Introducción
Este artículo ni constituye una síntesis etnográfica sobre el tema abordado ni generaliza basándose en una investigación específica, a la que, no obstante, abre la puerta. Su objetivo es ofrecer algunas reflexiones teóricas, útiles para plantearnos críticamente interrogantes e hipótesis que propicien la generación de saberes sobre los nexos entre patrimonio y cultura y, en particular, acerca de las relaciones sociales y simbólicas de los actores implicados en ese vínculo. Ante los retos científicos, metodológicos y de tratamiento trazados por ambos asuntos, tan solapados y evitados, este texto pretende aportar qué respuestas buscar, cómo y dónde hacerlo. Con todo, para ilustrar, explicar y fundamentar mejor nuestras reflexiones, usaremos tanto casos específicos, que hemos investigado puntualmente, como etnografías y análisis teóricos realizados por colegas y otros especialistas, que recorren con nosotras la misma senda con el imperativo, el ánimo y la esperanza de construir saberes, eficaces sobre todo para los agentes de la cultura estudiados.
Desde fines del siglo XX, se multiplican los tratamientos directos e intervencionistas sobre las prácticas y representaciones de las diferentes culturas. Afectan a las culturas privadas de los individuos y además a las públicas, integradas por grupos de ellos, que construyen y comparten consensuadamente campos comunes para convivir unidos. Los efectúan actores ajenos a las culturas intervenidas, para dotarles de nuevos usos, sentidos y valores ideológicos, políticos, económicos, sociales e identitarios, más idóneos para los intereses de los poderes clasistas, estatales y globales y su reproducción ampliada. Son intervenciones fundadas en el reconocimiento competencial y legal de que esos poderes son los “auténticos” propietarios y responsables de las culturas. Por ello, sus agentes y productores se representan como meros pacientes, receptores, consumidores y uno más de los productos expoliados, apropiados, tutelados y gestionados, transformados en bienes consumibles e intercambiables, capitales humanos (). Se oponen, por consiguiente, a las cotidianas apropiaciones metafóricas de los actores de la cultura para crearla y reproducirla como sus usufructuarios: subjetivando, seleccionado y asumiendo los diversos recursos culturales a su alcance. Esas intervenciones, definidas, formalizadas e impulsadas por tales instituciones de poder, inventan patrimonios culturales, unas segundas vidas para las culturas. Se adueñan del pasado, presente y futuro de las culturas.
Tales actuaciones se justifican social, cultural y políticamente como tratamientos continuistas y conservacionistas. Pero sus narrativas, limitadas a los rasgos sígnicos de las arquitecturas culturales, oscurecen simbólicamente los procesos especulativos que las capitalizan ampliadamente (). Originan además que las producciones culturales patrimonializables, previamente poco apreciadas por su sentido, valor, uso, baja rentabilidad e instrumentalidad, una vez “enriquecidas” y patrimonializadas, evolucionen hasta que, acordes entonces con los sistemas culturales situados en posiciones dominantes, se conviertan en su prolongación, en bienes de alta gama. Lo más grave de esas actuaciones no es, por tanto, que sus discursos enfaticen la recuperación de las producciones culturales para mostrarlas al público, la espectacularidad de la cultura sobre su condición existencial. Lo conservado realmente por esos tratamientos es la obtención continuada y ascendente, a todos los niveles, de rentabilidades máximas de las creaciones culturales expropiadas.
Los usos, sentidos y valores de las producciones culturales, que las subjetividades de sus agentes les otorgan, se consideran irrelevantes por los actores de estos tratamientos conservacionistas frente a las “objetivaciones” que ellos les confieren. Son “objetivaciones” que, escondiendo que también constituyen subjetivaciones, se revisten de una legitimidad evidente, incuestionable y universal, para conceder a las creaciones culturales patrimonializadas el estatus de dignidad, que les suma a lo definido y situado como culturalmente sistémico y hegemónico, convirtiéndoles en emblemas de todos los campos de poder.
Asimismo, la búsqueda de máximos beneficios (), mediante la manipulación de las producciones culturales, fortalece el propio proceso patrimonializador diversificando y multiplicando sus estrategias. No sólo constituye un objetivo decisivo para la existencia y el fomento de la patrimonialización. Emprendidas sobre todo en las últimas décadas, tales estrategias combinan, cada vez con más frecuencia y perfección, la obtención de máximas rentabilidades con el imperativo de legitimarse política y culturalmente, ser aceptadas socialmente e incrementar las complicidades de la ciudadanía, en especial de los pertenecientes a clases elevadas.
En paralelo, este tratamiento intervencionista consolida sus creaciones y reproducciones como ganadoras del juego de competitividades y tensiones entre patrimonio y cultura, que interactúan en el ámbito cultural (). Las erige en la única o mejor opción de este campo desplazando de él a la cultura, destruida y sustituida por el predominio de lo metacultural, lo carente de fundamento empírico en la práctica y limitado a su mera representación (, ; , ). Esta impostura marca y dirige las políticas instituidas sobre la cultura, arrinconando y coartando el surgimiento y desarrollo de los tratamientos restitutivos dirigidos a ella, principalmente definidos y protagonizados por la antropología como compromiso científico y ético con sus sujetos de estudio.
