1. Introducción
Es un hecho que, hasta ahora, la filosofía de Eugen Fink, en nuestro medio hispanoparlante, incluso dentro de la fenomenología, no fue objeto de los análisis ni ha gozado del reconocimiento que ella seguramente merece. Según mi modo de ver, ello se debe, en gran parte, a que el autor fue considerado o bien exégeta de Husserl, de quien, como es sabido, fue asistente y a cuya fenomenología están consagradas sus primeras obras, o bien intérprete de Heidegger, con quien, particularmente desde la posguerra, comparte una temática, intereses y medios expresivos afines. Todo ocurre como si Fink estuviera condenado a ser subsumido a la condición de comentarista de alguna de esas dos grandes figuras de la filosofía y, consecuentemente, a quedar relegado a una posición marginal dentro del debate filosófico vivo. Todo ocurre, también, como si la dimensión cosmológica que él introdujo en la fenomenología fuese una cuestión periférica y su pensamiento redundante.
Esto constituye, sin dudas, una injusticia, porque la cercanía filosófica y humana a Husserl no le impidió a Fink cuestionar los fundamentos fenomenológico-trascendentales de la filosofía husserliana y comenzar a elaborar una original, cuyo tema central es el mundo, pensado en términos cosmológicos, y ya no como horizonte de todos los horizontes de la percepción intencional del sujeto trascendental. Del mismo modo, su cercanía a Heidegger no impide distinguir esencialmente ambos pensadores. Y ello porque Fink antepone a la “diferencia ontológica” su propia y fundamental “diferencia cosmológica”, a saber, aquella que establece que el mundo es diferente de e irreductible al ente, por lo cual no puede ser concebido ónticamente ni como una suma de entes intramundanos, ni como un ente gigante que, cual una jarra el vino, contuviese a los demás entes y los separase de la nada. Tampoco, por supuesto, existenciariamente, como una estructura de la comprensión del ser del Dasein, pues, finalmente, el Dasein también es un ente que aparece en el mundo.
Hay, entonces, un pensamiento finkeano original, centrado en su comprensión cosmológica del mundo. Este pensamiento, que ya se anunciaba en los textos de los años 30, va cobrando forma y se expone de modo conceptual en los escritos publicados a partir de la postguerra. A él, en particular a la comprensión de Fink del fenómeno fundamental del juego, habrán de consagrarse las reflexiones que aquí comienzan. Su interés no radica en realizar una tipología de las distintas formas del fenómeno ni exponer su significación antropológica. Tampoco en introducir la noción de juego en el pensamiento de Fink, compararla con la de otros pensadores, como Huizinga o Nietzsche, y, luego, centrarse en su significación psicológica. Su interés, por el contrario, es de naturaleza cosmológica. La cuestión que aquí nos ocupa es la de la relación entre juego y mundo o, para ser más precisos, la cuestión de la significación del juego como modelo operativo para comprender el sentido cosmológico del mundo. Dentro de este contexto temático, la investigación persigue dos objetivos. El primero de ellos consiste, por un lado, en reconstruir y explicitar los trazos fundamentales del fenómeno del juego que aluden, bajo el modo del símbolo, al mundo en su dimensión cosmológica, y, por otro, en establecer sobre qué bases metodológicas puede decirse que, efectivamente, el juego simboliza el mundo. En este sentido partimos de la hipótesis según la cual el juego puede simbolizar el mundo porque el curso mismo del mundo no sólo se refleja en el juego, sino que, propiamente, acontece como juego. En segundo lugar, y yendo más allá de lo explícitamente afirmado por Fink, pero –estimo– no en contra de su pensamiento, la investigación aspira a elucidar la dimensión religiosa del juego como fenómeno que revincula al hombre con el imperar del mundo. En este otro sentido, partimos de la hipótesis según la cual la experiencia del sentido cosmológico del juego religa al hombre con lo divino dejando surgir en él la con-moción re-ligiosa y la alegría de ser.
Desde el punto de vista metodológico el análisis se regirá por la complementación de una fenomenología negativa con una especulación trascendental. Por fenomenología negativa nos referimos al hecho de que Fink, en su intento por asir lo inasible –el mundo en tanto tal– procura, en primer lugar, describir cómo él no aparece, para, a continuación, mostrar cómo aquello que no aparece alude a lo no aparente en tanto tal, el mundo, como condición de su aparecer. La esencia de la fenomenología negativa finkeana ha sido expuesta con claridad por : “Esta fenomenología presenta lo negativo del aparecer, en la medida en que invierte lo aparente: ella «ve» en lo aparente todo lo que lo aparente no es: el mundo”. La fenomenología negativa se complementa con una especulación trascendental. La filosofía especulativa finkeana, en especial en lo que a su interpretación del juego atañe, no debe necesariamente ser vinculada con una construcción apriorística de carácter arbitrario. Por el contrario, ella responde al esfuerzo intelectual por acceder a la condición trascendental no dada sobre la base de la cual algo dado – el juego– puede acaecer tal cual y con los rasgos con los que él acaece. Desde esta perspectiva, a la fácil objeción de “antropomorfismo”, según la cual la concepción del juego como símbolo del mundo resulta de proyectar al e hipostasiar en el cosmos rasgos antropológicos, puede responder Fink que una objeción semejante es también el resultado de una especulación crítica. Además, se trata, en este caso, de una especulación tal que no logra explicar con el término “antropomorfismo” ni por qué el juego es un fenómeno humano fundamental ni por qué él presenta los caracteres que presenta. Mientras que, por el contrario, la especulación trascendental finkeana aspira a despejar la condición última de posibilidad del juego y de sus trazos esenciales. Ello es posible invirtiendo el planteo especulativo del antropomorfismo y partiendo, consecuentemente, de contemplar la posibilidad de que la relación entre el juego y el mundo surja no de la antropomorfización del mundo, sino de una originaria cosmo-morfización del juego, el cual acontece como acontece precisamente por su estructura cosmo-mórfica. En tal sentido advierte el autor que “con los mismos derechos con los que se habla de antropomorfismo, se puede hablar de ontomorfismo o de cosmomorfismo.” (). Y no sin razón se pregunta si, acaso, “el hombre tiene primero una imagen de sí para proyectarla falsamente luego en las cosas o si él accede a la comprensión de sí junto con su comprensión de las cosas, de las regiones ónticas y del mundo.” (). Si se acepta la segunda opción de la alternativa, entonces la especulación no resulta necesariamente una arbitraria. En tanto surgida de una intención trascendental, la especulación finkeana halla su origen y necesidad, antes que, en una ideología antropomórfica, en el “factum de que fenomenalidad y mundo se elevan por encima de los datos fenoménicos como correlatos de una subjetividad.” (). Y en tanto complementaria con una fenomenología negativa, ella no tiene por meta elaborar un concepto racionalmente deducible y demostrable acerca de lo que sea el mundo a partir del análisis del juego, lo cual es claramente imposible, puesto que el mundo no se deduce de nada, sino que todo se deduce de él. Antes bien, de lo que se trata en la filosofía finkeana es de tomar conciencia de la necesidad de plantear las implicancias del fenómeno fundamental del juego, en la medida en que el modo en qu éste acaece “da que pensar” y requiere que constantemente se ahonde en su fundamentalidad y se profundice en sus implicancias. En términos del propio Fink, aquello a lo que el esfuerzo especulativo apunta “es al despertar de una cuestionabilidad (Bedenklichkeit), y no más que eso.” ().
