1. Introducción
El estudio de la delincuencia socioeconómica, aquí adoptada como sinónimo de delincuencia de cuello blanco, ha experimentado un crecimiento significativo desde la década de 1940, con gran parte de la investigación centrada en comprender sus propias definiciones, tipologías y alcances. En las primeras etapas de este estudio, Sutherland ya señalaba con vehemencia el impacto económico y social, a menudo más perjudicial, de este tipo de delincuencia. No obstante, a pesar de estas advertencias tempranas, la comprensión de las victimizaciones resultantes de esta categoría de delitos sigue siendo poco clara, incluso en campos científicos donde debería ser una preocupación central, como en la Victimología.
En realidad, específicamente en lo que respecta a la Victimología, disciplina dedicada al estudio de los procesos de victimización y desvictimización, la investigación todavía sigue basada en victimizaciones de naturaleza individual, especialmente alrededor de víctimas cuya identificación y delimitación son más palpables (aunque no menos difíciles de tratar). Basta con observar que los manuales dedicados a la materia rara vez destinan un capítulo específico a la comprensión de este tipo de victimizaciones.
Esto conlleva a que todavía se carece de información sobre las víctimas y las dimensiones de la victimización relacionada con la delincuencia socioeconómica. La escasez de la investigación científica puede deberse, en parte, a que estos delitos se alejan del enfoque penal tradicional, que prioriza la protección de bienes jurídicos individuales afectados de manera más directa (la vida, integridad moral y física, honor, intimidad, libertad, libertad sexual, patrimonio). Los delitos socioeconómicos, en cambio, defienden bienes jurídicos colectivos cuya protección individual puede ser más bien indirecta y se basan en la idea de un riesgo o peligro abstracto. Estos rasgos llevan a la clasificación de estos delitos como “sin víctimas”, ya que contrasta con la idea tradicional de victimización.
Sin embargo, independientemente de cómo se conceptualiza la victimización, es innegable que cualquier forma de victimización criminal tiene el potencial de alterar y desestabilizar las rutinas esenciales de los individuos. En realidad, los costes asociados con la delincuencia económica, tanto directos como indirectos, suelen superar los de la delincuencia común, extendiéndose más allá de las pérdidas financieras. Las repercusiones de la violencia corporativa, por ejemplo, no solo tienen un impacto económico, sino que también pueden causar daños significativos a la vida, la integridad física, la salud y el medio ambiente. En este contexto, los daños sociales resultantes afectan tanto a los individuos como a las comunidades de formas que aún no se comprenden del todo.
Específicamente en el contexto hispanohablante, se detectó una carencia de investigaciones que aborden esta cuestión desde una perspectiva más general. Aunque se ha avanzado en el panorama español, muchos de los trabajos publicados abordan el tema de las victimizaciones en el ámbito de la justicia restaurativa de una forma más indirecta.
En este contexto, la presente investigación se centra en responder a la pregunta: ¿Cómo se puede conceptualizar a las víctimas de delitos económicos y qué factores contribuyen a su invisibilidad y olvido en el contexto socio-jurídico actual? Para abordar esta cuestión, se realizará un análisis de la definición y el alcance de “víctima” y “victimización” dentro del marco de la delincuencia socioeconómica, explorando la aplicación y comprensión de estos términos en este ámbito. Se identificarán y examinarán los factores que contribuyen a la invisibilidad y desatención de las víctimas, investigando las causas detrás de la falta de reconocimiento y apoyo, y destacando las diferencias clave en las experiencias de victimización en comparación con la delincuencia convencional.
Con el fin de alcanzar este objetivo, se adoptará un enfoque cualitativo y exploratorio, centrado en examinar la literatura relevante sobre el tema, buscando aportar a los entendimientos actuales en esta área de estudio. Esto se hará a través de un esfuerzo por integrar las discusiones existentes, especialmente al contrastarlas con las conceptualizaciones desarrolladas en victimología y criminología, enfocándose en una perspectiva que reconozca una dimensión única de victimización en los delitos económicos. Al abordar estas cuestiones, el estudio no solo tiene como objetivo arrojar luz sobre las barreras que limitan la visibilidad de las víctimas de delitos económicos, sino también contribuir a la investigación futura en este campo.
2. Una primera aproximación a la delincuencia socioeconómica
En el ámbito europeo, se utiliza frecuentemente el término “delincuencia económica” para hacer referencia a los “delitos de cuello blanco”, tal como señalan Bergalli y Friedrichs. Aunque la expresión “delincuencia económica” puede no generar una imagen claramente definida, la situación cambia cuando se habla de “delincuencia de cuello blanco”. Esta última expresión comúnmente nos hace concebir al delincuente de cuello blanco como una figura de negocios, que irradia respetabilidad y profesionalismo, característicamente ataviado con trajes elegantes. Esta imagen fue confirmada por el primer estudio empírico sobre el conocimiento público sobre los delitos de cuello blanco, en el que un 89,2% de los encuestados asociaron el término con la ocupación legítima de los perpetradores y su alto estatus social.
