1. INTRODUCCIÓN
En Medea, de Eurípides, el personaje de la nodriza califica de “necios” y “ciegos” a los hombres que, habiendo sabido componer himnos para todo tipo de festines, fueron incapaces de inventar “el medio de calmar los dolores odiosos a los mortales con la música y los cantos de muchos acordes”. Late una cierta amargura en el parlamento de la nodriza, que acaso no sea más que sensatez y realismo, al expresar tan crudamente la radical insuficiencia de la música para curar las dolencias verdaderamente serias. Es sabido que, en la antigua Grecia, existió una corriente escéptica acerca de las posibilidades de la música para afectar a los seres humanos y, aún con mayores dudas, en lo tocante a la curación de sus cuerpos y sus almas. Un anónimo e incompleto discurso sobre teoría musical conservado en un papiro (Pap. Hybeh, 1, 13,) del siglo IV a. J. C. –que ya editara Gerbert en el siglo XVIII y modernamente G. Comotti –cuestiona las opiniones sobre los poderes atribuidos a los distintos géneros de los sistemas escalísticos griegos. No serían estos dos los únicos ejemplos que podrían aducirse. En términos filosóficos, Luis Gil sintetizó la polémica señalando “que enfrentó a pitagóricos, platónicos, peripatéticos y estoicos, por un lado, contra los epicúreos y escépticos, por otro”. Entre estos últimos (“disidentes”) destaca a Sexto Empírico y su opinión de que, a lo más, la música puede distraer pasajeramente la dolencia, pero no curarla.
La medicina antigua, como ha subrayado Joël Figari, estuvo igualmente sujeta a la crítica; incluso –sugerimos– de manera mucho más continuada que la música. En todo caso, lo cierto es que la línea hegemónica de pensamiento sobre la música se inclinaría abrumadoramente por la creencia en su capacidad de influir profundamente en el género humano, hasta el punto de curarlo física y espiritualmente. Además, las ramificaciones de esta convicción alcanzarían los siglos modernos mediante distintas adaptaciones a las nuevas mentalidades, pero manteniendo firmes algunos principios a lo largo de todo este extenso período.
Antes de proseguir, declaramos que las siguientes páginas no se refieren a la actual musicoterapia ni tampoco a la moderna ciencia médica, aunque sí a sus respectivos antecedentes. Es innegable que la musicoterapia ha alcanzado un amplio desarrollo, con usos en pediatría, cuidados paliativos, maternidad, psiquiatría y en otros variados procesos sanitarios. Lo cual no impide que haya detractores de la musicoterapia actual tanto entre médicos como entre musicólogos. Tampoco se trata en estas líneas de medicina en el sentido científico hoy día vigente, algo para lo que careceríamos de competencia. Sabemos, sin embargo, que la neurociencia está describiendo y situando con mucha precisión los efectos de la música en las diversas regiones del cerebro y que ello abre muchas posibilidades curativas. En nuestro caso, tan solo abundamos en cuestiones de teoría musical, medicina premoderna, filosofía o teología. Observamos ciertos valores trascendentes y presuntamente saludables que se atribuyen desde antiguo a la música. Con ellos se alimentó secularmente el sueño de la curación de los cuerpos y de la salud o salvación de las almas.
2. EL CALDO DE CULTIVO: ENSALMOS, MITOS Y RELATOS DE PRODIGIOS MUSICALES
Las relaciones de la música con la medicina se hacen patentes en discursos muy variados, como los propios de la universal tradición de los ensalmos, los de tipo mítico y los incluidos en las secciones sobre prodigios de los tratados musicales. Buena parte de todas estas manifestaciones relativas al poder de la música son una manera de asegurar su ascendencia en sociedades donde el pensamiento mágico y la superstición eran algunos de sus signos distintivos. Por si fuera poco, el carácter etéreo y ambiguo de la música resultaba muy atractivo para usos sagrados, rituales o encantatorios. En algunos aspectos, estas ideas sobre los poderes de la música siguen vigentes en la sociedad actual y no digamos en aquellas donde las formas de vida tradicionales se mantienen en uso de algún modo. Una muestra de este ámbito la hallamos en la compilación de Jesús Suárez, donde todos los epígrafes sobre ensalmos –y algunos otros de los pertenecientes a conjuros e invocaciones– se refieren a enfermedades y curaciones. Esta colección no incluye las músicas o simples soniquetes con las que se realizan parte de estas fórmulas, pero se indica frecuentemente que los informantes cantan, de modo que es obvio el significativo papel de lo sonoro en cuanto a la performatividad de estas prácticas; al fin y al cabo, canto y encanto son términos de la misma familia. La gratuidad de un planteamiento irracional explica que casi no haya enfermedad para la que esta compilación no registre el correspondiente ensalmo: lombrices, erisipela, afra, hernia, sabañones, hemorragia, hipo y otras muchas que no mencionamos por abreviar. Subrayamos que Jesús Suárez pone de relieve a lo largo del libro la existencia de fórmulas semejantes tanto en muy diversos países y culturas como en los distintos períodos históricos.
Más elaborado, el pensamiento mítico también muestra vinculaciones entre la música y la medicina. Una terna paradigmática la constituyen Apolo, Orfeo y Quirón. Apolo, guía de las musas, asociado al sol, a la razón y casi siempre a los cordófonos, aparece en ocasiones como médico, además de ser el padre de Asclepios, dios de la medicina. El binomio Apolo-Dionisos, por otro lado, daría un contrastante juego simbólico en términos estéticos. En cuanto a Orfeo, no solo es músico, poeta, dominador de la naturaleza, mago y conocedor de los misterios, sino que está dotado de saberes médicos que figuraban en las conocidas como tablillas tracias. Estas son citadas por Eurípides en el coro de la Necesidad, de Alcestis, en el que se asegura: “Contra ella [la Necesidad] no hay remedio alguno en las tablillas tracias en las que se encuentra incisa la palabra de Orfeo, ni en cuantos remedios dio Febo, cortándolos de las raíces, a los Asclepiadas, para los mortales de muchas enfermedades”. Es ilustrativo ver a los asclepiadas, entendidos como los difusores de la medicina en Grecia, unidos precisamente a figuras simbólicas del saber musical y, a la vez, de los conocimientos médicos, como son Apolo y Orfeo. En lo que respecta al centauro Quirón, [Pseudo] Plutarco apunta: “Oímos que Heracles usaba la música, y Aquiles y otros muchos, cuyo educador, según la tradición, fue el sapientísimo Quirón, que fue maestro, a la vez, de música, de justicia y de medicina”.
