INTRODUCCIÓN
En 1481 la catedral de Notre Dame nombró por segunda vez a Jehan Henry provisor del hospital Hôtel-Dieu de París; un canónigo de la catedral que, además, era consejero de Luis xi. Su misión fundamental era sanear sus cuentas tras años de abusos económicos; una limpieza financiera que pasaba por reformar la institución haciendo que los hospitaleros que allí residían observaran la pureza inicial de la Regla de San Agustín (). La admiración del canónigo por la sub-prioresa Perrenelle Hélène le llevó a dedicarle el Livre de vie active de l’Hôtel-Dieu de Paris, una obra poética y alegórica sobre el trabajo que estas monjas realizaban a diario y que encarnaban a la perfección el sentido que quería para el hospital. Aunque parece que Henry fue un autor prolífico, no todas sus obras fueron editadas. Muestra de ello es que, pese a componer uno de los manuscritos más importantes para la historia de los hospitales medievales, nunca fue impreso (). Las imágenes que ilustran el libro de Henry suelen utilizarse para explicar cómo se atendía a los pacientes en las enfermerías medievales, pero ¿qué dice el texto que acompaña a estas miniaturas?
Para Henry estas mujeres encarnaban las virtudes cristianas por su abnegado trabajo dentro del hospital. Al rigor de la disciplina eclesiástica, se le añadían las obras de misericordia que hacían a diario y, para ilustrar esta idea, llenó su texto de metáforas que identificaban cada una de las tareas que hacían en auxilio de los desfavorecidos. Henry situó la casa de la Caridad en una isla rodeada por las lágrimas de la compasión y que formaban una corriente de agua salubre (fig. 1). El término que escogió fue intencionado porque se pronuncia igual que el río que abastecía al hospital parisino: saine (eaue) / Seine (). El Espíritu Santo era el patrón de un barco llamado Profesión de la Regla y del que desembarcaban tres hermanas: Virginidad, Pobreza y Obediencia. Los enfermos entraban por otra puerta a un edificio que tenía a la Fe como cimientos, a la Esperanza en las paredes y a la Caridad en el techo.
Los trabajos de misericordia corporal y espiritual se realizaban en una segunda casa que Henry llamó Iglesia. Hospitalidad era la portera que determinaba la enfermedad de los pacientes y los conducía a una sala u otra conforme a su gravedad. Los que padecían una dolencia mortal recibirían los alimentos espirituales en la enfermería de la supervisora Penitencia, que tenía la ayuda de Contrición, Satisfacción y Confesión. La primera curaba las heridas del enfermo con su corazón; la segunda utilizaba la oración y el ayuno como terapias; mientras que Confesión ayudaba al moribundo con su boca. Si el enfermo no padecía una enfermedad mortal pasaba a la Enfermería de San Dionisio, donde la hermana Ferviente Devoción le sanaría de sus pecados veniales. Si ingresaba una parturienta, la portera la enviaría a una sala especial dirigida por Bautismo.
En la tercera parte del libro aparece una conocida miniatura que suele utilizarse para ilustrar la disposición de los pacientes en las camas o el estilo de vida intrahospitalario, y que acostumbra a interpretarse como una descripción de los cuidados que se practicaban en las enfermerías medievales (; ; ) (fig. 2). En su alegoría Henry comparó el Hospital con el alma racional, así que las Virtudes Cardinales, vestidas de negro en la imagen, instruían a las hermanas-novicias sobre el modo de atender a los enfermos.
Prudencia, que en la imagen sostiene una regla, asistía al paciente Razón aquejado del mal de la Ignorancia. Templanza velaba por el enfermo Concupiscencia que sufría de un deseo desordenado hacia los bienes materiales, de ahí que le esté atando las manos. Fortaleza cuidaba a Irascibilidad, un paciente que no podía soportar que nada le frustrase. Por esa razón lleva una torre de piedra. Finalmente, Justicia, identificada con la balanza, vigilaba a Voluntad afectado de Malicia, una enfermedad que le conducía a ansiar lo contrario de lo que es saludable y propicio (; ). La fuente dice textualmente así:
En la tierce partie principale, par la maison Dieu qui contient sains et malades, sera entendu l’âme raisonnable qui, en quatre parties d’elle, a esté blécée et rendue malade per le fait et coulpe du premier père, par la semence duquel procède toute créature humaine. La première partie de ceste maison Dieu est raison, malade de maladie d’ignorance, en laquelle partie prudence, chevetaine principale a [avec] tout sa reigle, préside accompaignée de plusieurs dames. En la secunde partie de ceste maison Dieu est concupiscibilité, malade de concupiscence désordonnée de biens muables. Et là, attrempance, secunde chevetaine principale, préside accompaignée de plusieurs dames. En la tierce partie gist irascibilité, malade et enferme si floibe [faible] que ne peult porter chose qui la atriste et fuyt sans raison tous périlz mesmement de mort. Mais là est forcé, la cheveitane principale, accompaignée de plusieurs dames qui guarit de telle enfermeté. En la quarte partie es volunté, si malade d’une maladie appelée malice, qui plustot appète son contrarie que chose qui luy sait salutaire et propice. Mais justice, la quarte chevetaine, qui tout poise à sa juste balance, la réduit à santé () .
