A principios del año 1592, María Gutiérrez, esposa de un médico, declaraba en el proceso por lenocinio contra Francisca Valdenebro, vecina de Salamanca, una mujer de unos 40 años de edad, que su lugar de residencia era conocido como «la casa de Zelestina». Esta afirmación, efectuada casi un siglo después de la publicación de una de las obras cumbre de la literatura española, ponía de relieve cómo su personaje principal, prototipo en el siglo XVI de la alcahueta-hechicera, se había erigido, al menos entre ciertos sectores, en referente de una actividad ilícita (; ). Con esa expresión, la testigo del pleito trataba de resaltar la entrada constante de personas de «ruin trato» y de clientes de la prostitución en el domicilio de la acusada. Ahora bien, ¿había algo en común entre la Celestina literaria y las proxenetas salmantinas de época posterior?
El presente artículo pretende la reconstrucción de las actividades y desentrañar la sociología de quienes se dedicaron a la receptación en Salamanca a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII. También trata, en la medida de lo posible, de establecer una comparación del comportamiento que mostraron esas personas con el que manifiesta el personaje literario. Este tipo de análisis cuenta con sólidos precedentes, como el de Margarita Torremocha, aunque la mayoría de trabajos de este tipo se han centrado, fundamentalmente, en individuos del siglo XVIII —en una época y situaciones muy alejadas en el tiempo de la primera edición de La Celestina—, así como en información sacada de los tribunales civiles.
Junto a ambos objetivos, esta investigación pretende además cubrir un vacío historiográfico. Las publicaciones aparecidas sobre lenocinio en la zona salmantina se han limitado al estudio de su mancebía o al análisis de las ediciones literarias en torno al tema impresas en la ciudad durante la Edad Moderna (Lacarra, y , ). Esta forma de proceder tiene que ver, en parte, con la escasez de fuentes documentales conservadas, de manera especial, de aquellas de carácter criminal en primera instancia, las cuales apenas si se hallan en el Archivo Histórico Provincial de Salamanca, a diferencia de lo sucedido en otras ciudades castellanas. Por su parte, en el análisis realizado en su día por Helena Sánchez Ortega, basado en el empleo de fuentes judiciales de la Inquisición, se hace referencia al bajo número de procesos sobre hechicería o brujería incoados en el tribunal inquisitorial vallisoletano —a cuya jurisdicción pertenecía Salamanca—, pero ninguno de ellos alude a salmantinas involucradas conjuntamente en este tipo de delito y el de la alcahuetería ().
Si bien es cierto que el tema de las alcahuetas ha recibido en las últimas décadas una mayor atención por parte de los investigadores, no lo es menos que ha sido estudiado habitualmente dentro del mundo del lenocinio. No incluimos aquí las referencias a la amplia bibliografía aparecida sobre esta práctica, entre otras razones, porque sería un esfuerzo inabarcable realizado en el marco de un artículo con unas claras limitaciones espaciales; por esta razón, nos remitiremos a citar algunas de aquellas obras donde se hace una exhaustiva relación de estudios, tanto de carácter nacional como internacional, sobre el tema (; ). Estos trabajos ponen de relieve la existencia de una prostitución clandestina, también perseguida por los tribunales eclesiásticos, cuyo ejercicio tenía un carácter mayoritario frente a la practicada en las mancebías. Valga a modo de ejemplo que, a finales de la Edad Media, las meretrices de los prostíbulos no eran más que un tercio de las existentes en Núremberg o Ratisbona, alrededor de una cada cinco en Estrasburgo y una de cada diez en Sevilla ().
De forma habitual, las prostitutas atendían a sus clientes en casas-patio particulares, corrales y «casas de camas» de barrios populosos, a donde acudían personajes «de escasa estima y consideración». Era una práctica realizada por mujeres vinculadas entre sí por lazos familiares y sin varones en sus hogares. En este mundo marginal caían esas mujeres cuando estaban solas, las abandonadas, las necesitadas de dinero, las mozas de servicio y otras jóvenes sin actividad laboral (Candau, ; ; ). Durante el siglo XVI y principios del XVII, en ciudades como Roma, entre un cuarto y la mitad de las prostitutas vivían solas, algunas de ellas en habitaciones situadas en pasajes menores ().
Para este estudio, se ha realizado el vaciado completo de las causas de la época moderna conservadas el Archivo Histórico Diocesano de Salamanca. Se han localizado un total de dieciocho procesos circunscritos a los años que van de 1582 a 1610. Hemos descartado los pleitos de hechicería no vinculados a las actuaciones de proxenetismo, a pesar de solicitar en ellos la recuperación del marido o del «amigo» a través de bebedizos, polvos, oraciones o conjuros.
Partiremos de la definición de alcahueta empleada por Sebastián de Covarrubias, quien catalogaba como tal, a «la tercera» que «concertaba al hombre y la mujer [para que] se ayunt[as]en, no siendo el ayuntamiento legítimo» ( v.). Si tenemos en cuenta las apreciaciones de alguno de los testigos de los litigios, este tipo de definición encajaría más en la consideración de «encubridora». En este sentido, uno de los declarantes en el pleito contra Francisca de la Trecha, define a la alcahueta como la «persona que lleva recaudos de un hombre a una mujer, y viceversa, para que se vengan a tratar y conversar». El término de encubridora lo relaciona con la que «encubre a un hombre y una mujer dentro de su casa para ofender a Nuestro Señor». Las acusadas por el tribunal eclesiástico salmantino fueron alcahuetas en el segundo de los sentidos, «al concertar, encubrir o facilitar relaciones amorosas, generalmente ilícitas» (). En estas querellas criminales, la proxeneta también aparece citada bajo otras expresiones, como las de intervenidora, medianera, receptora y tercera. Las dos primeras se encuentran solo en los interrogatorios elaborados para la defensa de una de las reas, donde se omite la palabra alcahueta. La expresión de intervenidora no se halla en los diccionarios de la época ni en los de injurias más actuales (). Su empleo, probablemente, perseguía evitar cualquier referencia denigrante para la querellada.
1. LAS DENUNCIAS
Los procesos por lenocinio solían realizarse ex oficio, por iniciativa del fiscal eclesiástico. De forma estereotipada, se suele señalar que a este último le habían llegado noticias sobre prácticas ligadas a la alcahuetería que estaban causando gran escándalo y murmuración entre la vecindad. Estos procesos difieren de los incoados en los tribunales civiles de primera y segunda instancia. En ellos, la querella también partía de maridos cuyas mujeres habían incurrido en amancebamiento por la intervención de alcahuetas. Por otro lado, las constituciones sinodales salmantinas instaban al castigo de los amancebados públicos y de las prácticas mágicas siguiendo en esto las disposiciones del Concilio de Trento. Se ha de tener en cuenta que las actuaciones de las alcahuetas estuvieron, en ocasiones, ligadas al mundo de la magia, además de favorecer las transgresiones de la moral sexual y matrimonial ().
