1. Introducción
Poco después de la muerte de Hegel, se inició una encarnizada disputa acerca de cómo interpretar el aspecto religioso de su pensamiento: la izquierda hegeliana consideró que Hegel había sido fundamentalmente un ateo humanista, o quizá un panteísta que solo nominalmente presentaría ciertas similitudes con la terminología cristiana. La derecha hegeliana, al contrario, consideró que Hegel habría sido un firme defensor de la fe cristiana y, particularmente, de la iglesia prusiana. Ambas partes contaban con una base textual suficientemente amplia para fundamentar sus respectivas posturas. Nosotros intentaremos demostrar que tanto la interpretación desde la ortodoxia cristiana como aquella que identifica a Hegel con un ateo humanista podrían ser ambas imprecisas por asumir una dimensión particular del pensamiento del autor haciendo abstracción del resto; la interpretación cristiana no da cuenta del carácter profundamente heterodoxo que presenta la concepción hegeliana de lo divino, mientras que la interpretación humanista falla cuando pretende eliminar la especificidad de dicha concepción identificándola de forma inmediata con el universo o con la naturaleza. Existe una diferencia entre, por una parte, la voluntad que reconocemos como genuinamente hegeliana de racionalizar la fe cristiana y, por otra parte, lo que sería una fe puramente racional o deísmo, postura respecto de la cual Hegel se va a desmarcar expresamente en ciertos capítulos de la Fenomenología del espíritu .
A la hora de considerar los escritos tempranos de Hegel, con el propósito de observar la génesis de sus ideas acerca de la religión, se hace necesario distinguir claramente el contenido de cada texto en particular, pues Hegel cambió radicalmente de postura en períodos de tiempo relativamente cortos. Por ejemplo, en La positividad de la religión cristiana (1795-1796), texto compuesto durante su estancia en Berna, Hegel aceptó la doctrina kantiana de una fe basada en la moral según la cual la creencia en la inmortalidad del alma, o en la misma existencia de Dios, se asumirían en virtud de su utilidad para sustentar la moral cívica. Por otra parte, Hegel también consideró en el mismo texto que el cristianismo, en su forma original, resultaría incompatible con ciertos principios básicos para el Estado, como por ejemplo el de la propiedad privada, de modo que hasta la cristiandad habría tenido que traicionar la forma original del cristianismo para poder establecerse institucionalmente y llevar a cabo su expansión. También en La positividad de la religión cristiana, Hegel sostiene (adelantándose a Marx o a Feuerbach) que la identificación de la voluntad divina con la fuente suprema de autoridad moral se explicaría a partir de una hipóstasis de ciertas características de la especie humana, por la cual se le impondría al individuo una situación de heteronomía moral. Este tipo de críticas al cristianismo parecen de hecho situar a Hegel claramente dentro de la tradición del pensamiento radical ilustrado; sin embargo, durante los años que Hegel estuvo en Frankfurt, su pensamiento sobre la religión experimentó cambios muy profundos. Durante este período, Hegel empezó a concebir la religión como algo independiente de los principios de la moral kantiana, considerando que la fe religiosa, sencillamente, no se podría explicar a la luz del entendimiento finito. Será a partir de los años de Jena, cuando Hegel compuso la Fenomenología del espíritu, que la teología hegeliana en su estado de madurez comenzaría a entender a Dios como el logos divino con el propósito de reconciliar los dominios de la filosofía y la fe. Los comentarios acerca de ‘la conciencia infeliz’ que se hallan en el capítulo IV (sobre la Autoconciencia) de la Fenomenología del espíritu sugieren que sería una mala interpretación identificar a Hegel con un pensador cristiano en sentido ortodoxo. De hecho, este capítulo se puede interpretar como una crítica implícita al cristianismo en cuanto a su concepción de Dios como algo totalmente transcendente al mundo y, particularmente, por las implicaciones éticas que de ello se derivarían. El cristianismo compara la vida humana con un peregrinaje hacia el más allá que sería el único lugar donde el ser humano podría encontrar realmente su salvación, de tal modo que el bien supremo queda radicalmente separado de la existencia terrenal y, por lo tanto, excluido de toda posible realización en una forma histórica del estado. Pero Hegel va a intentar superar esta forma de alienación precisamente a través de la religión, concretamente a través de una re-interpretación del cristianismo según la cual éste sería capaz de religar o de reconciliar al individuo de nuevo con el mundo, mostrándole la inmanencia de lo divino en la naturaleza y en la historia.
