En las conocidas series que articulan la Lógica del sentido de Gilles Deleuze, el filósofo francés empieza la vigésimo primera citando a Joe Bousquet: “Mi herida existía antes que yo; he nacido para encarnarla”. Quería Deleuze proponer una definición de acontecimiento que incluyese la contra-efectuación, esto es, no solo lo que ocurre como accidente sino la interpretación, la comprensión y la transfiguración de aquello que ocurre y se vuelve, si acaso, acontecimiento: “convertirse en el comediante de sus propios acontecimientos”, apuntaba allí Deleuze.
La presente obra de Laura Llevadot, con la frase de Bousquet como título, tiene aquella contra-efectuación como guía. Se trata, como dice la autora, “de alcanzar un destello de sentido” (p. 13) que permita operar una transformación. Al modo de Despentes, cuya Teoría King Kong supone aquí un antecedente ineludible. Pero también según los muchos ejemplos, textuales o no, de muchas otras mujeres y algunos hombres que se negaron a asumir el mandato de la dominación de género. Contra esa inyunción, con forma de herida histórica, esto es, contra la diferencia sexual como estructura política de dominación universal, escribe Llevadot esta obra fundamental del feminismo contemporáneo.
Con una prosa precisa y cercana a la vez, lejos de ser un libro divulgativo, aunque se aprende sobremanera con su lectura, estamos ante un texto combativo. Y la primera lucha que denuncia y libra es contra la lengua del amo. ¿Puede un libro de filosofía feminista, escrito por una profesora de filosofía, que se estudia en las facultades de filosofía y que se divulga a través de revistas de filosofía escapar a la estructura de dominación que ha escrito y en la que se inscribe la filosofía misma? “Puedo escribir como un hombre. Sé hacerlo. Todas sabemos” (p. 19), afirma Llevadot, evidenciando que los sistemas educativos han hecho pasar lo masculino por lo neutro, lo universal, lo verdadero, y nos han educado a todos desde esa supuesta imparcialidad. Pero esa “neutra racionalidad y el saber universal -escribe- asfixian” y “huelen a torturador trajeado” (p. 33). Con todo, Llevadot no parte de una posición de víctima, pues eso supondría aceptar la dominación, ni tampoco habla en nombre de las mujeres, ni en representación de ningún colectivo subalterno, sino desde la escritura en primera persona contra la estructura totalitaria. Aquí reside una de las grandes tareas del feminismo y la apuesta radical de Llevadot: inventar una escritura que ponga en jaque la dominación inscrita en la escritura. Y no será suficiente con un empoderamiento sustitutorio ni con el buen gesto del lenguaje inclusivo, especialmente si este no cambia en absoluto el sustrato que denuncia. Por eso, el feminismo antitotaliratio de Llevadot le impide ser condescendiente con ciertos feminismos mainstream, en particular allí donde el feminismo académico sufre una masculinización que anula, mediante un gesto analítico, su rebelión política. La herida, por lo tanto, está en la lengua del amo y crece al hablar. Es un arma autoinmunitaria y antilogocéntrica.
Este combate, pues, contra la lengua del amo desde la lengua del amo, es inevitable, pero lo decisivo es que abre paso a uno de los principales campos de batalla de la lucha feminista: la identidad. En este barro encalla la filosofía desde sus inicios y tampoco se libra la contemporánea, incluidos los feminismos de la igualdad, la diferencia y la teoría queer. Ya Irigaray identificó -si puede utilizarse aquí este verbo- lo femenino como un sexo que no es uno. Despunta así la cuestión de la asignación de género que, en el fondo, no es más que una exigencia de identificación. Toda respuesta a esa imposición es excluyente y política. A fin de cuentas, no hay identidad femenina, ni masculina, ni cualquier otra, más allá de la construcción de esas identidades. Por consiguiente, no hay identidad natural. Ahora bien, lo que sí hay son elementos feminizados que permiten la explotación en todos sus niveles: económico, sexual, político, etc. Por eso hay necesidad de combate en el campo de batalla de la identidad o, si se prefiere, lucha de clases. Pero sin olvidar que el capitalismo ha utilizado y utiliza por doquier el dispositivo sexo-género a su favor. En el fondo, lo realmente importante para el capital es la identificación, poco importa el colectivo que exija derechos o la bandera que enarbole, mientras esta pueda ser explotada económicamente desde un escaparate y aquel controlado jurídicamente desde una ley que necesita la identificación como su más propia condición de posibilidad. Solo lo que es y pertenece se puede controlar y vender, pero resulta que para Llevadot ser hombre o mujer es tan absurdo como ser catalán o español o del Barça. Esto no indica que la identidad no exista, sino solamente que se fabrica y se dispone a expensas de un régimen capitalista y patriarcal. Por eso, contra la lógica de la dominación identitaria, solo cabe una deconstrucción de la identidad. O, como dice Llevadot parafraseando a