En la tercera parte principal, por la casa de Dios que contiene a los sanos y a los enfermos, se entenderá el alma racional que, en sus cuatro partes está herida y enferma por obra y culpa del primer padre, por cuya simiente procede toda criatura humana. En la primera parte de esta casa de Dios está razón, aquejada de la enfermedad de la ignorancia, en la que la prudencia, capitana principal con toda su regla, preside acompañada de varias damas. En la segunda parte de esta casa Dios está concupiscibilidad, enfermo de concupiscencia desordenada de bienes mudables. Y allí, templanza, segunda capitana jefe, preside acompañada de varias damas. En la tercera parte está irascibilidad, tan débil, enfermo y encerrado que no puede soportar que nada la entristezca y huye sin razón de todos los peligros, en especial de la muerte. Pero allí está la fuerza, la capitana principal, acompañada de muchas damas que lo sana de tal enfermedad. En la cuarta parte está voluntad, tan afectado de una enfermedad llamada malicia, que le lleva a preferir lo contrario de lo que le sea saludable y propicio. Mas justicia, la cuarta capitana, que pesa todo en su justa balanza, le devuelve la salud.
Las metáforas atraviesan la obra de Henry —del edificio al alma de los pacientes— y las imágenes no pueden explicarse certeramente sin comprender la superposición de alegorías. De un lado, el propio edificio del Hôtel-Dieu representaba las virtudes teologales y, como las matrioskas rusas, contiene a las otras dos. Las monjas hospitalarias eran enfermeras que encarnaban a las virtudes cardinales y cuidaban de los enfermos, objeto material y espiritual de la «caritas», que padecían desórdenes espirituales más que enfermedades físicas. Pero todos estos simbolismos no eran nuevos. El iv Concilio de Letrán (1215) ya había dictado la equivalencia entre la virtud del alma y la salud corporal, así como la analogía entre la enfermedad y el pecado. Es más, este concilio convirtió en obligación que los enfermos confesaran antes de recibir asistencia médica. En el siglo xiii la mayoría de los hospitales europeos eran instituciones administradas por la Iglesia, así que debían difundir esta concepción sobre la salud en la que primaba la atención espiritual. Por esa razón Jacques de Vitry, en la Historia occidentalis que escribió poco después de este influyente concilio, calificó a la institución hospitalaria como «la casa de Dios» (; ; ). Así que, al menos desde el siglo xiii, el hospital fue entendido como domo dimini u Hôtel-Dieu y debía proporcionar fe, esperanza y caridad a los que allí ingresaban.
Tampoco fue una innovación que contrición, confesión o satisfacción fueran parte del tratamiento que los pacientes recibían en los hospitales. La proximidad ideográfica entre los ritos religiosos y el tratamiento médico fue tan estrecha que se equiparó la capacidad terapéutica de las medicinas con la facultad sanadora de la penitencia. Para explicar los beneficios de la fe, los teólogos tomaron como modelo los procedimientos médicos al ser perceptibles a los sentidos, lo que no significó que sus medicinas para el alma fueran simplemente una metáfora (). La ideología de la salud de la Iglesia medieval afirmó que la salud espiritual superaba a la corporal, porque era la que posibilitaba la resurrección con el cuerpo perfecto (). La alegoría llegó a subvertirse y en 1354 el duque de Lancaster consideró que los procedimientos médicos de atención al cuerpo, como el baño o la alimentación, eran la imitación de la verdadera sanación que se producía con la eucaristía ().
La última metáfora es la más íntima y secreta porque pertenece al alma de los pacientes que aparecen encamados en la imagen. Y es la más difícil de explicar. Pobres y enfermos encarnaban al propio Cristo, y el hospital era el espacio físico que proveía las virtudes teologales para que los cristianos pudieran desplegar los trabajos de misericordia corporales y espirituales. Lavar a los enfermos a su ingreso en el hospital significó más que higiene, y se convirtió en un ritual de imitación a Cristo, porque eran las propias virtudes cardinales quienes les atendían.
En esta alegoría, Henry no mencionó a los médicos porque este hospital figurado no atendía enfermedades físicas. En el texto que acompaña a la miniatura, las virtudes cardinales eran unas «enfermeras especializadas» en unas «enfermedades-pecados» específicos que tampoco cuidaban el cuerpo. Pese a la distancia temporal e ideográfica que separan los cuidados que se prestaron en la Edad Media y en la actualidad, la historiografía enfermera reclama esta imagen como una fuente histórica desde la que empezar a comprender su pasado y su presente (; ; ). Pero ¿hasta qué punto la metáfora médico-religiosa de Henry respondió a la ideología de los cuidados en la Edad Media? Si las virtudes cardinales eran las enfermeras que cuidaban a los enfermos del alma, ¿en qué medida fue importante el cuidado al cuerpo en los hospitales medievales? En definitiva, ¿ilustra bien una miniatura de un texto espiritual la concepción medieval sobre la salud, la enfermedad y la actividad de cuidar?
Para responder a estas preguntas es preciso analizar el alcance de los vínculos entre teología y medicina y, para ello, presentaré primero la concepción teológica sobre la salud y la enfermedad. Es decir, analizaré la relación entre las pasiones del alma y las del cuerpo. Para comprender la estrecha relación teórica y práctica entre la salud espiritual y la carnal, expondré después las similitudes terminológicas y procedimentales que utilizaron médicos y sacerdotes en la gestión de las afecciones del paciente-pecador. El conocimiento médico y el contexto teológico son fundamentales para entender que, pese a que medicina y teología fueron espejos de la salud, los enfermeros de los hospitales medievales no prestaron atención sanitaria. Para demostrar esta hipótesis examino por último las obligaciones de los enfermeros en las reglas monásticas, ya que la Iglesia gestionó en solitario el cuidado a los menesterosos. En este trabajo demostraré que las alegorías en la obra de Henry eran simbólicas y literales, que las enfermedades eran espirituales y materiales y que los enfermeros encarnaron al Buen Samaritano. Por esa razón, pese a la atención física que prestaron a los pacientes, los enfermeros no necesitaron conocer cómo funcionaban sus cuerpos.
