Resumo
El presente artículo plantea la hipótesis de que la aparición del hiperrealismo en la cultura -la búsqueda de la plasmación exacta de la realidad en las obras culturales, ayudadas por las nuevas técnicas de reproducción- ha suprimido la labor propia de la cultura: otorgar al ser humano la capacidad para imaginar realidades alternativas. Con el objetivo de fundamentar esta hipótesis, recorreremos tanto los planteamientos de Arthur Danto y Mark Fisher como los de Adorno y Marcuse, todos ellos denunciantes de la cerrazón de nuestra instancia crítica y la incapacidad de nuestra instancia política. Finalmente, daremos nuestra propia opinión respecto a la actualidad de la hipótesis.
Palabras chave
EL HIPERREALISMO EN LA CULTURA COMO IMPOSIBILIDAD DE CAMBIO EN LA POLÍTICA: LA INCAPACIDAD PARA IMAGINAR FUTUROS ALTERNATIVOS ANALIZADA A TRAVÉS DE DANTO, FISHER Y LA ESCUELA DE FRANKFURT
Sheila López Pérez
EL HIPERREALISMO EN LA CULTURA COMO IMPOSIBILIDAD DE CAMBIO EN LA POLÍTICA: LA INCAPACIDAD PARA IMAGINAR FUTUROS ALTERNATIVOS ANALIZADA A TRAVÉS DE DANTO, FISHER Y LA ESCUELA DE FRANKFURT
Agora. Papeles de Filosofía, vol. 41, núm. 2, 2022
Universidade de Santiago de Compostela
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Recibido: 30/11/2021
Aceptado: 21/02/2022
Resumen: El presente artículo plantea la hipótesis de que la aparición del hiperrealismo en la cultura –la búsqueda de la plasmación exacta de la realidad en las obras culturales, ayudadas por las nuevas técnicas de reproducción– ha suprimido la labor propia de la cultura: otorgar al ser humano la capacidad para imaginar realidades alternativas. Con el objetivo de fundamentar esta hipótesis, recorreremos tanto los planteamientos de Arthur Danto y Mark Fisher como los de Adorno y Marcuse, todos ellos denunciantes de la cerrazón de nuestra instancia crítica y la consecuente incapacitación de nuestra instancia política. Finalmente, daremos nuestra propia opinión respecto a la actualidad de dicha hipótesis.
Palabras clave: Escuela de Frankfurt; cultura; hiperrealismo; alternativa; arte.
Abstract: This article proposes the hypothesis that the appearance of hyperrealism in culture –the search for the exact representation of reality in cultural works, aided by new reproduction techniques– has suppressed the work of culture: to grant being human ability to imagine alternative realities. In order to substantiate this hypothesis, we will go through both the approaches of Arthur Danto and Mark Fisher as well as those of Adorno and Marcuse, all of them denouncing the closedness of our critical instance and the consequent incapacitation of our political instance. Finally, we will give our own opinion regarding the validity of the hypothesis.
Keywords: Frankfurt School; culture; hyperrealism; alternative; art.
Introducción
Cuando se habla del fin de la historia, del fin del arte, del fin de la política, etc., se está haciendo alusión a un hecho específico: a que, a partir de cierto momento histórico, esos relatos viraron por completo la trayectoria que habían venido recorriendo históricamente. El “fin” de dichos relatos no hace alusión a su desaparición: hace alusión a la total transmutación de su identidad, o lo que es lo mismo, a la total transmutación de su actividad en sociedad.
Si aceptamos que se ha producido un viraje histórico en estos relatos durante el siglo XX, debemos preguntarnos por sus causas, por su repercusión en sociedad y por su efecto en los individuos. El presente artículo se centra en la relación del fin del arte con la que trataremos como su repercusión, el fin de la política. Con este objetivo, buscaremos fundamentar la hipótesis de que el fin del arte como actividad –esto es, la conversión de las obras culturales en mercancías simplificadas y finiquitadas que no necesitan de ser interpretadas, en vez de erigirse como narraciones complejas y desafiantes que despiertan el intelecto– conlleva el fin de nuestra instancia crítica y, por tanto, el fin de nuestra instancia política.
Dividiremos el artículo en cinco apartados: en el primero plantearemos el estado de la cuestión, abordando el concepto de cultura a partir de la Escuela de Frankfurt. Así, distinguiremos entre cultura profunda, provocadora, compleja y cultura hiperrealista, desubstancializada y simplificadora. Esta distinción será crucial para el desarrollo del artículo. En el segundo apartado nos introduciremos en el llamado “final del arte” planteado por Danto, y contextualizaremos el nacimiento del hiperrealismo. En el tercer apartado trataremos, a través de Fisher, la cultura hiperrealista, desubstancializada y simplificadora aludiendo a su ausencia de novedad, y rescataremos la famosa frase ‘No hay alternativa’ para trasladar la ausencia de novedad en el ámbito artístico a la ausencia de novedad en el ámbito político. En el cuarto apartado, subdividido a su vez en tres apartados, atravesaremos la crítica cultural de Marcuse y desembocaremos en la posibilidad de un nuevo sujeto revolucionario, revolucionado por la propia cultura. En el quinto y último apartado recogeremos las conclusiones del estudio teórico de los cuatro primeros apartados y aventuraremos, desde una lectura personal de dicho estudio teórico, las repercusiones de estas conclusiones en la actualidad, traduciendo el hiperrealismo y su falta de alternativas a la virtualidad.
1. Estado de la cuestión
Theodor Adorno, en su Cultura y administración, escribía: “La cultura, como aquello que apunta más allá del sistema de conservación de la especie, incluye un momento de crítica frente a todo lo existente, todas las instituciones” (Adorno, 1979: 61). Con esta afirmación, Adorno buscaba apuntar a que la cultura, ya en su época, se estaba alejando de la labor que históricamente había ostentado: la de ir más allá de lo existente apelando a otra realidad posible, a un Otro alternativo, al espacio entre lo que es y lo que debería ser. Para el de Frankfurt, toda obra cultural que plasmase un eco acrítico de la realidad constituía tanto el motor de su perpetuación como la naturalización de su existencia.