Debemos evitar inflar o erosionar el concepto de Hegel acerca de lo divino […] La interpretación cristiana es culpable de inflar el concepto hegeliano de Dios, como si éste fuese lo primero, no sólo en la esencia sino también en la existencia; de este modo parecería como si Dios denotase una substancia que, por ser conceptualmente anterior al mundo, también existiese antes que el mundo. La interpretación humanista es culpable de erosionar el concepto hegeliano [de Dios] como si fuese secundario en la esencia, porque así lo es en la existencia; entonces parecería como si Dios no fuese nada más que la suma total de todas las cosas particulares, un mero término piadoso para referirse al universo.
En la sección acerca de la Ilustración, incluida en el capítulo titulado “El espíritu extrañado de sí: la cultura”, dentro de la Fenomenología del espíritu, Hegel expone cómo la ciencia empírica y la razón ilustrada, por una parte, y la religión establecida, por otra parte, se van a determinar respectivamente una identidad mediante la confrontación que presupone su muto reconocimiento, estableciendo así un paralelismo categorial entre esta sección y otra sección previa (y probablemente más conocida) de la Fenomenología del espíritu acerca de la dominación y la servidumbre. El principio fundamental de la Ilustración consiste en la idea de que el ser humano es capaz de juzgar por sí mismo, siendo la autonomía de la razón la última garantía de veracidad en los juicios legítimamente desarrollados. Desde el punto de vista de la fe, al contrario, el ser humano y sus capacidades naturales no son lo esencial, considerando a Dios como el fundamento absoluto de la verdad, de modo que la Ilustración y la religión se van a contraponer inevitablemente como dos polos antagónicos en este momento de la dialéctica. Según Hegel, la Ilustración confiaba en que podría convertir a grandes masas de población a sus propios principios, entendiendo que la mayor parte de los individuos que aceptaban la religión establecida no actuaban de mala fe sino que, sencillamente, habían sido engañados por los sacerdotes y los dirigentes despóticos que estaban interesados en someter a la ciudadanía al yugo de la religión, siendo la capacidad racional que la Ilustración reconocía en cada individuo lo que garantizaría la posibilidad de superar dicho estado de opresión y de heteronomía moral. Para Hegel, sin embargo, no resultaba menos insensata la pretensión de la mentalidad ilustrada de denunciar un embaucamiento del pueblo por parte del clero, considerando que ni siquiera cabría la posibilidad de engañar a la conciencia religiosa en relación a algo que, para ella, era ya algo inmediato en sí mismo, es decir la fe. En palabras del autor:
¿Cómo va a haber aquí engaño y embaucamiento, cuando la conciencia [religiosa] tiene dentro de su verdad inmediatamente la certeza de sí misma; cuando se posee a sí misma en su objeto, en tanto que, en él, ella tanto se encuentra como se produce? La diferencia no está ya ni siquiera en las palabras. ˗ Planteada la pregunta general de si es lícito engañar a un pueblo, la respuesta, de hecho, debería ser que la pregunta no vale, porque es imposible engañar a un pueblo en algo así. En ocasiones sueltas puede muy bien venderse latón por oro […] pero en el saber acerca de la esencia, donde la conciencia tiene la certeza inmediata de sí misma, la idea del engaño está totalmente descartada.
Lejos de aceptar acríticamente los principios ilustrados, Hegel muestra en esta sección cómo la razón ilustrada, más bien, distorsiona la misma doctrina religiosa que pretende refutar; Hegel describe de forma provocativa cómo la intelección penetra en el pensamiento religioso popular, de modo que una vez asumidos ciertos principios racionales (a los que Hegel se refiere a veces empleando la expresión ‘intelección pura’) se pondría de manifiesto la inconsistencia de las creencias de la conciencia religiosa, cuando éstas se considerasen a la luz de dichos principios: «[l]a intelección pura sabe a la fe como lo contrapuesto a ella, que es la razón y la verdad. A sus ojos, igual que la fe es, en general, un tejido de supersticiones, prejuicios y errores, la conciencia de este contenido estará también organizada en un reino del error…». Según Hegel, la razón se imbuiría primero como un perfume en todos los aspectos de la cultura para transformarse después en una infección que destruiría desde dentro todo el organismo de la vida espiritual. A partir de ese momento, todos los intentos por parte de la conciencia religiosa de salvarse de los ataques de la razón estarían condenados desde el inicio, siempre que la conciencia religiosa pretendiese asumir y emplear para su defensa los mismos principios racionales que se estaban empleando para destruir la fe.