En la alegoría de Henry las virtudes cardinales se encarnaron en cuerpos femeninos, pero también hubo enfermeros en las salas masculinas. Entre el clero secular fue un cargo catedralicio con sirvientes que podía nombrar al apotecario (), pero su consideración como dignidad eclesiástica terminó ahí. Las fuentes de las órdenes regulares confirman que en los hospitales medievales hubo tanto enfermeros como enfermeras, aunque ahora su posición era subordinada. Para alentar la piedad de estos hombres y mujeres, el dominico Humberto de Romans aconsejó a los predicadores que alabaran su trabajo pero que les recordara que lo hacían «ad servitium pauperum» (1607, ii. xi). Es más, las reglas se redactaron en masculino y las femeninas se adaptaron después. La pretendida feminización de los cuidados no ocurrió en las enfermerías medievales, por eso utilizo el masculino.
TEOLOGÍA MÉDICA MEDIEVAL
Filósofos y científicos de la Antigüedad ya habían asumido la presencia de un principio vital que permitía diferenciar lo que vive de lo que no. Y este principio, que se llamó alma, fue objeto de análisis filosófico y médico. Platón defendió una idea tripartita del alma que influyó poderosamente en la Edad Media porque teología y medicina corroboraron su tesis. Para el filósofo griego, la facultad racional del alma residía en el cerebro, pero también tenía partes irracionales. Separadas por el istmo del cuello, el alma irascible se asentaba en el corazón, mientras que la peor parte del alma irracional —la concupiscible— se alojaba en el hígado. Estas dos porciones irracionales del alma tenían un estrecho vínculo con el cuerpo y podían afectar a la razón desequilibrando los humores cerebrales (; ; ). Su discípulo Aristóteles coincidió en lo básico con el maestro, pero organizó las distintas facultades del alma según una escala natural de la que todavía somos herederos. El alma de las plantas les otorgaba las funciones vitales de alimentarse, crecer y reproducirse; la de los animales les confería, además, la capacidad de percepción y locomoción. El hombre, epítome de la naturaleza, era el único ser que poseía la facultad racional ().
Por otra parte, la medicina antigua confirmó la estrecha relación alma-cuerpo que defendían los filósofos, y si los tratados hipocráticos afirmaron que el alma era una parte del soma, Galeno postuló que algunas enfermedades del espíritu tenían causa orgánica y dependían de la crasis humoral. Para demostrar la dependencia corporal del alma, el de Pérgamo argumentó que el consumo moderado de vino volvía «al alma menos huraña y más animosa» (), de modo que «la complexión humoral del cuerpo impide al alma realizar las funciones que le son propias» (). El alcohol modificaba las emociones del alma de las personas sanas, y Galeno defendió que los médicos estudiaran, diagnosticaran y manejaran enfermedades tales como la manía o la melancolía, unas patologías que afectaban a la parte más pura del alma: la racional. Según la teoría galénica, las enfermedades espirituales podían tener una causa orgánica y el médico podía curar el alma corrompida de los pacientes modificando su alimentación, utilizando medicamentos y cambiando su estilo de vida ().
La antropología cristiana ya partió de una concepción dual en la que la carne era el receptáculo de una entidad incorpórea e inmortal (), pero Agustín de Hipona fue fundamental en la recepción, asimilación y transformación de las tesis filosóficas platónicas. De una parte, rechazó la división tripartita del alma; de otro lado, aceptó las facultades que habían identificado los filósofos de la Antigüedad (). La servidumbre del alma respecto al cuerpo fue el problema principal para que la teología cristiana aceptara las tesis filosóficas y médicas sobre la relación entre la carne y el espíritu. San Agustín permutó esa jerarquía y para sostener que el alma era el origen de las pasiones corporales afirmó lo siguiente: «los que llamamos dolores de la carne son dolores del alma, que siente en la carne y proceden de la carne. ¿Acaso puede la carne dolerse de algo o desear algo sin el alma?» ().
La doctrina cristiana del alma se enfrentaba a un problema difícil porque Platón, Aristóteles o Galeno eran figuras destacadas que habían identificado de forma magistral distintas facultades del espíritu humano. Desde que san Agustín invirtiera la preponderancia en el binomio cuerpo-alma, los teólogos sostuvieron que las enfermedades, la muerte, el sufrimiento o la miseria eran consecuencia de la desobediencia de Adán y Eva en el Paraíso, así que la causa primera de cualquier padecimiento era el pecado original (). Tras esta infracción, la voluntad para resistir a las tentaciones era determinante a la hora de asumir la culpa. La idea del pecado original cambió sustancialmente la concepción antropológica que heredaron los intelectuales cristianos. Siguiendo las doctrinas antiguas, la parte racional debía dominar sobre las facultades irracionales, pero los teólogos afirmaron que el pecado original había alterado el orden natural (; ). La alegoría de Henry aceptó esta tesis sin fisuras, pero afirmó que el alma tenía cuatro partes porque a las facultades concupiscible, irascible y racional le añadió la voluntad.
