeos donde suelen tener lugar las nuevas guerras (Münkler, 2018). Además, el Estado, cuya parte meridional no se independizó del Reino Unido hasta 1963 y que solo existe en su forma actual desde 1990, se caracteriza por una inestabilidad crónica. Su condición de Estado, el imperio de la ley y la administración siempre han sido débiles y dependientes de las estructuras tribales. A esto se suman los conflictos étnicos, religiosos y tribales que conforman el paisaje político de Yemen, lo que hace que el Estado sea particularmente vulnerable a los motivos identitarios de las nuevas guerras. Los enfrentamientos superpuestos que han estado ardiendo y estallando repetidamente desde la unificación en 1990 han contribuido de manera significativa al deterioro de la estabilidad política de Yemen. El Grupo de Expertos sobre el Yemen declara:
Después de casi tres años de conflicto, el Yemen como Estado prácticamente ha dejado de existir. En lugar de un Estado único hay pequeños estados beligerantes, y ninguna de las partes cuenta con el apoyo político o la fuerza militar suficientes como para reunificar el país o lograr la victoria en el campo de batalla (United Nations, 2018a, p. 2).
El Estado yemení ha perdido el monopolio del uso de la fuerza. Se ha degradado a una facción más (y ni siquiera la más poderosa) en el conflicto armado sobre el futuro político del país. Las redes de actores no estatales compiten con ello por la supremacía. Dependiendo de la situación y de los intereses específicos, los actores cooperan entre sí o se pelean entre sí. La alianza de los huzíes con el expresidente Saleh es un ejemplo claro de esto: aunque ambas facciones eran enemigas en el momento de la presidencia de Saleh, se aliaron entre sí en 2014, ya que su enemigo común era el nuevo gobierno Hadi. Sin embargo, en agosto y noviembre de 2017 se produjeron enfrentamientos armados entre los partidarios de Saleh y las fuerzas huzíe. A continuación, Saleh se puso en contacto con Arabia Saudita para cambiar sus lealtades, lo que llevó a los huzíes a ejecutar al expresidente y sus partidarios en diciembre de 2017 (United Nations, 2018a). Además de los tres actores principales (el gobierno Hadi, los huzíes y el Consejo de Transición del Sur), en el país operan un gran número de tribus y milicias más pequeñas, dirigidas por antiguos oficiales del ejército. Estos cacicazgos
son micro-poderes geográficamente adyacentes pero desconectados, a menudo compitiendo entre sí, que han evolucionado a partir de estructuras militares híbridas y reflejan los equilibrios de poder locales que prevalecen en los respectivos territorios. Las milicias de Yemen desarrollan redes socioeconómicas informales que están conectadas a los "Estados" yemeníes competidores: esto distingue a las "milicias" de las zonas gobernadas por los señores de la guerra que, por el contrario, no aspiran a crear un marco institucional y muestran "una actitud neopatrimonialista" (Ardemagni, 2020, p. 4).
Además de las fuerzas del gobierno de Hadi y de la multitud de agentes no estatales, la crisis de Yemen se caracteriza también por la presencia de un gran número de fuerzas internacionales. Entre ellas figuran, en primer lugar, las fuerzas armadas de la coalición internacional, encabezadas por Arabia Saudita y apoyadas por los Estados Unidos. La coalición recurre principalmente a sus fuerzas aéreas e intenta apoyar a las fuerzas Hadi mediante bombardeos selectivos. Pero también están activos en el suelo. Aunque apenas despliegan tropas propias, mantienen y controlan varias milicias yemeníes. Los Emiratos Árabes Unidos, por ejemplo, entrenan, equipan y pagan a las denominadas Fuerzas del Cinturón de Seguridad, que dependen oficialmente del Ministerio del Interior del Yemen, pero que en realidad operan fuera del control del gobierno yemení (United Nations, 2018a). Finalmente, también se encuentra en Yemen un gran número de combatientes extranjeros que luchan por organizaciones islamistas como Daesh o AQAP. Por consiguiente, en la fase actual de la crisis del Yemen estamos experimentando una superposición de características de los conflictos armados no internacionales e internacionales, lo que plantea un importante desafío al derecho internacional (especialmente al derecho internacional humanitario y a las normas de derechos humanos). Los actores que operan en la zona de conflicto compiten entre sí por la supremacía y la autoridad, forjando y rompiendo alianzas según sea necesario. Estas redes de autoridades gubernamentales, no gubernamentales e híbridas son típicas de las nuevas guerras en las que la debilidad del Estado crea un vacío de poder que espera ser llenado.
La base económica de la crisis de Yemen también corresponde a la economía de guerra de las nuevas guerras. Incluso antes de que comenzara la actual fase de conflicto, el país era uno de los más pobres del mundo (Coppi, 2018). Como afirma Cordesman (2017), Yemen nunca ha tenido una verdadera unidad nacional, un gobierno efectivo o una economía eficaz (p. 4). La economía se mantuvo en marcha solo gracias a las limitadas exportaciones de petróleo, los pagos masivos de remesas de los yemeníes que habían abandonado el país y la ayuda extranjera (Cordesman, 2017). Sin embargo, el estallido de los conflictos actuales ha llevado al colapso definitivo de este frágil sistema. Ya no existe un sistema económico estatal centralizado operativo. Aunque una gran parte de los campos petrolíferos se encuentran en zonas controladas por las fuerzas gubernamentales, los oleoductos necesarios para el transporte no están en funcionamiento (Ardemagni, 2020). Además, las instalaciones portuarias más importantes han sido destruidas en gran medida por los combates, especialmente por los bombardeos de la coalición internacional. Esto tiene un efecto devastador en Yemen. La evaluación del grupo de expertos es espantosa:
El sistema financiero del Yemen se ha desmoronado. Hay dos bancos centrales que compiten, uno en el norte, bajo el control de los huzíes, y otro en el sur, controlado por el Gobierno. Ninguno de ellos funciona a plena capacidad. El Gobierno no está en condiciones de obtener ingresos de manera efectiva, mientras que los huzíes recaudan impuestos, extorsionan a las empresas y confiscan activos en aras del esfuerzo bélico. El Yemen tiene un problema de liquidez. A menudo, los sueldos quedan sin pagar en todo el país, lo que significa que las medicinas, el combustible y los alimentos, cuando los hay, suelen tener precios prohibitivos (United Nations, 2018a, p. 3).
