En la versión original publicada de este artículo, el número de la revista estaba mal consignado siendo el correcto: Obradoiro de Historia Moderna, 33, 2024. Este error ha sido corregido en línea y no afecta en absoluto al año, contenido y calidad de los trabajos editados. Véase la corrección https://doi.org/10.15304/ohm.34.10331.
Desde la década de 1990, y entre otros temas, los y las historiadoras se han preocupado por averiguar todo lo relativo a la edad de acceso a la vida laboral, las tasas de actividad infantil, las aportaciones de los menores a sus respectivas economías familiares, la escolarización y la regulación del trabajo infantil durante los siglos XVIII, XIX y XX (; ; ). Un esfuerzo que se ha plasmado historiográficamente, y desde una óptica integradora, en territorios de diferentes continentes, incluso para períodos de la historia mucho más recientes que los señalados ().
Sin embargo, el avance del conocimiento sobre el trabajo infantil en la España del siglo XVIII se ha visto limitado por la ausencia de fuentes que permitan cuantificar el esfuerzo laboral realizado por niños y niñas (). Igual sucede en Canarias, donde desconocemos las contribuciones económicas que los menores hicieron a sus respectivas familias, o al funcionamiento del sistema económico imperante en las islas, sea en el mencionado siglo o en épocas pasadas (). Aun así, pese a la dificultad que entraña encontrar fuentes adecuadas para dar cuenta del trabajo infantil en la península, el tema pudo ser parcialmente estudiado en la edad moderna gracias a la presencia de los menores en el mundo del servicio doméstico y del artesanado (; ; ; ). Al respecto, habría que decir que la fuente más empleada para ello han sido los Memoriales del Catastro de la Ensenada (1752) —base documental que luego se utilizó para confeccionar dicho catastro—, los cuales ofrecen información detallada sobre los distintos componentes del hogar, además de su género, edad y profesión (; ; ). Gracias a ella, se ha podido estudiar la figura de aquellos menores a los que en el ámbito familiar se les había asignado, o bien habían desempeñado fuera de él, una actividad remunerada. De este modo, sabemos cuál fue su edad de acceso al mundo laboral, sus tasas de actividad o las claves que definieron su particular estructura ocupacional a mediados del siglo XVIII (; ; ; ).
No obstante, los expertos han advertido que en esta fuente las declaraciones realizadas por los contemporáneos no ofrecen el mismo nivel de información en el plano local, lo que sin embargo en su día no les impidió llevar a cabo las primeras investigaciones sobre el trabajo infantil remunerado de las que hoy disponemos. Por lo demás, y tratando de evitar los problemas que originan los Memoriales, los especialistas han abordado el estudio del tema acudiendo asimismo a una gran variedad de fuentes, en particular, para períodos históricos posteriores al siglo XVIII, caso de los padrones de habitantes, los libros de empresa, los registros escolares, etc. Por esta vía, han podido averiguar las más variadas cuestiones sobre el trabajo infantil en lugares tan diferentes como Galicia, el País Vasco o Cataluña (; , ; ; ; ; ; ; ). Es más, tratando de superar la tradicional ocultación que caracteriza a las fuentes históricas a la hora de dar cuenta de las contribuciones de los menores a sus respectivas economías familiares, o a las de sus respectivos ámbitos locales, los y las investigadoras han acudido, ya a finales del siglo XX, a los testimonios orales como fórmula para acercarse y profundizar en la cuestión (; ).
1. LAS FUENTES Y LOS MÉTODOS
Por razones bien conocidas, durante la realización del Catastro de la Ensenada fueron omitidos del mismo aquellos territorios que tenían un sistema fiscal diferente al imperante en la corona de Castilla, como el País Vasco, Navarra, Cataluña y Canarias. De ahí que para estudiar la familia y el trabajo infantil en Tenerife a finales del Antiguo Régimen hayamos tenido que acudir a la información contenida en el Padrón de habitantes de Tenerife de 1779. Este recuento fue realizado por la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, bajo la influencia del carácter fundacionista que el ministro Campomanes pretendía tuviesen estas instituciones (; ; ). Su elaboración fue respaldada por la Real Cédula acerca de plantíos y conservación de montes del año de 1748, en la cual se pedía al comandante general de Canarias que diese la orden de levantar un padrón general del vecindario de Tenerife. La intención era conocer el estado y número de habitantes que conformaba el referido vecindario, ya que las autoridades consideraban que disponer de información de primera mano sobre la población isleña y sus circunstancias permitiría al gobierno adoptar las medidas necesarias para desarrollar el comercio y la industria canaria. Por esta razón, se pedía a los alcaldes que indicasen la extensión del territorio y el número de vecinos a su cargo, con «expresión de hombres y mujeres; junto a la especificación de edades; estados; ocupaciones, oficios y ejercicios; conveniencias; y demás notas y noticias que puedan convenir al perfecto conocimiento de todos estos habitadores».
Pese a que se impuso a las autoridades de todos los lugares, villas y ciudades de la isla la obligación de entregar sendas copias de los padrones de sus respectivos vecindarios, lo cierto es que hubo algunas de ellas que no respondieron a esta demanda, caso, por ejemplo, de las comarcas del suroeste (Granadilla, Güímar) y el noroeste (Los Silos). Asimismo, tampoco lo hicieron aquellas que tenían a su cargo territorios de una especial relevancia socioeconómica, como Icod de los Vinos, Garachico, La Orotava, Santa Cruz o La Laguna. Este proceder genera un importante vacío de información en el plano geográfico, el cual, sin embargo, no invalida la fuente para el estudio de la familia y el trabajo infantil, pues gracias a ella podemos conocer lo sucedido al respecto en el resto —en realidad, en la mayoría— de las jurisdicciones isleñas (véase el Mapa 1). De hecho, con la ayuda de las copias conservadas es posible desentrañar todo lo relativo a la estructura, composición y tamaño de los hogares, a la naturaleza de las relaciones existentes entre sus integrantes o a aspectos específicos de ellos, como su nombre, apellido, estado civil, edad o profesión. Una información que tiene la ventaja de mantener su calidad de una manera homogénea en todo el territorio que cubre la fuente, caso de los pueblos y aldeas cercanas a las ciudades (Taganana, San Andrés, Tegueste y El Rosario), las jurisdicciones de la banda norte de la isla (Tacoronte, El Sauzal, La Matanza, La Victoria, Santa Úrsula, el Puerto de la Cruz, Los Realejos, San Juan de la Rambla, La Guancha, El Tanque y Buenavista), o las situadas en su orla sur (Santiago del Teide, Guía de Isora, Adeje, Vilaflor, Arico y Candelaria). Junto a las mencionadas informaciones, la fuente nos indica asimismo, solo que de una manera un tanto irregular, el «destino» de los y las empadronadas; es decir, las actividades que las distintas personas decían estar desempeñando en el preciso momento de su confección, muchas de ellas no remuneradas, pero que, igualmente, nos permiten acercarnos a aquellas situaciones estrechamente relacionadas con el trabajo infantil. En este punto se situarían, por ejemplo, los niños que afirmaban «ir a la escuela», las niñas que acudían a la casa de «la miga», los jóvenes que estudiaban, aquellos que sabían leer, escribir o contar o, por el contrario, quienes se pasaban los días ayudando en las tareas domésticas y laborales de sus respectivos hogares.