La cultura, a ojos de Adorno –y de toda la Escuela de Frankfurt, si bien Adorno y Marcuse fueron los que lo trataron con mayor asiduidad y profundidad–, estaba siendo vaciada –lo que de ahora en adelante denominaremos desubstancializada1– de la profundidad que un día contuvo. Las obras culturales estaban siendo despojadas de su contenido grave, provocador y sobre sobre todo transformador. Estas obras ya no proyectaban una historia en transición, inacabada y problemática –lo que a sus ojos debían plasmar las obras culturales– sino que presentaban, ya en su época –primera mitad del siglo XX, consolidación de la cultura de masas–, historias cerradas, simplificadas y constituidas por unos elementos que, además de llevarnos a un fin justificador, nos reconciliaban con la realidad. Así, la cultura estaba deshaciéndose de la labor que siempre le había caracterizado y que legitimaba su existencia: la de proyectar alternativas al mundo dado. Así lo explicaba Adorno en su Teoría estética: “La pregunta sobre lo que el arte fue en otro tiempo se vuelve punzante. Las obras de arte salían del mundo empírico y creaban otro mundo con esencia propia y contrapuesto al primero, como si este nuevo mundo tuviera consistencia ontológica” (Adorno, 1969: 2).
El problema de las obras culturales actuales, dirán los de Frankfurt, no es la simpleza de sus historias. El problema es que presentan esas historias como si fueran la realidad, o más concretamente, como si la narratividad que subyace a dichas historias fuese una copia hiperrealista de la narratividad que subyace a la realidad, con la cerrazón de alternativas que eso implica. Su teleología –su sentido inmanente, que es revelado al final justificando todo lo que ha ocurrido durante la historia–, su efecto reconciliador –con unos elementos tan fáciles de digerir que, sin necesidad de interpretarlos, hacen que el espectador se identifique espontáneamente con ellos– y su lógica formal y positivista –pues hacen referencia a una realidad cerrada, con unos elementos delimitados y con unas conclusiones deducibles– hacen de las obras de la cultura de masas el mejor baluarte del status quo, y el mayor enemigo del cambio social.
La lógica unidimensional de estas obras ha seguido subyaciendo a las obras culturales hasta la época actual. En la actualidad, las obras culturales no presentan un relato irresoluto e irresoluble que nos hace problematizar la realidad, sino que presentan un eco unidimensional e infinito de la propia realidad existente. Un eco que ni siquiera es realista, sino que está decorado hasta su mistificación. Con esta mistificación de lo que ya hay y su reproducción en sus más variadas formas, la posibilidad de imaginar futuros alternativos sustancialmente diferentes queda mermada a la par que nuestra capacidad crítica, y nuestra capacidad política –esto es, nuestra capacidad para materializar esos futuros alternativos– también.
Aquel arte capaz de provocar distancia, sospecha y confrontación con lo existente, aquel espacio que provocaba una ruptura de pensamiento con lo naturalizado, ha devenido su antítesis: un catalizador de imágenes hiperrealistas de lo que ya hay, una maquinaria de reproducción de lo establecido, un torrente de imágenes mejor sintonizadas, más coloridas, con mayor saturación y con mejores enfoques de una realidad que, en muchas ocasiones, es lo contrario a su decorado. Estas imágenes, con su magnificencia, nos desvían de lo importante: que no hay nada detrás de ellas. Solo hay imagen. Así lo sentenciaba Adorno: “Los clichés del resplandor de reconciliación que el arte hace irradiar sobre la realidad son repulsivos; constituyen la parodia de un concepto del arte, un tanto enfático, por medio de una idea que procede del arsenal burgués” (Adorno, 1969: 2)
La mistificación y fetichización de lo que ya hay, su proyección como una realidad cerrada y completada, es lo que Walter Benjamin denunciaba en su famosa cita: “La humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético” (Benjamin, 1973: 57). Max Horkheimer, por su parte, lo describía de la siguiente manera:
Para resumir en una sola frase la tendencia inmanente a la ideología de la cultura de masas, sería necesario representarla en una parodia del dicho “Conviértete en lo que eres”, como duplicación y justificación ultravalidadora de la situación ya existente, lo cual destruiría toda perspectiva de trascendencia y de crítica (Horkheimer, 1969: 204)
La realidad, terreno carente de ideología y disponible para la cultivación de aquellas, es frecuentemente colmada de imágenes hiperrealistas que imbuyen su fertilidad de algún logos específico. El peligro de esto es que dicho logos, lejos de presentarse como una alternativa con la que leer la realidad, se presenta como la única forma de hacerlo. Una alternativa que, al dejar de serlo, se convierte en ideología.
Así, la realidad es constantemente sustituida por ideologías autopresentadas como realidad. El resultado de esto es que la realidad, campo abierto y en constante transformación, se convierte en un reino metafísico, en un reino cuyo peligro no consiste simple y llanamente en la distancia entre él y otro mundo posible, sino en imposibilitar otro mundo posible al imposibilitar su pensamiento. Presentar lo que ya hay como continente de toda alternativa es el resultado de dicho proceso.
2. Arthur Danto y el final del arte
Arthur Danto, en su El final del arte, describía la sociedad técnica y el hiperrealismo nacido con ella como la imposibilidad definitiva de toda distancia entre ser y deber ser, entre lo existente y lo posible, entre aquello que se necesitaba cambiar y el final al que se pretendía llegar. La posibilidad de lo cualitativamente diferente, dice Danto, concluye con la aparición del hiperrealismo en las imágenes, ayudadas por las nuevas técnicas de reproducción: a partir de este momento solo importa cómo de hiperrealistamente se duplique la realidad.