Por su parte, los tratados sobre teoría musical –desde la antigua Grecia hasta el siglo XVIII– no podían dejar de hacerse eco de este valor que la mitología y las leyendas otorgaban a la música. Por esta razón, incluyen con frecuencia un capítulo o epígrafe dedicado a narrar diversas historias sobre los poderes morales, educativos y aun curativos del arte musical. Es lo que algunos titularon como potentia musicae, virtus musicae , musices vis, encomio o alabanzas de la música, entre otras expresiones similares. La acción de la música, en estos casos, es inmediata y automática. No deja dudas sobre su capacidad para influir en el ser humano. Un simple cambio del modo musical en curso puede bastar para que alguien que estaba a punto de cometer una tropelía, desista de su propósito. Diríamos que son los casos más radicales de la teoría del ethos –según se va definiendo en Damón, Platón y Aristóteles– y no es raro que caigan en la exageración.
La idea de fondo de estas secciones de los tratados de música consiste en fortalecer el poder que se atribuye a esta disciplina y, de paso, remachar la autoridad del tratado en cuestión. Estos prodigios presentan un perfil muy variado. Centrándonos tan solo en los curativos, vemos que unos se operan sobre individuos; y otros, sobre colectividades. Sus fuentes se hallan en los más variados textos bíblicos o grecolatinos. Así, el prodigio saludable más extendido y analizado de todos los tiempos cuenta cómo Saúl se liberó del espíritu maligno que le había mandado el Señor gracias al arpa de David. También circuló bastante la historia de Taletas de Creta, a quien se le reconocía como el músico que, “obedeciendo un oráculo de Delfos”, habría acabado con cierta peste extendida por Esparta. Para captar el tono de estas secciones de los tratados de música, traducimos unas líneas de Johannes Affligemensis (John Cotton), teórico de fines del siglo XI:
...el canto músico tiene gran poder para conmover los ánimos de los oyentes, puesto que acaricia los oídos, eleva la mente, incita a las guerras a los combatientes, reanima a los confundidos y a los desesperados, conforta a los caminantes, desarma a los ladrones, calma a los iracundos, alegra a los tristes y ansiosos, pacifica a los que discuten, elimina los vanos pensamientos, tempera la rabia de los frenéticos .
Como ya se apuntó, la hipérbole es una constante de este tipo de textos. John Case, en su Apologia musices (1588), cuyo título ya es de por sí suficientemente ilustrativo, llega a decir (tras haber narrado algunos prodigios musicales): “Estas y otras cosas similares no las hizo Hipócrates con las hierbas; estas y otras cosas similares no las hizo Apeles con sus tablas; así que la influencia de la música es más enfática y eficaz que la de los objetos coloreados, imágenes y simulacros que atañen a los otros sentidos”. Este tratado incluye otras diversas alusiones a los médicos y a la música entendida como medicina que, no por entusiastas, resultan menos significativas.
3. SALUD Y PROPORCIONES MUSICALES PITAGÓRICAS
3.1. Terapias pitagóricas
Como el resto de los filósofos presocráticos, Pitágoras buscó un principio unificador en la concepción de su cosmogonía. La idea básica era que todo estaba regido por el número. Por otra parte, el pitagorismo compartió algunos procedimientos con las tradiciones de tipo encantatorio. Así, Porfirio se refirió al doble poder curativo (físico y psíquico) de la música y relató los métodos que Pitágoras empleaba con sus discípulos: “Con sus cadencias rítmicas, sus cánticos y sus ensalmos mitigaba los padecimientos psíquicos y corporales”. Y se decía que sus fórmulas para los ensalmos y ciertos cánticos “provocaban el olvido del dolor, calmaban los arrebatos de cólera y eliminaban los deseos absurdos”.
En la misma línea, Jámblico aseguró, en su Vida pitagórica, que los seguidores de esta escuela cantaban peanes en torno a un intérprete de lira y, lo que viene más al caso, cómo Pitágoras concebía “de manera divina combinaciones de ciertos sones diatónicos, cromáticos y armónicos por medio de los cuales fácilmente orientaba y reconducía a una situación contrapuesta las pasiones del alma”. Hay dos momentos del día en los que estas sesiones músico-curativas son esenciales. Por un lado, antes de acostarse, a fin de silenciar las posibles tensiones de la jornada. De este modo, prosigue Jámblico, Pitágoras “les proporcionaba sueños apacibles, tranquilos e incluso proféticos”. Por otro, al levantarse se les ofrecían otro tipo de arreglos musicales para empezar el día despejados y con buen pie.
No faltan fuentes de la Antigüedad donde se describen usos aún más metódicos de las terapias musicales, en el sentido de aplicar, a cada persona, bien las melodías dotadas de un ethos concorde con su carácter, para reforzarlo, o bien de ethos contrario a la pasión que supuestamente le estaba minando. Quintiliano considera que cuando las pasiones son moderadas puede decirse que esa persona está haciendo música; pero, cuando son intemperadas, acepta que de nada vale la palabra, si bien aún “puede ser educado por medio del oído”. No se advierte en todo esto una base numérica explícita, pero necesariamente habría de estar presente como premisa en la interválica y en las combinaciones rítmicas. Mas, antes de proseguir con ejemplos concluyentes, detengámonos por un momento en dos detalles de base.
3.2. La tetraktys y la serie 6, 8, 9, 12
La tetraktys agrupa una representación de los números 1, 2, 3 y 4 según el siguiente esquema (fig. 1). La suma de estas cifras da 10, que es un “receptáculo” en el que se halla “toda diferencia numérica, toda clase de razonamiento y toda proporción”. Estas características confieren a la tetraktys un valor de amuleto, protector y sagrado, incluso apropiado para los juramentos de los pitagóricos. Un simple monocordio permitiría escuchar la extraordinaria similitud y máxima conjunción que hay, de más a menos, en los intervalos de octava (diapasón, 2:1, proporción dupla), quinta (diapente, 3:2, proporción sesquiáltera) y de cuarta (diatesarón, 4:3, proporción sesquitercia), sin que sea preciso aquí extenderse sobre los intervalos compuestos. El prestigio canónico de estos intervalos seguiría vigente hasta fines de la Edad Media y, en ciertos ámbitos, hasta los siglos modernos. Precisamente la tetraktys es un buen ejemplo de permanencia enriquecida de una construcción teórica. Todavía en el siglo XVII, Robert Fludd se servía del número cuaternario para explicar los primeros días de la Creación en una progresión de cuatro grados que culmina con los cuatro elementos (fig. 2). Además, en el cuerpo del texto, no deja de valorar el hecho de que los cuatro primeros dígitos sumen diez; y, en clave cabalística, añade: “en cuyo número están comprendidos los misterios de las propiedades de los diez nombres divinos, las cuales gobiernan en las diez denominaciones de los sefirot”.
La segunda cuestión de base se refiere a la serie 6, 8, 9, 12, la misma de la leyenda de Pitágoras y su descubrimiento de los intervalos musicales a partir de los distintos pesos de los martillos del herrero. En efecto, además de las proporciones ínsitas en la tetraktys, la tratadística musical (antigua y moderna) utilizó como procedimiento más versátil la serie 6, 8, 9, 12 (fig. 3), con la que no solo se pueden deducir los mismos intervalos citados, sino también las medias armónica y aritmética, entre otras posibilidades útiles para el trabajo sobre el monocordio, como puede ser el intervalo de tono (9:8), de gran valor estructural. Así pues, desde estas dos organizaciones numéricas se entenderán mejor algunos de los siguientes temas.