Por lo demás, el contenido del padrón de 1779 puede ser entendido como una muestra claramente representativa de la población isleña a todos los niveles, dado que contiene el equivalente al 54% de todos los habitantes censados en Tenerife en 1787. Por esta razón, creamos en su día una base de datos nominativa que diese cabida a su contenido íntegro. Gracias a ella, sabemos que en las zonas rurales de la isla fueron empadronados un total de 10.708 menores de 16 años (Tabla 1), de los que solo un 22,1% reconocieron practicar, al menos, una actividad remunerada. Es un porcentaje elevado que, a nuestro juicio, se hace eco del grado de fiabilidad que presentan los resultados que podemos obtener de la fuente. Su único fallo en este sentido sería el ligero subregistro que se aprecia en la anotación de las niñas, puesto que constituían el 47,9% de los menores de 16 años, cuando lo esperable a esas edades sería encontrar un número ligeramente superior de niñas.
La información contenida en el padrón de 1779 referida al género, la edad y las declaraciones sobre la ocupación, sobre el «destino», de los integrantes del agregado doméstico, nos ha permitido investigar cuál fue la actividad laboral y productiva de la mano de obra infantil en el mundo rural tinerfeño de la época. Asimismo, hemos podido acercarnos a diferentes aspectos de las familias que hicieron uso de esa mano de obra, como su composición, tamaño y posición socioeconómica, amén de desentrañar la estructura de la red escolar y el tipo de formación que recibían los y las menores en las escuelas insulares. En este caso, hemos completado la información que nos ofrece el referido padrón de 1779 con la relativa al número de escuelas que había en Tenerife en 1790, el cual aparece en el trabajo de . Un esfuerzo que, además, nos ha obligado a acudir a la ayuda de diferentes fuentes escritas y de la bibliografía especializada.
Fuente: ARSEAPT, Padrones de Tenerife (1779). Elaboración propia.
2. LA EDAD DE ACCESO AL MUNDO LABORAL
Para poder establecer la importancia del trabajo infantil en los mercados laborales de Tenerife y la contribución de los menores a sus respectivas economías familiares a finales del Antiguo Régimen es necesario adoptar una consideración muy restrictiva del mismo, al no poder tomar en consideración las actividades que ayudaban al sustento personal y familiar sin obtener a cambio un salario en el mercado reglado, caso de las tareas domésticas, la esclavitud o la mendicidad. No obstante, la ventaja de esta consideración restrictiva es que nos permite definir a la población menor de 16 años como laboralmente activa. Es decir, partir de la base de que esta desempeñaría diferentes tareas o actividades a cambio de una remuneración recibida, de forma directa o indirecta, dentro de un mercado de trabajo. En suma, nos permite determinar la edad de acceso al mundo laboral de los menores y calcular las tasas de actividad infantil en el marco de una sociedad rural de Antiguo Régimen ().
A finales del siglo XVIII, y de manera semejante a como sucedía en otros lugares de España y Europa, la edad media en la cual los menores comenzaban a participar en la vida laboral desarrollada en las zonas rurales de Tenerife era de diez años. Esto no significa que alguno de esos pequeños no se hubiese incorporado antes al mundo del trabajo, ya que hay constancia de la existencia en él de niños y niñas de tres y cuatro años (Gráfico 1). Podemos comprobarlo, por ejemplo, a través de lo sucedido en un hogar ubicado en El Rosario, en La Esperanza, donde vivía Ángel Pérez de 53 años, carbonero de profesión. Su esposa, Bernarda de 49 años, se «ejercita[ba] en vender carbón y en la educación de sus hijos»: María de 27 años, Juan de 18, Amaro de 15, que era un «mozo que promete ser de disposición», José de 5 y Pedro de 3. «La hembra y los varones se ejercitan en el mismo ejercicio de los padres», dice la fuente; un ejercicio que parece era de vital importancia para la subsistencia del hogar, visto que el padrón nos indica además que «esta familia pasa pobremente, no tienen sino su casita y dos burros» (; ).
Pero salvo ejemplos concretos como este, no hemos encontrado en la isla referencias sistemáticas a que tuviese lugar una ocupación laboral a edades tan tempranas. De hecho, pocas veces sucedía esto (; ; ; ; ). Y cuando ocurría, eran casos como las cinco criaturas que en 1779 acababan de cumplir cuatro años y se encontraban metidos ya en faena en el Realejo Bajo, donde había un molino en la calle del mismo nombre explotado por Francisca Machín de 28 años, cuyo «ejercicio era el de su marido», molinero de profesión. Este, se encontraba ausente en Indias, por lo que los hijos pequeños del matrimonio permanecían con la madre: Carlos, de 4 años, su «ejercicio era llevar trigo para el molino», y María de 3. De igual manera, en el Realejo Alto, en «el pago y camino de la carrera», estaba situado el hogar que dirigía María Andresa, una viuda de 50 años, cuyos hijos, Bernardo 24 años, Amaro de 19 y Matías de 17, Esteban de 15, estaban «en Indias». No obstante, todavía vivían con ella Pablo, de 13 años, Francisco, de 11, Antonio, de 7, y Nicolas, de 4, y «todos se ejercitan en la viña, menos los dos chicos que guardan doce ovejas».
Por tanto, es a partir de los mencionados cuatro años cuando en las fuentes aparece progresivamente un mayor número de declaraciones acerca de las ocupaciones laborales que desempeñaban los pequeños entre los 5-7 años, las cuales serán más recurrentes en la franja de los 8-10 años (Gráfico 1 y Tabla 2, infra). Estas últimas, son ya edades que, durante el siglo XVI, se aproximaban al momento en que un aprendiz ingresaba en un oficio reglado en Gran Canaria (los 12-17 años), y también a aquellas en las cuales los varones podían ser puestos a trabajar a cambio una soldada en actividades como la pesca (12 años). Una profesión esta que los niños aprendían durante un período que oscilaba entre los dos y los cuatro años, realizando tareas a cambio de la comida, el vestido y, a veces, el cobro de un salario en metálico (; ; ; ).
