Conversar sobre desinformación es dialogar sobre uno de los problemas más urgentes que afronta la ciudadanía actual en un contexto en el que la confusión sobre lo que es verdad y lo que es mentira parece haber desbordado todos los controles institucionales que debieran proveer de interpretaciones confiables y legítimas sobre la realidad social. Conversar sobre desinformación con Pascual Serrano y Alberto Quian es afrontar ese diálogo desde la constatación de la gravedad del fenómeno y la capacidad de identificar causas y responsables del mismo. También, incluso, soluciones, aunque la mirada esencialmente crítica de ambos invitados no parezca proyectar escenarios muy esperanzadores, al menos, a corto plazo, pues la estructura mediática actual, atravesada por la multiplicidad de voces que permite la red, representa, como explican, el mejor caldo de cultivo para la germinación y expansión de la mentira. Conversar sobre desinformación no es un debate nuevo, pero sí necesario y por eso RICD abre con este diálogo una línea de trabajo para este número dedicado al análisis y reflexión sobre desinformación.
La creciente presencia que el debate en torno a la desinformación ha tenido en múltiples foros en los últimos años no puede hacer ignorar que, en realidad, es un asunto que acompaña desde hace décadas la observación crítica del actuar de los medios de comunicación. Es, pues, un debate actual sobre un problema que no lo es tanto. Eso sí, su expansión parece alcanzar dimensiones nunca antes vistas, como señalan Serrano y Quian, consecuencia del impacto que han tenido Internet y las redes sociales. En efecto, la irrupción de la desinformación con la fuerza con la que hoy se presenta es, en buena medida, resultado del paso de un escenario de comunicación de masas a otro de autocomunicación de masas (). El papel que las poderosas tecnologías de comunicación digital han jugado en la descentralización del proceso de publicación, distribución y consumo de la información ha favorecido que los contenidos imprecisos o directamente falsos accedan a la esfera pública de muchos países, lo que ha significado una democratización en la producción de noticias falsas que hace muy difícil identificar qué contenidos son merecedores de confianza ().
La propia lógica del sistema comunicativo en red favorece uno de los otros aspectos señalados por los participantes en la conversación: el carácter transnacional de muchas iniciativas desinformativas, como han demostrado, entre otros, los numerosos bulos generados y difundidos por varios países a propósito de la crisis sanitaria causada por la covid-19 (). Investigaciones recientes han subrayado esta naturaleza internacional del problema al constatar cómo la organización de las campañas de desinformación a través de redes sociales muestra una dimensión global al ser cada vez más los gobiernos y partidos políticos de múltiples rincones del mundo que deciden invertir en herramientas y técnicas de propaganda computacional con el objetivo de impactar en resultados electorales, afectar a esfuerzos diplomáticos y torpedear negociaciones de paz (). Junto con la ilimitada difusión que facilita Internet, el desarrollo de estrategias mundiales de desinformación por parte de algunos países también encuentra en los medios transnacionales un instrumento de propagación de noticias inexactas o noticias falsas ().
Entre los pocos puntos de desacuerdo que Serrano y Quian evidencian a lo largo de su diálogo observamos la propuesta de este último por observar metafóricamente la mentira como un virus frente al que sería necesario dar con una vacuna, una imagen que al primero no termina de convencer. En cualquier caso, los estudios desarrollados en los últimos años con el propósito de conocer por qué la desinformación ha logrado impactar de manera tan significativa sobre los sistemas democráticos actuales demuestran que la capacidad de replicación y propagación de los contenidos falsos consigue superar, con mucho, el nivel de difusión de las noticias fidedignas. Es la viralización de la mentira en los tiempos de compartir y retuitear a golpe de clic. Esta mayor capacidad de multiplicación, que se da sobre todo en contenidos de temática política y que depende de la intervención de personas y no de robots en su difusión masiva (), no es casual. El diseño de la desinformación persigue precisamente ese fin. Desde el asunto escogido, el tipo de lenguaje empleado (simple, emocional, persuasivo) hasta el titular e imagen con los que se le acompaña (), así como el sesgo negativo que muestran (), persiguen convertirlas en contenido viral. Y lo logran, entre otros motivos, por el tipo de reacción emocional que generan en la audiencia, a menudo el enfado y la rabia, lo que favorece que la mentira sea compartida ().