3.3. Proporciones musicales: curso de las enfermedades
Reflexiona Quintiliano sobre “las proporciones que siguen los modelos periódicos de enfermedades”. Si el mal se manifiesta en días alternos es que sigue la proporción 2:1, dupla (como el intervalo de octava); si cada tres, sucede como en la sesquiáltera, 3:2 (quinta); y si cada cuatro, tenemos la proporción sesquitercia, 4:3 (cuarta). Dicho sea de paso, las manifestaciones periódicas de las enfermedades no son desconocidas en medios no profesionales, como cuando se habla de las fiebres tercianas. En suma, Quintiliano propone las tres proporciones de base del pitagorismo musical como síntomas que facilitarían una correcta diagnosis. Y puesto que estos tres intervalos y proporciones son consonantes, las enfermedades que se desarrollan con esos patrones son leves. Existen también enfermedades graves, pero con esperanza, cuando poseen proporciones no tan espléndidas como las anteriores, aunque sí con algún tipo de orden. En cambio, la muerte acecha cuando desaparece el elemento consonante numérico-musical, pues “aquellas enfermedades que carecen por completo de consonancia, como las continuas, son temibles y funestas”. Y advertimos que el subrayado es nuestro porque nos parece que esas palabras son un testimonio meridianamente claro de las posibles relaciones de la medicina con la música o, para ser más exactos, con la teoría musical.
3.4. Proporciones musicales y embarazo
La duración del embarazo fue objeto de atención por parte de los médicos de la Antigüedad –y no porque se trate de una enfermedad, que no es el caso–, sino porque representa el proceso germinal de la vida y por las incidencias que pueden darse en su curso (pérdidas, aborto, etc.). Mas interesó igualmente a los seguidores de la tradición numerológica de los pitagóricos. Son varias las fuentes que tocan este tema, pero por indicar la que seguimos, mencionamos tan solo el De natali die, de Censorino. Se considera allí, por ejemplo, que el embarazo de los sietemesinos duraba 210 días, organizados en 35 ciclos bajo el principio del número senario, que es el primero perfecto por ser la suma de sus partes constitutivas (1, 2, 3). Se establecen cuatro períodos desde la concepción que constan de 6, 8, 9 y 12 días, respectivamente, y de 35 en total. En el primer tramo, el embrión es de sustancia lechosa; en el segundo, aparece la sangre; en el tercero, la carne; y, en el cuarto, ya se forma el cuerpo. La gratuidad de tan exacta distribución queda eclipsada por el esplendor de la propuesta numérica, pues esta es exactamente la misma, y ya mencionada, que los teóricos musicales utilizan para explicar las proporciones de los consabidos intervalos musicales pitagóricos. Por eso, Censorino explica que el segundo tramo temporal de ocho días, respecto al primero de seis, produce “la primera consonancia” (diatesarón, 8:6, igual a 4:3); y los nueve días del tercer período sobre el primero, la segunda consonancia (diapente, 9:6 equivale a 3:2); y los doce días del cuarto lapso comparados con los seis del primero, determinan la tercera y aún más plena consonancia de esta etapa inicial del embarazo (diapasón, 12:6 vale tanto como 2:1).
El embarazo más largo dura 274 días (pero hay más posibilidades que estas dos) y se rige por el principio septenario. Aunque no entraremos en detalles, es evidente que la realidad se fuerza para que encaje con la teoría, en este caso con los principios numerológicos que se erigen en modelos incuestionables y dotados de un áureo renombre en las sociedades antiguas. Y no tan antiguas, pues todavía Gaffurio cita y repite lo dicho por Censorino, punto por punto, a fines del siglo XV, en el primer libro de su Theorica musica.
3.5. Pulso per musicos rythmos
El componente rítmico de la música se relacionó desde antiguo con el pulso. La observación básica del ritmo del corazón estudiaba el número de latidos y su regularidad. Esta última es un valor decisivo tanto en el movimiento cardíaco como en cuestiones de métrica poética o de ritmo musical. Quintiliano asocia las relaciones de igualdad, que además se basen en tiempos largos, con un óptimo efecto saludable. La razón es que dichos tiempos homogéneos y largos motivan un orden mental que “es la salud del alma”. La paradoja teórica radica en que los ritmos que poseen proporciones pitagóricas –pues la igualdad resulta tautológica– suponen un cierto peligro por su mayor vivacidad. Nótese que las proporciones no siempre son lo mejor, sino lo menos malo, como vemos en este caso y en el ya citado de las enfermedades periódicas. Y especifica este autor que la igualdad es también saludable en cuanto a las fases de sístole y de diástole.
Lo dicho nos lleva a una línea de reflexiones sobre el pulso arterial que tiene un hito en la leyenda de Pigmalión, tal como la relata Ovidio. El artista, enamorado de la figura femenina que estaba esculpiendo en marfil, pide ayuda a los dioses en la fiesta de Venus. Esta atenderá los deseos del artífice. Cuando Pigmalión regresa del santuario, capta que su escultura parece tener síntomas de vida, lo que confirma precisamente por el pulso. Pronto estos movimientos son calificados como musicales bajo la fórmula per musicos rythmos o semejantes. Así lo vemos en autores como Censorino, Casiodoro, san Isidoro, Aurelianus Reomensis, Jacobo de Lieja o Franchino Gaffurio, entre otros; o sea, desde la Antigüedad hasta el Renacimiento.
En este último período se producirían relaciones de gran calado entre el pulso y la música. Bartolomé Ramos de Pareja, en su Musica practica (1482), y Gaffurio, en el tratado Practica musicae (1496), dejan claro que la medida de base de la música de su tiempo (la semibreve recta) es equiparable –o solo comparable, según algunos autores– a un ciclo cardíaco. Dicho ciclo constaría de dos partes supuestamente iguales, la sístole y la diástole. Hoy sabemos que dichos tramos no son iguales y que un simple latido se compone de un número de elementos mayor y más complejo. Lo que resulta relevante de esta visión esquemática de dicho proceso orgánico es su traducción musical (en medida de prolación imperfecta) en dos figuras de mínima. Tanto Ramos como Gaffurio dan a entender que se refieren a una persona sana. Ramos lo hace de forma indirecta al definir la medida como “el tiempo o intervalo bien regulado (eucraton) comprendido entre la sístole y la diástole del cuerpo”. Al margen de la abundante literatura musicológica sobre todas estas cuestiones, nos interesa aquí subrayar que se recogen, por un lado, ideas de muchos siglos atrás sobre el carácter paradigmático de la igualdad y la regularidad, representadas por el ciclo de la sístole y la diástole; pero, por otro, que este significado adquiere un sesgo distinto y nuevas funcionalidades al hilo de la propia evolución musical y notacional del siglo XV. Una vez más, la medicina y la música comparten criterios y valores. La semibreve recta divisible en dos mínimas es, entonces, el perfecto correlato de los vitales ritmos de un corazón equilibrado.