Danto señala que tanto la historia del arte como la de la ciencia se han basado en la persecución de “la progresiva disminución de la distancia entre representación y realidad” (Danto, 1995: 4). El objetivo final de este proceso, describe, consistió en lograr mostrarlo todo, en desvelar la realidad tal cual era, en exponerla sin necesidad de interpretaciones ni mediaciones humanas, manifestación del signo objetivista de la sociedad occidental2. En palabras del propio Danto:
Siempre ha sido posible imaginar, al menos grosso modo, el futuro del arte construido en términos de progreso de la representación […] Los visionarios podían afirmar que algún día las imágenes se moverían sin saber cómo se iba a lograr que se movieran. Pero posteriormente —y ésta ha sido la principal razón para poner en cuestión toda la teoría— sería posible hablar del fin del arte, al menos como disciplina progresiva. En el momento en que pudiera generarse técnicamente un equivalente para cada modalidad perceptiva, el arte habría llegado a su fin, del mismo modo que la ciencia llegaría a su fin si, como se creía posible en el siglo XIX, todo se conociera (Danto, 1995: 9)
Con el nacimiento de las nuevas tecnologías, capaces de crear copias de aquello que buscan representar, ocurrió algo para lo que no se tenía solución: que el arte –campo capaz de ampliar el pensamiento de aquel que lo contemplaba– dejó de ser arte y se convirtió en producto, en mercancía estética sin función. Se redujo a ser una mímesis total –aquí radica el nacimiento de los indiscernibles– de aquello a lo que refería, convirtiéndose en una representación que dejaba de serlo y erradicando el espacio entre lo que es y lo que debería ser. El espacio de interpretación que el arte no mimético prometía –así como la reflexión crítica que este necesitaba para ser interpretado– se evaporó.
Una vez nacieron los indiscernibles, una vez la obra de arte fue idéntica a los objetos que representaba, la función que el arte había desempeñado históricamente transmutó. Se llegó al final del arte, tal y como este se había conocido hasta el momento. El arte, según Danto, cruzó el límite y llegó a mimetizarse con la realidad, por lo que, al no ser ya una cosa diferente a la realidad existente, su función de ofrecer realidades alternativas desapareció. Así lo sentenciaba el estadounidense: “El arte ha muerto. Sus movimientos actuales no reflejan la menor vitalidad; ni siquiera muestran las agónicas convulsiones que preceden a la muerte; no son más que las mecánicas acciones reflejas de un cadáver sometido a una fuerza galvánica” (Danto, 1995: 1).
Para Danto, la pregunta ante esta cerrazón del arte se reducía en última instancia a lo siguiente: ¿aparecerá una actividad equivalente a la que ha ejercido hasta ahora el arte, una vez se acepte que este, con la aparición de una técnica capaz de duplicar la realidad, ha quedado sin función? ¿Se aceptará que la labor del arte como despertador de nuestra instancia crítica ha quedado obsoleta? Danto ofrece su propia opinión: “El estadio histórico del arte finaliza cuando se sabe lo que es el arte y lo que significa. Los artistas han dejado el camino abierto para la filosofía, y ha llegado el momento de dejar definitivamente la tarea en manos de los filósofos” (Danto, 1995: 17).
3. Mark Fisher y el “No hay alternativa”
Mark Fisher criticó la ausencia de alternativas de lo que él denominó realismo capitalista. Según el británico, el logro del capitalismo había sido conseguir autopresentarse como el único sistema viable, siendo el eslogan del neoliberalismo –pronunciado por Margaret Thatcher– su mayor exposición: “There is no alternative” (No hay alternativa).
El peligro de esta afirmación, según Fisher y tal y como veníamos exponiendo, no es solo que el capitalismo se presente a sí mismo como la única alternativa posible, sino que nosotros seamos incapaces de imaginarle otra. En su Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, el británico plantea: “¿Cuánto tiempo puede subsistir una cultura sin el aporte de lo nuevo? ¿Qué ocurre cuando los jóvenes ya no son capaces de producir sorpresas?” (Fisher, 2009: 13). De esta manera, Fisher apuntaba a dos cosas: por un lado, a la ausencia de nueva cultura compleja, substancializada, profunda de unas décadas para aquí –así como de pensamiento nuevo, ruptural y transformador que creara esa cultura–. Por otro, a la relación de retroalimentación y de continua fundamentación entre lo nuevo y lo viejo. Lo que aparece, cree Fisher, solo puede adquirir sentido en relación a lo que ya está, a lo ya canonizado, a lo establecido en la realidad. No obstante –y aquí radica lo importante–, lo viejo también necesita de lo nuevo para seguir existiendo, para seguir actualizándose, para seguir siendo útil en relación con la emergencia a la que se contrapone. Así lo explica en su Realismo capitalista: “El agotamiento de lo nuevo nos priva hasta del pasado. La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica. Una cultura que solo se preserva no es cultura en absoluto” (Fisher, 2009: 13).
De esta manera, Fisher señala que, sin la emergencia de cultura nueva, una cultura provocadora, rebelde y ruptural capaz de reformular la cultura vieja, esta última también desaparece. Una cultura a la que no se le enfrentan continuamente emergencias nuevas queda inerte, en desuso, carente de utilidad. Es mercancía estética, tal y como sentenció Danto. Sin la aparición de lo nuevo, lo viejo no se mantiene: todo el proceso de retroalimentación se viene abajo.
Que la cultura, a partir de cierto momento, se convirtiera en cultura de masas, en una cultura carente de la fuerza evocadora necesaria para ponerse al nivel de la vieja cultura y enfrentarse a ella, hace que tanto la cultura de masas –por su falta de profundidad– como la vieja cultura –porque no se actualiza– queden sin valor. De este modo, la esfera que en épocas anteriores protegía la emergencia de lo diferente se va viendo cercada y la posibilidad de materializarlo también.