Esta producción consciente y calculada de mensajes falsos con la finalidad de lograr impactar sobre el mayor número posible de personas nos sitúa ante la necesaria distinción, a la que también apuntan los participantes en la conversación, de aquellos mensajes que son simple y llanamente mentira de aquellos otros que, sin voluntad de serlo, incorporan aspectos imprecisos o inexactos. La información, de hecho, siempre es manipulada, en el sentido de que precisa de la participación de agentes humanos –antes, profesionales de la comunicación; ahora, cualquiera con acceso a la red– para dar forma a un mensaje que busca guardar mayor o menor relación con realidades factuales. El making news con el que Tuchman tituló su investigación sobre cómo las noticias son objeto de un proceso productivo (), y no un simple espejo con el que reflejar con absoluta precisión el mundo que nos rodea, nos situaba irremediablemente ante ese reconocimiento de la información periodística como una propuesta de lectura de la realidad condicionada por múltiples factores organizativos. Manipulación, pues, siempre, a menudo con el pecado original de lucrar e influir que Borrat identificó como fuerzas motrices de la cobertura mediática (), aunque no necesariamente con deliberada voluntad propagandística. En la academia anglosajona, la distinción entre los conceptos misinformation y disinformation facilita esa diferenciación conceptual, apuntando el segundo a la intencionalidad como clave para reconocer como una manifestación comunicativa singular, y particularmente preocupante, la de aquellos mensajes que, de manera premeditada, persiguen introducir mentiras en el debate público (; ). Es esta la desinformación que hoy alerta.
Durante el diálogo en torno a por qué estos amenazantes contenidos han alcanzado hoy una propagación tan elevada, Quian apunta a su notable rentabilidad. Y está en lo cierto. Diversos estudios publicados en los últimos años demuestran cómo la obtención de beneficios económicos (el lucrarse) está detrás de muchas de las plataformas y webs que participan de la generación y difusión de mentiras y teorías conspiranoicas, fuertemente apoyadas por los ingresos por publicidad y la monetización del tráfico web, ya sea a propósito de los bulos en torno a la covid-19 () o en relación con los organismos genéticamente modificados (). En cualquier caso, nos recuerda , aunque la producción de noticias falsas para la ganancia de beneficios financieros pudiera parecer una nueva dimensión de la desinformación actual, no lo es en absoluto, dado que estas estrategias no andan muy lejos de las que caracterizaron al conocido periodismo amarillo, que, desde sus inicios con Randolph Hearst, no dudó en retorcer la verdad y generar realidades alternativas en su afán por lograr más y más ventas, superando las de sus más próximos competidores.
El llamado infotainment y el periodismo basura ocupan hoy un lugar preminente que ha sido arrebatado a las noticias de verdad (). Desde hace tiempo, la apuesta de los medios por un modelo orientado más hacia el espectáculo y a las audiencias que hacia la búsqueda de la verdad ha afectado a la confianza y credibilidad otorgadas al periodismo (). Esa desviación comercial de la prensa es percibida por la ciudadanía como una de las claves de la proliferación de la desinformación actual, que en ocasiones es vinculada con una oferta de contenidos sensacionalistas, resultado de la telebasura y de la penetración de la publicidad en el discurso periodístico (; ).
El eje económico de la desinformación se acompaña actualmente, además, del eje político-ideológico populista y de la hegemonía de lo audiovisual en el campo periodístico. El impacto de la ultraderecha en la emergencia sin control de mentiras en la esfera pública es señalado por Pascual como una de las causas del problema. Resulta curioso que estas fuerzas políticas, que buscan minar la confianza en muchas instituciones periodísticas acusándolas de la emisión de noticias falsas (), encuentran precisamente en muchos pseudo-medios que operan en la web la mejor caja de resonancia desinformativa a su discurso polarizador y populista (). La hegemonía de la lógica audiovisual no ayuda. El papel protagonista de las imágenes en la sociedad de la desinformación, dada su capacidad para generar reacciones emocionales y crédulas en la audiencia (), parece no haber alcanzado todavía su máxima expresión, y fórmulas como los vídeos hiperrealistas manipulados digitalmente conocidos como deepfake son hoy una de las amenazas más serias para la confianza en el discurso público ().
Pero los condicionantes del campo periodístico que facilitan la fuerza con la que la desinformación ha irrumpido en el debate público son más. Ahí está, por ejemplo y como apunta Quian, la precariedad laboral bajo la que trabajan la mayor parte de las y los periodistas. Esta es una de las principales causas por la que muchos principios éticos o profesionales se han debilitado o incluso han llegado a desaparecer (). Desde hace años, la investigación en Periodismo ha puesto de manifiesto cómo la precariedad laboral impacta negativamente en la calidad informativa al dar lugar a nuevas rutinas de trabajo en las que, por ejemplo, las informaciones no son contrastadas ni verificadas (). Hoy, ese empeoramiento de las condiciones laborales se observa de manera muy específica en el ámbito del periodismo digital, caracterizado por un entorno de trabajo muy competitivo en el que los y las periodistas buscan el clic por medio de titulares clickbait y apenas encuentran tiempo para contrastar sus fuentes, haciendo del copipegar incluso un recurso integral de su rutina, lo que evidencia el estrecho vínculo entre precariedad periodística y desinformación ().
