Y Dionisos no es ya la voluntad de vivir, y ni siquiera la voluntad de poder, sino el genio del corazón, en el que está la delicadeza en el aferrar, la sabiduría, en suma. (Giorgio Colli)
1. Introducción
El pensamiento de Giorgio Colli comienza a despertar interés en el concierto de la filosofía contemporánea, más allá de su notable actividad como editor, junto a su amigo y discípulo Mazzimo Montinari, de la edición crítica de las obras de Nietzsche (), y de la edición y, en ocasiones, traducción, de los libros que fueron conformando la enciclopedia de autores clásicos publicada por la editorial Boringhieri entre los años 57 y 68 (; ). Junto al desarrollo de su «acción cultural» como editor, filólogo, educador y traductor, Colli desarrolló una escasa pero potente y herética obra, en la que evidenciamos el ethos intempestivo del legado nietzscheano (). Por eso, y como señala Miguel Morey, si tuviésemos que imaginar a Nietzsche si no hubiese abandonado la enseñanza, se nos viene a la cabeza Colli y la fuerza de su reflexión intempestiva (). Para Colli, la cultura moderna se funda en las intuiciones alcanzadas por los grandes sabios griegos, si bien su desarrollo refleja un palatino alejamiento de ellas (). En esto es fiel a Nietzsche. Volver a desentrañar el sentido de sus escritos fragmentarios implica, para él, realizar un movimiento a contracorriente, removiendo los cimientos incuestionados sobre los que se yerguen las pretensiones desmesuradas de la razón constructiva moderna.
El presente trabajo busca dar cuenta de la importancia que tienen para Colli los términos expresión e interioridad a la hora de comprender tanto el nacimiento de la sabiduría griega como, sobre todo, para afirmar una «racionalidad sana» abierta al fondo inagotable e irreductible de la vida. Dichos términos siguen el hilo de lo pensando por Schopenhauer y Nietzsche por lo que, para Colli, poseen un valor metafísico, es decir: son términos usados «para indicar los principios universales y supremos de la realidad» (). A través de Grecia, Colli busca reactualizar el conocimiento y la contemplación como valores supremos, intentando esclarecer aquella base pensada y experimentada por los griegos con las figuras de Apolo y Dionisio, figuras que vibran, ambivalentes, «entre la benevolencia y la maldad» (). A través de este movimiento, el edificio de certezas del edificio conceptual moderno se resquebraja, y el problema del sentido y del valor de la vida se convierte otra vez en un terreno en disputa. Como trataremos de mostrar, tomándonos en serio aquello que Colli busca pensar con los términos expresión e interioridad, podemos reactualizar –en el hilo de Schopenhauer y Nietzsche– el problema de la existencia, enfatizando el vínculo entrañable que en ella tienen el impulso cognoscitivo y la vida. Se trata, por lo mismo, de reactualizar «un impulso de la voluntad, moral por tanto, en busca de un bien en la vida suprema, y cognoscitivo, en busca de un conocimiento concreto y esencial de alegría y dolor, en la conciencia inmediata de un problema de la existencia» ().
Primero analizaremos el término expresión, identificado con lo apolíneo, término que permite a Colli darle un giro al mundo como representación de Schopenhauer. Luego desplegaremos el significado de interioridad, identificado con lo dionisiaco, poniendo el foco no sólo en el análisis de la tragedia sino también en los filósofos presocráticos, lo cual constituye una de las diferencias más notables entre Colli y Nietzsche. Por último, veremos las implicaciones que tiene la memoria en la relación entre interioridad y la expresión, y su relación con lo que el italiano ve como una de las grandes oportunidades de nuestro tiempo: ser capaces de evaluar las pretensiones de la razón dogmática, poniendo la pregunta por el valor de la existencia al interior de un uso sano de la razón. Este ejercicio, como apunta Boqué, finalmente nos va a proporcionar «las claves que darán inteligibilidad a una realidad contingente pensable, justificable y transitable para el ser humano» ().
2. La expresión apolínea y el desafío del conocimiento
Comencemos, entonces, por el significado que tiene para Colli el término expresión. Como señala Marc Boqué, Colli, a diferencia de Nietzsche, no se detiene en la imagen de Apolo como Dios de la serena apariencia, sino que destaca, también, su lado más ambiguo y terrible relacionado no sólo con el arte sino también con el conocimiento (). Ahora bien, como Narcís Aragay subraya, para Colli, ni Schopenhauer ni Nietzsche podrían haber reconocido el plano terrible de la representación y de lo apolíneo, pues ambos seguían atados a la pretensión moderna de dar al mundo un último fundamento: voluntad de vivir o voluntad de poder, respectivamente (). Con tales términos, señala Campioni, ambos pensadores buscan comunicar o, mejor, traducir, a la actualidad sus intuiciones metafísicas intempestivas e indecibles (). Por esta razón, indagar en el significado que tiene el término expresión en el pensamiento de Colli, exige de nosotros ir un paso más allá de lo ganado por ambos pensadores, quienes, sin embargo, nos han abierto la senda hacia los misterios de la sabiduría trágica griega (). En este gesto, como afirma el mismo Aragay, Colli no hace otra cosa que ser fiel al pensamiento del mismo Nietzsche, quién nos legó las herramientas no sólo para desmantelar el edificio metafísico sino también el de su propio pensamiento. Este desmantelamiento no implica, de todas formas, un «más allá» de la metafísica, sino un giro que nos dispone a una experiencia cognoscitiva pre-filosófica. La que, en los términos de Colli, los griegos llamaron simplemente sabiduría ().