Esto tiene repercusiones graves en la población civil. Como ya se ha mencionado, más de 20 millones de personas dependen de la ayuda externa. Apenas hay oportunidades de empleo regular y el desempleo (especialmente entre los jóvenes) es alto. Esto se ve exacerbado por el estado desolado del sistema de salud:
El sistema de salud carece crónicamente de equipos y suministros médicos. Incluso cuando se dispone o se dispondría de suministros, las partes en el conflicto suelen obstruir su paso y entrega a todos los niveles, y en algunos casos también tratan de desviarlos a sus zonas de influencia. Algunas organizaciones humanitarias están invirtiendo en la creación de capacidad, pero la respuesta de emergencia al abrumador nivel de necesidad está absorbiendo la mayoría de los recursos disponibles y fondos. Como resultado, 14,8 millones de personas no tienen acceso a la atención médica básica (Coppi, 2018, p. 8).
El colapso del sistema económico y de los servicios estatales lleva a que surjan nuevos especuladores y que el mercado negro amenace con eclipsar las transacciones oficiales (United Nations, 2018a, p. 3). De hecho, Yemen está bien integrado en las corrientes ilícitas de la economía sumergida global. Su ubicación estratégica en el Golfo de Adén y el Mar Rojo lo convierte en un importante país de tránsito para un gran número de rutas internacionales de contrabando. Estas rutas son controladas directamente o "gravadas" por los insurgentes o sus aliados del crimen organizado (Nellemann et al., 2018). De esta manera, hacen una contribución fundamental a la continuación de los combates. Además, el comercio ilegal de antigüedades robadas de los sitios del patrimonio cultural en la zona del conflicto también está desempeñando un papel cada vez más significativo (Meskell, 2018). La ayuda financiera y material procedente del extranjero también desempeña un papel esencial. Por una parte, un gran número de yemeníes exiliados siguen remitiendo cantidades considerables de dinero a Yemen, lo que a menudo beneficia a las distintas partes en conflicto. Por otra parte, las milicias también se benefician de la ayuda humanitaria que traen al país las organizaciones internacionales y las ONG. Los diversos actores conceden a las organizaciones acceso a las zonas controladas solo si ceden parte de las entregas de ayuda a ellos. Esto complica aún más la precaria situación humanitaria. Además, muchos de los actores no estatales asumen funciones casi-estatales y cobran "impuestos" a cambio de servicios públicos. El grupo de expertos observa que
la alianza entre los huzíes y los partidarios de Saleh, y otras milicias siguieron recaudando ingresos “estatales” en sus respectivas zonas, prestando a cambio únicamente servicios públicos limitados. Sus acciones han socavado los cimientos de la economía formal y han creado un problema de liquidez, aumentando así la probabilidad de un colapso del sistema bancario y financiero yemení. Las condiciones actuales son propicias para el blanqueo de dinero, un obstáculo más para una transición política pacífica y la recuperación. La persistencia del conflicto ha permitido la aparición en el Yemen de nuevos especuladores que se benefician de la guerra, que están sustituyendo gradualmente a las comunidades empresariales tradicionales de Saná y Taiz (United Nations, 2018a, p. 39).
Para preservar estas fuentes de ingresos, es indispensable el uso continuo de la fuerza o la amenaza de uso de esta. Esto lleva a que se desdibujen los límites entre el uso de la fuerza y la vida laboral, lo cual es típico de las nuevas guerras. Como las partes en el conflicto tienen, pues, un interés financiero en continuar la lucha, el conflicto se perpetúa y se dificulta considerablemente el establecimiento de una paz sostenible.
Asimismo, los métodos de guerra de los diversos actores de la crisis de Yemen también sustentan la clasificación como parte de las nuevas guerras. Como señala el grupo de expertos, todas las partes en el conflicto son responsables de violaciones regulares y graves del derecho internacional humanitario y de las normas internacionales de derechos humanos (United Nations, 2018a). Estas se dirigen en particular contra la población civil yemení. Así, entre marzo de 2015 y junio de 2018, se cometieron al menos 16.700 bajas civiles durante los combates, aunque se puede suponer que el número real es mucho mayor (United Nations, 2018b). Por un lado, el uso indiscriminado de armas contra no combatientes y objetos civiles en el curso de los combates tiene lugar con una regularidad aterradora. Por ejemplo, las milicias huzíes utilizan regularmente municiones explosivas en zonas densamente pobladas. Solo en 2017, el grupo de expertos pudo vincular diez casos de este tipo, con varias víctimas civiles, al grupo insurgente (United Nations, 2018a). Los ataques aéreos de la coalición internacional tienen un impacto particularmente significativo. El Informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2018b) afirma que
los ataques aéreos de la coalición han causado la mayor parte de las bajas civiles documentadas. En los últimos tres años, dichos ataques aéreos han alcanzado zonas residenciales, mercados, funerales, bodas, centros de detención, embarcaciones civiles y incluso centros médicos. […] (p. 6).