2. El juego como símbolo y modelo operativo
En lugar de comenzar su análisis del juego determinando las características principales del fenómeno para luego proponer una posible interpretación sistemática de éstas, Fink elige un camino diverso. Comienza preguntándose por la posibilidad y dignidad de una pregunta filosófica por el juego. Al respecto afirma que este último es un objeto posible del preguntar filosófico, pues, si bien todos jugamos y de algún modo comprendemos a qué nos referimos cuando hablamos de jugar, dicha comprensión permanece en el plano de una obviedad no cuestionada ni, por tanto, determinada conceptualmente. Y el preguntar filosófico no es otra cosa que un intentar asir de modo conceptual aquello que parece obvio, pero cuya esencia, en última instancia, permanece inexpresa. El juego es, entonces, un tema posible para la filosofía, “porque el pensar que cuestiona quiere precisamente preguntar por lo que en sí no es cuestionado.” (). Pero, además de posible para, él es digno del preguntar filosófico, “porque en el juego se abre de un modo peculiar la conexión entre hombre y mundo.” (). En efecto, jugando, el hombre no permanece encerrado en su propia interioridad, sino que se mueve extáticamente fuera de sí hacia una totalidad (ilusoria o representada) de tiempo, de espacio y de sentido que articula los entes con los que se relaciona el jugador y que constituye el mundo del juego, el horizonte omniabarcador en el que él despliega su vida lúdica. Pues bien, para Fink, este gesto extático propio del fenómeno es una re-producción en el ámbito de lo sensible (sinnhaft) del cosmos por una conducta extática del existente dirigida hacia el mundo. En ello radica la dignidad filosófica del juego, que no sólo constituye un fenómeno fundamental de relevancia antropológica, sino que, respecto del mundo, representa “un modo originario de realización y una vía del comprender.” (). Ahora bien –cabría preguntarse– ¿cómo puede ser que algo tan diferente del mundo como lo es el ejercicio de una actividad lúdica sea considerado una vía de comprensión del mundo como totalidad inasible y no fenoménica que impera sobre todos los entes? La respuesta de Fink pasa por la concepción del juego como símbolo y modelo operativo.
Si bien el mundo como tal no aparece ni puede, por tanto, ser descripto a través de un concepto, existen, para Fink, una serie de fenómenos fundamentales, constitutivos de la existencia humana, que traslucen el mundo en dicha existencia. El modo en que lo hacen es el del símbolo, en el sentido etimológico griego de symbolon, es decir, de una serie de fragmentos resultantes de un symballein: del choque o la concurrencia en el fenómeno de dos movimientos contrapuestos pero convergentes (gegenwendig), a saber, el movimiento extático de la existencia humana abierta al mundo y el advenir del mundo hacia esa existencia que forma parte suya. El símbolo no es, entonces, signo, porque este último es una cosa que convencionalmente representa a otra a la cual remite. El símbolo es la convergencia del fragmento con su totalidad. A diferencia también del signo él no es puesto arbitraria e intencionadamente por un tercero en lugar de otra cosa, sino que ocurre cuando, de manera pre-reflexiva e involuntaria, un modo de realización de la existencia humana re-produce fragmentariamente el modo en que el mundo en totalidad se realiza a través de e impera en los entes intramundanos. Dicha re-producción implica también una re-presentación, esto es, un volver a traer a la presencia el imperar del mundo. Es precisamente esta reproducción representativa prerreflexiva la que se cumple a través de los fenómenos fundamentales, que, por ello, simbolizan el mundo. Dichos fenómenos son cinco: eros, dominio (Herrschaft), a veces considerado como guerra (Krieg), trabajo, muerte y juego. De todos ellos el juego, al que aquí nos abocamos con exclusividad, es el símbolo del mundo por antonomasia, puesto que él tiene la capacidad de representar a todos los demás, incluso a sí mismo, toda vez que en un juego el hombre, mientras juega, se comporta como amante, mortal, trabajador, guerrero o, incluso, jugador. Puede decirse que el juego simboliza el mundo en cuanto reproduce un mundo que transparenta o refleja en un modo de existir de un ente intramundano los rasgos del imperar del todo del mundo en el ente, aun cuando lo haga de una manera fragmentaria, preconceptual y alusiva. En tanto símbolo, el juego puede resultar un “modelo operativo”, es decir, un microcosmos del que podemos hacer uso para aludir al macrocosmos, que, como tal y en sí mismo, permanece inasible. Como modelos operativos los fenómenos fundamentales “traen consigo un horizonte de sentido y proyectan su brillo hacia más allá de sí mismos.” (). Justamente en el hecho de que “apunten hacia más allá de sí y abran los caminos de la comprensión del universo” () radica la posibilidad de, gracias a ellos, “participar en el todo a través de lo limitado, en lo incondicionado a través de lo condicionado.” (). Lo inasible recibe, así, por medio del juego como modelo operativo, “la chance de hacerse presente como aparición en lo real, aunque no de un modo enteramente conceptualizable.” (). Para decirlo gráficamente, el juego como modelo operativo se comporta respecto del mundo como lo haría una imagen (Bild), por ejemplo, un cuadro que representa un paisaje, con aquello por él representado. “El cuadro nos permite vislumbrar el mundo de la imagen: vemos un paisaje a través de un espacio circunscrito, encerrado por el marco del cuadro, aun sabiendo que no está detrás de las paredes de la habitación.” (). El juego actúa, pues, como una ventana. Así como esta última permite echar un vistazo desde un espacio cerrado hacia lo libre, el juego nos abre la posibilidad de avizorar, aunque más no fuera de un modo fragmentario, el todo del cosmos. El juego es una auténtica ventana al mundo. ¿Pero qué es lo que permite que el juego pueda abrir una ventana al mundo? Dicho de otro modo: ¿qué es lo que posibilita que el juego actúe como modelo operativo para comprender el cosmos?