Hasta el siglo xii no hubo controversias sobre la importancia de la voluntad en materia de salud y enfermedad, pero las traducciones latinas de la ética aristotélica en el xiii estimularon el debate sobre el albedrío como una facultad de la razón o una potencia independiente (; ). Desde la perspectiva de la salud y la enfermedad, la importancia de la voluntad se materializaba en aquellas ocasiones en las que lo bueno para el alma exigía sacrificio corporal. Un paciente podía elegir mal al padecer una afección del juicio, pero también por tener una voluntad débil o flaqueza moral (). El debate se centró en determinar si la voluntad residía en el alma racional y, por tanto, estaba sujeta a los vaivenes humorales que proponía la medicina; o si era, por el contrario, una facultad independiente que podía oponerse a los deseos, emociones y juicios desordenados ().
La misma persona podía tener, además, voluntades contrapuestas. El propio san Agustín admitió haberlo experimentado porque, en el transcurso de su conversión, sentía que tenía dos voluntades distintas, la carnal y la espiritual, que luchaban entre sí y escribió: «porque la voluntad perversa nace del deseo, y de servir a éste nace la costumbre, y de no resistir a ella nace la necesidad» (). Tras el pecado original, oponerse al deseo y perseverar era siempre una opción para quien quisiera seguir los dictados cristianos. Para la teología, las cuatro afecciones del alma aparecieron antes que las patologías corporales, y que Henry las llamara en su texto Debilidad, Ignorancia, Concupiscencia y Malicia no era una novedad. De hecho, Tomás de Aquino ya las había identificado en el xiii como «heridas de la naturaleza» tras el pecado original.
Por la justicia original, la razón controlaba perfectamente las fuerzas inferiores del alma; y la razón misma, sujeta a Dios, se perfeccionaba. Pero esta justicia original nos fue arrebatada por el pecado del primer padre, según hemos dicho ya. Y por ello todas las fuerzas del alma quedan como destituidas de su propio orden, con el que se ordenan naturalmente a la virtud: la misma destitución se llama herida de la naturaleza. Mas son cuatro las potencias del alma que pueden ser sujeto de las virtudes, como dijimos más arriba; a saber: la razón, en la cual reside la prudencia; la voluntad, en la cual reside la justicia; la irascible, en la cual reside la fortaleza; y la concupiscible, en la cual reside la templanza. Pues en cuanto la razón está destituida de su orden a lo verdadero, está la herida de la ignorancia; en cuanto la voluntad está destituida de su orden al bien, está la herida de la malicia; en cuanto la irascible esté destituida de su orden a lo arduo, está la herida de la debilidad; en cuanto la concupiscible está destituida de su orden a lo deleitable, moderado por la razón, está la herida de la concupiscencia ().
Pero si Henry identificó en el texto a cuatro enfermos —Razón, Concupiscencia, Irascibilidad y Voluntad—, ¿por qué aparecen en la imagen siete pacientes? En la Edad Media no hubo una correspondencia estable entre las cuatro enfermedades del alma y los siete pecados capitales, pero, médicos y teólogos aceptaron pronto su relación. Por ejemplo, en 1023 el arzobispo Fulberto de Chartres, versado en remedios médicos, explicó al obispo Huberto de Angers qué debía hacer tras haber sido excomulgado (), y relacionó así las potencias del alma y los pecados capitales:
Quam sapientissimi quique tripartitae definierunt esse virtutis. Nam et rationabilis est, et irascibilis, et concupiscibilis. Secundum ergo qualitatem vitiatae partis, infectio cujusque pestis nominatur: nara si rationabilem partem infecerit, cenodoxiae, elationis, invidiae, superbiae, praesumplionis, haereseos vitia procreabit. Si irascibilem vulncraverit, furorem, impatientiam, tristitiam, acediam, pusillanimitatem, crudelitatemque parturiet. Si concupiscibilem infecerit portionem, gastrimargiam, fornicationem, philargyriam, et desideria noxia terrenaque generabit. ()
Los filósofos distinguen ahora tres facultades en el alma: la racional, la irascible y la concupiscible, y de acuerdo con la naturaleza de cada parte enferma cada afección recibe su nombre. Si afecta a la parte racional, producirá los vicios de vanagloria, engreimiento, envidia, orgullo, insolencia, desdén, herejía. Si afectara a la parte irascible produciría ira, impaciencia, abatimiento, pereza espiritual, pusilanimidad y crueldad. Si afectara a la parte concupiscible, engendrará glotonería, fornicación, avaricia y nocivos deseos mundanales.
Fulberto escribió esta carta antes de las controversias del xiii sobre la naturaleza de la voluntad, pero ya vinculó tres pecados capitales a la parte concupiscible del alma, la más cercana al cuerpo: gula, lujuria y avaricia. Dos a la facultad irascible, sede de las emociones: ira y pereza, que en la Edad Media se entendió como tristeza del ánimo. Envidia y soberbia afectaban a la racional. La medicina también afirmaba que las emociones intensas causaban enfermedades, por eso, el médico Juan de Aviñón aconsejó evitar la ira, el miedo, el amor, la avaricia o la tristeza y, para apaciguar estas emociones, recomendó en su Sevillana medicina (1381-1382) leer «los libros de las Sanctas Scripturas; (...) y escusarse ha de los pecados mortales segun dizen los sabios, los quales son estos: soberuia, auaricia, luxuria, yra, gula, inuidia, acidia» ().