En una época en la que no emerge cultura nueva, en la que las obras culturales tienen una función puramente estética, de duplicación de lo existente, se pierden las herramientas conceptuales e imaginativas para pensar una realidad alternativa. O, mejor dicho, se pierden las herramientas para detectar la nocividad de la actualidad en contraposición con otra realidad posible.
Fisher recoge la famosa cita de Jameson para denunciar tanto nuestra incapacidad imaginativa como –y en consecuencia– nuestra incapacidad política: “Parece que hoy día nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” (Fisher, 2009: 6). Esta nueva ontología, esta inyección de metafísica en la realidad política, se deriva de nuestra incapacidad para pensar realidades que no se deriven de lo que ya hay. Fisher, crítico cultural, achacó a la mimetización de la cultura con la realidad existente la responsabilidad de nuestro deterioro imaginativo. ¿Cómo, si no poniéndonos ante obras culturales, podemos imaginarnos realidades tan utópicas que nos lleven a plantear que lo que hay no es todo lo que puede haber?
4. El vacío político creado por la desubstancialización de la cultura: hacia la crítica de la Escuela de Frankfurt
Adorno decía que “el arte extrae su concepto de las cambiantes constelaciones históricas. Su concepto no puede definirse” (Adorno, 1969: 3). Esto significa que el arte, lejos de tener un contenido a-temporal y a-espacial, tal y como se creyó en otras épocas, es la actividad de plasmar unas condiciones materiales perecederas. Las condiciones de la propia época. El arte, por tanto, es afirmativo en cuanto a lo concreto de lo que plasma; negativo en tanto que no es definitivo.
El viraje histórico que supone plasmar miméticamente lo representado en la propia representación, por tanto, levanta dos cuestiones que para los de Frankfurt son problemáticas: por un lado, el nuevo arte hace creer que lo representado, al ser una representación hiperrealista, remite a una realidad cerrada, delimitada y concluida. Por otro, provoca que el espacio que anteriormente abría aquel arte profundo deba ser retomado por otra instancia, si se quiere mantener la capacidad de pensar más allá de lo que ya hay. Si las obras de arte, a partir de cierto momento histórico, reificaron su actividad –la de provocar actividad y no contemplación a sus espectadores–, entonces debe buscarse alguna otra esfera que ponga en marcha la capacidad de pensar la realidad como un relato abierto, indeterminado y modificable.
Si lo plasmado en la cultura tiene la misma administración que el mundo cotidiano, tal y como apuntó Adorno –“Quien habla hoy de cultura habla también de administración, quiéralo o no” (Adorno y otros, 2003: 185)–, entonces contemplar sus obras no nos podrá sacar de la lógica del mundo cotidiano, y por lo tanto no nos permitirá pensar en otras lógicas posibles. Si lo que contienen las obras culturales es una copia hiperrealista, superenfocada y megasaturada de una realidad que, al ser presentada de esta manera, se falsifica a sí misma al esconder su propia indeterminación, inestabilidad y aperturidad, entonces quedan dos opciones: o retomar la actividad profunda del arte –dentro del propio arte o en otro campo que pueda retomar esta actividad–, o seguir en la mimetización total entre realidad existente y realidad posible.
Decíamos que el final del arte significaba que su actividad había virado hacia el hiperrealismo, hacia la reproducción de copias que sustituyen a las creaciones. Debido a ello, explicábamos, las obras culturales se habían convertido en mercancías carentes de sentido y de contenido, en cultura de masas que invitaba a consumir, pero no a pensar y mucho menos a profundizar. Esta cultura, basada en la gratificación inmediata asegurada por lo cerrado y consumado, por lo resuelto, por lo que promete que el final feliz no va a verse turbado, se aleja esencialmente de aquellas obras que plasmaban problemáticas irresolutas e irresolubles. Las narraciones manufacturadas por y para la cultura de masas son esencialmente mercancía finiquitada, objetos. No pueden ser irresolutos e irresolubles porque no contienen nada que resolver, no problematizan la realidad. Lo que diferencia a estas obras de aquellas obras profundas no es un paso gradual en su complejidad, sino un cambio en su identidad misma, en su labor, en aquello que provocan al espectador.
El arte termina –al menos en su función transformadora– en el momento en que su actividad –abrir espacio entre el ser y el deber ser– es clausurada por la propia duplicación del ser, por su reificación y por la consecuente extirpación de sus posibilidades.
La impasividad con la que se consumen los actuales objetos culturales es el signo de que la esfera nacida para no dejarnos impasibles ha concluido. La nueva industria cultural ya no fundamenta su labor en la creación de obras que contengan ciertas ideas evocadoras: ahora está enfocada a conseguir, a través de una simplificación de sus historias y de una estetización que las hace digeribles, que el espectador se mimetice instantáneamente con ellas. Y a la postre, provoca que dicha mimetización sustituya, inconscientemente, su pensar activo sobre la realidad que tiene delante. Así lo describe José Luis Pardo en su Esto no es música. Introducción al malestar en la cultura de masas:
Cuando se contraponen las imágenes de la ‘cultura popular’ a las construcciones problemáticas de la alta cultura o de las Bellas Artes, (…) no solamente se confronta lo vulgar a lo elevado, sino también la mentira con la verdad. (…) Imágenes mentirosas (porque sus espectadores las confunden con la verdad) y sedantes (porque con ellas, y sin saberlo, mitigan su imposibilidad de acceder a la realidad o, en otras palabras, se ocultan su propia ignorancia) (Pardo, 2007: 44)
Que en las copias de lo real solo haya falsedad tiene que ver con el hecho de que su narración, que ya está pre-vista, pre-proyectada y pre-narrada de antemano, se presenta como la duplicación de una realidad que no está pre-vista, pre-proyectada ni pre-narrada de antemano. En esto reside la falsedad del hiperrealismo: en convertir algo que está transcurriendo en algo que ha transcurrido. Y en presentar dicha petrificación como una mejor realidad incluso que la realidad representada, pues la copia hiperrealista es completa, estática y cognoscible, mientras que la realidad plasmada era confusa, inconsistente e inestable. Así lo explica Adorno: “Este proceso le ha condenado [al arte], tras su liberación de la esperanza en otra realidad distinta, a dar buenos consejos a lo real y a lo establecido, los cuales robustecen el avance de lo que la autonomía del arte quisiera liberarse” (Adorno, 1969: 2-3).
