Como la de tantos y tantas otras, la obra de Guy Debord, que hurtó imágenes y desvió palabras y frases, traza una cartografía inabarcable, prolífica en sus relaciones intertextuales. Así, Pascal Bonitzer gustó de imaginar a Debord al modo del personaje de Melancholia I (1514), el grabado de Alberto Durero, rodeado de artefactos, pasajes y supervivencias de una época que él mismo, a través de una multitud imaginable de formas, osó intentar destruir.
Digámoslo claramente, y rápido: no es esta, la de Bessompierre, una obra abismal, un torrente teórico poderoso o un quiebre paradigmático sobre el ‘corpus debordiano’. Es, mejor dicho, una invitación sutil a practicar el quiebre. Su gracia, entre otras cuestiones, como rehusar abiertamente de la tonalidad académica y de las disecciones conceptuales de quirófano, es abrazar una cierta poética del recuerdo, revivir el pasado y sus personajes trayéndolos al presente a saltos, a través de anotaciones. Bessompierre prescinde de los juicios unívocos y finales, de la escritura programática, del reflejo nítido de un proceso investigador sobre el sujeto a tratar. Frente a esto, y abriendo una estela que continuaría recientemente Giorgio Agamben, en el prólogo de El uso de los cuerpos, Bessompierre elige transitar un sendero, el de la amistad, que conduce directamente a la vida de ‘Guy’, frente a la hipérbole del mito sobre Debord. Evitando lo hagiográfico, esta obra es, más bien, un personal in memoriam.
¿Quién es, se pregunta el lector, este amigo, Bessompierre? Sólo sabemos, del personaje, que es pintor, que utiliza un pseudónimo, que nació en 1957 y que, al menos entre 1981 y 1994, año en el que Debord decidió quitarse la vida, fue amigo, entre otros paseantes, de Guy y Alice Becker-Ho. La escritura de este misterioso sujeto traza una intersección notable entre quien escribe y los sujetos que habitan la escritura; la misma relación que se establece, en definitiva, entre el retratista y los sujetos objetivados presuntamente en pintura. Durante una exposición en Béziers, en 1995, cuenta Bessompierre, expuso L’Atelier, una reinterpretación pictórica del cuadro homónimo de Gustave Courbet donde la figura de Baudelaire, poeta, fue sustituida por la de Guy Debord. Pasaron sólo unos días hasta que un objeto cortante perforó el rostro del Debord pintado, y Bessompierre le agradece al autor haber podido compartir con Guy «la expresión de su profunda hostilidad» ().
Estos retratos multidisciplinares presentan, al modo del biografema barthesiano, e intercalando lo poético y lo prosaico, destellos de cotidianeidad, desfiles de aventuras y recuerdos de pasión difusos que dan forma conjunta al pintor y al modelo. Lienzo impresionista que, sin duda, se sabe partícipe de esta conjetura: «Sería necesario que ese retrato tenga en cuenta el volumen de su pensamiento, de los afectos intercambiados con los otros y de los lugares recorridos durante su vida» (). Bessompierre escribe, con asombro, de lo epatante que fue conocer el pensamiento de su amigo, pero también de cómo lo conoció, comiendo y bebiendo junto a Alice, y cuáles fueron luego sus caminos compartidos. Caminos no siempre afables, entre los que encontramos el episodio mortuorio de Gérard Lebovici, las reacciones afectivas de su entorno ante el mismo y las acusaciones de la prensa hacia Debord, a quien relacionaron, directa o indirectamente, con el crimen.
La pretensión fundamental de este retrato en palabras no tarda en aparecer. Bessompierre reflexiona, en un éxtasis anacrónico: hemos comido y bebido, aunque sin atender demasiado a ello, con Heráclito, el artesano egipcio e infinitudes. Todos los filósofos presocráticos —dice— son poetas, y se pregunta, en tal caso, cómo podríamos distinguirlos, exactamente, de Debord. He aquí la tesis fundamental del libro, que no es otra que presentar lo poético como mónada o big bang, forma atómica de la que las artes emanan, que las artes contienen, y principium del modelo debordiano: «La crítica de Guy Debord tiene su origen en una aprehensión poética del mundo» (). En esta presentación del personaje según el paradigma del poeta filósofo, del filósofo poeta, modelo presocrático y nietzscheano, Bessompierre consigue escindirse y distinguirse de los exégetas que conducen a Debord por el camino único del hegelo-marxismo y la Escuela de Frankfurt. El pintor, sin embargo, no rehúsa en emitir comentarios acertados sobre los conceptos debordianos que más ríos de tinta han suscitado, alguno de ellos con el sello propio de la pluma fina, que dan fe de una comprensión compleja de la arquitectura conceptual trazada por Debord.