Aludimos a los tratamientos de la cultura, consistentes en investigarla, conservar y difundir críticamente los saberes obtenidos sobre ella y restituirlos a sus agentes, tras elaborarlos etnográficamente mediante una construcción social negociada y consensuada entre el conocimiento científico y los actores culturales estudiados (). Reconociendo a esos agentes como creadores y reproductores insustituibles de la cultura, a sus habitus, el fin de tal proceso restitutivo es aportarles los saberes críticos sobre sí mismos, sus existencias y arquitecturas culturales, los recursos y hallazgos instrumentales, que les permitan seguir ejerciendo ese protagonismo y recuperar en lo posible sus agencialidades y empoderamientos usurpados ().
Esta restitución no actúa directamente sobre las culturas. Se destina a su conocimiento. Opta por la humanidad, la existencia y el ser de los agentes culturales, a quienes sitúa en el lugar central, que el patrimonio asigna al éxito y a la ganancia. Entroncada profundamente con las bases epistemológicas de la etnografía e incompatible con el patrimonio cultural, deshace el camino andado por él. A diferencia suya, moviliza procesos de renacimiento de la cultura, guiados por el rescate del protagonismo de sus agentes y la acción de los saberes científicos sobre la formación y el desarrollo de sus subjetividades y conciencias. Este tratamiento restitutivo alcanza tal eficiencia que habilita una tercera vida cultural, transformando al patrimonio en una nueva cultura, renacida mediante los procesos reproductivos de resignificación, reutilización y revitalización, acometidos por sus agentes en la construcción de sus biografías individuales y grupales y de las propias historias locales (). La restitución demuestra, en suma, que el patrimonio no es el final de la cultura y su historia, la única opción para reproducirse y la muerte inexorable de unos modos de ser humanos y de estar en el mundo, de pensarlo, vivirlo y sentirlo. Individual y grupalmente podemos reproducir y retradicionalizar nuestras creaciones, y lo hacemos. De estas terceras vidas dan fe, entre otros sobresalientes estudios, los referidos a la revisión histórica de políticas estatales totalitarias y transgresoras de derechos humanos (; ); a las resignificaciones de ciertos grupos para garantizar su supervivencia en contextos excluyentes (); o a suturas temporales y resemantizaciones espaciales (, ).
Pero, a las nefastas implicaciones culturales del patrimonio, se suman sus recurrentes y gravísimas alienaciones de los agentes creadores y reproductores de las diferentes culturas, negándoles, invisibilizándoles y sustituyéndoles. Ello se asocia al despliegue de un complejo cuadro existencial de jerarquizaciones culturales y asimetrías sociales, nuevos desarraigos y frustraciones, profundas quiebras de las convivencias, solidaridades y unidades, que favorece la cultura al organizar la diversidad humana. En efecto, las patrimonializaciones no incluyen sólo a las producciones culturales sino a las personas. Crean modelos humanos y formas de estar, vivir, pensar y sentir el mundo, que constituyen una fuente decisiva de generación, reproducción y difusión de estereotipos y, con frecuencia, de estigmas, que racializan a los sujetos y nutren muchos discursos neorracistas.
Las articulaciones y relaciones entre las arquitecturas patrimoniales y las trazadas por los tratamientos restitutivos diseñan el espacio discursivo y contextual de este escrito, los márgenes donde se desenvuelve y los asuntos estudiados.
Por otro lado, nuestros análisis y miradas intentan delimitar los caminos y retos que deben plantearse y resolver la antropología y otras disciplinas sociales y humanas, para afrontar sus ineludibles compromisos científicos y éticos ante los dilemas culturales actuales. Son compromisos aún poco definidos y abordados en la mayoría de los ámbitos académicos y profesionales de la antropología mundial, soterrados bajo posiciones y conductas sustancialistas, exotizantes, folkloristas o cautivas de las políticas culturales sistémicas. La falta de conciencia sobre los procesos desatados por el patrimonio cultural y sus tratamientos resulta decisiva en esa ausencia de respuestas, restringidas en general a iniciativas alternativas muy puntuales, aunque hayan aumentado recientemente. Esta carencia, muy patente también en el saber ordinario, constituye una aguda arista del problema y de las consecuencias científicas y éticas que debemos abordar antropológicamente.
Por último, nuestros análisis no se restringen al campo académico y profesional de la antropología y, dentro de él, a quienes defienden una línea de investigación y pensamiento similar a la nuestra. Se encuadran en posiciones, convicciones, miradas y caminos epistemológicos y metodológicos muy particulares y diferenciales, pero confiamos en que sus singularidades no impidan su complementariedad con otros saberes, sino que la impulsen. Huimos del pensamiento y saber únicos y asumimos que ambos, ajenos a verdades absolutas y universales, son siempre un objetivo en construcción y reconstrucción, que sólo existen siendo permeables a otros conceptos y saberes, a las diversidades culturales y científicas que generan su creación y, principalmente, su reproducción. Lo enfatizaron en sus etnografías, pensamientos y magisterios los colegas y maestros recordados en este volumen de Ágora por sus “Futuros abertos”. Nuestros hipotéticos hallazgos se esfumarían, de no situarlos en lugares no ya sólo interdisciplinares, sino consensuados transdisciplinarmente, de modo común y compartido entre los diversos saberes científicos, ordinarios, disciplinares y culturales. Vital para la antropología, esta integración transdisciplinar de saberes resulta excepcional, no obstante, para investigar el campo examinado, sólo explicable y comprensible con acierto desde una mirada holística.
