“El único verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos” (Marcel Proust)
Mirar con nuevos ojos. Ese es el desafío al que debe hacer frente una antropología que, siendo ya una venerable dama de ciento cincuenta años, no puede seguir esquivando el reto epistemológico que entraña reflexionar sobre la estructura de la mirada. Algo que todavía no ha hecho, lo que llama la atención en una disciplina en la que la observación es, a un tiempo, método y técnica constitutiva de su quehacer investigador. Para avanzar críticamente por los caminos abiertos por sucesivas generaciones de antropólogas, de antropólogos, que, desde hace más de un siglo, realizan trabajos de campo, hay que indagar sobre esa problemática. Para hacerlo, utilizaré como hilo conductor una pregunta que ayude a pensar, desde ángulos poco explorados, algunas cuestiones relevantes: ¿Es la mirada el punto ciego de la antropología? Y, si lo es ¿cuáles han sido y son sus consecuencias? Y, pasando de la mirada a su resultado, la imagen, ¿qué imágenes, de alteridad o de universalidad, reflejan las monografías etnográficas, esas traducciones de lo visto, de lo anotado, de lo seleccionado por miradas antropológicas muy específicas?
Tras ahondar en la visión y la imaginería visual a partir de datos extraídos de diferentes casos empíricos, un reconocido neurólogo escribió que “el lenguaje, la más humana de las invenciones, posibilita algo que, en principio, no debería ser posible. Permite que todos nosotros, incluso los ciegos de nacimiento, veamos con los ojos de otro” (). Ver con los ojos de otro. ¿No es lo que hacemos al ojear una monografía etnográfica, al mirar las fotografías, gráficos o dibujos que suelen acompañarla, al leer al azar algunos párrafos para obtener una primera impresión? Insiste en que una historia de la mirada debe tomar como punto de partida las imágenes producidas, imágenes que hay que analizar preguntándose qué mirada las ha hecho posibles. Para él, que distingue entre mirada y visión, esta última sería el proceso de hacer algo visible. En el juego de la mirada, la evidencia no es lo visible (espacial) sino que depende del tiempo (el instante en el que vemos). Si entre mirada y visión hay la misma diferencia que entre lo dicho y el decir, ¿cómo pensar el tiempo que se produce entre visión e imagen y que hace surgir la mirada?
Múltiples son, como puede constatarse, las preguntas, problemáticas y dimensiones que surgen cuando prestamos atención a la mirada. Pensar la mirada exige explorar cuestiones que tienen que ver con su estructura, con lo que, aunque esté ante nuestros ojos, o no vemos, o situamos fuera de plano, o rechazamos. Tiene que ver con “la existencia de una organización social de las percepciones que nos impide remarcar, conocer o utilizar multitud de aspectos del mundo que nos rodea” (). Y tiene que ver, también, con esos sesgos teóricos, ideológicos, y también visuales, que, desde la Modernidad, estructuran los grandes paradigmas a través de los que se han construido las disciplinas sociales y humanas: etnocentrismo, androcentrismo, clasismo. Sesgos que contribuyen a la reproducción de la organización social de las percepciones. Sesgos que se materializan en descripciones, en análisis, en imágenes, en documentales, en películas etnográficas. Sesgos que, lo primero que hacen, sea cual sea el objetivo que quien mira pretende alcanzar (científico-social, literario, pictórico, fotográfico), es guiar su mirada, orientarla de tal modo que le impide mirar con nuevos ojos.
Para ilustrar la problemática que deseo abordar, antes de iniciar nuestro viaje, tomaré como punto de partida un espacio socio-geográfico y cultural con el que mantengo vínculos emocionales y etnográficos (). Ojeemos pues algunas monografías etnográficas que, a lo largo del siglo XX, se han publicado sobre Galicia; y detengámonos sobre un evento celebrado en 1999 en Santiago de Compostela.
Miradas sobre Galicia
Ojeando algunas monografías dedicadas a Galicia vemos como, ante nuestros ojos, van apareciendo los gallegos -y pocas veces, con entidad propia, las gallegas-, descritos como miembros de una cultura en constante transformación, que habitan un territorio geográfica y políticamente delimitado, que poseen una lengua propia, que comparten una identidad étnica, unas costumbres, unas creencias, que atraen la mirada de una disciplina que, desde Malinowski, no ceja en el empeño de captar el “punto de vista nativo” y de dar cuenta de él. De unos nativos -gallegos en este caso- que, a su vez, se piensan a sí mismos y a su cultura a través de dos miradas paradigmáticas opuestas: la de Circe, que interioriza el discurso foráneo, y la de Narciso, que lo rechaza (). Dos miradas que tienen sus vertientes culta y popular, que estructuran las identidades colectivas, que tienen que ver con la construcción del ‘nós’ y de los ‘outros’, del ‘nós’ y de las ‘outras’. Todo ese entramado llega filtrado por los ojos de la mente de quienes han concebido las investigaciones, realizado los trabajos de campo, adoptado determinados métodos y seleccionado técnicas de investigación. Filtrado por lo que no han podido, o no han querido, mirar. Filtrado por las recomendaciones que contienen los manuales de etnografía. Filtrado por una tradición científica empírica que “descansa sobre una teoría del conocimiento que anima a la cuantificación y a la representación bajo forma de diagramas de tal modo que la capacidad de ‘visualizar’ una cultura o una sociedad casi significa comprenderla” (). Filtrado por una corriente constitutiva del pensamiento occidental, el visualismo, que “connota una forma subjetiva, ideológica y cultural de considerar la visión como siendo ‘el sentido más noble’, y la geometría, en tanto que conceptualización espacio-gráfica, como la forma más exacta de comunicar saberes. Sin lugar a dudas las ciencias sociales han heredado esa posición” (). El visualismo como
forma de conocimiento puede ponerse directamente en relación con la hegemonía política de un grupo de edad, de una clase o de una sociedad sobre otra. [...] (Al definir la etnografía) esencialmente como una actividad visual y espacial, [...] se trataba de hecho de establecer relaciones de poder entre las sociedades que envían investigadores de campo, y las que constituyen ese campo ().