3. LAS TASAS DE ACTIVIDAD INFANTIL Y SU ESTRUCTURA OCUPACIONAL
La tasa de actividad infantil en el mundo rural tinerfeño para los integrantes del grupo 4-6 años era de un 1,5% del total, que, en el tramo de los 7-9 años, subía al 10,2% del total (Tabla 2, infra). A estas edades es posible apreciar ya tenuemente la existencia de una cierta diferencia laboral por género, visto que en el primer grupo (4-6 años), trabajaban el 1,2% de los niños y el 1,9% de las niñas. Una diferencia todavía pequeña pero explicable, sin duda, por el hecho de que el inicio de la vida laboral de las niñas era más temprano que el de los niños de la misma edad. Ahora bien, en el segundo grupo (7-9 años), puede apreciarse de forma más clara esa diferencia laboral por género a la que aludíamos, visto que la tasa de actividad era de un 9,2% para los niños y de un 11,4% para las niñas y, como puede apreciarse en la tabla 2, a este nivel la distancia entre ambos géneros no dejaba de incrementarse en los siguientes tramos de edad.
Volviendo ahora a lo sucedido con las tasas de actividad generales de los menores, resulta que a los 10-12 años estas se disparaban, al ser un 39,2% del total, ascenso este respecto al pasado que no se detenía cara al futuro, ya que a los 13-15 años se movían en torno al 68,8% del total (Tabla 2).
Fuente: ARSEAPT, Padrones de Tenerife (1779). Elaboración propia.
En definitiva, las tasas de actividad más altas se daban a los 10-15 años (53,6% del total), y eran más elevadas entre las niñas (58,6% del total) que entre los niños de esa edad (49,3% del total). En todo caso, en el mundo rural de Tenerife esas tasas fueron ligeramente más altas y la segregación sexual más baja que la encontrada en otros lugares de la Península Ibérica. Por ejemplo, en 1752, en Castilla-La Mancha se ha constatado que para los jóvenes de 10-16 años eran del 51,9%, siendo de un 40,3% para los niños y un 64,9% de las niñas. Y algo parecido sucedía también a los pequeños de 10-14 años que en 1752 vivían en Palencia, donde las citadas tasas eran del 51,9% para todos ellos, de un 35,1% para los niños y un 63,2% para las niñas (; ).
La elevada tasa de actividad infantil a los 10-15 años y la diferenciación laboral por género a esa edad en el mundo rural tinerfeño fue consecuencia de la división sexual del trabajo imperante en los mercados laborales de la época. Unas diferencias de género a este nivel más acentuadas en el caso de las niñas por su masivo y temprano acceso al empleo en el sector textil, igual a como sucedía en otros puntos de la península ). En el campo isleño, este sector dio trabajo al 82,5% de las menores de 16 años empadronadas con una ocupación asalariada (Tabla 3), quienes se empleaban en sus diferentes sectores: un 79,9% en el hilado, un 12% en la calceta, un 5,4% en el tejido y un 2,4% en la costura; unas menores que, en conjunto, eran el 11,1% del total de las trabajadoras vinculadas a esta industria. Asimismo, las niñas se ocupaban también de las tareas agrícolas (el 8% del total). En su caso, recogían leña y carbón en el monte (estas eran el 52,6% de las tareas que desempeñaban), cuidaban de los animales domésticos (el 20,6%), y trabajaban como labradoras (el 18,6%) o jornaleras (el 5,2%). En la misma línea, un 6% de las pequeñas aparecen empleadas en el servicio doméstico, siendo en su caso el 28,4% de todos los sirvientes menores de 16 años (Tabla 3).
Fuente: ARSEAPT, Padrones de Tenerife (1779). Elaboración propia.
El trabajo de los niños era muy demandado en la agricultura. En ella, el 34,9% de los pequeños se ocupaba de las tareas propias de un jornalero (en el 53,6% de las ocasiones), un labrador (en el 24,8%), un viñatero (5,2%), un medianero (4,2%), un viñatero-medianero (5,5%), u otras dedicaciones (6,7%), como sembrar, cavar o podar (; ). Un 26,8% de estos niños eran empleados como pastores y un 8,5% como leñeros y carboneros. Esa acusada dedicación al pastoreo se debe a que en las islas se les encargaba desde muy pequeños la crianza y cuidado de cerdos, ovejas y cabras, al menos mientras no pudiesen enfrentar labores agrícolas de mayor envergadura. En nuestro caso, la tendencia a acudir a ellos para el trabajo de los campos tiene que ver, además, con la importante e intensa emigración a América de hombres jóvenes y adultos (; ; ). Su marcha dejaba unos vacíos laborales que favorecían la entrada en ellos de niños, de mano de obra barata, la cual era muy estimada en el sector primario, donde en 1779 operaban un 15,1% de menores de 16 años de ambos sexos.
Los niños que encontraban acomodo fuera de la agricultura y la ganadería lo hacían sobre todo en el servicio doméstico (15,9% del total), siendo el 71,6% del total de los/as criados/as menores de 16 años y el 27,6% de todos los sirvientes varones, fuera cual fuese su edad. De hecho, era el sector laboral que empleaba mano de obra infantil en mayor grado, visto que en 1779 su plantilla estaba integrada por un 25,5% de menores de 16 años de ambos géneros. El trabajo comenzaba tras llegarse a un acuerdo que aparecía recogido en los contratos o cartas de soldada, donde se estipulaban las condiciones del servicio, el cual, en la segunda mitad del siglo XVII, en ciudades como La Laguna, podía durar entre cinco y ocho años (). Asimismo, en el marco de ese acuerdo se determinaban las tareas a realizar, fuesen estas de carácter doméstico o de carácter agrario, se garantizaba el sustento diario y se establecía el salario que cobrarían las criaturas, igual a como por las mismas fechas sucedía en las villas y ciudades andaluzas y gallegas (; ; ; ; ; ).