En muchos casos, no había objetivos militares importantes en las cercanías de los ataques aéreos, por lo que existe una gran preocupación de que los objetos civiles hayan sido elegidos deliberadamente como objetivos de los ataques (United Nations, 2018b). También hay indicios de que Arabia Saudita está destruyendo deliberada y sistemáticamente sitios del patrimonio cultural con los ataques aéreos (Meskell, 2018). Asimismo, las fuerzas huzíes emplean la artillería de manera indiscriminada en los combates por la ciudad sureña de Taiz, lo que a su vez se traduce en un número considerable de víctimas civiles (United Nations, 2018b). Por otra parte, todas las partes en el conflicto utilizan sistemáticamente otros sistemas de armas indiscriminadas, como las municiones de racimo y las minas (Coppi, 2018). Estas armas, que están proscritos por una gran parte de la comunidad internacional, provocan un aumento considerable de las muertes y mutilaciones de civiles en los combates. Pero también fuera de los combates directos se producen regularmente graves violaciones de los derechos humanos:
Las investigaciones del Grupo de Expertos confirman la existencia de detenciones arbitrarias generalizadas en todo el país, así como de malos tratos y torturas en algunos centros. En la mayoría de los casos, no se informó a los detenidos de los motivos de su detención, no se presentaron cargos en su contra, se les negó el acceso a abogados o a tribunales y permanecieron recluidos en régimen de incomunicación durante períodos prolongados o indefinidos. Algunos permanecen en paradero desconocido. Las partes en conflicto están utilizando centros de detención no declarados en un aparente y, de ser confirmado, ilegal, intento de sustraer a los detenidos del amparo de la ley. […] Durante la reclusión, en el curso de los interrogatorios y mientras permanecían con los ojos vendados y/o esposados, los detenidos fueron golpeados, sometidos a descargas eléctricas, suspendidos boca abajo, sumergidos, amenazados con violencia hacia sus familias y recluidos en régimen de aislamiento durante períodos prolongados, en contravención de la prohibición absoluta de la tortura u otros tratos crueles o inhumanos (United Nations, 2018b, p. 11).
Además de estos delitos, los niveles de violencia sexual contra las mujeres y los niños también han aumentado considerablemente desde 2014 (United Nations, 2018b). Otro rasgo típico de las nuevas guerras, que se puede observar en la crisis de Yemen, es el frecuente reclutamiento de niños soldados. Se estima que más de un tercio de todos los combatientes son menores de 16 años (Coppi, 2018). Finalmente, la discriminación y la violencia contra las minorías étnicas y religiosas también se producen con regularidad. Coppi (2018) señala que
en abril de 2017 Amnistía Internacional también denunció la persecución por motivos religiosos de los miembros de la comunidad bahaí en Sana'a por parte de las fuerzas de Houthi-Saleh. Otras minorías como los ismaelitas y los judíos yemeníes también corren un alto riesgo de violencia y discriminación. Migrantes y refugiados del Cuerno de África y 3 millones de los desplazados internos, casi la mitad de los cuales son niños, también son particularmente vulnerables, ya que muchos de ellos dependen de la asistencia humanitaria y los suministros que llegan por puerto o aire (p. 7).
Así pues, la población civil es una de las principales víctimas de la violencia en el conflicto de Yemen. Aunque esta violencia no ha alcanzado (todavía) el nivel de limpieza étnica o genocidio, todas las partes en el conflicto la están utilizando como arma de guerra para infundir miedo a la población y promover así sus propios objetivos estratégicos y políticos.
Si observamos las causas fundamentales del conflicto y los objetivos de los actores, lo primero que nos viene a la mente son los objetivos geopolíticos. La crisis de Yemen se ha convertido en una guerra indirecta entre las potencias regionales del Oriente Medio, sobre todo Arabia Saudita e Irán. Sin embargo, esta es solo una de las dimensiones del conflicto. La guerra en Yemen cuenta también con un importante componente identitario. El panorama social y político de Yemen siempre se ha caracterizado por las tensiones de identidad, que se intensificaron en particular con la unificación en 1990 y las secuelas de la guerra civil en 1994 (Nasser, 2015). En todo Yemen, las políticas de identidad están dando forma a la forma en que la gente se trata entre sí (Alasrar, 2018). Especialmente en el sur de Yemen, según el periodista yemení Nasser (2015), había un sentimiento (...), especialmente entre la gente "destribalizada", que sentía que debía (re)definirse como tribus para ser tomada en serio por el nuevo sistema de gobierno en el norte. La fase actual de la guerra civil conduce a una reorientación de las identidades, que es análoga a la reconfiguración del poder (Nasser, 2015). Nasser (2015) señala:
A medida que la gente se empuja a un nuevo grupo de identidad formalizada, viendo lo que está en riesgo para ellos en la violencia, encuentran difícil identificarse con otros que solían ser de grupos afines. […]. Cuanto más tiempo dure la guerra, mayor es la polarización.