Para Colli, el término «expresión» está entrañado con lo que, primero, Schopenhauer pensó como representación y, más tarde, Nietzsche amplío a través de la imagen de Apolo (). Ahora bien, si Nietzsche asoció la imagen de Apolo a la esfera del arte y la belleza, Colli nos muestra el hecho de que, al ser el protector del oráculo de Delfos, Apolo es también considerado el dios del conocimiento del futuro, de la mántica. Esto revela un lado oscuro y cruel que, según Colli, Nietzsche no supo explorar. El mundo de la apariencia no es para los griegos sólo la dimensión en la que la vida se redime de la intuición desgarradora del dolor del mundo, como pensaba de cierta forma el joven Nietzsche (). También, al ser el dios de la adivinación, abre en el seno del mundo humano un juego oscuro y enigmático, que planta a la inteligencia humana un desafío que siempre será excesivo e inalcanzable. De ahí uno de los modos que tenían los griegos para nombrar a Apolo: «el que hiere desde lejos» (). Apolo es el dios que impele al ser humano a adentrarse cognitivamente en el problema de la existencia, problema hondo y terrible, en el que se traza el límite infranqueable entre lo humano y el reto divino (). En ese sentido, y como afirma Colli, el mundo fenoménico propio del logos es, antes que bella apariencia, complejo y laberíntico, mundo en el que se manifiestan, al mismo tiempo, «juego y violencia» ().
Al estar la sabiduría apolínea identificada con el futuro, en la Grecia arcaica el sabio se asocia también al adivino. En la experiencia cognoscitiva del oráculo, el adivino, en un primero momento de locura, escucha las señas silentes del dios, transfiriéndolas al ámbito humano en palabras contradictorias y enigmáticas. En un segundo momento, las palabras del adivino son interpretadas por los profetas, los que les fuerzan un sentido articulado. De la primaria aparición de las señas del dios se pasa a la coherencia del discurso o logos humano. La transferencia ha sido completada, no obstante, la voz del dios se mantiene presente en su ausencia inefable: «el dios indica al ser humano que la esfera divina es ilimitada, insondable, caprichosa, insensata, carente de necesidad, arrogante, pero su manifestación en la esfera humana suena como una norma imperiosa de moderación, de control, de límite, de racionalidad, de necesidad» (). En este sentido, la sabiduría oracular puede comprenderse como la traducción imposible de un fondo insondable, decantado luego en preceptos de control y límite; «nada con exceso» o «conócete a ti mismo». Así, el mundo de la representación y de la apariencia apolínea se nos aparece como «un proceso hermenéutico que (…) culminará con el nacimiento efectivo del logos arcaico, tejiéndose con ello el mundo como representación» ().
Ahora bien, con el término «representación» Colli va a constatar, siguiendo a Schopenhauer, que todo conocimiento se da como relación entre sujeto y objeto, es decir: que todo «algo» es «algo» para «alguien», incluso cuando ese «algo» aparece primariamente como misterio o enigma. No existiría así, como subraya Aragay, una «realidad» independiente de aquel que se la representa, ni, por lo tanto, una suerte de realidad neutra y absoluta independiente de la conciencia que la acompaña (). Esto no quiere decir que la «realidad» esté determinada por un Sujeto, presuposición que ha llevado a los filósofos modernos a querer buscar los principios de lo real en las facultades cognoscitivas de un sujeto trascendental, pulverizando justamente toda experiencia de algo así como lo inmediato o extra-representativo (). En el mundo como representación no tiene lugar la preeminencia de un sujeto captando o creando un objeto, sino que sujeto y objeto aparecen en un mismo plano relacional: ambos son, estrictamente hablando, representaciones (). Por eso, que el mundo sea representación quiere decir que el mundo no nace de un Sujeto originario en tanto punto supremo, sino que este es un concepto más bien relativo, insustancial y escurridizo (). Y que, por lo tanto, no podremos representarnos nada «más allá» de la relación sujeto-objeto, como si pudiésemos ascender a través del hilo de las causalidades a un fundamento unívoco desde donde abarcar la totalidad de la existencia. Así, «desarrollar de modo cada vez más vasto el nexo de los objetos significará entonces lo mismo que conocer el conocimiento» ().
Todo conocimiento de algo es, también, traducción de «una otra cosa» que resiste la coherencia discursiva, y que, como destaca Boqué, en su traducción será indefectiblemente falsificada, permaneciendo, eso sí, vibrante, como un «instante absoluto, metafísico, cuya presencia negativa sólo podrá ser advertida por la memoria», como veremos más adelante (). Por eso, para Colli, la sabiduría expresiva de Apolo nos muestra la realidad como una apariencia en la medida que esta no se agota en sí misma, sino que hace señas a una alteridad radical, la que ha sido, como bien destaca Morey, olvidada en el seno de la hybris moderna (). De ahí que Colli prefiera utilizar más que la noción de representación, la noción de expresión. La representación, más que indicar la relación entre un sujeto y un objeto, tiene la implicación entonces de una «revocación», del —hacer reaparecer delante» algo perdido, olvidado, oculto ().
