Introducción
Se estima que actualmente en una tercera parte de los hogares del mundo viven una o más de las así llamadas mascotas, perros y gatos en su mayoría, pero no únicamente. Tras la muerte de un animal no humano muchas personas, aunque desde luego no todas, tienen experiencias similares a las del duelo por un congénere: angustia, tristeza, impotencia, ira, recuerdos reiterados y dolorosos, un sentimiento profundo de soledad e, incluso, depresión (). Al igual que en el duelo por la muerte de un humano, la intensidad y la duración, así como la fuerza de su impacto en la estructura de la vida cotidiana admiten grandes variaciones dependiendo de la personalidad del doliente, el tipo de interacciones que compartía con su compañero no humano, las circunstancias de la muerte de este, etc. Las semejanzas entre ambos tipos de duelo no se mantienen, sin embargo, en relación con las percepciones sociales de uno y otro (; ). Cuando quien ha perdido a su mascota es un adulto, las personas de su entorno frecuentemente adoptan una actitud reprobatoria, explícita o no, si es que aquel demuestra mucho más que una tristeza pasajera y se comporta como lo hace quien ha perdido algo realmente importante; esto se juzga ridículo, frívolo o incluso patológico porque, como la gente suele señalar ¡es solo un animal! Si el doliente mismo ha interiorizado esta actitud social, quizás experimente vergüenza o culpa simplemente por sentir lo que siente; pero aun si este no es el caso, probablemente sienta la necesidad de ajustar su comportamiento a las expectativas sociales, sufriendo su duelo en silencio y sin pedir ni recibir apoyo de quienes le rodean.
En la primera parte de este artículo reviso varios argumentos en contra de algunas creencias que subyacen a la reprobación social del duelo por la muerte de un animal no humano, relativas, por un lado, a las supuestamente limitadas facultades de los animales no humanos en general y, por el otro, a los pretendidos requerimientos del desarrollo humano y el logro de una vida plena. Espero que esto desactive algunas objeciones que, de otro modo, podrían plantearse a la propuesta que quiero defender en la segunda parte del artículo, a saber, que los vínculos estrechos de apego y afecto entre un animal humano y uno no humano, así como el duelo que el primero sufre tras la muerte del último, pueden conceptualizarse adecuadamente a partir de la noción de deseo categórico.
Antes de entrar en materia, permítaseme una breve aclaración. El uso de términos como «dueño», «mascota» e, incluso, «animal de compañía» ha sido criticado por activistas, teóricos y personas que tienen lazos de afecto con animales no humanos, porque denota una relación de propiedad y de valoración meramente instrumental de estos. Como alternativa a ese lenguaje especista se ha recurrido a expresiones como «animales no humanos y sus protectores», «compañero animal» y su contraparte «compañero humano», «familias multiespecie», etc.; estos términos no dejan de dar lugar a nuevas polémicas y, evidentemente, su uso no implica la solución a los problemas éticos que plantea nuestra convivencia con los animales no humanos ni la abolición de las actitudes especistas (; ). En este artículo, en todo caso, reservaré el uso de «mascota», «perro guardián» y similares, para caracterizar relaciones en las que los animales no humanos son de hecho utilizados primordialmente como medios para la satisfacción de necesidades y deseos humanos. Por economía en la expresión, utilizaré «animal» como sinónimo de «animal no humano».
1. Reprobación social del duelo por un animal
El hecho de que un adulto asuma que tiene una relación singular y significativa con un animal, lo cual se observa no solo en el trato que le da en vida sino también en el duelo tras su muerte, se interpreta frecuentemente como síntoma de que algo va mal: es ridículamente infantil al antropomorfizar a una mascota atribuyéndole intenciones, preferencias, emociones, etc., de las que no es capaz; se autocomplace frívolamente dedicándole a esta su tiempo, dinero y energía, en vez de hacer algo para aliviar las penurias de sus semejantes; quizás no es su culpa, pero sí una consecuencia indeseable de alguna limitación por vejez, discapacidad o enfermedad que le dificulta o le hace imposible mantener relaciones cercanas con quienes tendría que mantenerlas, es decir, otros seres humanos; etc. La idea de que es reprobable, o al menos lamentable, tener vínculos estrechos de afecto con un animal cuenta con una larga tradición en occidente. Ya Plutarco nos habla de su presencia en la Roma Antigua:
Vio el César [Augusto] en Roma a unos extranjeros ricos que llevaban en brazos y acariciaban cachorros de perros y crías de monos y, según parece, les preguntó si es que en su país las mujeres no daban a luz niños. Como corresponde a un gobernante, reprendía así severamente a quienes derrochan en animalitos el natural afecto y cariño presente en nosotros y que se debe a las personas. ()
En las sociedades occidentales actuales expresar afecto intenso por un animal sigue atrayendo muchas veces miradas burlonas o franca reprobación, se trate de un hombre o de una mujer, pero a estas generalmente se les señala más duramente porque su conducta suele interpretarse, conscientemente o no, como una desviación de su supuesta naturaleza maternal hecha para los cuidados de otras personas: su prole, sus parejas, sus familiares enfermos o ancianos, etc. Algunas filósofas han subrayado el hecho de que hoy en día son mayoritariamente mujeres quienes se dedican a la defensa de los derechos de los animales y argumentan que esto constituye una forma de resistencia, no necesariamente deliberada, al sistema patriarcal y los roles sexuales que este impone:
Al dirigir su amor y atenciones a los animales, en lugar de hacerlo respecto a los varones e hijos, según el mandato de género, las mujeres protagonizan [lo que ha llamado] “una huelga de celo al patriarcado” […]. Cumplen con sus roles tradicionales al extremo: prodigan cariño, protegen, alimentan, pero no a los varones, sino a los seres en mayores condiciones de vulnerabilidad. [...] Esta rebeldía no premeditada de las mujeres desquicia al patriarcado, por ello es común que se le descalifique como una desviación de su natural ser-para-otro, porque el sistema no contaba con que ese otro fuera diferente al varón y su descendencia. ()
Asumo que no hace falta argumentar aquí contra la idea de que existe un orden natural del que se derivan normas de conducta humana y tampoco contra la deseabilidad de seguir perpetuando la estructura patriarcal. Quiero considerar, en cambio, dos fuentes distintas, aunque complementarias, de las que se alimenta la reprobación social hacia el amor y el duelo por un animal. Primero, el supuesto de que todos los animales carecen de las facultades necesarias para poder establecer con nosotros vínculos de afecto singulares o únicos. Segundo, la convicción de que en una vida humana plenamente desarrollada las relaciones significativas son las que se mantienen con individuos de nuestra propia especie. Veamos.