Perthegella también hace hincapié en la creciente importancia de los objetivos identitarios. Señala que el conflicto yemení tiene mucho más que ver con una lucha interna por el poder que con rivalidades sectarias supuestamente arcaicas, pero que, especialmente desde la intervención internacional en 2015, el conflicto ha experimentado una dinámica de "sectarización" o politización de las identidades religiosas (Perthegella, 2018). En el curso de este proceso, los huzíes en particular han sido retratados cada vez más como un grupo religioso que busca imponer su interpretación del chiísmo (Perthegella, 2018). Sin embargo, esta no fue la motivación original de los insurgentes. La autora afirma que
la propagación del caos y el colapso gradual del Estado que llevó a la expansión de los grupos yihadistas - el más importante de los cuales es al-Qaeda en la Península Arábiga (AQAP) y el Estado Islámico - despertó el odio sectario en un país en el que hasta hace unos años sunitas y chiítas solían rezar en las mismas mezquitas. Desde 2015, AQAP se ha embarcado en un intento de "refundir los temores históricos de los sureños de una toma de poder por parte de los norteños como una batalla sectaria de sunitas contra chiítas", profundizando así la brecha sectaria (Perthegella, 2018).
Perthegella resuma:
[E]s profundamente erróneo caracterizar el conflicto de Yemen como el resultado de un odio secular entre suníes y chiítas; es igualmente erróneo describirlo solo como parte de la guerra de poder entre Arabia Saudita e Irán. Al mismo tiempo, es ingenuo descuidar la importancia de la ideología - en este caso la religión - en un conflicto tan complicado. En la búsqueda de posibles soluciones a la crisis, es urgente encontrar medios para "desactivar" el odio sectario. De lo contrario, se corre el riesgo de una polarización aún más profunda de la sociedad, lo que conduce a una proliferación aún mayor de grupos violentos, ya que - como nos ha demostrado la experiencia iraquí - las semillas del odio étnico y sectario, una vez plantadas, son difíciles de erradicar (Perthegella, 2018).
Esta constelación es una característica central de las nuevas guerras. Las identidades diferentes rara vez son la (única) razón del estallido de violencia. Más bien, solo a través de la guerra y las atrocidades cometidas en ella se crean identidades sectarias y unidimensionales que conducen a la polarización de la sociedad. Es la violencia, la que impone una estrecha distinción binaria entre víctima y perpetrador que puede ser enmarcado como "amigo" y enemigo (Kaldor, 2013). Estas identidades son buscadas deliberadamente por los actores de las nuevas guerras a través de sus políticas identitarias. Ellas forman la base de poder de los actores no estatales que no tienen autoridad estatal. Además, permiten enmascarar otros intereses (geopolíticos, económicos o individuales) y colocarlos en la línea de enemistades arcaicas, lo que tiene por objeto legitimarlos como parte de una lucha más amplia. La crisis de Yemen, como afirma correctamente Perthegella, es así estilizada por sus actores como parte de una lucha global e histórica entre sunitas y chiítas. Así, la guerra civil de Yemen ha exacerbado la mentalidad tóxica de "nosotros contra ellos" (Alasrar, 2018). Esta distinción entre amigo y enemigo hace posible deshumanizar a la otra parte y así facilita la escalada de la violencia. Esta es una de las razones centrales por las que la guerra en Yemen tiene un efecto tan desintegrador. Una solución sostenible a la crisis es imposible mientras no se tenga en cuenta la dimensión identitaria del conflicto. En palabras de la analista yemení Alasrar (2018), en este momento, es casi imposible reconciliar a Yemen como un Estado unificado, pero si se quiere restablecer el equilibrio en el futuro, es importante recordar los factores que despojaron a Yemen de su identidad en primer lugar.
En resumen, puede decirse que la crisis de Yemen reúne muchas de las características de las llamadas nuevas guerras. En la fase actual del conflicto participan un gran número de redes (transfronterizas) de actores gubernamentales, no gubernamentales e híbridos, que persiguen políticas identitarias además de objetivos (geo)políticos. Como la economía estatal se ha derrumbado en gran medida, ha sido sustituida por una economía sumergida globalizada en la que cooperan los insurgentes y los grupos de delincuencia organizada y que contribuye a la continuación de los combates. Como resultado, los límites entre el uso de la fuerza y la vida laboral se han vuelto borrosos. Las víctimas de estos acontecimientos son los civiles, que en gran medida se convierten en víctimas de la violencia. Además del número efectivo de personas que mueren como resultado de los combates, existe un gran número de desplazados internos que tienen que abandonar sus hogares debido a los ataques indiscriminados y a la violencia identitaria. La "guerra civil" en Yemen, que en efecto es desde hace mucho tiempo una guerra internacional, es por lo tanto extremadamente desestabilizadora para el país y toda la región. Aún no se vislumbra una solución sostenible para el conflicto de larga duración. La guerra en Yemen es, así pues, una de una larga serie de nuevas guerras prolongadas que están asolando el Oriente Medio y robando a la región su futuro.
4.3 ¿Cómo podría ayudar la R2P en la crisis de Yemen?
La cuestión que se plantea ahora es si la figura de la responsabilidad de proteger puede ser aplicada a la crisis de Yemen para aportar una solución sostenible a la situación, y de qué manera. Al igual que cualquier Estado, Yemen, o el gobierno internacionalmente reconocido que lo representa, tiene la responsabilidad primordial de garantizar la seguridad de su población y prevenir las violaciones sistemáticas y graves de los derechos humanos que alcanzan el nivel de genocidio, crímenes de guerra, limpieza étnica y crímenes de lesa humanidad. Es obvio que el gobierno Hadi no tiene la capacidad de garantizar esto: El propio gobierno está en el exilio, gran parte del territorio está bajo el control de los huzíes y otros insurgentes y los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad contra la población civil son habitual. La participación de las tropas gubernamentales en los crímenes y la alianza con la coalición internacional liderada por Arabia Saudita, responsable de muchos de los crímenes de guerra, también plantea la cuestión de si el gobierno de Hadi está seriamente dispuesto a tomar medidas contra las violaciones de los derechos humanos.