El logos es el nombre de la ley que expresa la «trama oculta del dios que sostiene y manipula la realidad» (). En el pensamiento y palabra humanos la ley que rige lo múltiple (el fenómeno) y aquello que rehúsa a ser representado aparecen en mutua pertenencia, como gran espectáculo del mundo. El logos o, si se prefiere, la expresión, es al mismo tiempo la ley que rige la representación y la comunicación de dicha ley, el discurso que describe los dos polos complementarios de la existencia, discurso que va mutando a medida que el camino del pensamiento vivo se hace escritura, y la escritura, como sistema autónomo, se eleva hacia la abstracción y anhelo constructivo y de sistema, lo que conlleva la pérdida de la experiencia de la inmediatez y, por lo mismo, la paulatina decadencia de lo sabio (). El logos auténtico nace, en cambio, de un contacto metafísico, en el que se reúnen lo inmediato, el fondo desconocido de la vida, y lo dicho acerca él, asumiendo que todo decir es expresión de «algo otro» que «ama esconderse», como ya señalase Heráclito ().
Es en este sentido que podemos señalar, con Colli, que el modo como Apolo provoca el nacimiento de la razón (del logos) es más bien cruel, puesto que «el que nace a la sabiduría no goza de ella, sino que se queda enredado en una contienda llena de peligros» (). Todo impulso cognoscitivo es así contienda, lucha por «desenredar una situación vital sombría, pero concretísima» (), por lo que no es de extrañar, entonces, que la máxima competición en la Grecia arcaica haya nacido primero como lucha mortal entre el dios y lo humano y luego haya devenido en lucha por conquistar el título de sabio, lo que marca el nacimiento de la dialéctica (). Así, vemos que la mántica no revela la necesidad inexorable de una trama causal previsible –lo que redundaría en un apaciguamiento de la voluntad de acción– sino que abre el porvenir como una cuestión en disputa (). El oráculo, como señala Heráclito, «ni descubre ni esconde, sólo insinúa» (). «A eso se debe el carácter exterior del oráculo –señala Colli–: la ambigüedad, la oscuridad, la alusividad difícil de descifrar, la incertidumbre. Así, pues, el dios conoce el porvenir, lo manifiesta al ser humano, pero parece no querer que el ser humano lo comprenda» ().
Este último punto resulta fundamental, pues nos sitúa de lleno en lo que podría pensarse como el corazón del mundo del logos: la hostilidad agonal. El terreno de la expresión es sobre todo el terreno de la política, pensada esta como toda forma de exteriorización en la que tiene lugar la afirmación expansiva de la propia individualidad. Colli comprende la expresión como una fuerza centrífuga que «tiende a expresar al individuo en el mundo siempre de modo más amplio» (). El terreno de la expresión es un campo de lucha entre individualidades. De ahí que, como destaca Boqué, para la sabiduría apolínea este mundo humano desgarrado por el desafío divino se sostiene, al menos en primera instancia, sobre pilares políticos y agonísticos (). En él el problema de la existencia emerge como un terreno es disputa, en el que se va perfeccionando el arte dialéctico hasta alcanzar la forma de la razón constructiva, la que termina por olvidar paradójicamente la potencia divina del enigma que late a su base.
3. La expresión política
En Filósofos sobrehumanos, Colli escribe: «para el griego, la actividad política no es simplemente ocuparse de modo directo de los asuntos del Estado, sino que significa en un sentido muy amplio cualquier forma de expresión, cualquier exteriorización de la propia personalidad en la polis» (). En otras palabras, podríamos decir que, en el plano de la expresión, el ser humano quiere proyectar su propia personalidad, haciendo dominar su individualidad.
Para Colli un claro ejemplo de esto es el mundo de los dioses homéricos. La religión olímpica «nace precisamente de esta interpretación política de todas las cosas» (), en la que se proyecta dinámicamente «el interés en hacer triunfar la propia personalidad fenoménica» (). En términos de Colli, esta fuerza individual se muestra como absolutamente cerebral, egoísta y nada pasional, «completamente encerrada en la representación» (). Es la majestuosa expresión del «mundo como visión y apariencia», sin profundidad ni interioridad algunas ().
El mundo político y expresivo de humanos y dioses está regido por dos principios supremos. Por un lado, la ley del phthonos, el principio de individuación, que marca límites infranqueables a toda expresión fenoménica, incluso divina, que se hace así siempre múltiple. Por el otro, la Ananke, la ley de la representación, «que en un estadio teórico muy desarrollado será el Satz vom zureichenden Grunde de Schopenhauer» (). Límite y concatenación causal, marcan el horizonte donde las individualidades griegas, mortales y divinas, se manifiestan agonalmente. Ellas carecen de otro fin que no sea el puro manifestarse en la vida: no existen metas supraterrenales ni metas futuras que den sentido a la acción puntual presente. Para Colli, el horizonte político del mundo griego da cuenta de un sentido profundamente ahistórico y areligioso de la vida, en el que la individualidad busca expresar y expandir exclusivamente su personalidad en el mundo fenoménico (.
El mundo de la expresión apolínea se nos muestra, así, ligero y terrible al mismo tiempo. Por un lado, grafican la ligereza de la estructura de la representación, sin profundidad, pura exterioridad; por el otro, muestran la violencia ciega que acontece en su dinámica expresiva, el horror presente en venganzas y ardides ideados para la manifestación del propio ímpetu de vida. Por ello, Colli va a ver en el mundo homérico la manifestación de una visión del mundo puramente política, en donde la polis se concibe como un campo de individualidades en tensión, «intolerante hacia cualquier movimiento unificador» (). El mundo de la expresión es así el mundo en la que la vida se realiza como pura exterioridad, y en el que el individualismo pone, así, «en valor lo limitado en la expresión» ().