Igualmente, los niños se empleaban como aprendices (fueron el 6,9% de todos los oficios que desempeñaron), y llegaron a ser el 14,7% de los varones que formaron parte del artesanado rural. Un porcentaje bajo que se explica porque en la isla las tareas artesanales llevadas a cabo por la población infantil estuvieron acaparadas en el 90% de los casos por la sistemática producción de manufacturas domésticas, el 90,8% de las cuales eran sostenidas por una mano de obra formada por niñas trabajadoras. Así pues, pocos fueron los niños vinculados a la industria textil doméstica (apenas un 2,2% del total), aunque cuando esto sucedía solían trabajar en el hilado (en 44% de las ocasiones) y en los procesos de elaboración de la seda (36%). También se ocuparon de atender a los llamados por la fuente «otros servicios» (2,1% del total), es decir, de ser mandaderos, celadores, arrieros o vendedores al menudeo.
Esta estructura laboral nos indica que a los diez años los niños y niñas del mundo rural tinerfeño ganaban ya una remuneración que contribuía al sustento de sus respectivas familias. Un ingreso extra favorecido por el hecho de que su actividad laboral podía desarrollarse fuera y dentro del hogar, es decir, tanto en tareas productivas como reproductivas. Era así como ayudaban a completar las ganancias que el cabeza de familia obtenía con su particular trabajo (; ; ; ; ). Al respecto, los padrones manejados atestiguan la existencia de salarios infantiles bajo la forma de menciones genéricas. Por ejemplo, en Santa Catalina, un lugar ubicado en el actual municipio de La Guancha, estaba radicado el hogar de Juan González, de 35 años, «su oficio es jornalero, [y] vive pobremente», con su esposa Margarita, de 39 años, para quien «su oficio es hilar de jornal», y su hija María, de 11 años, cuyo «oficio es hilar de jornal».
Si bien desconocemos la cuantía de este tipo de remuneraciones, sí sabemos en cambio que en función de cada oficio los niños y niñas podían recibir el pago de su trabajo bien en dinero y especie o bien bajo la forma de su manutención (; ). Igualmente, las fuentes no nos permiten hacernos con una idea de cuál era la periodicidad con la que recibían ese salario, condicionada, sin duda, por la intensidad y discontinuidad de unas tareas laborales que dependían del paso de las estaciones. Pese a todo, a finales del siglo XVIII, en algunas ocupaciones agrarias se daba a los más pequeños un real diario de jornal (). Así lo atestiguan las escasas referencias documentales que hemos encontrado. Por ejemplo, en Taganana, en el valle de Lucía, residía María Josefa, una viuda de 50 años que «vive pobremente». Junto a ella estaba su hijo Agustín Miguel, de 13 años, que «se ejercita en ganar un real de jornal». Por su parte, en el hogar encabezado en Santa Úrsula por Úrsula Mena, una viuda de 50 años, cuyas ocupaciones eran «hacer estelas y escobas, y era panadera», sus hijos, José de 15 años, Diego de 13, Felipe de 11 y Domingo de 8, «se ejercitan en ir al monte, traer horquetas y ganar un real de jornal».
4. LA IMPORTANCIA DEL TRABAJO INFANTIL EN LOS HOGARES RURALES
En 1779, el trabajo infantil remunerado aparece registrado en el 23,1% de los hogares rurales de la isla, cuyos jefes tenían una edad media que rondaba los 40 años. Y de todos ellos, el 26,6% estaba dirigido por una mujer.
La presencia en dichos hogares de estos/as pequeños/as trabajadores/as es uno de los elementos que se encuentra detrás del tamaño que demuestran tener sus respectivas familias. Y es que, los grupos domésticos que contaban en su seno con menores que realizaban una actividad remunerada estaban formados por casi seis personas (5,7). Es decir, se situaban por encima del tamaño de aquellos hogares donde ningún menor de 16 años desempeñaba un trabajo de este tipo (4,6). Por otra parte, sabemos que detrás de las dimensiones de los primeros estaba la importancia que tenían los/as hijos/as del cabeza de casa (3,6 por hogar), visto que la presencia de corresidentes (0,2 por hogar) y criados (0,2 por hogar) en ellos era mínima (Tabla 4).
Fuente: ARSEAPT, Padrones de Tenerife (1779). Elaboración propia.
Eran pues familias que contaban con una prole numerosa, la cual empleaban como fórmula para conseguir unos ingresos extra, puesto que por esta vía sus respectivas economías domésticas recibían los beneficios que les reportaba su trabajo. Un proceder por otra parte usual en la época, visto, por ejemplo, que en las islas Baleares era muy común a comienzos del siglo XIX que el elevado tamaño de los hogares estuviese vinculado a la presencia y empleo que los progenitores hacían de los numerosos niños y niñas que convivían con ellos como mano de obra adicional. Y es que estas familias se veían obligadas a ponerlos a trabajar para de este modo poder alcanzar el umbral mínimo de subsistencia, tal y como se desprende del hecho de que los oficios infantiles declarados estuviesen caracterizados por su baja o nula cualificación laboral: pastores, trabajadores agrícolas, criados… (; ; ; ).
Si en Tenerife tenemos en cuenta las profesiones de los cabezas de casa que afirmaban disponer de mano de obra infantil, comprobamos que la presencia de esta fue, en términos relativos, bastante elevada en los hogares de los pastores y ganaderos, en el 35,8% del total de los casos, dado que en ellos era normal que el cuidado del ganado menor se encargara a los niños pequeños (). No obstante, esa mano de obra infantil estuvo presente asimismo en otras dedicaciones rurales. En una proporción muy similar la encontramos entre las familias de los medianeros (35,3% del total), donde el aporte de la fuerza laboral de la esposa y la prole era vital para el éxito de las tareas agrícolas. De esta situación eran conscientes los propietarios de tierras, quienes preferían establecer contratos de aparcería con familias numerosas, pues, de este modo, se aseguraban una elevada productividad de las parcelas arrendadas gracias al esfuerzo realizado en ellas por todos los miembros del hogar. Al respecto, y a la vista de los datos contenidos en la tabla 5, no puede negarse que el trabajo infantil fue uno de los principales recursos de las familias que dependían de la explotación de la tierra, caso de los labradores (donde estuvo presente en el 30,7% de ellas). Y es que su empleo en el laboreo de los campos era imprescindible para asegurar el sostenimiento y la viabilidad de las explotaciones, sea que hablemos de medianeros, arrendatarios, pequeños propietarios o jornaleros (; ).