La religión intenta justificarse a sí misma con la argumentación racional y la razón científica, en aras a mostrar que puede mantenerse bajo el test de esta racionalidad científica, pero esto evidencia que el intento de defensa o de tratamiento ha llegado demasiado tarde, puesto que incluso los defensores de la religión han llegado a aceptar ya como su estándar, de forma inconsciente, las bases de la racionalidad ilustrada, su metodología y su criterio de verdad.
Hegel es conocido precisamente por afirmar que el desarrollo del Espíritu (incluyendo entre otros momentos las distintas manifestaciones históricas del fenómeno religioso) consiste en un proceso que sigue una lógica dialéctica, es decir, un proceso racional. Hegel va a rescatar la conciencia religiosa de los ataques de un entendimiento finito que pretendía refutarla reduciéndola a sus propios términos, liberándola al mismo tiempo (a la conciencia religiosa) de ciertos intentos de justificación según los mismos principios por los cuales se pretendía destruir la fe.
2. Sobre la inadecuación, tanto de las críticas ilustradas a la religión, como de las defensas de la religión mediante los propios criterios de la Ilustración
El misterio de la verdad revelada que constituye el centro mismo del cristianismo es, en esencia, incompatible con la lógica y con las explicaciones racionales, de modo que la religión más bien socava sus propios principios cuando acepta la razón ilustrada como un medio válido para su justificación. Para la conciencia empírica todo el discurso religioso se podría reducir fácilmente a una mera proyección de la idiosincrasia humana, la cual produciría el concepto de un Dios antropomórfico que, en realidad, depende del pensamiento figurativo o representativo (Vorstellung) y que no tiene consistencia ontológica independiente, existiendo sólo en la mente del creyente. Este es el resultado al que llega la Ilustración cuando analiza el fenómeno de la religión desde su punto de vista; al comprenderla desde sus propios términos, la Ilustración reduce la religión a su aspecto inesencial, es decir, a las respuestas emocionales inmediatas que podrían efectivamente acompañarla, a la cara externa de sus prácticas o incluso a su componente material-sensorial, de modo que cuando pretende refutar la religión, lo que hace la Ilustración es más bien atacar a una caricatura que previamente habría creado, retratándola por ejemplo como la adoración irracional de ciertos objetos, o como un conjunto de prácticas rituales carentes de significado transcendente: «[l]a Ilustración, que se las da de ser lo puro, hace aquí, de lo que para el espíritu es vida eterna y espíritu santo, una cosa efectivamente efímera, y la contamina con la perspectiva, en sí nula, de la certeza sensorial: con una perspectiva que en absoluto está dada para la fe que reza, de modo que se la imputa a la fe de manera puramente mendaz». Para Hegel la religión, así como también el arte, participan de la verdad y son momentos necesarios dentro del desarrollo del Espíritu, y «[e]sto es lo que desconoce la Aufklärung, que, absurda y arbitrariamente, rechaza hacia lo inesencial tal forma de arte o tal contenido religioso. El Arte y la Religión poseen verdad. Son el camino del Espíritu, del Ser en sí y para sí». El entendimiento ilustrado en su constante diatriba contra la religión excluye todas las diferencias comprendidas en el desarrollo de la idea de Dios efectivamente realizada. Tomando el principio de la identidad formal como el único criterio de verdad, el pensamiento lógico-abstracto diluye todo lo concreto que la razón podría haber conocido acerca de Dios. Al contrario, conocer a Dios significa, para Hegel, observarlo precisamente a través de sus distintas determinaciones, es decir, estudiando el desarrollo del fenómeno religioso a través de la concreción de sus formas históricas sucesivas.
Desde el punto de vista de la razón, todas las creencias deberían contar con un fundamento en la evidencia empírica, de modo que se le supone también al creyente la necesidad de fundamentar su creencia, por ejemplo, a partir de ciertas evidencias históricas acerca de la vida de Cristo, o bien a partir de una justificación de la consistencia filológica de los textos bíblicos. A partir de estos presupuestos, la razón ilustrada pone de manifiesto el carácter incierto de los testimonios acerca de la vida de Cristo, presentando esta denuncia como una refutación de la fe. Pero, como señala Hegel, la fe genuina no pretende fundamentarse en testimonios o en contingencias tales como las que denuncia la Ilustración, pues en todo caso estas funcionarían sólo como una ocasión para la fe:
[A] la fe no se le ocurre vincular su certeza a tales testimonios y contingencias; en su certeza, la fe es una relación ingenua y espontánea hacia su objeto absoluto, un saber puro del mismo, un saber que no mezcla letras, papel y copistas en su conciencia de la esencia absoluta, ni se media, por tanto, con cosas de ese género. Sino que esta conciencia es el fundamento, que se media a sí mismo, de su saber; es el espíritu mismo, que es el testimonio de sí, tanto en el interior de la conciencia singular como por medio de la presencia universal de la fe de todos en él.