Por otro lado, aunque la imagen mencionada transmite un mensaje importante con relación a las características de los sujetos activos de estos delitos, no pasa de una simplificación. Actualmente, no existe un consenso claro respecto a cómo definir y establecer los límites del objeto material de los delitos económicos. Esta incertidumbre se ve agravada por las constantes transformaciones en el funcionamiento del mercado, impulsadas por la aparición de nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial, cuyo impacto disruptivo en este ámbito es aún incierto.
Desde una perspectiva dogmática, hay discusiones significativas acerca de si estas conductas deberían ser sancionadas a través del Derecho penal, administrativamente o mediante formas intermedias entre ambos ámbitos. Asimismo, se debate sobre si el ámbito de aplicación del Derecho penal económico debería limitarse exclusivamente a los delitos que afectan la regulación jurídica de la intervención estatal en la economía, o si debería ampliarse para incluir también aspectos socioeconómicos relevantes, como la protección del medio ambiente.
En el ámbito criminológico, la situación no es diferente. Hasta la fecha, los manuales y textos especializados en el tema suelen dedicar un capítulo a orientar al lector acerca de los posibles significados que se pueden atribuir a la delincuencia económica. Una falta de consenso caracteriza la definición de este concepto, con un debate centrado en si la base debe ser únicamente criterios relacionados con los ofensores o si, alternativamente, se debería enfocar en una delimitación basada en la naturaleza de la ofensa. La discusión se complica aún más debido a la gran cantidad de términos y tipologías utilizadas para describir actividades relacionadas con el delito de cuello blanco, tales como los delitos de los poderosos, crimen corporativo, delitos ocupacionales, delitos de estado, delitos de globalización, y delitos de estado y corporación.
Esto demuestra la complejidad y diversidad de aspectos que caracterizan a la delincuencia económica. En este trabajo, se centrará en las discusiones criminológicas para, a continuación, explicar el concepto adoptado y los posibles delitos e infracciones a los que se hará referencia al hablar de delincuencia socioeconómica.
La expresión “delito de cuello blanco” fue acuñada por Edwin Sutherland durante su discurso presidencial en la Sociedad Americana de Sociología en 1939, y posteriormente publicado en 1940. Esta conceptualización se basó en el término “criminaloide” de Ross, que se refiere a individuos que cometen delitos desde posiciones de poder y privilegio. Sutherland definió el delito de cuello blanco como aquel cometido por una persona de alta respetabilidad y estatus social en el ámbito de su ocupación. La vinculación con la actividad ejercida es un aspecto nuclear al concepto, pues a partir de este corte se excluyen otros delitos típicamente asociados con la clase alta, como asesinatos, uso abusivo de estupefacientes, ya que estos no forman parte generalmente de sus actividades ocupacionales.
Las ideas de Sutherland revolucionaron el campo criminológico porque desafiaron las premisas tradicionales de la criminología positivista al descartar cualquier análisis biopsicológico del autor y centrarse exclusivamente en las circunstancias relacionadas con la posición socioeconómica del sujeto activo y su actividad profesional. Asimismo, Sutherland no se limitó a analizar las conductas tipificadas solo en el ámbito penal. Percibiendo el carácter selectivo del Derecho penal, buscó examinar las conductas de la delincuencia de cuello blanco en función del daño social que generaban. Sutherland explicó que muchos de esos sujetos activos involucrados en actividades legítimas no eran percibidos como delincuentes porque sus conductas lesivas solo eran sancionadas en el ámbito civil o administrativo, sin el estigma del Derecho penal, normalmente atribuido a los crímenes cometidos por las clases bajas.
Además de los elementos anteriormente destacados, existen otros dos aspectos relevantes destacados por Sutherland. En primer lugar, los costes asociados a estos delitos son enormemente significativos, no solo en términos económicos, sino también en otras dimensiones que pueden afectar masivamente a la sociedad, incluso más que los delitos callejeros. En segundo lugar, llamó la atención de Sutherland el modo particular en que se cometen estos delitos, que son perpetrados comúnmente a través de fraudes, estafas, manipulación contable y violación de la confianza que requieren un nivel de sofisticación y conocimiento especializado.
Así, desde la óptica del concepto de delito de cuello blanco formulado por Edwin Sutherland, se resaltan cinco aspectos cruciales: (1) la elevada posición socioeconómica de los autores de estos delitos, que les proporciona una capa de protección; (2) el contexto legítimo de las actividades ocupacionales en las que se perpetran estos actos dañinos, ya que se realizan dentro de entornos profesionales o empresariales; (3) la ausencia de estigma penal, puesto que estos delitos tienden a resultar en un tratamiento represivo más suave, siendo abordados frecuentemente en ámbitos civiles y administrativos en lugar del sistema penal; (4) los elevados costes financieros y los daños sociales masivos que acarrean; y (5) un modus operandi particular que implica engaño, fraudes y numerosas conductas que suponen una violación de la confianza depositada.