3. El curso del mundo como juego: problemas metodológicos
La tesis de Fink en relación con el juego podría resumirse en los siguientes términos ():
El juego humano es un modo especialmente destacado a través del cual el existente, comprendiéndolo, se relaciona con y se deja atravesar por la vibración del todo de lo que es; en el juego humano brilla reflejado el todo del mundo en sí mismo; él deja reverberar trazos de la in-finitud desde y en algo intramundano, desde y en algo finito.
Fink advierte que, si esta tesis es posible, si el juego humano puede ser visto como una ventana al mundo, ello se debe a que el mundo mismo acontece como un juego. La idea de que el mundo sea un juego no es nueva. Más bien es antiquísima. Ya había sido formulada por Heráclito en el fragmento 52 que el filósofo () traduce, interpretativamente, del siguiente modo: “El curso del mundo (aion) es un niño que juega, que pone aquí y allá las piedras del tablero, es un reino del niño.” No es cuestión de este artículo debatir la rectitud filológica o no de la traducción de Fink. En todo caso, él interpreta que ya en el más temprano inicio del pensamiento universal el curso del mundo, que da origen al despliegue del tiempo con todos sus contenidos, es visto como un juego de niños. En otros términos, el curso del mundo, concebido como aquel movimiento creativo y originante que impera en todo, en tanto a todo hace ser y a todo da tiempo y espacio, esto es, el mundo mismo como movimiento ontogénico, habría sido visto, ya por Heráclito, como el despliegue de un juego infantil. “La originaria creatividad productora (Hervorbringen) tiene el carácter del juego. El mundo impera como juego.” (). Y si los hombres pueden, en su medida, también crear y producir, ello se debe a que son “ciudadanos del mundo” (Welt-bürger), es decir, a que no están cerrados en sí como las demás cosas del mundo, sino que están extáticamente referidos a él y de él han recibido su capacidad de crear y producir. “Ellos tienen toda su creatividad productiva derivada del juego del mundo.” ().
¿Pero hay en realidad este juego del mundo? ¿Dónde y cuándo nos es dado el juego cósmico del que habla Heráclito? ¿No se trata más bien de una fantasmagoría especulativa? Ciertamente el juego del mundo que Heráclito refiere no aparece como dado en ninguna parte ni nunca. Pero ello no se debe a que tal juego sea un oscuro capricho presocrático, sino que tiene su razón de ser en el hecho de que el mundo, en última instancia, no es lo dado, que aparece bajo la forma de la armonía del cosmos, sino lo dador o, mejor aún, el movimiento de dación que pone en juego todo lo que es dado. Por ello mismo puede decirse que “el entero mundo del aparecer (con la armonía en el imperante) está en tensión unísona con el «proto-fundamento» que nunca aparece.” (). Y como el “proto-fundamento” que ponen en juego el juego armónico del mundo no está dado, sólo puede llegar a ser atisbado en el juego humano, que lo refleja como si fuese un espejo, pues el hombre está abierto al mundo y reproduce un mundo en el juego. Hay aquí, ciertamente, un problema cuando se intenta acceder al juego no fenoménico del poder cósmico, que todo lo da, dispone y articula, desde un comportamiento fenoménico del ente que está abierto a este poder. El problema no es otro que una relación circular. Hemos dicho que el juego puede ser reflejo del mundo porque el mundo mismo acontece como un juego. Pero el acontecer del mundo como juego sólo es visto en el espejo del juego humano. El círculo es inevitable. La cuestión es si esta relación especular es un círculo vicioso, por lo que deberíamos abandonar aquí por motivos lógico-formales el análisis, o si, por el contrario, se trata de un círculo “virtuoso”, que nos permite ir descubriendo en el juego de reflejos lo reflejado. Sólo recorriendo el círculo podemos responder a esa objeción formal. Sólo viendo si las características que determinan el juego humano pueden permitir comprender mejor el sentido cosmológico del mundo, sabremos si el juego de espejos espeja una fantasmagoría o un auténtico reflejo. Fink se decide a recorrer el círculo, movido por la sospecha de que “el juego está determinado por una función representativa esencial” (); y por la convicción de que el carácter especular (y no meramente especulativo) de esa función representativa es “el fundamento más profundo para la analogía cosmológica de Heráclito.” (). Dicho de modo gráfico, él no ignora que el único modo de saber si la ventana se abre y deja ver algo a través suyo es abriéndola y viendo a través de ella.