Ahora bien, en el corazón de este juego violento y múltiple del mundo de la expresión se comienza a abrir, como el hilo de un grito enmudecido, una grieta profunda que rasga la mera apariencia. Colli sitúa en Grecia un aumento inusual de la violencia y la hostilidad expresivas a inicios del siglo VI hasta la mitad del siglo V (), años en las que las luchas políticas se hacen atroces y el sufrimiento se intensifica de modo desmesurado (). El mundo de la pura expresión individual hace aparecer en el seno de la apariencia «el más profundo dolor: toda expresión es inadecuada», lo que vaticina una dolorosa lucha infinita y sin sentido (). En este contexto de violencia, aparecen en Grecia cultos que buscan apartarse de los litigios políticos y expresivos. Este el caso de los ritos órficos y de las comunidades pitagóricas, cultos que ponen de manifiesto el nacimiento de una nueva sensibilidad para con el mundo. Al hilo de lo que señalara Nietzsche a propósito la sabiduría dionisiaca (), Colli va a denominar a esta nueva sensibilidad pesimismo dionisiaco, en la medida que en ella se busca «escapar de las pasiones humanas, de las luchas egoístas, de la agitación vana y convulsa del mundo» ().
Este nuevo aspecto del espíritu griego abre una experiencia cognoscitiva marcada por un misticismo que se recoge hacia la intimidad. Si en el mundo puramente expresivo se da una distancia infranqueable entre lo humano y lo divino, en el pesimismo dionisiaco tiene lugar un repliegue hacia la interioridad del mundo, la que fulgura en la propia individualidad (sobre) humana de quien se retira de la vida política y expresiva. El enigma se encuentra ahora no es una dimensión ajena a lo humano sino en su propia alma desbordante, la que guarda una otra cosa que el mundo fenoménico en las entrañas de su corazón.
Sintiendo el fondo inenarrable del mundo en su propia interioridad, aquel que se adentra en los enigmas de la sabiduría de este dios, encuentra, dentro de su propia alma, una mirada de conjunto a la multiplicidad expresiva, encontrándose con aquello que, desde su interior, le da una orden: el arché. Por ello, a diferencia de los dioses olimpos, radicalmente distantes e indiferentes al mundo humano, aquel que contempla la totalidad del mundo desde las intuiciones dionisiacas, no puede alcanzar una visión del mundo que le sea indiferente, puramente externa. Por el contrario, contemplando el fondo íntimo y dionisiaco del mundo, el ser humano «no logra despojarse de sí mismo, como lo hace al contemplar a los demás dioses: Dionisio es un dios que muere. Al crearlo, el ser humano se ha sentido arrasado a expresarse a sí mismo, todo su ser entero, e incluso algo más que él mismo» ().
4. La interioridad dionisiaca
Dionisos es el dios que pone de manifiesto una significativa transformación en el espíritu griego: de pronto la realidad deja de vivirse casi exclusivamente como exterioridad, expresión y agón político, emergiendo en su seno el pathos de la interioridad. Por interioridad Colli va a comprender una dimensión de la realidad que cada vez se torna más difícil de exteriorizar a cabalidad, una dimensión en la que vibra una suerte de inadecuación entre mundo y vida. La apariencia se desfonda, y el sentimiento abismal de una alteridad radical comienza a sentirse en todo aquello que no logra ser exteriorizado. Por ello Colli, va a ver en la interioridad dionisiaca una suerte de movimiento que nace a contrapelo del movimiento centrífugo y expansivo de la expresión (). La interioridad dionisiaca se presenta como un movimiento centrípeto, en el que individuo se repliega sobre sí, renunciando al afán de dominio propio del principio de individuación, disolviendo su personalidad en un fondo extrarreprentativo que late silente en cada una de las formas múltiples del mundo.
Es Nietzsche quien acentuó por vez primera la importancia fundamental que tuvo en el modo de vida griego la aparición de los ritos dionisiacos (). Como hemos visto, frente a la afirmación expansiva e incondicional de la individuación, un movimiento de reflujo hacia la comunión despersonalizada del fondo de la vida comenzó a ser característico de comunidades que se congregaban en torno a los misterios eleusinos. Allí se comulgaba con verdades que, más que articularse en la relación sujeto-objeto, eran visiones en las que el objeto de conocimiento y el sujeto que conoce se disolvían en una unidad circular y plena. De este modo para Colli, Dionisos representa una experiencia cognoscitiva en el que sujeto y objeto se fusionan en un fondo extra-representativo.
Esta unidad, si bien no es revelable en palabras ni conceptos, sí puede ser experimentada en la disolución liberadora del individuo en el goce extasiado de lo común. Es allí, en este proceso de despersonalización dionisiaca, donde el griego lograba sacudirse del dolor generado por la multiplicidad agonal del mundo regidos por los principios de individuación y de razón suficiente. El dolor fue apaciguado primero en los ritos catárticos colectivos y luego, de modo más elevado y «filosófico», con el arte por excelencia del consuelo metafísico: la tragedia. En esta expresión estética, Nietzsche encontró aquello que caracteriza de modo más profundo la espiritualidad griega, la que permitió reconciliar el saber más terrible del fondo sufriente del mundo con las formas más hermosas de la fantasía y las apariencias. Es en la tragedia donde el fondo obsceno del mundo aparece en escena, vinculándose experiencialmente lo múltiple con lo que en esta obra va a denominar el «corazón de lo Uno primordial» (). Como escribe en uno de sus pasajes más bellos: «bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el ser humano» ().