Una de las primeras críticas a Sutherland vino del debate con Tappan, que argumentó que la conceptualización había generado una doctrina de moda, basada en conductas muy amplias que incluían en su seno actos que no eran tratados como delitos por las autoridades y que no estaban basados en sentencias penales firmes. La perspectiva de Tappan es evidentemente conservadora porque atribuye a la criminología un papel subalterno frente al Derecho penal y olvida su papel de analista de la realidad social que está por detrás del delito. En realidad, es crucial no limitarse al Derecho penal al abordar los delitos de cuello blanco, debido a las características mismas que dificultan una prevención eficaz, como la apariencia externa de licitud, ausencia de afectividad visible, ausencia de una valoración negativa social, entre otras características que señalan Bajo y Bacigalupo.
De todas formas, es cierto que el término utilizado por Sutherland llevó a confusiones históricas, porque se definió sin prestar la debida atención y consideración a los problemas definitorios. Una de las críticas apuntadas era el hecho de que el concepto de Sutherland podría ser demasiado restrictivo en cuanto al aspecto subjetivo, porque exigía solamente la consideración de sujetos de alta clase socioeconómica, ocupando las posiciones de mando. En este escenario, Susan Shapiro, participante del Estudio de Yale, sostuvo la necesidad de desvincular el concepto de delito de cuello blanco de las cualidades del perpetrador, proponiendo en su lugar centrarse en las características de las acciones delictivas. Estas acciones, según Shapiro, se caracterizan por aprovechar vulnerabilidades estructurales y romper la confianza mediante engaños, conductas oportunistas y, a menudo, la incompetencia de los individuos situados en posición de confianza.
Este cambio de perspectiva permitió al proyecto de investigación de Yale descubrir que los delitos de cuello blanco pueden ser cometidos por personas de diferentes estratos sociales, desafiando así la asociación de Sutherland del delito de cuello blanco exclusivamente con individuos de alto poder y estatus. Por otro lado, estas conclusiones también fueron refutadas por Pontell, según quien fueron ignorados en el Proyecto Yale los episodios regulados por agencias administrativas y acusaciones de delito de cuello blanco que raramente llegan a los tribunales debido a negociaciones legales.
En línea similar a lo apuntado por los estudios de Yale, Herbert Edelhertz, quien fue jefe de la división de fraude en el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, argumentó que el delito de cuello blanco es más democrático de lo que Sutherland sugirió, pudiendo ser cometido tanto por un empleado de banco como por el director de la institución. Edelhertz basó su crítica en que Sutherland se había centrado demasiado en quién cometía la ofensa y dónde se cometía, en lugar de concentrarse en la naturaleza del comportamiento antisocial. Esto dificulta tanto la investigación empírica como el establecimiento de un consenso mínimo para la persecución y enjuiciamiento de estos delitos basándose en su fenomenología. Desde esta perspectiva, Edelhertz propuso definir el delito de cuello blanco como un acto ilegal o una serie de actos ilegales cometidos por medios no físicos (sin violencia directa) y mediante ocultamiento o astucia, con el objetivo de obtener dinero o propiedades, evitar el pago o la pérdida de dinero o propiedades, o conseguir ventajas comerciales o personales.
En el debate entre las perspectivas centradas en el ofensor (offender-centered) y en la ofensa (offense-centered) sobre la delincuencia de cuello blanco, Michael Benson y Sally Simpson adoptan una posición que busca integrar ambos enfoques, sin embargo, no incorporan el aspecto subjetivo como un elemento esencial en la definición. En este trabajo, se adopta una postura alineada con la de estos autores, considerando que tanto las técnicas específicas empleadas en la delincuencia de cuello blanco como los rasgos de victimización deben desempeñar un rol fundamental en la definición de estos delitos.
No se trata de restar importancia a los aspectos subjetivos, que deben analizarse en el contexto de los delitos. En realidad, el estatus social es importante precisamente porque influye en el acceso a las oportunidades de cometer delitos de cuello blanco y probablemente también condicionar la motivación del delincuente. Además, no se puede ignorar que las personas con un estatus social elevado también pueden influir en el contenido de las leyes que abordan su comportamiento y en la forma en que la ley es administrada por la justicia penal y los organismos reguladores. Aunque estos elementos desempeñan un papel muy relevante en la delincuencia de cuello blanco, son aspectos que pueden ser accidentales, sin excluir a funcionarios, contratados y otras personas que no están en la cúspide de la cadena de mando. En estos escenarios, como señala Croall, puede ser más importante evaluar el daño cometido en estos espacios legítimos que el propio estatus del ofensor.
Sin embargo, se tiene conciencia de que, al adoptar una posición intermedia, podría incurrirse en el riesgo señalado por Pontell y Geis de trivializar la delincuencia de cuello blanco, dejando de lado las conductas socialmente más dañinas y esencialmente vinculadas al abuso de poder por parte de sus agentes. Por otro lado, el error no radica en definir el delito de cuello blanco a partir de aspectos objetivos, sino en las consecuencias prácticas de cómo se están llevando a cabo las investigaciones, pues no hay nada en el enfoque basado en la ofensa que impida a los investigadores examinar los delitos de personas con alto estatus social o respetabilidad, o que ocupen posiciones de poder, influencia o confianza significativos.