Estrategias de complicidad de las políticas intervencionistas
Otro rasgo importante de los tratamientos patrimoniales es que sus narrativas buscan atenuar las responsabilidades de los diferentes poderes globales y locales: de las clases sociales que los detentan a través de los Estados y sus gobiernos y de las instituciones y los organismos transnacionales, competentes en materia cultural. Son narrativas que adjudican competencias y responsabilidades a las gobernanzas de auto-ayuda, que incentivan y multiplican.
A los negativos efectos de las estrategias patrimoniales de complicidad, ya examinados, se suman hondas perversiones de la agencialidad individual y grupal de los diversos sujetos de las culturas. Es una agencialidad no reductible al mero libre albedrio de obedecer y desobedecer los imperativos de los sistemas y procedimientos, supuestamente democratizadores del patrimonio, que la UNESCO (, ) y las legislaciones estatales () definen y difunden, a ser o no cómplices y partícipes de esos requerimientos o a creer y colaborar en ellos. Tras esta noción, que concibe la cultura como un don que los dioses, la sociedad o la naturaleza nos otorgan, no en términos de creación humana, se descubre uno de los rasgos más emblemáticos de las tradiciones judeo-cristianas, aparte de las huellas de diversas mitologías originarias y fundacionales, de narrativas creacionistas y evolutivas y de historias y creencias religiosas sobre el ser y las existencias de las personas. Mucho más allá de estos reduccionismos, esa agencialidad se corresponde y compatibiliza con su definición como principal derecho y deber humano, conforme la entiende Arendt. Según su visión, actuar, pensar y sentir por nosotros mismos constituye una necesidad tan humana y vital que su negación, la normalización de no hacerlo, además de resultar un acto inhumano y de liquidación existencial, deriva en la “banalidad del mal”, directamente ligada a los orígenes del totalitarismo. Las complicidades buscadas y propiciadas por las políticas culturales intervencionistas no distan demasiado de estas violaciones y denuncias, con el agravante de que transfieren a otros actores, situados en posiciones socialmente dominantes, todo poder. De modo similar lo sostiene Sahlins en su noción sobre la capacidad simbólica humana, esencial para explicar y entender la cultura y las bases de cualquier poder. También lo retoma el constructo bourdiano de habitus, retomando el pensamiento de . Y lo comparten, a la par, Geertz, Clifford y García García, entre otros eminentes antropólogos.
Por consiguiente, las políticas culturales intervencionistas ni conciben ni representan esta agencialidad, por lo que mucho menos la reconocen legalmente a ningún nivel, asociándola en todo caso con sujetos ignorantes y con menos sustancia cultural que los actores patrimoniales. Estos actores, frente a los más “deficientes” y en virtud de su participación supuestamente cualificada, enriquecida y competitiva, contarían con los “avales positivos” necesarios para ratificar los proyectos institucionales, sometidos a consulta, generar sus valores añadidos y multiplicar sus previas potencialidades especulativas en beneficio de los diversos ámbitos de poder. Estas calificaciones implican una evidente confusión entre la noción de información, saber y conocimiento y la de cultura, a la que se considera una sustancia cuyo porcentaje de posesión configura actores más o menos cultos e incluso incultos. Pero lo más hiriente es que jerarquizan las diversidades humanas y las convierten en la práctica y representacionalmente en desigualdades.
Expresa nítidamente estas asimetrías, por ejemplo, la declaración de la UNESCO en 2010 del flamenco como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, reduciendo las diversas culturas flamencas de España y del mundo a la única merecedora de tal título: la etnificada por la Junta de Andalucía (). A esta cultura musical, estereotipada bajo dicha categoría como el paradigma de lo flamenco, se le reconoció desde entonces mayor “sustancia cultural” que a cualquier otra, mientras que a sus actores se les consideró los “auténticos” flamencos, los más dignos de ostentar este título frente a otros sujetos con menos “derecho” de serlo e incluso sin ninguno. Estas desigualdades tampoco son ajenas a las categorizaciones de sujetos más o menos capaces, que definen las prácticas y representaciones de los actores patrimoniales en otros territorios de España, como sucede en el Camino de Santiago (). No están ausentes igualmente de uno de los proyectos europeos más llamativos sobre políticas participativas: el Torrée Neuchâteloise de Suiza. lo culpó de dividir y reificar binariamente a sus participantes en culturales y políticos, según su posición de poder, capacidad de representarlo, saber, cercanía institucional y conducta ciudadana.
Comparado con el panorama trazado por estas jerarquizaciones y desigualdades, tan general y recurrente, son singularmente remarcables algunas disonancias de ciertas sendas alternativas de tratamiento cultural, con fines educativos y restitutivos y muy fundadas en construcciones sociales de saberes, consensuadas con el conocimiento científico. Entre ellas, se halla sobre todo la plataforma digital Minnen -memorias-, que retomó la iniciativa Platsr -lugares- y configura importantes espacios comunitarios de unidad y acuerdo. Impulsada primero desde el gobierno de Suecia, hoy está gestionada por museos suecos y noruegos que no enfatizan lo tradicional, universal y colectivo. Priman lo contemporáneo, cotidiano, compartido, particular, local y los procesos de retradicionalización, singularmente los referidos a reclamaciones y nuevas lecturas de episodios conflictivos del pasado -esterilizaciones sistemáticas, racismos, deportaciones y sexismos-. Lo facilitan la gran diversidad de los actores de esta plataforma, que vincula a inmigrantes, refugiados y otros sujetos a menudo excluidos, y su rechazo a las narrativas homogeneizantes y unificadoras, así como a las asimetrías introducidas fronteriza y estereotipadamente por los discursos excluyentes, naturalizados y predeterminados sobre ciertos individuos y grupos y sus conductas.