La confluencia entre tradición científica empírica y visualismo ha contribuido a que la antropología no se interrogue sobre la estructura de la mirada, a eludir la reflexión sobre la incidencia del sexo en la práctica etnográfica () y a evitar que esta se pregunte “si hai moita diferencia entre o vivo e o pintado”. Una posibilidad que inquietaba a Álvaro Cunqueiro cuando ordenaba los relatos incluidos en su Xente de aquí e de acolá. Tan básica es la pregunta para una disciplina que traza caminos de ida y vuelta entre “o vivo e o pintado”, que sorprende que sea un novelista, un poeta, quien la formule, preocupado porque alguien pueda decir que los gallegos de sus relatos “non os houbo nin os hai, xa que eu tireinos do meu maxín”. Cunqueiro desea obtener una respuesta objetiva que él no puede dar ya que
non son antropólogo nin sociólogo, nin xiquer un folklorista comparatista, nin nada científico. [...] Eu terqueo que istes son retratos de xentes que son da nosa tribu, e que non poderían ser de outra calisquer [...,] quero saber de magister si esta xentiña saíume parecida no retrato, e si eu son ou non parte dela.
La carta de la que están extraídas estas citas figura como “Pretexto” del volumen dedicado a la antropología en el marco de un proyecto, O Feito Diferencial Galego, que quiso “ofrecer a tódolos galegos un espello onde poidan coñecer todo aquelo que compón a identidade do seu pobo. O que fai que Galicia sexa o que é”. Pero ¿qué espejo ofreció, el de Circe, o el de Narciso? Sea cual sea el espejo, y la imagen que refleje, lo central es la mirada de Circe, o la de Narciso, y la relación entre esas miradas y las imágenes resultantes.
Si a finales del siglo XX Galicia cumplía dos mil años, a principios de aquel siglo había fascinado a Annette Meakin, viajera, inglesa, etnógrafa, feminista, que la recorrió en 1907 mirando y describiendo sus paisajes, su patrimonio, su idioma y prestando atención a sus gentes (). Fiel al poderoso paradigma evolucionista que marcó los inicios de la antropología, Meakin se fija en el desarrollo económico de Galicia, lo observa, y su mirada feminista le conduce a atender a lo habitualmente invisibilizado: a lo que hacen o dejan de hacer las mujeres, a su presencia y a su ausencia, y “atopa marcadas diferenzas entre as clases sociais e culturais, entre homes e mulleres, entre a xente do mar e a do agro” (). En cada capítulo de su monografía “espállanse referencias a mulleres de diferentes idades e clase: pobres, obreiras, burguesas, literatas” (). Esta viajera, que mira (y ve) a las mujeres, que mira (y ve) la posición de estas con relación a los varones, que mira (y ve) las diferencias de clase, no era, parafraseando a Cunqueiro, parte “da nosa tribu”. Y tampoco el antropólogo Carmelo Lisón Tolosana quien cincuenta años más tarde, desde otro prisma teórico y desde una mirada que no percibe lo mismo que la de Meakin, dedicará buena parte de su trabajo a delinear una antropología cultural de Galicia. Rememorando sus inicios cuenta que
al comenzar el otoño de 1963 recorrí Galicia durante cinco semanas con el palo de peregrino y un zurrón con rimero de cuartillas y una máquina fotográfica. [...] Lo insólito y raro hería mi pupila desacostumbrada [...] Todo un muy variado repertorio de lo humano, turbador y angustioso, extraordinario y maravilloso se desdoblaba ante mi prisma antropológico que multiplicaba haces de usos, estilos y maneras que encubrían modos emotivos y cánones de pensamiento que me llovían inmisericordes reclamando descripción e interpretación. ¿Qué hacer con tan vasto y deslumbrador panorama cultural regional? Era necesario seleccionar ().
Lo insólito, lo raro, lo turbador, lo angustioso, lo extraordinario…, hería la pupila de un antropólogo que, cual demiurgo, seleccionará, dará forma e interpretará a través de su prisma teórico funcionalista lo que años después plasmará en una monografía publicada en 1971. El es el sujeto que mira, Galicia, su ‘panorama cultural regional’, el objeto mirado. Dos periodos históricos, dos prismas teóricos, una inglesa y un español, dos miradas antropológicas sobre una misma comunidad: Galicia. Y ninguna reflexión sobre la estructura de la mirada.