Todas estas reflexiones evidencian la complejidad inherente a la tarea de conceptualizar la delincuencia de cuello blanco, independientemente del enfoque que se adopte. En este contexto, Friedrichs propone abandonar la búsqueda de una única definición o significado para el delito de cuello blanco, sugiriendo que, cada vez que se proponga una definición o se aborden actividades relacionadas, esto se haga acompañado de una clara explicación de su finalidad. En consonancia con esta sugerencia, se procede de esta manera en el presente trabajo.
Se parte de los conceptos propuestos por Friedrichs y Gaddi y Rodríguez Puerta, añadiendo las infracciones no penales a su alcance. Así, desde esta perspectiva, la delincuencia socioeconómica engloba una serie de conductas delictivas o ilícitas perpetradas por individuos, empresas u organizaciones en el contexto de actividades económicas y ocupaciones laborales legítimas. Estas conductas se caracterizan por la violación de confianzas tanto privadas como públicas y el uso de métodos fraudulentos, de ocultación y engañosos, que frecuentemente resultan en daños directos e indirectos a nivel individual y colectivo. El objetivo principal de estas acciones es la obtención de beneficios financieros y/o el mantenimiento o aumento del poder y de privilegios.
Dentro de esta definición, se incluye una amplia gama de delitos e infracciones no penales, tales como soborno, tráfico de influencias, malversación, fraudes en licitaciones y contratos, delitos contra la administración pública (comúnmente agrupados en la lucha contra la corrupción), delitos urbanísticos, delitos contra los consumidores, infracciones en el derecho de la competencia, delitos contra la salud pública, fraude de subvenciones, delitos contra el medio ambiente, delitos fiscales, entre otros. Lo esencial es enmarcar estos actos en una definición que incluya actividades llevadas a cabo en un contexto ocupacional legítimo, que impliquen un quebrantamiento de la confianza pública y/o privada, motivadas por la búsqueda de beneficios económicos y/o la mejora del poder y los privilegios, y ejecutadas mediante métodos fraudulentos, de ocultación y engaño, que comúnmente resultan en victimizaciones colectivas.
3. Víctimas no ideales: la ausencia de la víctima de la delincuencia socioeconómica en la trayectoria de revalorización de la víctima
Antes de profundizar en los detalles de los conceptos de víctima y victimización en el contexto de la delincuencia socioeconómica, es primordial abordar cómo las víctimas de estos delitos han sido históricamente marginadas en los debates sobre la revalorización del rol de las víctimas. Este análisis resulta crucial para comprender las repercusiones que tal marginación tiene sobre el reconocimiento y manejo de estas víctimas en el marco jurídico y social actual.
Esta recuperación histórica parte del reconocimiento de que el papel de la víctima en el ámbito de la justicia ha experimentado una evolución compleja, marcada por fases de visibilidad, olvido y reivindicación. Lejos de seguir una narrativa simplista y lineal, este proceso se ha caracterizado por complejidades que reflejan la dificultad de mantener un equilibrio justo entre la protección de las víctimas y los victimarios, en un campo donde las tensiones son constantes. Conscientes de estos matices, se realizará una breve descripción de estas fases, situando a las víctimas de delitos socioeconómicos en el centro de este debate.
En la etapa inicial, a menudo referida como “la edad de oro”, la víctima o su familia ejercían el control social a través de la venganza privada, un mecanismo primitivo de justicia que representaba una de las primeras formas de control social. Sin embargo, estas prácticas eran caóticas y se basaban en costumbres y tradiciones, fuera de cualquier idea romanizada en cuanto a esta fase protagonista. En respuesta a delitos graves, como homicidios o robos, la víctima y sus allegados tenían el derecho de imponer castigos. Estos castigos a menudo no solo afectaban al infractor, sino también a su familia. Lejos de ser consideradas como épocas doradas de justicia, estas prácticas permitían que las sanciones se extendieran más allá del culpable, impactando a otros individuos. Frecuentemente, estas prácticas resultaban en situaciones de impunidad, debido a la ausencia de un sistema de justicia público eficaz.
Con el tiempo, y a medida que las comunidades tribales se estabilizaron, se hizo evidente que este tipo de retribución ponía en peligro la seguridad y la cohesión social del grupo, lo que llevó a una transformación en la administración de la justicia. Según Landrove Díaz y Elias, la aparición de instituciones primitivas como la Ley del Talión supuso un avance significativo al proporcionar criterios más equitativos y menos arbitrarios para la resolución de conflictos. Este sistema evolucionó progresivamente hacia mecanismos de reparación más formalizados, con intervención de terceros, pero manteniendo a la víctima en un papel protagonista en el proceso de justicia.
Con la llegada del Estado moderno y la centralización del poder punitivo en sus manos, los delitos comenzaron a ser vistos desde una perspectiva institucionalizada, dejando de lado las nociones de rencor personal o venganza directa contra el infractor. En este nuevo orden, el Estado se erige como el único con derecho a sancionar, lo que lleva a una “expropiación del conflicto” de manos de la víctima. Esto resulta en su neutralización. Si bien este cambio marcó un progreso al superar las prácticas de venganza privada, también llevó a la marginalización del papel de la víctima en el sistema de justicia. Esta evolución redujo la participación de las víctimas a roles secundarios, limitándolas principalmente a buscar la reparación civil o a desempeñar funciones meramente instrumentales, como actuar de testigos en los procesos judiciales.