Miquel Missé, “quizás haya que aprender a no ser nada” (p. 69). Perder el lugar geosexualmente localizado que nos asigna una totalidad repartida binariamente: de un lado el contrato social, redactado y firmado por hombres blancos, y del otro sus efectos capitales basados en la explotación de un contrato laboral desigual que es, en primer lugar, un contrato sexual. De esta economía patriarcal no se libra nadie, en efecto, pero esos efectos son asimétricos en función del dispositivo sexo-género. En su interior más oscuro, Llevadot denuncia la situación de la mujer sometida a un contrato de explotación sexual, desde el hogar hasta el prostíbulo, cuyas diferencias apenas estriban en la forma de delimitar la duración y el derecho de uso. Pero en ambos casos se trata de exclusión social y soberanía falaz. Por eso, ante la violencia que no vemos, Llevadot recomienda: “escuchad a las putas” (p. 99); pues ahí se comprende con clarividencia el deseo de soberanía que constituye la diferencia sexual y que convierte todo en sumisión y objetualidad, incluso con independencia de los genitales que posea la persona que las ejerce. No habrá relación sexual fuera de una deconstrucción de la diferencia sexual, como este libro propone. Dicho de otra forma, el feminismo ha demostrado que la relación de deseo y la construcción del objeto que se desea se inscribe en una relación de soberanía, hasta el punto de que el esclavo desea al amo, o la víctima a su violador. Espiral de violencia que constituye la estructura misma de toda soberanía, pues esta nace de la guerra, es guerra y se perpetúa mediante la guerra. Siempre en nombre de la paz, por supuesto, tanto para recuperarla como para mantenerla. Sin embargo, Llevadot introduce una diferencia fundamental entre guerra y lucha. Aunque ambas se libran según cierta idea de la autodefensa, la primera pretende la perpetuación de un sí mismo, la supervivencia de aquello que soy, es decir, la guerra defiende la identidad a través de una violencia extrema con el objetivo de que todo siga igual. En cambio, la lucha, que toma su fuerza de respuesta de la violencia recibida, se libra para el cambio, para que nada vuelva a ser como era, ni siquiera la persona que lucha, persona que, en realidad, se ve obligada a luchar. Igual que una víctima no lucha sólo para que se le reconozca como víctima, aunque este sea un paso necesario, sino que lucha para dejar de serlo, para no serlo nunca más, también el feminismo debe luchar para que esa sumisión que se identifica con la palabra “mujer” deje de serlo, aunque esto implique el paso intermedio del reconocimiento. “Quien no esté dispuesto a esta transformación -escribe Llevadot- quizás aprenda a contraatacar pero está condenado a repetirse” (p. 125). Si durante mucho tiempo las mujeres solo han podido ejercer de prostitutas en un sistema que las ha marginado, queda entonces por ver si hemos acabado ya con ese binarismo violento inscrito en la totalidad soberana o si, como parece, a lo sumo ser mujer significa cargar con la significación de “exprostituta en busca de sentido” (p. 160). Así pues, para luchar contra esa totalidad que nos hace la guerra no bastará con la máxima “añadir mujeres y batir”, cuyo principal beneficiado es el patriarcado. La exclusión violenta de las mujeres es la consecuencia de una estructura de dominación que funciona como un dispositivo foucaultiano, a través de instituciones y prácticas de dominación de las que nadie escapa, que nace y se perpetua mediante guerra, y que se llama diferencia sexual. Dispositivo que dispone una división presuntamente natural, hombre y mujer, y condena a los cuerpos a someterse a su dominio. Pero no solo el cuerpo femenino es sometido al masculino a través de la objetualización de un deseo, sino también el masculino debe doblegarse ante el mandato de la dominación que le impone someter al otro y demostrar su poder mediante la guerra. Es su enfermedad mortal, nos recuerda Llevadot parafraseando a Duras. Por eso la tarea es ingente y total, pues la lucha no es solo contra el asesino o el violador, sino contra un dispositivo que asesina y viola. Se trata de luchar contra una totalidad desde los restos que esta excreta. Esta es la lucha feminista que pasa por inventar una escritura y que vindica primeramente la lectura como acto político. Escribir es, en Llevadot, leer, pensar, actuar, filmar, reinterpretar, significar, etc., y, sobre todo, contraefectuar.
Estas y tantas otras ideas podemos encontrar en este libro que piensa contraefectuando y critica el pensamiento de la diferencia sexual. Pues si alguna diferencia sexual puede ser todavía hoy vindicada, no sería aquella que diferencia entre sexos masculino y femenino, sino aquella otra que solo tendría lugar como perpetuo recuerdo de que la identidad es un constructo que se planta ante el sexo que es uno, el masculino, para decirle que el sexo femenino no es uno, sino, y como mínimo, más de uno. Por eso hoy el feminismo es una revolución filosófico-política contra la diferencia sexual.