Dado que el gobierno yemení no puede (y probablemente tampoco quiere) cumplir con su propia responsabilidad, es responsabilidad de la comunidad internacional apoyar al gobierno de la mejor manera posible (Segundo Pilar de la R2P). Debido a la comisión regular de graves violaciones de los derechos humanos también por parte de las fuerzas del gobierno Hadi, parece cuestionable si esto puede representar realmente una solución en el caso concreto. Como afirma Ki-Moon,
[c]uando las autoridades políticas de un Estado estén decididas a cometer crímenes o actos relativos a la responsabilidad de proteger, las medidas de asistencia en el marco del segundo pilar serán de escasa utilidad y sería conveniente que la comunidad internacional empezara a hacer acopio de la capacidad y la voluntad para responder “de manera oportuna y decisiva” (United Nations, 2009, p. 15).
No obstante, la intervención militar dirigida por Arabia Saudita, por invitación expresa del gobierno de Hadi, podría considerarse, en principio, como una medida de asistencia en el marco del segundo pilar. Ésta no solo se llevó a cabo con el objetivo de devolver al gobierno de Hadi al poder, sino también, al menos oficialmente, para detener los ataques de los huzíes. La Resolución 2216 del Consejo de Seguridad de la ONU, del 14 de abril de 2015, lo confirma y así legitima la intervención, exigiendo a los huzíes el cese inmediato e incondicional del uso de la violencia (United Nations, 2015). Sin embargo, si se considera que la intervención de la coalición internacional es una medida de apoyo en el sentido del segundo pilar, que tenía como objetivo principal el cese de las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en Yemen, hay que decir que ésta ha fracasado. En los últimos cinco años, no ha logrado derrotar a los huzíes, ni ha logrado reducir los ataques a la población civil por parte de los demás participantes en el conflicto. Por el contrario, la propia intervención es responsable de un gran número de graves crímenes de guerra y ha empeorado considerablemente la situación humanitaria de la población civil en Yemen. Tal intervención militar no puede cumplir las responsabilidades de la comunidad internacional en virtud de la R2P.
Por consiguiente, la responsabilidad de la comunidad internacional sigue siendo vigente. Dado que el mero apoyo del gobierno de Hadi no parece ser capaz de evitar las sistemáticas y graves violaciones de los derechos humanos cometidas por todos los participantes en el conflicto, corresponde a la comunidad internacional adoptar medidas proactivas por su cuenta en el marco del tercer pilar de la responsabilidad de proteger. Como principal órgano responsable del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, incumbe al Consejo de Seguridad ordenar medidas apropiadas, que luego son aplicadas por los distintos Estados u organizaciones regionales. En primer lugar, se deben adoptar medidas no militares; el uso de la fuerza militar solo puede ser un último recurso. Sin embargo, como ya se ha mencionado anteriormente, estas medidas no militares a menudo fracasan debido a los desafíos especiales de las nuevas guerras. Esto también es evidente en la crisis de Yemen. El Consejo de Seguridad ya ha tomado medidas para aliviar la crisis humanitaria, por ejemplo, ha ordenado un embargo de armas. Así, la resolución 2216 establece que
todos los Estados Miembros deberán adoptar de inmediato las medidas necesarias para impedir que, de forma directa o indirecta, se suministren, vendan o transfieran a Ali Abdullah Saleh [y las fuerzas huzíe] […] armamentos y material conexo de cualquier tipo, incluidas armas y municiones, vehículos y equipo militares, equipo paramilitar y piezas de repuesto correspondientes, así como asistencia técnica, adiestramiento, asistencia financiera o de otro tipo, en relación con actividades militares o con el suministro, el mantenimiento o el uso de cualquier armamento y material conexo, incluido el suministro de personal mercenario armado, proceda o no de su territorio (United Nations, 2015, p. 5).
No obstante, la eficacia de esas medidas es muy limitada. Cinco años después de la resolución, las partes en el conflicto siguen teniendo suficientes reservas de armas y municiones. El grupo de expertos ha observado incluso que el precio de la munición para armas pequeñas está a un nivel mucho más bajo que antes del comienzo del conflicto (United Nations, 2018a). Esto, según el grupo, da una fuerte indicación de que la munición para armas pequeñas sigue estando disponible para todas las partes en Yemen, y que todavía no se necesita un reabastecimiento externo (United Nations, 2018a, p. 35). El embargo internacional es impotente contra la producción nacional de armas y municiones. Sin embargo, su eficacia en la prevención de la importación de armas del extranjero también es escasa. Por ejemplo, el grupo de expertos observó la presencia de misiles guiados antitanque y minas navales en las reservas de los huzíes, que con toda probabilidad proceden del Irán (United Nations, 2018a). Lo mismo se aplica a los misiles balísticos con los cuales los huzíes realizan regularmente ataques a Arabia Saudita:
El Grupo ha encontrado importantes indicadores de la oferta de material relacionado con las armas fabricadas en la República Islámica del Irán, o procedente de ese país, tras el establecimiento del embargo de armas selectivo el 14 de abril de 2015, en particular en el ámbito de la tecnología de misiles balísticos de corto alcance (United Nations, 2018a, p. 25).