Asimismo, la reconfiguración del poder estatal ha tenido un impacto directo en la forma de entender el concepto de delito, que ya no se centra más en un daño producido, sino en una infracción de las normas estatales. Herrera Moreno sugiere que este cambio en el ámbito del Derecho penal ha producido una perspectiva más abstracta y normativa de la víctima, alejándose de sus emociones y experiencias personales. Consecuentemente, se prioriza el análisis de cómo los delitos afectan a la sociedad y a los bienes jurídicos protegidos en general, en lugar de centrarse en el impacto individual en las víctimas. Como resultado, el bien jurídico, aunque esencial en la teoría penal, tiende a servir más como un mecanismo de defensa contra prácticas penales ilegítimas que como una herramienta para abogar directamente por los intereses de las víctimas.
Durante siglos prevaleció esa tendencia a despersonalizar a la víctima, una situación que empezó a cambiar después de la macrovictimización en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, no fue hasta finales de la década de 1980 que se observaron los resultados significativos de este cambio de perspectiva.
En este contexto, la victimología, disciplina que se ocupa del estudio de los procesos de victimización y desvictimización, ha desempeñado un papel crucial para replantear el rol de la víctima. Aunque esta ciencia surgió en la segunda mitad del siglo XX, fue especialmente a partir de la década de 1970 cuando se empezaron a observar cambios significativos que reconocieron a las víctimas como actores relevantes, no solo en la comprensión y control de los delitos, sino también como titulares de derechos fundamentales para incluir la protección de su voz y dignidad, así como el derecho a superar el hecho traumático. De esta manera, se ha cuestionado el enfoque tradicional que limitaba la importancia del conflicto a los intereses de la fiscalía o del acusado, para ahora delinear el rol de la víctima en el sistema de control penal.
Desde los años ochenta, se han observado avances significativos en la protección de las víctimas a nivel global. En 1985, la ONU aprobó la “Declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder”, vista como la carta magna de las víctimas, aunque sin efectos vinculantes. En este escenario, es crucial mencionar el Estatuto de la Corte Penal Internacional de Roma, adoptado en 1998, que, aunque no ofrece una definición explícita de “víctima”, demuestra una clara receptividad hacia los intereses de estas.
Además, en Latinoamérica es importante destacar la “Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer”, conocida como la Convención de Belém do Pará, adoptada en 1994. Esta Convención es un hito en los esfuerzos por erradicar la violencia contra la mujer en las Américas y asegura su derecho al acceso a la justicia y a recibir compensación. En un avance complementario, en el año 2000 se promulgaron las 100 Reglas de Brasilia, que se enfocan en promover el acceso a la justicia para personas en situación de vulnerabilidad. Estas Reglas representan un esfuerzo significativo para garantizar que mujeres, niños, personas con discapacidad y poblaciones indígenas, puedan ejercer plenamente sus derechos y acceder a los servicios judiciales.
Según lo señalado por de la Cuesta Arzamendi, en el ámbito del Derecho internacional, las políticas relativas a las víctimas de delitos se asientan sobre tres pilares fundamentales de intervención. Primero, se destaca la necesidad de establecer un estatuto jurídico específico para la víctima, que no solo debe garantizar la defensa de sus derechos e intereses legítimos, sino también asegurar un trato justo y adecuado durante los procedimientos penales y administrativos. En segundo lugar, es fundamental fomentar el desarrollo de mecanismos de asistencia que atiendan a mitigar las consecuencias adversas derivadas de los delitos, con un enfoque particular en la prevención de la victimización secundaria. Por último, resulta imprescindible la implementación de políticas de resarcimiento e indemnización efectivas, que busquen la recuperación integral de la víctima y su restablecimiento a la condición previa a la ocurrencia del delito.
En el contexto del Consejo de Europa, diversas normativas destacan por su enfoque en la protección y asistencia a las víctimas de delitos. Entre estas, se hace referencia al Convenio Europeo de 1983 para las víctimas de delitos violentos, además de recomendaciones relevantes como la Recomendación N. R (85) 11 sobre los procedimientos de conciliación y mediación, la Recomendación N. R (87) 21 que trata la posición de la víctima en el marco del Derecho penal y del procedimiento penal y la Recomendación Rec (2006) 8 del Comité de Ministros sobre asistencia a víctimas del delito y la Recomendación CM/Rec (2018) 8 en materia de justicia restaurativa.
En la Unión Europea, se han implementado normativas significativas, incluyendo la Directiva 2004/80/CE sobre indemnización a las víctimas de delitos violentos y la Decisión Marco 2001/220/JAI sobre el estatus de las víctimas en el proceso penal. Adicionalmente, la protección de las víctimas, alineada con el enfoque de los derechos humanos, avanza con la implementación de las Directivas 2011/36/UE y 2011/93/UE contra la trata de personas y la Directiva 2011/92/UE, que se centra en el enfrentamiento de abusos sexuales, la explotación sexual de menores y la pornografía infantil. Esta evolución normativa hacia una mayor protección y asistencia a las víctimas se consolida finalmente con la Directiva 2012/29/UE.
