Resumo
El presente trabajo pretende ofrecer un panorama general del ambiente y las complejas relaciones entre los representantes de las tres principales religiones monoteístas -cristianos, judíos y musulmanes- y las peculiaridades de su convivencia en Tierra Santa en el siglo XVI. Dichas relaciones están marcadas tanto por la diversidad ideológica y vital de estos grupos, como por la diferencia entre las expectativas de los peregrinos españoles que se dirigían hacia aquellas tierras, y la realidad con la que se encontraban al llegar allí. Estas diferencias entre los peregrinos hacen que en sus relatos estos asuntos se aborden desde perspectivas muy diferentes. Lo que resulta incuestionable es el éxito de sus obras en Europa y la difusión que tuvieron entre los fieles cristianos.
Palabras chave
Las relaciones entre Cristianos, Musulmanes y Judíos en Tierra Santa a los ojos de los peregrinos españoles del siglo XVI
Denitsa Yordanova Mincheva
Las relaciones entre Cristianos, Musulmanes y Judíos en Tierra Santa a los ojos de los peregrinos españoles del siglo XVI
Sémata: Ciencias Sociais e Humanidades, núm. 33, 2021
Universidade de Santiago de Compostela
Relationships between Christians, Muslims, and Jews in the Holy Land in the Eyes of the Spanish Pilgrims of the 16th century
Denitsa Yordanova Mincheva
Universidad Complutense de Madrid, Madrid, España
Copyright © Universidade de Santiago de Compostela
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Recibido: 04 Marzo 2021
Aceptado: 15 Marzo 2021
Resumen: El presente trabajo pretende ofrecer un panorama general del ambiente y las complejas relaciones entre los representantes de las tres principales religiones monoteístas -cristianos, judíos y musulmanes- y las peculiaridades de su convivencia en Tierra Santa en el siglo XVI. Dichas relaciones están marcadas tanto por la diversidad ideológica y vital de estos grupos, como por la diferencia entre las expectativas de los peregrinos españoles que se dirigían hacia aquellas tierras, y la realidad con la que se encontraban al llegar allí. Estas diferencias entre los peregrinos hacen que en sus relatos estos asuntos se aborden desde perspectivas muy diferentes. Lo que resulta incuestionable es el éxito de sus obras en Europa y la difusión que tuvieron entre los fieles cristianos.
Palabras clave: cristianos; musulmanes; judíos; convivencia; Tierra Santa.
Abstract: The present work tries to offer a general panorama of the environment and the complex relationships between the representatives of the three main monotheistic religions - Christians, Jews and Muslims - and the peculiarities of their coexistence in the Holy Land in the 16th century. These relationships are marked both by the ideological and vital diversity of these groups, as well as by the difference between the expectations of the Spanish pilgrims who were heading towards those lands, and the reality they encountered when they arrived there. The differences between the pilgrims mean that in their stories, these issues are approached from very different perspectives. What is unquestionable is the success of his works in Europe and the diffusion they had among the Christian faithful.
Keywords: Christians; Muslims; Jews; coexistence; Holy Land.
Sumario
Introducción
Tierra Santa bajo el dominio musulmán y la relación con los monarcas cristianos
La orden de los franciscanos en Tierra Santa
La peculiar celebración del Domingo de Ramos en Jerusalén y algunos lugares de culto compartidos
La convivencia en Tierra Santa a través de los ojos de algunos viajeros
Conclusiones
Referencias bibliográficas
INTRODUCCIÓN
Las peregrinaciones a Tierra Santa despiertan en el imaginario colectivo un sinfín de aspiraciones, curiosidades y las posibilidades de exponerse a peligros en curso del viaje que los devotos emprenden. Si en la Edad Media la peregrinación a Santiago fue la ruta por excelencia para los europeos que querían cumplir con este deseo, a partir del siglo XV será la peregrinación a Tierra Santa la experiencia más buscada y deseada por los peregrinos que ansiaban conocer todos aquellos lugares que constituyen el itinerario de la vida de Cristo: Nazaret, Belén, Jerusalén, el río Jordán, Galilea y Egipto. Para quienes tenían noticias de la pérdida de Constantinopla -caída en el año 1453 en manos de Mehmed II después de un largo asedio que conmocionó a la comunidad cristiana- y las posteriores campañas para recuperar los territorios perdidos, aquel viaje adquiría también una importancia aún mayor, convirtiéndolo en una experiencia única y de vital importancia.
Los viajes han ido creando un corpus de extensa literatura que pone de manifiesto las relaciones, costumbres y peculiaridades en aquellas tierras. En estos libros hay quienes narran un viaje personal y reflejan sus sentimientos como devotos al visitar los lugares bíblicos, cargados de tanto simbolismo para los cristianos; otros han tenido un claro propósito de servir a sus correligionarios y crear guías para los peregrinos: previniéndolos de los peligros, describiendo los lugares por los que transitan y exaltando la importancia de la peregrinación para afianzar la fe y conseguir la absolución de sus pecados; hay quienes no han podido visitar en persona aquellos lugares, pero nutriéndose de los testimonios de otros que sí lo han hecho, han creado relatos excelentes que se encuentran a medio camino entre la realidad y lo ficticio. Sea cual sea el propósito, la devoción en estos textos es uno de los elementos indiscutibles y muy presentes.
El estudio de los relatos que nos han dejado los peregrinos a Tierra Santa presenta varias dificultades: los textos rara vez tienen una edición moderna, al menos hasta hace poco; hay quienes consideran aburridos y repetitivos a estos textos; y, por supuesto, la cuestión del carácter y la categorización de los libros de viajes. ¿Son literatura o son guías de viajes? ¿Son históricos o literarios? Lo cierto es que son un género híbrido que nos proporciona datos valiosísimos de la vida y las peripecias de los peregrinos a Tierra Santa, mezclados con referencias leídas de otros autores, leyendas populares, descripciones basadas en la Biblia o en los autores clásicos latinos, etc. Tampoco hemos de olvidar que la caracterización de este género en aquella época es totalmente distinta de la actual. Aquellos libros se devoraban por los lectores con las mismas ansias con las que se leían los libros de caballerías y su intención no era meramente informativa y destinada a los futuros peregrinos. Los libros de viajes eran una manera de conocer tierras lejanas y determinantes en el imaginario colectivo de los cristianos, pero no se ceñían a un criterio de objetividad y detalles realistas que caracterizan a los libros historiográficos. Eran, al fin, literatura que captaba la atención de los lectores y encontraron sitio en sus bibliotecas. La polémica alrededor de su consideración como una cosa u otra no ha terminado, pero no conviene en este trabajo profundizar en ella ni tampoco puedo pretender zanjarla de alguna manera.