Como las enfermedades, los pecados capitales también se llamaron «contranatura», e identificar a la voluntad como una potencia del espíritu humano significaba enfatizar el elemento moral en las elecciones individuales (). Es decir, las enfermedades podían surgir de una voluntad descarriada, aunque para la medicina también era posible que los humores corporales alteraran las potencias del alma -deseos, emociones y juicio- y para templarlos y controlar la salud era esencial regular las seis «cosas no naturales».
TEOLOGÍA Y MEDICINA MEDIEVAL: ESPEJOS PARA RESTAURAR LA SALUD
La teoría médica medieval afirmaba que la gestión de la salud y la enfermedad giraba alrededor de las «cosas no naturales», que eran todo aquello que forma parte del entorno físico, social y espiritual del paciente. El propio Galeno estableció los cimientos de esta teoría cuando afirmó que «al mismo tiempo que dotamos a nuestro cuerpo de una complexión humoral adecuada mediante los alimentos, las bebidas y todo lo que hacemos diariamente, procuramos también con ello por la virtud del alma» (). El vínculo alma-cuerpo que insinuó el de Pérgamo implicaba que las alteraciones del espíritu se manifestaban en el soma y que los médicos podían explicar y curar muchas de las pasiones del alma corrigiendo los humores, lo que en la Edad Media propició la simbiosis entre religión y medicina ().
La teoría médica medieval de las «cosas no naturales» surgió de esta tesis de Galeno, pero en el marco cultural medieval se reforzó la ligazón del cuerpo con el alma. Las «cosas no naturales» se clasificaron en seis grupos: el primero identificaba el aire y el ambiente en el que el individuo desarrollaba su actividad; el segundo se correspondía con el binomio trabajo-descanso; el tercero estaba formado por la regulación del sueño y la vigilia; el cuarto comprendía la comida y la bebida; el quinto, la evacuación y la repleción, mientras que el sexto atendía a las «pasiones del alma» ().
De la reelaboración árabe de la teoría de Galeno surgió este modelo medieval que afirmaba que los médicos podían observar cómo repercutía en la salud tanto el entorno físico que les rodeaba como las enfermedades espirituales que nacían dentro de sí mismos, y este postulado fue ampliamente conocido y utilizado para mantener la salud y tratar la enfermedad. El manejo de las «cosas no naturales» modulaba el estilo de vida de las gentes dirigiéndolos hacia la moderación y el equilibrio, pero Jehan Henry no utilizó esta teoría en su tratado espiritual porque la exégesis cristiana utilizaba la medicina como metáfora de una sanación auténtica que sólo era posible en el alma (). Desde la perspectiva teológica, el castigo divino y la acción demoniaca causaban enfermedades que sólo los sacerdotes podían curar porque ellos eran los expertos en salud espiritual. Así lo afirmó Thomas de Chobham en la suma de confesores que terminó en 1216:
Quia secundum constitutionem generalis concilii no debet aliquis medicus curare egrotum vel dare ei aliquam medicinam nisi prius bene confessus fuerit, quia sicut dicit Hieronimus, ex flagello dei vel etiam diaboli multe nascuntur egritudines sine natura elementorum vel corporum, et tales egritudines quas homo patitur pro peccatis suis non possunt curari sine confessione et penitentia ().
Desde el segundo consejo general, ningún médico debería curar a enfermos ni dar medicina alguna a menos que antes haya confesado [porque], como dice Jerónimo, desde el azote de Dios o del diablo nacen muchas enfermedades sin elementos o cuerpos naturales, y tales enfermedades no se pueden curar sin confesión ni penitencia.
El teólogo inglés seguía los dictados del iv Concilio de Letrán que obligó a los galenos a llamar a los sacerdotes al inicio del proceso terapéutico. El dictamen vigésimo segundo afirmaba que los pecados causaban enfermedades incurables y, en ese escenario, era habitual que los médicos avisaran a los eclesiásticos al comprobar que su régimen curativo fracasaba. Es decir, antes de 1215 lo normal era que los sacerdotes intervinieran cuando el régimen medicamentoso fallaba y, según los prelados, esa costumbre provocaba la desesperación del enfermo y aceleraba su muerte. Al reafirmar la influencia del alma en la salud corporal, el concilio priorizó la participación de los eclesiásticos e introdujo así varias novedades. La primera fue modificar el orden de intervención, y desde 1215 los sacerdotes debían restaurar la salud espiritual antes de que los médicos pudieran curar el soma. La segunda innovación fue lingüística porque llamaron a los sacerdotes «médicos del alma» ().