A pesar de esta recuperación histórica que retrata una fase de olvido y revalorización, es necesario destacar la situación particular de España, donde la víctima ha tenido espacios para su actuación. En concreto, existe la posibilidad de ejercer la acusación particular y se garantizan los derechos de participación en el proceso, mientras que la Directiva 2012/29/UE no ha supuesto cambios estructurales, pues poco se ha añadido en contenido como consecuencia directa. Asimismo, hay diversas disposiciones penales que dialogan con la necesidad de reparación de las víctimas y restitución de las cosas a su estado anterior al delito. Sin embargo, en España, existe una importante laguna para las víctimas colectivas, ya que el artículo 2 de la Ley 4/2015, Estatuto de las Víctima del Delito (EVD), establece un "concepto muy estrecho que deja fuera prácticamente todos los delitos socioeconómicos o contra bienes jurídicos colectivos o supraindividuales". Por eso, la crítica que se hace al olvido de la víctima de la delincuencia socioeconómica en los contextos anglosajones es pertinente también para el contexto español.
Desde una mirada crítica, Tombs y Whyte explican que las víctimas que se integraron en el sistema de justicia penal durante este período de revalorización fueron principalmente aquellas que se alinearon con la intensificación de los discursos de guerra contra el crimen, mientras que las víctimas de delitos de cuello blanco, y en particular de delitos corporativos, fueron en gran medida olvidadas en estos discursos. Desde la perspectiva analítica adoptada en este trabajo, se considera que las características específicas de estos tipos de victimización han dificultado la creación de una conciencia colectiva del daño social causado por estos delitos. En otras palabras, aunque las repercusiones de los delitos económicos puedan ser percibidas socialmente, no siempre es fácil comprender el daño social causado. En este contexto, la conciencia y la respuesta a estos delitos no se movilizan con la intensidad necesaria para sostener un sistema de justicia penal equitativo y eficaz.
Como se explicará a continuación, la delincuencia económica produce victimizaciones directas e indirectas que a menudo afectan a bienes jurídicos supraindividuales y que luego generan víctimas individuales, colectivas, difusas y organizacionales. Estas organizaciones incluyen personas de derecho público, privado o internacional. En el ámbito de la política criminal, el enfoque en la prevención de los delitos económicos ha priorizado la criminalización de estos delitos, descuidando las necesidades específicas de las víctimas. Esto ha desviado a las políticas penales de aspectos cruciales que deberían incorporarse en los estatutos de las víctimas, entre ellos el reconocimiento, la asistencia, la protección y la reparación, situación que ha llevado a un uso más simbólico de las víctimas en estas políticas.
En este contexto, las normativas actuales sobre el tema no suelen establecer reglas adecuadas que abarquen a las víctimas de la delincuencia, ya sea a nivel procesal o material. En este sentido, Gaddi y Rodríguez Puerta explican que la ya subrayada “Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y del Abuso de Poder" se centra en la víctima individual y no aborda adecuadamente la victimización difusa, aunque se reconozca las víctimas colectivas. A su vez, la Directiva 2012/29/UE perpetúa esta tendencia al enfocarse en la víctima humana individual. Incluso esta misma norma rechaza la víctima persona jurídica y vincula la aplicación solo a las víctimas de delitos en sentido estricto, mientras que “Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y del Abuso de Poder” alude a otras fuentes de victimización, como la violación de derechos humanos. Si bien el “Convenio sobre la Protección del Medioambiente a través del Derecho Penal” de 1998 otorga a los grupos el derecho a participar en los procesos como representantes de la protección ambiental, no los reconoce como víctimas en el sentido pleno del término.
Este panorama señala una falta de reconocimiento institucional y jurídico de las víctimas de delitos socioeconómicos. Esto se debe a que, como señala David Whyte, este tipo de delitos no dialoga bien con los criterios establecidos en torno a la “víctima ideal”. El concepto de “víctima ideal”, acuñado por Nils Christie, sugiere una serie de características que facilitan la percepción pública y la legitimidad de las víctimas en el discurso social y jurídico. La víctima ideal es aquella que se considera débil, que está involucrada en una actividad respetable y que se encuentra en un lugar donde su presencia es incuestionable; el agresor, por su parte, es percibido como una figura dominante y moralmente censurable, ajeno a la víctima, y no existen fuerzas contrapuestas que puedan silenciar o desacreditar la experiencia de la víctima. Esta imagen de víctima ideal se asemeja a la narrativa de “caperucita roja”, una joven inocente, mujer, comprometida en actividades nobles, que es atacada por un desconocido.