El interés por ellos ha dado como fruto numerosas publicaciones monográficas, congresos, hallazgo de nuevas fuentes para el estudio y otros trabajos académicos, que convierten a los libros de viajes en un campo de estudio muy dinámico e interesante. Es imprescindible tener en cuenta el trabajo de Miguel Ángel Pérez Priego (Priego, 1983, pp. 217-239) para orientarse en el estudio de los libros de viajes, o el estudio de Rafael Beltrán (Beltrán, 1991, pp. 121-164) quien ha tenido la difícil tarea de crear la nómina de obras que hoy nos sirven para comenzar cualquier estudio en el tema. Sin estos dos trabajos, unidos a una lista considerable de otros autores que analizan el género y los textos que nos han llegado hasta la actualidad, no podría haber comenzado mi propia investigación. Un claro ejemplo de esta nómina de autores es, también, el ya clásico para los interesados en la materia Joseph Jones, quien pone de manifiesto en su libro la realidad indiscutible de los libros de viajes: el panorama más fidedigno de lo que ocurría en Tierra Santa y la vida real de los representantes de las distintas religiones que allí habitaban, solo se puede reconstruir con el testimonio de los viajeros de los siglos XVI y XVII que iban hacia allí. Unos testimonios que son por un lado geográficos, aunque es lo que menos les importa, y por otro son una verdadera biografía intelectual y religiosa (Jones,1998). No hay duda de que para Joseph Jones estos relatos son un verdadero testimonio literario. De los estudios más recientes, me gustaría destacar el de María José Cano Pérez y Tania García Arévalo (Tania Arévalo,2012) siendo su trabajo una obra maestra que profundiza sobre la cuestión de la alteridad en Tierra Santa como un proceso de conocimiento del otro desde la perspectiva personal que enriquece a los viajeros y abre ante ellos nuevos horizontes y maneras de interpretar el mundo; en él se repasa la visión de la ciudad de Jerusalén que tienen los viajeros hispanos, se analiza la peculiar mirada de la comunidad judía en aquellas latitudes y termina estructurando y analizando las ediciones del Libro de Eldad el danita, un relato de viaje de autoría judía que ha despertado el interés de los investigadores.
Pero para completar el panorama que describen mis fuentes primarias y los estudios anteriores sobre ellas, se deben tener en cuenta una lista considerable de trabajos y estudios historiográficos sobre la época que nos ocupa, ya que de esta manera podremos crear un juicio argumentado sobre las relaciones entre los representantes de las tres religiones monoteístas principales y diferenciar lo que nuestros autores, como buenos fieles y hombres de fe, narran respecto de la realidad histórica. Esta diferencia entre lo leído en los libros de viajes y la realidad histórica también invadía a nuestros peregrinos cuando pisaban Tierra Santa. Allí, muchos autores como el alemán Bernardo de Breidenbach, de cuya obra nos ocuparemos un poco más adelante, comprobaban por sí solos las diferencias entre sus ideas previas y la realidad en los lugares santos- la descripción de los lugares bíblicos, el carácter y el comportamiento de los representantes de las otras religiones y la convivencia en esta sociedad tan heterogénea de la que eran miembros-asombraban a nuestros autores y los retaban a intentar transmitir sus impresiones, sin excederse en su papel de observadores de todo aquello.
En la España del s. XVI, los libros de viajes alcanzan su cénit gracias a unos peregrinos que no solo hacían el viaje, sino que también lo ponían por escrito. La mayoría de estos textos se enviaron a imprenta y tuvieron un éxito editorial importante, como es el libro de Breidenbach, el de Antonio de Aranda o el de fray Antonio de Medina; otros, como Diego de Mérida nunca tuvieron como objetivo un éxito editorial y pretendían transmitir de una manera sencilla y humana todo aquel mundo lejano a sus correligionarios. Por cierto, tener o no la pretensión de imprimir el texto en cuestión hace que el resultado del relato sea totalmente diferente. En el caso de autores como Breidenbach lo contado en su Viaje de la Tierra Santa es todo una muestra de conocimientos bíblicos, referencias eruditas y otras materias del saber; a la vez que se utiliza para exaltar el fervor cristiano apostólico romano, pues las demás sectas cristianas son algo así como personas que se han desviado del camino adecuado, y arremeter contra los musulmanes y los judíos con unos argumentos basados en los estereotipos que se difundían en occidente sobre ellos y no tanto en la observación directa de aquella población. Es comprensible, pues, que el deán de Maguncia se muestre reacio hacia las demás sectas religiosas; como es entendible que autores como Diego de Mérida no muestre la misma actitud, ya que tampoco tenían la misma representación en la iglesia, ni el mismo rango.
Aunque muchos libros todavía carecen de ediciones modernas, lo cierto es que actualmente conocemos una docena de obras que se suceden a lo largo del siglo y animan a los cristianos occidentales a peregrinar y soñar con poder seguir los pasos de Cristo. Los autores podrían haber conocido otros textos anteriores que narren el viaje, pero lo cierto es que su principal fuente va a ser su propia experiencia y su persona como creyente y, en muchas ocasiones, miembros de una u otra orden religiosa. Su función es la de ser testigos y sitúan en primer plano el espacio sagrado que visitan, intentando que el lector reciba una imagen de lo más fidedigna y plástica de lo que allí había. El propio itinerario físico tiene más bien poca importancia y son los espacios sagrados aquellos elementos que son el punto de encuentro entre los diferentes relatos.
La descripción de Tierra Santa y de los hechos sagrados están en el centro de la materia narrativa y el tiempo y el itinerario en sí ceden su espacio a una especie de atemporalidad y lugar común que todos los cristianos conocen y que parten de la Biblia. Estos libros se conciben como parte del género historiográfico, pues informan de un mundo lejano y desconocido; pero también se suman a la aventura que supone hacer este recorrido y un claro deseo de convertir a los libros de viajes a Tierra Santa en una lectura devota que reavive los espacios sagrados descritos en la Biblia y aumente la fe en los creyentes.
Nuestros viajeros exploran durante semanas Palestina, luego se pasan a Egipto y al Monte Sinaí. En la época del reinado de los Reyes Católicos (1474-1516) tenemos cuatro relatos extensos, dos fueron escritos por frailes: uno franciscano (Antonio Cruzado) y otro jerónimo (Diego de Mérida); pero también está la obra de Pedro Mártir de Anglería que visitará Tierra Santa en un momento delicado para la diplomacia cristiana en aquellas tierras debido a los sucesos que habían tenido lugar en la Península en relación con la Reconquista y el trato hacia los musulmanes, y por expreso encargo de los Reyes Católicos que en aquel entonces intentaban limar asperezas con el sultán a raíz de todo aquello. Y por supuesto, está el libro de Bernardo de Breidenbach que supuso una auténtica revolución en este género literario y tuvo un éxito editorial inaudito. Los relatos de peregrinación seguirán apareciendo también en la época de los Austrias Mayores, Carlos I y Felipe II, aunque ya en un panorama de mayor tensión política y religiosa: la amenaza turca fue cada vez mayor y el trato de los otomanos hacia los peregrinos cristianos así como sus relaciones con los monarcas occidentales no tienen nada que ver con las relaciones que se habían establecido durante el dominio de los mamelucos en Tierra Santa.
TIERRA SANTA BAJO EL DOMINIO MUSULMÁN Y LA RELACIÓN CON LOS MONARCAS CRISTIANOS
Después de la aparición del cristianismo, Jerusalén ha estado en la mayor parte de su historia bajo un dominio musulmán. Tras la batalla de Hattim (1187), Tierra Santa volvió en manos de los califas y sultanes de El Cairo. Este dominio musulmán se puede dividir en dos periodos grandes: el de los mamelucos (1250-1517) y el de los turcos que triunfarán con la llegada de Selim I. Ferdinand Braudel analiza pormenorizadamente el poder de los mamelucos y luego el de los osmanlíes en Tierra Santa, sus diferencias y las características que los definen. Si los primeros fueron unos musulmanes que se habían hecho con el poder con esfuerzos, pero luego se mostraron bastante benévolos y respetuosos con los fieles de otras religiones; los osmanlíes dispensaron a los cristianos un trato totalmente diferente: desde su conversión al islam por conveniencia, pasando por su claro carácter bélico y acabando en su falta de empatía que se unía al deseo de conquistar cada vez más tierras y crear un imperio poderoso. Tanto es así que llegaron al corazón de la cristiandad occidental y poco les faltó para conquistarla. Nacidos para ser guerreros, los turcos no reparaban en nada más que en aumentar su poder y expandirlo pues ganaron a los mamelucos porque estos confiaban más bien poco en las armas turcas, pero Selim, el padre de Solimán El Magnífico, los ganó precisamente con ellas.