Las personas que tienen algún trato con perros, gatos y otros animales difícilmente suscribirán una posición tan extrema como la que en algún momento sostuvo Peter Carruthers (), negando que los animales no humanos, sin excepción, tuvieran conciencia fenoménica y argumentando, sobre esta base, que es irrazonable tener sentimientos de simpatía y preocupaciones morales por ellos en sí mismos. En mi experiencia, sin embargo, no es infrecuente que muchas personas que rechazan vehementemente lo anterior, sí opinen, en cambio, que ningún animal posee el grado suficiente de individualidad y de capacidades mentales como para poder establecer un vínculo social y afectivo de carácter único con un ser humano; esta es la idea que está detrás de la expresión «¡es solo un animal!» Para quienes opinen de este modo será perfectamente razonable que, por ejemplo, yo trate a mi gata Pachi con afecto, cuide de su salud y, en general, disfrute de su compañía, pero juzgarán que lo que no tendría que hacer es creer que ella y yo tenemos un vínculo singular e insustituible, como si no fuera posible reemplazarla por cualquier otro gato que podría darme lo mismo que ella me da. Se entiende que me entristezca pasajeramente si Pachi muere, uno también lo hace cuando pierde un objeto al que le atribuye un valor sentimental, pero no es razonable experimentar la tristeza profunda propia de un proceso de duelo. Esta es precisamente una de las asimetrías que tales personas encuentran entre los duelos por un congénere y por un animal no humano: las personas humanas y nuestras relaciones con ellas son insustituibles y es por eso que sufrimos un duelo tras su muerte; pero los animales no únicamente carecen de capacidades sociales suficientemente desarrolladas, sino también de una identidad individual que sería necesaria para que pudiéramos establecer con ellos vínculos irremplazables, por lo que el duelo tras su muerte no es razonable. Hay, sin embargo, mucha evidencia y argumentos en contra de esta opinión.
Aunque es verdad que muchos animales son especialistas de nicho con poca o nula capacidad social y adaptabilidad a los cambios ambientales, muchos otros pueden ser concebidos propiamente como agentes con preferencias que buscan satisfacer atendiendo al contexto en el que se encuentran y con la capacidad de establecer relaciones personales no solo con sus congéneres, sino también con individuos de otras especies:
[Estos animales] pueden elegir si evitan a determinados individuos humanos o si los buscan para obtener comida, ayuda, refugio, compañía y la satisfacción de otras necesidades. Ante una serie de alternativas no coercitivas, los animales pueden expresar preferencias (es decir, ‘votar con su pata’) acerca de cómo vivir sus vidas, y bajo qué circunstancias, si las hubiera, interactuar con los humanos. ()
Además de lo anterior, es relevante tener en cuenta que, aunque ciertamente el miedo y la violencia han sido parte de la historia de la domesticación y del adiestramiento de perros, caballos, etc., esto no es lo único que cuenta si queremos comprender tales prácticas. Para bien o para mal, estas han sido posibles solo porque esos animales y nosotros mismos somos altamente sociales, hemos aprendido a comunicarnos con individuos de especies distintas a la propia y somos capaces de formar vínculos personales. Las diversas formas de entrenamiento de animales solo son exitosas cuando el entrenador tiene claro que los animales, en tanto especie y en tanto individuos, no son máquinas que funcionan de manera idéntica. Alguien que está intentado entrenar al perro Firulais para hacer malabarismos en un circo, más allá de lo moralmente cuestionable que esta práctica pueda ser, tiene que esforzarse por entender cómo se ven las cosas desde el particular punto de vista de Firulais, de modo que eventualmente logre comunicarse con él y darle órdenes que, viniendo de él y no necesariamente de cualquier otra persona, él obedecerá.
La suspicacia respecto de la rica subjetividad de muchos animales parece descansar en una idea extraña de esta como si se tratara, dice , de un tipo de flogisto o de una hipótesis metafísica extravagante que por razones de economía teórica debiéramos rechazar, a menos que se nos den razones contundentes para no hacerlo. Pero la carga de la prueba tiene que establecerse exactamente en sentido contrario. Hay una gran similitud entre nuestro sistema nervioso y el de otros animales, al igual que entre muchas formas en las que nos relacionamos al interior de la propia especie; pero, además, también hay bastante evidencia de interacciones exitosas entre humanos y no humanos, interacciones que no terminan en muerte ni se basan en el maltrato y miedo. Teniendo en cuenta estos hechos, va contra le economía teórica suponer mayores diferencias entre las causas que las que son necesarias para dar cuenta de las diferencias en los efectos. Por lo que respecta particularmente a las capacidades de muchos animales para la formación de vínculos personales de sociabilidad, afecto y amistad, no solo con miembros de su especie sino también de otras distintas, incluyéndonos, el reconocimiento de las similitudes mencionadas entre ellos y nosotros es decisivo.