Pensar la mirada: los ojos de la mente
Para pensar la mirada hay que ser conscientes de que los seres humanos somos animales visuales, y de que lo que vemos es tan importante para comprender el mundo como lo que oímos y leemos, y quizás más todavía en un momento histórico como el actual en el que el régimen icónico desplaza al tipográfico; en el que estamos rodeados de imágenes que nos cuesta descifrar porque somos analfabetos visuales; en el que la antropología visualha acotado como campo de estudio la imagen () -que no la mirada- a la par que se interroga sobre cómo utilizar las tecnologías audiovisuales para construir conocimiento (); y en el que está de moda una práctica, la de la auto-etnografía, que centra la mirada más en las emociones y sentimientos del antropólogo, de la antropóloga, que en aquello que pretende describir, fotografiar, filmar, analizar. También estamos en un momento en el que dejar un registro visual de algunas de nuestras actividades y difundirlo a través de las redes sociales se ha convertido en una práctica banal y, además, deseable y necesaria si se quiere existir en las redes sociales. A todo esto hay que añadirle que la actual inflación de imágenes, la rapidez de su circulación, ha contribuido a incrementar los conflictos que rodean a su interpretación; a agudizar los debates sobre qué debería representarse visualmente y qué no; aquellos sobre cómo representar visualmente tal o cual problemática, tal o cual sujeto; y aquellos centrados en qué hacer para interrumpir la mirada dominante. Una mirada teórica e ideológicamente sesgada, omnipresente -en antropología, en arte, en educación- que ha sido naturalizada de tal modo, interiorizada individual y colectivamente de tal manera, que sus sesgos devienen invisibles. Quizás sorprenda que opte por hablar de régimen icónico, y no de régimen visual. Lo hago porque dentro del régimen icónico la imagen -pictórica, fotográfica u otra- es un modelo de representación que se diferencia, por ejemplo, del modelo lingüístico no por la relación que pueda existir entre los referentes (las realidades) y las imágenes, sino por la manera particular en la que estas traducen esas realidades. Cuando los receptores miramos imágenes, cuando las asociamos con realidades, lo hacemos mediante un proceso de reconocimiento que, aunque reposa sobre tradiciones históricas y culturales específicas, tendemos a naturalizar. Esa naturalización, que lleva a olvidar el carácter construido de la representación icónica, conduce a asumir el supuesto realismo de la imagen.
Porque la mirada es clave en antropología, reflexionar sobre ella, sobre los ‘modos de ver’ que, a principios de los setenta y con tanta brillantez analizó en un programa televisivo el pintor y crítico de arte John Berger, es fundamental para una disciplina que da cuenta por escrito, y también a través de múltiples imágenes que primero fueron pictóricas y después fotográficas o fílmicas, de la diversidad de las culturas existentes. De una antropología atravesada por la centralidad de la visión, centralidad que, desde el periodo ilustrado, condujo a que se diseñaran guías que establecían lo que los observadores debían mirar -y cómo debían hacerlo- para, a partir de esa mirada orientada para evitar las preferencias subjetivas de quien miraba, pudiera construirse un conocimiento objetivo sobre el Hombre. De una antropología que consideró la observación directa participante, llevada a cabo durante un trabajo de campo de larga duración, como su principal seña de identidad. De una antropología empeñada, como propuso Malinowski en 1922 en su hoy canónico Los argonautas del pacífico occidental, en captar el punto de vista nativo, es decir, la específica visión del mundo de, en su caso, los trobriandeses. Empeñada, a través del uso que el antropólogo, la antropóloga, hará de los diversos modelos descriptivos que tiene a su disposición, en que veamos ‘con los ojos de otro’. Pero los ‘ojos de ese otro’ no son los del nativo: son los de quien le observa, los de quien posa la mirada sobre él. Son los ojos de un antropólogo, de una antropóloga, que asume que la visión es un aparato de verificación y que, sustentando todo conocimiento, se sitúa un ojo objetivo que, sin mediación alguna, da cuenta de la realidad. De un antropólogo, de una antropóloga, que, monografía a monografía, trabajo de campo a trabajo de campo, fotografía a fotografía, película etnográfica a película etnográfica, elabora un sistema de representación tanto visual como lingüístico, es decir, produce un régimen icónico específico en el que la alteridad, sea la del paisaje, sea la del paisanaje, ocupa un lugar central y, a veces, produce vértigo.
Modelos descriptivos: describir, fotografiar
Recordemos antes de proseguir que para elaborar una descripción etnográfica disponemos de cuatro modelos () que pueden combinarse. El primero, positivista, está vinculado a las ciencias naturales, a la observación y descripción de lo visible; el segundo remite a la novela realista y quienes lo usan quieren proponer una descripción completa de una sociedad, descripción basada en la observación; el tercero sería el pictórico y asume que siempre se miran varias cosas a la vez y que, sobre todo, lo que se mira es la relación entre las cosas que se miran y quien las mira. El cuarto modelo incluye el recurso a la fotografía y a diversos medios audiovisuales. Se opte por uno u otro modelo, o por combinarlos, toda descripción etnográfica es, necesariamente, evocadora y, a menudo, las monografías, además de incorporar genealogías, planos, mapas, también incorporan fotografías. Fotografías destinadas a probar la veracidad de la descripción etnográfica escrita. Son pruebas de la presencia del antropólogo en el lugar y, por extensión, pretenden probar la autenticidad de los hechos analizados. A menos de someterlas a una mirada crítica, esas fotografías suelen contribuir a crear, recrear y reforzar imágenes de la alteridad encarnadas tanto en las personas que habitan la sociedad etnografiada, como en sus tradiciones, costumbres, ceremonias o rituales. ¿Debo insistir en que, además, solemos confundir la realidad y lo visible sin acordarnos de que lo visible es ese conjunto de imágenes que el ojo humano crea cuando mira?