Aunque las peregrinaciones no cesaron nunca, lo cierto es que el trato que recibían los peregrinos y la posición más o menos privilegiada de los que velaban por su seguridad fueron muy diferentes en ambos periodos. Un trabajo imprescindible para entender la evolución y los cambios en los dominios musulmanes, incluida Tierra Santa, es el de Miguel Ángel De Bunes Ibarra que nos ofrece un análisis histórico exhaustivo del imperio musulmán, su organización y su ideología (Bunes Ibarra, 1989). Este estudioso comienza su obra con una afirmación muy esclarecedora acerca de los viajeros medievales y el realismo en sus descripciones durante el viaje a Oriente: «Los viajeros medievales y los peregrinos a Tierra Santa no se preocuparon excesivamente por la definición del medio físico y humano de los lugares donde pasaban, en la creencia de que los geógrafos griegos y latinos ya lo habían hecho.» (Bunes Ibarra, 1989, p. 1). Lo cierto es que la invasión musulmana en Tierra Santa va a suponer la creación de una línea divisoria entre el Mediterráneo oriental y el occidental, a la vez que va a enfrentar a los musulmanes y a los cristianos en un ambiente de constante lucha y recelo. Los cristianos jamás abandonaron del todo aquellas tierras, pues mantuvieron relaciones comerciales, políticas y hasta militares con oriente, pero vivían en un ambiente de cierto conformismo entorno a los dominios musulmanes que se rompe cuando los otomanos conquistan el imperio bizantino y su capital. Las rutas que seguían nuestros peregrinos se fueron forjando a través del comercio y el conocimiento que tenían los comerciantes sobre las costas del Mediterráneo. Preferían las rutas marítimas, aun temiendo a los corsarios que amenazaban a los navegantes, a las terrestres, ya que estas suponían transitar por los Balcanes, siendo estas tierras desconocidas y poco seguras que también fueron devoradas por el imperio otomano. Para algunos, la Biblia fue también una fuente de conocimientos de los itinerarios que se han de seguir hacia Tierra Santa. Un ejemplo es el propio Bernardo de Breidenbach que incluye en su libro un grabado del tempo de Salomón en el centro de la ciudad de Jerusalén como si existiera en la época en la que visitó la ciudad. Fray Antonio del Castillo, por su lado, incluye vistas de las estaciones obligatorias que los peregrinos deben visitar como si hubiesen sido construidas en la época en las que él las pudo estar allí.
El establecimiento de unos tratos favorables ente ambos lados del Mediterráneo se remonta al s. XIII y se fueron forjando gracias al expansionismo aragonés hacia Oriente a través del mar. En 1250, Jaime I estableció el primer tratado comercial con el sultán de Egipto y en 1262 se creó el consulado de Alejandría. Los Reyes Católicos también fueron conscientes de la importancia de estas relaciones y, gracias sobre todo el gran talento diplomático de Fernando el Católico, siguieron desarrollando y propiciándolas (Víctor de Lama, 2013). La amenaza turca convirtió estas relaciones en algo todavía más importante, sobre todo por el peligro que suponían los otomanos para Tierra Santa y para todo el Mediterráneo. Los trabajos de Víctor de Lama, en este sentido, son imprescindibles para entender la importancia y la dificultad de estas relaciones tan frágiles y poco convencionales. En su libro Relatos de viajes por Egipto en la época de los Reyes Católicos (2013) dedica una extensa primera parte al análisis de estas relaciones, señalando la importancia de las figuras de los reyes Isabel y Fernando en estas relaciones, la crisis que supuso la reconquista del Reino de Granada y las quejas que el sultán recibió de sus correligionarios por el trato que habían recibido de los reyes cristianos y la importante labor de los franciscanos en Tierra Santa.
Esta unión poco usual entre los reyes cristianos y los gobernantes musulmanes permitía no solo la peregrinación constante y relativamente asegurada a Tierra Santa, sino también el afianzamiento de unas estables relaciones comerciales que fueron capaces de sobrevivir incluso a las consecuencias de la Guerra de Granada (1482-1492) que puso a prueba las habilidades diplomáticas de los monarcas. Por un lado, esta guerra exaltó los ánimos del sultán de Egipto que estaba indignado por el trato que habían recibido sus correligionarios en la Península; por otro, los Reyes Católicos se vieron obligados a explicar las bulas papales que daban a esta contienda un carácter de cruzada y, por tanto, implicaba la participación de toda la comunidad cristiana que debía luchar contra el enemigo musulmán. Fernando el Católico retiró los textos que el sultán consideraba ofensivos de los documentos oficiales y consiguió conservar las buenas relaciones con Oriente incluso más allá de 1491 (Víctor de Lama, 2013, p. 62).
Las revueltas de las Alpujarras (1568 y 1571), ya en época del reinado de Felipe II, fue la respuesta morisca a la Pragmática Sanción de 1567 que limitaba sus libertades como comunidad bien diferenciada en la Península: libertad de culto, de vestimenta, de prácticas culturales, etc. El desenlace fatal de estos enfrentamientos fue la dispersión por la Península de la población morisca y unos enfrentamientos entre los cristianos y ellos que desencadenaron una serie de sucesos trágicos que acabaron con la vida de unos sacerdotes cristianos. Muchos moriscos emigraron entonces hacia Egipto y alzaron la voz contra los monarcas cristianos, lo cual provocó una respuesta casi inmediata por parte de los gobernantes musulmanes que empezaron a dificultar las peregrinaciones a Tierra Santa.
Mucho menos ruidosos fueron los judíos, que fueron expulsados de la Península en 1492, tanto de la Corona de Castilla, como de la de Aragón. A raíz de ello, muchos se dirigieron hacia Oriente. La llegada de los sefardíes se iba produciendo a oleadas: los primeros fueron aquellos que se vieron expulsados de los reinos cristianos peninsulares, con el tiempo llegaron los que se habían instalado en Italia y por último fueron llegando aquellos que la Inquisición persiguió. Los judíos fueron bien acogidos por los gobernantes musulmanes y sobre todo por Bayaceto II (Cantera Montenegro, 2004, p.109) que creó para los judíos auténticos espacios atractivos para vivir, con protección imperial y con un estatuto especial para los sefardíes que les otorgaba la residencia en el Imperio Otomano y pronto se convirtieron en una comunidad bastante amplia que se estableció en los principales centros comerciales del territorio imperial. Los dos grandes centros de la inmigración sefardí en Palestina fueron Jerusalén y Safed, donde poco a poco crearon su espacio y convivieron en relativa paz con los musulmanes y los cristianos. Un trabajo bastante interesante para entender la emigración judía hacia Oriente y su vida allí es el de Enrique Cantera Montenegro (2004) que señala, con mucha certeza, la importancia que tiene la ciudad de Jerusalén para los judíos, convertida en el auténtico centro de su vivencia e íntimamente ligada al concepto judío de salvación (Cantera Montenegro, 2004, pp. 96-97). La relación de los judíos con Tierra Santa y Jerusalén pudo perdurar en el tiempo, sobreviviendo al exilio al que fueron sometidos. Hecho que no hizo más que aumentar su nostalgia por aquellas tierras y afianzó la idea de considerarse residentes despojados de la Tierra Prometida de manera temporal, esperando el momento indicado para su regreso a ella.