El error en el que podría caer la conciencia religiosa sería precisamente el de sucumbir a la tentación de intentar justificarse asumiendo, para ello, los mismos criterios que la Ilustración estaba empleando para derribar la fe. Esta idea también la desarrollará posteriormente Søren Kierkegaard en la primera parte de su obra Post Scriptum no científico y definitivo a «Migajas Filosóficas» (1844):
Porque la fe no puede resultar de una consideración científica directa, ni tampoco directamente; al contrario, en esa objetividad se pierde el interés infinito, personal y apasionado que es la condición de la fe, el ubique et nusquam [en todas partes y en ninguna] donde la fe puede llegar a existir.
Decimos que no es posible fundamentar la fe mediante cierta acumulación de indicios históricos, sencillamente, porque existe una diferencia inconmensurable entre el ámbito de la fe y el de la historia o el de la ciencia en general. Para Johannes Climacus (el heterónimo con el que Kierkegaard firmó el Post Scriptum), la misma pretensión de justificar una expectativa para la eternidad que es fruto del interés personal e infinito del creyente a partir de cierta colección finita de hechos supuestamente históricos resultaría incluso cómica, en el sentido de que es incongruente, porque implicaría una confusión entre categorías que en realidad son inconmensurables entre sí.
3. Una crítica a la alternativa propuesta por la Ilustración en substitución de la religión establecida
Para ocupar el vacío que quedaba después de la negación de las creencias religiosas tradicionales, la Ilustración aportó su propia doctrina positiva: en la medida en que la Ilustración consideraba que todas las descripciones de Dios son productos antropomórficos, fruto del pensamiento representativo, la nueva conciencia asumirá una posición deísta según la cual el significante ‘Dios’ no sería otra cosa que un término para referirse al concepto puramente abstracto del ser absoluto. En palabras de Hegel:
Cuando todo prejuicio y toda superstición han sido desterrados, llega la pregunta: ¿y ahora qué? ¿Cuál es la verdad que ha difundido la Ilustración en lugar de la que había? […] Al concebir en general toda determinidad, esto es, todo contenido y cumplimiento de dicho espíritu, de esta manera como una infinitud, como esencia y representación humanas, la esencia absoluta se le convierte en un vacuum con el que no se puede conjuntar determinación ni predicado alguno.
La doctrina ilustrada pone en el lugar que tradicionalmente había ocupado el Dios cristiano un vacío infinito que, sencillamente, no podría ser descrito o articulado mediante predicados sin caer por ello en lo supersticioso o en ese pensamiento antropomórfico que denunciarán, sin tregua, ciertos autores posteriores de la izquierda hegeliana como Feuerbach o Marx. De este modo, la Ilustración imponía una separación radical entre el ámbito finito descrito por la ciencia empírica y el ámbito infinito acerca del cual nada podría decirse. Para Hegel, en cambio, la noción de verdad propia de la Ilustración se podría comparar con la de la certeza sensorial asociada a la conciencia ingenua, la cual se analiza en el primer capítulo de la Fenomenología del espíritu; aunque en el nivel dialéctico dentro del cual se desarrolla el pensamiento ilustrado (concretamente, el nivel del Espíritu) los datos de los sentidos ya no serán objeto de una aprehensión inmediata, sino que van a ser asumidos a través de la metodología propia de la ciencia empírica, esto no le impide a la conciencia ilustrada considerar su relación con el objeto como un avance respecto al criterio de verdad de la conciencia religiosa, expresamente separada de su objeto de interés. La consciencia religiosa entraba en contradicción consigo misma cuando afirmaba disponer de conocimientos objetivos acerca del ser infinito a la vez que se reconocía a sí misma como una conciencia finita y, por lo tanto, capaz sólo de un conocimiento limitado. Pero tal como va a mostrar Hegel, la dinámica que asumió la conciencia ilustrada no estaría menos exenta de contradicciones al pretender postularse como el punto de vista único y definitivo y, de hecho, muchos contemporáneos de Hegel, especialmente aquellos que incluimos dentro de la corriente del Romanticismo alemán, reaccionaron enérgicamente en contra de lo que ellos consideraban como los excesos de la Ilustración.