Ahora bien, para Colli, dando por sentada la relación entre Apolo y el arte, el error de Nietzsche fue quedarse en esta intuición juvenil, dando a la tragedia y a los ritos dionisiacos la impronta de máxima conquista de la experiencia de pensamiento occidental, olvidando con ello los logros de los pensadores presocráticos. En ellos, la interioridad alcanzada en las orgías embriagantes a través de la despersonalización colectiva es superada con la irrupción de la gran interioridad individual, en donde el sentimiento dionisiaco se expresa en la suprema creación poética-filosófica: el arché (). Es este el punto en el que el pensamiento de Colli y el del joven Nietzsche se muestran más divergentes. Su principal diferencia no será sólo el distinto tratamiento que cada uno le da a la figura de Apolo sino, fundamentalmente, el lugar en el cada cual sitúa la experiencia de elevación dionisiaca, el primero en la intimidad personal del sabio que se retira para contemplar en sí mismo la verdad del dolor del mundo, el segundo en la disolución del principio de individuación en el éxtasis colectivo del arte trágico. Así, Colli afirma al conocedor como una fuerza centrípeta en el que se expresa de modo elevado la sabiduría trágica, clave de comprensión del milagro griego ().
Para Giorgio Colli son los sabios presocráticos aquellos «filósofos sobrehumanos» en los que la pregunta qué es la vida y como debe vivirse irrumpe como eclosión de un pathos de la distancia sobreabundante. Se podría decir que es en ellos donde la vida, antes pura expresión agonal y múltiple, abre una inadecuación radical en su seno, que transfigura el modo en el que la propia vida se siente viva. Así, si la vida puramente externalizada le basta un estímulo para descargar su fuerza e impulso (como a un animal le basta sentir siempre el mismo alimento para sentir hambre), ahora se teje una profundidad interior desde la que nace el anhelo de lo profundo y continuo, de la que brota el amor a la intimidad desbordante de la vida sin más. Por ello, Colli ve en Dionisos «la experiencia inenarrable de la totalidad. Dionisos es, por consiguiente, un impulso insondable (…) lo inexhaurible a través de la fragmentación, lo que vive en cada una de las laceraciones del cuerpo sutil del agua cuando se estrella contra las incisivas rocas del abismo» ().
Estas últimas palabras de Colli tienen una fuerza extraordinaria. Dionisos es eso que vive en cada fragmento, en cada partícula que se mueve frenética sobre el abismo. En otras palabras: Dionisos vive en cada uno de nosotros, como trama invisible en el que se reúne –sin disolverla– la propia contradicción que nos constituye: «Dionisos no es un ser humano. Es, a la vez un animal y un dios, manifestando así los términos extremos de todas las oposiciones que el ser humano encierra en su propio ser (). Por eso que, a diferencia de los seres humanos que buscaban la redención del dolor de la individuación en los ritos colectivos, los pensadores dionisiacos, en una «intuición cognoscitiva extraordinariamente aguda» (), se retraen sobre sí mismo, vislumbrando, como una visión, «por vez primera el amor universal» (). El fondo inenarrable de la vida no está en un universo causal abstracto y cerebral, sino que late en nosotros mismos, no como una posesión personal sino como una otra cosa que no nos pertenece, pero a la que estamos entregados.
En este punto resulta clave el descubrimiento del thymos en tanto interioridad como tal, la que se opone al pthonos como principio de individuación egoísta y centrífuga. «Esta es –nos enseña Colli– la fuerza vital del individuo, la fuente metafísica, rica e inconfundible que lo caracteriza, en la que todavía no se distinguen sentimiento e intelecto, voluntad y razón» (). Aquí, lejos de un movimiento solipsista, lo que tiene lugar es una conexión inédita de lo humano con el corazón de la vida, lo que conlleva una modificación radical en la experiencia del mundo circundante. Thymos es el impulso que quiere elevarse hacia el todo, abarcarlo y expresarlo en una creación filosófica-poética que libere su potencia interior inagotable y sobreabundante, por lo que no es raro que lo haya vinculado a la voluntad nietzscheana ().
Para los sabios griegos, que arriesgan su individualidad en el contacto con el fondo metafísico que late en sus propios corazones desbordados, no es suficiente este movimiento de retraimiento y reflujo, sino que, siguiendo el instinto político y expresivo del espíritu griego, necesitan comunicar sus visiones al resto de los seres humanos, en la medida que el arché expresa «el principio bueno que da felicidad» (). Por ello, para Colli, esta suerte de renuncia que llevan a cabo los pensadores dionisiacos implica no una negación de la vida sino su afirmación plena. Signo de ello es que el sabio, replegado en su interioridad desbordante, luego se vuelca nuevamente hacia el mundo de los seres humanos en busca de manos que quieran recibir sus ofrendas y regalos nacidos del contacto con la interioridad inmediata, lo que los lleva a un retorno a lo apolíneo, no siguiendo el individualismo desenfrenado y al phthonos, sino, ahora, de un modo en el que la expresión apolínea se sostiene por una interioridad dionisiaca que abraza con delicadeza la verdad extra representativa ). La verdad desnuda debe ser comunicada ahora como arché, lo que «expresa el sentimiento interior unitario e infinito que le había salvado del sufrimiento y de la limitación de las cosas humanas y lo comunica a los seres humanos con el nombre de arché del mundo, que en griego significa «señorío, predominio político» ().
Para Colli no debemos confundir el arché con el descubrimiento de la relación entre el Uno y múltiple, presentes ya en los ritos órficos y en cualquier otra manifestación religiosa. La novedad radical del arché es la oposición entre la «apariencia y la realidad verdadera de las cosas» (). La experiencia de la realidad sensible como apariencia nos indica que está nunca puede ser comprendida tan sólo como conexión entre sujeto y objeto sino como evocación de algo radicalmente otro que se resiste a aparecer. El arché es representación que se sabe expresión de algo que lo excede, o, mejor dicho: expresión sin representación, rayo poético-filosófico que ordena al tiempo que comunica a los demás seres humanos el acontecimiento mismo de este ordenamiento coherente que no se deja ver.