Iniciado el proceso, el fiscal del obispo culpaba a las reas de una manera genérica de ser alcahuetas y encubridoras. Tras su iniciativa, no cabe descartar la existencia de una delación previa por parte de alguno, o algunos, de los testigos, incluso aunque estos declarasen hacerlo por descargo de sus conciencias o en respuesta a las «generales», promulgadas desde el obispado y leídas en las diferentes parroquias de la ciudad de Salamanca. Los apoyos testimoniales del fiscal varían de unos procesos a otros, apareciendo en ellos desde un par de testigos hasta una docena. En este tipo de querellas hay varios aspectos que resultan llamativos. En primer lugar, la reducida edad de los testigos. En la mitad de los casos se movían entre los veinte y los treinta años, siendo la menor de ellos una criada de catorce. De este hecho se puede deducir que el mundo del proxenetismo y la prostitución no pasaba desapercibido a la juventud del momento, pues los que superan los cincuenta años apenas si son en cambio uno de cada diez declarantes. Y aunque entre los testigos aparecerá algún individuo con el calificativo de don, así como notarios, escribanos, médicos, mercaderes o maestros de niños, la mayoría de ellos salían del ámbito artesanal, estudiantil y eclesiástico —por este orden—, ya fuese de parte del fiscal o de las acusadas. Igualmente, hallamos declarantes que aparecen en al menos dos procesos, circunstancia esta que puede responder a búsquedas específicas de testigos, intereses comunes o enemistades entre declarantes e imputadas.
Es probable que en las declaraciones estudiantiles contra los propios compañeros pudiera haber pesado algún tipo de venganza, a causa de las habituales confrontaciones que existían entre las diferentes naciones, o simplemente los motivos personales. Una circunstancia difícil de ratificar dado que, a menudo, los testigos de este tipo no suelen indicar su lugar de procedencia. Por ejemplo, en el proceso contra María Paredes, que tenía entre sus clientes a varios universitarios, la totalidad de los que testificaron contra ella pertenecían a este grupo urbano. Igualmente, encontramos alcahuetas que presentaron testimonio contra mujeres que ejercían su misma ocupación; quizás en este caso hubiese detrás de ello una cierta rivalidad profesional. Sea como fuere, los supuestos de posibles venganzas respondían a las más diversas motivaciones: la negativa de la teórica proxeneta a testificar en un pleito sobre una promesa matrimonial —realizada en el marco de una relación sentimental en la que ella había mediado—; tratar de llevarse a la criada de otra para su servicio; haber conseguido que se despidiese a un sirviente de su trabajo; participar en la expulsión de una de las testigos de una casa donde vivía; o su negativa a abonar los salarios o regalos —botines y chinelas— a las mujeres que se habían prostituido. En algunos casos, sabemos que la alcahueta se quedó con toda la cuantía percibida por ellas, algo habitual en este tipo de actividades. Otras investigaciones en cambio encuentran que solían apropiarse de la mitad de las ganancias, e incluso de la mayor parte de ellas, por los riesgos afrontados (; ; ). Durante el siglo XVII, estos ajustes de cuentas aparecían también en algunos de los litigios incoados en los tribunales eclesiásticos de la ciudad de Londres ().
Prácticamente, todas las acusadas negaban estar implicadas en el delito que se les imputaba. Su línea de defensa consistía en ratificar la pureza de su conducta, atribuir los testimonios en su contra a la enemistad capital de alguno de los testigos, en desprestigiar a estos últimos o en justificar las posibles actuaciones y situaciones comprometidas en las que fueran encontradas. Respecto al primero de los aspectos citados, el relacionado con el tipo de vida que llevaban las acusadas, los procuradores y testigos aportados insistían en que se trataba de mujeres honradas, de bien, de buena vida, fama, opinión, costumbres y ejemplo, además de que eran caritativas, se mantenían de su trabajo y ayudaban en todo a sus vecinas. Eran calificadas asimismo de buenas cristianas, temerosas de Dios y de su conciencia, informándose de que se las había visto en misa, vísperas y completas, tanto los días festivos como los «de hacer algo» —los laborales—. Se incidía también en que se trataba de personas que acudían a sermones, honras y entierros, en que daban limosna a los pobres, ofrecían pan, vino y cera durante los primeros días de Pascua, visitaban altares y ermitas, confesaban y comulgaban en Cuaresma, tiempo de jubileo, indulgencias y días principales. A todo ello, se unía el que eran «deudas» o parientes de gente honrada del lugar, por lo que no cabía presumir que hubiesen cometido semejantes delitos. Este tipo de argumentos se encuentran, igualmente, presentes en los procesos de la Real Chancillería de Valladolid.
Por su parte, la consideración de los testigos como enemigos capitales se basaba en el hecho de haber mantenido con ellos «cuestiones y diferencias» o haber «andado a las manos», es decir, reñido, discutido e incluso sufrido maltrato. Por este motivo la acusada los consideraba resentidos, aunque también por haber intervenido en su despido laboral, haberles recriminado sus defectos o su forma de proceder —caso de estar amancebados, jugar compulsivamente a las cartas, etc.—, injuriado o difamando públicamente o tenido un conflicto con sus maridos. Para desacreditar su testimonio, señalaban que les habían oído lanzar contra ella determinadas amenazas, acompañadas en ocasiones de juramentos. Carmela Pérez-Salazar asocia estos juramentos a un simple comportamiento grosero, destinado a zaherir y humillar al oponente, aunque hay autores que los consideran un simple instrumento verbal enfático (; ). Algunas de estas expresiones caían dentro del ámbito de la blasfemia, caso de: «¡Voto a Dios!, que a trueque de vengar mi corazón, que tengo de haçer[le] gastar su hazienda»; «que si tuviera a Dios de su mano la haría abrasar»; que causaría «todo el mal que pudiera […] en su honra y buena fama, aunque la llevara el diablo»; «que raída tuviese la crisma en tierra de moros, si no se la pagase» —poniendo un dedo sobre su frente y nariz a la hora de pronunciar la frase—; o, «que le había de dar un testimonio, aunque le diese un vuelco en el infierno». Según las investigaciones de Jesús M. Usúnariz, los juramentos con apelativos a la divinidad se erigían como uno de los más habituales de la época. Eran pronunciados en todo tipo de sectores sociales y no solo en los marginales (). Otras veces, las imprecaciones lanzadas simplemente traslucían un franco deseo de venganza o de causar mal a la acusada, como cuando decían abiertamente «que la habían de echar a perder» para que no saliese del calabozo en su vida o que habían de «hacerle una masa», entre otras expresiones que no recogemos aquí.
Las acusadas y sus defensas intentaron también desprestigiar a las testigos descalificando su forma de hablar, su carácter o su manera de vivir. En el primero de los casos, las tachaban de personas de mala lengua, embusteras y mentirosas. La mujer mal hablada contradecía el ideal femenino de la época, una falta de compostura que mermaba su credibilidad y la convertía en moral y socialmente rechazable (Tabernero, ; ). Asimismo, las ponían en entredicho al catalogarlas de personas de poca fe y crédito, recias, amigas de su voluntad, distraídas, vengativas, revoltosas, rencillosas y «ocasionadas para mucho mal». Respecto a su trayectoria vital, se las tachaba de mozas de comportamiento errático, fáciles, mundanas, deshonestas, malas de su cuerpo —que ganaban de comer con él y tenían abierta su casa para quienes deseaban entrar y salir a cualquier hora—; en suma, de mujeres de mal vivir, que habían mantenido «acceso carnal» con diferentes individuos o que se embriagaban frecuentemente. Algunos de estos términos eran utilizados en la época para referirse a las prostitutas o se empleaban a la hora de injuriarse, teniendo como fin la descalificación de la moral sexual de las afectadas y la disminución de su consideración social (; ).
En otras ocasiones, se pretendió desacreditar a los declarantes señalando que eran pobres o menesterosos. También se resaltaban otros aspectos, como que eran individuos «advenedizos», es decir, que llevaban pocos años viviendo en el pueblo. Esta circunstancia les otorgaba, teóricamente, una menor credibilidad frente a los naturales. Se indicaba así que testificaban «de oídas», sin haber presenciado directamente los hechos, o bien, que eran familiares, paniaguados o amigos de las partes y, por ello, que actuaban apasionadamente.