Muchos comentadores han aceptado que Hegel empleó el término ‘intelección’ (Einsicht) para referirse al tipo de razonamiento anti-religioso propio de la Ilustración francesa; sin embargo, cabe reflexionar acerca del sentido de la elección de este término (Einsicht) por parte de Hegel, teniendo en cuenta que en principio hubiese sido más inmediato usar el mismo término ‘razón’ (Vernunft), el cual se emplea frecuentemente en el resto de la obra hegeliana en contextos semejantes. Según Jeffrey Reid, Hegel tomó el término Einsicht específicamente de sus lecturas sobre lo que se denominó como ‘la querella acerca del panteísmo’, un debate entre la fe racional y el fideísmo irracional que fue central dentro de la Ilustración alemana y que estuvo protagonizado por Mendelssohn y Jacobi. De hecho, las pocas veces que Hegel emplea la palabra Einsicht en otras obras lo hace también en contextos donde es precisamente la posibilidad de un conocimiento racional acerca de Dios lo que se pone en juego. A partir de la presentación de la Ilustración alemana que encontramos en la Fenomenología del espíritu podemos observar que, para Hegel, lo que estaba en juego principalmente (y esto justificaría su elección del término Einsicht) era la idea de que un conocimiento acerca de Dios sólo se podría llevar a cabo cuando la fe se reconciliase con la razón, siendo el objetivo de la ciencia hegeliana (Wissenschaft) el de superar la oposición aparente entre la razón y la fe.
La Ilustración francesa considerando que el punto de vista de la fe era sencillamente un momento superado ya no se confrontaría más con la religión como algo a lo que debería oponerse desde el exterior y, a partir de entonces, la negatividad que mueve el desarrollo dialéctico va a producirse desde el interior mismo de la Ilustración, dividiéndola en dos tendencias opuestas que la conciencia ilustrada intentará (infructuosamente) reunir de nuevo. Una vez desterrados los equívocos transmundanos de la superstición, la conciencia ilustrada podría, supuestamente, crear una visión del mundo fundamentada sólo en la ciencia y en el ‘aquí y ahora’, sin necesidad de apelar a ninguna instancia transcendente. Sin embargo, Hegel va a mostrar como la conciencia ilustrada con su concepción desencantada de la realidad no estaba menos alienada de lo que podrían estar la fe o la simple percepción sensorial, al menos en cuanto a su noción de la relación entre el sujeto y el objeto. Concretamente, la conciencia ilustrada se aliena a sí misma en la medida en que no reconoce la unidad implícita entre su pensamiento y el ser de los objetos, dividiéndose entonces en función de dos maneras distintas de interpretar el ser absoluto. Hegel distingue aquí dos tendencias: «[u]na Ilustración llama esencia absoluta a ese ser absoluto sin predicados que está más allá de la conciencia real, dentro del pensar del que hemos partido; ˗ la otra Ilustración lo denomina materia». La primera interpretación considera al ser absoluto como un objeto puro del pensamiento, o más concretamente como la abstracción (vacía) que quedaría al negarse a sí misma la auto-conciencia. La otra interpretación considera que el ser absoluto se identificaría con la misma materia, tal como nos es dada a partir de la percepción y a través del instrumental científico. El ámbito de lo puramente empírico sería lo único que se presentaría entonces ante el sujeto, constituyendo todo el interés de la investigación científica. Esta interpretación, sencillamente, no reconoce el papel que juega el pensamiento en la configuración misma del objeto, ignorando que una vez que abstraemos del objeto todo aquello que le aporta la percepción empírica, aún nos quedaría un concepto de unidad puesto por el pensamiento que es imprescindible para la individuación del objeto: «el pensar es cosidad, o cosidad es pensar». En cierto sentido, el error de las dos interpretaciones sería básicamente el mismo, concretamente, su pretensión de unilateralidad al insistir en uno de los dos principios, el del sujeto o el del objeto, en lugar de reconocer la necesaria dialéctica entre ambos para la comprensión del ser.