4. MÚSICA, HUMORES Y TEMPERAMENTOS
También es posible encontrar un camino que arranque de la propia medicina en sus vínculos con la música. Ambas disciplinas mantuvieron interesantes relaciones en el mundo antiguo. Quintiliano llega a afirmar que, teniendo la medicina por objeto “tanto instalar la virtud ausente como salvaguardar y aumentar la presente (…) así también se ha de decir de la música”. El paralelismo entre la música y la medicina antiguas se refuerza si consideramos, siguiendo el argumento de Figari, que ambos campos son arte (en el sentido de téchnē) y ciencia; y que su valor como ciencia le viene a la música por los principios matemáticos y físicos; y a la medicina, por el rigor de las observaciones hipocráticas.
Pese a lo dicho, tampoco parece que Hipócrates hubiese prestado una atención significativa a la música; acaso, como sugiere Figari, porque este tema ya había sido tratado con anterioridad de manera suficiente. A nuestro juicio, quizá también porque el pragmatismo hipocrático llevaría a esta escuela a mantener una duda razonable en cuanto al legendario poder curativo de la música, por más que se respetasen unos lazos ampliamente aceptados entre ambos saberes. Con todo, las aportaciones de Galeno –que defenderá la importancia de la educación musical temprana y su valor para los médicos – facilitarían en el futuro la colaboración real de la música en asuntos sanitarios. Mas, volviendo al entorno hipocrático, lo cierto es que la atención se centró en lo que acabamos conociendo como medicina humoral. Los cuatro humores son: la bilis negra, la flema, la sangre y la bilis amarilla. Si no hay ponderación y armonía entre ellos, la salud se resiente. Para recuperar las adecuadas relaciones entre los humores, se tenían en cuenta diversas circunstancias, pero sobre todo la dialéctica de las cualidades primarias seco-húmedo y caliente-frío.
A su vez –y dentro de la filosofía presocrática– la cosmogonía de los cuatro elementos de Empédocles poseía una alta capacidad de encaje con los humores y las cualidades primarias mencionadas. Los elementos, según el citado filósofo, están siempre en permanente interacción; es decir, en continuos ciclos de concordia y discordia. Del mismo modo, los humores se relacionan entre sí con excesos y carencias de unos u otros. Así, se determina el humor hegemónico que definirá el temperamento de una persona. La autoridad del número cuatro, dicho sea de paso, sigue gobernando estructuras y taxonomías, ahora en estos nuevos ámbitos. El cuadro de mayor asenso deducible de las fuentes (donde no faltan variantes que no vienen aquí al caso) acabó quedando como se indica en la tabla (fig. 4), bien entendido que las columnas 2 y 3 se refieren a cualidades primarias que caracterizan tanto a los elementos como a los humores correspondientes.
En la cultura grecolatina no faltaron vinculaciones de la música con los elementos. De hecho, Quintiliano asocia los cinco elementos (añade el éter) con los cinco tetracordios del sistema perfecto inmutable de la teoría griega y con los cinco sentidos, estableciendo un eje graduado de verticalidad desde lo más material (tierra, tetracordio primero y grave, tacto) hasta lo más inmaterial, agudo o sutil (éter, tetracordio hiperbólico, vista). Pero faltan los humores.
A donde queremos llegar es al hecho de que las construcciones teóricas que aúnan humores, elementos y música, con criterios de cierta solidez, son no solo infrecuentes sino también muy tardías. Un anónimo tratado musical de hacia 1200 describe la relación existente entre los cuatro modos del tetraekos, los cuatro elementos y los cuatro humores, sin olvidarse de las cualidades primarias (fig. 5). Una vez más, la fascinación por el número cuatro se hace notar. Este desconocido autor respeta expresamente el fundamento cuaternario de los antiguos maestros; pero se las arregla, no sin esfuerzo, para aplicar el principio octonario que rige el cuadro modal corriente en su tiempo, mediante la suma de las cuatro parejas de cualidades primarias. En todo caso, humores y elementos se vinculan explícitamente a estructuras modales de la música medieval. Así que nada impide suponer que, siguiendo el ya citado procedimiento, al colérico le vendrían bien las melodías en modo tetrardus; pero, si cae en un exceso de cólera, podría mitigarlo con cantos en protus, que son afines a los melancólicos.
Las combinaciones de dos componentes de la tríada arrojan un saldo más positivo en los siglos modernos. El par música-elementos puede verse en la sugerente analogía que Zarlino establece (en sus Institutioni harmoniche, de 1558) entre los cuatro elementos y las cuatro voces de la polifonía: tierra/bajo, agua/tenor, aire/contratenor, contralto o alto y fuego/canto [soprano]. Lo que no pasa de ser un pertinente juego simbólico, si bien irrelevante en asuntos de salud. Sin embargo, cuando nos fijamos en la pareja música y humores la cosa cambia, pues constatamos que se fortalece en los siglos XVI-XVIII. Algunas aportaciones en esta línea ofrecen un planteamiento genérico, básicamente referidas al carácter armónico del equilibrio humoral; otras, mostrarán claros deseos de influir con la música en el movimiento de las pasiones del alma y en el control temperamental.
La propia música fue adquiriendo medios cada vez más ricos y elocuentes de expresión. Las pasiones del alma, canalizadas por medio de los flujos y reflujos de la sangre (Descartes, Mersenne, entre otros) se alían con la llamada música poética o aplicación en la música de un conjunto de principios importados de la retórica; entre ellos, de manera muy destacable, toda la teoría para adaptar, y aun crear, figuras retórico-musicales con las que cuidar el ornato de las composiciones. Ahí están los tratados de Burmeister –cuya Musica poetica data de 1606–, así como las obras o partes de ellas dedicadas a este tema, de Lippius, Kircher (en el siglo XVII) o Walter y Forkel (en el siglo XVIII), entre las varias decenas existentes. De modo que con los mismos deseos de convencer propios de un discurso forense, con idéntico afán por persuadir que caracteriza a los sermones de los predicadores, con el anhelo de conmover que persiguen todos cuantos buscan actuar sobre las pasiones del alma, así no pocos compositores del Barroco abrazaron este conjunto de ideas para contribuir con la música al equilibrio temperamental de los individuos y de la sociedad (pues por entonces el concepto de temperamento se podía extender a toda una nación) y al suyo propio. Claro que todo esto es el meollo de la estética barroca y no podemos ir más allá de su mero enunciado, máxime cuando quedan por exponer otros ámbitos imprescindibles.