Es cierto, entonces, que la posibilidad de formar vínculos singulares o únicos con un animal varía en función de su especie, pero no hay justificación para sostener que tales vínculos con ellos son inviables en todos los casos y, concretamente, no en el caso de perros y gatos que, según las estadísticas, son los animales con los que más frecuentemente convivimos en nuestros hogares. Si la esencia de una relación de amistad entre dos individuos reside en el gozo que encontramos en la compañía del otro, los placeres compartidos, la lealtad mutua, las rutinas y actividades a través de las que damos forma a una vida juntos, etc., entonces, muchas personas efectivamente mantienen lazos de amistad con animales no humanos (). La cualidad singular e irremplazable del vínculo entre dos personas humanas es una condición necesaria para el duelo, como veremos más adelante; por ahora quiero enfatizar, únicamente, que no hay buenas razones para negar que tales vínculos sean también posibles en nuestro trato con algunos animales y que insistir en negar esa posibilidad, sobre la base de las supuestamente limitadas capacidades de ellos, refleja una actitud antropocéntrica que traza una línea divisoria entre el Homo sapiens y todas las otras especies animales.
Dije antes que las críticas al duelo por la muerte de un animal también pueden descansar en supuestos relativos a los requerimientos de una vida humana plenamente desarrollada. Un aspecto importante de tal desarrollo es ciertamente la autonomía personal, un logro que se alcanza gradualmente con el paso desde la infancia más dependiente hasta la mayor independencia propia de la vida adulta. Pero, la autonomía personal y la dependencia mutua ¿se oponen entre sí? ¿Una y otra tiran necesariamente en direcciones contrarias? Una larga tradición que permea ámbitos discursivos diversos ha respondido que sí y ha hecho de la autonomía un ideal a alcanzar, ya sea en la línea del pensamiento ilustrado que concibió a esta como anclada en los propios poderes racionales que le libran a uno de una existencia heterónoma, o bien desde enfoques más contemporáneos que la entienden como autosuficiencia individualista dirigida a la maximización de ganancias personales (). Si se asume que a menor dependencia entre congéneres más cerca se está del ideal de autonomía personal, lo mismo se dirá, en caso de plantearse la cuestión, respecto de los lazos de interdependencia entre un humano y un animal.
En la filosofía moral y política hay cada vez más voces que, cuestionando la oposición entre autonomía e interdependencia humana, argumentan que esta última es fundamental, inevitable y no indeseable en principio. Por mencionar solo dos casos, ha sostenido que la capacidad de elección autónoma y racional es ciertamente imprescindible para el florecimiento humano, pero que su adecuado ejercicio debe estar acompañado por las virtudes del reconocimiento de la dependencia; mientras que ha argumentado que la propia corporeidad y la interdependencia respecto de nuestros congéneres son distintivas de la condición humana, razón por la cual somos seres vulnerables, pero que tal vulnerabilidad no se encuentra en tensión con la autonomía personal correctamente entendida, es decir, como fundada en una concepción relacional del yo. Valorar positivamente la interdependencia humana ciertamente abre un espacio conceptual propicio, pero insuficiente, para que los vínculos de afecto entre humanos y animales dejen de ser catalogados, por principio, como patológicos o frívolos y, en consecuencia, también el duelo por la pérdida de tales vínculos. Estos juicios reprobatorios persistirán si se mantiene la creencia de que la interdependencia afectiva acorde con la autonomía y el logro de una vida humana plena no puede ser sino aquella que mantenemos con nuestros congéneres.
Mucha gente piensa, en la línea de lo que, por ejemplo, ha sostenido , que en la edad adulta deberíamos compenetrarnos ante todo con otros humanos y que quienes no lo hacen, cualquiera que sea el motivo, frecuentemente terminan refugiándose o encontrando alivio en su trato con animales. Pero, incluso si se suscribe lo anterior, de eso no se sigue que el mero hecho de tener lazos fuertes de afecto e interdependencia con un animal sea síntoma de alguna falla o carencia, porque este tipo de lazos no es excluyente con los que podemos mantener con individuos de nuestra especie. Ambos tipos de afecto, piensa la misma Midgley, son complementarios en una vida humana plena y “[u]n tipo de amor no tiene por qué bloquear al otro, porque el amor, como la compasión, no es un fluido raro que hay que economizar, sino una capacidad que crece con el uso” (). Algo similar cabe replicar a quienes juzgan que es una frivolidad preocuparse por los animales cuando hay tantos congéneres necesitados de ayuda. Si las contingencias de nuestras vidas, incluyendo las relativas a las propias preferencias y vulnerabilidades, nos permiten u obligan a trabar contacto con animales a quienes podemos prodigarles nuestro afecto, cuidados o auxilio, no es una buena razón para dejar de hacerlo el alegar que tenemos que reservarnos para cuando podamos prestar apoyo a causas relativas al bienestar humanos; una y otra cosa no son incompatibles y reservarnos no aumentará nuestra disponibilidad de empatía y compasión.