4. El significado cosmológico del juego
Como anticipábamos, en el juego, particularmente en el infantil, se produce un movimiento extático del hombre hacia el mundo, toda vez que el ser humano, en la irrealidad lúdica, trasciende los límites de su situación fáctica y se proyecta hacia un horizonte en principio ilimitado, pues es el jugador quien determina los límites de ese horizonte y lo que puede aparecer en él. En este sentido, el juego re-crea la trascendencia del hombre hacia el horizonte ilimitado del mundo en el cual aparece todo lo que viene al aparecer. “En el juego se «trasciende» el hombre a sí mismo, remonta los límites fijos de la situación que lo rodea y en la cual se ha «realizado».” (). Ahora bien, ese mundo hacia el que el hombre trasciende en el ejercicio del juego, cuando se crea, crea también su propio espacio y tiempo: crea el espacio y el tiempo en el que existe todo lo que existe en el juego. En efecto, cuando comienza a jugar, el hombre puede comenzar siempre de nuevo. El mundo “irreal” del juego se halla libre de la carga del pasado y de las limitaciones que comporta. Y como el juego está libre de todo pasado y crea su presente, el futuro hacia el que él se encamine también está liberado del curso del tiempo real: en el juego todo es posible. Él, creando su propio mundo, crea a la vez su tiempo e igualmente su espacio. Nos libera de nuestra propia facticidad “sida”, como así también de los límites que el espacio situacional en el que ya siempre nos encontramos impone a nuestros movimientos. El escenario imaginario del juego puede ser una distante galaxia y nosotros viajeros espaciales. El juego, consecuentemente, “deshistoriza al hombre esencialmente histórico en medio de una apariencia ilusoria.” (). Y no puede decirse que se trata de una liberación falsa o utópica, pues “la libertad del juego es una libertad en relación con y en lo irreal.” (). Por ello, el juego implica una suerte de “irresponsabilidad retrospectiva” () originaria que vivenciamos gozosos. Por ello también, en el juego que se juega meramente por jugar llegamos a advertir “una apertura de la vida, una falta de límites, un etéreo estar suspendidos en puras posibilidades” (); lo cual forma parte esencial de la alegría extática que nos provoca la vida lúdica. He aquí, pues, los dos primeros y fundamentales significados cosmológicos del fenómeno del juego. En primer lugar, el mundo que se crea ilusoriamente al jugar recrea el cosmos, dado que éste, análogamente al mundo del juego, no se halla de antemano condicionado por nada y se determina a sí mismo en virtud del propio curso de su despliegue. El desarrollo del juego que genera el mundo del juego, es decir, la totalidad de lo que se da en el juego, resulta, pues, análoga a la totalidad del cosmos, concebido como desarrollo de un movimiento generativo que hace advenir al aparecer a todo aquello que aparece y que, haciéndolo, despliega la totalidad de lo que es. Se trata, como en el caso del juego, de un despliegue libre, incondicionado e ilimitado, pues nada hay fuera del mundo, como nada hay en el mundo irreal del juego, que, desde fuera del mundo, determine el curso de su despliegue. Este primer significado cosmológico es inescindible del segundo (por eso los hemos introducido conjuntamente), a saber: creando la totalidad de lo que es, el mundo deja emerger el tiempo y el espacio de todo. El movimiento ontogénico que todo lo hace aparecer genera a la par y de modo absolutamente concomitante el tiempo y el espacio como espacialización y temporalización de lo que viene al aparecer. El propio acaecer del mundo es la dación de todo espacio y de todo tiempo. Del mismo modo, el juego crea concomitantemente su mundo y su espacio-tiempo como despliegue de los entes imaginarios que aparecen en la irrealidad del juego. Por ello mismo puede liberarse de la carga del pasado y oscilar en puras posibilidades no predeterminadas. Ciertamente esta explicitación a través del juego de los trazos esenciales del mundo guarda una especie de “doble sentido” o, mejor aún, una suerte de bifurcación de la significación, en la medida en que se aplican al cosmos real significaciones surgidas en la irrealidad del juego. Pero ello es así porque en el juego mismo impera una duplicidad. En él se entremezclan de modo inevitable el mundo, el tiempo y el espacio reales, en los que el juego como comportamiento intramundano efectivamente se desarrolla, con el mundo, el tiempo y el espacio imaginarios del juego como escenario propio de una representación. Sin embargo, esta “irrealidad” del juego es una referencia esencial del hombre al mundo, pues “el mundo aparece (erscheint) en la apariencia (Schein) del juego: él se re-flecta (zurückscheint) en sí mismo, en la medida en que un comportamiento intramundano, aun cuando de forma irreal, adopta trazos del imperar del todo.” (). Este reflectarse del mundo en un ente intramundano que, en el juego, actúa como el mundo, se muestra como la contracara de aquello que nosotros, visto desde el lado del hombre, llamamos la trascendencia extática del hombre hacia el mundo. Porque el éxtasis lúdico del hombre hacia el mundo y la reflexión del todo del mundo en el símbolo intramundano del juego son la misma relación, es legítimo bifurcar la significación del juego y referirla también, de modo simbólico, al mundo. Por ello mismo también el juego no puede ser tratado como una temática antropológica. Es mucho más que un fenómeno del comportamiento. Es un fenómeno de rango y alcance cosmológicos.