El fin de la época mameluca en Tierra Santa fue también fin de una época de esplendor y buenas relaciones con Occidente. Los otomanos que los sucedieron en el poder no tenían ni la intención ni el deseo de establecer unas buenas relaciones con los monarcas cristianos. De hecho, como se puede ver de lo expuesto en el párrafo anterior, aunque a grandes rasgos, trataron mucho mejor a los judíos que a los cristianos. La comunidad cristiana también se vio debilitada por las tesis de Lutero, publicadas en 1517, que sacudieron los cimientos de la Iglesia Católica y cuestionaron las indulgencias que tanto habían animado a los cristianos a peregrinar a Tierra Santa, que a su vez estaban directamente relacionadas con la contemplación de los lugares santos y el contacto con las reliquias que son un asunto bastante interesante no solo por su valor sino también por su simbolismo para la Iglesia y los creyentes. Es decir, el espacio en el que vivió Jesucristo es en sí una gran reliquia para la religión católica y dado que no se puede trasladar, la única vía para conocerla es la peregrinación. Poner en duda la importancia y la validez de las reliquias es cuestionar la manera de entender la religión y la devoción de los cristianos católicos.
La llegada de los osmanlíes a los lugares santos encrudece el ambiente y enfrenta de manera definitiva a cristianos y musulmanes. En la comunidad cristiana se expande con rapidez la idea de que los otomanos existen como castigo divino a los cristianos por sus pecados. Los turcos son la encarnación del mal y la violencia y ello se demuestra por el trato que ofrecen a sus súbditos y la crueldad de sus castigos. En realidad, esta idea se basa en la creencia poco apropiada de la superioridad del cristianismo sobre el islam. Nuestros viajeros los ven como un adversario que no pretenden conocer, sino del que se pretenden informar para vencerlo (Braudel, 1989, p. 77).
LA ORDEN DE LOS FRANCISCANOS EN TIERRA SANTA
Una de las cuestiones importantes para entender las relaciones entre musulmanes, cristianos y judíos en Tierra Santa es la presencia de la Orden de los Franciscanos en aquellos lugares. El proceso del asentamiento y la posterior influencia de estos frailes son interesantísimas y esclarecen bastante el ambiente que reinaba en aquellas tierras.
La orden fue creada en 1209 por San Francisco y su misión desde el primer momento fue la evangelización, junto a la idea de enviar frailes a todos los rincones del mundo conocido para difundir la palabra de Dios. La Tierra Santa fue considerada primordial para esta orden de frailes mendicantes, ya que allí es donde se encontraban las raíces del cristianismo. Con el tiempo, la protección de los santuarios en Oriente se convirtió en una cuestión primordial para estos frailes y para los reyes cristianos de Occidente. Según iban perdiendo territorios en los santos lugares, los cristianos tuvieron que cambiar de estrategia y adentrarse en los dominios ya musulmanes a través de la diplomacia y los tratados políticos y comerciales. Los santos padres supieron reconocer que la vía bélica estaba destinada al fracaso y empezaron a apostar por la coexistencia de los musulmanes con los cristianos en los santos lugares. Los primeros que resaltaron en este cambio de estrategia fueron precisamente los franciscanos que recibieron del Papa Gregorio IX una bula que presentaba su misión en Tierra Santa como una cruzada pacífica, animando a todos los fieles que la recibieran a apoyar la labor y la misión de la Orden de los Frailes Menores. Más tarde, en 1263, estos territorios fueron divididos en demarcaciones menores que iban a denominarse Custodias para poder ofrecer a las comunidades cristianas un trato más cercano y eficiente (Víctor de Lama, 2013, p. 123).
Aunque el avance musulmán sobre estas tierras obligó a los cristianos a reorganizarse y retroceder en numerosas ocasiones, los franciscanos nunca perdieron interés por Tierra Santa. Hubo varias matanzas que se llevaron la vida de muchos frailes. Tenemos datos de una tragedia de este tipo en 1244, otra en 1257 y una más en 1266 que fue la más cruenta dado que la motivó la negativa de los franciscanos de renegar de su fe. Jafa en 1268, Siria en 1269 y otras más narran episodios cada vez más cruentos. En la toma de Acre en 1291 murieron unos 30 000 cristianos, entre ellos frailes de esta orden. Si contamos todos estos datos es para demostrar que la orden no lo tuvo fácil en ningún momento y a la vez podemos utilizarlos para esbozar una relación con los gobernantes musulmanes que, si bien podían ser tolerantes con los cristianos, también es cierto que no pasaban ninguna oportunidad para demostrar su poder y dominio sobre ellos.
El reconocimiento oficial para los franciscanos llega en 1342 de la mano del Papa Clemente VI, quien les otorgó la custodia de Tierra Santa, gracias a una bula que expeditó, y que supondrá el reconocimiento definitivo de los mismos como guardianes de los santos lugares. Según los datos más antiguos que tenemos, los franciscanos se establecieron allí siendo apenas veinte en su totalidad y se encargarían de los oficios litúrgicos y a la asistencia de los peregrinos. Establecieron buenas relaciones con las otras sectas cristianas, así como con los judíos y los musulmanes.
Jerusalén podía llegar a ser un lugar peligroso para los peregrinos, quienes se jugaban la vida en manos de los mamelucos o los turcos. Para ello, los franciscanos se dedicaban a recibirlos y organizaban sus visitas de acuerdo con un protocolo preestablecido. Lo primero que hacían los frailes era exponer a los recién llegados una serie de advertencias. Algunas pueden parecer al lector cosas triviales, pero en Tierra Santa podían suponer un grave problema o incluso perder la vida: no escupir en vía pública, acto que podía ser interpretado por los musulmanes como una ofensa; no se podían pisar la sepulturas islámicas; no se podía entrar en los templos musulmanes –aunque veremos que había lugares de culto compartidos por ambas religiones y de los cuales sí que estaban excluidos los judíos; y se había de ir en grupos y siempre acompañados por los frailes que estaban encargados de vigilarlos.
Los protocolos que se debían seguir eran muy estrictos. Los franciscanos asesoraban a los peregrinos tanto en lo material como en lo espiritual, gracias a las visitas organizadas a los santuarios y a una serie de ceremonias que tenían como objetivo elevar el fervor cristiano en los fieles y acompañarlos a alcanzar la purificación tan ansiada por muchos. Los peregrinos seguían la Vía Dolorosa hasta el Monte Calvario para poder revivir los sufrimientos de Cristo en sus últimos días. Se visitaba la iglesia del Santo Sepulcro y se hacía una paulatina graduación de la experiencia, siempre bajo la atenta mirada de los frailes franciscanos que poco o nada dejaban a la improvisación. Su labor de acogimiento también incluía la dieta y los albergues para las estancias de los peregrinos que, según nos dicen a menudo los propios viajeros en los textos que nos han llegado, son de unas dimensiones importantes –en el de Jafa, según Diego de Mérida, podían cobijarse unos seiscientos peregrinos que se preparaban para regresar a sus tierras (Rodríguez Moñino, ed., p. 126)– y que a menudo también albergaban a los comerciantes del Mediterráneo que pasaban por aquellas tierras para hacer sus negocios.