Por eso, lo que llamamos visible unas veces lo vemos, y otras no; o yo lo veo y otra persona no. Quizás por ese motivo, los humanos no hemos cesado de inventar instrumentos que permiten ver cada vez más lejos -telescopios-, cada vez más de cerca -microscopios- ampliando así los límites de la visión; instrumentos que, además, permiten fijar lo que vemos probando así, ante quienes no lo han visto, su existencia. Instrumentos cuyo uso ayuda a obviar algo fundamental: que las imágenes que obtenemos, por muy precisas que sean, van a ser sistemáticamente interpretadas, siendo esas interpretaciones las que generarán enconados debates tanto científico-sociales, como sociales. Es bien sabido que en las monografías etnográficas, y me refiero en especial a las del denominado como periodo clásico de la disciplina, que abarca entre 1922 y 1975, antropólogas y antropólogos incluyeron numeroso material gráfico -mapas, genealogías, dibujos- y, en especial, fotografías. Y, en lo que respecta a la fotografía, lo hicieron considerándola como un medio puramente técnico que garantizaba la objetividad de la imagen captada y que, además, permitía conservarla y compararla con otras. Lo hicieron sin reflexionar sobre la mirada, sin pararse a pensar sobre un régimen icónico en el que objetividad y transparencia juegan un papel central, sin detenerse a pensar, como a mediados de los sesenta lo hace el joven antropólogo Pierre Bourdieu, que cualquier fotografía capta un momento único, a partir de un punto de vista único, fijando
un aspecto de lo real que nunca es el resultado de una relación arbitraria y, por ello mismo, de una transcripción. [...] Si se la considera un registro perfectamente realista y objetivo del mundo visible es porque se le han atribuido (desde su origen) usos sociales considerados realistas y objetivos, si se ha impuesto como un ‘lenguaje natural’ es porque la selección que opera en el mundo sensible está absolutamente de acuerdo, en su lógica, con la representación del mundo que se impuso en Europa después del quattrocento ().
La representación del mundo que se impuso tras el Renacimiento tiene que ver con la mirada y, más concretamente, con la perspectiva. La idea del particularista Franz Boas según la cual el ojo era un órgano educado, muy vinculada a sus indagaciones sobre el arte primitivo de nativos americanos de la costa noroeste del actual Canadá -en especial de haidas y kwakiutl-; y la del historiador social del arte Michael Baxandall que acuñó la noción clave de ‘ojo de la época’, son centrales para no olvidar que los cambios que afectan a las preferencias visuales son el resultado de procesos históricos que, además de orientar formas de ver, se materializan -sea cual sea la disciplina- en productos específicos. Es sin duda el ‘educado ojo antropológico de la época’ el que condujo a Boas a fotografiar postes totémicos -con permiso o sin él- puesto que: “nadie puede impedirme que haga fotos allí donde me plazca” ; y también a hombres encarcelados tras haber obtenido:
un permiso para llevar a rastras a los indios hasta el fotógrafo. Ahora tengo fotografías de tres hombres, dos haidas y un hombre del oeste de Vancouver; este último es un sujeto espléndido. Los he fotografiado a todos, desnudos de cintura para arriba. Como también tengo las medidas (antropométricas) las fotos son muy valiosas. Esta tarde no he podido pillar a ningún indio (Boas, 2006, p. 164).
Además de la evidente posición de poder que ocupa el antropólogo con relación a los indios, lo que le permite tanto pasar por alto la voluntad de estos, como objetualizarlos; las fotografías, las películas, los documentales, los selfies, ni son ajenos al ‘ojo de la época’, ni a las intenciones y objetivos de quien las realiza. Las fotos de Boas son, según él, valiosas, porque en pleno auge de la antropometría, él aporta las medidas corporales de algunos indios, y las ilustra con fotografías de esos mismos indios. La intención de Boas, como la de muchos otros y otras después, es científica, y su objetivo, construir conocimiento recurriendo a todos los medios técnicos necesarios para ello y practicando la observación.
La paradoja: enfatizar la observación y olvidar la mirada
Dado el énfasis en la observación sorprende que tal y como señalaba Françoise Héritier, la mirada no haya sido objeto de estudio antropológico. Quien fue la sucesora de Claude Lévi-Strauss en el Collège de France indica que, aunque existen investigaciones sobre cómo distintas sociedades disciplinan la mirada y reglamentan quién puede mirar, a quién y cómo debe hacerlo; y a pesar de que en todas las sociedades se constata que “un hombre es aquel cuya mirada puede posarse sobre todo, incluidas las mujeres. Mientras que las mujeres son aquellas cuya mirada sólo puede posarse sobre pocas cosas y, en todo caso, jamás libremente sobre los hombres” (), la antropología parece esquivar la necesidad de construir la mirada como objeto de estudio. Pero ¿por qué la esquiva? Se me ocurren dos hipótesis que habría que verificar. La primera concierne al futuro de la disciplina. Esquiva pensar la mirada porque exige replantearse qué epistemología hay que elaborar para seguir construyendo conocimiento antropológico. La segunda hipótesis concierne al pasado de la antropología. Si se construye la mirada como objeto de estudio habría que re-examinar el saber antropológico asumiendo que tanto la mirada -entendida como ‘modo de ver’- como dicho saber son producto de una tradición en la que la alteridad ocupa un lugar central. Una alteridad que incluye a diferentes categorías de Otros: el salvaje, el primitivo, el étnico, el obrero, la mujer, el pobre, el homosexual, la lesbiana, a quienes se les asignan determinadas características, esencias, comportamientos, e identidades. A partir de la mirada antropológica sobre esos múltiples otros, nuestra disciplina ha contribuido y contribuye a generar teorías explicativas que circulan transnacionalmente por canales de difusión específicos -aulas universitarias, congresos, jornadas, seminarios, conferencias divulgativas, exposiciones- al igual que lo hacen las múltiples imágenes visuales -fotografías, documentales, vídeos, películas etnográficas- que las avalan e ilustran.