Ahora bien, aquí no se trata del conocimiento de la causa suprema, ni de la Razón o Sujeto que todo lo ordena, pues el mundo que vemos multiplicarse en formas siempre limitadas y antagónicas no se agota en sí mismo, siempre es expresión de un Afuera irreductible a toda representación, un Afuera que se manifiesta, en términos de Miguel Morey, «de un otro modo en el seno de lo Mismo» (). Por eso que, para Colli, más relevante que lo dicho por los sabios dionisiacos, son sus gestos filosóficos, dado que es en ellos donde vemos expresadas «sus intuiciones místicas mediante la vida heroica que escogieron para sí, en la crítica incansable de todos los valores humanos» (). Los sabios se tomaron en serio, con radicalidad, que el mundo fenoménico no se agota en sí mismo y que, por lo mismo, a través de sus vidas y enseñanzas a lo que nos invitan es a disponernos a habitar en el límite insaturable que se da entre nuestros mundos de normalidades y aquel Afuera que irremediablemente pone en cuestión nuestras pretendidas seguridades y conocimientos, Afuera que vibra en una suerte de «razón extática» que hace posible un conocimiento no mediado por el principio de individualidad (). Por eso, sus palabras filosófico-poéticas, antes de indicar algo de modo recto, insinúan mostrando la inadecuación irrebasable en la que se trenzan y florecen la vida y el mundo. El arché «expresa la expresión», es una ficción anti-dogmática, yaga que abraza ese Afuera que no deja cerrarse a la razón sistemática al interior de sus mismas tramas explicativas. Por eso, como afirma Morey, el gesto filosófico de los sabios, marcado por la búsqueda de esa «otra cosa», por una «pasión por el Afuera (), no es otro que el gesto propio del pensamiento: la «indisciplina».
5. La «razón sana»
Ahora bien, ¿cómo restablecer, hoy, este vínculo entre interioridad y expresión que nos muestra la arbitrariedad y violencia de todo fundamento y nos permite resistir al giro clausurante de la misma razón sistemática y constructiva? Este movimiento de reflujo que va de la trama de explicaciones hacia esa otra cosa que el mundo fenoménico está relacionado directamente con la memoria, la que indica hacia «algo» extraño al espacio y al tiempo (). Esta, para Colli, es la facultad metafísica que encuentra su posición en el límite que se abre entre la expresión y lo expresado, límite que no se puede representar, pero sí testificar (). Pensar en tanto evocar, es volver a plantear ese lugar desde donde, como vimos, nace el logos: el enigma. Es volverse a atender aquel desafío lanzado al que el logos da una respuesta siempre incompleta y provisional, desafío olvidado por la razón constructiva que, en su pretensión de haber alcanzado y dominado con su fuerza el fundamento absoluto de la realidad, esconde más bien una «privación de la vida» ().
El recuerdo del nacimiento de lo (no) manifiesto no nos provee de nuevas y renovadas explicaciones respecto al ser del ente en su totalidad. Más bien, nos pone en relación con la finitud radical de todas nuestras facultades y pretensiones, de nuestras representaciones y deseos, afectando el modo de relacionarnos con la economía general de la existencia. La irrupción en la memoria de esa otra cosa que siempre excede nuestra voluntad de conocimiento y de poder nos lleva a una conclusión radical, captada de golpe: que es «la despiadada voluntad de victoria de quien discute» la que acompaña a la expansión violenta del individuo y su expresión (). Es decir, no es que se busque desinteresadamente ni la Verdad, ni el Bien, ni la Causa o Fundamento primeros, sino que es la voluntad de victoria y expansión ilimitada –como fines en sí mismos– los que organizan el mundo de la pura apariencia y expresión.
Para Colli, alcanzar esa sabiduría nacida del contacto directo con el fondo de la vida no implica indefectiblemente la negación de la voluntad de vivir, como en el caso de Schopenhauer, sino que refleja la máxima grandeza del espíritu (). No es de extrañar, entonces, que Colli viera en Zenón –quién «anunció una posición final de la filosofía» ()– y en Gorgias, la culminación de la dialéctica griega en lo que va a denominar «nihilismo teórico» () o «razón destructiva» (). Para Colli, este modo de racionalidad es expresión «de una vigorosa visión afirmativa de la vida» () y no de un relativismo que hunde en la desesperanza el hondo dolor que le genera el mundo (). Pues el saber que pone en juego es aquel en el que la preeminencia del conocimiento místico –es decir, aquel que no puede revelarse como totalidad– siempre va a cercenar todo conocimiento representativo que diga expresar la realidad positiva y total de todas las cosas.
Para Colli, por ejemplo, Gorgias junto con demoler las pretensiones edificantes lo que hace es reconocer en el logos la propiedad más elevada del ser humano, dando cuenta con ello que, pudiendo demostrar y/o destruir cualquier cosa, el logos «es un terrible poder que encadena y dirige las pasiones humanas en tanto se aplica a la esfera política» (). Zenón y Gorgias, a través de su nihilismo teórico no solo desplegaron la razón destructiva, sino que nos mostraron los peligros de la razón constructiva, advirtiéndonos de su tendencia a la desmesura. Es decir, no sólo destruyen una y otra vez los fundamentos que se creen ciertos, sino que, sobre todo, nos enseñan los usos de una «razón sana» dispuesta a pensar desde los propios límites infranqueables: una sana razón que afirma la finitud inexorable de la situación humana.