Los franciscanos se dedicaron también a la conservación y la restauración de los santuarios en Tierra Santa. Así, en 1343 se restauró el edificio del Santo Cenáculo. En 1479, se rehízo el techo de la basílica de Navidad, en Belén, gracias a la llegada de materiales desde Venecia que fueron pagados por algunos mandatarios cristianos. Los frailes habían construido su propio convento en el Monte Sinaí y tenían el derecho de oficiar el Santo Cenáculo y también, allí ya junto a otras comunidades, en el Santo Sepulcro, en las basílicas de Santa María en Josafat y de la Navidad en Belén. En el Santo Sepulcro, los franciscanos custodiaban el edículo, la capilla del Calvario y la cripta de la Invención de la Cruz.
La orden siempre fue ayudada y apoyada por los monarcas cristianos, especialmente por los Reyes Católicos y, en el año 1496, el pontífice Alejando VI les concedió el privilegio de armar Caballeros del Santísimo Sepulcro a los peregrinos que visitaban la sepultura de Cristo. Sus dificultades empezaron a aumentar y su futuro se volvió inseguro con la llegada de los otomanos, quienes no dudaron en encarcelarlos cuando se negaron a entregar los objetos preciosos de culto que custodiaban; también serán expulsados y maltratados por los gobernantes musulmanes como nunca lo habían sido. La diferencia con la que fueron tratados al ser cristianos católicos los ortodoxos fueron considerados súbditos del imperio otomano hizo que los franciscanos tuvieran que enfrentarse a otras sectas, como los griegos, que tuvieron la oportunidad de ocupar los santuarios custodiados por ellos, sirviéndose como pretexto del estatus de extranjeros que tuvieron los frailes y, además, de ser considerados enemigos del imperio. Aunque esto último había sido la respuesta de la actitud cristiana de occidente que no dudó en proclamar a los otomanos enemigos de la cristiandad. Los hechos que se desencadenaron a partir de este momento culminaron con la expulsión de los franciscanos del Santo Cenáculo en 1552.
LA PECULIAR CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS EN JERUSALÉN Y ALGUNOS LUGARES DE CULTO COMPARTIDOS
El papel de los franciscanos en Tierra Santa es fundamental, pero esto no quiere decir que fuesen los únicos que moraban en aquellas tierras. Prácticamente todas las órdenes religiosas tenían representantes en los lugares santos, así como todas las sectas cristianas y las demás religiones monoteístas. Nestorianos, coptos, armenios, maronitas y ortodoxos estaban en contacto continuo con los católicos y compartían ciertos lugares de culto y alguna festividad, como es el caso de la procesión de Domingo de Ramos (Víctor de Lama, 2013, p. 140).
La peculiaridad de esta celebración cristiana es que fue, quizá, la única procesión que no estaba vetada por las autoridades musulmanas e incluso se habla de participación de representantes de esta religión y de judíos en la misma (Víctor de Lama, enero-junio, 2019). Fue celebrada con ligeras modificaciones a lo largo de los siglos XVI y XVII ya que la libertad de culto era tolerada para los judíos y cristianos desde tiempos del califa Omar, aunque con la condición de no practicar sus ritos de manera pública, lo cual sitúa a una procesión tan multitudinaria en el terreno de lo muy excepcional en Tierra Santa.
La mayoría de los viajeros no coincidían con ella dado que las fechas en las que hacían los viajes los situaban en aquellos lugares en periodos diferentes al de Pascua. Los autores hacen referencia a la procesión cuando la presencian de verdad y los testimonios no son muy numerosos. No es así en el caso de los cronistas franciscanos que siempre dedicaban unas líneas a esta celebración y describían cómo transcurría, así como algunos incidentes que se habían producido al largo de los doscientos años en los que se hizo con regularidad. Durante este largo periodo la procesión fue un indicador bastante fiable de la convivencia en Tierra Santa y del frágil equilibrio entre los distintos grupos religiosos y sociales que buscaban su lugar en una sociedad marcada por la pauta musulmana.
Como no es de extrañar, la procesión de Domingo de Ramos resultó ser menos problemática durante el dominio de los mamelucos que siempre fueron más tolerantes con los católicos. De este periodo tenemos el testimonio de Diego de Mérida o de fray Antonio de Medina, que cuentan que la celebración reunía a toda la comunidad cristiana en un ambiente de devoción ferviente. Más tarde, fray Antonio de Aranda también hará referencia a este evento y recalcará como en él participan todas las sectas y también los judíos y los musulmanes. La actitud de estos últimos era, según dice el fraile, respetuosa y procuraban no perturbar a los cristianos mientras duraba la procesión. Con la llegada de los turcos con Selim I, las cosas para los frailes franciscanos se complicaron mucho, pero no desistieron en su labor de recibir a los peregrinos y de organizar todos los años la procesión de Domingo de Ramos. Su encarcelamiento impidió que la tradición siguiese en sus manos y la celebración empezó a organizarse por los cristianos armenios que, como el lector ya sabe, forman parte de aquellas llamadas sectas ortodoxas que se consideraban súbditos del sultán turco y disputaron a los franciscanos el derecho de organizarla (Víctor de Lama, enero-junio, 2019).
Justo en la procesión de Domingo de Ramos se produjo un suceso que marcaría la historia de la celebración: la actuación de María Mártir. María estuvo viviendo durante bastante tiempo en Jerusalén, ayudando a mujeres turcas y moras a parir, ocasión que aprovechaba para bautizar en secreto a los niños. Como siempre, corre el rumor de que esta práctica fue delatada a las autoridades musulmanas por algunos miembros de la comunidad judía, que por aquel entonces eran unos seiscientos solo en la ciudad y tenían una buena relación con los turcos a los que servían como intérpretes, sobre todo los judíos sefardíes que dominaban el castellano y el árabe.
Lo que hizo esta mujer fue alzar la voz en la procesión y condenar a Mahoma, afirmando que Jesús es el único hijo de Dios. La situación fue aprovechada por los judíos, sedientos de venganza, para alentar a los musulmanes a reprender la actuación de María, considerándola una ofensa a Mahoma. No es de extrañar que los judíos actuasen así, pues residían en la ciudad de Jerusalén entre numerosas limitaciones que los cristianos nunca habían tenido: tenían vetada la entrada en la mayoría de los santuarios, repudiados por los cristianos que los consideraban traidores y utilizados por los musulmanes, pero sin considerarlos en demasía, al menos hasta la llegada de los otomanos. Es precisamente Víctor de Lama, una vez más, quien sacó en adelante un excelente y exhaustivo estudio acerca de la vida de María Mártir, cuya referencia bibliográfica el lector puede encontrar al final de este artículo.