Ahora bien, se estará asumiendo una posición aún menos conservadora que la de Midgley, si se considera que no necesariamente constituye una limitación para que un humano tenga una vida plena o floreciente el hecho de que sus relaciones afectivas más estrechas sean las que mantiene con animales no humanos, ya sea a causa de alguna vulnerabilidad física o psicológica o por mera preferencia. A esto se opone generalmente el juicio público, que aprueba e incluso admira a una persona cuyos ideales ascéticos o su pasión absorbente por la ciencia, por ejemplo, la llevan a optar por una vida en soledad; pero si la compañía de la que prescinde es únicamente la humana y resulta que convive con animales con los que crea fuertes vínculos de afecto, entonces, es muy probable que despierte suspicacias relativas a su cordura, su madurez o la calidad moral de su carácter. Juicios reprobatorios de este tipo a menudo son el resultado de no reconocer o no darle el debido peso al hecho de que los así llamados animales domésticos y nosotros tenemos ya una vida en común, formamos parte de comunidades multiespecie. Cualquier teoría aceptable del florecimiento o la vida plena debe darle lugar a la posibilidad de que compañeros humanos y no humanos alcancen una vida plena dentro de comunidades compartidas y, más particularmente, deben poder darle sentido al hecho de que la plenitud humana es consistente con formas de vida muy diversas: solitarias y, también, en compañía estrecha con animales y/o humanos.
Hasta aquí he argumentado que i) no hay imposibilidades relativas a las capacidades de los animales no humanos en su conjunto y ii) no hay objeciones concernientes a los requerimientos de la plenitud humana, por las cuales debiéramos juzgar que es inadecuado o inconveniente establecer lazos estrechos de afecto con un animal no humano. También sostuve que la negación de i) descansa en prejuicios antropocéntricos y que el rechazo de ii) supone una desatención a la realidad de nuestra pertenencia a comunidades multiespecie. Si aquel prejuicio y esta desatención se corrigieran, entonces, no habría razón para reprobar o patologizar los vínculos afectivos estrechos entre un humano y un animal y, por lo tanto, tampoco al duelo del primero tras la muerte del último. En lo que resta de este artículo examinaré el asunto bajo una perspectiva distinta, que espero que refuerce las razones para reconocer esto mismo.
2. Deseos categóricos y motivaciones para vivir
Los deseos humanos son muy diversos y es posible clasificarlos de acuerdo con distintos criterios. Uno de esos criterios discrimina entre aquellos deseos que motivan a una persona a seguir viviendo y aquellos que presuponen su propia existencia, es decir, entre los deseos que en determinadas circunstancias la harían percatarse de que no quiere morir porque solo así podrá satisfacerlos y los deseos que, suponiendo que siga viva, le gustaría satisfacer. Bernard Williams propuso la distinción categórico-condicionado para referirse al contraste entre esos tipos de deseos:
Se admite como verdadero que muchas de las cosas que deseo, las deseo sólo suponiendo que voy a estar vivo; y algunas personas —algunos viejos, por ejemplo— desean desesperadamente ciertas cosas cuando, sin embargo, preferirían estar muertas junto con sus deseos. Cabría pensar que no sólo estos casos especiales, sino de hecho todos los deseos estarían supeditados a estar vivo. […] Pero, sin duda, la afirmación de que todos los deseos están condicionados en este sentido debe ser falsa. Considérese la idea de un cálculo racional a futuro de un suicidio: puede existir tal cosa, aunque muchos suicidios no sean racionales […]. En tal cálculo, un hombre podría considerar lo que le espera en el futuro y decidir si desea o no soportarlo. Si decide soportarlo, entonces un deseo lo empuja hacia el futuro, y este deseo, al menos, no opera supeditado al hecho de estar vivo, dado que resuelve la cuestión de si va a estar vivo. El hombre tiene un deseo no condicionado, o (según mi terminología) un deseo categórico. ()
Aceptar la distinción entre deseos categóricos y condicionados no implica, desde luego, asumir que cubre el campo de todos los deseos posibles, como han señalado, entre otros, y el propio . Puedo desear, por ejemplo, que el río de mi ciudad vuelva a estar limpio o que mi hermana tenga éxito en el negocio que ha emprendido, sin que me importe que eso suceda únicamente en el caso de que yo misma siga viva y, también, sin que la esperanza de ver realizados esos deseos esté entre las cosas que me motivan a vivir. Para los propósitos de este artículo, no obstante, basta con discriminar los deseos categóricos de los que no lo son.
Las personas típicamente tenemos muchos y muy variados deseos categóricos, desde proyectos de largo alcance hasta intereses muy cotidianos que se cuentan entre nuestras motivaciones vitales, seamos o no plenamente conscientes de ello. Así, alguien puede estar comprometido con un proyecto ecologista y ser plenamente consciente de que su deseo de seguir participando en él le da una razón para vivir; además, puede tener un deseo de aprobación paterna no reconocido que es uno de sus alicientes principales en la búsqueda de prestigio profesional; puede también disfrutar enormemente de los paseos diarios con su perro, pero no percatarse, a menos que algo amenace con hacerlos inviables, de que la perspectiva de ellos es uno de sus motivos para levantarse cada día; etc. Toda esta variedad de deseos, más o menos estructurados y más o menos conscientes, hacen que para una persona su vida valga la pena de ser vivida, que para ella tenga sentido su existencia, incluso si nunca lo ha puesto en duda o no ha reflexionado en ello. Es polémico que el valor y el sentido de una vida humana sean idénticos, pero para la caracterización de los deseos categóricos no es necesario comprometerse con ninguna concepción sustantiva del valor, el sentido, la felicidad o la plenitud de la vida, mientras con ellas se aluda a aquello que hace que, desde el punto de vista de la propia persona, su vida merezca la pena de ser vivida.