Las políticas patrimoniales, demasiado próximas frecuentemente a discursos y narrativas neorracistas, niegan, alienan y destruyen la diversidad de los actores de la cultura, cosificándola como una sustancia y exotizándola. A la vez, racializan individual y grupalmente a sus agentes. Les sustituyen por supuestos sujetos colectivos, aunque su existencia sea deudora de conceptos metasociales y metaculturales y se limite a su representación discursiva y narrativa como actores estelares y más deseados de la globalización. Avala esta imagen su hipotético protagonismo de unos universales culturales muy convenientes para la reproducción ampliada de los distintos poderes, por las unificaciones metaculturales que incentivan. Vinculada a estos sujetos colectivos, se entiende la propia supresión de la pluralidad de los agentes para priorizar y garantizar supuestos consensos únicos y unificadores (). Lo muestran con nitidez, por ejemplo, las etnografías de sobre las patrimonializaciones ejecutadas por las políticas participativas en Guizhou, China.
Los sujetos colectivos resultan muy operativos para las políticas patrimoniales porque, además de legitimar sus decisiones y acciones, les prestan sus voces y votos para hablar en nombre de los agentes culturales, reificar los espacios patrimonializados y diluir las historias locales tras la trasposición de fabricaciones históricas estructurales a enclaves singulares. En esta dirección se sitúa la noción, definida y usada en la mayoría de las políticas estatales y los organismos globales competentes, de comunidades “participantes” como campos culturales, sociales e identitarios homogéneos, sin diferencias y, mucho menos, sin asimetrías, configuradores de grupos armónicos, ajenos a todo conflicto interno. Este concepto, similar al de comunidad imaginada (), en opinión de , constituye el contexto social de unas dinámicas participativas, que reifican los espacios “cívicos” de poder y las categorías en juego.
Las fisuras particularistas abiertas por múltiples arquitecturas patrimoniales y, sobre todo, culturales apenas quebraron ese universalismo, que define y avala a priori una única construcción patrimonial mundial. Son arquitecturas singulares, erigidas emergentemente en Suecia desde inicios del siglo XXI que, a diferencia de lo sucedido en otros Estados miembros de la UNESCO con posiciones más convencionales, no resultan tan permeables a tal universalismo ni tan deudoras de dogmas y tecnologías culturales sistémicamente dominantes. Responden a visiones y conductas críticas e inconformistas en bastantes aspectos con los tratamientos normativos de la UNESCO, aunque no los deconstruyan, sustituyan y repudien, ni apuesten tampoco clara y coherentemente por restituir sus agencias y empoderamientos a los agentes de las culturas. Se vinculan a resistencias sociales compartidas ante los programas de europeización y a las conciencias críticas que comparten ciertos grupos de ciudadanos y académicos frente al discurso político, legal y burocrático del patrimonio cultural. Estas construcciones particulares configuran procesos, atravesados por la acción de redes académicas, debates públicos en el conjunto de los ámbitos políticos estatales, hondas preocupaciones sobre las amenazas actuales a los procesos democráticos y derechos humanos, y discursos multiculturalistas, aun no siempre exentos de esencialismos (). No por azar el Estado sueco, poco entusiasta de listar e inventariar su patrimonio inmaterial, dramatizó en 2017 algunas críticas a la UNESCO por su empeño en conservar la “cultura intangible”, jerarquizar a unas producciones culturales sobre otras, galardonándolas con títulos patrimoniales, y negar los constantes procesos subjetivos de resignificación que atraviesan la cultura.
Aunque estas estrategias patrimoniales se impulsan principalmente bajo el paraguas legitimador de las denominadas políticas participativas, no se circunscriben sólo a ellas. Se presentan además como acciones y procesos formalmente institucionalizados, dispuestos por los Estados y organismos transnacionales competentes, y planes desarrollistas. Lo más recurrente, empero, es que todas estas opciones político-administrativas confluyan en una única arquitectura de tratamiento patrimonial, avalado siempre por el conjunto de poderes, incluido usualmente el mundo académico.
En el primero de los tipos definidos, incluimos decisiones, recomendaciones, convenciones y leyes, que movilizan al conjunto de los órganos estatales y globales. Parten de la presunción de acuerdo del conjunto de los agentes culturales, dados a priori sus incuestionables valores positivos, sus encajes perfectos con las aspiraciones y conductas de esos sujetos y sus óptimas capacidades y aptitudes para conseguir con eficiencia los objetivos buscados. En esta categoría estratégica se encuadran las leyes de patrimonio cultural e histórico y los planes, resoluciones y recomendaciones de la UNESCO, del Consejo de Europa y del Banco Mundial (,). Sin embargo, no es riguroso epistemológica ni metodológicamente catalogar como creaciones o reproducciones de la cultura las decisiones, sean o no en forma de órdenes, normativas o acciones, ejecutadas por actores ajenos a ella en su propio nombre o, lo más frecuente, representando a instituciones. Todas estas prácticas son patrimonializaciones culturales, aunque se vinculen recurrente y directamente a ciertas situaciones muy relevantes o impactantes.