Pero Irán no es el único país desde el que las armas entran en la zona de guerra. Según el World atlas of illicit flows, existe además un vigoroso comercio de armas entre Somalia y Yemen, que solo se encuentran separados por el Golfo de Adén (Nellemann et al., 2018). Por lo tanto, cinco años después de su orden, hay que suponer que la aplicación del embargo de armas ha fracasado. Esto se ve reforzado por el hecho de que el embargo de armas solo se aplica de manera selectiva y no se extiende a todos los participantes en la guerra. Ni el gobierno de Hadi ni los países de la coalición internacional se ven afectados. La Arabia Saudita, en particular, sigue recibiendo armas de un gran número de países occidentales, aunque es evidente que también se utilizan para los ataques aéreos indiscriminados en Yemen. Por ejemplo, Alemania solo detuvo todos los suministros de armas en noviembre de 2018 después de que el crítico del gobierno de Arabia Saudita, Jamal Khashoggi, fuera asesinado en Estambul. Otros países, sin embargo, no han impuesto una prohibición de exportación. A través de los países de la coalición internacional, las armas llegan regularmente a sus aliados locales y subsidiarios. Por ejemplo, los Emiratos Árabes Unidos apoyan a las denominadas Fuerzas del Cinturón de Seguridad con equipo militar y armas (United Nations, 2018a). Es evidente que las medidas adoptadas hasta ahora por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no son adecuadas para poner fin a las sistemáticas violaciones de los derechos humanos en Yemen. La aplicación selectiva de medidas como el embargo de armas también demuestra que éste no es el objetivo principal, por decir lo menos. Más bien, las decisiones geopolíticas de los Estados que apoyan al gobierno de Hadi en aras de la estabilidad regional e internacional superan las violaciones de los derechos humanos cometidas por el gobierno y sus aliados. La responsabilidad de proteger no se menciona ni explícita ni implícitamente en las resoluciones del Consejo de Seguridad. Así pues, la comunidad internacional no está a la altura de su responsabilidad dentro del tercer pilar de la R2P.
¿Qué tendría que hacer la comunidad internacional para cumplir con su responsabilidad en el marco del tercer pilar y de qué manera podría contribuir a la solución de la crisis del Yemen? En primer lugar, se necesitaría una resolución del Consejo de Seguridad que hiciera referencia a la figura de la responsabilidad de proteger, reconociera las violaciones sistemáticas y graves de los derechos humanos y los crímenes de guerra cometidos por todas las partes en el conflicto (en particular por la coalición internacional) y las condenara. Asimismo, el Consejo de Seguridad tendría que ordenar medidas proactivas que ayudaran a poner fin a los combates y, por tanto, a las violaciones de los derechos humanos. Éstas tendrían que aplicarse por igual a todos los participantes en el conflicto y, por lo tanto, también a la coalición internacional. Esto incluye la ampliación del embargo de armas a países como la Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, que son responsables de repetidas violaciones del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos. Además, se deberían dictar sanciones selectivas contra los agentes que se demuestre que son responsables de violaciones del derecho internacional. También en este caso debe prestarse especial atención a los países de la coalición internacional, ya que estos países contribuyen en gran medida a la escalada de la situación y al deterioro de la situación humanitaria. Poner fin a la actual intervención internacional parece ser una primera prioridad para estabilizar la situación. Además de un embargo de armas contra los países participantes y de sanciones selectivas, otras medidas diplomáticas, como la retirada del personal diplomático, pueden ejercer más presión a este respecto. Las posibilidades de poner fin a la intervención dirigida por Arabia Saudita son comparativamente buenas en este momento. Los costos económicos y políticos de la intervención para la Arabia Saudita comienzan a pesar cada vez más sobre sus intereses estratégicos. Tras los recientes acontecimientos que incluyen la fragmentación de su propia coalición, los huzíes ganando más terreno y la tambaleante economía de Arabia Saudita, que sufre por los bajos precios del petróleo, parece que el país está calentando la idea de retirarse (Jay, 2020). La pandemia COVID-19, que tampoco ha perdonado a Arabia Saudita, empeora aún más la tensa situación económica del país. Por lo tanto, parece muy posible que Arabia Saudita y el resto de la coalición internacional puedan ceder si la comunidad internacional, y especialmente el Consejo de Seguridad, aumenta la presión sobre los Estados del Golfo. Sin embargo, esto también requeriría la participación de los Estados Unidos y Gran Bretaña, dos miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que hasta ahora han prestado apoyo logístico para la intervención.
Poner fin a la intervención regional ayudaría a resolver la dimensión geopolítica de la crisis y produciría una mejora duradera de la situación humanitaria. Sin embargo, esto no es suficiente para resolver los conflictos identitarios y políticos internos de Yemen. Porque, aunque fuera posible hacer cumplir uno eficazmente, no resolvería el problema de la producción nacional de armas pequeñas y dispositivos explosivos improvisados, que se utilizan para muchos de los crímenes de guerra. Ni siquiera las negociaciones oficiales de paz, que se están llevando a cabo bajo la mediación internacional entre los huzíes y el gobierno de Hadi, parecen – incluso con una conclusión positiva – adecuadas para garantizar una paz sostenible. La fragmentación económica y política del país, con un gran número de caudillos locales, ha avanzado demasiado como para que un acuerdo entre las dos principales partes en el conflicto lleve a poner fin a los combates (Clausen, 2019). Además, ese acuerdo de paz amenazaría con permitir que los crímenes de guerra cometidos por los huzíes y las fuerzas del gobierno quedaran impunes, lo que socavaría permanentemente el restablecimiento del imperio de la ley. Los tratados de paz negociados exclusivamente entre las principales partes beligerantes afianzan regularmente el poder político de las mismas y, por lo tanto, en el contexto de nuevas guerras, no ponen fin a la violencia (Chinkin y Kaldor, 2017). Por consiguiente, la comunidad internacional debería centrarse en la participación de los agentes locales y de la sociedad civil en el proceso de paz (Clausen, 2019). Con la participación de estos actores, parece posible reconstruir las estructuras estatales fragmentadas teniendo en cuenta las diferentes identidades políticas. Según Ardemagni, ese enfoque de abajo hacia arriba haría justicia a la realidad federal de Yemen:
El Yemen debe comenzar de nuevo sobre la base de la agencia y la propiedad locales, invirtiendo en consejos locales y fuerzas de seguridad adaptadas a la región para reconstruir las instituciones estatales nacionales. Al hacerlo, cualquier plan de reforma del sector de la seguridad (SSR) tiene que abordar la realidad yemení de múltiples proveedores de seguridad para ser eficaz: por lo tanto, no puede diseñarse partiendo de un enfoque de la reforma de la seguridad centrado en el Estado. Con este fin, la UE y los agentes internacionales podrían centrarse en la flexibilidad de las alineaciones y la creación de alianzas (el enfoque de "nunca es para siempre", basado en la mediación tribal) que es una característica tradicional de la política yemení, apoyando una iniciativa política de reforma que conduzca a un sistema federal de gobernanza, basado en los principios acordados en el Documento Final de la Conferencia Mundial sobre la Sociedad de la Información. Conferencia de Diálogo Nacional (2013-14) (Ardemagni, 2020, p. 6).