Sin embargo, la realidad de la delincuencia económica presenta un desafío a esta conceptualización de las víctimas ideales. Aunque las víctimas de estos delitos pueden ser inocentes y vulnerables (aunque no siempre, ya que muchas contribuyen a su propia victimización), la dinámica de su victimización es distinta. La victimización económica es compleja y a menudo se manifiesta a través de una cadena de actos que no se identifican inmediatamente como criminales. Existe una separación física y temporal entre los procesos victimizantes y la aparición de sus daños, que pueden ser sutiles y solo se hacen patentes tras un período prolongado. Esto contribuye a la dificultad de establecer una relación de causalidad entre las conductas y los daños. Los perpetradores de delitos económicos no encajan en el molde del malhechor evidente; sus acciones se llevan a cabo en contextos que, a primera vista, parecen legítimos. Además, es crucial considerar que muchas de las acciones que causan daño en este ámbito no son intencionadas, lo que añade otra capa de dificultad al proceso de reconocimiento de la nocividad de la victimización. Estas características, que se analizarán con más detalle a continuación, contribuyen a que las víctimas de delitos económicos permanezcan olvidadas en el proceso de revalorización de las víctimas.
4. ¿Quiénes son las víctimas de la delincuencia socioeconómica?
Entender quiénes pueden ser considerados víctimas de delincuencia económica es vital para transformar la perspectiva actual que a menudo les niega el estatus de víctimas o les impone condiciones muy estrictas para acceder a derechos de participación, información, protección y reparación. Considerando que los estudios y manuales de victimología y criminología no suelen reflexionar sobre la integración de estas víctimas en sus contextos (muchas veces hacen mención a la clasificación tipológica, pero no profundizan en la discusión), este trabajo busca contribuir a este aspecto clave y explorar cómo las conceptualizaciones actuales se relacionan o contrastan con este tipo de víctimas.
4.1. Un concepto general y específico de víctima en la Victimología
De acuerdo con Tamarit Sumalla, en la victimología se pueden identificar dos enfoques distintos para la definición de las víctimas: uno específico, enfocado en las víctimas de actos delictivos, y otro más amplio, que también abarca a las víctimas de catástrofes naturales. El enfoque general lo propuso Mendelsohn, destacado precursor de la victimología. Mendelsohn entendía que se debería abandonar el de reconocimiento de las víctimas exclusivamente basándonos en la naturaleza de la lesión causada. En su lugar, sugirió una visión más amplia que incluye el reconocimiento de víctimas generadas por circunstancias más allá del control humano, como sucesos accidentales, factores naturales o calamidades. Este también es el concepto adoptado por Dussich, para quién la víctima general “es una persona que ha sido física, financiera o emocionalmente perjudicada y/o ha tenido su propiedad robada o dañada por alguien, un evento, una organización o un fenómeno natural”.
Por otra parte, hay una perspectiva más restrictiva que sugiere el análisis de los procesos victimizantes a partir de la relación entre la víctima y el victimario. Desde esta perspectiva, Hentig y otros académicos definen como víctimas a aquellas personas que experimentan directamente el daño objetivo a los bienes jurídicos protegidos. Quedan excluidas de esta definición las víctimas que se consideran virtuales o ficticias, como las personas jurídicas y las supraindividuales. Esta visión se alinea con la definición jurídico-penal de víctima, que la identifica como el sujeto pasivo del delito, es decir, la persona que sufre directamente la acción delictiva o sus efectos dañinos sobre su persona, bienes o derechos.
Adoptando un enfoque intermedio un poco más restricto en la identificación de víctimas, Elias y Wemmers ofrecen una definición que se sitúa entre la concepción general y específica. Esta definición excluye fenómenos naturales como procesos victimizantes, pero se expande más allá de los límites del Derecho penal para incluir a individuos y colectivos que han sufrido debido a abusos y opresiones que, aunque no siempre constituyen, representan claras violaciones de los derechos humanos reconocidos internacionalmente. En este marco, se consideran víctimas tanto a quienes padecen directamente estas violaciones de derechos humanos como a aquellos afectados de manera indirecta.
La perspectiva de derechos humanos está adoptada en la “Declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder”. Más allá de las víctimas de delitos, esta declaración reconoce como víctimas a aquellas personas que, ya sea de forma individual o colectiva, hayan sufrido daños como consecuencia de acciones u omisiones que, aunque no constituyan violaciones del derecho penal nacional, infrinjan las normas internacionales de derechos humanos. Sin embargo, esta declaración no aborda de manera completa la categorización de las víctimas difusas, una laguna que ha sido resaltada por Puerta Rodríguez y Gaddi.
También adoptando una posición intermedia, Rodríguez Manzanera explica que es de suma importancia respaldar una definición amplia de víctima que, en principio, aclare el enfoque general de estudio de la victimología, sin excluir la posibilidad de resaltar la victimología más específica centrada en las víctimas de crímenes (victimología criminológica). En este contexto, la víctima general se refiere al individuo o grupo que experimenta un daño debido a acciones propias, ajenas o a causas fortuitas. Por otro lado, la víctima criminológica (específica) hace referencia a una persona, ya sea individual o moral, que sufre un daño como resultado de comportamientos antisociales (acciones injustas que estén tipificadas o no), sean propios o de terceros, incluso si no es el titular del bien jurídico violado.
Desde el punto de vista que se adopta en esta investigación, el criterio propuesto por Rodríguez Manzanera resulta más adecuado y coherente al abordar las complejidades inherentes a la delincuencia económica. Este criterio se basa en la idea de que las víctimas criminológicas o específicas deben definirse en función del daño causado por conductas socialmente perjudiciales, incluso si no están tipificadas como delitos.