Ligada a este primer tipo estratégico, la fabricación de sus narrativas suele incorporar lo objetivo, ya se trate de acontecimientos, hechos, fenómenos o la singularidad de determinadas producciones culturales, en términos de única realidad y, con frecuencia, verdad, como sustitutorio o causa directa y sin mediaciones de la construcción de subjetividades y conciencias individuales y grupales. Personificando a las cosas, cosifican a las personas y reifican sus espacios sociales y simbólicos. Sostener, por ejemplo, que ciertas rehabilitaciones arquitectónicas generan por sí mismas resignificaciones y reutilizaciones, lo muestra bien; lo mismo que argumentar que estas operaciones de reproducción cultural vendrían dadas por la propia fuerza de los sistemas democráticos o de cualquier régimen político, permeable a ellas. Es frecuente, a la par, que estas narrativas, al suprimir toda alteridad, conlleven una importante sustancialización, autonomía y, aún más, fetichización de los objetos desencadenantes de la acción, resaltando sus valores, ya sea su “autenticidad”, escasez, originalidad, fuerza emblemática o eficacia mágica, siempre coherentes con las valoraciones impuestas culturalmente como sistémicas.
Por su lado, los planes desarrollistas, estrategia intervencionista de complicidad en ascenso, asumen cada vez más las producciones y los tratamientos patrimoniales como fuente primordial de generación de bienes, capitales, riqueza y bienestar, en especial, para quienes “carecen de la sustancia cultural suficiente”, para los más “atrasados” e infradotados de recursos de toda índole. De ahí, que se mitifique la solvencia de estos planes, definiéndolos incluso como la mejor solución para combatir las desigualdades y la pobreza (). Así lo formulan la Convención para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial () y, sobre todo, la Convención de Faro (), entre otras intervenciones, enfatizando la última la colaboración de las “comunidades patrimoniales y locales”, sus integraciones y unificaciones comunitarias y las raíces desarrollistas del patrimonio cultural. Ahondando la interdependencia y confluencia entre el patrimonio cultural y los planes desarrollistas, se sitúan también los conceptos de la UNESCO de aval y consentimiento comunitario. Ambos camuflan, dignifican y purifican los procesos de patrimonialización de las reproducciones culturales, y alimentan y realzan las intervenciones directas de los mercados como factor decisivo de desarrollo (). En esta línea se enmarcan igualmente los discursos y actos del Banco Mundial, promovidos durante décadas desde posiciones multiculturalistas esencializadas, que naturalizan los contextos desarrollistas como los más viables, los únicos para abordar las relaciones políticas, económicas y culturales con los denominados países “tercermundistas”. En este modelo de tratamiento intervencionista no sólo cobra especial fuerza la conversión patrimonial de las producciones culturales, sino de sus propios agentes, transformados en sujetos y objetos productivos y consumibles. Conjuntamente se incrementa la fabricación de paradigmas de ser y existir para los diversos protagonistas de la cultura ().
Para finalizar, subrayamos el relieve y la recurrencia adquiridos recientemente por las complicidades efectuadas con los sujetos de las diversas ciencias y humanidades, que se auto atribuyen su representación. Las alientan la división estratigráfica y la fractura del carácter holístico de las culturas, que conlleva su patrimonialización (). Pero, la explicación de esta estrategia y del conjunto de los procedimientos de armonización adoptados reside sobre todo en las cosificaciones de las personas, desatadas por esa patrimonialización, al evaporar de la cultura toda huella humana no estereotipada. Sin esa presencia carece de sentido definir y categorizar a la cultura como un campo social y, por tanto, mucho menos, moral, que demande obligadamente requerimientos éticos. Aludimos a compromisos, cada día más difíciles de encontrar, lejos de las parodias escenificadas por los planes de cooperación y desarrollo y otras iniciativas similares, que prescinden de cualquier construcción social de saberes entre los conocimientos científicos y comunes como eje etnográfico de las investigaciones, en que se fundan, y de los tratamientos que aplican.
Parece evidente la incompatibilidad, imposibilidad e ineficiencia que la negación, ocultación, destrucción y sustitución de las agencialidades de los protagonistas de las culturas acarrean a estas estrategias patrimoniales para pretender crearlas y reproducirlas. Ninguna de las estrategias patrimoniales desenvueltas ha creado y reproducido construcciones culturales, a diferencia de las generadas, resignificadas, reutilizadas y reactivadas por los sujetos de la cultura, vinculándolas en especial al ejercicio de sus procesos de conciencia y movimientos sociales.
Políticas participativas
Al estudiar las prácticas y representaciones de estas políticas, denominadas y celebradas como participativas, no buscamos definir los resultados de sus cuantificaciones ni su éxito, para conseguir respuestas positivas, negativas o su mera obtención. Analizaremos cómo se construye su acción, las posibilidades de los actores de interactuar en ellas e influir en el contenido del proceso y los significados y valores, que definen las creaciones y reproducciones de la cultura, con sus consiguientes procesos agentes de resignificación, reutilización y reactivación.
Por ello tampoco deben confundirse estas políticas con la participación pasiva, puntual y cosmética de unos agentes, a quienes se solicita, mediante convocatorias abiertas, que aporten producciones materiales musealizables -memorias, fotografías y diversos objetos- a ciertas iniciativas patrimoniales. Lo encarna así, por ejemplo, el diseño de los sistemas de presupuestos participativos de Decidim, en Barcelona, que integra muchas más prácticas comunicativas de debate y seguimiento que las habituales, aun cuando no siempre se ocupa de asuntos proclives a fáciles consensos culturales y representativos, según se muestra en la cárcel Modelo.