Fuente: ARSEAPT, Padrones de Tenerife (1779). Elaboración prop
En suma, la mano de obra infantil era un recurso relativamente extendido entre los hogares rurales tinerfeños, como entre los artesanos (30,7% del total), ya que sus aportes ayudaban a evitar los gastos e incomodidades de tener que establecer por esta vía relaciones laborales con terceras personas. Curiosamente, es un tipo de ayuda que tuvo menos relevancia en los grupos domésticos de las personas dedicadas al comercio (26% del total), las mujeres que trabajaban en la industria textil (21,6% del total), y los jornaleros (20,8% del total), básicamente, por su limitado acceso al trabajo de la tierra y la temporalidad de las dedicaciones de los menores. Dos aspectos que pudieron haber influido en que esta mano de obra pasase relativamente inadvertida a los ojos de los encargados de confeccionar los padrones. Pese a todo, y como puede apreciarse en los datos de la tabla 5, el trabajo infantil estuvo presente en todos los sectores sociales del ámbito rural, siendo una práctica extendida y generalizada en la sociedad de la época.
4.1. LAS ACTIVIDADES REPRODUCTIVAS EN EL INTERIOR DE LOS HOGARES RURALES
El trabajo infantil no solo contribuía al sostenimiento de las economías familiares y locales gracias a las tareas realizadas fuera del hogar a cambio de un salario. Además de ello, niños y niñas fueron empleados/as en aquellas actividades domésticas que poseían un carácter reproductivo, aquellas que eran necesarias para el buen funcionamiento cotidiano del mismo. Unas actividades que podemos encontrar en los padrones bajo la fórmula de «sirve, ayuda, acata ordenes de su madre», «sirve, ayuda a su padre» o «sirve, ayuda a sus padres». En otros casos, la fuente deja claro que los pequeños se encargaban de «cuidar a sus hermanos», «hacer la comida» o «traer leña y agua». Estas declaraciones que ponen de manifiesto que los más jóvenes colaboraban en las tareas que garantizaban la reproducción y el sustento de sus respectivas familias, puesto que mientras se ocupaban de los quehaceres diarios de la casa, sus padres y madres hacían otros trabajos más pesados, más productivos, tal y como sucedía en distintos lugares de España por las mismas fechas (; ).
Fuente: ARSEAPT, Padrones de Tenerife (1779). Elaboración propia.
Es cierto que el número de menciones sobre este punto concreto en las fuentes no es muy elevado, solo las refieren a un 0,9% del total de niños y niñas de la muestra (Tabla 1, supra). No obstante, es obvio que son una excelente vía para acercarnos a un tema poco conocido (Tabla 6). Así, por esta vía sabemos que los menores embarcados en la realización de actividades reproductivas se movían en la franja de los 10-12 años (Gráfico 2). Una edad que coincidía tanto con el inicio de la vida laboral como con el aumento del registro de los trabajos que niños y niñas desarrollaban a partir de los once años. Estas tareas reproductivas recaían más sobre las mencionadas niñas, ya que en 1779 eran el 55,4% del total de los menores que las desempeñaban en el día a día.
Fuera de este tipo de menciones, son obvias las limitaciones que la fuente muestra a la hora de registrar las tareas reproductivas, lo que nos lleva a pensar que en su ocultación influyó el fuerte empleo del trabajo infantil por los hogares y el hecho de que los menores debían afrontar a un tiempo el desarrollo de determinadas actividades laborales junto a aquellas tareas domésticas que requería el funcionamiento diario de sus hogares. Todo esto habría hecho pasar por alto la verdadera contribución que los y las pequeños/as realizaban a los quehaceres diarios de la casa. Además, claro está, de que el padrón tenía la finalidad de anotar las actividades económicas de la población y es obvio que las tareas domésticas no se consideraban como tales. Tratando de compensar en cierta medida esta carencia de información, hemos tomado en consideración la edad y el género de los pequeños en función de las ocupaciones laborales con las que fueron empadronados en la fuente. Apreciamos entonces que hasta los 8-10 años los niños y niñas desempeñaban actividades de poca cualificación, como leñeros, horqueteros o hilanderas. Era a partir de los 11-12 años cuando comenzaban a concentrarse con mayor intensidad en trabajos como el pastoreo, el servicio doméstico, el artesanado o la industria textil doméstica, en concreto, en tejer, coser y hacer calcetas. Estos últimos, unos trabajos que exigían, aunque fuera un mínimo, del dominio de destrezas conseguidas a través de un proceso de aprendizaje. Así pues, la atención prestada a estas ocupaciones laborales habría dejado relegadas en un segundo plano la mención a los quehaceres domésticos que los menores realizaban en el interior de sus hogares. Algo que puede apreciarse en los datos contenidos en la tabla 6 y el gráfico 2.
Ya hemos visto que el padrón de 1779 es muy parco en la recogida de las actividades reproductivas. Esto nos impide poder establecer con claridad qué tipo de tareas realizaban los pequeños dentro de los hogares, aunque sabemos que cuando se trataba de niños la fuente especifica que ayudaban a su padre, mientras que si eran niñas dice lo mismo, solo que referido a sus madres. Estas declaraciones nos indican que las tareas de la casa y las relativas al sostenimiento de la economía familiar eran el punto donde se establecía una división sexual de esas tareas que luego los menores reproducirían con mayor claridad y crudeza en el mundo del trabajo, tal y como lo manifiestan, por ejemplo, las tasas de actividad laboral infantil manejadas. Así pues, las cargas domésticas eran responsabilidad de las madres, quienes a medida que criaban a sus hijas iban transmitiéndoles la idea del cuidado de la casa y la familia era también cosa suya, al tiempo que estas ayudaban en las diferentes labores cotidianas. En cambio, y ya desde muy corta edad, los niños acompañaban a sus padres y hermanos mayores en los oficios que se desarrollaban fuera del hogar, ya fuese en el taller o en la tienda de los artesanos, en la pesca o en la caza, en las faenas agrícolas ejecutadas por labradores, medianeros y jornaleros o en el pastoreo de los cabreros, con lo que los valores sociales y de género que recibían por esta vía eran otros muy diferentes a los de las niñas (; ).