La relación entre religión y medicina fue más allá de la metáfora. La capacidad de los pecados para provocar enfermedades era una idea con raíces antiguas, y consideraron que la penitencia y la confesión eran unos métodos con poderes sanadores; por eso los llamaron «medicamenta», «remedia» o «fomenta» (; ; ). La equiparación del tratamiento médico con las prácticas religiosas rebasó la categoría lingüística y también afectó al procedimiento que debían seguir los sacerdotes, quienes debían curar los pecados capitales siguiendo el principio hipocrático de «contraria contrariis curantur». En el penitencial que escribió en el siglo xii el obispo Burcardo de Worms condensó así esta idea:
Ergo si superbus usque modo fuisti, humilia teipsum in conspectu Dei. Si vanam gloriam dilexisti, cogita ne propter transitoriam laudem, aeternam perdas mercedem. Si invidiae rubigo te hucusque consumpsit, quod est peccatum maximum, et super omnia detestabile: […], age poenitentiam, et profectum aliorum tuum deputa. Si tristitia te superat, patientiam et longanimitatem meditare. Si avaritiae morbus te gravat, cogita quia radix est omnium malorum, et idololatriae comparatur, et ideo largum te esse oportet. Si ira te vexat, quae in stultorum sinu requiescit, dominari debes animo tuo, et hanc a te mentis tranquillitate fuga. Si ventris ingluvies te ad devorandum pertrahit, sobrietatem sectare. Si luxuriae, castitatem vove ().
Por ende, si hasta ahora ha sido soberbio, sométase en persona a la vista de Dios. Si ha amado la vanagloria, piense que por el elogio transitorio ha perdido una recompensa eterna. Si el orín de la envidia le consume, lo que es un pecado máximo y sobre todo detestable […], haga penitencia y corte cualquier progreso de esta. Si la tristeza le supera, practique la paciencia y longanimidad. Si la enfermedad de la avaricia le molesta, piense que es la raíz de todo mal, comparable a la idolatría, y que debe ser muy generoso. Si le atormenta la ira, que descansa en el seno de los necios, debe dominar su ánimo, ahuyentarla y tranquilizar la mente. Si le devora la gula del vientre, siga la moderación. Si la lujuria, prometa castidad.
Según la teología, los pecados eran más que enfermedades metafóricas y podían manifestarse en el cuerpo, pero la teoría médica afirmaba que la complexión física inclinaba a determinados pecados. Por ejemplo, los jóvenes eran soberbios y lujuriosos al acumular humores cálidos, mientras que los ancianos eran avariciosos al costarles deshacerse de los humores. Los hombres melancólicos, repletos de humores fríos y secos, les hacían envidiosos, y en los coléricos abundaba un humor sanguíneo y caliente que les conducía a la ira. Las mujeres eran más propensas a la pereza por una complexión fría. Los estrechos vínculos entre alma y cuerpo explican que medicina y teología se consideraran espejos una de la otra, y que médicos y teólogos compartieran métodos de examen y vocabulario. Este es el caso de las palabras «pneuma» y «dynamis». Para Galeno, el cerebro, el corazón y el hígado eran órganos neurálgicos para la vida y cada uno tenía unas capacidades específicas que transmitían al resto del cuerpo mediante el «pneuma», un término griego que se tradujo al latín como «spiritus». Esta sustancia sutil, pero material, poseía una «dynamis» o facultad para que otros órganos pasaran a la acción; una capacidad que se llamó «virtus» (; ; ).
Los teólogos insistieron en que los sacerdotes eran «médicos espirituales» que debían forjar una relación de ayuda con los pecadores semejante a la que los galenos establecían con sus enfermos. Acercarse con palabras amorosas era clave para crear una atmósfera propicia y suscitar así una confesión sincera y completa. Después debían adecuar las penas a características físicas individuales como la edad, el sexo o la complexión (; ). En el penitencial que redactó a finales del xii Alain de Lille recordó así a los confesores cómo inclinaba la constitución corporal a los pecados:
Complexio etiam consideranda est, secundum quod signis exterioribus perpendi potest; qua secundum diversas complexiones, unus magis impellitur ad aliquoud peccatum, quad alius, quia si cholericus magis impellitur ad iram, sed melancholicus magis ad odium; si sanguineus, vel phlegmaticus, ad luxuriam ().
También se ha de considerar la complexión, que se puede apreciar por los signos exteriores, porque según las diversas complexiones se impulsa más a un pecado que a otros, porque si el colérico se inclina más a la ira, el melancólico más al odio; el sanguíneo y el flemático a la lujuria.
Además de compartir vocabulario y procedimiento para acercarse al enfermo-pecador, muchos de los que estudiaron medicina también ostentaron cargos eclesiásticos. Su doble condición de médicos y sacerdotes les convertía en expertos en la naturaleza humana, y leer sus textos fue habitual entre universitarios. Los binomios salud-virtud y enfermedad-pecado reforzaron la analogía médico-sacerdote, lo que explica por qué tan sólo algunos hospitales empezaron a contratar médicos en la Baja Edad Media (). Pero no fue la tónica general porque la Iglesia medieval gestionó en solitario la mayoría de los hospitales y el cuidado al cuerpo servía para tratar las enfermedades del alma. En esta tesitura es necesario preguntarse cuál era el papel de los hombres y mujeres que cuidaron la salud de los que allí ingresaban.
CUIDADOS AL CUERPO Y AL ALMA EN LA ENFERMERÍA MEDIEVAL
En las primeras reglas monásticas la enfermería fue un recinto claustral diferenciado del resto de estancias, pero el título de enfermero llegó mucho más tarde y la falta de nombre le convierte en una figura escurridiza. La regla de san Pacomio del siglo iv reguló la construcción de enfermerías para monjes y seglares porque hospitalidad y caridad eran cualidades cristianas genuinas (). La regla benedictina (vi), la «Regula communis» (vii) y la de Isidoro de Sevilla (vii) también estipularon levantar enfermerías para los monjes enfermos, pero ninguna dio nombre al cargo que asumía esa persona ni detalló sus obligaciones (). La regla de Fructuoso de Braga, por su parte, no requirió la edificación de una enfermería y utilizó el genérico «ministri» para identificar a los que cuidaban de los enfermos (). En el reino franco, el sínodo de Aquisgrán (816) amplió considerablemente el número de enfermerías porque aplicó la regla benedictina a todos los monasterios de su territorio y ordenó que las catedrales crearan este espacio para cuidar a sus canónigos enfermos. Por tanto, en el siglo ix aumentó considerablemente el número de responsables de las enfermerías; con todo, el nombre del cargo continuó omitiéndose.