Es esa sutil articulación entre teorías explicativas ancladas en un tipo específico de mirada sobre la alteridad, la mirada antropológica; el creciente número de imágenes visuales que las acompañan; y los canales utilizados para hacerlas llegar a un público receptor (de expertos, de personas en formación, o de amateurs), la que debemos tener en mente para seguir pensando la mirada, sin perder de vista la tradición en la que ese entramado se inscribe. Tradición que, desde los setenta del siglo XX, además de haber sido analizada críticamente desde algunas corrientes teóricas de la antropología; impugnan y combaten y numerosos sujetos históricamente minorizados -indígenas, mujeres, lesbianas, gays- que, con frecuencia, han sido pensados y visualmente representadas como otros. Y sin perder tampoco de vista lo que escribía Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos:
Amazonía, el Tíbet y África invaden las librerías bajo forma de relatos de viajes, informes de expediciones y álbumes de fotografías en los que la preocupación por el efecto domina demasiado como para que el lector pueda apreciar el valor del testimonio que se aporta. Lejos de despertar su espíritu crítico, el lector pide cada vez más de ese pienso que engulle en cantidades prodigiosas. Hoy, ser explorador es un oficio; [...] (que consiste) en recorrer un elevado número de kilómetros y acumular proyecciones, fijas o animadas, si es posible en colores, gracias a lo cual se colmará una sala durante varios días con una multitud de oyentes ().
“Preocupación por el efecto”, “espíritu crítico”, “acumular proyecciones” como anzuelo para captar público. Dado el planteamiento sorprende que, transcurridos sesenta años de su trabajo de campo en Brasil, Lévi-Strauss aceptase que el Museo del Quai Branly, que a punto estuvo de ser bautizado como de las artes primigenias, organizara en 1994 la exposición Saudades do Brasil. En ella se exhibió parte del material visual producido por el antropólogo a mediados de los años treinta. También llama la atención que en 2003, esta vez en el Museo árabe de París, otra exposición exhibiera parte de las fotografías realizadas por Pierre Bourdieu entre 1958 y 1961 durante su trabajo de campo en una Argelia en plena guerra anticolonial. Quizás aceptaran porque el régimen icónico ya triunfaba sobre el tipográfico. Un triunfo observable en el incremento de exposiciones () en las que, en las intersecciones que desde la teoría posmoderna se establece entre etnografía, antropología y arte, impera no ya la idea del artista como etnógrafo (), sino la del etnógrafo como artista. O quizás Lévi-Strauss y Bourdieu aceptaran participar en esas exposiciones porque, durante años, habían conservado en sus archivos, como si de reliquias se tratara, un material visual sobre cuya utilidad científico-social se interrogaban.
Hijo de un pintor de retratos que fotografiaba a sus clientes para reproducir fielmente sus rasgos, cuenta Lévi-Strauss en el prólogo de Saudades do Brasil que cuando, para seleccionarlas imágenes destinadas a la exposición del Quai Branly, abrió las cajas en las que conservaba fotografías y películas, el olor que se desprendía de ellas le hizo rememorar su trabajo de campo en Brasil, sus vivencias. Esa capacidad evocadora del olor no la despertó el mirar las fotografías de nambikwaras que él mismo había hecho. Mis imágenes, escribe:
no son una parte, conservada físicamente y como por milagro, de experiencias en las que todos los sentidos, los músculos, el cerebro, se hallan implicados: no son más que indicios. Huellas de seres, de paisajes y de acontecimientos que sé que vi y conocí; […] Los documentos fotográficos me demuestran su existencia, sin testimoniar en su lugar ni hacerlos perceptibles para mis sentidos. Al volver a mirarlas, esas fotografías me dejan una sensación de vacío, me hacen notar la falta de lo que el objetivo es fundamentalmente incapaz de captar ().
Y recuerda el antropólogo que durante su trabajo de campo se: “sentía culpable por tener siempre el ojo pegado al visor en lugar de mirar e intentar comprender lo que sucedía a mi alrededor” (). Ambas citas hacen emerger problemáticas de método relacionadas con el visualismo, con el empirismo y con la construcción del conocimiento antropológico. Si, como afirma el hacedor de la antropología estructural, en las experiencias vividas durante el trabajo de campo participan todos los sentidos,
¿por qué lo que decimos haber visto sería más objetivo que lo que decimos haber escuchado, olido o probado? Nuestra opción (por lo que hemos visto) es una cuestión de opción cultural, más que de validez universal. Proviene de una tradición científica ya establecida en la época en la que Locke enunciaba los criterios empiristas de las ciencias modernas ().
Y ¿por qué Lévi-Strauss se sentía culpable por tener el ojo pegado al visor de una cámara? ¿Acaso tenerlo impide mirar e intentar comprender? ¿Hasta qué punto, como señalaba Berger en 1972, la cámara cambia el modo de ver? Y, situándonos del lado de los receptores de las fotografías, ¿afecta de forma significativa la automaticidad de la cámara al cómo estos las experimentan? Si seguimos al Roland Barthes () de La cámara lúcida, sí lo hace porque lo específico de la fotografía sería el punctum, término que alude a rasgos presentes en una foto que ni han sido intencionados, ni ha controlado el fotógrafo. Son detalles presentes en las imágenes plasmadas por una cámara que capta el mundo de forma automática, una cámara que detiene a la par que representa el tiempoen un momento preciso. Indudablemente esos detalles provocan respuestas en quienes miran las fotografías (emoción, rememoración) pero, advierte Barthes, para permitir esas respuestas, esos efectos, el receptor debe rechazar todo conocimiento, rechazar el studium, es decir, la posibilidad de extraer de esas fotografías significados culturales, históricos o sociales que requerirían aplicarles un análisis semiótico o de otro tipo. Un rechazo que es imposible ya que, en cuanto pasa por el lenguaje, el punctum se transforma en studium. Y, recordemos la fórmula de Oliver Sacks: el ojo de la mente pasa por el lenguaje, es decir, que para ver, y sobre todo para ver con los ojos de otro, necesitamos del lenguaje.