5. MÚSICA POR PRESCRIPCIÓN FACULTATIVA: MIRADAS CONTRASTANTES
Asociar el estado de salud con la presencia o ausencia de armonía es un tópico antiguo. Pero los médicos fueron más allá de la comparación, ya que llegaron a prescribir música en sus textos profesionales. La teoría humoral (enriquecida con nuevas aportaciones) siguió en uso durante buena parte de la Edad Moderna, así que por este lado no había problema. Ciertamente, existían vías para recurrir a la música desde dentro del ars medica. El punto de arranque remoto vuelve a ser la tradición hipocrática, si bien con influencia del pitagorismo. El escrito Sobre la dieta, perteneciente al Corpus Hippocraticum, habla del desarrollo por nutrición de las partes del hombre como de un “sistema armonizado según relaciones musicales exactas”, con expresa cita de las tres consonancias canónicas de la teoría pitagórica. Cualquier desviación es fatal, porque “si un solo tono falla, todo el acorde queda malogrado”. Cabe pensar, entonces, que si una buena nutrición requiere consonancias perfectas, una correcta dieta integral puede reforzarse con esa fuente de consonancias que es la música.
La tradición galénica construyó el concepto de las “seis cosas no naturales” (sex res non naturales) que tuvo mucho predicamento tanto en los tratados sobre dieta –en el sentido de régimen general y saludable de vida– como en otro tipo de escritos profesionales, v. g. los referidos a la peste, que estudió Remi Chiu desde este punto de vista musicológico. Este conjunto de agentes “no naturales”, en el sentido de que todos ellos pueden ser curativos o dañinos según su uso, lo enumeró el doctor Juan Calvo (s. XVII) de este modo: “Según Galeno, las cosas no naturales son seis, aire, el comer y beber, el dormir y velar, el ejercicio y ocio, la evacuación de los excrementos y retención de ellos, y las pasiones del alma”. Estas últimas pueden ser denominadas en otras fuentes como “afectos del ánimo” o “del ánima”. Los cuales entienden de cuestiones psíquicas como la tristeza, la alegría, la ira, el temor, etc. Es aquí donde la acción de la música puede ser invocada desde una nueva perspectiva y aplicarse con la garantía que inspira el consejo de los doctores.
Claro que no todos los médicos estaban dispuestos a proponer el disfrute de la música con fines curativos. Por ejemplo, el tratado sobre la peste, del licenciado Fores (publicado en 1507, aunque escrito en 1481, según apunta el propio autor) entra en muchas cuestiones de higiene y dieta, pero también se interesa por asuntos más espirituales, entre ellos la música. Y no se posiciona precisamente a favor:
Débense guardar de ira, tristeza, miedo y cuidados y haber placer y alegrarse con cantos, con sones, instrumentos, historias de placer y semejantes; generalmente todas aquellas cosas que alegran el espíritu o el ánima en demasía son dañosas, aunque sean de placer .
Diverso es el caso del doctor Joan Thomas Porcell, sardo de nacimiento y zaragozano de adopción. Este médico incluye un amplio capítulo acerca de las “pasiones del ánimo” en su tratado de 1565, escrito a raíz de su extraordinaria experiencia en la atención a los enfermos de la peste de 1564-1565. Indica, citando a Avicena y a Galeno, que estas pasiones “pueden tanto, que causan mudanza y alteración en nuestro cuerpo y lo corrompen, gastan y matan”. Queda claro, pues, que las pasiones tienen consecuencias físicas y psíquicas y que son un asunto tan importante como cualquier otro de los citados y, por tanto, útil de cara al ejercicio de la medicina. Como está hablando de la peste, aconseja este doctor que se descarten los pensamientos tristes, la ira, el esfuerzo, la soledad, la oscuridad, el ver muertos o permanecer en sitio “hediondo". Tampoco hay que “mirar cosas horrendas” (como ciertas pinturas, asevera Porcell), ni leer historias tristes, ni tampoco participar en conversaciones inadecuadas, porque de ese modo “se dispone, prepara y apareja el cuerpo para grandes enfermedades”. Se prescribe vivir en sitio claro, preferiblemente con jardín, disfrutando de una alegría sana y equilibrada, con risas y conversaciones en buena compañía, contemplando vasos de oro y todo tipo de elementos de materiales nobles, como si la pureza e inmutabilidad del oro y las propiedades atribuidas a ciertas gemas pudiesen actuar por simpatía en quienes las contemplan y hacerles partícipes de una especie de mágica inmunidad. Es en todo este contexto donde se aconseja “oír música, cantares suaves y de alegría”.
Fores y Porcell coinciden en la idea de alejar la ira o la tristeza, pero sus dictámenes son opuestos en cuanto a la música. Para entender la discrepancia entre ambos galenos, hay que pensar en las ideas de agitación y respiración. Existen varios tipos de peste y se conocían diversas formas de contagio; pero, sobre todo, se creía que este sobrevenía básicamente por la corrupción del aire que se respiraba, lo que no es correcto en el caso de la peste más común –la bubónica–que se transmite sobre todo por la picadura de pulgas de roedores infectadas con la bacteria Yersinia pestis. Puesto que con el enojo y la ira la respiración se acelera, el riesgo de contraer la enfermedad (desde aquella incorrecta premisa) aumentaría. Y como la música y la alegría no dejan de causar agitación en el espíritu, el licenciado Fores no cree que puedan ser aconsejables. De hecho, este autor es también un heredero de la secular tradición eclesiástica dedicada a la proscripción de lo hedonístico, que tuvo en la música uno de sus blancos preferidos. El tono moralizante sobre este arte se desliza en otros tratados en clave histórica. El doctor Francisco Núñez de Coria compara la sobriedad de ciertos personajes de la Roma republicana –que siguieron con su dieta rústica después de haber alcanzado un gran poder– con los excesos de la época imperial. Hablando de Lúculo, le reprocha sus “desmoderados convites y músicas y cantos torpes y lujuriosos”. Sin duda, los ecos más severos del pensamiento cristiano sobre la música resuenan en estas palabras. Porcell, a diferencia de Fores y Núñez de Coria, recomienda la música, aunque con moderación, junto con otros deleites de los sentidos.
6. LAS SOLUCIONES DESDE LA FE
Cuando las enfermedades (las individuales y, sobre todo, las colectivas) no encuentran remedio en la ciencia médica, no es raro que se busque la ayuda divina. De hecho, las autoridades civiles eran las primeras en solicitar a la Iglesia –en los casos de enfermedades comunitarias– que activase sus recursos espirituales al tiempo que ellas arbitraban las medidas sanitarias oportunas. Se conservan documentos de los reyes de España y de otras instancias donde se solicita al clero que realice rogativas contra las diversas plagas que se producían. La Iglesia disponía de una serie de medios que gozaban de una alta valoración. Es posible realizar procesiones específicas (Processio tempore mortalitatis et pestis) o celebrar misas votivas aplicadas contra las enfermedades individuales (misa Miserere mei) o comunitarias (misas Salus populi y Recordare Domine). Y, por supuesto, se realizan rogativas a la Virgen, en su condición de mejor intercesora ante el Señor y sanadora de mérito si hacemos caso a lo que expresan docenas de composiciones de las Cantigas de Santa María de Alfonso X. No faltan los oficios dedicados a santos relacionados con algún tipo de plaga, como san Sebastián y san Roque, u otros: ahí está el célebre himno jacobeo O Dei Verbum, de rito hispánico, que también pide protección contra la peste. Todo ello, junto con otros rituales y prácticas reparadoras del mal o del pecado (exorcismo, ciertos sacramentos, etc.) viene servido con su correspondiente música.