La Ilustración intentará articular lo subjetivo y lo objetivo a partir del concepto de utilidad, con el propósito de superar la alienación de la conciencia respecto del objeto. Decimos que un objeto es pensado desde el mismo momento en el que el sujeto lo concibe como un posible útil para llevar a cabo sus propósitos, pero al mismo tiempo, el objeto debe conservar su carácter de cosa material, pues lo que resulta útil no es el mero pensamiento acerca del objeto sino su uso, el cual no se puede desprender de la materialidad del objeto. La interpretación del ser en términos de su utilidad supuso una revolución en cuanto a la visión humana del mundo, ya que a partir de entonces el ser humano se encontraría incluido dentro de una esfera en la que podría conjugar su pensamiento y sus propósitos con la totalidad del ser (entendido fundamentalmente como materia), luego el individuo ya no tendría que concebirse a sí mismo como una conciencia inesencial y radicalmente separada del ser absoluto, tal como le ocurría a la conciencia desdichada. Al mismo tiempo, el ser humano empezará a concebirse a sí mismo como un útil más entre otros, utilizando además a otros individuos o siendo utilizado por ellos. Así, la Ilustración acabaría por producir una realidad des-espiritualizada en la que todo y todos podrán ser valorados en términos de su utilidad.
La conciencia ilustrada no reconoce ningún fundamento transcendente que pudiese legitimar el orden social, como lo habían hecho hasta entonces la apelación a la voluntad divina o a la idea de un orden natural, de modo que el orden social empezará a concebirse y a justificarse a partir de la actividad y el interés humano exclusivamente. De acuerdo con esto, los revolucionarios franceses intentaron construir un estado enteramente racional dentro del cual todas las instituciones serían concebidas como creaciones de la razón humana independientes de toda fuente externa o misteriosa de legitimación. Instituciones tradicionales, tales como las clases sociales o la monarquía, empezaron a concebirse como productos artificiales y por lo tanto susceptibles de cambio y de mejora en virtud de los intereses humanos. El Espíritu ahora libre de constricciones impuestas por instancias externas y transcendentes se determinará a sí mismo a partir de la voluntad universal o de la voluntad general, según los términos empleados por Rousseau en El contrato social. Según Rousseau, la voluntad general representaría la voluntad de cada individuo racionalmente determinada dentro de una sociedad encaminada a la consecución del bien común. De este modo, la voluntad general tendría la capacidad de darle una nueva forma a la sociedad de acuerdo con principios puramente racionales y en contra de lo establecido por la Historia, las costumbres o la religión. El problema con el concepto de voluntad general es que precisamente debido a su propósito de ser una voluntad puramente racional se configura como un pensamiento abstracto e incapaz de reconocer las diferencias que, legítimamente, podrían existir entre distintos individuos o entre distintos grupos de individuos y, por este motivo, la voluntad general se muestra incapaz de dotarse de contenidos concretos, resultando ineficaz en última instancia. Sólo a través de acciones específicas, realizadas por individuos concretos, podría la voluntad general llegar a ser algo más que un pensamiento abstracto e incidir en el plano del ser. Es el individuo revolucionario quien se encargaría de destruir las viejas instituciones para erigir otras nuevas, pero al encarnarse necesariamente a través de la actividad y el punto de vista de individuos particulares, la voluntad general pierde necesariamente su carácter universal y termina por representar preferentemente a unos u otros intereses particulares. Por la imposibilidad de dotarse de un contenido concreto (y no meramente formal) a la vez que universalmente realizable, la acción revolucionaria conduce finalmente hacia una destrucción ciega que simplemente reafirma la libertad sin riendas del individuo revolucionario. Según Alexandre Kojève, dicha libertad podría identificarse con la pura nada o incluso con la muerte, es decir, con la violencia y la destrucción que asociamos al enfrentamiento entre facciones irreconciliables durante el período conocido como el Terror Jacobino. Como señala Valls-Plana, la disolución de la sociedad feudal mediante el desarrollo de la libertad absoluta propugnada por la Ilustración produjo efectos catastróficos, porque la mentalidad ilustrada ya había despertado en cada individuo una consciencia de sí mismo como absoluto, pero sin haber propuesto al mismo tiempo nada que pudiese funcionar como un contrapeso dialéctico a dicha consciencia. La razón ilustrada elevaba a cada individuo a la categoría abstracta de ciudadano anulando todas las diferencias sociales, pero al elevar a cada individuo singular a la categoría de universal, lo que se imposibilitaba finalmente era el mutuo reconocimiento de cualquier principio positivo que pudiese limitar la iniciativa individual:
El sujeto no respeta nada, porque no se encuentra puesto ante otro sujeto verdadero. Si la conciencia reconociese algún derecho al objeto diferenciado su acción se limitaría, reaparecería el trabajo especializado, la obra particular. Si la voluntad universal se encarnara en una particularidad, los otros quedarían excluidos de esa universalidad particularizada. Por eso a la libertad, en ese momento, sólo le queda la posibilidad de hacer obra universal negativa: la furia de la destrucción.