El tribunal eclesiástico salmantino se mostró especialmente interesado en averiguar las actividades y los ingresos de las reas. Las alcahuetas alegaban al respecto no tener otra relación con las prostituidas que la circunstancia de vivir en la misma casa o edificio donde se realizaban los encuentros sexuales. Afirmaban haber manifestado a sus vecinos su desagrado por tener que convivir con tales mujeres y que se sustentaban de su oficio o de los envíos de dinero periódicos que les hacían sus maridos. Insistían asimismo en que la presencia en sus inmuebles de mujeres sospechosas, jóvenes o casadas, respondía a la visita de amigas —realizadas sin la presencia de varones—, al concierto de algún matrimonio, a la manutención en su casa de una huésped que se encontraba en una situación lastimosa o al hecho de proporcionarle cobijo tras una disputa matrimonial.
Aquellas personas que facilitaban los encuentros en una casa alquilada exponían al juez que ignoraban el amancebamiento de los arrendatarios, pues se trataban como casados. Desconocían pues el motivo del arriendo llevado a cabo por quienes solo habían vivido en el inmueble unos días. La rea indicaba que tenía esta segunda residencia para guardar allí sus pertenencias, hacerse con un dinero extra o habitarla en caso de que sus amos la despidiesen. Alegaba que, de haber sabido que los residentes «vivían mal», nunca se la habría alquilado. Este mismo argumento —facilitar los encuentros de unos teóricos desposados— fue empleado por el tejedor Pedro González, vecino de Ledesma, al referirse al caso de su cuñada. Y si quien entraba en el domicilio de la interfecta era un barbero-cirujano, la justificación era obvia, lo hacía para realizar la cura de algún familiar. En otras ocasiones, a las jóvenes se las hacían pasar, como ya hemos mencionado, por parientes —por sobrinas— para así no llamar la atención.
De igual modo, los procuradores trataban de justificar el trato, supuestamente vejatorio, dado a las alcahuetas en ocasiones por parte del vecindario. Los testigos de Francisca Valdenebro, a la que la gente llamaba a la cara bellaca, alcahueta, bruja y hechicera, afirmaban que lo hacían bromeando, «en regocijo», burlándose o chacoteándose. Ella, decían, lo aceptaba por ser una mujer alegre, apacible, placentera, habladora, amiga de burlarse, de conversación chocarrera, «de buena plática, libre en el parlar» y que, «en el decir», tenía libertad. Se trataba de algo difícil de creer, sobre todo si tenemos en cuenta que en la época este tipo de insultos eran objeto de numerosas demandas y que, en las reconciliaciones entre las partes, solía exigirse una rectificación pública al ofensor (; , ).
Para defenderse, algunas de las imputadas por alcahuetería argumentaban asimismo a través de sus representantes legales que habían residido en las casas, calles y vecindades «más públicas» o «pasajeras» —de mayor tránsito—, donde vivían gentes muy honestas. Este hecho habría dificultado el desarrollo de una actividad criminal como de la que ahora eran acusadas. Esta defensa del honor y del «decoro social» ligada a la casa que se habita, a la ciudad en la que se reside y a la intercomunicación personal se aprecia ya en el análisis sobre el entorno social celestinesco realizado en su día por Jose Antonio Maravall (). En esta línea, las imputadas mantenían que el ejercicio de su profesión —aderezar calzas y alquilar camas a forasteros— hacía que todo tipo de gentes —de diferente calidad, estado civil e «incluso mujeres que dicen enamoradas y aun de la casa pública de la mancebía»— entrasen en sus viviendas. Es más, ellas nunca habrían permitido —al menos en teoría— el amancebamiento de sus hijas, sino que, y en caso de saber de su conducta inmoral, las habrían reconvenido.
A pesar de todas estas argumentaciones, y hasta el final del proceso, las acusadas permanecían en la cárcel episcopal o bien eran depositadas en casa de un sacerdote, ya fuese en la zona rural o en la urbana. Este se convertía así en fiador de las reas y se comprometía a presentarlas ante el tribunal episcopal cada vez que el Provisor lo requiriese. Sin embargo, en algún caso era el mismo sacerdote a quien, según algunos testigos, las acusadas habían encubierto sus encuentros con una mujer secreta. En todo caso, y al tratarse de mujeres de escasos medios, el encierro en prisión las llevaba a vivir en una situación de precariedad económica, pues debían mantenerse durante todo este tiempo a costa de sus escasos bienes. En este sentido, Juan José Iglesias advierte de que en muchas ciudades las prostitutas presas tenían que dormir a menudo en el suelo, cubriéndose solo con la escasa ropa que llevaban encima ().
2. LAS ACTUACIONES DE PROXENETISMO
La alcahuetería en Salamanca estuvo vinculada fundamentalmente a la mujer; de hecho, de las diecinueve personas acusadas solo dos fueron hombres. En este sentido, se aprecia una tendencia muy similar a la encontrada en la ciudad de Madrid, donde prácticamente todas las enjuiciadas fueron féminas, salvo algún marido que había convertido el negocio en una actividad compartida (). Las encausadas utilizaron en todos los casos la vivienda en la que residían para los encuentros, excepto en uno de ellos, en que se empleó una casa alquilada para tal fin, pese a que, como es obvio, la acusada lo negaría. Los testigos calificaban a estas mujeres como «de ruin trato y vivienda». En ciertas situaciones, el trasiego de gentes en el inmueble debió de ser de tal calibre que los vecinos llegaron a afirmar que la vivienda de la acusada parecía una «casa pública», al haber visto en ella a los clientes «respingándose», retozar y «tratar a mala parte».
Mesones, colegios, casas de estudiantes, y de las mismas mujeres prostituidas o amancebadas, así como lugares abiertos (el campo, alamedas, castañales, etc.), fueron también espacios utilizados para «tener amores» —encuentros sexuales— tanto de día como de noche. A pesar de la prohibición de ejercer la prostitución en mesones y tabernas —siempre bajo sospecha permanente—, o de los castigos a los que se arriesgaban sus propietarios, estos emplazamientos se utilizaron para tal fin, y esa utilización no quedó reducida a un plano meramente literario (; ). Además, las meretrices que trabajaban fuera de los burdeles estaban mejor valoradas, pese a que su clientela debía correr mayores riesgos tras el trato, sobre todo higiénicos (; ). Probablemente, las alcahuetas cambiaban ocasionalmente de residencia para no ser localizadas con facilidad. Al respecto, al menos la mitad de las que operaron en la ciudad de Salamanca sí lo hicieron. Las iglesias, buscadas para no levantar sospechas, fueron asimismo lugares de cita. Juana de Herrera fue acusada por un clérigo «de decir a cualquier hombre que a ella llegase: id a tal hora a misa, que yo os terné allí una muger de muy buen talle». Un comportamiento similar a este se observa en la Celestina, quien «[…] nunca pasaba sin misa ni vísperas, ni dejaba monasterios de frailes ni de monjas; esto porque allí ella hacía sus aleluyas y conciertos» ().
El caso más llamativo en este sentido fue el de Francisca Valdenebro, de quien los declarantes afirmaron que tuvo residencia abierta por espacio de una decena de años en múltiples casas de la ciudad. Y aunque estas viviendas estaban ubicadas en diferentes partes de la urbe, lo cierto es que mostró una preferencia particular por las cercanas a las puertas de la muralla (la del Río, Villamayor, Santo Tomás y San Vicente), por la calle Empedrada o la de Los Milagros. A estos cambios de domicilio, habituales asimismo en las ciudades europeas —como por ejemplo en Ámsterdam—, se unió el empleo por parte de estas mujeres de diferentes apellidos —lo que sucede con al menos tres de las imputadas—, junto a un comportamiento destinado, del mismo modo, a ocultar su actividad e identidad (, ).