No han de perderse de vista las devociones tradicionales. La religiosidad popular no había olvidado que la peste era el mal por excelencia, el castigo divino que siembra la muerte al tiempo que exacerba la fe, como ha estudiado C. B. Macklin en el caso de los flagelantes alemanes. Ejemplificando con san Roque (que vivió la peste negra del siglo XIV), son frecuentes las celebraciones que incluyen los cantos del ramo (ofrenda a base de panes y otros elementos), que a veces se subastan tras la eucaristía. El ramu de san Roque de Llanes (Asturias) empieza así:
Protección, Roque divino,
te pedimos para España [bis de ambos versos]
y que libres de la peste
a Llanes que tanto te ama [bis de ambos versos] .
Existen abundantes piezas monódicas o polifónicas (sacras y profanas) relacionadas con las enfermedades comunitarias. Una reciente antología de partituras, dedicada a lo que Remi Chiu denomina pestilential music, incluye páginas muy notables y apropiadas como fondo sonoro de estas vicisitudes. Por insistir en ideas ya apuntadas y por su gran calidad, mencionamos la titulada Santo guerrier, de Paolo Caracciolo. Se recuerdan en este madrigal de 1582 –desde el respeto por lo reciente del horror y con sentido de la memoria histórica– la peste habida en Milán, entre 1576 y 1578, y decisiones concretas como la construcción de un nuevo templo dedicado a san Sebastián. Ello ilustra la relación devota y al tiempo economicista que se estableció entre las ofrendas de la ciudad y la supuesta eficacia del santo, junto con otros aspectos minuciosamente analizados por R. Chiu.
6.1. Campanas: calandrias de metal contra la peste
Aún quedaban métodos susceptibles de ser usados por la Iglesia, bien motu proprio o bien dentro de estrategias sanitarias civiles. Las campanas, por ejemplo, gozaban de un extraordinario predicamento. Tenían encomendadas un amplio número de funciones, entre ellas la de implorar clemencia divina ante las calamidades. Unos versos latinos del Thesaurus Catholicus de Iudocus Coccius, recogidos por Bartolomé Cases, presentan a la campana enumerando en primera persona sus principales misiones. Se podrían traducir así: “Alabo a Dios verdadero, llamo al pueblo, convoco a la asamblea, / lloro a los difuntos, ahuyento la peste, adorno la fiesta”. La inspiración de estos versos se halla en las propias inscripciones de las campanas, no siendo infrecuente la referida a la peste. Se creía que los toques de campanas disipaban las nubes de tormenta, siempre peligrosas para los cultivos. De hecho, nos consta por diversos informantes y fuentes que los toques de campanas contra las tormentas han llegado hasta el presente (o hasta fechas cercanas) en ámbitos rurales. Mas ¿cómo se trasladaba este poder de alejar las tormentas a la protección contra la peste? Ya hemos aludido a que la opinión más extendida era que esta plaga procedía del aire infectado, supuestamente por diversas causas, como la descomposición de cadáveres o el mucho calor. Las semillas (como las llaman muchos autores desde la Antigüedad) o gérmenes de la peste presentes en estos efluvios se diseminarían por doquier con los vientos, las nubes y la lluvia, matando a las gentes y a los animales. San Isidoro relató muy vívidamente esa especie de impotencia que las sociedades antiguas sentían ante la peste en De natura rerum.
También existía la superstición de que las nubes de tormenta venían empujadas por diablillos que se ocultaban detrás de ellas. Las campanas, pues, servían “para desterrar las aéreas tempestades y los infernales enemigos que con ellas felicitan nuestra ruina”. Y dado que estos demonios temen los tañidos de las campanas, pues “azoran sus voces a las tartáreas huestes, como clamor de trompetas del Rey de las luces”, se retiraban arrastrando consigo las nubes, doblemente dañinas: por causa de los temporales devastadores y por el riesgo de extender el contagio con la lluvia. Las campanas, esas “calandrias de metal” como las denomina Cases, difundían a los cuatro vientos sus sones; y luego la fe y las tradiciones populares se encargaban de hacer creer que se podía erradicar de ese modo la fuente del posible doble daño o, simplemente, prevenirlo. El hecho de que, en determinadas circunstancias, se limitasen los toques de campanas (por ejemplo, en los funerales, para no alarmar más aún a la población) puede verse como un intento de “controlar el paisaje sonoro de la ciudad” por parte de las autoridades, según ha subrayado R. Chiu, pero no niega su uso en su función de ahuyentar la peste.
Un caso interesante nos lo proporciona un documento de 1683 donde el procurador general de Villalón de Campos (Valladolid) da una orden al cura de la iglesia de san Miguel para que, a su vez, diese permiso al campanero a fin de que este “moviese y tocase” la campana la noche de la festividad de san Roque, a quien la villa castellana tenía por “abogado, para que por su intervención, sus vecinos se libertaren de los achaques y enfermedades de la peste”. Se aseguraba que se seguiría solemnizando su día como hasta el presente, lo que puede entenderse como una justa correspondencia de la villa por los posibles favores sanitarios del santo. La campana asume aquí dos funciones: adornar la festividad de san Roque y alejar preventivamente las posibles nubes tormentosas que pudiesen expandir la plaga y, subsidiariamente, arruinar los sembrados.
De manera que el canto de oficios y misas votivas, las devociones populares, el repicar de las campanas y aun ciertas músicas civiles venían a ser un modo de cohesión social y de resiliencia ante una plaga en curso o que amenazaba desde algún territorio vecino. Todo esto no cura, pero ayuda a resistir, lo que en absoluto puede considerarse como algo desdeñable en medio de la incertidumbre.
6.2. La salvación del alma de vivos y muertos: una prioridad de la Iglesia
La iglesia creó una doctrina sobre el régimen de las almas del mismo modo que la medicina teorizó acerca de los regímenes (o regimientos) dietéticos y sanitarios. También es sabido que salud y salvación se expresan en latín con una sola palabra: salus-utis. El ámbito espiritual estaba por encima del meramente fisiológico. Así, el canon 22 del IV Concilio de Letrán (1215) amenazaba con anatema a los médicos que prescribiesen remedios que pudieran ser dañinos para el alma, considerada claramente como “mucho más preciosa que el cuerpo”.