Por otra parte, una parte de los muchachos y muchachas llegaban a desempeñar los oficios que declaraban en 1779 debido a la tendencia generalizada a que los hijos e hijas heredasen las profesiones de sus padres y madres, y hasta de sus hermanos/as mayores y otros parientes que convivían con ellos. Era en esta transferencia de saberes profesionales dentro de la familia, de una generación a otra, cuando se materializaba la división sexual del trabajo que continuamente sale a la luz en los mercados laborales de la sociedad isleña. Prueba de ello, es que en 1779 muchas niñas suelen tener el mismo oficio que sus madres y hermanas, mientras que las actividades declaradas por los niños y los jóvenes coinciden en grado sumo con las ejercidas por sus padres o hermanos. Un buen ejemplo de esto lo tenemos en Santiago del Teide, en la casa de Salvador González Alba, quien se «ejercita en sembrar y coger en tierras suyas seis fanegas de pan y 20 costales de papas». Salvador tenía por entonces 57 años y estaba casado con Catalina Díaz Martel, de 53, que «se ejercita en hilar, tejer [y] tiene cuidado en la educación de sus hijos»: María de 22 años, «su ejercicio el mismo de su madre; Josefa, de 19, «el ejercicio de su madre»; Rosalía, de 17, «aprende el oficio de su madre»; Salvador, de 14, «aprende el mismo ejercicio de su padre»; y Catalina de 9 años.
5. LA ESCOLARIZACIÓN: LAS ESCUELAS-TALLERES PARA NIÑAS
Las responsabilidades laborales y domésticas que los pequeños asumieron a edades tempranas explican que a finales del siglo XVIII los niños y niñas acudiesen poco a la escuela. Esto podemos apreciarlo a través del padrón de 1779, gracias a los que sabemos que solo un 2,6% de los menores de 16 años recibía algún tipo de enseñanza, la cual se concretaba en el 4,1% del total de los niños y apenas en el 1% del total de las niñas (Gráfico 3). Estos porcentajes son muy bajos y varían en función de la calidad de la información que ofrece la fuente en cada jurisdicción. Aun así, todos ellos están muy por debajo de los encontrados en Castilla-La Mancha, donde a mediados del siglo XVIII el 8,5% del total de los niños y el 2,5% de las niñas menores de 15 años iba a la escuela (; ; ; ; ; ; ; ;; ).
La información disponible nos indica asimismo que a medida que los menores crecen y se integran en el mundo laboral desaparecen las menciones en la fuente a su participación en la formación ofrecida en la escuela (Gráficos 1 y 3). De hecho, los pequeños iniciaban la escolarización a los seis años y, la mayoría de ellos, la finalizaban alrededor de los diez. De ella se beneficiaban sobre todo los varones, visto que fueron el 81,7% de los menores de 16 años escolarizados en 1779, igual a como ocurría en otras partes del territorio peninsular por las mismas fechas ().
A tenor de las declaraciones recogidas en la fuente, la enseñanza que niños y niñas recibían era diferente: de ese 81,7% de varones escolarizados, el 79,7% decían que «anda[ban] a la escuela» de una manera genérica, mientras que el 7,5% que «aprende a leer», el 7,5% que «aprende a escribir» y el 5,3% que «estudia». Nada que ver con la imagen que ofrecen las niñas, recordemos, el 18,3% del total de los pequeños escolarizados: en su caso, el 31,4% de ellas «anda a la miga», el 49% «anda [genéricamente] a la escuela», el 15,7% «aprende a leer» y el 3,9% «aprende a escribir» (Tabla 7, infra).
La escolarización de las niñas recibida gracias a «ir a la casa de la miga» o «ir a la escuela» no era otra cosa que aprender a hacer manufacturas y a desempeñar determinadas tareas domésticas. Al respecto, sabemos que en 1779 en lugares como Candelaria o Güímar algunas mujeres enseñaban a las niñas a leer, escribir y a hacer medias y costura. Unas habilidades que en el mundo rural de la época se impartían de manera particular en casa de la maestra, quien se ocupaba de instruir a las niñas en la elaboración de tejidos y, a veces, en la lectura a cambio de un salario (; ; ; ; ; ). Acerca de la personalidad de estas mujeres tenemos un buen ejemplo en Tacoronte. En una casa de la calle de la Iglesia, próxima a la alhóndiga, en el número 122, al frente del hogar estaba José Antonio Romero, de 48 años, «oficial de tonelero, [que] pasa trabajosamente con su trabajo», mientras que su esposa María García, de 36 años, «sabe hacer medias, leer, escribir y enseña [a las] niñas a leer».
Fuente: ARSEAPT, Padrones de Tenerife (1779). Elaboración propia.
Los bajos niveles de escolarización encontrados en el ámbito rural de la isla se debían también al número y a las características de las escuelas de Tenerife. Según la Estadística Escolar de 1790, realizada por el Consejo de Castilla, donde se recoge el número de escuelas primarias a las que asistían los niños y niñas de la isla, solo estaban dotadas de presupuesto las de La Laguna, La Orotava, Icod de los Vinos y Santa Úrsula (). Todas ellas eran de creación reciente y su funcionamiento dependía de la voluntad de quien las atendía. Sus responsables sobrevivían en mayor medida gracias a los recursos que les dispensaba la comunidad campesina y a donaciones caritativas. Esta falta de fondos firmes impedía a las autoridades abonar los sueldos a los maestros y, en consecuencia, muchos menores eran analfabetos, quedando su educación a cargo de frailes, sacristanes y «amigas». En el caso de los mencionados frailes y sacristanes, obviamente, el aprendizaje de la doctrina cristiana ocupaba la mayor parte de la enseñanza recibida por los pequeños (; ; ; ; ; ; ; ; ; ; ; ; ; ).
La información contenida en la mencionada Estadística de 1790 nos permite apreciar que la trama escolar rural era más densa en el norte de la isla, mientras que la dispersión y las bajas densidades de la población imperantes en el sur hacían que allí esa trama fuese muy endeble o inexistente, igual a como sucedía al respecto en otros puntos del territorio peninsular (Mapas 2 y 3, infra) (; ; ; ; ; ; ; ; ). El grueso de las escuelas se localizaba en los centros urbanos o semiurbanos de la isla. Un ejemplo de ello, son las fundadas por las Reales Sociedades Económicas en 1778 en las capitales canarias —La Laguna y Las Palmas— con un afán utilitario, es decir, con la idea de enseñar un oficio a los niños y niñas. A partir de las capitales, ciudades y villas, la red escolar de Tenerife se iba debilitando, desfigurándose a medida que se adentraba en las zonas más rurales de la isla, donde la ausencia de una de estas fórmulas de enseñanza podía suponer que los pequeños, cuyas familias deseaban que aprendiesen a leer y escribir, tuviesen que ir a los pueblos vecinos para poder hacerlo. Así les sucedía, por ejemplo, a los jóvenes de La Victoria, obligados a desplazarse tres kilómetros hasta la escuela de primeras letras que había en Santa Úrsula (;; ; ; ).