La edad de las encubridoras osciló entre los 20 y los 50 años, si bien tenían una media de 33 años. Son edades parecidas a las encontradas en Bizkaia, donde se movían entre los 25 y los 40 años, o a las mujeres juzgadas por los tribunales inquisitoriales —entre 30 y 50 años, con una media de algo más de 42 años en el caso de la salmantinas— (, ). Desconocemos la profesión de un tercio de las personas procesadas, aunque es probable que el proxenetismo fuese su única actividad. De las demás mujeres sabemos que pertenecían al estado llano —ver anexo—, dedicándose al ejercicio de diferentes empleos o «a lo que las llamasen», al punto de moverse, incluso, en ámbitos marginales (esclavas), hecho este que también se ha apreciado en ciudades como Toledo o Zaragoza (; ). Por su parte, algunos de los trabajos declarados por los testigos constituían un medio para ocultar su auténtico oficio: el proxenetismo. Volviendo a nuestro tema, seis de cada diez imputadas estaban casadas —alguna con el marido ausente, quizás por causa de un matrimonio fracasado—; el resto eran viudas y solteras, en igual proporción. Al respecto, puede afirmarse que hubo cierta complicidad del cónyuge varón en el desarrollo de esta actividad, pues así se ha constatado en otras investigaciones (). Dos tercios de estas mujeres residieron en la ciudad de Salamanca.
Entre las prostituidas —calificadas de mujeres de «ruin vivienda»— estuvieron representados todos los estados civiles —solteras, casadas y viudas—. En ningún caso se mencionan vagabundas o perdidas, como en los procesos civiles. En raras ocasiones se suele indicar su procedencia social y, solo en algunos casos, se alude a ellas como «mujeres secretas», es decir, mujeres probablemente casadas o de cierta reputación social a las que no se deseaba poner en entredicho. Diferentes estudios han señalado al respecto que, aunque el honor afectaba al hombre y a su casa, las esposas eran las titulares y garantes de esa «especie de honor en diferido». Este, se encontraba en estrecha relación con la castidad y la pureza sexual de la mujer, basándose pues en nociones de masculinidad y de debilidad femenina propias de una sociedad patriarcal (; ;; , ). Por esta razón, es posible que estos silencios procesales estuviesen destinados a proteger la institución matrimonial, la estima del marido, y evitar así situaciones de violencia familiar y doméstica ().
Al menos tres proxenetas ejercieron paralelamente la prostitución o estuvieron amancebadas; otra alcahueteaba a su hija y un tercero a una cuñada —«una mujer moça, de buen pareçer y de buena cara»—, con la connivencia de su esposa, a cambio de meriendas y comidas «de mucho gasto». Pertenecían, sobre todo, al sector del servicio doméstico, aunque también estuvieron involucradas una morisca, una «verdugalera» y una mujer calificada como doña. A veces, las jóvenes procedían de la misma localidad que la proxeneta, la cual, en su día, había pasado a residir en Salamanca.
En gran medida, los clientes salían del mundo de los colegiales y estudiantes —mencionados en casi la mitad de los procesos—. En este caso, se trata de una tendencia muy similar a la observada en Valladolid con la prostitución clandestina (). A continuación, seguían los individuos del sector clerical, los artesanos (curtidores, cordoneros, pasteleros, canteros y jaeceros, entre otros), algún doctor universitario, un escribano, un regidor y varios forasteros. Entre los eclesiásticos había presbíteros, algún miembro del cabildo catedralicio, así como frailes —que en ocasiones se vestían de seglares para acudir al encuentro con las mancebas—. Sus nombres nunca son mencionados en los procesos «por el honor de su orden y hábito”, reservando los testigos el ofrecimiento de esta información a voluntad del Provisor. No suele suceder lo mismo con las mujeres que se prostituían. De ellas sí se indica, en ocasiones, el nombre, apellidos, el mote e, incluso, su estado civil, salvo si eran desconocidas para los testigos o resultaba imposible su identificación vista su forma de vestir —pues «iban tapadas de medio ojo».
Las alcahuetas se encargaban de transmitir los recados, billetes o mensajes de los hombres a las mujeres que deseaban, diciéndoles que estos «tenían voluntad de tratar con ellas», o que anhelaban que «les quisiesen bien y condescendiesen a su ruego». A veces, según los declarantes, se valían de terceras personas, caso de la mencionada Francisca Valdenebro, quien realizaba sus avisos gracias a una hermana catalogada de «boba», la cual hacía acto de presencia en las casas con el «achaque» o con la excusa de vender unas calzas. Las proxenetas facilitaban su vivienda para las relaciones sexuales y trancaban la puerta de la calle con un cerrojo o llave una vez que los clientes estaban dentro. A continuación, se ausentaban, yendo a diferentes lugares —en ocasiones a comprar comida para los amancebados— o bien se mantenían fuera de la vivienda, cosiendo en la calle. Otras veces organizaban estos encuentros en los mesones. En algunos casos, como el de Juana Herrera, así se insinuó en el proceso, llegaban a organizar orgías en su residencia, de grandes dimensiones, pues al parecer tres parejas, ubicadas en diferentes habitaciones, acabaron juntas yaciendo en un mismo aposento. En las zonas rurales las alcahuetas permitían la entrada del amante en la casa por una puerta trasera o por el trascorral, para así no llamar la atención. Asimismo, fueron acusadas de «negociar embarazos» y de permitir el parto de mujeres solteras en su domicilio.
Solo tres alcahuetas fueron culpadas de efectuar prácticas vinculadas a la magia, no viéndose afectado por ello ningún varón. En toda Europa la mujer se convirtió durante este período en objeto de persecución por brujería. Tres cuartas partes de las juzgadas pertenecían a este grupo; junto a ellas, un alto porcentaje de las actividades de las procesadas por este delito tuvieron un carácter sexual (). Francisca de la Trecha, una mujer casada y jornalera, vecina de Aldeadávila de la Ribera, fue llevada ante los tribunales, entre otras razones, porque, en teoría, había dado unos polvos de color blanco a una tal María Sánchez, de profesión criada, para que los bebiese con agua. Esta, junto a una amiga, los echó en el fuego, del que salió «una muy gran llama»; se espantaron y se santiguaron para evitar cualquier efecto maligno sobre ellas. En otra ocasión, entregó otros polvos —de color rojizo— para ser injeridos, igualmente con agua, y nombrar al querido por parte de la tercera. La receptora creyó que se los había dado para que el amante la quisiese mal o no le pidiese matrimonio y, por eso, no se los bebió. La mayoría de los declarantes afirmaron, además, que no sabían con qué se fabricaban, ni qué era un hechizo ni lo que significaba el término superstición. La acusada del proceso, a pesar de presentarse testimonios que afirmaron haber visto a los amantes en la cama, «juntos sus rostros» y retozando en su casa, acabó absuelta.
La segunda de las reas imputadas por este delito, la mencionada Francisca Valdenebro, aunque había salido indemne de una primera querella criminal, no tuvo tanta suerte en la segunda. Ahora, se afirmaba que era capaz de facilitar bebedizos a las mujeres para no quedar embarazadas. También, que había proporcionado a cierto hombre unos polvos para realizar unos hechizos. No obstante, no se pudo probar la ejecución de conjuros o una posible relación con el demonio, lo que no fue óbice para que la gente la calificase de hechicera. La rea acabaría apelando a la Chancillería vallisoletana, pero desconocemos el fallo.