Pero volvamos con Claude Lévi-Strauss y Pierre Bourdieu y sus materiales visuales. Dos trabajos de campo iniciáticos, dos posiciones teóricas desde las que comprender el mundo, dos miradas que, orientadas por esas posiciones, se materializarán en miles de imágenes fotográficas que, durante mucho tiempo, y salvo aquellas incorporadas a las monografías, no se difundirán públicamente. Pero ¿qué aportan, como conocimiento antropológico, las fotografías “la banda nambikwara de viaje”, “mujer embarazada adormecida”, “siesta de un grupo de nambikwaras”, “sonrisa nambikwara” que, entre otras, ilustran Tristes trópicos? Si Lévi-Strauss permite plantear algunas cuestiones, Bourdieu ayuda a enunciar otras puesto que, tal y como responde a Shultheis en una larga entrevista, él fotografiaba “para poder recordar, para poder describir después”, pero también para mantener una distancia que le protegiera del impacto emocional de las experiencias vividas, de su empatía hacia lo sufrido por el pueblo argelino. Yo, declara en la citada entrevista “registraba el desastre y, al mismo tiempo, con una especie de irresponsabilidad […] pensaba estudiar todo aquello con las técnicas de las que disponía […] ¿qué podía hacer ante una realidad tan apremiante, tan angustiosa?”. Más allá del habitual y consentido uso antropológico de las imágenes fotográficas y/o fílmicas como prueba y ayuda memorística, interesa destacar que la cámara, y el ojo pegado al visor, protege la sensibilidad porque funciona como un escudo que mantiene a distancia una mirada que, siempre, es relacional. El antropólogo, la antropóloga, mira a los Otros, y los Otros, le miran. Teniendo en mente esta dialéctica, y tras lamentar que la publicación post-mortem del Diario de campo de Malinowski hubiese generado un debate sobre su moral, y no uno sobre la naturaleza del conocimiento antropológico y del papel que en él juega el “punto de vista nativo”, advierte Geertz que “en el país de los ciegos, que no son tan poco observadores como lo parecen, el tuerto no es rey, es espectador” (). El tuerto es, claro está, el antropólogo, la antropóloga.
La mirada es, siempre, relacional
Porque la mirada siempre es relacional el hecho de que, como recordaba Héritier, los hombres puedan ejercer la mirada sobre todo, y no las mujeres, proporciona un dato relevante sobre el tipo de relaciones sociales entre los sexos que existen en diversas sociedades, y sobre sus consecuencias según se sea de uno u otro sexo (en aquellas sociedades en las que impera el sexo binario). Una de esas consecuencias es la del dominio de lo que, en 1975, la feminista británica y teórica del cine Laura Mulvey enunció en “Placer visual y cine narrativo”, apropiándose de la teoría psicoanalítica “como un arma política” (), a saber, la existencia de una mirada masculina que el cine “refleja, revela e incluso representa abiertamente la interpretación socialmente establecida de la diferencia sexual que controla imágenes, modos de ver eróticos y espectáculo” (p. 81). Para esta teórica feminista el cine es un sistema desarrollado de representaciones que ofrece variados placeres y
en un mundo ordenado por la desigualdad sexual, el placer de ver se ha dividido en activo/masculino y pasivo/femenino. La determinante mirada masculina proyecta su fantasía en la figura femenina que es estilizada como corresponde a aquella. [...] las mujeres son simultáneamente miradas y expuestas, con su apariencia codificada para un impacto fuertemente visual y erótico de modo que pueda decirse que connotan mirabilidad ().
En su artículo Mulvey analiza películas de Hitchcock y Sternberg, pero sus planteamientos sirven para examinar, desde su teorización feminista sobre la estructura de la mirada, ese producto antropológico que es el cine etnográfico y, mas ampliamente, la mirada antropológica. Que la mirada del etnógrafo, de la etnógrafa, en pleno trabajo de campo, en plena observación, se haya pensado como un simple mirar -orientado, eso sí, por la voluntad de conocimiento científico-social- anulando así su carácter relacional plantea cuestiones básicas sobre los sesgos androcéntricos, etnocéntricos, raciales y de clase de un tipo de mirada, la antropológica, y, en consecuencia, del conocimiento elaborado por nuestra disciplina gracias al ejercicio de la misma. Un conocimiento producido al hilo de las miradas de Circe y de Narciso, que no retiene la de Pandora (). Por eso, en mi conclusión, aludiré a lo que aplicar la mirada de Pandora podría aportar a un conocimiento antropológico en constante devenir.
Siguiendo con la complejidad que entraña pensar la mirada, y las indudables dimensiones epistemológicas del hecho de pensarla, quiero plantear ahora un espinoso problema de fondo que urge afrontar para seguir elaborando conocimiento antropológico. En 1975 la socióloga feminista materialista Christine Delphy, pensando sobre cómo se construía el conocimiento, lanzaba un grito de alerta que también concierne al carácter de la mirada. Escribía Delphy:
un conocimiento que parte de la opresión de las mujeres no puede conformarse con cuestionar tal o cual resultado de esta o aquella disciplina. Debe contestar las propias premisas a partir de las que se han obtenido esos resultados, el punto de vista desde el cual se han observado los “hechos”, el punto de vista que ha constituido los hechos en hechos; lo que está en entredicho no es sólo la interpretación del objeto, sino la mirada que percibe el objeto y el objeto que esta mirada constituye; [...] Un conocimiento que tomara como punto de partida la opresión de las mujeres constituiría una revolución epistemológica; no podría ser sólo una nueva disciplina cuyo objeto de estudio fueran las mujeres y/o una explicación ad hoc de una opresión particular [...] (aportaría) un enfoque nuevo y no un nuevo objeto de conocimiento ().