Aunque no es la única senda diseñada por los tratamientos culturales intervencionistas, las políticas participativas se configuran hoy como la estrategia de complicidad más idónea y de moda, al ajustarse de forma muy satisfactoria y directa a las recomendaciones de la UNESCO para democratizar las patrimonializaciones, al menos cosméticamente. Poco importa que en la práctica se comporten como ilusiones o simulacros electivos, sobre todo si conllevan procesos prolongados y muy deliberativos, y que sólo premien a los dispuestos a jugar en ellos. Organizadas por los distintos ámbitos políticos de los Estados o de las instituciones globales competentes y orientadas a diagnosticar los dilemas culturales y abordar sus terapias, estas políticas suelen consistir en participaciones directas, articuladas como votaciones o respuestas sobre los asuntos sometidos a consulta.
Estas arquitecturas participativas, que se arrogan el privilegio de prolongar las “culturas oficiales” como las únicas reales e institucionalmente representativas de la ciudadanía, y de actuar en su nombre, preceden al establecimiento de decisiones, opciones, proyectos futuros y sus narrativas. Pero también es frecuente un uso más autoritario, para ratificar procesos en marcha y fabricar o representar supuestos consensos venideros en nombre de descentralizaciones de poder (). El camino para lograr ambos objetivos es la reificación de las creaciones y recreaciones de significados y enfoques, que facilitan a estas arquitecturas patrimoniales las posiciones de poder, desde donde se erigen y las cooptaciones que fomentan. Es una reificación que induce a los potenciales participantes a negociar los asuntos, planteados de antemano por los actores que gestan y promueven dichas intervenciones (). Resultan paradigmáticas de ellas la convocatoria del Ayuntamiento madrileño sobre las obras de remodelación de la Plaza de España y su financiación y, singularmente, la consulta pública, realizada por esta misma entidad en 2021, acerca de la nueva ley participativa del patrimonio cultural de Madrid, mucho menos transparente y más restringida que la iniciativa anterior.
Una variedad relevante consiste en la participación de expertos e instituciones y equipos especializados, sobresaliendo el caso de los colegios profesionales, sobre todo de arquitectos y académicos de bellas artes. Es una opción que frecuentemente colisiona con experiencias democráticas, basadas en la participación igualitaria de la ciudadanía y en las propias creaciones y reproducciones de los agentes de las culturas. La mayoría de las veces esta vía multiplica los juegos de exclusión de esos actores, previamente efectuados por el resto de las políticas participativas y, en muchas ocasiones, por saberes expertos profesionales, académicos o artísticos (). Aun cuando sus narrativas teatralizan categorías formalmente inclusivas y alejadas de los sistemas de dominio y reificación desencadenados, este modo de participación constituye un escenario de negociación principal y determinante entre los poderes ejecutivos y las instancias profesionales y científicas, que relega al papel de meros pacientes a la mayoría de los integrantes del proceso participativo.
El evento, organizado durante 2016 en el Media-Lab Prado, para decidir los usos futuros del frontón Beti-Jai de Madrid mediante reuniones y deliberaciones, resultó modélico de este tipo singular de participación, creando y promoviendo las autenticidades y singularidades de una historia local, que demandaba su puesta en valor patrimonial. Ocultó la articulación de un proceso consultivo meramente retórico y metafórico, establecido al margen de los parámetros explícitos y legitimadores de esta clase de intervenciones (), pues no fue público ni requirió ninguna forma de votación. Ello desencadenó la indignación, la repulsa y diversas movilizaciones de los ciudadanos que protagonizaron el proyecto de patrimonialización inicial. De nuevo, frente a esta iniciativa, sorprende que la citada plataforma digital Minnen, reivindicando la participación de los agentes de la cultura, se constituya como un servicio abierto para que estos actores compartan experiencias, dialoguen y reflexionen sobre historias y espacios locales con expertos, instituciones y equipos especializados.
Otro sistema de políticas participativas es el creado recientemente por una amplia gama de asociaciones patrimoniales. Lo estudió muy acertadamente con respecto al Camino de Santiago. Tales asociaciones, ostentando sus presuntos, inherentes y positivos valores auténticos y discursos autorizados, desvían o secuestran frecuentemente las agencialidades de los actores de la cultura. Se arrogan su representación y la intercambian por la obtención de beneficios económicos, políticos y simbólicos, derivados de la patrimonialización de ciertas producciones culturales y de sus actores. A menudo sin necesidad de articular procesos formalizados y evitando sus costes en todos los sentidos, estas asociaciones se aprovechan de sus propias lógicas, narrativas y estructuras organizativas para desplegar participaciones especulativas y legitimar posiciones autoritarias. Son acciones, fundadas en su complicidad con las políticas culturales intervencionistas, para no instituir transferencia alguna de poder representar y de representación de poder a favor de sus asociados y los actores que las legitiman como asociaciones.