Musulmanes y cristianos compartían ciertos lugares de culto en Tierra Santa. En concreto, en los libros de viajes y en los testimonios de los peregrinos, destacan tres: la iglesia de Betania, la iglesia de la Ascensión de Monte Olivete y el sepulcro de la Virgen. Habla de ellos Diego de Mérida en su Viaje a Oriente (Rodríguez Moñino, ed., 1945, pp.115-187), expresándose en estos términos: «es de saber que en Iherusalem ay tres iglesias que juntamente con iglesias e mezquitas e juntamente moros y christianos van a visitar» (Rodríguez Moñino, ed., 1945,p.129). No es extraño que haya lugares comunes entre estas dos religiones, no solo por el tiempo que llevaban ocupando aquellas tierras, por la relación que tiene su historia sagrada con Tierra Santa o por el dominio musulmán, sino también por algunos cultos compartidos entre ambos, como lo es el culto a la Virgen María. «Marien» podía ser venerada en varios lugares, como la Huerta del Bálsamo o en su sepulcro en Josafat, en los que los representantes de cada religión practicaban sus ritos en un ambiente de convivencia pacífica. Ahora bien, la comunidad judía estaba excluida de estos lugares comunes, como dice también el propio Diego de Mérida: «van los moros et christianos et christianas, sobre todo los mamellucos, más no asoma allá ningún judío» (Rodríguez Moñino, ed., 1945, p. 161).
LA CONVIVENCIA EN TIERRA SANTA A TRAVÉS DE LOS OJOS DE ALGUNOS VIAJEROS
Diego de Mérida hizo un viaje largo y tuvo que hacer frente a varios problemas económicos que provocaron que se dilatara en el tiempo. Su mirada poco crítica, su mente abierta a conocer este mundo tan peculiar y su entusiasmo por visitar los lugares sagrados, pero también para conocer a su gente, hacen que su relato sea colorido, dinámico y diferente a los demás. Viajó por Palestina, luego por Egipto, visitando El Cairo y el Monte Sinaí, y de allí emprendería su viaje de regreso. Nunca tuvo la intención de escribir un libro que sirviese de guía a los peregrinos, sencillamente se dedicaba a narrar a sus hermanos, frailes jerónimos de Guadalupe, lo que veía y le llamaba la atención.
Describe con naturalidad la vestimenta, las costumbres y las actitudes de los musulmanes, hace referencia a los judíos y añade detalles poco usuales para los libros de viajes. Es el único que hace referencia a los peregrinos musulmanes que «cien vezes son más los moros peregrinos que vienen a Iherusalem que los christianos» (Rodríguez Moñino, ed., 1945, p. 128). Los musulmanes visitaban el templo de Salomón, que en otros tiempos había sido un templo de la Virgen María y en aquel entonces era ya mezquita. Entraban también en el monasterio del Monte Sinaí, algunas veces durante la misa matutina, aunque esto parece que no los impresionase demasiado. Otros caballeros moros que iban a romería a Jerusalén también acudían a las sepulturas del rey David donde también tienen mezquita y entraban todos los peregrinos, moros y cristianos juntos al santuario.
No quería decir con Diego de Mérida que los musulmanes no importunaban a los cristianos. Algunos profanaban templos cristianos, como la iglesia de San Juan, cerca de Belén, donde solían meter sus camellos y ensuciaban el suelo; otras veces entraban en los monasterios para pedir a los frailes dinero, comida o cobijo y los amenazaban. Por supuesto, la cantidad de peajes y tasas que se les pagaba desde el momento en el que los peregrinos desembarcan en Jafa hasta su regreso, eran infinitas. Datos de sus atrocidades nos han llegado de cronistas y viajeros, aunque en el viaje de Diego de Mérida estos elementos desagradables se quedan en segundo plano.
El autor visita el río Jordán y se queda maravillado de la cantidad de fieles de todas las religiones que había y del ambiente que reina en sus orillas. Allí es donde se celebra la fiesta del Santo Bautismo al que vienen también los monjes del Monte Sinaí. Aunque sus finanzas eran muy reducidas, también visita Egipto, que no era una parada obligatoria para los peregrinos, pero al que acudían todos aquellos que podían por la relación que tenía con la huida de la sagrada familia a aquel territorio, y se maravilla de la ciudad de El Cairo. Podría parecerle interesante al lector saber que Diego de Mérida nos advierte que en esta ciudad nadie entra en los templos con zapatos, ni los cristianos latinos ni los griegos. Los musulmanes no molestan a la comunidad cristiana, pero a menudo eran utilizados por los cristianos para crear dificultar la existencia de los judíos.
Son muchísimos los detalles que da de la cantidad de mezquitas, iglesias y sinagogas que hay en Jerusalén y en El Cairo, de cómo cada uno vivía en su comunidad y en una jerarquía clara que nadie discutía. El relato de Diego de Mérida no pretende enseñar, no pretende animar a la peregrinación a los demás, no pretende ser guía para los que irán después de él y por ello su relato es tan llamativo para los estudiosos de la materia.
Muy diferente es lo que encontramos en el libro de Bernardo de Breidenbach. El deán de Maguncia tuvo una excelente carrera eclesiástica que lo llevó a realizar la peregrinación a Tierra Santa con un séquito enorme, sin dificultades económicas, pero también con un claro propósito: crear una guía para los peregrinos, animarlos a la peregrinación y ensalzar la fe cristiana por encima de las demás sectas y religiones que allí había. Aunque dice en repetidas ocasiones ser el autor del libro, lo cierto es que es muy probable que dejase la redacción del texto como tal en manos de otros: Martín Roth, Erardo Reuwich y Paulus Walter, son los nombres de los tres acompañantes del alemán que la crítica señala como los más probables coautores (Víctor de Lama, 2013, p. 147).
Este libro contiene toda una serie de materiales adicionales al relato que los demás textos que hemos conservado no tienen, como son las estampas hechas por Erardo Reuwich y varias partes que contienen no solo la descripción de los santos lugares y de lo que allí había, sino también apreciaciones acerca de las otras sectas, de su comportamiento y un análisis pormenorizado de las razones por las que los considera como desviados de la verdadera fe cristiana: la católica. El deán coincidía en la motivación de todos los peregrinos de revivir los pasos de Cristo, pero el propósito de su libro iba mucho más allá: menciona expresamente su intención de crear una guía para los peregrinos que decidían ir a Tierra Santa y convertirla en una obra canónica en la literatura cristiana.
Fiel a esta idea inicial para el libro, Breidenbach lo inicia con un tratado dedicado a Roma en el que describe la majestuosidad de la ciudad y anuncia los preparativos para el viaje. A continuación, habla del viaje desde Alemania a Chipre, pasando por Venecia donde se reúnen con otros viajeros y alquilan una galera para llegar al puerto de Jafa. La tercera parte es la que puede resultar más interesante, pues describe el viaje por Palestina y Egipto. El libro concluye con un repaso de las distintas sectas cristianas que habitaban Tierra Santa y de las demás religiones. Hay mucho del repertorio ya establecido del cristianismo occidental en esta primera parte: la superioridad moral y religiosa de los católicos por encima de las demás religiones; la exaltación del poder y la majestuosidad de la Iglesia Apostólica Romana y el envío de un mensaje indirecto a los principales adversarios, los musulmanes, de la decisión de la iglesia de recuperar lo perdido en Tierra Santa.
A diferencia del relato de Mérida, en el de Breidenbach hay una abierta crítica hacia los otros representantes de los grupos religiosos. Los musulmanes y los judíos se ven juzgados con la severidad propia de un deán católico, las demás sectas cristianas –griegos, surianos, jacobitas, nestorianos, armenios, georgianos, indianos y maronitas- son declarados herejes que se han desviado por alguna razón del camino de la verdadera fe; y termina hablando de los latinos, los únicos cristianos verdaderos y buenos.