Hegel intenta reconciliar los dos extremos de la voluntad general y la acción concreta a través de un tercer término mediador: el gobierno revolucionario. Pero finalmente, el gobierno acabaría por sufrir las mismas limitaciones que el individuo revolucionario, pues toda decisión concreta del gobierno (con independencia de la honestidad o la calidad moral de los gobernantes) representará en mayor o menor medida los intereses de cierta facción de la sociedad, quizá a costa de los intereses del resto, de forma que dichas decisiones acaban resultando tan rechazables por el conjunto como aquellas que procedían de la iniciativa particular.
Conclusiones
La victoria de la Ilustración sobre la fe religiosa habría sido la causa de la escisión de la propia Ilustración en dos visiones del mundo contrapuestas, implicando de nuevo cierta dualidad ontológica. El mismo movimiento de la Ilustración produjo la confrontación entre el deísmo, o el culto a la razón del être suprême, entendido como un principio universal y puramente formal, por una parte, y el sensualismo entendido como el materialismo de la utilidad, por la otra. De este modo, la Ilustración habría aniquilado ya no sólo el espíritu de la religión sino también el mismo espíritu de la razón, pues cuanto más se aferraba a lo finito, más se limitaba la razón a sí misma a ser mero entendimiento.
En contraposición con el ideal ilustrado, el concepto de estado según Hegel se va a configurar a partir de la analogía con el organismo, oponiéndose al mecanicismo propio de la razón moderna. El estado hegeliano pretende ser una manifestación de la substancia ética de la comunidad, de modo que si bien Hegel define el estado racionalmente, no lo reduce a una mera entidad formal. El estado hegeliano expresa la Razón misma, entendida como la vida del espíritu en su momento objetivo y manifiesta su libertad real y actualizada. Según declara el propio Hegel en Lecciones sobre la filosofía de la Historia Universal:
Puede haber muchas opiniones y pareceres sobre las leyes, la constitución y el gobierno, mas ha de reinar la convicción de que todas estas opiniones están subordinadas y deben ceder ante lo sustancial del Estado; debe haber la convicción de que no hay nada más alto ni más santo que la voluntad interna de acatar al Estado, o que, si la religión es más alta y más santa, no hay en ella nada que sea distinto de la constitución del Estado u opuesto a esta. Ciertamente pasa por profunda sabiduría el distinguir entre las leyes del Estado y constitución por una parte, y la religión por otra, por temor a la beatería e hipocresía de una religión de Estado; pero aunque la religión y el Estado son distintos por su contenido, en la raíz son una misma cosa y las leyes tienen su garantía suprema en la religión.
En el estado hegeliano, la libertad de cada ciudadano se realizaría mediante instituciones concretas a través de las cuales cada voluntad particular tendría la posibilidad de reconocer a la voluntad general como la suya propia, cancelando luego no su libertad como particular sino el carácter absoluto de la misma. Asimismo, observamos que esta concepción orgánica del estado no excluye a la religión sino que, más bien, requiere de ella como parte inalienable de la substancia ética de una comunidad histórica concreta, de tal modo que el tejido institucional real no pudiese ser nuevamente socavado por un concepto meramente abstracto de libertad.