Los deseos categóricos, por otro lado, pueden tener por objeto algo para uno mismo y/o para alguien más, y ser o no moralmente relevantes (). El deseo de pasear cada mañana con mi perra Pina tiene por objeto algo para ella y para mí que no es, en principio, ni admirable ni reprobable en términos morales; en cambio, el deseo de comprometerme con el cuidado del medio ambiente, incluso si esto implica hacer renuncias personales importantes, tiene un objeto altruista y moralmente relevante. La fuerza motivadora propia del deseo categórico, como muestra este último ejemplo, no reside necesariamente en la perspectiva de experiencias placenteras, sino que, como dice Williams, “puede llevarnos a cruzar a través de la existencia y la perspectiva de tiempos desagradables” ().
Que la relación de una persona con un animal sea o no fuente de deseos categóricos para ella depende, en parte, de si valora a este por sí mismo o solo instrumentalmente. Valorar a un animal únicamente como medio para la satisfacción de los propios deseos o necesidades (seguridad, compañía, diversión, etc.) es incompatible con que sea objeto de un deseo categórico, pues son los fines y no los medios los que pueden darnos motivos para vivir. Si alguien aprecia a su perro de manera meramente instrumental, entonces, lo considerará sustituible, sin pérdida alguna, por otro que cumpla con la misma función tan bien como lo hace él. Sus rasgos individuales, la satisfacción de sus preferencias, sus necesidades y confort, etc., serán irrelevantes para la persona, a menos que haya razones instrumentales para tenerlos en cuenta, por ejemplo, que el hecho de que esté sano sea necesario para que cumpla bien con la función de perro guardián.
Pese al trato meramente instrumental que algunas personas les dispensan a los animales en general, el hecho de que un individuo de cualquier especie sea un ser sintiente (es decir, capaz de experimentar dolor y placer) y tenga una experiencia subjetiva de su entorno son razones suficientes para reconocer que él tiene intereses que debieran considerarse, sin referencia al interés de nadie más, es decir, son razones suficientes para valorarlo intrínsecamente. Es moralmente objetable, por tanto, que tratemos a nuestro perro o a la vaca de la granja como si fueran objetos que podemos usar para nuestros fines de modo irrestricto, sin consideración de aquello que contribuye a su mejor interés o bienestar. Sin embargo, podemos valorar por sí mismo a un determinado animal, sin estar vinculados a él de modo tal que tengamos el deseo y/o la obligación de promover personalmente su bienestar; de este modo, yo podría respetar por sí mismo a cada perro y a cada gato con el que me topo y, sin embargo, no tener ni el deseo ni el deber de ocuparme de su salud y confort, como sí quiero y debo hacerlo en relación con mi perra Maga y mi gato Ciro. Por supuesto, al igual que pasa entre humanos, valorar a un animal por sí mismo no es incompatible con valorarlo, además, de modo instrumental; mi valoración intrínseca de Maga y Ciro, por ejemplo, no es incompatible con que los valore también porque en ellos encuentro afecto, alegría, compañía, etc.
Cuando no únicamente reconocemos el valor intrínseco de un animal, sino que también nos preocupamos personalmente por que tenga una buena vida, es relevante tener en cuenta sus preferencias, temperamento, necesidades particulares, etc., porque esto nos permite procurar mejor su bienestar. Las características individuales del animal, en interacción con las de uno mismo, hacen que el vínculo entre nosotros tenga un carácter singular o distintivo —lo que no impide, desde luego, que podamos establecer con otros animales vínculos también únicos. Son este tipo de relaciones entre humanos y no humanos las que pueden dar lugar a deseos categóricos, aunque no necesariamente. Los deseos que uno tiene con respecto a su gato, con cuyo bienestar está comprometido y al que valora por sí mismo y no únicamente por lo que obtiene con su presencia, pueden ser todos deseos condicionados (llevarlo el próximo mes a vacunar, jugar con él, cepillarlo cada noche, etc.) y/o deseos ni condicionados ni categóricos (como el deseo de que, si uno llega a morir antes que él, sea adoptado por alguien que lo quiera bien).
No veo razones para juzgar que hay algo reprobable en quien, procurando el bienestar de un compañero no humano al que valora por sí mismo, sin embargo, no tiene deseos categóricos respecto de él. Pero tampoco veo por qué tener este tipo de deseos habría de considerarse, por principio, patológico, frívolo o moralmente cuestionable. La historia que Sigrid Nunez cuenta en su novela es un buen ejemplo del lazo vitalmente significativo que una persona puede llegar a establecer con un animal; sin duda la relación de la protagonista con su perro Apollo llega a ser una fuente de deseos categóricos para ella, que disfruta compartir su día a día con él, lo extraña si tiene que dejarlo solo y, cuando su salud se deteriora, hace todo lo que hay que hacer para cuidarlo y acompañarlo hasta el final:
Estoy mirando dormir a Apollo. El subir y bajar reposado de su flanco. Tiene el estómago lleno, está templado y seco, hoy se ha dado una caminata de seis kilómetros. Como suele pasar, cuando se ha agachado en la calle para hacer sus cosas, lo he protegido de los coches que pasaban. Y, en el parque, cuando un corredor que mandaba mensajes de texto se nos ha echado encima, Apollo ha ladrado y le ha bloqueado el camino para que no chocase conmigo. Hoy he jugado con él varias rondas de tira y afloja, le he hablado, le he cantado y le he leído poesía. Le he cortado las uñas y le he cepillado cada centímetro de su pelaje. Ahora, mirándolo dormir, me sobreviene una ola de alegría. Le sigue otro sentimiento, más profundo, singular y misterioso, pero al mismo tiempo familiar. No sé por qué me lleva todo un minuto darle nombre. […] ¿Qué somos, Apollo y yo, sino dos soledades que se protegen, se tocan mutuamente y se saludan? ()
En la última línea de la cita, el personaje de Nunez parafrasea a Rilke para hablar de su amor por Apollo. El amor de todo tipo parece ser una fuerza motriz especialmente importante para la mayoría de los humanos, uno de los principales motivos que nos hacen mirar hacia el futuro y que, cuando todo marcha bien, también hacen que para uno mismo la vida sea buena. Pero, para que podamos reconocer la presencia de deseos categóricos, no hace falta que el vínculo que nos une a un animal sea tan fuerte como aquel que recrea Nunez; son suficientes el apego, el cariño y el cuidado hacia una criatura que ocupa un lugar en el conjunto de todo lo que contribuye a que para nosotros tenga sentido vivir. Es un hecho que mucha gente llega a establecer este tipo de vínculos con uno o varios animales, como bien dice Keith Burgess-Jackson:
Muchos de nosotros vivimos en compañía de animales —perros, gatos, aves, peces, y diversos reptiles y roedores. Compartimos nuestro hogar con ellos. Dependiendo de la especie, dormimos con ellos, nos divertimos con ellos, viajamos con ellos, los cuidamos, jugamos con ellos, les enseñamos cosas, aprendemos de ellos y, en general, consideramos su compañía parte de la buena vida. […] Nos preocupamos cuando se pierden, enferman o lastiman; nos satisface su crecimiento y desarrollo; […] y nos afligimos [grieve], a veces prolongadamente, cuando mueren. ()
La relación de los deseos categóricos con el duelo es lo que examinaré a continuación, atendiendo, para empezar, al duelo de un humano por otro humano, que es la experiencia paradigmática y la que ha sido el objeto primordial de atención en la literatura filosófica.