La relación del deán con los musulmanes es difícil y llena de prejuicios. Hace referencia a ellos como personajes astutos, ladrones y aprovechadores de la condición de los peregrinos en Tierra Santa. El alquiler del barco le parece carísimo, los peajes que pagaban eran un robo, la cultura musulmana: despreciable. Sin embargo, tiene clara la necesidad que tienen los viajeros cristianos de ellos, como guías e intérpretes, que podían prevenirlos de muchos engaños y peligros. Cualquier elemento propio de la cultura musulmana es considerado como un desprecio hacia los cristianos, como por ejemplo la prohibición que tienen para montar en caballo, por lo que tienen que viajar a Rama en asnos, porque «ningún cristiano dexan entrar allá los paganos en cavalgadura» (Tena Tena, ed., 2003, p.166). El ambiente que describe, por tanto, es de opresión y desprecio hacia los buenos cristianos. No hay ni rastro del ambiente de convivencia descrito en el texto de Mérida.
Me gustaría resumir aquí algunas apreciaciones que hace en referencia a todos ellos, sobre todo porque dejan clara su perspectiva, su manera de ver y vivir aquel mundo y de las ideas que tenía. Los moros son para Breidenbach «hombres pestilentes, salteadores de caminos, fugitivos, homicidas, despojadores, robadores, crueles ladrones…» (Tena Tena, ed., 2003, p. 355) que están condenados a una vida mísera, creyendo en Mahoma. Si bien es buen conocedor también del Corán, lo critica y lo condena. Sabemos que en Jerusalén vivían muchos judíos con sus familias, pero son «pertinaces y obstinados en su perfidia, teniendo el velo de Moysés ante sus ojos ¡Por que no vean la lumbre de la vida y la verdad!» (Tena Tena, ed., 2003, p. 355). A estos últimos los acusa también de ser gente con mala conciencia que se dedican a las ganancias y el comercio.
Es interesante pensar en la confluencia de culturas que hay en Tierra Santa entre las distintas religiones mientras leemos estas páginas finales del libro de Bernardo de Breidenbach. El autor acusa a las demás sectas de practicar la lengua y las ceremonias de los moros. Los griegos son desobedientes, los jacobitas practican la circuncisión, los armenios visten mal y tienen costumbres contaminadas por los moros, etc. No entra en muchos detalles de estas relaciones y contaminaciones culturales y religiosas, pero de sus palabras se deja entrever algo que es lógico: la heterogeneidad cultural y religiosa en Tierra Santa produce conflictos, pero también hay cierto mestizaje de todas aquellas fracciones religiosas que buscan su lugar en aquella sociedad.
El éxito editorial de la obra de Breidenbach también habla de la influencia que tuvo este relato en la comunidad cristiana de Occidente: contó con siete ediciones diferentes entre 1486 y 1490 y en alemán, flamenco, francés y latín. A nuestro país llegó de la mano de Paulo Hurus, después de ser adaptada por Martín Martínez Ampiés. La obra acabó en las bibliotecas privadas de aristócratas y eruditos de Europa. En este sentido, el deán había conseguido su propósito: su obra formó parte del canon de literatura cristiana como una fuente valiosísima para los peregrinos.
Si hasta aquí hemos hablado de dos autores que son representativos para demostrar la heterogeneidad de perspectivas que se cuelan en los viajes a Tierra Santa en el s. XVI, no podemos terminar el apartado sin mencionar a fray Antonio de Aranda, un fraile franciscano que escribió su Verdadera información de Tierra Santa, que contó con más de cinco ediciones (Baranda, 2001, pp. 23-26). Este fraile escribe desde la perspectiva de un monje que pertenece a la orden más importante en Tierra Santa que, además, vivió en aquellas tierras entre los años 1529 y 1531. En aquel lugar escribió su libro que se centra en la descripción de los lugares santos, a la que se suma la idea de animar a más fieles a peregrinar hacia Oriente, considerando la peregrinación como algo que no presenta demasiadas dificultades.
Si leemos a Diego de Mérida y después a Breidenbach, teniendo en cuenta la cantidad de dificultades que presentaba la convivencia de aquella sociedad heterogénea, la presentación de la peregrinación como algo fácil nos resulta extraña. Más que nada porque la peregrinación en realidad era costosa, dificultosa y peligrosa, pero Aranda escribe desde la perspectiva de un franciscano y por tanto quiere transmitir una sensación de confianza y seguridad en la buena organización y gestión de su orden en cuanto a los peregrinos que llegaban a Tierra Santa. Su obra es, por un lado, una con un claro carácter historiográfico y, por otro, un libro de devoción, gracias a la descripción detallada de los lugares sagrados. La convivencia con los demás grupos religiosos se presenta como algo pacífico y poco problemático, aunque estaba claro que había peligros que se podían evitar si los buenos fieles confían en los frailes franciscanos y siguen sus indicaciones. Arranca con una pormenorizada descripción de Judea, pasa por Jerusalén, y el resto del itinerario lo hace a través de los diferentes santuarios. Lo bíblico, lo maravilloso y grandioso desde el punto de vista religioso, son los tres elementos que priman en este relato, escrito por un autor que narra lo vivido con autoridad y competencia, aunque no siempre con la imparcialidad que pretende.
CONCLUSIONES
En el lejano mundo de Oriente había muchas cosas maravillosas, pero también estaban allí todos aquellos lugares que los textos sagrados habían descrito tantas y tantas veces. Los libros de viajes que aparecen en el s.XVI pretenden describir el ambiente, las costumbres y todos aquellos santuarios que son de vital importancia para cualquier cristiano ferviente. La mirada de cada uno de los viajeros es diferente y depende de su condición, su formación, sus creencias personales y el propósito con el que escriben; aunque el itinerario en cada caso sea prácticamente idéntico. Los viajes dan lugar a una extensa literatura que empieza en la Baja Edad Media y continúa hasta nuestros días. Con mayor o menor intensidad, los peregrinos jamás han dejado de llegar a Tierra Santa, y muchos que no pudieron sufragar el gasto para el viaje, o no pudieron realizarlo por otras circunstancias, vivieron una especie de peregrinación imaginaria a través de los relatos de los peregrinos.
Muchos se dieron cuenta de que para el viaje resultaban insuficientes los conocimientos que proporcionaba la Biblia y además, como bien dice fray Antonio de Aranda, puede haber algunas diferencias notables entre lo descrito en los textos sagrados y la realidad. Los peregrinos tenían que hacer frente a un importante gasto de dinero, desde su embarcación en Venecia, el puerto por excelencia para iniciar este viaje, hasta su regreso. En el camino se podían encontrar con piratas, ladrones, gente de malas intenciones y por ello preferían viajar en grupos desde el principio. Todos confiaban en las rutas que seguían quienes comerciaban por el Mediterráneo para llegar a su meta donde eran recibidos y guiados por los franciscanos.
Poco sabemos de los propios preparativos para el viaje ya que esto no importaba a nuestros autores que iban allí para describir todo aquello que veían siendo los pasos de Cristo. Algunos habían leído ya algunos textos anteriores a su viaje para hacerse una idea de lo que podían encontrar en Tierra Santa, pero, de todas formas, la aventura y el deseo de estar en contacto con estos lugares tan cargados de simbolismo cristiano e historia sagrada fue el motor que los impulsaba a emprender el camino hacia Oriente.