Se trata de la supresión del pensar activo sobre lo existente, lo cual siempre está cambiando y necesita ser re-pensado a cada momento, y su sustitución por el contemplar pasivo de una representación que se expone como concluida. Esta sustitución, la que reemplaza la labor de comenzar un pensamiento por la labor de observar una imagen, constituye el falseamiento de la experiencia, la enajenación de la episteme y la cerrazón de la praxis.
La manipulación que acometen los productos de la industria cultural se resume, en definitiva, en la manipulación de cierta verdad: ya que no existen los hechos sino solo sus representaciones, la nueva industria cultural se desprende por completo de cualquier compromiso con la honestidad y busca interpretar la realidad de manera deshonesta, enclaustrándola en una narración completada y presentándola como si fuera la realidad. Una realidad que, sin embargo, es incompleta y está siempre disponible para ser modificada.
4.1 Herbert Marcuse, las obras culturales y la emergencia del sujeto revolucionario
La Escuela de Frankfurt, desde sus inicios, indagó en la interrelación entre arte y sociedad siguiendo, por un lado, la tradición marxista –la cual hacía hincapié en la relación entre arte, superestructura y alienación–, por otro, la tradición psicoanalítica –y su concepción del arte como sublimación de la libido– y por último, y quizá más importante, su propio encuentro con la realidad, una realidad que nada tenía que ver ni con los tiempos de Marx ni con los de Freud. Así, los de Frankfurt tuvieron que actualizar las categorías heredadas para que estas pudiesen seguir siendo útiles.
En la introducción al libro de Marcuse La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista, el español José-Francisco Yvars escribía a modo de prólogo: “La Cultura –con mayúscula– deviene la actividad emancipadora por antonomasia, la voz de lo no integrado, de lo totalmente otro que demuestra su impotencia –mediante su incapacidad para sustraerse a ‘la razón pervertida que todo lo somete a dominio’” (Marcuse, 2007: 16). Con esta declaración, precedente a un libro en el que Marcuse definiría la cultura como única esfera capaz de preservar al individuo de la desubstancialización, Yvars recoge una idea que más adelante explotará Marcuse: aquello que se pretende Total, Completo o, más concretamente, Completado, es falso, porque falsifica la apertura de vías que ofrece la realidad. Su falsedad no tiene que ver con la verdad o mentira de lo que representa, sino con la pretensión de que no sea una representación.
Las obras culturales producidas por la industria cultural, dirá Marcuse, intentan reproducir la realidad sin lograrlo. La presentan como algo unidimensional, teleológico y sobre todo cerrado, cuando la realidad es su anverso. Así lo explica el alemán en su Comentarios acerca de una nueva definición de la cultura:
En lo que respecta a la eliminación del contenido –anteriormente antagonista– de la cultura, intentaré mostrar que no se trata del destino de un ideal romántico cualquiera, que haya de ser sacrificado al progreso técnico, ni de la democratización progresiva de la cultura, ni tampoco de la nivelación de las clases sociales, sino que más bien se trata de que al eliminarlo se cierra, se bloquea un espacio de vital interés para el desarrollo de la autonomía y de la oposición, se destruye un refugio y una barrera contra el totalitarismo (Adorno y otros, 2003: 211)
La victoria de la cultura de masas radica en totalizar las interpretaciones del mundo, en unificarlas en un mismo relato. Esta victoria, que desemboca en una nueva y simplificada forma de mirar la realidad, está no obstante siempre en peligro de ser descubierta por un sujeto posiblemente revolucionario, un sujeto capaz de girar la mirada hacia la realidad y de recuperar la narratividad, historicidad y artificialidad que esta contiene.
El motivo por el que el individuo, y no el colectivo, conforma la única instancia revolucionaria tiene que ver para Marcuse con las propias posibilidades del arte: el arte solo puede transformar al sujeto que lo contempla, re-substancializándolo, llenando de sentido, de valor, de contenido su subjetividad. El arte no puede dar sentido a colectivos, pues cada individuo piensa el sentido de forma individual. Independientemente del número de individuos transformados por el arte, este siempre los transforma de manera individual y única, de una manera tan particular como intraducible.
Que la cultura de masas haya sustituido a la Cultura, que la contemplación de narraciones sin profundidad haya sustituido la indagación en problemáticas universales, que las copias hayan sustituido a las creaciones tiene su repercusión en que todo ello no tiene ninguna repercusión. No provoca nada en los individuos. Cuando los individuos quedan impasibles ante las obras de la cultura, o los individuos, o la cultura, o ambos se han convertido en instancias contrarias a la agitación, provocación y transformación que este tándem debería prometer. Así lo describe Marcuse en La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista:
Una obra de arte puede considerarse revolucionaria cuando (…) abre un camino entre la mistificada (y petrificada) realidad social y el horizonte de cambio (liberación). En este sentido toda auténtica obra de arte debería ser revolucionaria, esto es, subversiva de la percepción y comprensión, una denuncia de la realidad establecida, la manifestación de la imagen de la liberación (Marcuse, 2007: 54)
Cuanto más utópico sea el contenido de la obra de arte, cuanto más utópica sea su diferencia respecto a lo existente, mayor amplitud procurará y mayor liberación estará en pos de salvaguardar. Las alternativas, de manera cercana a lo que apuntó Thatcher, se encuentran siempre dentro de lo que ya hay. Su materialización, no obstante, puede derruir por completo lo que ya hay.