En cuanto al alma de los vivos, los fieles han de cumplir con los preceptos de la religión si quieren optar a la salvación eterna. La música litúrgica ha de ser escuchada con unción y esto no necesita mayores explicaciones. En ciertos casos, sin embargo, ha de ser trasladada a un plano simbólico para que el cristiano no se desvíe del buen camino con cantos profanizantes o abuso de los instrumentos. No se trata de tañer el salterio decacordo ni de tocar el pandero, como invitan los salmos, sino de cumplir los diez mandamientos que las diez cuerdas del primer instrumento simbolizan y de meditar sobre la piel reseca por el ayuno que puede personificar el segundo, por mencionar dos ejemplos de interpretación simbólica de los instrumentos muy propios de los Padres de la Iglesia y recordar así una temática que desde Th. Gérold, en los años 30 del siglo XX, ha sido muy frecuentada por los estudiosos.
Del mismo modo, no hay que confundirse con la idea del cántico nuevo del que se habla en el Apocalipsis. Clemente de Alejandría, al hilo de este asunto, consideraba que las pasiones son pecaminosas “enfermedades del alma” y que “el pecado es la muerte eterna”. La contrapartida sería el cántico nuevo, entendido como Logos de Dios. La relación entre pasiones, enfermedades, pecado y muerte que propone san Clemente parece algo forzada, sin duda para contrastar con el bien supremo que se promete. El cántico nuevo implica, pues, una absoluta transformación espiritual del género humano sin que haya de sonar ni una sola nota de los instrumentos que portan los ancianos del Apocalipsis –como los representados en el Pórtico de la Gloria de Santiago u otros– por la sencilla razón de que solo están sonando y sanando las almas en la más profunda adoración a Dios.
Mas la preocupación por el alma de los fieles no termina cuando se acaba la vida terrenal. Desde el cristianismo (católico), las almas podían ir, además de al cielo o al infierno, también al purgatorio, en este caso con la esperanza de salir de allí en algún momento. Era posible que los vivos adelantasen la redención de las almas del purgatorio –una provincia de la escatología cristiana actualmente muy cuestionada por la propia Iglesia de Roma– mediante rezos que actuaban como sufragios. Las plegarias más efectivas corrían a cargo de los más autorizados para este menester, cosa obviamente privativa de los sacerdotes en el caso de las misas y responsos que se encargaban por el alma de algún fallecido. Un simple artesano podía dejar encargadas a su muerte docenas o incluso cientos de misas y responsos. Los sacerdotes cobraban según lo que se les pedía y los tratados dedicados al Purgatorio no dejan de reconocer que allí donde había sufragios por las ánimas, florecían las iglesias, se hacían retablos, etc. Esta inflación de rezos llegó a generar graves problemas de conciencia a los sacerdotes que no podían cumplir con los encargos que habían aceptado y cobrado. Tal práctica no solo generó para la Iglesia una riqueza incalculable en los siglos modernos, sino que produjo esa joya de la estética de la fealdad no pretendida que conocemos con el nombre de gorigori. El cual no desaparecería hasta que se extendieron los nuevos usos del concilio Vaticano II, tras haber dado un enorme juego satírico y literario durante los cuatro siglos anteriores.
7. ROBERT FLUDD: EL FIN DE UN CICLO
Presentamos finalmente dos grabados que figuran en una obra de 1619 de Robert Fludd (Robertus de Fluctibus), médico, alquimista, doctor oxoniense y, entre otras dedicaciones, teórico musical. En ellos se comparan el microcosmos y el macrocosmos; o sea, la armonía humana y la mundana . Recordemos que la persistente metáfora de las tres músicas considera que el orden numérico vale tanto para el universo como para el ser humano y para cualquier otra realidad. Ahora bien, el sonido del canto o de los instrumentos permite captar y mostrar dicho orden con una extraordinaria claridad. Basta con un monocordio para ello. Por tanto, si la música tiene números y suena, el cosmos y el propio ser humano, que también están conformados por números, habrán de tener una música propia, aunque no sea audible para el común de los mortales, como ya postulaba el pitagorismo. Esta idea adquiriría diversas formulaciones (Platón, Macrobio, etc.), pero fue Boecio, ya en los albores de la Edad Media, quien acuñó la tripartición de mayor fortuna: música mundana (de las esferas celestes), humana (equilibrio interno de la persona, básicamente de cuerpo y alma) e instrumental (la única que realmente suena). Esta división, cuya génesis data de mil años antes, se seguiría repitiendo como fuente de autoridad hasta mil años después. La música instrumental es la de más baja condición, pero su perceptibilidad permite que, por simpatía, encuentre resonancias en la música humana y sea capaz de afectar al equilibrio interno de las personas. Y como la música humana, estando en concordia de sus partes, es reflejo de la divina y perfecta del cosmos, propicia un camino de vuelta para que el alma se eleve desde la música que suena hasta su patria celeste de origen, como se expresa de forma única en la conocida Oda a Salinas de Fray Luis de León. La música humana es, por tanto, la puerta por la que penetra la influencia de las proporciones musicales pitagóricas y las teorías de los elementos y de los humores en los más inopinados temas de salud.
Volviendo a los grabados, se advierte que los datos sobre el macrocosmos se sitúan a la izquierda de las imágenes, en tanto que a la derecha se consignan los del microcosmos. En el primero (fig. 6)se advierte que hay tres espacios bien diferenciados. En el tercio inferior del macrocosmos se halla el diapasón u octava de los elementos, que en el microcosmos se corresponde con la zona instintiva del vientre y los testículos, calificada por Fludd como “pesadísima y vilísima”. En el tercio medio se ubica el diapasón celeste medio (para las esferas del cosmos) en paralelo con el tórax. Por fin, el diapasón supraceleste, contiene una serie de potencias anímicas (voluntad, razón, intelecto, mente) y, en lo más alto, tres presencias de la propia divinidad (Espíritu Santo, Verbo, Dios Padre) que vienen a ser, en las explicaciones del autor, como un soplo divino que ilumina el ámbito de la Creación más próximo a Dios. Estos siete conceptos están asociados a la cabeza como parte más noble del cuerpo.
Las proporciones planteadas no se salen ni un ápice del canon pitagórico, más allá de que figure alguna triple octava, pues este intervalo tardío no añade ningún cambio en la consonancia de base. Mientras que en la parte del macrocosmos las proporciones se formulan en términos aritméticos, en la del microcosmos se prefiere (menos para la óctupla) la terminología musical. Justo a la derecha de la figura humana, aparece una columna con una serie de letras que expresan, en notación alfabética guidoniana, una triple sucesión de siete notas. Téngase en cuenta que el grabado pretende probar las virtudes del número septenario “tanto en la armonía del mundo como en la del hombre”, según reza en el propio título. Esto determina una cierta confusión entre dicho principio y los arcos de octava. Parece que la complejidad de la imagen jugó más de una mala pasada al grabador y causó algunos gazapos en los que no se suele reparar. Por ejemplo, la primera letra de la columna (la más grave) no ha de ser una L sino una gamma mayúscula, que se asemejaría a una L volteada. Y las dobles letras del agudo también contienen un desliz, pues tendrían que ser: gg, aa, bb, cc, dd (y no bb), ee, ff. Esta sucesión de notas alude a sonidos concretos de la música real, pero simboliza igualmente los propios e inaudibles de la armonía mundana y, si todo está sano y en equilibrio, la del microcosmos que es el ser humano. La totalidad del conjunto está bajo la tutela de Dios, cuyo símbolo impera en lo más alto.