3. Duelo y deseos categóricos
El duelo interhumano puede caracterizarse, a grandes rasgos, como el proceso emocional detonado por la muerte de alguien especialmente importante o significativo. ¿En qué radica esa especial importancia o significatividad? Esta pregunta ha sido respondida por , Cholbi (, ), y , entre otros, en términos de una o ambas de las siguientes ideas: a) la persona fallecida era, para el doliente, parte importante de su felicidad, su bienestar o lo que él considera una vida deseable de vivir; b) la identidad práctica del doliente, es decir su carácter como agente, estaba constituida, en parte, por su relación con la persona fallecida. Veamos, muy sucintamente, cómo ambas ideas están presentes en las concepciones del duelo de dos de los filósofos mencionados.
Para Martha C. Nussbaum todas las emociones tienen un carácter eudaimonista, porque sus objetos intencionales son algo que la persona ve como importante para la plenitud de su vida, para lo que ella concibe como una vida deseable de vivir. Cómo entienda la eudaimonía cada uno depende de a qué tipo de cosas le atribuya un valor intrínseco y no meramente instrumental, pues es porque uno juzga que algo es valioso intrínsecamente por lo que considera que una vida que lo incluye es más plena que otra que no lo incluye. Valorar algo en tanto que elemento constitutivo de la eudaimonía, entonces, es tanto una apreciación sobre el tipo de cosas que son valiosas con independencia de que yo las valore, como un juicio práctico acerca de lo que tengo razones para buscar en mi propia vida:
Al parecer, así son las emociones. Insisten en la importancia real de su objeto, pero también representan el compromiso de la persona con el objeto en tanto que es parte de su esquema de fines. Por eso, en los casos negativos, uno siente que las emociones destrozan el yo: porque tienen que ver conmigo mismo y con lo mío, con mis planes y objetivos, con lo que es importante en mi propia concepción (o impresión más embrionaria) de lo que significa vivir bien. (; cursivas mías)
El duelo es uno de esos casos negativos que fracturan nuestra identidad práctica, que conllevan el abandono o la transformación radical de deseos, actividades, proyectos, etc., que hasta entonces eran fundamentales en nuestra vida. Hablando del impacto que en ella misma tuvo la muerte de su madre, dice Nussbaum:
Cuando me hago cargo del conocimiento de la muerte de mi madre, el carácter lacerante de tal conocimiento procede parcialmente del hecho de que desgarra con violencia el tejido de esperanzas, planes y expectativas que he fabricado a su alrededor durante toda mi vida. ()
Así, para Nussbaum, la significatividad de la pérdida sufrida por el doliente se explica a partir de las dos ideas que antes mencioné: ha perdido a alguien que era importante para su felicidad o eudaimonia y esa pérdida fractura su identidad práctica, su carácter como agente.