Para finalizar, una última cuestión. Buscando restablecer esa relación originaria entre interioridad y expresión dentro de las lógicas de la razón, ¿Colli está apelando a una suerte de ontología o teología negativa? Esta lectura, ofrecida por ejemplo por Llorente, es posible y, en ciertos respectos, legítima (). Sin embargo, no es la única lectura posible ni –creemos– la más fructífera para los problemas que enfrenta nuestra época disuelta en las razones incuestionadas del Mercado. Asumir que las edificaciones de la razón constructiva y sistemática no tienen finalmente un fundamento incuestionable (pues su fundamento de deshace en una interioridad que lo remece con su puro silencio), revitaliza aquello que, siguiendo a Morey, llamamos más arriba «indisciplina». Gesto o pensamiento indisciplinado, que se resiste, en su mismo gesto, a fusionarse con la trama de explicaciones y causalidades que, legitimadas por la Razón, se confieren estatuto de realidad sin más. Reivindicar con el pensamiento lo no-pensado, implica reivindicar la inadecuación radical de la vida con el mundo de representaciones en las que vivimos, creyéndonos conocedores del fundamento que organiza la totalidad. Pensar a partir de lo que se nos disimula permanentemente implica, por eso, asumir que pensar es un gesto de resistencia a ese movimiento de expansión totalitaria presente en el principio de individuación que quiere apoderarse de todo para producirlo a su imagen y semejanza; resistir para explorar y tantear nuevas maneras de dejar emerger esa cosa otra que es, finalmente, lo que invita a seguir amando aquello siempre por pensar ().
Por esta razón, antes que escudarse en una nueva teleología negativa, Colli asume con radicalidad la crítica que el joven Nietzsche hiciera al optimismo socrático, el que, como se recordará, señalaba que lo único valioso es aquello que podía ser explicado y producido, transformado o mejorado, es decir: lo que está en las manos de un sujeto soberano y constructor (). Buscando atender a ese latido del Afuera, explorando las formas de dejar advenir lo inadecuado e inesperado que no deja coincidir nunca a la vida con el mundo fenoménico que la determina, lo que tiene lugar no es una disolución pasiva en el silencio de la noche del mundo sino una transformación en el modo de pensar y de sentir que trastoca, en el seno de la razón constructiva y sistemática, el campo de los posibles, abriendo la vida hacia esos imprevisibles que nos invitan a seguir pensando y viviendo, pese a todo. Pensar es por eso un gesto de resistencia y de indisciplina. Pero también un acto creativo, el que, antes de buscar imponer una forma y un nuevo orden a una materia inerte, se abre al juego del mundo, tejiendo a partir de nuevos hilos, los nudos sobre los que se podrían ir hilvanando nuevas y renovadas formas de vida.
6. Conclusiones
A partir de todo lo visto, podemos concluir que, a partir de los términos «interioridad» y «expresión» Colli no sólo despliega una interpretación original del nacimiento de la sabiduría griega, sino que, sobre todo, a partir de Nietzsche y su crítica a la metafísica, despliega una consideración de la razón moderna, evidenciado sus pretensiones y desmesuras dañinas e injustificables. Pensar la representación como expresión le permite a Colli dar cuenta de que el mundo fenoménico en el que vivimos se da siempre como una interrelación, lo que impide pensar y vivir a partir de un fundamento positivo válido en sí mismo. A través del carácter político de la expresión, Colli subraya que el principio de individuación se da como choque agonal entre individuos, movimiento centrífugo sin otro fin más que ampliar su propia individualidad, lo que genera irremediablemente un sufrimiento y una violencia injustificable y en vano. Es la experiencia de esta violencia sin fundamento la que nos pone a rostro descubierto ante un Afuera que late en la intimidad del alma desbordante, latido en el que se vislumbra otro modo de vínculo con la expresión y la representación.
Ese Afuera de la razón, lo no-racional (que no es lo mismo que lo irracional) no debe pensarse, por ello, desde la órbita del dios oculto. No se trata de una teología negativa. Esta pasión por el Afuera, utilizando las palabras de Miguel Morey, subraya la relación insoslayable que mantiene el pensamiento –o mejor, quiéralo o no, la vida humana– con esa otra cosa que se no puede ser reducida a representación; otra cosa que, a su contacto, despierta un extrañamiento implícito (olvidado o reprimido) en el mundo de lo ya sabido y dado por sentado, desde dónde pueden brotar nuevas preguntas, nuevas inquietudes, puntos de fuga que remezan desde su raíz a toda «disciplina» de la razón cerrada sobre sus propios goznes, obligándonos «a mutar de umbral» (). El gesto filosófico, desde la perspectiva que nos legara Colli, atento a ese fondo íntimo que rehúsa más no niega la lucha por el dominio de la alteridad, abraza la totalidad de la existencia no a partir de un fundamento sobre el que se irguiera un sistema cerrado sobre sí mismo; más bien, en este «amor universal» () lo que tiene lugar es una «intuición cognoscitiva extraordinariamente aguda» () en el que late aquel continuum abismal en cada una de las formas tramadas en el espacio de juego temporal en el que se inscribe nuestra existencia. Esta intuición cognoscitiva, aunque resulte paradójico, no nos otorga una representación más alta, sino que nos expone justamente a ese rehúso que hace imposible o, mejor, ilegítimo, toda pretensión de la razón constructiva, evidenciando que en sus dinámicas tiene lugar una violencia injustificable que se ejerce sobre toda otra cosa que «ama esconderse»: sobre toda diferencia, sobre toda alteridad radical. Por eso, como vimos, el arché filosófico-poético no debe comprenderse como si fuese un fundamento o causa primera. El arché, más bien, expresa un nuevo modo de amor universal, un modo diferente de abrirse al fondo sin fondo del mundo fenoménico; una palabra, si se quiere, poética y filosófica que, al ser rumiada, hace temblar, a veces de modo imperceptible, todo el edificio conceptual y explicativo sobre el que se sostiene transparente el mundo de la normalidad que se cree y quiere reflejo de la realidad de lo real.