Para ella lo que está en entredicho es la mirada y lo está a dos niveles: el de la percepción del objeto, y el de su construcción. El planteamiento de esta teórica apunta hacia la necesidad de cambiar la mirada, el punto de vista, como acto previo e indispensable para revolucionar el conocimiento: “igual que el feminismo-movimiento se propone revolucionar la realidad social, el feminismo-punto de vista teórico […] debe proponerse una revolución del conocimiento” (). Pero ¿cómo llevar a cabo ese cambio? Si cambiamos la mirada, cambiamos nuestra forma socialmente construida de comprender el mundo, esa forma que hemos interiorizado individual y colectivamente en tanto que miembros de una sociedad. Pero hay más.
Intentando responder al por qué, desde la antropología, se ha trabajado tan poco sobre la mirada, afirmaba Françoise Héritier que no se había hecho “por su evidencia misma. Cuando las cosas son muy evidentes, cuando son obvias para la mayoría, no se cuestionan” () e ilustra esta afirmación con un ejemplo. Para ella, si Claude Lévi-Strauss no ‘vio’ que existía una ‘valencia diferencial de los sexos’ fue porque para él, y para muchos otros y muchas otras hasta hoy en día, la dominación masculina era un dato ‘natural’ que no podía ser objeto de la mirada antropológica, es decir, objeto de conocimiento. Así, el punto ciego de la mirada estructuralista fue ver -e interpretar- como natural la dominación masculina. Punto ciego compartido por evolucionistas, particularistas, funcionalistas, marxistas-estructuralistas, interpretativos, posmodernos y, me temo, también por decoloniales. Punto ciego cuya existencia se mantiene en el giro visual que, en los noventa del pasado siglo, se abrió camino tras el giro lingüístico. Punto ciego que concierne al sexo, al que hay que añadirle otro gran punto ciego, el que concierne a la raza. Dos marcas físicas del cuerpo humano que han sido privilegiados objetos de interpretación. Dos marcas visibles que, previamente naturalizadas, se han usado -y todavía se usan- primero, para afirmar la alteridad del sexo femenino con respecto al masculino, de las razas no blancas con respecto a la blanca; segundo, para establecer jerarquías y desigualdades entre quienes formamos parte de un mismo género, el humano; y tercero, y no por llegar en último lugar es menos importante, para producir una compleja iconografía visual que, cuando la desciframos, desvela que se origina desde una mirada, desde una forma de ver, que debe ser pensada.
Conclusión: No se trata de buscar nuevos paisajes, sino de cambiar la mirada
Desde 1870, fecha retenida como punto de arranque de la disciplina y que coincide, año arriba año abajo, con la primera definición de cultura propuesta por el evolucionista Tylor, la antropología va a elaborar su saber privilegiando la mirada. Y lo hará sin tener en cuenta que esa gran traducción del mundo que obtenemos a través de la mirada reposa sobre tradiciones que, históricamente, y de sociedad en sociedad, han estructurado modos de ver que se plasman en diversos soportes; sobre tradiciones que establecen las reglas a seguir para representar lo visto lingüísticamente y en imágenes. La mirada reposa y contribuye a producir un régimen icónico que se transmite a través de diferentes canales, y a públicos diversos. Ese régimen icónico orienta la interpretación y, en lo referido a la antropología, su mirada sobre el otro ha construido una tradición, unas formas de ver a ese otro, de imaginarlo, de representarlo visualmente, algunas de cuyas claves todavía hoy perduran siendo una de ellas la de su exotización.
He iniciado estas páginas dedicadas a pensar si la mirada es el punto ciego de la antropología, ojeando algunas monografías sobre Galicia publicadas el pasado siglo. Aludir a ellas me ha permitido mostrar plurales miradas sobre Galicia, sus paisajes, sus gentes, y apuntar algunas problemáticas. Una de esas miradas sobre Galicia era la de la etnógrafa feminista Meakin, que sin formar parte de ‘a nosa tribu’, observó a las mujeres gallegas: “traballando nas factorías e arando os seus campos”, una etnógrafa que miraba a las mujeres, que pensaba sobre las relaciones sociales entre los sexos, que tenía una insaciable curiosidad y a la que contaron que
Hai dez anos uns obreiros, empregados para cambiar o tellado dun edificio público en Santiago, foron á folga pedindo un aumento de salario. Nesta situación, os seus contratistas trouxeron unha remesa de obreiros desde Portugal. Pero, mira por onde, cando chegaron á estación de tren estaban a esperar por eles unha multitude enteiramente composta polas mulleres dos folguistas que lle tiraban pedras a cada home que intentaba baixar. Empezou unha boa liorta co resultado de que os obreiros portugueses non chegaron alén da estación e volveron a Portugal no tren seguinte. A consecuencia foi que os obreiros foron readmitidos e recibiron a suba que pedían (Meakin, sp).
¿Existirán rastros fotográficos de esa acción? No lo se. Lo que sí sé es que cambiar la mirada requiere cambiar de enfoque, de encuadre. Requiere romper moldes, examinar los enfoques -y los límites- de las miradas de Circe y de Narciso, y quizás, como Meakin, optar por la curiosidad de Pandora. Tras releer el mito de Pandora en clave feminista y psicoanalítica, tras explorar las dimensiones políticas de esa curiosidad que le impele a abrir la caja, denomina a esa curiosidad epistemofilia. Esa curiosidad no surge en el vacío, sino en contraposición a una mirada fetichista patriarcal que objetualiza a las mujeres y las subordina social y simbólicamente. Una curiosidad que sería más la de saber qué hay en la caja, que la de ver lo que hay en ella. Deseo de saber, durante siglos vedado a las mujeres occidentales y, todavía hoy, a numerosas mujeres no occidentales, que hay que alimentar con una “curiosidad feminista que pueda constituir un impulso político, crítico y creativo” (). Si pensar la mirada es un reto antropológico pendiente, no lo es menos el de que, desde esa curiosidad feminista, se construya una antropología que, mirando con ojos críticos los caminos teóricos y metodológicos recorridos, evite los errores ya cometidos.