Las políticas participativas se acompañan además de unos ropajes narrativos -discursos, ideas, palabras, gestos, autenticidades, sacralizaciones, coleccionismos...-, que las ritualizan y solemnizan para legitimarlas y desearlas como un bien propiamente cultural, una partici-ficción, junto con las producciones patrimoniales erigidas. Son atuendos casi sagrados y cargados de un gran capital simbólico, con la apariencia de ser eficaces objetivamente, por sí mismos, dirigidos a conferir a esas políticas el máximo prestigio y hacerlas fiables, además de poderosas y próximas a lo divino (). Viene al caso aludir, por ejemplo, a la profunda carga simbólica asignada a la voz “resignificación”. Como elixir mágico, pretende convertir en una producción cultural incuestionable y todopoderosa a cualquier práctica o representación patrimonial así concernida, con independencia de quienes la asuman, con qué sentido, valor o uso y aunque sólo sea riguroso epistemológicamente su empleo en referencia a las creaciones de los agentes de la cultura. Pero, tras la usurpación de esta voz por los actores, a quienes no les corresponde, lo principalmente raptado es el propio protagonismo de los agentes culturales y su capacidad de construir y reproducir la cultura. Cabe resaltar asimismo el fetichismo y esencialismo multiculturalista, en que se sumergen las narrativas de estas políticas, ya se refieran a las dimensiones míticas, asignadas a las nociones de participación y comunidad, o a las acciones para una gobernanza de auto-ayuda, vinculada con esos conceptos. Su objetivo performativo, según sostiene , es “modificar el ámbito de la representación categorial para cambiar de algún modo la estructura de poder”.
Dicha partici-ficción la expresa con gran nitidez y éxito la campaña Eje Prado-Retiro, que granjeó a la patrimonialización cultural del Parque del Buen Retiro el actual y casi divino estatus mundial, al que se aspiraba. Fue una intervención puramente especulativa y performativa, que invisibilizaba en gran medida las prácticas retóricas y metafóricas de la autoridad cultural promotora. Invitó a una participación positiva, capaz de agregar valores añadidos a los inicialmente manejados mediante apoyos geo-localizados de fotografías y memorias, aportadas por los actores que se sintieran partícipes de esa patrimonialización, presuntamente deseada por todos ellos. Tras esos apoyos, la declaración patrimonial del Paisaje de la Luz, en su versión retocada y final, no admitió aportaciones, fabricando su propio aval “participativo” con los casi cien organismos y empresas que la apoyaron, incluido el Ayuntamiento de Madrid.
Los propios ropajes de estas políticas participativas posibilitan también una performance, que empodera, avala y legitima a los participantes en las consultas, excluyendo, por contra, a quienes se abstienen o las niegan, haciéndoles acreedores de su propia desgracia o mala suerte (). Muy ligadas a la concepción de la cultura como un bien o servicio, cuyo acceso debe democratizarse, jerarquizan y estereotipan a los actores de las culturas bajo la presunción de la buena o mala conducta natural de los potenciales participantes. Se cuenta sólo con los “buenos”, incluidos en un proceso que les serviría para reproducir sus buenas cualidades y garantizar sus sucesivas participaciones, mientras se prescinde de los “malos”, auto-excluidos, auto-expulsados y condenados por ello a su intranscendencia presente y futura. Así, a través de complejos procesos centralizadores, se acota de paso el campo de acción participativa, de las descentralizaciones, las agencialidades y los empoderamientos que proclaman buscar (; ).
Por último, a los procesos de dominación, subordinación y exclusión cultural y social, desatados por estas políticas, se suman los límites de sus procesos de representación y las instrumentalizaciones que introducen sus mecanismos operativos. Tales escollos, patentes en cada una de las fases del proceso participativo, incluido su anteproyecto, y sobre todo en sus sistemas de participación, son a menudo la causa del fracaso total de sus convocatorias. En el mejor de los casos, están directamente ligados a su inviabilidad, a unas aprobaciones falseadas o no pretendidas debido a decisiones poco informadas y fundadas, y a la multiplicación de las decepciones y desconfianzas que suelen rodearlas y que no sólo sufren los ciudadanos participantes en tales políticas, sino los técnicos que las diseñan, supervisan y gestionan a muy diversos niveles.
Son reificaciones de consensos, logrados con censos inexistentes o precarios, sin datos elementales ni garantías de representación, reclamación, contraste y accesibilidad, y cuya viabilidad legal no siempre está respaldada. Lo ilustra muy bien la convocatoria, organizada por el Ayuntamiento de Madrid sobre las obras de remodelación de la Plaza de España, para decidir la opción ciudadana mayoritaria y más consensuada. Según los resultados publicados por la Plataforma Decide Madrid (), esta fabricación de consenso se basó sólo en los votos del 1% de la población del municipio en el año de la consulta (). Es más, tan sólo un 1,37% de la población del distrito de Moncloa-Aravaca, el más próximo a la Plaza de España, participó en la convocatoria, no cuantificándose sus votos. Aún hoy se desconoce la proporción de votantes a favor de un proyecto definido de diseño y remodelación, en contra, que no se pronunció en ninguno de ambos sentidos o que, al estar excluida del proceso, fue penalizada con la anulación de sus votos. Todavía menos representativa y transparente fue la consulta pública de 2021 sobre la nueva ley participativa del patrimonio cultural de Madrid, que contó sólo con los 16 votos, registrados en la web del Ayuntamiento de Madrid, sumándose a ellos, por defecto y como tales, los nunca emitidos por visitantes de la página preceptiva.
A todas estas limitaciones, se unen los obstáculos técnicos de las propuestas, de los criterios en que se fundan o de los espacios, modos, sistemas e instrumentos de ejercicio de la participación -mesas ilocalizables-. No son irrelevantes tampoco las dificultades planteadas por unas participaciones cada vez más tecnificadas, demandantes de habilidades, tecnologías y aparatos inaccesibles para muchos. No es raro, por tanto, que en muchos casos, sobre todo en zonas rurales, el propio proceso participativo dependa de la disponibilidad y accesibilidad de los profesionales a cargo de la intervención (). Lo subrayan en sus análisis sobre los tratamientos patrimoniales, abordados en el Parque Natural de las Fuentes del Narcea, Degaña e Ibias (Asturias).