Sobre la tercera, María González, vecina de Salamanca, viuda de un portugués, acusada de encubrir a su propia hija, una costurera de veinte años de edad, la información es mucho más amplia. Los testigos indicaron que había mandado matar un gato negro —animal que también aparece en La Celestina—, un perro, un corderito y colgar un sapo. Aunque dijo que había empleado todo para fabricar unto para la cara, en realidad con este material elaboró un brebaje para recuperar al amante de su hija, un tal Álvaro Gil, estudiante. Lo iba a preparar con lo que echaba el sapo por la boca, mezclándolo luego en un vaso con la sangre del resto de los animales y de la menstruación de su hija. Posteriormente, intentó dárselo al mozo, a través de su ama, pronunciando unas palabras para que surtiera efecto. Se trataba de rituales relacionados con artes amatorias, iguales a los constatados en los procesos judiciales inquisitoriales, cuyo objetivo era ligar voluntades (; ). Confesó, asimismo, que buscaba hierbas en el campo, las molía y las ponía a la puerta del antiguo amante de su hija. También situaba en el suelo una aljofaina o almofía blanca de Talavera, con muchas candelas encendidas alrededor formando un cerco para ver si Álvaro se hallaba amancebado o no con otra mujer. Parece que la relación de la hija de la acusada se había cortado tras encontrarse embarazada y que, ya con un vástago de corta edad, trató de recuperarla por todos los medios.
A cambio de sus actuaciones, estas alcahuetas y las anteriormente citadas recibían alimentos, bebidas, regalos y dinero. A menudo, la cantidad no suele especificarse. Ignoramos si, y al igual a como sucedía en otros lugares de Europa, algunas de ellas llegaron a organizar encuentros sexuales al margen del matrimonio sin obtener beneficio económico (). Los estudios sobre la materia han destacado la importancia de los comestibles en este intercambio de favores, incluso en el plano literario, caso de La Celestina, quien afirmaba que nunca faltó comida en su casa (). Este hecho queda patente también en los procesos judiciales, como el que se siguió a María Paredes, quien hizo gastar entre 200 y 300 reales a unos estudiantes en concepto de manjares y prestaciones sexuales recibidas de dos hermanas a las que «encubría». Las viandas ingeridas en estos almuerzos, cenas y meriendas —en ocasiones «aderezadas» por las mismas proxenetas—, no siempre se concretan, aunque se cita en ocasiones la lamprea, las perdices, las tostadas y el vino. En cuanto al dinero, la mencionada María Paredes llegó a cobrar seis reales por transmitir uno de sus recados a una mujer. Su nombre no se incorporó al proceso para así no afectar su honor. Otras mediadoras percibieron entre cuatro y doce reales. Se trataba de un monto elevado si tenemos en cuenta que, en los litigios, alguno de los testigos había oído a las alcahuetas jactarse de poder conseguir favores sexuales de una mujer por «un real de a cuatro».
Para persuadir a sus posibles víctimas «a tratar para mala parte», estas medianeras ofrecían a las mujeres algún tipo de regalo y resaltaban las cualidades de su cliente. Les decían que eran individuos ricos y honrados, que les darían cierto dinero o algún tipo de prenda —un corte de jubón de tela o un manto— a cambio de mantener relaciones con ellos. Si ponían pegas, por ser hombres de «poca suerte» o «de mal talle» —curtidores, entre otros—, les convencían con argumentos como que les comprarían unos botines o unas servillas —unas zapatillas de cordobán con una suela delgada que solían calzar las criadas— (Diccionario de Autoridades, 1739, voz correspondiente, tomo IV).
En ocasiones, las alcahuetas remarcaban las peculiaridades físicas o sexuales del varón que pretendía a la moza. María Casada, por ejemplo, aduló a Catalina Rodríguez, una criada del secretario de la Audiencia Episcopal, de 18 o 19 años de edad, describiendo al alférez con el que la quería acostar como un «gentil hombre», que sabía «dar contento» y con quien la propia María se hubiera «enamorado» —prostituido— si no estuviese comprometida esa noche con un soldado. En otra ocasión, la persuadió a mantener relaciones sexuales con unos soldados a los que catalogó de «muy lindos». Por su parte, Juana Herrera, que solía buscar doncellas de «buen talle», las engatusaba diciéndoles que el cliente era un hombre honrado y que haría «muy bien» por ellas. Francisca de Valdenebro indujo en cambio a una mujer secreta a mantener relaciones sexuales con un colegial bajo el argumento de «que era muy buen caballero»; con otra distinta, se comprometió a solicitar al clérigo regular que deseaba acostarse con ella una cantidad elevada —500 reales— para cubrir sus urgencias. Ahora bien, estas promesas no siempre resultaban convincentes, pues a pesar de la suma ofrecida, como se aprecia en el caso de la viuda Ana Hernández, esta rechazó recibir 100 reales por mantener relaciones con un fraile —la mediadora se llevaría teóricamente un doblón por el negocio—. No encontramos argumentos en boca de estas mujeres como el disfrute de una vida libertina y deliciosa, que sí se han constatado en cambio en otros estudios ().
Estas propuestas son un síntoma claro de las posibles carencias, urgencias y necesidad económica de aquellas mujeres que caían bajo las garras de las alcahuetas. Aunque en ocasiones, estas simplemente les decían que si querían tener un «amigo» se lo buscarían sin ninguna, al menos aparente, contraprestación material. Otras veces, las persuadían «con palabras amorosas» —que no aparecen plasmadas en el proceso— o con engaños, llevándolas a su casa y ofreciéndoles meriendas, dando lugar así, con posterioridad, a una encerrona. Algunas de ellas probablemente fueron forzadas o cayeron en la prostitución a consecuencia de estos embustes, tal y como sugieren en sus declaraciones, lo que era una práctica habitual tanto en otros lugares de España como de Francia desde la misma Edad Media (; ; ). También intentaban convencerlas con argumentos que incidían en que lo importante era remediar sus necesidades básicas. Lo hacían con expresiones del estilo: «¡Mira!, vengan blancos u negros, como vinieren, arrímate a un canto de la cama y toma lo que te dieren, que no te han de entizonar porque tengamos que comer». Una filosofía vital que se halla presente también en La Celestina. En una de sus conversaciones con Melibea, la protagonista le confiesa que en su alma no había otra provisión que la contenida en el refrán «con pan y vino se anda el camino». Asimismo, Elicia, dialogando con la anterior, le dice que no quería otra cosa en este mundo que «día y vito» —sustento diario— ().
3. LAS CONDENAS
La información de la tabla 1 —ver anexo— nos indica que algo más de la mitad de las querellas por alcahuetería terminaron sin un fallo o bien con la absolución de las acusadas, abonando solo las costas judiciales. En la investigación realizada por Myriam Pacheco para Talavera de la Reina, la autora señala que cuando los procesos por hechicería llegaban a la Inquisición se suspendían al poco tiempo (). Entre nuestros casos absueltos se halla el de una pareja que convivía en una misma casa sin estar velados, aunque sí desposados. Hacían vida junto a dos jóvenes, una de ellas mantenida por «amor de Dios», al encontrarse enferma. No pudo demostrarse que tales mujeres fuesen «dos mozas picaronas», como afirmaba alguno de los testimonios de la causa. También está el caso de una comadre —en realidad una comadrona— a cuya vivienda iban a residir, o a parir, mujeres embarazadas de dudosa reputación. La comadre, afirmaba que los varones que entraban en su casa eran parientes de las mozas, a quienes facilitaban comida. Por su parte, el procurador de la imputada consideraba habitual que las comadronas recibiesen en su domicilio a mujeres pobres, carentes de albergue, pues en él podían dar a luz con mayor seguridad y evitar, de este modo, su muerte o la de las criaturas. Para los testigos que declararon a favor, su comportamiento no se trataba de encubrimiento sino de una buena obra de carácter cristiano, puesto que, una vez restablecidas, mandaba a las mozas a servir o a que se buscasen la vida. A tenor de lo apuntado por Margarita Torremocha, estas declaraciones constituyen alguna de las muestras de sororidad propias de la época, las cuales pueden apreciarse también en los pleitos vistos ante los tribunales seculares (). A pesar de ello, las comadronas constituyeron un colectivo, al igual que el de las costureras y perfumistas, que se mantuvo a menudo bajo sospecha y que fue denigrado por los tratadistas del tema de la brujería (; ).