Hay que esperar a la regla cisterciense de 1098 para encontrar por primera vez la voz «infirmarius» (). No es un asunto menor porque Bernardo de Claraval (1090-1153) rechazó en principio que los monjes utilizaran servicios médicos; posteriormente los enfermeros cistercienses pudieron consultar puntualmente a un médico o cirujano, pero por lo general las comunidades religiosas atendieron sin médicos a sus miembros enfermos (). En Plena Edad Media dos reglas más citaron al «frater infirmarius»; la orden del Espíritu Santo (1201) y la de los agustinos (1290) que dispusieron que esta dignidad monástica tuviera un «servitor hospium» ().
Además de organizar la dieta de los enfermos y vigilar que se mantuviera la higiene de las habitaciones, los enfermeros debían manejar la gestión económica de la enfermería, así que este cargo monástico debía ocuparse por personas instruidas. De hecho, algunos de estos enfermeros tuvieron una preparación intelectual considerable, como John de Wallingford, el «infirmarius» de St. Albans que a mediados del siglo xiii escribió una crónica de Inglaterra (; ). Pese a que los enfermeros monásticos debían saber leer y escribir para acceder al cargo, las reglas religiosas no exigieron que tuvieran conocimientos médicos. Y esto fue así, al menos, por dos razones: la primera, que los hospitales socorrían al otro en caso de necesidad, pero quienes ingresaban no tenían por qué padecer enfermedades físicas; la segunda, que el hospital estaba en un entorno monacal y, por tanto, tenía una misión doctrinal más que sanitaria (; ).
Las reglas plenomedievales asignaron al enfermero el manejo cotidiano, económico y espiritual de la enfermería (Abella Villar 2015, 127-47; Castillón Cortada 1981, 227-66), pero consideraron secundario que estudiaran las medicinas que debían aplicar en cada caso. Por ejemplo, cuando en 1277 Humberto de Romans detalló las obligaciones del «infirmarius principalis» requirió que fuera un hombre elocuente que supiera consolar, previsor, diligente y servicial que organizara los utensilios para el arreglo de las camas, la cocina, los baños, las estufas y que preparara lo necesario para que los monjes sanos pudieran realizarse las purgas habituales. Debía cuidar del huerto medicinal y hacerse cargo del cuerpo de los que fallecían, pero no era necesario que leyeran libros de medicina. Los conocimientos del enfermero provenían de la información oral que eventualmente podía obtener de los médicos. Así lo expresó el quinto maestro general de la orden en el capítulo xxvii:
Libri quoque pro officio divino dicendo et ad legendum interdum pro consolatione et edificatione infirmorum ut sunt vite patrum et similis libri (…) Ipsius etiam est novit per se medicinam vel per alios medicos fratres vel extraneos adhibere consilium medicine circa infirmos et procurare quodque fiat quod faciendum fuerit pro salute ().
Diga y lea ocasionalmente libros sobre el oficio divino para la consolación y edificación de los enfermos como son la vida de los padres y libros similares (...) Si, además, conoce la medicina por sí mismo o por otros hermanos o médicos externos aplique el consejo medicinal y procure que lo que se realice se haga en beneficio de la salud.
Cuando Humberto escribió este pasaje, las ciudades ya eran el nuevo motor social y estos hospitales acogieron a los necesitados sociales; especialmente, pobres y hambrientos. En el siglo xii se fundaron hospitales urbanos análogos a las enfermerías monásticas. Nobles y ricos burgueses hicieron grandes donaciones y cedieron la administración hospitalaria a la Iglesia, mantuvieron como misión fundamental atender a los necesitados, pero sin ofrecer todavía servicios médicos regulares. De hecho, en este periodo se produjo una paradoja: se prohibió que los monjes ejercieran la medicina, pero se alabó la práctica de la «caritas» hospitalaria (; ). Estos hospitales urbanos atendieron a los desfavorecidos, pero aún carecían de servicios médicos estables. El ingreso de pobres y enfermos dependía del hermano hospedero, porque él determinaba a quién se atendía. Sin embargo, como las bibliotecas monásticas conservaban el saber médico, los religiosos estudiaron medicina y, tras obtener permiso para ejercer fuera del convento, se enriquecieron. Por eso, a lo largo del siglo xii, distintos concilios prohibieron que los hombres de iglesia estudiaran medicina; su reiteración demuestra que se contravino el decreto ().
En la Edad Media, médicos y enfermeros se diferenciaron por los conocimientos que tenían, por la finalidad de sus acciones y su estilo de vida. La práctica de la medicina podía ser una forma muy rentable de ganarse la vida que se realizaba en sociedad, mientras que el ejercicio de la hospitalidad guiada por la «caritas» se cultivaba en un entorno cerrado y el enfermero no obtenía beneficio económico. Según la teoría de las «seis cosas no naturales» limpiar la habitación, dar de comer y beber a quien lo necesitaba, cubrirle con ropas, vaciar el orinal, permitir el descanso o promover el ejercicio eran actividades fundamentales para mantener la salud. En las enfermerías monásticas y urbanas, sin embargo, estas mismas actividades representaban la materialización de las acciones que Cristo detalló en las Bienaventuranzas y que aseguraban la salvación (Mateo 25, 34-46). Por tanto, el enfermero monástico personificaba las acciones del buen cristiano, pero no se le exigía una preparación intelectual especial porque la finalidad cardinal de las enfermerías medievales no era ofrecer atención sanitaria.