Re-pensar y re-presentar la realidad es la faena de una cultura re-substancializada. Negarse a que las copias hiperrealistas sustituyan las posibilidades de lo real es la faena del individuo crítico, un individuo que debe trabajar por desviar la mirada de aquello que satura su día a día. Recordar que la realidad está en constante construcción es trascender la narratividad unidimensional de la racionalidad imperante, plasmada en la cultura de masas: el mayor peligro para esta racionalidad es ser descubierta como una racionalidad con alternativas, desnaturalizar su pretensión de objetividad, historizar su existencia. Tal y como apunta Marcuse: “La lógica interna de la obra de arte culmina con la irrupción de otra razón, de otra sensibilidad, que desafían abiertamente la racionalidad y sensibilidad asimiladas a las instituciones sociales dominantes” (Marcuse, 2007: 61).
La cultura y sus obras no pueden cambiar la realidad: solo pueden cambiar la mentalidad de los individuos que las contemplan, únicos baluartes del cambio. La cultura, por tanto, ostenta la labor de invertir el relato único presentándolo de manera invertida, acabando con su objetivismo, mostrando que la lógica que lo subyace no es la única lógica posible. Solo así la lógica que organiza la sociedad puede llegar a pensarse como ilógica.
4.2 Las nuevas sensibilidades despertadas por la cultura, motor del cambio político
La emergencia del individuo consciente, autónomo, emancipado en el sentido clásico, debe reflejarse en la emergencia de nuevas necesidades, deseos y sensibilidades individuales. Este individuo no puede constituirse mientras su inconsciente –lugar de residencia de las necesidades, deseos y sensibilidades- perpetúe las necesidades, deseos y sensibilidades asumidas irreflexivamente del exterior, un exterior que le quiere indiferente, apático y desubjetivizado. Una reorganización de su organización interna es la contrarrevolución que el individuo debe emprender contra la administración organizativa del exterior. La reeducación de sus sentidos, la soberanía de su instancia crítica y la consciencia de su capacidad política: aquí se juega el individuo la emancipación de su instrumentalización. Así lo sentencia Marcuse en su Ensayos sobre política y cultura:
En último término significa tomar en consideración el hecho de que la sociedad ha invadido incluso las raíces más profundas de la existencia individual, incluso el inconsciente del hombre. Nosotros debemos atacar las raíces de la sociedad en los individuos mismos, en los individuos que, a causa de la manipulación social, reproducen constantemente la sucesión de represión incluso a través de la mayor revolución (Marcuse, 1986: 105-106)
Marcuse llama dialéctica de la liberación a esa revolución educativa que crea seres humanos complejos, capaces de re-pensar su mundo desde unas coordenadas a su vez re-pensadas. Olvidar la vara de medir cuantitativa a la hora de testar la humanidad nos puede llevar a evaluar nuestro mundo desde otros parámetros. Sin la emergencia de esta nueva forma de mirar la realidad, no en términos de abundancia sino en términos de calidad, cualquier transmutación de la forma de vida actual perpetuará los patrones de desvalorización, apatía e indiferencia que ya están inscritos en nosotros.
La a-historicidad y transversalidad de la revolución que Marcuse propone se basa en que es la primera lucha contra una forma de vivir que atenta contra lo humano, contra la humanidad que habita en nosotros. Dicho atentado contra la humanidad se traduce, proporcionalmente, en una ampliación de la población potencialmente revolucionaria. Así lo explica en su Contrarrevolución y revuelta:
Si bien es cierto que la gente debe liberarse de la servidumbre en la que vive, también lo es que, primero, debe salir de aquello en que la sociedad la ha convertido. Esta primera liberación no puede ser “espontánea”, porque semejante espontaneidad sólo reflejaría los valores y las metas que se derivan del sistema establecido. La autoliberación es autoeducación (…) o sea, la transformación de la espontaneidad inmediata en espontaneidad organizada (Marcuse, 1973: 58)
El cambio social parte y depende de una revolución de la subjetividad, una transformación que torne la organización que hemos naturalizado en un movimiento que seamos capaces de dirigir conscientemente. Solo unos individuos que, voluntariamente, no quieren seguir identificándose con los patrones del Sistema pueden emitir un rechazo encarnado, orgánico, radical hacia él. Solo los individuos que se han liberado de la sensibilidad que el Sistema les ha inyectado serán capaces de argumentar en contra de su lógica.
La realización de un individuo subjetivizado y no universalizado, con anhelos, fines y pensamientos propios, es el objetivo final de dicha contrarrevolución, una revolución que nace de la capacidad para imaginar realidades alternativas y desemboca en la posibilidad del cambio político. La autoeducación de la instancia crítica, aquella que nos permite entrar en consciencia de dicha lucha, es el desafío más grande de la humanidad, y Marcuse la propone en su dialéctica de la liberación:
No hay revolución sin liberación individual, pero tampoco hay liberación individual sin la liberación de la sociedad. Dialéctica de la liberación: de la misma manera que la teoría no puede traducirse de inmediato en práctica, tampoco las necesidades y deseos individuales se traducen de forma inmediata en metas y acciones políticas (Marcuse, 1973: 60)
La dialéctica de la liberación no apunta a un cambio en el espíritu de un individuo: apunta a liberar esa instancia que poseen todos los individuos y que salvaguarda tanto su individualidad como su solidaridad, esto es, su lucha contra aquello que instrumentaliza lo humano. La dialéctica de la liberación es una empresa común llevada a cabo individualmente, o lo que es lo mismo, una empresa individual llevada a cabo conjuntamente. Ahí reside su principio dialéctico: en restablecer la armonía entre instancias que la lógica de la razón instrumental ha decretado como antagónicas, tales como individuo y sociedad, autonomía y solidaridad, emancipación y comunicación.