La responsabilidad que en ello tienen las empresas mediáticas nos debe hacer preguntarnos si realmente los medios de comunicación se han desentendido de la verificación de las informaciones que transmiten; es decir, de la función que para constituye el tercer principio del periodismo. La disciplina de verificación, la esencia del oficio, debe llevarlo a ofrecer un relato fidedigno de los hechos que permita diferenciarlo de otros discursos, como los de entretenimiento o de tipo propagandístico. En efecto, la investigación apunta a que la implementación de mecanismos de verificación de datos es una práctica minoritaria en los medios actuales (), lo que explicaría no solo la aparición diversas iniciativas de fact-checkers sino que sus responsables entiendan necesaria y legítima su tarea de corroboración de informaciones ante las carencias detectadas en el trabajo de los medios de comunicación convencionales, que parecen mostrar una dejación de funciones (). La propia reserva de espacios periodísticos dedicados explícitamente a la verificación de datos o informaciones en la oferta de algunos medios de comunicación irremediablemente desata la lógica duda sobre qué ocurre, entonces, con el resto de contenidos producidos. ¿En ellos, acaso, la verificación ha sido obviada, ignorada? ¿Hay un reconocimiento tácito de que la corroboración cuenta ahora con espacios delimitados –y minoritarios– en el conjunto de la oferta periodística? ¿Se dedica un espacio concreto a la verificación de hechos para rentabilizar esta práctica como un contenido extraordinario ante la sospecha de su casi desaparición?
El aparente abandono de esa disciplina esencial en el ejercicio periodístico, que ha hecho del periodismo de declaraciones una de sus prácticas recurrentes, plantea una pregunta clave para la que son muchas las posibles respuestas, pero también los desafíos: ¿si el periodismo convencional no se encarga de la verificación, quién debe asumir la lucha contra la desinformación? La conversación entre Pascual Serrano y Alberto Quian apunta a varios actores que en cierta manera se han responsabilizado –o deberían hacerlo– del combate contra la mentira en el espacio público. Uno de ellos está representado, como adelantamos, por la figura de los fact-checkers o verificadores. Dicen, con acierto, los invitados al diálogo de este monográfico, que son muchos “los oscuros” que estas plataformas plantean. Por un lado, cabe preguntarse por la relevancia y trascendencia de los asuntos sobre los que estos actores plantean su tarea de verificación y desmentido. Algunas investigaciones al respecto () revelan que muchos de los temas a los que estas plataformas dedican atención no tienen importancia alguna en la mejora de la toma de decisiones de la ciudadanía o el funcionamiento de los procesos e instituciones democráticas, pues a menudo se centran en asuntos anecdóticos, parcialmente consecuencia de que su interés se dirija a demandas que parten de la audiencia en lugar de responder a criterios periodísticos. Por otro, es sorprendente la opacidad sobre el modelo de negocio al que responden muchas de estas iniciativas, de las que se desconocen sus vínculos con otros sectores productivos ajenos al ámbito de la comunicación, lo que podría comprometer la cobertura de ciertos temas y su independencia ().
Ante estos riesgos, la mirada de nuestros conversadores se dirige al papel que pueden asumir otros dos actores: la sociedad y los Estados. La co-responsabilización de la ciudadanía en la lucha contra la desinformación, a través de la mejora de sus competencias en la valoración de la calidad de la información que consume y comparte a través de la red, es una de las apuestas claras de la Unión Europea y, para que ello, la alfabetización mediática se impone como una estrategia fundamental (). El conjunto de la sociedad debería beneficiarse de ella. Por supuesto, los y las jóvenes, pues estudios recientes demuestran que la incapacidad para distinguir entre noticias reales y falsas no solo afecta al alumnado adolescente que cursa estudios obligatorios (), sino también a estudiantes universitarios, incluso a quienes cursan carreras del ámbito de la Comunicación y cuya destreza para identificar adecuadamente la calidad de contenidos (pseudo)periodísticos es bastante limitada, en parte por el tipo de dieta y hábitos mediáticos que dominan en unos y otros, dependientes de las redes y dispositivos móviles (). Pero los esfuerzos de alfabetización deben ir más allá de la juventud, como señala Quian. Las personas mayores, precisamente por no ser nativos digitales, son una población especialmente vulnerable tanto a la desinformación como al resto de riesgos que supone su exposición a las redes, por lo que su alfabetización mediática digital constituye un imperativo urgente con el objetivo de asegurar su uso crítico de la información y el desarrollo de competencias para dotarles de mayor autonomía en el uso de plataformas digitales para el consumo de noticias (; ).