En otro orden de cosas, se observa que a finales del siglo XVIII no existía una relación directa entre la localización territorial de las escuelas de los varones y la geografía de las tasas de actividad de los niños trabajadores (Mapa 2). Esto es debido, como acabamos de apuntar, a que esas escuelas estaban enfocadas a dar una formación muy elemental, pero poco útil a la hora de hilar, arrear el ganado o trabajar la tierra, actividades que sí contribuían al sostenimiento de los hogares (; ; ; ).
Pese a la comentada debilidad de la red escolar encontramos una notable presencia de escuelas para niñas en las zonas rurales del noroeste de la isla, siendo su número superior a las de los varones (Mapas 2 y 3). La ubicación de las primeras coincide con aquellos lugares donde se concentraba el grueso de la industria textil, nutrida básicamente por mano de obra femenina, tal como atestigua el padrón de 1779 (Mapa 3). Así pues, las denominadas «escuelas de migas» eran, en realidad, «escuelas-taller», que solían estar localizadas en casas de hilanderas hábiles, quienes, merced a acuerdos verbales con las familias de las niñas, o con las propias muchachas, se comprometían a enseñarles lo que en la época se denominaban «oficios de su sexo», o también «oficios propios de mujeres», los cuales, no eran otra cosa que trabajos desempeñados por las niñas, muchachas y mujeres en la llamada «industria popular». Unos trabajos destinados pues a la elaboración de manufacturas, caso de la hilatura, el tejido, la costura…, cuyo resultado era la ingente cantidad de textiles que luego iban a ser utilizados por las familias o bien vendidos en los mercados interiores y exteriores por varones adultos ligados a este tipo de comercio (; ; ; ; ; ; ). La escasa mecanización de la industria textil rural hacía que la productividad del sector fuese baja, la cual, en Tenerife se compensaba con el recurso a una amplía mano de obra compuesta por niñas, muchachas y mujeres. De ahí las tempranas edades a las que las pequeñas comenzaban a trabajar en el ramo, cuya entrada en el mismo se veía favorecida por la existencia de las numerosas «escuelas-taller» ubicadas en el norte de la isla, donde la escolarización y la alfabetización del campesinado se veía limitada por las razones apuntadas.
En este contexto, se entienden los esfuerzos que las Sociedades Económicas llevaron a cabo para poner en pie escuelas destinadas a la formación de niños, sobre todo, de «niños pobres», de «muchachos», de «mujeres», de «expósitos» o de personas «sin oficio útil». Igualmente, resulta llamativo su interés por instruir, con relativo éxito, a los «pobres recogidos» en los talleres artesanales instalados al efecto en varios pueblos del norte de la isla y en el Hospicio de Santa Cruz. Una institución establecida para que «los pobres» pudiesen «ganarse la vida» y participar de este modo en el fomento de la industria rural local. Un esfuerzo gracia al cual, por ejemplo, en 1789, el mencionado hospicio «exportaba a Indias 3.250 pares de medias y otros géneros de lino, sedas y lanas», elaborados por sus internas (citado en ). Una práctica muy arraigada en la época, pues este «aprendizaje» era similar al que recibían las huérfanas y muchachas «desamparadas» recogidas también en estas instituciones «caritativas» en el Madrid de la época, cuya producción manufacturera era asimismo exportada a América (; ; ; ; ; ).
Este tipo de explotación infantil organizada por las elites sociales de la isla gracias a las diferentes instituciones existentes fue recurrente. López de Guerra, Regidor Perpetuo de Tenerife (1771-1777), se queja en sus Memorias de que cuando se introducen los telares para tejer medias en Icod de los Vinos, situado en el noroeste, donde se registra una prospera producción de seda, «habiendo una buena proporción [de gente para esta industria] no haya padres que apliquen a sus hijos a aprender». Testimonios semejantes sobre esta enseñanza laboral los podemos encontrar en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria en el siglo XVII.
Los bajos niveles de escolarización encontrados en el mundo rural tinerfeño se explican, obviamente, porque no todas las familias enviaban a sus hijos e hijas a la escuela, ya que, por aquel entonces, una parte substancial de la enseñanza infantil solía darse en el seno del hogar, a través del desempeño de estas o aquellas tareas domésticas, las cuales eran capitales para la subsistencia del hogar. El resultado de esta lógica son las bajas tasas de alfabetización infantil de los menores existentes en la isla a finales del siglo XVIII (; ; ; ; ; ; ; ; ; ; ; ; ; ). Ejemplo de la educación que las madres daban a su prole en casa la encontramos en lugares como el barranco de Sauce y Tablero, en El Rosario. Allí estaba empadronado en 1779 el hogar de Juan Cuello, de 49 años, «su ejercicio hace que le sale, pues su ingenio y la fuerza de la pobreza le hace hacer de carpintero, pedrero, albañil, y de todos hace y de ninguno entiende». Su esposa Lucia, de 39 años, es quien «educa a sus hijos a enseñarles a hilar, coser y llevar leña a vender». Una situación que, sin duda, se producía en la mayoría de las familias de Tenerife, lo que explica que, aunque hubiese la posibilidad de que los pequeños recibiesen una cierta formación en los pueblos, muchos padres y madres no la tuviesen en cuenta ante la urgencia de enfrentar el día a día. Así sucedía, por ejemplo, en Guía de Isora, donde el cura que se encargaba de enseñar a los niños las cuatro reglas se lamentaba en 1790 de que los padres no enviasen a sus hijos a la escuela (citado en ).
En definitiva, las tempranas edades a las que los pequeños comenzaban a trabajar en los mercados laborales locales y el desempeño de las tareas domésticas relacionadas con la supervivencia del hogar estaban detrás del prematuro abandono escolar, al tiempo que daban lugar a un elevado absentismo escolar. Aspectos que podemos apreciar gracias a los testimonios contemporáneos. Sin ir más lejos, en la referida encuesta escolar de 1790 se indica, por ejemplo, que el párroco y el sacristán de Santiago del Teide se dedicaban a enseñar, si bien eran pocos los niños que asistían, porque «todos los jóvenes están ejercitados en guardar los ganados, en sus sementeras y cosechas de granos y papas» (citado en ). Igual ocurría en Icod de los Vinos en 1845, cuando se informaba de que «hay una escuela, a la cual concurren un crecido número de niños y niñas, aunque no las que corresponden con arreglo al número de habitantes», mientras que un poco antes, en 1805, en Candelaria, se indicaba que «todos los niños se dedican a hacer losa, hilar y tejer» y nada a la escuela.