Arribar a lo que Marcuse llama estética de la liberación, consecuencia de la dialéctica de la liberación, será el resultado de reeducar la sensibilidad en un nuevo tipo de racionalidad, una que pueda abrir espacio a la comunicación. Reapropiarse de valores no instrumentales es la cosecha de dicha reeducación. Des-oscurecer los instintos, otorgarles un papel crucial en el desarrollo del individuo y en su capacidad para relacionarse, desatascará la creación de subjetividades complejas y permitirá apoyarse en la diversidad que se desprende de ellas para ampliar el concepto de lo humano. Así lo explica Marcuse:
Significa que la imaginación creadora, y no solamente la racionalidad del principio de actuación, se convertiría en una fuerza productiva aplicada a la transformación del universo natural y social. Significaría el surgimiento de una forma de realidad que es la obra y el medio de la sensibilidad y la sensualidad en el desarrollo del hombre. Y añado ahora la idea terrible: significaría una realidad “estética”, la sociedad como obra de arte. Ésta es hoy la más utópica, la más radical posibilidad de liberación (Marcuse, 1986: 109)
Deshacernos de la idea de que nuestro proceso de individuación –tal y como lo denominó Fromm– es equivalente a egoísmo, restituir la confianza en unas instancias humanas que se hacen más humanas a medida que se individualizan, abrazar la certeza de que una vez se comprende la importancia de la individualidad emerge la comprensión y el respeto de otras individualidades: he ahí la reapropiación del eros sumido en el thanatos que Marcuse, en su Eros y civilización, llama a rescatar, si queremos rescatar a la propia civilización de la barbarie administrada.
El eros liberado, la capacidad de desear, anhelar y actuar de manera no productiva para un Sistema técnico-instrumental inhumano, podría ser la base de una sociedad de individuos lo suficientemente complejos como para encarrilar esas nuevas sensibilidades hacia metas comunitariamente constructivas. Así lo describe Marcuse: “Con toda seguridad, si la libertad ha de llegar a ser el principio gobernante de la civilización, no sólo la razón, sino también el «impulso sensual» necesitan una transformación restrictiva” (Marcuse, 1983: 178), y “El mismo individuo libre debe provocar la armonía entre la gratificación individual y la universal” (Marcuse, 1983: 178).
Conseguir que la razón se convierta en razonable, y no en racional, es necesario para perseguir la sensualización de la vida que propone Marcuse. Una transformación de las energías vitales –sensuales– en consonancia con el espacio en el que se desarrollan, esto es, el espacio público siempre compartido. Recuperar lo que es razonable respecto a lo humano es la meta de la re-sensibilización de los individuos.
El choque continuo e inevitable entre lo que Marcuse, en su Ética de la revolución, denomina “el derecho de lo existente” y “el derecho de lo que puede ser y quizá debería ser” (Marcuse, 1970: 148) desemboca en una decisión final: conservar la estructura de lo que hay o cambiarlo de modo radical. Las medianías favorecen el derecho de lo existente. Todo lo que busque materializar lo que puede ser y quizá debería ser tiene que alzarse de manera total para que la sistematización, la funcionalidad y la productividad del orden dominante, inscrito en lo más profundo de nuestro ser, no tenga la última palabra.
5. Conclusiones y repercusiones actuales
Quizá la mejor manera de terminar esta breve disertación sobre el hiperrealismo, la simplificación de las obras culturales y la consecuente incapacidad para actuar políticamente sea retomando una idea planteada a lo largo del artículo en variadas formas: las imágenes se adueñan de lo que representan. Aun en su pretendida reproducción de una parcela de la realidad, la decisión de qué parcela de la realidad se reproduce –en detrimento de sus márgenes continuadores–, de cuándo y dónde se va a proyectar y de quién la va a visualizar es un acto político que tiene repercusiones en la realidad. De esta forma podemos –y quizá debemos– concluir que las imágenes hiperrealistas no son realistas, ya que la realidad es infinitamente más amplia y compleja que lo que una imagen puede enclaustrar.
Cuando las imágenes se presentan como si fueran conocimiento de la realidad –como si fueran duplicaciones exactas de una realidad tan completa y delimitada como ellas–, las imágenes, como todo conocimiento, se convierten en poder. Mientras que las descripciones textuales de la realidad son fácilmente localizables como una interpretación –pues son palabras que describen alguna parcela de la realidad, sin ser la realidad misma–, las imágenes tratan de presentarse como si fueran la duplicación exacta de la parcela que representan. Y tal y como apuntábamos con anterioridad, incluso se llegan a presentar como si contuvieran más realidad que la propia realidad, al ser fragmentos completados y ya transcurridos de una realidad que, en tiempo presente, es imposible de apresar.
Enclaustrar la realidad en una imagen hiperrealista es cometer una agresión simbólica contra ella, ya que sustrae su verdad –tener muchas más posibilidades de lo que su duplicación promete– y hace impensable su intervención. La agresión consiste en convertir algo viviente en objeto, y posteriormente disponerlo para ser utilizado de la manera que el dueño de la imagen decrete.
Este manejo simbólico de las imágenes de la realidad –que, por otro lado, es el culmen de aquello perseguido por el positivismo, esto es, tratar la realidad como un cúmulo de hechos cerrados, encadenados y totalmente cognoscibles– es la contrapartida perfecta de un sistema administrado. Las técnicas de reproducción de imágenes son la herramienta anhelada por la mirada positivista, pues capturan el mundo como si este fuera una multitud de datos derivados y continuados. Si la realidad es una amalgama de hechos cerrados, encadenados y cognoscibles, entonces su reproducción en imágenes hiperrealistas no falsea la realidad. Solo ayuda a clasificarla.