El juego, generando un espacio y un tiempo diferente y discontinuo respecto del de la realidad fáctica en la que él se extiende, quiebra también la continuidad de las acciones vitales que responden a la intención de alcanzar un cierto fin. El juego no persigue ningún fin fuera de sí y todos los fines que él puede ponerse a lo largo de su desarrollo son inmanentes a ese desarrollo mismo. “Tiene sus fines enteramente en sí y los tiene de un modo tal que los fines internos de la acción lúdica no quedan supeditados a las aspiraciones generales y continuas de la vida.” (). El juego es falto de fines. No porque no tenga fines, ni porque las acciones lúdicas no se orienten a algo, a un cierto fin, dentro del juego, sino porque nada externo al juego puede imponerle una meta o constituir un fin suyo. El juego –sobre todo el infantil– elige a lo largo del curso de su propio mundo aparente sus fines; y estos no tienen por qué responder a ninguno de los valores, necesidades, convicciones, etc. que determinan los fines perseguidos en el mundo real. He aquí el tercer rasgo del juego en el que se refleja el mundo: el juego como un todo, al igual que el acaecer del cosmos en su totalidad, carece de fin. Ambos se despliegan porque sí. Jugamos para jugar. El mundo existe, se desarrolla y genera todo lo que es para existir, desarrollarse y generar. Es cierto que dentro del mundo podemos reconocer una multitud de aspiraciones y metas inmanentes. Tanto en el reino animal como en el vegetal existen estados de existencia a los que los individuos aspiran. Igualmente, la vida humana está caracterizada por la persecución constante de las metas ansiadas. ¿Pero tiene o persigue el mundo como un todo un fin, un télos hacia el que se encamina? Ciertamente muchas ideologías y religiones así lo afirman. Pero una afirmación tal enfrenta varios problemas. En primer lugar, en que ésta sí parece una afirmación enteramente especulativa, porque le atribuye carácter teleológico a una totalidad que al hombre nunca le es dada. En segundo, porque esa finalidad –por ejemplo, la redención– a lo sumo concierne y es pensada en relación con el mundo humano histórico y no se ve muy bien por qué y sobre qué bases debiera extrapolarse al cosmos en su totalidad. Tercero, porque tales especulaciones, que asignan un fin a la totalidad del ser, se ven forzadas a nuevas especulaciones ad hoc para poder justificar el sentido de las hecatombes cósmicas que amenazan y de las catástrofes históricas que repetidamente desmienten esa presunta redención hacia la que el cosmos todo estaría dirigiéndose. Para Fink, la inmensa significación cosmológica del nihilismo contemporáneo radica en atenerse no sólo al hecho de que un presunto fin total del mundo nos es y nos será por siempre desconocido (porque el todo del mundo no se da), sino al dato concreto, testimoniado tanto por los desastres cósmicos como por los holocaustos humanos, de que en él parece reinar una extraña falta de finalidad. Escribe el autor ():
El mundo ya no es considerado como el transcurso temporal para la revelación de un Dios, ni como el desenvolvimiento de la razón en él encerrada, ni como la historia del Espíritu que se comprende a sí mismo, ni como ninguna otra concepción escatológica, sea ésta la que fuese. El mundo es en sí falto de fines, no tiene ningún valor y permanece fuera de cualquier consideración moral, está más allá del bien y del mal.
Sin perseguir él fin ninguno, el cosmos, al igual que el mundo irreal del juego, engloba y hace posible las vías a través de las cuales se persiguen en él las más variadas metas. Sin responder él a valor ninguno, deja emerger en él entes y conductas que pueden ser graduados y valorados según distintas escalas. El mundo despeja el espacio, el tiempo y las condiciones para que el ser de las cosas se cargue de sentido finalidad y valor. Pero el cosmos en su totalidad está más allá del sentido, la finalidad y el valor que imperan entre los entes intramundanos. Esta falta de finalidad es el tercer aspecto del mundo que se refleja en el fenómeno fundamental del juego.
Así como carece de fines, tampoco tiene fundamentos. No sólo no se juega para nada, sino que se juega por nada, por la pura alegría de jugar, sin que nada nos obligue a ello. Sin embargo, todo juego, para poder jugarse, debe desarrollar, dentro de sí mismo, algún tipo de legalidad, de reglas cumplidas por los jugadores. Ellas no son externas ni impuestas, sino que el juego es quien se las da a sí mismas. Esta falta de fundamento del juego como tal constituye un cuarto aspecto del reflectarse del mundo en él y, consecuentemente, una cuarta significación cosmológica del fenómeno, un cuarto modo de la cosmo-morfización del juego. En efecto, todo en el mundo tiene un fundamento, pero el mundo en sí mismo, el que haya mundo y no nada, no tiene fundamento alguno. Él es el proto-fundamento de todo (Urgrund), pero en sí mismo es sin fundamento (grundlos). Su falta de fundamento está a la base del continuo estar fundado de todos los estados de cosas y procesos intramundanos. Y ello porque tales estados y procesos se rigen por las leyes de la naturaleza que fundan lo intramundano, pero no al mundo, toda vez que ellas surgen con el acaecer o emergencia del todo. En suma, en el hecho de que el juego no tenga fundamento se reflecta la falta de fundamento del mundo, que no puede ser pensado más allá de una unicidad o singularidad originaria (Einzigkeit) que eclosiona como movimiento ontogénico. Y en el hecho de que el juego, en su despliegue, cree las “leyes” por las que el propio juego se regula, se reflecta la concomitancia entre la eclosión que hace emerger (aparecer) a los entes y el surgimiento, inmanente a dicha eclosión, del conjunto de leyes que rigen todo los por qué y las relaciones entre los entes. El mundo y el juego son sin fundamento y sin fin alguno. Sin por qué ni para qué. Pero son también el seno que guarda todos los por y para qué de lo que en ellos se desarrolla.
A las cuatro señaladas, se suma una quinta significación cosmológica (que no es sino una suerte de corolario de las anteriores) del juego, a saber, su carácter omni-abarcante u omni-comprensivo. El juego manifiesta la capacidad de re-presentar y, de ese modo, hacer aparecer en el mundo ilusorio que en él se despliega a todo ente y a todo posible comportamiento de un ente. En el juego, en tanto representación libre de un mundo irreal, absolutamente todo puede ser representado. En él puedo simular tanto el nacimiento como la muerte, la guerra como el amor, el trabajo como el sueño; puedo representar el juego como si estuviera ocurriendo en este tiempo o me puedo trasladar a un pasado remoto y moverme entre dinosaurios. Puedo también jugar en un ilusorio futuro distante y recorrer el universo con una nave intergaláctica. Todo, absolutamente, puede ser representado en el modo de la apariencia (Schein); todo puede ser un juguete o una materia del juego. Incluso el propio jugador podría estar representado en el juego, porque el juego se reduplica y yo puedo jugar a que en el juego estoy jugando un juego. En el carácter omniabarcante del juego se reflecta simbólicamente el carácter omniabarcante del mundo que, como movimiento ontogénico de individuación de todo lo que es, comprehende e incluye a todos los seres.
Finalmente, en un sexto y último sentido (que también es un corolario de los precedentes) el juego refleja el mundo. observa con entera justicia que el ejercicio de la vida lúdica deviene “un trato con posibilidades que antes que ser encontradas son inventadas.” Igualmente, el mundo “inventa” sus propias posibilidades, al punto que puede decirse que el acontecer del mundo no tiene otro sentido ni otro fin que realizar las propias posibilidades de ser que él mismo genera.