Este enfoque de abajo hacia arriba debe centrarse en la reforma económica y el estado de derecho. Porque solo si se puede establecer una economía formal operativa será posible combatir la economía sumergida existente y limitar así la influencia política de las redes depredadoras. Las políticas eficientes destinadas a revertir la economía de guerra depredadora son una condición previa clave para la paz sostenible y para el establecimiento de un estado de derecho en Yemen (Kaldor, 2016). Además, se necesita un sistema judicial local, nacional e internacional objetivo y con capacidad suficiente para enjuiciar a los criminales de guerra de todos los bandos y contribuir así a reducir las divisiones identitarias de la sociedad yemenita. Asimismo, es necesario que las autoridades de seguridad sean eximidas de los criminales de guerra. La creación de una Guardia Nacional yemení adicional de orientación regional, como propone Ardemagni (2020), podría contribuir a ello y reducir el número de milicias locales.
Estas reformas estructurales integrales en las que participan los agentes locales requieren un compromiso internacional a largo plazo. Sin embargo, su aplicación requiere también que primero se detengan las hostilidades activas y se alivie la emergencia humanitaria. Solo entonces será posible hacer participar en las reformas a los agentes locales y a los representantes de la población civil en medida suficiente. Para ello, podría ser necesaria una intervención internacional en el marco de la responsabilidad de proteger que siga el modelo de la seguridad humana de segunda generación. Un contingente mixto militar-civil bajo mando civil podría utilizarse para establecer zonas de protección en el Yemen para poner fin a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Las tareas de esta fuerza de reacción rápida serían principalmente de carácter policial: la prevención de ataques contra la población civil, la aplicación de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, y la persecución y detención de criminales de guerra. También tendrían otras tareas, principalmente civiles, como la asistencia en la mediación, la vigilancia y la provisión equitativa de bienes públicos, en particular los derechos económicos y sociales (Chinkin y Kaldor, 2017). En el caso de Yemen, la distribución de la ayuda humanitaria y médica también debe desempeñar un papel central para contrarrestar los peores efectos de la escasez de alimentos y la falta de atención médica. Sin embargo, si fuera necesario, la fuerza también debería tener suficiente capacidad militar para romper una potencial resistencia armada y, si fuera necesario, hacer cumplir las zonas de protección por medios militares. Ahora bien, este uso de la fuerza debe estar sujeto a normas de combate mucho más estrictas, destinadas a reducir al mínimo todas las pérdidas de vidas humanas y tener un enfoque defensivo sobre los individuos (Chinkin y Kaldor, 2017). Esas fuerzas de intervención podrían apoyar la negociación y la vigilancia de ceses de fuego locales, sobre cuya base podrían seguirse programas de reconstrucción locales y, por último, nacionales con la participación de agentes locales y de la sociedad civil (Chinkin Kaldor, 2017). De esta manera, se puede evitar que el poder político de las partes en conflicto y la economía de guerra depredadora se consolide a expensas de la población civil mediante un acuerdo de paz "clásico". En cambio, el enfoque de la R2P basada en la seguridad humana combina las reformas de abajo hacia arriba con el apoyo militar y civil de la comunidad internacional para garantizar que las víctimas de las nuevas guerras desempeñen el papel decisivo en el proceso de paz. Esto puede ofrecer una salida a la crisis actual para Yemen e incluye la esperanza de una paz duradera y el desarrollo para el país y la región. Sin embargo, esto requiere un cambio de mentalidad y una voluntad de compromiso a largo plazo, no solo por parte de los Estados circundantes, sino especialmente por parte de los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y otras potencias occidentales. Queda por ver si la actual pandemia de COVID-19 dará lugar a un cambio de intereses estratégicos que abra la puerta hacia el fin de la emergencia humanitaria en el Yemen.