Quizá Colli no nos enseñe más que esto: que el gesto filosófico por excelencia consiste en ir explorando formas de dar lugar a ese fondo inagotable que exige de nosotros mantener el horizonte hermenéutico y expresivo de la «razón dialéctica», cuidando de mantener el límite irreductible entre lo expresado y lo que se resta (). Implica, ante todo, no acumulación de conocimientos sino una cierta disposición para con el mundo: no sólo ir sobre lo otro, para apropiárselo a capricho. Se trata de ir –como expresa Colli en el epígrafe citado al comienzo– de aprender a cultivar una delicadeza en el aferrar los pliegues íntimos esa naturaleza que ama esconderse, lo que no es otra cosa que la sabiduría dionisiaca. Es decir, explorar a tientas otros modos de estar junto a esa «otra cosa», no buscando aprehenderla sino, más bien, disponiéndose a rozarla oblicuamente para que se exprese en su inagotabilidad íntima y sobreabundante. No cerrar, clausurar ni creer que se ha alcanzado el dominio cognoscitivo de lo real, pues, como no se cansa de decirnos Colli, se trata sólo del mundo fenoménico, que siempre es expresión o evocación de «una otra cosa». Por lo mismo, preguntarse con radicalidad qué es la vida y cómo debe ser vivida –preguntas sin respuestas, preguntas que interpelan y abren– asumiendo ese fondo de alteridad sobre el que se despliegan las diversas particularidades del mundo, no es otra cosa que ejercitar la «razón sana» y un nihilismo teórico afirmativo. Pues esa otra cosa irreductible y fecunda, quizá, no sea otra cosa más que la vida misma, el eon: Dionisio, que juega como un niño.
Notas
[1] Se trata de la famosa edición crítica de las obras de Nietzsche publicadas y no publicadas, de los fragmentos póstumos y de la correspondencia, en la que Colli y Montinari comenzaron a trabajar el año 1958, conocida como edición Colli-Montinari. Existe actualmente una edición digital, a saber: Digitale Kritische Gesamtausgabe – Digitale Fassung der von Giorgio Colli und Mazzino Montinari herausge- gebenen Referenzausgabe der sämtlichen Werke Nietzsches, que está a cargo de Paolo D'Iorio. Se puede consultar en http://www.nietzschesource.org
[2] Colli tuvo a cargo la dirección de la colección Enciclopedia de autores clásicos para la editorial Adelphi, de los que tradujo y prologó un buen número de libros. Se publicaron algunos de sus prólogos en el libro : Enciclopedia de los maestros. Barcelona: Seix Barral.
[3] Como señala Federica Montevecchi, incluso podemos leer toda la especulación colliana como un intento de vincular los análisis de la representación elaborados por Schopenhauer, Nietzsche y Kant con el pensamiento griego ().
[4] Como señala Jacob Burckhardt en Historia de la cultura griega, referente obligado de Colli, «junto a este enriquecimiento infinito del pensamiento recibimos por añadidura [de los griegos] el resto de su creación: arte y poesía. Vemos con sus ojos y hablamos con sus expresiones. Pero de todos los pueblos cultos, el griego es el que más terrible daño se ha hecho a sí mismo» ().
[5] Aunque, como escribe Colli: «Bello, sin reservas, es el amor a la verdad. Lleva lejos, y es difícil alcanzar el final del camino. Más difícil es, sin embargo, la vía de regreso, cuando se quiere decir la verdad. Querer mostrar la verdad desnuda es menos bello, porque turba como una pasión. Casi todos los buscadores de verdad han sufrido esta enfermedad, desde tiempos inmemoriales» ().
[6] Este punto es muy importante pues, para Colli, el esplendor del mundo se da como fenómeno cognoscitivo y no como fenómeno estético, lo que marca una distancia insalvable no sólo con el joven Nietzsche sino, como destaca Barbera, con todos aquellos que quieren hacer del pensamiento de Nietzsche una exaltación a la dominación totalitaria y expansiva de esa mezcla de político y esteta que sería el sobrehumano, encarnado en los ideales del fascismo. Para Collí justamente tiene que ver con un movimiento contrario, no con una fuerza centrífuga que busca apropiarse y modificar la realidad sino con un movimiento centrípeto hacia la intimidad, en la que el conocer hace la experiencia de la radical alteridad que se juega en el fondo imposible y doloroso del mundo. Como escribe el mismo Barbera, a propósito del individuo superior: «Este último no es el individuo que se ocupa del esplendor del fenómeno y del poder, sino que es el individuo que rechaza la tentación tiránica y cultiva la soledad, la gozosa contemplación de la existencia con todo su dolor (Colli habla de un «pesimismo no pasivo»), que desemboca al fin en las «individualidades heroicas» y puramente teóricas de los filósofos presocráticos» ().