La generación de una totalidad incondicionada e ilimitada; la ejecución de tiempo y espacio como despliegue de esa totalidad; el ser un fenómeno infundado que alberga todos los fundamentos de lo que en su horizonte pueda encontrarse; el carecer de fin pero proporcionar y resguardar todo los fines de lo que en él sucede; el ser omniabarcante y el tener la capacidad de “inventar” las propias posibilidades de su ser son, entonces, los aspectos a través de los cuales el mundo se refleja en el juego y, concomitantemente, el juego simboliza el mundo. Y el hecho de que el mundo del juego pueda acontecer como símbolo del mundo cósmico no es sino el testimonio de que somos seres abiertos al mundo. En efecto, porque somos seres abiertos al mundo y porque en esta apertura poseemos un saber preconceptual y fragmentario del imperar del mundo, podemos recrear el mundo tal cual lo recreamos en el mundo aparente del juego. “Porque él es «mundano», es el hombre un jugador.” (). Y porque el juego, como el hombre que lo practica, es cosmo-mórfico, puede él simbolizar el mundo y ser un modelo operativo para aludir a lo que no se muestra, para decir, aunque sea fragmentariamente, lo indecible.
5. Conmoción religiosa y alegría de ser
5.1 Proyección: la dimensión religiosa del juego
Me pregunto si desde esta experiencia del sentido cosmológico fragmentario del juego, explicitada por Fink, se puede proyectar alguna dimensión religiosa. En principio – y si nos atenemos a algunos textos de Fink– una respuesta afirmativa pareciera difícil de sostenerse. De hecho, en Spielals Weltsymbol, afirma explícitamente que “el juego del mundo no puede ser el juego de un poder personal.” Y ello porque en el concepto de persona está incluida necesariamente la relación a sí misma, que distingue al ente personal de todos los demás entes. En consecuencia, por poderosa que ella fuese, una persona no incluye en sí el poder que se manifiesta en el todo. “Ella, en un sentido estricto, no puede ser pensada, como poderío-del-todo, como poderosa en el modo del todo, porque la relación a sí misma representa una de-limitación frente a lo otro que sí.” (). La misma idea es refrendada en :
Si el imperar del mundo es asido a través del concepto de juego (…), entonces quedan desterradas las categorías que introducen en y para el acontecer del mundo un sentido global, ya sea que se conciba al mundo como un escenario creado por Dios para la historia de la salvación o como la obra de un nous demiúrgico rector.
Resulta, pues, claro, que, para Fink, la experiencia comprensiva del sentido cosmológico del mundo, abierta por el fenómeno del juego, no sería compatible con la fe en un Dios personal y creador. Incluso, nuevamente en Spiel als Weltsymbol, Fink imputa a la estructura onto-teológica de la metafísica, que hace depender el mundo de un ente supremo, el hecho de que no pueda verse el juego cultual (Kultspiel) como una escenificación de la relación del hombre con el imperar del mundo y se transfiera y atribuya a Dios las características propias de este imperar. “El carácter teológico de la metafísica ha oscurecido y ocultado crecientemente la relación de la humanidad con el mundo.” (). En efecto, características tales como hacer ser a tiempo y espacio; hacer aparecer y desaparecer a todo lo que viene al ser y de él se retira; generar y terminar con la vida; no tener fundamento ni fin fuera de sí, pero a todo darle fin y fundamento; sobre todo regir y a todo darle figura, orden, momento y lugar; son, en realidad, características propias de la relación del mundo con el hombre, cuyo poder trascendente él experimenta y del cual depende por completo. Ellas son escenificadas en el juego cultual y atribuidas a personificaciones divinas del poder del mundo que, en los cultos paganos, juegan con los hombres y su destino. Sin embargo, “la verdad del juego de los dioses es el juego del mundo.” (). La metafísica onto-teológica habría separado a la persona de aquello que se personifica a través de ella, la habría vuelto autónoma respecto del mundo, le habría concedido el poder del mundo y ocultado, así, el juego del mundo, convirtiéndolo a éste en un escenario creado por Dios para revelarse y redimir al hombre.
En este contexto hermenéutico propuesto por Fink resulta imposible que converjan de algún modo su visión del juego del mundo y las concepciones religiosas judeocristianas. ¿Significa ello que la experiencia de la significación cosmológica del juego esté privada de toda significación religiosa? No lo creo así. Tampoco lo cree el propio , para quien “el culto, el mito y la religión tienen (…) profundas raíces en el fenómeno existencial del juego.” ¿Cuál es, entonces, la significación religiosa de este fenómeno fundamental que nos abre al mundo y a su significado cosmológico? Permítaseme, a continuación, y para ampliar estos análisis, consignar, sin pretensión de ser exhaustivo, dos experiencias abiertas por el juego que me parece que alcanzan una genuina dimensión religiosa – son la experiencia de la con-moción y la de la alegría.
5.2 Ampliación: las experiencias de la conmoción religiosa y la alegría de ser
El juego, según vimos, nos abre al imperar del mundo. Él nos vuelve a ligar (re-liga) con el fundamento último, originario y originante, que es tanto el seno del que emerge y se nutre todo aquello que llega a ser, cuanto la tumba en la que se alberga todo lo que deja de ser. Él nos abre a aquel movimiento o conatus generativo que atraviesa el universo todo y a nosotros mismos, en cuanto hace posible nuestra propia existencia y abre el horizonte de posibilidades a través del cual ella se despliega. Así comprendido, bien puede decirse que el juego nos re-liga a lo divino. Lo divino –afirmaba Patoçka– es un término riesgoso “que puede servir a aquellos que nos reprochan no hacer filosofía, sino teología disfrazada, un reemplazo de la religión.” (). Pero apelar a él no es ningún intento subrepticio de introducir la teología o la fe en la filosofía, si nos percatamos de que, con semejante término, no nos referimos a ninguna revelación positiva determinada, ni tampoco a una divinización mística del mundo, cual si éste fuera una cosa o una persona idolatrable. Con religarse a lo divino a través de la experiencia del significado cosmológico del juego mentamos simplemente el sentirnos con-movidos por aquello que domina todo, que a todo sustenta y que traspasa el universo entero cual impulso creativo que mueve a realizar la infinita riqueza del ser. Lo divino, así comprendido, no es el universo como sumatoria de las cosas que hay en él –no hay aquí ninguna cosificación idolátrica de lo divino–, sino “el Misterio” de que haya un único universo con su infinita y multiforme riqueza y de que en el universo haya también un ser –hasta donde sabemos el hombre– que pueda conmoverse ante el Misterio. Se trata del Misterio que se mantiene cerrado (verschlossen) en sí mismo y a la vez abierto (aufgeschlossen) en los seres que aparecen y en el orden cósmico que configuran. Y se trata de conmoción en un doble sentido. Primero en el de la conmoción como el estremecimiento que nos envuelve cando nos volvemos a vincular con la infinitud y el poder inconmensurable del todo. Es el temple que nos embarga, por excelencia, ante la vista del cielo estrellado. Pero se trata, también, de la con-mocíón (en el sentido literal de “moverse con”) que surge cuando experimentamos nuestro existir ligado a ese movimiento del mundo y vivenciamos que nos estamos moviendo con él y formamos parte de su juego. Es la conmoción que nos inunda cuando nos sentimos com-penetrados con el movimiento que el mundo es y cuando, concomitantemente, re-conocemos que las posibilidades, a través de las cuales cumplimos nuestro propio movimiento, llamado existencia, emergen también desde el horizonte del movimiento del mundo. Como conmoción, es decir, como el temple surgido a la vez del estremecimiento ante el poder del Misterio y del sentirse compenetrado con y parte del movimiento que ese Misterio desencadena adquiere la experiencia del significado cosmológico del juego su genuina dimensión religiosa.