6. CONCLUSIÓN
Pese a las dificultades que supone encontrar referencias sobre la contribución que niños y niñas hicieron al funcionamiento de la economía en el pasado, en nuestro caso hemos podido estudiar el trabajo infantil en Tenerife a finales del siglo XVIII (). Su análisis en el ámbito rural de la isla ha sido posible gracias a la información contenida en el padrón de 1779 sobre los menores de 16 años que declararon ejercer al menos una actividad remunerada. De este modo, hemos podido calcular las tasas de actividad laboral infantil, las cuales, a grandes rasgos, coinciden con las que nos ofrecen las investigaciones españolas disponibles a día de hoy. En ellas, se indica que era entorno a los diez años cuando se producía la incorporación de los menores a la vida laboral (; ). Aunque también, y como esas mismas investigaciones apuntan, esto no impedía que antes de cumplir esa edad podamos encontrar criaturas trabajando en la isla. Sea como fuere, su entrada en el mundo laboral se debía, básicamente, a la fragilidad de la economía de sus respectivos hogares, en cuyo seno hemos podido comprobar como los niños y las niñas aprendían o se hacían con las mismas habilidades y destrezas que sus padres, madres, hermanos y hermanas mayores empleaban de manera cotidiana en el desempeño de estas o aquellas tareas laborales y domésticas ().
A medida que las criaturas crecían, su dedicación laboral aumentaba, siendo más intensa y temprana en las niñas, que desde muy pequeñas eran empleadas en la elaboración de manufacturas locales (). La importancia de esa fuente de ingresos extra para sus familias fue tal, que condicionó los niveles de escolarización de los menores, los cuales fueron muy bajos, además de verse favorecidos, en parte, por la debilidad de la red escolar existente en la isla, concentrada básicamente en los enclaves urbanos. Por este motivo, fueron pocos los varones que en el campo pudieron acceder a unos conocimientos básicos de lectura y escritura, mientras que, por el contrario, las niñas, aprendían a elaborar manufacturas domésticas en las escuelas-talleres que se disponían mayoritariamente en el noroeste de la isla. Allí, donde se producían de manera sistemática los textiles en los hogares que luego eran vendidos en los mercados locales y extranjeros.
Igualmente, hemos podido constatar que la presencia del trabajo infantil se daba sobre todo en hogares que tenían una prole elevada. Un trabajo que sustituía al que en su seno podían realizar los parientes acogidos o los criados y criadas. La mano de obra familiar formada por niños y niñas demuestra haber sido más habitual en los hogares cuyos cabezas de casa declararon ser pastores, medianeros, labradores o artesanos. Pero esto no significa que los pequeños no hayan sido empleados o contratados por familias vinculadas a otras categorías socioprofesionales. Y es que, el trabajo infantil era una fuente de ingresos extra de vital importancia para las economías domésticas, ya que ayudaba al sostén y a la reproducción de los hogares, compensando así los magros salarios e ingresos que hombres y mujeres obtenían con su actividad diaria en los mercados de trabajo que había en el mundo rural tinerfeño al término del siglo XVIII.
Agradecimientos
A los/as evaluadores/as anónimos/as y a los/as editores/as por sus sugerencias de mejora del texto presentado a la revista. Asimismo, agradecemos a Isidro Dubert su inestimable ayuda durante la realización de esta investigación.
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Notas
[1] El carácter fiscal del Catastro de la Ensenada dio lugar a la omisión de informaciones valiosas al no incluir en su seno las edades y las profesiones de los menores de 18 años o de las mujeres, en buena medida, debido a que se tomaba como principal responsable fiscal del agregado doméstico al cabeza de casa, normalmente un varón (; ; ).
[2] Los originales de los padrones de 1779 se custodian y conservan en el Archivo de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife (en adelante ARSEAPT), Fondo de la Real Sociedad Económica de Tenerife, Padrones de habitantes de Tenerife (1778-1780), RS21, RS22, RS23. Asimismo, sus respectivas digitalizaciones se encuentran disponibles en el portal on-line de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife: http://www.rseapt.es/es/archivo/padrones-de-habitantes-digitalizado.
[3] ARSEAPT, Actas de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, Sobre los padrones, RS7, ff. 75r-76v.
[6] En las sesiones de la Económica se constata la insistencia de sus miembros en solicitar los padrones ante la falta del envío por parte de determinadas jurisdicciones. ARSEAPT, Actas de la Real Sociedad Económica de Tenerife, RS7, f. 174r.
[7] Los objetivos que persiguen las investigaciones que estudian la edad de acceso al mundo laboral, las tasas de actividad laboral infantil y su estructura ocupacional, obligan a tomar en consideración a la población menor de 16 años ().
[13] En «silvicultura» hemos incluido a las dedicaciones que los padrones denominan como orchilleros, cazadores y montañeros, que en este último caso la fuente refiere como «oficio de la montaña», e «ir al monte».
[14] En La Laguna se ha analizado el contenido de los contratos de los niños y jóvenes criados, y se ha señalado que la cuantía en metálico de la dote que se otorgaba al finalizar el servicio a las jóvenes criadas era de 40-50 doblas. Asimismo, los contratos de corta duración que solo contemplaban el pago en dinero indican que el salario de un criado en edad infantil era bajo, oscilaba entre los 1.250 y 4.000 maravedíes anuales, haciéndose el dueño cargo de su alojamiento, vestido, comida y cuidados médicos ().
[21] Un panorama que cambio poco con el paso del tiempo, visto que las estadísticas recogidas en el censo de 1860, se hacen eco de que las tasas de alfabetización más bajas de España se encontraban por entonces, precisamente, en Canarias, véase .
[22] «Ir a la miga» o «a la amiga» eran términos que en la época se empleaban para referirse de forma coloquial a las maestras de niñas, quienes enseñaban en sus casas lo que se entendía como oficios femeninos. Una formación y unos oficios que obviamente en la mentalidad de la época no tuvieron el mismo valor que los destinados a los varones. Y eso, pese a la importancia que esa formación destinada a las niñas tuvo cara al trabajo que luego las mujeres desempeñaron en los mercados locales y en sus respectivas economías domésticas.
[23] La hija de la maestra era Josefa Romero de 17 años, que también «sabe hacer media». ARSEAPT, Padrón de Tenerife (1779), RS23, f. 81v.
[24] La terminología empleada en esta tabla corresponde a las referencias que el padrón de 1779 recogió para ello.
[26] Lope Antonio de la Guerra y Peña (1771-1777), Memorias: Tenerife en la segunda mitad del siglo XVIII, Cuaderno II, Las Palmas de Gran Canaria, 1951-1959, p. 144.