Las condenadas solían recibir habitualmente una amonestación, al tiempo que se las instaba a vivir honrada y recogidamente, una práctica poco frecuente en las audiencias civiles castellanas de la época. Debían pues enmendar su conducta con el objetivo no incurrir en los delitos asociados a la acusación —en algún caso, de blasfemia contra Dios y los santos—. La pena más habitual fue el pago de una multa, el de las costas judiciales —entre 30 y 40 reales— y el cumplimiento de un período de destierro que oscila de unas sentencias a otras, por lo que no hemos encontrado un patrón definido al respecto. Quizás esto se deba a la arbitrariedad judicial, la cual permitía a los magistrados imponer penas a voluntad (). La duración del destierro estaba entre uno y seis años, si bien se ofrecía la posibilidad a la rea de que una parte del mismo tuviese un carácter «preciso» y otra voluntaria —en un tercio de las causas—, esta última a elección de la acusada. Esta misma forma reducción del tiempo se aprecia en los fallos de los jueces reales de otras ciudades castellanas, y aunque este tipo de justicia imponía destierros más largos, la Chancillería vallisoletana, en segunda instancia, solía acortarlos e incluso en ocasiones anular la mencionada pena.
Su cumplimiento debía iniciarse en un plazo corto, de entre tres y seis días, una vez que las reas hubiesen abandonado la cárcel episcopal. Las desterradas por el mencionado tribunal de Valladolid, lo fueron no solo de sus localidades, sino también del territorio que se encontraba a cinco leguas alrededor de la Chancillería. Las reincidentes en el delito, pese a indicar que habían cumplido el extrañamiento, no presentaban nunca ningún testimonio en este sentido. La sanción sumía a las condenadas en un estado de precariedad material y debido a esta circunstancia, probablemente, quebrantaban la pena, pese a la amenaza de se les doblaría el tiempo de destierro, se incrementarían los azotes e incluso se les aplicaría la pena de muerte (). De la multa podían liberarse si demostraban ser pobres. Su cuantía osciló entre los 800 y los 2.000 maravedíes, siendo aplicada, por terceras partes: una para el fiscal, otra para los gastos de guerra y otra para obras pías, —en menor medida, a veces, para los gastos de justicia—. La única condenada a realizar ciertas oraciones en público fue una tal Isabel Rodríguez, vecina de Salamanca, a quien se le impuso, además de un año de destierro, el rezo de veinte rosarios a Nuestra Señora en los que tendría que suplicarle a su Hijo el perdón de sus pecados. Asimismo, también tuvo que ayunar durante cuatro viernes de un mismo mes como parte de la pena.
En dos ocasiones se sometió a las reas a ser «sacadas a la vergüenza» por las calles de la ciudad. En este caso, iban montadas sobre un asno o una bestia de albarda, desnudas de cintura para arriba, con una coroza sobre la cabeza y una soga en la garganta. A las condenadas por los tribunales civiles se les obligaba, además, a permanecer atadas de manos y pies durante todo el trayecto. Igualmente, podía enmelárseles la espalda, aunque esto parece que fue algo excepcional. Unos y otros constituían castigos habituales aplicados a las prostitutas tanto en España como en otras ciudades europeas (; ). Solo una de las salmantinas recibió 100 azotes durante el trayecto. Durante esta exposición pública iban acompañadas de un pregonero que proclamaba a viva voz su delito. En el caso de María Rodríguez, vecina de Salamanca, el pregón se realizó del siguiente modo:
Esta es la justicia que manda açer su señoría, el señor obispo desta ciudad y el licenciado Juan de Salçedo, su provisor, en su nombre: a esta muger, por alcagüeta, la mandan encoroçar y traer por las calles acostumbradas; y que baya desterrada desta ciudad y su obispado por seis años preçisos. Y desta manera se manda executar para que a ella sea castigo y a otros exemplo de cometer semexantes delitos.
Este paseo, ignominioso e infamante, acababa frente a las puertas del palacio episcopal y de la catedral vieja —la de los Perdones—. La condenada permanecía entonces, mientras el Provisor lo considerase oportuno, subida a una escalera, a la vista de todo el público y con la cara descubierta. La única referencia a esta situación con la que contamos, nos indica que la condenada fue expuesta aproximadamente tres cuartos de hora. Este tipo de castigo lo infligía también la justicia real en las villas como en Medina de Rioseco, donde se ordenaba exhibir a la rea en una escalera alta y permanecer en ella durante un cuarto de hora. También se aparece en La Celestina. Allí, se aplica la pena a Claudina, la madre de Pármeno, quien es expuesta en la escalera más tiempo que el expresado en el proceso salmantino En otros lugares, como el País Vasco, la condenada era atada a una argolla o mostrada en la picota, manteniéndose allí a la vista de los presentes durante un corto período (). No hemos hallado en cambio otras penas humillantes, caso del rapado de la cabeza o de las cejas a las reas, o la propensión a untarles la espalda con productos pegajosos y plumas, fórmulas estas constatadas en otros lugares.
4. CONSIDERACIONES FINALES
Las actuaciones del tribunal diocesano salmantino contra la alcahuetería, a tenor de las fuentes conservadas, estuvieron bastante limitadas en el tiempo. Se centraron, fundamentalmente, en las dos últimas décadas del siglo XVI y la primera del siguiente. Un periodo coincidente con el de máxima intensidad en la persecución de la brujería —práctica en la cual estuvieron involucradas algunas de nuestras acusadas—, así como con el comienzo de las campañas de hostigamiento contra las prostitutas, iniciadas en la década de 1580 (; ). Ignoramos, no obstante, si este hecho pudo responder a otros factores, caso del mayor celo de los prelados coetáneos frente a los comportamientos escandalosos, a una posible pérdida documental o una posterior delegación en los tribunales civiles de la responsabilidad de reprimir estas conductas.
En la década de 1590, el obispado salmantino llevó a cabo una política moralizadora en otros ámbitos, como el de las cofradías. El tribunal diocesano trató de garantizar el cumplimiento de la legislación sinodal, que buscaba evitar que se realizasen comidas colectivas por parte de las hermandades con las limosnas recaudadas y destinar ese dinero a otros fines más piadosos (). Después de las disposiciones tridentinas, es probable que las autoridades religiosas locales estuviesen interesadas en conseguir una mayor moralización de la sociedad. Hecho este que se aprecia, igualmente, en la celebración de un sínodo diocesano en Salamanca en las décadas objeto de estudio (). Tal vez, al igual que en otras ciudades, como Sevilla, con posterioridad al cierre de las mancebías de 1623 se diesen en Salamanca actuaciones por parte de las autoridades contra la alcahuetería y la prostitución clandestina. Sin embargo, la falta de fuentes nos impide comprobarlo (), aunque sí sabemos que este tipo de lenocinio encubierto se dio en la ciudad al menos durante la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, tal y como lo ponen de relieve los estudios llevados a cabo sobre su Casa Galera ().