Pero no sólo a partir de la significación cosmológica por él abierta, sino en su propio ejercicio transluce la actividad lúdica una significación religiosa. Me atengo aquí a un tipo particular de juego que ejemplifica del modo más puro posible la esencia desinteresada del fenómeno: el infantil, el juego ingenuo del niño que juguetea feliz, sin intención de ganar o competir ni de alcanzar un rendimiento o logro estético en función del rol que asume en una escenificación. Este modo de juego, más que cualquier otro, no persigue fin alguno fuera de sí. ¿Significa ello que carezca absolutamente de fin? No lo pienso así. El niño, aunque lo haga inconscientemente, juega para jugar, para experimentar la alegría de jugar. Si tenemos en cuenta, además, que, jugando, los pequeños, sin proponérselo explícitamente, desarrollan y ejecutan sus potencialidades vitales, bien podemos concluir que la alegría de jugar implica la alegría de poder ser, de poder realizar en el mundo la propia vida. Dicho de otro modo, en el juego implícitamente se festeja el haber venido al mundo y las posibilidades de ser en él que el mundo nos ofrece. Éste pareciera ser el fin infundado, porque la alegría es un fin en sí misma y no necesita fundarse en nada para serlo, que se transparenta en el juego infantil. Me pregunto si este sentimiento de la alegría de estar vivo y de poder ser, de poder desplegar las potencialidades que crecen en nosotros, no implica, en el fondo, una profunda confianza en el Misterio del mundo y no guarda en sí, también, un profundo significado religioso. La respuesta a esta pregunta bien podría ser afirmativa si advertimos que esa infantil alegría de poder ser nos re-liga con y nos re-mite al acontecer mismo del universo, que no es otra cosa que la generación y despliegue de posibilidades de ser. En la alegría de un niño que sale a corretear por el campo y a jugar con ramas y guijarros quizás se revele el significado más originario del cosmos. ¿Y no es acaso la revelación del sentido último de todo lo que es una experiencia religiosa?
6. Conclusiones
Las reflexiones precedentes nos llevan a concluir que el fenómeno del juego, ciertamente, puede aludir al mundo y ofrecernos una suerte de prefiguración (Vorbild) suya; lo cual no significa (como advertíamos más arriba) que ofrezca una mera copia reproductiva (Nachbild) del universo. La prefiguración y el modelo operativo tienen sus límites. El mundo del juego no es el juego del mundo. El símbolo del juego pone en evidencia, por contraposición, dos diferencias esenciales entre el mundo cósmico y el lúdico. En primer lugar, el juego del mundo no es una apariencia en la que se mezclan realidad y ficción, sino un movimiento de aparición universal del ente. El mundo juega, pero no lo hace escenificando una irrealidad. Él no pone en juego una “apariencia”, sino que genera conjuntamente todas las realidades que llegan a aparecer y el espacio-tiempo que despliega ese aparecer mismo. Como así también obra la desaparición, corrupción y muerte de todo lo que aparece. Él es tanto el regazo en el que nace lo que es, como su tumba. Vida y muerte no son aquí un juego ni una representación teatral. Acontecen de verdad. Ellas marcan el ritmo del mundo, cuyo escenario no es otro que la realidad efectiva misma. Por ello mismo tiene razón Patoçka cuando, en una carta dirigida a Susan Fink el 23.12.1976, advierte que, en el caso de su esposo, el mundo no es ni un concepto lógico, ni uno existenciario como en Ser y tiempo. Por el contrario, “mundo es aquí un concepto ontológico en un nuevo sentido” (), precisamente en el sentido cosmológico de un movimiento ontogénico universal de individuación, temporalización y espaciación. Como tal, el mundo, sin “ocupar” él un “lugar” en el espacio ni en el tiempo ni tener fundamento ni fin, mantiene abierto los espacios y los tiempos para el carácter fundado, teleológico, pleno de sentido y valioso del ser de los entes. Este mantener abierto es precisamente el imperar del mundo en el ente que se ve reflejado por antonomasia en el modo en que el juego rige sobre aquello que en él se recrea. Por ello mismo en el juego de los hombres relucen los rasgos fundamentales del mundo. Por ello también tanto el juego puede resultar un “modelo operativo”, es decir, una vía de comprensión para el modo de acaecer del mundo.