La concepción hegeliana sobre las relaciones entre la religión y el estado es incompatible con las doctrinas teocráticas que pretenden subordinar las instituciones políticas a las religiosas; pero Hegel se distanciaba también de la idea de una completa separación de lo religioso respecto de la autoridad y la política secular. Dentro del sistema hegeliano la vida ética (Sittlichkeit) incluiría a todas las instituciones sociales y políticas, desde la familia hasta el estado, ubicándose dentro de lo que el autor denomina como el espíritu objetivo. La religión ocupa una posición intermedia entre el arte y la filosofía, dentro de la parte final de la Fenomenología del espíritu, dedicada al Espíritu Absoluto. Luego, la religión ocuparía un lugar superior incluso al de la vida ética en el sistema, lo que según la lógica hegeliana no implica una exclusión de lo ético sino su inclusión dentro de una manifestación más completa, y por lo tanto más verdadera, de la misma substancia espiritual. Hegel rechaza el punto de vista propio de cierto liberalismo según el cual la separación entre lo político y lo religioso sería necesaria, entendiendo que la fe es un asunto netamente privado e individual. Para Hegel, en cambio, la distinción entre los ámbitos de lo religioso y lo ético-político es más bien de tipo formal, considerando que los dos ámbitos comparten un mismo contenido o substancia. A diferencia de la concepción liberal, la visión hegeliana del estado no es de tipo atomista, entendiendo que la substancia ética de la vida humana no se manifiesta en el individuo como tal sino en el estado entendido como la totalidad orgánica de las relaciones humanas, entre las que se incluye la posibilidad de un desarrollo en el ámbito religioso. El estado moderno, si realmente pretende ser un contexto en el que se pueda realizar positivamente la libertad humana, no solo debería garantizar ciertos derechos formales dirigidos a un individuo abstracto, sino que (el estado) también debería ser capaz de reconocer la(s) identidad(es) religiosa(s) de distintos individuos o grupos, que podrían estar presentes entre su ciudadanía. Así, lo político y lo religioso se configuran en Hegel como ámbitos distintos pero no separados: en cuanto instituciones civiles, las comunidades religiosas deberán obedecer a la autoridad política secular, lo cual no es contradictorio con la afirmación de que, desde un punto de vista metafísico, la religión es lo superior y el fundamento de las instituciones seculares. El cristianismo se podría constituir finalmente como una forma de religión civil en virtud de los mismos criterios de validación que se desarrollan a lo largo de toda la Fenomenología del espíritu: según Hegel, el cristianismo se habría mostrado históricamente como un modo de vida racional y necesario, luego no como una mera contingencia histórica. El cristianismo, entendido como una práctica comunal que demandaba también un esfuerzo colectivo de interpretación serviría (junto con el arte y la filosofía) a los intereses humanos más altos, como la interpretación del sentido de la existencia y del lugar que ocupa la humanidad en el universo. En relación con esto, podemos señalar el error de la derecha hegeliana al identificar el pensamiento de Hegel con el protestantismo oficial pues, por ejemplo, Hegel entendía la resurrección que se produciría en cada servicio religioso no como la entrada de un principio transcendente en el reino temporal, sino como la presentación ante la comunidad de una auto-consciencia racional e inmanente (Geist), concepción que no sería compatible con el cristianismo ortodoxo. Por otra parte, la izquierda hegeliana habría fallado al atribuirle a Hegel la idea de que lo único que la humanidad adora a través de la religión son sus propias facultades hipostasiadas; esta idea que asociamos más bien a otros autores posteriores no coincide exactamente con la postura hegeliana según la cual lo que el ser humano adora, a través del rito religioso, sería un principio divino y racional del cual la humanidad efectivamente participa, pero que no se podría reducir o limitar a las mismas facultades humanas. Como conclusión, quisiéramos sugerir, en virtud de todo lo dicho hasta aquí, que posiblemente la postura más netamente hegeliana acerca de la religión podría no coincidir con las direcciones asumidas ni por la derecha ni por la izquierda hegeliana, mostrándose más bien como una postura que podríamos calificar de intermedia, y que en ningún caso resultaría reductible a ninguno de los aspectos aislados del debate.
Notas
[32] «Es preciso obligar a los unos a conformar su voluntad con su razón y enseñar al pueblo a conocer lo que quiere. Entonces, de las inteligencias públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad del cuerpo social; de ahí el exacto concurso de las partes y, en fin, la superior fuerza del todo. He aquí dónde nace la necesidad de un legislador».
[35] Alexandre Kojève es un autor que se suele situar dentro de la corriente de la izquierda hegeliana, de modo que suponemos que no tendría ningún interés en posicionarse particularmente en contra del pensamiento laico ilustrado. Más bien, lo que hace Kojève a la luz del texto de Hegel es mostrar las últimas consecuencias a las que conduciría la lógica interna de la revolución.
[38] En palabras de Hegel: «[l]a religión natural, en el sentido dado por la época moderna, ha sido también una religión meramente metafísica, en cuanto a que «metafísica» ha significado pensamiento del entendimiento. Eso es la moderna religión del entendimiento llamado deísmo, un resultado de la Ilustración, un saber a cerca de Dios como algo abstracto…».