***
La medicalización de los hospitales fue un proceso que apareció en la Baja Edad Media, cuando estas instituciones se erigieron en las ciudades. Sin embargo, los conocimientos, la finalidad y el estilo de vida de los enfermeros cambió poco. A partir del siglo xiv, algunos hospitales comenzaron a contratar a médicos y cirujanos que no residían en el hospital, mientras que los enfermeros sí. En el caso del Hôtel-Dieu de París los servicios de médicos diarios no se ofrecieron hasta 1537; medio siglo después de que Henry redactara su texto. Ante la falta de médicos, los hospitales ofrecieron cuidados más que curación; es decir, hubo enfermeros, pero no médicos, que atendieron esencialmente a pobres.
Las contradicciones en esta época sobre la pobreza son bien conocidas. La Iglesia intentó atajar la simonía, pero también sospechó de los movimientos cristianos independientes que reivindicaban una vuelta a la pobreza original. La pobreza se asoció ideográficamente con las herejías y la enfermedad, y se miró con recelo a los enfermos. La Reforma Gregoriana del siglo xi promovió la purificación de los vicios del clero, el ascetismo y la reforma monástica, al tiempo que defendió la supremacía moral del papa fortaleciendo así la jerarquía eclesiástica. La Iglesia permitió y promovió la pobreza voluntaria y el servicio humilde de las enfermerías monásticas sólo si esos hombres y mujeres se sometían al mando del obispo. ¿El resultado? Órdenes hospitalarias en las que se practicaba un cuidado iletrado al cuerpo porque tan sólo era un intermediario con el alma.
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Notas
[1] Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto Hermenéutica del cuerpo visible: conceptualizaciones y prácticas en la medicina medieval de tradición latina financiado por la Agencia Estatal de Investigación (PID2019-107671GB-I00/AEI/10.13039/501100011033).
[2] La traducción es mía. Agradezco a Carlos González Marcos su ayuda. Para las formas medievales Dictionnaire du Moyen Français. ATILF-CNRS & Université de Lorraine, http://atilf.atilf.fr/scripts/dmfX.exe?LEM=os1;ISIS=isis_dmf2015L.txt;MENU=menu_dmf;OUVRIR_MENU=0;s=s144c16fc%94&sm;FERMER;AFFICHAGE=3;MENU=menu_dmf;;XMODE=STELLa;;MENU=menu_dmfBACK;FERMER]
[3] Sobre la Dieta está repleto de alusiones a las afecciones del alma y su relación con los humores corporales que dependían de los alimentos y puede leerse lo siguiente: “Pues bien, en el ser humano penetra un alma que contiene una combinación de fuego y agua, y es una parte del cuerpo humano”. ).
[4] Galeno siguió a Hipócrates al afirmar que el entorno físico influía en el alma: “Hipócrates ha mostrado, a largo del tratado Sobre las aguas y la crasis de las estaciones que las facultades del alma, no sólo las de la (parte) irascible o sino las de la (parte) lógica, siguen a la complexión humoral del cuerpo”. .
[5] Además de los médicos, maniqueos y neoplatónicos sostenían que la corrupción espiritual tenía su origen en la carne, pero el hiponense afirmó “No se puede achacar, con injuria del Creador, nuestros pecados y nuestros vicios a la naturaleza carnal, ya que en su género y en su orden es buena”. Agustín de Hipona, Ciudad de Dios, L. xiv, c.5.
[6] Algunos afirmaron que la humanidad no sufriría enfermedades si Adán y Eva no hubieran pecado porque habrían permanecido en el Paraíso. Esta creencia suscitó un intenso debate en el xiii cuestionando el papel de los médicos y sus curas frente a la capacidad sanadora del alma.
[7] La marca del pecado original permanecía en el cuerpo y Agustín afirmó que el hombre prelapsario podía mover voluntariamente cualquier parte de su carne, incluyendo los genitales. Después de pecar perdió el control y la concupiscencia fue una obsesión. Para Aquino la razón predominaba en los virtuosos, mientras que los locos estaban completamente dominados por el apetito sensitivo ya fuera “por una ira vehemente o por concupiscencia”.
[8] Gracias al conocimiento del cuerpo, los médicos entendían bien el alma y sus facultades, pero algunos difundían tesis contrarias a la fe. Por eso Juan de Salisbury advirtió que «los físicos, cuando atribuyen excesiva autoridad a la Naturaleza, la mayor parte de las veces se alzan contra el autor de esta Naturaleza, oponiéndose a la fe», .
[9] Los prelados de Tours y Angers eran discípulos de Fulberto, pero apoyaron a bandos diferentes en la larga lucha que mantuvieron los de la casa de Blois y los Anjou. Pese a que el arzobispo de Tours ordenó a Huberto que se sometiera a los Blois, el de Angers cogió las armas, atacó al conde Odo II y quemó tierras del arzobispo Hugo. La traducción es mía.