Notas
[*] Financial disclosure Este texto ha contado con el apoyo del Proyecto Reproducción Biológica, Reproducción Social y Esfera Pública (PID2020-115079RB-I, AEI/FEDER, UE). This research was supported by the Project: Biological Reproduction, Social Reproduction and Public Sphere (PID2020-115079RB-I, AEI/FEDER, UE)
[1] Durante las dos últimas décadas del siglo XX, salvo excepciones como Mulleres de mortos. Cara a una antropoloxía da muller galega () pocas monografías se centraron en las mujeres. (Ver ).
[2] Fabian obvia la variable sexo al establecer la relación entre hegemonía de lo visual como forma de conocimiento y hegemonía política.
[9] Fabian alude en su libro al emergente campo de estudio de la antropología visual e indica que tiene la sensación de que “podríamos estar ante un movimiento contra los efectos limitativos del visualismo sobre una teoría del conocimiento” (). Nada permite afirmar, en 2022, que el campo de estudio de la antropología visual haya contribuido a combatir el visualismo.
[10] A diferencia de la antropología visual, la de la imagen “se fundamenta en la activación de varias estrategias y lógicas [...] La reconfiguración de la figura del antropólogo como una persona conceptual, y las intrusiones mutuas entre la antropología y el arte contemporáneo, redefinen radicalmente la naturaleza del trabajo de campo y de lo empírico. De hecho, el trabajo de campo se ve transformado mediante el diseño y la práctica curatorial y redefinido como image-work (trabajo con imágenes). Así la curadoría de las imágenes surge como un sustituto posible, entre otros, del método comparativo” ().
[11] “Por una antropología de la mirada” se propone “entender el campo de la antropología visual como territorio franco de investigación sobre los aspectos sociales y culturales de la imagen; un interrogante abierto hacia la utilización de las tecnologías audiovisuales en la producción de conocimiento sobre la cultura” ().
[12] En los noventa se inicia un debate sobre la diferencia entre el giro “pictorial” de WJT Mitchell, y el “icónico” de G. Boehm, que abre nuevas vías de investigación sobre la imagen. Desde el “pictorial” se retiene que estamos pasando de la cultura de palabras a la de las imágenes, lo que condiciona tanto la comunicación como nuestra forma de aproximarnos a la realidad. Desde el “icónico” se incide en que eso conlleva una transformación en el pensamiento que requiere reflexionar sobre las condiciones del conocimiento, y se señala que cualquier ciencia, si no quiere caer en un objetivismo ingenuo, o ser tachada de poco rigurosa, debería pensar qué condiciones hacen posible el conocimiento. ().
[13] Que no las trobriandesas. Cuando Annette Weiner llega en 1971 a las Trobriand se instala en un poblado situado a poco más de un kilómetro de Omarakana, donde Malinowski residió entre 1915 y 1918, y Powell entre 1950 y 1951. Asistiendo a una ceremonia mortuoria organizada por las mujeres, observa que estas distribuyen centenares de manojos de hojas de platanero y de faldas de fibras decoradas. Weiner mira a las mujeres, las ve como sujetos, y las inserta en las relaciones sociales y en las económicas. Algo que ni Malinowski ni Powell vieron, y que la antropóloga analiza en Women of value, men of renown (1976).
[14] Esta cita y la siguiente están extraídas de la antología del historiador Entre los textos reunidos figuran cartas de Franz Boas escritas entre 1866 y 1931.
[15] 180 negativos de entre los 3000 conservados. Comparando el libro Saudades do Brasil, con Um outro ollar (2001), del antropólogo brasileño Castro Faria que acompañó a Lévi-Strauss en algunas de sus expediciones, señala que, en el caso del primero “la disposición del o de los personajes [...] da gran fuerza a las imágenes y gana también en exotismo” (p. 294). Exotismo logrado al centrar el objetivo en la persona y eliminar el contexto material en el que se inscribe, algo que Castro Faria no hace.
[16] Señala que existen numerosas fotografías de los Nambikwara. Parte de ellas, producto de las expediciones por el Mato Grosso de la Comisión Rondon, fueron donadas en 1925 a la Société de Géographie de Paris. En este artículo la autora examina las relaciones entre imágenes, contextos culturales, archivos y políticas de la memoria.
[17] Para Barthes toda fotografía contiene un resquicio del tiempo. Cuando una antropóloga, un antropólogo, hace una durante su trabajo de campo, capta un presente efímero, una temporalidad evanescente, que ya no existe para quien la contempla días, meses o años después.
[18] Franz Schultheis y Christine Frisinghelli editaron en 2011 Pierre Bourdieu en Argelia. Imágenes del desarraigo. La obra contiene ciento cincuenta fotografías hechas por Bourdieu durante su trabajo de campo, dos ensayos de ambos editores, y una larga entrevista con Bourdieu realizada en 2001. Todos los entrecomillados provienen de dicha entrevista.
[19] Por ejemplo, la serie Los últimos indígenas, -última difusión en 2015 por el segundo canal de la televisión pública española- proponen imágenes exóticas de la alteridad. Sus dieciséis documentales parecen concebidos al margen del tiempo, de la historia y eludiendo debates antropológicos. Lo mismo sucede con Otros pueblos, finalista en 2007 en el Festival Internacional de Televisión y Cine de Nueva York. Estas series documentales, que pasan por restituir la realidad social y cultural de diversos grupos humanos, lo que hacen es construir, difundir y crear imágenes de alteridad basadas en premisas evolucionistas.