Las declaraciones de los testigos de los procesos manejados insisten en que el comportamiento de las alcahuetas ocasionó un gran escándalo y murmuración en la vecindad. Esto se debía a la entrada y salida continuada de individuos de la casa de las acusadas y al ejercicio de la prostitución en períodos prohibidos, como la Pascua, una época que, en algunas ciudades, y desde finales de la Edad Media, se recluía a las prostitutas de las mancebías en los monasterios (). En el ámbito rural, y a pesar de que los amancebados y sus alcahuetas fueron reprendidos por las autoridades locales, sabemos que muchos persistieron en su relación y, en ocasiones, la actuación contra ellos de las autoridades habría servido de chanza a los moradores de los pueblos vecinos, pudiendo llegar a provocar enfrentamientos con ellos. Los declarantes consideran que la expulsión de la villa de estas mujeres serviría de ejemplo a las que eran casadas y honradas. En la misma línea, se aprecia entre los testigos una crítica al hecho de que alguno de los clientes de las mujeres prostituidas gastase grandes cantidades de dinero en comidas y meriendas con sus amantes. Unos dispendios que iban en detrimento de sus padres, sobre todo si esos clientes eran estudiantes, ya que, probablemente, necesitasen de esos reales malgastados para su propia manutención. En cualquier caso, todos ellos eran motivos más que suficientes para demandar la actuación de la fiscalía episcopal en el asunto.
En estos procesos penales, las proxenetas fueron mujeres relativamente jóvenes, que apenas sobrepasaban los treinta años, lejos entonces de la sexagenaria o septuagenaria que representa la protagonista de la tragicomedia de Fernando de Rojas. Como indican algunos autores, no contaban con una amplia experiencia vital ni con los conocimientos sociales necesarios como para concertar y encubrir citas amorosas (). Con la información disponible, no podemos constatar que estas mujeres fuesen aficionadas a la bebida —a diferencia de lo que sucedía con Celestina o con las lenas de las comedias clásicas— aunque el vino formase parte de los regalos que solían recibir de sus clientes (; ). Y como a la protagonista literaria, a estas medianeras les movía fundamentalmente el interés personal, el beneficio económico y, en ocasiones, la necesidad de cubrir sus necesidades alimentarias. Trataban, al igual que en La Celestina, de obtener este tipo de provecho a través de amistades forzadas, algunas de las cuales llegaron a convertirse luego en testigos en su contra en los procesos judiciales (). Por lo demás, y a diferencia de lo sucedido en otros lugares, como en Bizkaia, o de lo que se afirma en la obra literaria celestinesca, el volumen de casos de receptadoras salmantinas que habrían ejercido previamente la prostitución fue reducido (). Al respecto, el potencial peligro que ya señalara Martín Azpilcueta, la conversión de antiguas prostitutas en proxenetas, parece haber estado bastante restringido en la ciudad de Salamanca (). Ignoramos en este sentido si supieron ocultar sus relaciones, ya que, al tratarse mayoritariamente de mujeres casadas, habría existido hacia ellas una menor permisividad social.
El fenómeno de la alcahueta no fue ni un hecho exclusivamente urbano ni femenino, a pesar de que se ubicase fundamentalmente en este ámbito y fuese una actividad ejercida por mujeres, circunstancia esta que se advierte asimismo en ciudades como Toledo en el siglo XVI (). Durante el período de estudio, en Salamanca solo fueron procesados dos hombres por facilitar relaciones sexuales ilícitas; uno de ellos en relación con el amancebamiento de su cuñada. No son, por tanto, muy numerosos los casos de rufianes encontrados dedicados a promover una prostitución clandestina, de la cual obtenían pingües beneficios, tal y como se ha visto en otros lugares estudiados durante la Baja Edad Media ().
Las mujeres que estaban en esta actividad ilícita procedían de los sectores más humildes de la sociedad; «ejercieron» alguna profesión que les permitía actuar como terceras sin levantar sospechas, igual que la protagonista de la obra literaria de Rojas. Solo una de ellas trabajó como comadre. En este sentido, mostraron una tendencia similar a la observada por Margarita Torremocha en otras zonas castellanas o por María Helena Sánchez sobre las mujeres juzgadas por los tribunales inquisitoriales (; ).
Desde el punto de vista conceptual, en los procesos judiciales se observa cómo los procuradores de causas defensores de las alcahuetas emplearon a veces un término probablemente menos ofensivo para referirse a ellas, como el de medianera. Esta misma expresión, menos ignominiosa, la encontramos igualmente en boca de Elicia o de Melibea para referirse de una manera amable a Celestina, en un contexto de cambio de percepción que esta última tuvo acerca de su actuación, al haberle facilitado su relación con Calisto ().
La vinculación de estas receptoras con el ámbito de la brujería o de la hechicería fue bastante restringida en Salamanca. El tema ha dado lugar a numerosos debates sobre su presencia en la obra de Fernando de Rojas. Se ha hablado sobre su carácter estructural o no, sobre su ambigüedad, la eficacia de los hechizos o la postura del autor —o autores— en torno a este aspecto (; , ). En los pocos litigios salmantinos manejados donde hubo acusadas de hechicería, los paralelismos con el ámbito literario se encuentran en la posible utilización de hierbas —no para brebajes, sino para ponerlas en la entrada de la casa del amante reticente— o en el uso de sapos y fluidos corporales (). El único proceso con el que contamos de una rea por hechicería y alcahuetería, residente en el ámbito rural, nos presenta una imagen de ella alejada de la estampa de una mujer vieja, temida, que vive al margen de la sociedad, visto que fue capaz de presentar una decena de testigos a su favor, lo que es un claro síntoma de su sociabilidad (; ).
Las alcahuetas de Salamanca prefirieron recurrir a sus habilidades y a su capacidad de convicción frente a otro tipo de recursos, como lo hizo también en ocasiones Celestina. La diferencia estriba en que las terceras de la ciudad del Tormes utilizaron sobre todo sus domicilios para facilitar los encuentros de los amantes. Solo en ocasiones emplearon los oficios que desempeñaban —de reparadoras de calzas—, igual a como lo hacía la protagonista literaria con el de buhonera, para introducirse en las casas ajenas, cuando no se valieron de mujeres prostituidas para las relaciones sexuales que sus pagadores perseguían (). Asimismo, las prácticas de religiosidad externa sirvieron a las proxenetas de Salamanca de telón de fondo para disimular sus actividades ilegales. Por otro lado, los pleitos, al igual que en la obra literaria, no ocultan la recurrencia del clero a este inframundo (.
En los procesos penales, las actuaciones piadosas aparecen como justificantes de un teórico comportamiento normal o eximente, dado que resultaría incomprensible semejante conducta en una persona devota o practicante. Estas medianeras se mostraron, en algunos casos, ávidas de ganancias frente a las personas que trabajaban para ellas, mientras que sus clientes procedían de todos los estratos sociales, teniendo un especial protagonismo los clérigos —como en el relato celestinesco— y los estudiantes. Nada extraño, si tenemos en cuenta que se trataba de una ciudad universitaria con numerosos colegios clericales.