Michael Cholbi, por su parte, transitó desde una concepción del duelo para la que son igualmente importantes la felicidad y la identidad práctica, hasta otra centrada en la última. Una pretensión que está presente en ambas concepciones es la de solventar las que él considera que son deficiencias en la caracterización del duelo de Nussbaum, aunque su valoración al respecto no es correcta. En todo caso, de acuerdo con la primera de las concepciones que defendió Cholbi, el objeto intencional del duelo es la pérdida de una relación interpersonal en la que el doliente tenía depositadas expectativas eudemonistas (). Según él, introducir la precisión acerca de las expectativas, que pueden o no ser satisfechas, es necesario para poder explicar diversas instancias de duelo por la muerte de alguien que no contribuyó a la eudaimonía del doliente, la obstaculizó o que, aunque contribuía a ella, también era causa de una grave pérdida de bienestar. Poner el énfasis en el hecho de que lo que se ha perdido es una relación permite, además, explicar por qué el doliente no valora al fallecido como un simple medio para su felicidad, sino también intrínsecamente; ninguna de las dos personas que mantienen una relación puede sustituirse sin que se transforme la identidad misma de la relación y, por ello, dolerse por la pérdida de esta implica valorar a la persona fallecida por sí misma, como alguien irremplazable. El duelo generalmente no disuelve la relación con el fallecido, pero sí la sume en una crisis enorme porque la vuelve unidireccional y la reduce a una dimensión puramente emocional y simbólica. Esta crisis relacional es también una crisis en la identidad práctica del doliente, porque destruye o modifica drásticamente muchos de los planes, proyectos, metas, etc., que hasta entonces tenían una importancia fundamental en su vida:
[D]ebido a la naturaleza de las relaciones que mantenemos con aquellos por quienes sufrimos el duelo, esta crisis de la relación tiene una cara egocéntrica, basada en la identidad... Como animales sociales, nuestra propia naturaleza se individualiza en gran medida por nuestras relaciones con los demás. Y excepto en los casos más raros de alienación, nuestras preocupaciones y compromisos dependen de la existencia de otros en quienes se han depositado nuestras esperanzas eudaimónicas. ()
Esta primera concepción que Cholbi sostuvo del duelo, pues, explica la significatividad de la pérdida sufrida a partir de consideraciones relativas tanto a la felicidad como a la identidad práctica, pero es aquella y no esta la relevante al caracterizar al objeto intencional del duelo. Su segunda y más reciente concepción mantiene muchos de los elementos de la anterior, como las tesis de que la persona fallecida no necesariamente contribuía a la felicidad del doliente y que este no valora a la persona fallecida de modo meramente instrumental, pero la presencia del elemento eudaimónico se diluye a favor de un énfasis en la identidad práctica, a la que Cholbi define por referencia a las preocupaciones, compromisos y valores “que nos importan de manera más que momentánea o fugaz” (), y por los cuales elegimos y hacemos muchas de las cosas que terminan dándole a nuestras vidas una cierta forma y dirección. Ya no se habla de la eudaimonia al identificar el objeto intencional del duelo, sino que ahora este se caracteriza por referencia a la relación interpersonal perdida que conformaba, en parte, la identidad práctica del doliente (). La muerte nos arrebata la relación que teníamos con la otra persona y, entonces, muchos de nuestros más fundamentales compromisos, valores y/o preocupaciones se hacen inviables o solo pueden subsistir si se transforman radicalmente:
Los individuos por quienes nos dolemos [grieve] son, de alguna manera, vitales para nuestra comprensión de quiénes somos y qué nos importa. Han sido incorporados en esas concepciones y, de este modo, desempeñan roles cruciales en nuestras identidades prácticas. Cuando mueren, sus muertes representan una amenaza para una dimensión de nosotros mismos. . . nuestras autoconcepciones pueden verse sacudidas, a veces de forma dramática. ()
Teniendo en cuenta este brevísimo análisis de las concepciones del duelo de Nussbaum y de Cholbi, ahora quiero hacer notar que la eudaimonia y la identidad práctica están presentes no únicamente en ellas sino también en la noción de deseo categórico, tal como hemos visto que Williams lo caracteriza. El elemento eudaimonista no remite, ni en Nussbaum ni en Cholbi, a una concepción sustantiva de la felicidad, sino únicamente a lo que desde el punto de vista del doliente es intrínsecamente valioso y parte de lo que le da plenitud a su vida, de lo que hace que para él esta sea deseable de vivir. Ya que, como dije antes, los deseos categóricos son deseos que nos dan motivos para seguir viviendo, deseos que hacen que para nosotros valga la pena vivir, entonces, considerando lo dicho en esta sección, podemos concluir que las expectativas eudaimonistas que un doliente pudiera haber depositado en su relación con la persona ahora fallecida son deseos categóricos.
Por lo que respecta a la identidad práctica, cabe afirmar que esta se define por referencia a los deseos categóricos porque el hecho de que un deseo nos impulse hacia el futuro, que nos dé un motivo para vivir, significa precisamente que es un deseo tan vitalmente importante para nosotros que determina alguno o varios de los proyectos, actividades, intereses, etc., que son fundamentales para nosotros como agentes. Dice Williams: “Todo este argumento [el relativo a la existencia de los deseos categóricos] gira en torno a la idea de que una persona posea un carácter, en el sentido de tener proyectos y deseos categóricos con los cuales se identifique” (). Si el duelo pone en crisis nuestra identidad práctica, como dicen Nussbaum y Cholbi, y si la identidad práctica se define por referencia a los deseos categóricos, entonces, la crisis de la identidad práctica que sufre el doliente es una crisis en sus deseos categóricos; algunos se quedarán sin objeto y otros tendrán que reconfigurarse drásticamente si es que van a sobrevivir de alguna manera a la muerte de aquel individuo por quien nos dolemos.
En suma, el duelo que los humanos sufrimos por la muerte de un congénere es un proceso emocional que puede entenderse en términos de la frustración de algunos de nuestros deseos categóricos. Otros deseos que se conectaban con estos, fueran o no también categóricos, pueden subsistir y llegar a conectarse con deseos categóricos nuevos o antiguos, pero si lo hacen será de manera radicalmente transformada. Así, por ejemplo, una persona puede decidir continuar al frente de una asociación de apoyo a los enfermos de cáncer, aunque haya muerto el hermano que no únicamente motivó su interés inicial por esta causa, sino con quien compartió la planeación y puesta en marcha del proyecto. Si trabajar en la asociación junto con el hermano amado y enfermo estuvo entre sus deseos categóricos y tras su muerte no deja de participar en ella, muchos otros deseos conectados con el proyecto subsistirán, pero el deseo categórico de compartirlo con el hermano fallecido obviamente ya no será viable.