Es de máximo interés el desfile de títulos literarios que, cuenta Bessompierre, Debord le ofreció, regaló o recomendó durante el tiempo en el que fueron amigos. Algunos, como Lo barroco, de Eugenio d’Ors, Coplas a la muerte de su padre, de Jorque Manrique, u Oráculo manual y arte de prudencia, de Baltasar Gracián, dan fe de su querencia por el barroco español y el gusto por las disertaciones breves y la prosa clásica. Aparecen Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, o El hombre sin atributos, de Robert Musil, novelas celebérrimas, aunque sin referencia explícita en la obra de Debord. Asimismo, encontramos mencionada la Antología del humor negro, compilada por André Bretón, donde hallamos textos de Lautreámont o Duchamp, o Formas del tiempo, de Georges Kubler, referencia atípica a un historiador del arte. El cuestionamiento que Kubler realizó del paradigma evolucionista y biológico de la historia del arte positivista, desde la antropología y la morfología, desde Nietzsche, Henri Bergson o Alois Riegl, invita a repensar no sólo la relación de Debord con las visiones evolucionistas de la historia, sino su concepción misma del tiempo.
En estas menciones, Bessompierre llega a insinuar, mismamente, la importancia decisiva de Lautreámont a la hora de iluminar las sombras de la obra de Debord, quien persiguió sin medida «el ‘pasaje al noroeste’, geografía de la verdadera vida, que tan a menudo se había buscado durante más de un siglo, sobre todo a partir de la poesía moderna que se autodestruía» (2018, 113). Encontramos en Lautreámont el modelo de inspiración del détournement, método comparado por Bessompierre con el rapto de las imágenes articulado por Caravaggio, aunque en un movimiento antitético. Un ejercicio anacrónico e hipotético podría representar la vida y la poética de Caravaggio al modo situacionista. Bessompierre menciona, sin embargo, aunque sin justificarlo demasiado, que es Caravaggio, y no Rubens, no otro, quien anticipa con su disposición ilusionista de gesto proto-cinematográfico el modernismo espectacular.
La estética es concebida y empleada por los situacionistas, como sabemos, según el orden de la poiesis, acto generador, más allá del papel, de nuevas formas de vivir. La sección inglesa de la Internationale situationniste comparó los guetos en llamas de Estados Unidos con el primitivismo y lo azaroso de la poesía experimental. Lo estético y lo político configuran un magma que coimplica la poesía con la revolución, son, en definitiva, unum et idem. Como escribe Gracián, en aquel libro que Guy le recomendó a su amigo Bessompierre: «No todo sea especulación, aya también acción. […] ¿De qué sirve el saber, si no es plático? Y el saber vivir es hoi el verdadero saber» (). Debord, intermezzo entre el artista que pretendió destruir el arte y el pensador que buscó en la estética una forma de la revolución política, pretende arrancar la vida de las entrañas del espectáculo.
La vida de Guy no sería tan importante si sus escritos versasen sobre otros términos; si las pretendidas omisiones de su obra no trazasen oquedades sombrías todavía sin resolver. El libro de Bessompierre anida ahí, en la posibilidad de una nueva interpretación: «Guardo para mí la sensación de que Guy Debord se expandió en una dimensión que sus escritos, me parece, han ocultado cuidadosamente, porque sabía tal vez que no le era posible decir más y a lo sumo, mediante algún tipo de palimpsesto, mediante una escritura en la escritura, dejar que se perciba algo de esa dimensión» (). Repensar o volver a experimentar su obra es un gesto al que Debord mismo nos invitó, en el último plano de In girum imus nocte et consumimur igni (1978), cuando sobre las aguas de la Punta della Dogana, en Venecia, leemos: a reprendre, a retomar desde el comienzo. Es ese, y no otro, el gesto de Bessompierre: animarnos a iluminar las sombras del lúcido escándalo debordiano.