Conclusiones
El mejor modo de finalizar es preguntarnos sobre la cuestión central que atraviesa nuestros análisis ¿el patrimonio cultural y sus tratamientos pueden crear y reproducir las diversas culturas? Hemos fundamentado la imposibilidad de hacerlo, aunque lo afirman así los actores patrimoniales, ya sean productores, defensores o promotores a nivel institucional o sujetos particulares, que avalan y prolongan las prácticas y representaciones de esta instancia política, económica e identitaria. Los tratamientos patrimonializadores efectuados sobre las culturas desde instancias de poder no las reproducen. Se imponen sobre ellas, generando y dotando de continuidad sólo a sus propias patrimonializaciones, a los tratamientos que buscan sustituirlas, aunque se presenten como dueñas del presente de las diversas culturas, de sus pasados, generalmente muy tergiversados, y de sus únicos futuros posibles. Es un contrasentido epistemológico y práctico, por consiguiente, aludir a las supuestas resignificaciones, reutilizaciones y reactivaciones de la cultura que promueve su patrimonialización.
Una misma respuesta merecen también los tratamientos intervencionistas sobre la cultura, incompatibles y muy alejados de cualquier definición y proyección restitutiva. Ni son explicables ni comprensibles las construcciones, reconstrucciones y secuencias de tratamiento de la cultura invisibilizando y sustituyendo a sus agentes y atribuyéndolas a individuos, colectivos o instituciones ajenos a ella.
A diferencia de las arquitecturas patrimoniales, la construcción y reconstrucción de las culturas son ejercicios indisociables de sus agentes mediante las resignificaciones, reutilizaciones y reactivaciones que les permiten sus habitus, capacidades simbólicas y subjetivaciones. Erigen así procesos de discontinuidad, retradicionalización y diversidad, en los que sitúan sus cambios e hibridaciones con respecto a creaciones previas, efectuadas por ellos mismos u otros sujetos de generaciones precedentes. Además sus facultades y recursos posibilitan a estos agentes convertir el patrimonio en una tercera vida para las producciones culturales patrimonializadas, que se transforman en versiones alternativas sobre todo cuando sus agentes las vinculan a sus procesos de toma de conciencia, reivindicativos y de movilización social.
Asimismo las restituciones operadas sobre la cultura no son disociables de sus agentes ni de sus producciones y reconstrucciones, si bien se realizan mediante construcciones sociales negociadas con los actores del conocimiento científico. Sin unos y otras los tratamientos patrimoniales no pueden categorizarse como restituciones. Aunque impliquen optimizaciones de sus estrategias de patrimonialización, seguirán siendo tratamientos patrimonializadores de la cultura y, por tanto, de dominación de las producciones culturales y de sus agentes. Continuarán acompañando con su dominación cultural otros dominios ejercidos sobre la cultura y sus agentes en el campo político, económico, ideológico e identitario.
La eficiencia de la cultura y sus agentes, para protagonizar procesos de renacimiento, constituye hoy uno de los ropajes más deseados por los tratamientos culturales intervencionistas para legitimarse, conseguir los éxitos pretendidos y revestir su ejercicio de poder de una magia, casi todopoderosa, de un potentísimo mensaje de enaltecimiento. Aludimos a una performance y partici-ficción, que la mercadotecnia y los medios masivos de comunicación multiplican y acrecientan como titular irresistible para los consumos que publicitan e incentivan y, sobre todo, en pro de los poderes que alientan e impulsan los procesos patrimonializadores.
Todo ello no impide, sin embargo, que las arquitecturas culturales patrimoniales potenciasen y activasen las construcciones y reconstrucciones de los agentes de la cultura, si el juego social posibilitara ese camino. Sería el caso de las decisiones y actuaciones operadas recientemente sobre el Valle de los Caídos y de las hipotéticas resignificaciones, reutilizaciones y reactivaciones que las acompañaran.
Las reflexiones realizadas parecen diseñar claramente quiénes y qué arquitecturas asumen como “apropiadas” las voces y conductas que definen, deciden e impulsan las construcciones y reconstrucciones de las culturas, sus saberes e historias.
Valgan, finalmente, estas reflexiones como cimientos de una etnografía, que argumente con mayor detalle y profundidad las generalizaciones efectuadas. Aludimos a una etnografía multisituada, dada la amplitud del marco cultural, social y espacial, donde actúan las arquitecturas patrimoniales y las políticas participativas y, por tanto, la conveniencia de comparar los procesos culturales locales que definen particularmente los diversos modos de afrontar esas construcciones y estrategias globales de participación.
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Notas
[2] Empleamos la noción de cultura como forma de acción social y conjunto de símbolos (; ; ; , ), creados y reproducidos, agentemente (; ) y ejerciendo su habitus (; ), por sujetos singulares y diferentes para organizar su diversidad. No es, por tanto, una sustancia recibida por sus agentes como un don exterior. Absolutamente antitética con cualquier sustancialización, esencialismo, unicidad y universalismo, integra los distintos modos de vivir, pensar y sentir que definen y practican esos sujetos individual y grupalmente para afrontar sus heterogéneas existencias.