En la sección anterior sostuve que los humanos algunas veces tenemos deseos categóricos relativos a nuestros compañeros no humanos y en esta que el duelo humano por un congénere puede caracterizarse por referencia a los deseos categóricos a los que su muerte deja sin objeto. Ahora añado que no hay razón por la cual esta caracterización no sea aplicable igualmente al duelo por un animal, al menos en los casos en que este pertenece a una especie con capacidades de agencia, sociabilidad, lazos de afecto, etc., que nos permiten establecer con él relaciones individuales y que para nosotros son significativas. Propongo, entonces, que el duelo por la muerte de un animal no humano puede entenderse adecuadamente en términos de la frustración de los deseos categóricos que lo tenían a él por objeto. Hacia el final de la novela de Nunez que antes cité, y cuando Apollo ya ha muerto, su amiga humana dice:
No ha cambiado nada. Sigue siendo muy sencillo. Lo echo de menos. Lo echo de menos a diario. Lo echo mucho de menos. […] Pero ¿cómo sería si esa sensación desapareciera? […] No quisiera que eso sucediese. […] No puedes acelerar el amor, dice la canción. No puedes acelerar el duelo tampoco. […] Lo que echamos en falta —lo que perdemos y lo que lloramos—, ¿no es eso lo que nos hace quienes, en lo más profundo, somos de verdad? ()
Aquí se refleja bien la conexión entre el duelo y la pérdida de la relación con alguien que contribuía a darle plenitud a nuestra vida y que nos hacía, en parte, ser el agente que entonces éramos.
Conclusión
He argumentado que la estructura conceptual del duelo por un congénere, tal como ha sido analizada por Martha C. Nussbaum, Michael Cholbi y otros, puede traducirse convincentemente al lenguaje de los que Bernard Williams llamó deseos categóricos, es decir, deseos que le dan a una persona motivos para vivir. Desde luego, ver frustrado uno o varios de tales deseos no es por sí mismo suficiente para sentir que la propia vida ya no vale la pena de ser vivida, porque las personas tenemos típicamente muchos y muy variados deseos categóricos. Aduje, además, que los vínculos que muchos adultos mantienen con sus compañeros no humanos dan lugar a deseos categóricos y que no hay buenas razones para pensar que esos vínculos obstruyen el desarrollo humano pleno ni tampoco para creer que la individualidad, la capacidad de amar, la facultad de sociabilidad más allá de la propia especie, etc., sean privativas de los humanos. Las anteriores consideraciones, tomadas en conjunto, dan sustento a las afirmaciones de que, por un lado, el duelo de un adulto por un compañero no humano puede entenderse adecuadamente en términos de la frustración de los deseos categóricos que se vuelven inviables tras su muerte y que, por el otro, carece de sustento la idea de que este tipo de duelo es por definición ridículo, frívolo, o patológico. Ciertamente puede haber duelos poco razonables por la muerte de un compañero no humano, pero lo mismo es el caso respecto de algunos de los llamados duelos complicados interhumanos.
Caracterizar al duelo por un compañero humano o no humano en términos de la frustración de algunos o muchos de los deseos categóricos del doliente es fructífero, porque abre la posibilidad de dar cuenta de qué es lo que tienen en común todos los tipos de duelo, incluyendo aquellos debidos al rompimiento de una relación amorosa, la pérdida de un ideal, etc. Si se admite que el conjunto de los deseos que nos dan razones para vivir puede ser amplio y diverso, y que en él caben algunos deseos cuyos objetos son nuestra relación con una determinada persona, el vínculo que mantenemos con un determinado animal, el compromiso con una cierta causa social o un proyecto profesional, la pasión por alguna actividad, etc., entonces, podemos entender por qué la pérdida de cualquiera de tales objetos nos hace vulnerables al duelo. Justificar esta aplicación más amplia de la caracterización del duelo en término de deseos categóricos rebasa, en todo caso, los propósitos de este artículo.
Agradecimientos
Agradezco a los tres revisores anónimos por su cuidadosa lectura y sus sugerencias a una versión previa de este artículo. También agradezco a Francisco J. Serrano porque muchas de las consideraciones que hago aquí son deudoras de las conversaciones que hemos mantenido.
Bibliografía
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Notas
[1] Las estadísticas disponibles no son del todo consistentes. El dato que menciono proviene de “Pet Ownership Statistics” ().
[3] Según , esto es algo que no logra la concepción del florecimiento humano que Nussbaum defiende en The Frontiers of Justice (2006). Aquí no tengo espacio para abordar la cuestión de qué tan justa es esa crítica a Nussbaum.
[4] En “The Makropulos case: reflections of the tedium of immortality” (1973), Williams introdujo la noción de deseo categórico (categorical desire), que es también central en “Persons, character and morality” (1976). Todas las referencias a estos textos provienen de sus respectivas traducciones al español.
[5] Christopher Belshaw se equivoca, pues, cuando afirma: “Williams parece sugerir que su distinción es a la vez tajante y exhaustiva” ().
[6] Aaron Smuts distorsiona la posición de Williams cuando dice que “[e]l paradigma de un deseo categórico es lo que los existencialistas llaman un proyecto: un gran objetivo estructurador de la vida: escribir una novela, formar una familia, construir un hogar, seguir una carrera” ().
[7] Esto es algo que aceptan, aunque desde marcos teóricos distintos y con mayores o menores matices, , , y , entre otros.
[8] “El amor consiste en esto, que dos soledades se protegen, se tocan y se saludan mutuamente”, dice Rilke en la séptima de sus Cartas a un joven poeta.
[9] Hasta donde he podido determinar, su segunda concepción del duelo aparece por primera vez en , aunque él no señala explícitamente el cambio de matiz en su comprensión de este proceso emocional.
[10] argumenta que las críticas de Cholbi a Nussbaum son improcedentes. Aquí no abordo directamente este debate, porque no es especialmente relevante para el asunto que me ocupa.