Las mujeres utilizadas por las alcahuetas para ganarse la vida se reclutaban, de manera habitual, entre las pertenecientes a los sectores más vulnerables y de menor capacidad económica de la sociedad. Y aunque hay registrado un caso de proxenetismo con una hija, lo cierto es que estuvo relacionado sobre todo con el consentimiento de relaciones sexuales con su prometido. Esta situación puede percibirse como un hecho aislado y minoritario dentro de la esfera del lenocinio, de manera similar a lo constatado por otros estudios castellanos, e incluso de países como Inglaterra (; ). Sin embargo, en lugares como Bizkaia o Navarra este tipo de actuaciones eran más numerosas (; ). Por último, y a diferencia de lo acaecido en la tragicomedia celestinesca, ninguna de las alcahuetas de nuestros procesos judiciales ni de sus clientes acabó muriendo violentamente.
Ante este panorama, entendemos que entre la realidad del mundo de las proxenetas salmantinas de finales del siglo XVI y principios del XVII, y la ficción literaria escrita por Rojas a finales del XV, hubo concomitancias y lógicas diferencias, puesto que los relatos novelescos no constituyen un reflejo exacto de la realidad al incorporar no pocas licencias creativas que a los historiadores nos están negadas.
Agradecimientos
Esta publicación forma parte del proyecto de I+D+i: Conflictos intergeneracionales y procesos de civilización desde la juventud en los escenarios ibéricos del Antiguo Régimen, financiado por MCIN/10.13039/501100011033, (PID2020-113012GB-I00).
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Tabernero Sala, Cristina y Usunáriz Garayoa, Jesús María (2019b), Diccionario de injurias de los siglos XVI y XVII, Kassel, Edition Reichenberger. https://orcid.org/0000-0002-0278-7818.
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Toro, Alfonso de (1998), De las similitudes y diferencias. Conceptos y concepciones del honor en los siglos XVI y XVII en España e Italia, Madrid, Iberoamericana Vervuert. https://doi.org/10.31819/9783964564665.
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Vian Herrero, Ana (1990), «El pensamiento mágico en Celestina, ‘instrumento de lid o de contienda’», Celestinesca, 14-2, pp. 41-92. https://doi.org/10.7203/Celestinesca.14.19729.
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Notas
[1] Archivo Histórico Diocesano de Salamanca, Sección Provisorato (en adelante AHDSa, Secc. Provisorato), legajo (leg.) 71, documento (doc.) 4, 16-I-1592, folio (f.) 4 r.
[3] Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (en adelante ARChV,), Registro de ejecutorias, caja 1566,51, 18-XI-1586.
[5] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 65, doc. 14, 14-III-1591, proceso criminal contra María Paredes, vecina de Salamanca.
[8] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 7, doc. 129, proceso contra María Rodríguez, vecina de Salamanca.
[10] Otra expresión empleada en este litigio, alusiva también a quienes se prostituían, es la de: «damas que llaman de amores». AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 68, doc. 18, 6-VII-1691, f. 34 v. y 61 r.
[12] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 72, doc. 7, 23-VII-1592, proceso criminal contra Isabel Rodríguez, vecina de Salamanca, f. 4 r.
[13] AHDSa. Secc. Provisorato, leg. 66, doc. 8, 10-IV-1591, proceso criminal contra Juana Herrera, vecina de Salamanca, f. 7r.
[15] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 2, doc. 68, 10-IX-1601, proceso criminal contra Violante Rodríguez o Gómez, esclava, vecina de Salamanca; leg. 5, Doc. 19, 4-III-1604, proceso criminal contra Antonia Núñez, vecina de Salamanca.
[16] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 18, doc. 28, proceso criminal contra Pedro González, tejedor, y su mujer María Hernández, vecinos de Ledesma, f. 3 v.
[18] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 10, doc. 49, 29-IV-1609, proceso criminal contra María y Antonia González, madre e hija, y María Morcilla.
[19] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 46, doc. 9, 14-IV-1583, proceso criminal contra María Casada, f. 57 v. y f. 58 r.
[20] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 66, doc. 8, 10-IV-1591, proceso criminal contra Juana Herrera, vecina de Salamanca, f. 7 r.
[21] AHDSa. Secc. Provisorato, leg. 5, doc. 19, 19-IV-1604, proceso criminal contra Antonia Núñez, f. 9 r.
[22] AHDSa. Secc. Provisorato, leg. 49, doc. 9, 14-IV-1583, proceso criminal contra María Casada, vecina de Salamanca, f. 2 v.
[24] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 68, doc. 13, 26-VI-1591, proceso criminal contra Gaspar Ribero, barbero, y Juana Bautista, f. 4 v.
[25] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 1, doc. 51, 21-VII-1600, proceso criminal contra Isabel Hernández, vecina de Salamanca.
[29] Se aprecia en María Paredes, encerrada en la cárcel episcopal con su hijo durante 27 días, donde «pasó mucha hambre ya que no comía si no se lo daban». Sus padres eran personas necesitadas, carentes de bienes para abonar la multa. AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 65, doc. 14, 14-III-1591.
[30] AHDSa. Secc. Provisorato, leg. 43, doc. 8, 6-IV-1582, proceso contra Ana Vázquez, sardinera, vecina de Salamanca.
[34] AHDSa, Secc. Provisorato, leg. 46, doc. 9, 14-IV-1583, proceso criminal contra María Casada, vecina de Salamanca, f. 46 r.
Apéndices
ANEXO
Nombre | Oficio | Sexo | Edad | Estado civil | Procedencia | Condena |
---|---|---|---|---|---|---|
María Paredes | Lavandera e hilandera | H | 28 | SD | Urbana | Amo. Des. Mul. y Cos. |
Francisca Barrena, alias Francisca de la Trecha* | Jornalera | H | SD (29-30) | Casada | Rural | Sin condena. Se la libera |
María Casada | Hilandera, amasadora, criada | H | 30 | Soltera | Urbana | 1ª- Pas. Des y cos. 2ª- Amo. Pas. Azo. Des. Y cos. |
Inés López | Sd | H | + 40 | Casada | Urbana | Sin fallo |
Juana Herrera | Barbero (marido) | H | 32 | Casada | Urbana | Amo. Mul. Des. y cos. |
Juana Bautista | Sd | H | 25 | Casada | Urbana | Absolución y costas |
Gaspar Rivero | Barbero | V | 23/24 | Casado | Urbana | Absolución y costas |
Isabel Rodríguez | Sd | H | 20 | SD | Urbana | Amo. Des. Mul. Rez y cos. |
Francisca Valdenebro* | Calcetera y alquiladora de camas | H | 30-40 | Casada | Urbana | 1ª- Absolución y costas. 2ª- Amo. Des. Mul. y cos. |
Isabel Hernández | Comadre | H | 43 | Casada | Urbana | Sin fallo |
María González* | Sd | H | SD | Viuda | Urbana | Sin fallo |
Violante Gómez/Rodríguez | Esclava | H | 24 | Soltera | Urbana | Sin fallo |
Juana Perera | Sd | H | 40 | Viuda | Rural | Sin fallo |
María García | Sd | H | 38 | Casada | Rural | Sin fallo |
Antonia Núñez/Rodríguez | Criada/ acompañante de señoras (marido zapatero) | H | 50 | Viuda | Urbana | Amo. Des. y cos. |
María Rodríguez | Ama de estudiantes | H | 30 | Casada | Urbana | Pas. Y Des. |
Pedro González María Hernández |
Tejedor | V | 30 | Casado | Rural | Amo. Y multa |
Tejedor (marido) | H | SD | Casada | Rural | Absuelta | |
Isabel Bernal/ Hernández | Sd («a lo que la llaman») | H | 33 | Soltera | Rural | Amo. y cos. |
Fuente: Procesos del Archivo Histórico Diocesano de Salamanca. Elaboración propia.