Es difícil prever si una ciudadanía con mayores competencias en alfabetización mediática podría hacer de la sanción social una de sus respuestas ante los medios o plataformas responsables de la difusión de desinformación. Es esta reacción uno de los pocos puntos de desencuentro entre los dos participantes en la conversación. Mientras Alberto Quian cree que la sanción de la ciudadanía podría ser una respuesta disuasoria ante la generación y propagación de mentiras, Pascual Serrano considera que confiar en ello es algo ingenuo. Sea en términos de sanción o no, recientes estudios sobre el consumo de medios apuntan a una progresiva tendencia de la ciudadanía a darle la espalda a las noticias, a rehuir del seguimiento de la actualidad que ofrecen los medios. Este fenómeno, conocido como news avoidance, tiene, según algunas investigaciones (), una estrecha relación con la percepción de la audiencia de que los medios son una máquina de propaganda y, por tanto, sus contenidos se encuentran sesgados de acuerdo con intereses políticos y económicos, una observación que sería mayor en contextos cuyo sistema mediático se corresponde con el modelo pluralista-polarizado, como sería el caso del español ().
Sin embargo, Serrano apuesta más por el papel del Estado, de las instituciones, que por la sanción social como respuesta ante la desinformación. El reto no es sencillo. Los intentos de regulación llevados a cabo en los últimos años en diversos países europeos demuestran que legislar o establecer herramientas de control sobre una realidad digital que muta constantemente, y cuyas nuevas estrategias desinformativas se desconocen o son imposibles de prever, plantea continuas dificultades y, en cambio, abre la puerta a la restricción de derechos fundamentales como la libertad de expresión o la privacidad (; ). La inacción, sin embargo, tampoco parece razonable ante una impunidad creciente que ya subrayaba en la nueva edición de su libro sobre desinformación, publicado inicialmente en 2009, y en la que señalaba que el poder de los grupos de comunicación había provocado que ningún gobierno ni poder legislativo se atreviera a poner coto a su capacidad de engañar y mentir, lo que significaría un precedente tentador para que cualquiera se sumara a generar desinformación.
Los mentirosos, impunes, y la ciudadanía, indefensa. Cómo puede ser protegida la ciudadanía ante tal amenaza apela a la ley y al reconocimiento de derechos. Sin embargo, parece que, en la jurisprudencia internacional, no hay reconocimiento como tal de un derecho humano al conocimiento de la verdad, excepto en situaciones muy particulares, mientras que, en cambio, sí habría una protección a la diseminación de mentiras, excepto, de nuevo, en circunstancias muy específicas (). La defensa de la sociedad ante los discursos desinformativos que responden a objetivos políticos y mercantiles continúa siendo una tarea en desarrollo que ofrece muestras cuyo alcance y significado resulta controvertido. La reciente condena por la justicia estadounidense al locutor ultraderechista Alex Jones, que conspiró al defender que la matanza cometida en la escuela Sandy Hook fue una farsa, llega después de que lograra amasar una fortuna valorada entre 135 y 170 millones de dólares, gracias a las noticias falsas que difundía a través de su canal InfoWars, que, sin embargo, continúa activo, lo que cuestiona la eficacia del castigo. También la reforma legislativa aprobada en Turquía a mediados de octubre de 2022 con el objetivo de luchar contra la desinformación en Internet y redes sociales es observada como una maniobra que abre la puerta a la censura, según denuncian la oposición y las organizaciones de derechos humanos del país, pues la consideración de una información como falsa dependerá de un órgano próximo al Gobierno.
Mientras el combate contra la desinformación resuelva las amenazas y contradicciones que hasta el momento las iniciativas institucionales han evidenciado, solo el papel de una ciudadanía crítica y una profesión periodística que revise sus principios esenciales podrán ensanchar grietas de conocimiento en una estructura mediática propicia para la desinformación, espoleada por lógicas mercantiles e intereses ideológicos que aprovechan un entorno tecnológico cuyas trampas no siempre acertamos descifrar.
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