Incluimos el segundo grabado (fig. 7) solo para destacar que, en el tercio inferior, junto con los cuatro elementos clásicos que conforman el mundo, aparecen los cuatro humores determinantes del ser humano. Mas si volvemos a la imagen anterior (fig. 6) encontramos que la zona de los elementos se enriquece hasta alcanzar el número de siete por mor del citado principio septenario. Por poner un simple ejemplo, el agua salada del macrocosmos se empareja con la orina y con la nota A (La grave). La orina no es uno de los cuatro humores, sino una excreción que se tendría en cuenta desde el concepto ya comentado de las “cosas no naturales”. Si se analizan las equivalencias de las 21 notas del sistema, se descubren los diversos sedimentos del saber médico y filosófico que Fludd había ido acumulando.
Una propuesta como esta de Fludd de principios del siglo XVII –no perdamos de vista lo tardío de la fecha– desprende un fuerte aroma crepuscular. Por entonces, como ha explicado Neubauer, no solo había caído el sistema geocéntrico que se muestra en los grabados de Fludd, sino que ya se sabía que las órbitas de los planetas eran elípticas y no circulares. Sobrevino así “la desafinación del cielo”, por decirlo con la sugerente expresión de Hollander citada por Neubauer. En cierto sentido, el pensamiento de Fludd podría ser comparado a un santuario que tuviese, por ejemplo, una fachada barroca, una nave románica y acaso vestigios de una sacralidad que se podría remontar a la Prehistoria. Del mismo modo, el estudio de estas dos ilustraciones nos revela que hay una serie de capas interrelacionadas. Así, se parte de un ortodoxo pitagorismo y están presentes la poderosa metáfora de las tres músicas, la teoría de los cuatro elementos (o siete, si conviene), el eje ascensional neoplatónico que va de lo sensible a lo inteligible, la alusión (expresa en el cuerpo del texto) al Corpus hermeticum y, en fin, la teoría hipocrático-galénica de los humores y sus posteriores derivaciones. Todo ello, perfectamente cristianizado.
Lo cierto es –y lo decimos a modo de colofón– que las respuestas que dio la música ante la adversidad y las enfermedades de todo tipo demuestran que esta disciplina no ha dejado de servir a la humanidad de muy diversas maneras y, entre ellas, como agente sanador, incluyendo en esto su innegable capacidad de consuelo y su poder de sugestión. El denso aparato especulativo con que lo hizo contribuyó a conformar los perfiles espirituales e intelectuales de la sociedad occidental hasta la actualidad, con un peso que sigue sin ser plenamente reconocido. Se fue edificando así, a lo largo de la historia, una especie de muralla mental y musical (tanto en su vertiente práctica y sonora como en la especulativa) cargada de resiliencias ante las enfermedades, esos avisos de la muerte ineluctable.
REFERENCIAS
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Notas
[9] Fórmula elegida para el título, que hay que entender como valor, mérito o cualidad de la música antes que en su literalidad (virtud).
[15] . El género “armónico” (fiel al original griego) se refiere al que se nombra más corrientemente en la tratadística como “enarmónico”.
[17] Incluso se sugiere, en casos de difícil diagnóstico, probar con una melodía cualquiera y, si no va bien, introducir una modulación y observar, lo que muestra un cierto empirismo. .
[22] . Disponible en BnF Gallica. https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k1247982.image#. Los cuidados grabados de las obras de Fludd (de Mathaeus Merian) se pueden ver en . Godwin publica este grabado en vertical (p. 206), aunque realmente figura en el libro de Fludd en horizontal, con un claro sentido de expresión temporal –de izquierda a derecha– de los primeros días de la Creación. También aparece en horizontal la tétrada sobre cuestiones similares de la p. 14 de Philosophia sacra.
[24] . http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000046156&page=1. Página 127 de la edición en castellano de 1983 (véanse los detalles en Referencias).
[25] Joël Figari cuestiona la valoración clásica de la tetraktys como “principio de la armonía musical”. También rebaja el papel del número 4 y analiza las limitaciones de una visión solo musical de la citada tétrada. Destaca, por el contrario, el valor de la serie 6, 8, 9, 12, por ofrecer una octava con las notas fijas de los dos tetracordios disjuntos, dentro de los cuales se situarían las notas móviles. .
[32] . No citamos por la edición más completa de Terni y Chiappini porque precisamente se deja sin traducir el término eucraton, que interesa en nuestro planteamiento. .
[36] Una visión de las bases pitagóricas y, sobre todo, platónicas y aristotélicas que informan la concepción galénica de las relaciones entre música y medicina en .
[38] . http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000175384&page=1. La primera edición data de 1558.
[39] Abundan los testimonios sobre la preocupación de los pitagóricos por la dietética. Jámblico afirma que estos “fueron los más rigurosos en su aplicación, e intentaron descubrir, en primer lugar, los signos de la proporción entre la bebida, la comida y el descanso”. .
[44] . https://bvpb.mcu.es/es/consulta/registro.do?id=439341. Hemos desarrollado las abreviaturas y normalizado la ortografía del texto citado y de los posteriores de características semejantes.
[47] Porcell, Información y curación de la peste, 89 r. Si bien es cierto que algunas de estas prescripciones figuran, con mayor o menor detalle, en diversos escritos médicos de la época, hemos visto –y seguramente ya lo habrán advertido otros autores desde la historia de la medicina, aunque no lo hemos podido constatar– que todos estos consejos proceden casi literalmente del tratado de Niccolò Massa titulado Liber de febre pestilentiali (Venecia, 1540 y 1556). Los párrafos de Massa a los que nos referimos también se pueden ver en Chiu, Plague and Music, 11.
[49] Como apunta Mercedes Brea, al hilo de los milagros de la Virgen en las Cantigas de Santa María: “Los [prodigios] más abundantes son los relativos a curaciones: a tullidos y contrahechos; a ciegos y sordomudos; a personas heridas o aquejadas de enfermedades varias”. .
[52] . Esta ofrenda de los panes sigue en uso a la fecha de esta publicación. En el Archivo de la Música Tradicional del Museo del Pueblo de Asturias se puede consultar nuestra fuente, que es una grabación a cargo de varias cantantes acompañadas de tambor y pandereta, recogida por Herminia Menéndez de la Torre y Eduardo Quintana Loché, el 24 de abril de 2005 (el día de la fiesta es el 16 de agosto). Gijón: MUSEOPA. https://s3-eu-west-1.amazonaws.com/s3.redmeda.com/fontes_sonores/CD3RAMOS/06-AudioTrack+06.mp3 (acceso: 12/9/2021).
[56] Cases, Campanas, 13. En el contexto de la explicación de Cases de las cinco funciones de las campanas enumeradas por Iodocus Lorichio en su Thesaurus.