5. CONCLUSIONES
En los últimos decenios se ha observado una creciente influencia de los actores armados no estatales en las relaciones y la seguridad internacionales. Acontecimientos como la globalización y los medios de comunicación modernos aumentan el margen de acción y, por consiguiente, la importancia de esos agentes. Esto también va acompañado del surgimiento de una nueva categoría de conflictos armados, las llamadas nuevas guerras, en las que los actores no estatales desempeñan un papel central. Esto plantea desafíos fundamentales al orden internacional y al derecho internacional público, que se crearon con respecto a los Estados como monopolistas de las guerras. Dichos desafíos también se extienden a la responsabilidad de proteger. La R2P, que entre tanto se ha establecido como un principio político y cada vez más como un principio jurídico, ha cambiado la comprensión de la soberanía de manera duradera y confiere a la comunidad internacional la responsabilidad de prevenir y combatir las violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos que alcanzan el nivel de genocidio, limpieza étnica, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Esto hace que el principio sea particularmente relevante para las nuevas guerras en las que la población civil se convierte en uno de los principales objetivos de la violencia. Sin embargo, la responsabilidad de proteger también se desarrolló con el objetivo particular de impedir que los Estados cometieran delitos contra su propia población, lo que también se refleja en su aplicación hasta la fecha. Las campañas de bombardeo, como las utilizadas en Kosovo y Libia, pueden haber sido capaces de poner fin a las viejas guerras, pero no proporcionan una solución sostenible para las nuevas guerras. Porque no se trata de una victoria militar sobre un enemigo, sino de proteger a la población civil de los ataques de todas las partes en conflicto y, sobre todo, de los agentes no estatales. Para que la figura de la responsabilidad de proteger sea una herramienta eficaz en las nuevas guerras y frente a los actores violentos no estatales, se necesita su replanteamiento fundamental. La seguridad humana debe situarse en el centro de atención y se deben combinar las capacidades civiles y militares para contrarrestar las dinámicas políticas y económicas de las nuevas guerras. Esto es particularmente cierto para las posibles intervenciones humanitarias, que son posibles como último recurso en virtud de la responsabilidad de proteger. También, y especialmente en las nuevas guerras globales, a menudo no será posible poner fin a los crímenes contra la población civil sin el uso de la fuerza por parte de la comunidad internacional. Estas intervenciones, sin embargo, deben ser fundamentalmente diferentes de lo que se ha hecho hasta ahora. Deben llevarse a cabo como operaciones mixtas militares-civiles bajo control civil, con estrictas normas para entablar combate y una gran responsabilidad. Su tarea es más bien de naturaleza policial. No se trata de derrotar a un enemigo, sino de hacer cumplir los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, perseguir a los criminales de guerra y desempeñar un papel de apoyo en el proceso de paz. Este proceso de paz debe tener lugar de abajo hacia arriba con la participación de los agentes locales y de la sociedad civil y debe centrarse en el (re)establecimiento del estado de derecho y en las reformas económicas y sociales. Solo así se podrá evitar que el poder político y económico de las partes en conflicto se consagre en un acuerdo de paz, lo que haría imposible una solución sostenible a las nuevas guerras. Los errores en el proceso de paz y reforma después de la guerra de Bosnia deberían servir como advertencia. Todo esto requiere un compromiso amplio y a largo plazo de la comunidad internacional. El desarrollo actual de Libia muestra, sin embargo, que un mero despliegue militar de corta duración, especialmente desde el aire, no es adecuado para resolver las complejas constelaciones de las nuevas guerras y para traer paz, estabilidad y prosperidad y representar una respuesta de la comunidad internacional al auge de los actores armados no estatales.
Esto también se aplica a la crisis de Yemen, que ha durado desde 2011. Este conflicto armado, que en realidad consiste en varios conflictos geopolíticos, identitarios y políticos que se superponen, también exhibe muchos rasgos centrales de las nuevas guerras. En particular, una gran proporción de la violencia se dirige contra la población civil, lo que ha dado lugar a una dramática emergencia humanitaria. A fin de brindar la oportunidad de lograr la paz en el país, se necesita el compromiso de la comunidad internacional para poner fin a la intervención de la coalición internacional de Arabia Saudita y llevar a cabo una reforma estructural del país junto con los agentes locales, centrándose en el estado de derecho y las reformas económicas. Esta intervención debe seguir las reglas de la seguridad humana y debe ser vista como una operación de apoyo para un enfoque de abajo hacia arriba. Este enfoque integral podría ofrecer al país una oportunidad realista para una paz duradera.
Sin embargo, la situación en Yemen y la falta de una respuesta internacional a la misma también pone de relieve las limitaciones de la responsabilidad de proteger. Dado que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es el único órgano que puede hacer cumplir la R2P en nombre de la comunidad internacional, las decisiones geopolíticas superan regularmente el imperativo humanitario. Esto también es cierto en el caso de Yemen, donde en particular los Estados Unidos apoyan la intervención dirigida por Arabia Saudita, que es responsable de una gran parte de los crímenes de guerra. Ni siquiera una reorientación de la responsabilidad de proteger hacia la seguridad humana podrá superar este problema. Por consiguiente, para que el principio sea un instrumento eficaz para la protección de la vida humana en situaciones de nuevas guerras y ante las amenazas de agentes violentos no estatales, es también necesario examinar si existen órganos más apropiados que la responsabilidad de proteger pueda hacer valer en nombre de la comunidad internacional o si es necesario reformar el Consejo de Seguridad. Tales discusiones son prolongadas y encuentran resistencia de un gran número de Estados, sobre todo de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Sin embargo, dado el papel cada vez más importante de los actores no estatales en los conflictos armados del siglo XXI, son esenciales para que las Naciones Unidas sigan cumpliendo su objetivo de mantener la paz y la seguridad internacionales.
6. BIBLIOGRAFÍA
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Vol.
Num. 2
Año. 2020
La responsabilidad de proteger y las nuevas guerras: ¿una herramienta frente a los actores violentos no estatales?
Christoph Rudolf Schreinmoser
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