Nuestros viajeros no tuvieron intereses políticos, salvo casos muy concretos como el de Pedro Mártir de Anglería, y sus testimonios tienen un valor histórico y sociológico. De sus palabras podemos deducir varias cosas: las riquezas que aportan a los gobernantes musulmanes los peregrinos; cómo son vistos como posibles rehenes; las relaciones entre los reyes cristianos y los sultanes, que fueron mucho mejores en la época de los mamelucos que en la de los otomanos; y la convivencia peculiar entre cristianos, musulmanes y judíos en Tierra Santa. En muchos de los textos se anima a los fieles a peregrinar y se recalca, como en el caso de Breidenbach, la importancia de los indultos que podían recibir a cambio y cómo la peregrinación es una vía para acercarse a Dios y para ganarse el paraíso, contenido que pretendía satisfacer la faceta de libros de devoción que tenían estas obras.
La convivencia no era pacífica ni fácil, pero era una realidad. Para entenderla, hemos de partir de la comprensión del mundo y la mentalidad de los musulmanes, sobre todo de los osmanlíes al centrarnos en el s.XVI. Es cierto que los turcos crearon un sistema de dominio típicamente colonial: una mayoría de funcionarios y soldados someten a una minoría de población. Pero también es verdad que ninguno de aquellos viajeros quiso conocer realmente, desde la objetividad, a aquellos gobernantes feroces. En la corte de Solimán el Magnífico hubo una variedad impresionante de nacionalidades, el sultán entendía que podían aprovecharse de las habilidades de los judíos y los cristianos no católicos. Su mano derecha, el único portador de su cello, era un eslavo converso que llegó a poseer unas riquezas incalculables y un poder importante, aunque nunca superior al del sultán; la única mujer con la que se casó fue una concubina ucraniana de la que hay leyendas por su carácter y temperamento.
Como bien señala Braudel, pocos son los que conocen de verdad el mundo de los osmanlíes. Para enterarnos un poco mejor podemos acudir también al ya citado trabajo de Bunes Ibarra que nos habla de la importancia de la educación de los hijos para los musulmanes, su concepción de la mujer y la sexualidad, el respeto por la ciencia y su gran belicosidad sustentada por un ejército poderoso.
Los judíos, los grandes repudiados tanto en Oriente como en Occidente, tenían una fuerte relación con Tierra Santa, su Tierra Prometida. Tradicionalmente son un pueblo que asiente, no protesta y recibe estoicamente todas las desgracias que lo alcanzan. En Tierra Santa se convirtieron en blanco de burlas tanto por parte de los musulmanes como de los cristianos. Las referencias a ellos siempre son despectivas y son el único grupo humano sobre el que tanto unos como otros pueden descargar su desprecio sin consecuencias importantes. Los cristianos, movidos más por una serie de ideas preconcebidas que por problemas reales de convivencia con los judíos, animan a los gobernantes musulmanes contra ellos e inventan todo tipo de falsedades para que los turcos les arrebaten sus lugares de culto, los castiguen, etc. Quizá los casos en los que los judíos se ven lastimados por los musulmanes son los únicos en los que los cristianos comparten la alegría de los opresores.
No es erróneo afirmar que los cristianos peninsulares que viajan a Tierra Santa en los s. XVI y XVII se van a encontrar de cara con un problema que ya creían superado: los judíos. En aquellos lugares había aljamas en prácticamente todas las ciudades y la presencia judía es considerable, sobre todo la de aquellos que habían sufrido la expulsión de los Reyes Católicos. Abundan hacia ellos las acusaciones religiosas y de paso se aprovecha para arremeter contra Mahoma y despreciar al islam: es hijo de una judía, la mayor parte de las citas del Corán fueron retocadas por hebreos, etc. Lo cierto es que los musulmanes sabían muy bien cómo aprovecharse de las habilidades de los judíos y el saber hebreo, pero, al igual que hacían con los cristianos griegos, poco más se interesaban en ellos y tampoco se puede decir que los apreciasen. Para unos y para otros, los judíos eran una comunidad peligrosa que se mostraba muy terca y tenaz cuando se trataba de las cuestiones de la fe.
La relación entre cristianos y musulmanes tampoco estaba exenta de polémica. Algunas sectas cristianas orientales, como son los cristianos griegos, eran consideradas súbditas del sultán y gozaban de mayores privilegios dentro de la sociedad otomana, aunque esto no las salvaguardó de la brutalidad de los osmanlíes. Los cristianos católicos suponían una cuestión muy diferente: a los gobernantes en Tierra Santa les interesaba que los peregrinos viajasen hasta allí por el aporte económico que suponían y, a la vez, aprovechaban las nuevas rutas comerciales para enriquecerse de los infieles de occidente. Pero el rechazo tan absoluto y abiertamente hostil de la Iglesia Católica, el deseo incontrolable de crear un imperio musulmán que casi se culmina en las puertas de Viena y la posterior incesante guerra entre los dos bandos, colocan a los católicos en una posición mucho más delicada en las tierras sagradas. No es en vano el intento tan persistente de los Reyes Católicos, y particularmente de Fernando el Católico, de establecer una buena y diplomática relación con los sultanes, pues de ello dependía no solo el comercio de especies, sino también la seguridad de una cantidad enorme de peregrinos, sin contar las órdenes religiosas que moraban en Tierra Santa, que también necesitaban soporte.
En cuanto al propio género de los libros de viajes, hemos de recalcar la diferente percepción de los mismos en tiempos de Colón y en nuestros días. Ahora los concebimos como un género muy diverso en el que caben desde guías y relatos de viajes, crónicas y misiones comerciales, hasta rutas gastronómicas. No obstante, en aquel entonces el viaje a Tierra Santa era el viaje más importante que se podía hacer y, por tanto, los testimonios de quienes se habían aventurado en ello, al inicio sobre todo franciscanos y dominicos, es valiosísimo. Tradicionalmente, estos textos han sido apartados de los estudios e investigaciones por ser considerados aburridos, repetitivos y poco atractivos para la lectura y el estudio. Pero tan solo con estas pinceladas que hemos dejado caer en este trabajo vemos que cada texto, si bien compartían el itinerario y el deseo cristiano de purificarse y acercarse a Dios, tiene sus peculiaridades y cada autor describe su propia Tierra Santa. Los libros de viajes son, en definitiva, una fuente riquísima para entender la convivencia de las diferentes religiones en Oriente, tienen un valor historiográfico y un claro carácter devoto. Todo ello los convierte en un género interesantísimo que puede ofrecer mucho a nuestros estudios actuales.
Agradecimientos
Me gustaría agradecer la imprescindible ayuda de mi tutor y director de tesis: Víctor de Lama de la Cruz. También estoy enormemente agradecida con los editores de esta revista por haber aceptado mi propuesta y haber tenido una gran paciencia conmigo en todo el proceso.
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Notas
Denitsa Yordanova Mincheva ha finalizado sus estudios de grado en la Universidad Complutense de Madrid y actualmente es doctoranda en la misma universidad. Allí desarrolla su labor investigadora sobre los libros de viajes españoles a Tierra Santa en los siglos XVI y XVII, y las relaciones entre los representantes de las tres principales religiones monoteístas: cristianos, musulmanes y judíos. Es colaboradora del Vicedecanato de Cultura de la Facultad de Filología (UCM) y participante en varios congresos y encuentros relacionados con la temática de su tesis.
Notas de autor
deminche@ucm.es
ISSN: 1137-9669
Vol.
Num. 33
Año. 2021
Las relaciones entre Cristianos, Musulmanes y Judíos en Tierra Santa a los ojos de los peregrinos españoles del siglo XVI
Denitsa Yordanova Mincheva
Universidad Complutense de Madrid, Madrid, España
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Denitsa Yordanova
Universidade Complutense de Madrid