Pero, además de esta diferencia entre apariencia y aparición, hay un segundo sentido en el que se diferencian el mundo del juego del juego del mundo. En el juego siempre hay un jugador que juega el juego, mientras que el juego del mundo es un juego sin jugador, un juego que se juega a sí mismo y donde todo y todos somos juguetes del cosmos. El mundo juega, pero no lo hace como una persona, sino que su juego “es el juego de nadie.” (). No es ninguna persona la que hace que el mundo juegue, sino el juego del mundo lo que hace que haya personas. El símbolo del juego se quiebra, entonces, y muestra su carácter fragmentario y derivado como analogía cósmica “cuando nos ceñimos a la personalidad de un jugador y a la apariencia del mundo del juego.” (). Por ello, el juego humano sólo en un sentido quebrado o fragmentario puede operar como modelo de comprensión del cosmos; y es por ello también que sólo desde una analogía incompleta y fracturada podamos hablar del juego del mundo.
Finalmente, cabe destacar que esta analogía incompleta y fracturada, nos ofrece, sin embargo, una vía de acceso y nos elucida una dimensión significativa del mundo que permanece cerrada para su comprensión cósica, a saber, aquello que hemos llamado, siguiendo a Fink, el “imperar del mundo”. Sólo comprendiendo que el mundo, como el juego, no es algo que impera, sino el imperar mismo que configura y dota de significado a los algos, el pensamiento puede acceder o, mejor aún, dejarse conmover por su estar ligado a aquello que rige sobre todas las cosas y a todas deja ser. Dicho en otros términos, sobre la base de la analogía propuesta por Fink, el pensamiento puede experimentar la conmoción religiosa ante lo Divino, a lo cual el hombre como ser del mundo se halla originariamente ligado. Asimismo, ella también le deja advertir al hombre que el modo en que él experimenta la actualización de esta relación originaria es, en última instancia, la alegría –siempre incompleta y fracturada como la propia analogía– de que le haya sido dada la posibilidad de venir al ser, de desarrollar sus posibilidades, recreando, así, el mundo, y de experimentar las renovadas formas a través de las cuales no cesa de florecer el universo.
Notas
[1] Así, por ejemplo, ya en un texto de 1931, dirige la siguiente crítica a la fenomenología husserliana: “El concepto de «mundo» de Husserl es «filosófico-reflexivo» y, además de ello, orientado al ente intramundano.”
[2] Los desarrollos cosmológicos de la idea del mundo los encontramos, ante todo, en los siguientes tomos de las obras completas: ; y E. Fink, Gesamtausgabe II/5, Sein und Endlichkeit, Freiburg/München, Alber, 2016.
[5] Se debe aquí tener constantemente en cuenta que la palabra alemana para juego (Spiel) está incluida en la idea de representación teatral (Schauspiel). De acuerdo con ello, Fink subsume la obra teatral en la categoría de juego, a saber, ella sería aquel juego (Spiel) que está destinado a la visión (Schau). Igualmente, el culto, en tanto representación sensible en la realidad de una dimensión que trasciende esa realidad, es también el escenario de un juego: el de la representación cultual (Kultspiel).
[6] “Der Weltlauf ist ein spielendes Kind, das hin und her die Brettsteine setzt, ist in Königsreich des Kindes.” En la traducción de Mondolfo el fragmento reza: “El evo (aion) es un niño que juega y desplaza los dados; de un niño es el reino” ().
[7] Fink observa que la palabra griega aion significa originariamente y de modo prefilosófico el curso de la vida de un hombre, el tiempo de vida con todo su contenido. Heráclito, haciendo uso de este significado originario de aion como el curso entero del tiempo, habría, según Fink, utilizado el término para denominar el curso del mundo, que es aquello que origina el entero devenir del tiempo con todo el contenido que en él transcurre. Para justificar su traducción, Fink recuerda el Fragmento 30 en el que el mundo o cosmos es comprendido como fuego y el fuego como lo eternamente viviente, como lo que siempre fue, es y será, es decir, como el aion que contienen todos los aiones. (Cf. ).
[8] Para Fink, el tiempo no es nunca una magnitud vacía en la que se extiende el mundo ni una forma pura de la sensibilidad, sino que, el tiempo acontece como el curso mismo del mundo. Este curso, generando lo que es, genera también el tiempo como despliegue (movimiento) del ser de lo que es y de las relaciones entre todo aquello que es. En este sentido, Fink también recuerda a Heráclito, que, en el fragmento 30, alude, como vimos en la nota anterior, al cosmos como fuego. Del tiempo propio de este cosmos-fuego afirma Fink: “El tiempo que el fuego permite, al asignar el tiempo a las cosas, no es una mera forma temporal vacía ni un medio separado de su contenido, sino, en cierto modo, el tiempo con su contenido.” ().
[9] Este reflejar del juego como espejo no es el reflejo de algo dado, no es una copia reproductiva (Nachbild), porque el mundo como tal no nos está dado, sino una imagen o modelo anticipativo (Vorbild) en el que se pre-figuran ciertos rasgos de algo que no puede llegar a ser reflejado por completo. Fink se pregunta si todo juego de reflejos es una copia y nada más, o si hay un modo más originario que sería el propio de la imagen que ofrece el juego como espejo. Y responde (): “En todo proyecto creativo se da un juego de modelos prefigurantes y, con él, una imagen especular que no es una copia de algo dado, sino la misteriosa imagen de algo posible en cada momento.”
[10] Recordemos que, para Fink, el culto (Kult) a Dios o los dioses es también un modo de juego (Spiel), a saber, aquel juego que, a través de las prácticas cultuales, representa y escenifica el poder divino y la relación entre ese poder y el hombre. Por ello mismo lo llama juego cultual o juego del culto (Kultspiel).
[11] No deja de ser significativo que esta distinción entre el juego que se rige por reglas y que se juega para ganar y el juego que se juega por el puro placer de jugar se vea reflejada a veces en el lenguaje. Así, el noruego tiene dos palabras para el verbo jugar: spille que significa jugar un juego con reglas y también (como el alemán spielen) protagonizar un rol y leke que podríamos traducir, quizás, por “juguetear” y que mienta el juego del niño que no tiene regla alguna, que no pretende alcanzar la representación lograda de un papel y que carece, por tanto, de la voluntad de ganar o competir. Sin embargo, ello no significa que jugar en el sentido de leke no sirva para nada. Sirve para que el niño descubra, despliegue y realice sus potencialidades vitales. Aquí, cuando hablamos de la alegría de ser como sentido religioso del juego, tenemos en vista la actividad lúdica en el sentido de leke y no tanto de spille.