5.1 Repercusiones en la actualidad
Cuando la duplicación del mundo a su contrapartida en imágenes –esto es, la virtualidad– se ha expandido hasta los límites actuales, cuando todos los elementos del mundo físico tienen su contrapartida en el mundo virtual, emerge repentinamente una pregunta: ¿Qué ocurre con aquella esfera que salvaguarda todo elemento y espacio físico, esto es, su capacidad transformativa, su carácter indeterminado, su posibilidad de ser algo diferente a lo que ya es, algo no pre-configurado? O lo que es lo mismo, ¿Qué ocurre con la aperturidad y la posibilidad de ruptura que lo físico –lo no virtual– promete?
Empecemos por el principio. Un elemento material tiene muchas características, siendo una de ellas –la que aquí nos interesa– la de ser un elemento en constante cambio, en constante indeterminación, en constante evolución hacia otras formas no prefijadas. Un elemento material es modificado por dos esferas: el contexto –un espacio abierto que contiene infinitos elementos, y que por lo tanto se encuentra en una transformación impredecible– y su propia dinámica interna, que a su vez es móvil, compleja y repleta de elementos, algunos de ellos antagónicos. De este modo, podríamos decir que todo elemento material es modificado por un número tan inasible de influencias que es imposible de enclaustrar en una imagen cerrada.
La virtualidad, por su parte, se caracteriza por ser un espacio determinado y restringido. A pesar de la apariencia de espacio abierto, la virtualidad no es abierta: se trata de una realidad con coordenadas fijas y algoritmos concretos, los cuáles están compuestos –y componen– unas fórmulas a su vez concretas. El mundo virtual, tal y como explicó Cédric Durand a través de su concepto tecnofeudalismo (Durand, 2021), es una especie de ciudad digital cuyas calles están restringidas por unos dueños que las monopolizan y determinan lo que se puede y no se puede hacer en ellas, lo que se puede y no se puede comprar y lo que se puede y no se puede decir.
La duplicación de los elementos de la realidad a esas calles virtuales falsea la esencia de los elementos reales, pues los saca de ser elementos vivos y en constante transformación y los convierte en objetos estáticos, en algoritmos cuyo despliegue está ya programado y pre-coordenado de antemano. Los elementos de la realidad tienen dentro de sí algo de lo que carecen los elementos digitales: la posibilidad de ser algo distinto a lo que ya son. La posibilidad de ser algo no deducible. La posibilidad de dar un salto cualitativo imposible de predecir.
¿Qué ocurre cuando el espacio público, la polis, el espacio de emergencia de lo cualitativamente diferente se digitaliza? Que deja de ser un espacio público, una polis, un espacio de emergencia de lo cualitativamente diferente, y pasa a ser un espacio unidimensional cuya evolución y aparición de elementos está restringida y programada de antemano.
La sociedad del espectáculo (2005) de la que hablaba Guy Debord (aquella en la que, inconscientemente, depositábamos nuestra vitalidad, nuestros actos y nuestros pensamientos en las directrices de una maquinaria dirigida) es semejante –si no su duplicación– a la sociedad digital en la que se sumerge la actualidad. En una sociedad espectacular/digital donde no puede emerger la ruptura, la diferencia, lo impensable para lo que ya hay, ¿es el individuo del mundo físico el único capaz de crear un acontecimiento no calculable para los algoritmos digitales? ¿Es el mundo físico el único espacio donde podemos recuperar la no predeterminación? ¿Es el mundo físico la única polis posible?
Bibliografía
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Debord, Guy, La sociedad del espectáculo (2005), Valencia, Editorial Pre-textos.
Durand, Cedric, Tecnofeudalismo. Crítica de la economía digital (2021), Madrid, Editorial Kaxilda.
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Marcuse, Herbert, Ensayos sobre política y cultura (1986), Barcelona, Planeta-Agostini.
Marcuse, Herbert, La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista (2007), Madrid, Biblioteca Nueva.
Pardo, José Luis, Esto no es música. Introducción al malestar en la cultura de masas (2007), Barcelona, Círculo de lectores.
Notas
1
Este término es utilizado por Gilles Lipovetsky en su crítica a la sociedad superficial, apática y despreocupada de la que hablaba en su famosa La era del vacío (2003). Con el concepto de desubstancialización, Lipovetsky quiere señalar la falta de contenido, de sentido y de valor que impera en la sociedad a partir de los años 60, y sobre todo después de las revoluciones del 68. En el caso que nos ocupa, diremos que la cultura se encuentra desubstancializada para referirnos a lo mismo: a que se encuentra vaciada de contenido, de valor y de sentido.
2
El objetivismo es un rasgo presentado por varias corrientes filosóficas que tienen en común una misma creencia: que las cosas que componen la realidad, una realidad en constante cambio y transformación, tienen una contrapartida pura, objetiva y estática. Una contrapartida inaccesible a los humanos, al estar llenos de filtros y de mediaciones. De este modo, lo que tienen que hacer las ciencias –recordemos que la filosofía también es una ciencia– es intentar acercarse a esa realidad, a la verdadera realidad, a esa realidad objetiva. Esta corriente ha sido criticada por muchos filósofos y sociólogos: Nietzsche, Arendt, Morin, Vattimo, Rorty, Foucault, Bauman, y un largo etcétera.
ISSN: 0211-6642
Vol. 41
Num. 2
Año. 2022
EL HIPERREALISMO EN LA CULTURA COMO IMPOSIBILIDAD DE CAMBIO EN LA POLÍTICA: LA INCAPACIDAD PARA IMAGINAR FUTUROS ALTERNATIVOS ANALIZADA A TRAVÉS DE DANTO, FISHER Y LA ESCUELA DE FRANKFURT
Sheila López Pérez
Universidad Isabel I, Burgos
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