Desde un punto de vista operativo, es posible identificar la victimización asociada a la delincuencia económica a través de delitos e infracciones de naturaleza civil o administrativa, así como formas de vulneración de derechos fundamentales individuales y colectivos, que generen daños tanto individuales como supraindividuales. En este contexto, se considera como víctimas específicas de la delincuencia económica a individuos, organizaciones de derecho público, privado o internacional, y víctimas colectivas en sentido estricto o víctimas difusas. Estos daños pueden ser materiales o inmateriales, abarcando la afectación de la integridad física o psicológica, la disminución de la capacidad organizacional para las personas jurídicas, pérdidas económicas y la disminución del bienestar individual y sociopolítico.
Por otro lado, es importante destacar que, si bien este concepto es útil para establecer mecanismos operativos que promuevan un debate sobre el reconocimiento de protecciones sustantivas y procesales para estas víctimas, también tiene limitaciones porque no es capaz de abarcar aspectos vinculados a procesos de macrovictimización estructural que son injustos pero no necesariamente ilícitos (como la pobreza y las desigualdades), cuestiones que son profundamente exploradas por la investigación en el campo de la victimología crítica y radical.
4.2. Abriendo a debate el concepto propuesto de víctimas
Si fuera posible consultar a Hans von Hentig sobre la consideración de las personas afectadas por delitos económicos como víctimas, es probable que su respuesta fuera negativa. Para él, la victimización se basa en una relación directa que se establece entre una víctima individual y el el victimario. Desde esta perspectiva, tal cual entienden Hassemer y Muñoz Conde, no sería posible reconocer como víctimas a los sujetos difusos en la sociedad, que están incluidos en lo que en Derecho penal se denomina “delitos sin víctima”.
Por otro lado, como señala Germán, la victimología ha contribuido a comprender que en un delito siempre hay múltiples víctimas; más allá de la persona directamente afectada, se incluye también a las víctimas indirectas, que son aquellos que, sin ser el objetivo directo del acto delictivo, experimentan su impacto negativo debido a su vínculo con la víctima directa. Así, cuando se menciona un sentido más específico de víctima desde la perspectiva victimológica se suele referirse más al concepto de perjudicado, como la persona que haya sido afectada de modo directo o indirecto por las consecuencias del hecho delictivo. Eso implica reconocer que los delitos pueden desencadenar una cadena de daños colaterales y consecuencias indirectas que afectan a otros individuos y bienes, los cuales pueden no tener una conexión directa con el bien jurídico originalmente lesionado o puesto a peligro.
Es cierto que habitualmente el derecho tiende a restringir el reconocimiento de las víctimas indirectas. Por ejemplo, la Directiva 2012/29/UE, en su artículo 2, define como víctima a la persona física que ha sufrido un daño, ya sea en forma de lesiones físicas o mentales, daños emocionales o perjuicio económico, causado directamente por una infracción penal. Además, incluye en esta categoría a los familiares de una persona cuya muerte haya sido causada directamente por un delito y que hayan sufrido daño o perjuicio como resultado de dicho fallecimiento. Como bien señala Gómez Colomer, la Directiva adopta un enfoque limitado, ya que “…solo se considera víctima a quien ha sufrido el daño o sus familiares si ha fallecido como resultado de la comisión del delito”.
En este contexto, existen dos obstáculos principales en la Directiva 2012/29/UE en relación con las víctimas de los delitos socioeconómicos. El primero es que únicamente se reconocen los daños directos, lo que limita la inclusión de muchas formas de victimizaciones que son más difusas o colectivas. El segundo obstáculo es la exigencia de una infracción penal clara, pues muchas conductas que caen dentro del ámbito de los delitos económicos no son penalizadas como tales, sino que se manejan a través de regulaciones administrativas o civiles, lo que dificulta su adecuación bajo la normativa de la Directiva. Como señala Mazzucato, incluso en casos de violencia corporativa que involucran violaciones de derechos humanos, las víctimas pueden no estar protegidas, a menos que dichas violaciones sean consideradas efectivamente como delitos según la legislación nacional.
Esto destaca las limitaciones de las definiciones jurídicas al abordar fenómenos que van más allá de la victimización individual, la cual requiere la presencia de la pareja criminal mencionada por Hentig. Por otro lado, fue precisamente a partir de esa superación de la relación criminal entre víctima y victimario que Landrove Díaz pudo reconocer a las víctimas colectivas en su tipología, que incluye a las personas jurídicas, grupos colectivos, comunidades y el Estado cuando los delitos afectan bienes jurídicos supraindividuales. Este mismo autor reconoció que, aunque los delitos socioeconómicos se caracterizan por su naturaleza despersonalizada, colectiva y anónima, generan víctimas y daños en dimensiones diferentes a las tradicionales. En este escenario, Beristain también propone una liberación moral y material de todas las víctimas, que pueden incluir individuos, organizaciones, un orden jurídico y moral amenazado, lesionado o destruido, por lo que sostiene que la víctima va más allá del sujeto pasivo del delito.
Por eso, no se acepta en este trabajo la idea de delitos sin víctimas en el escenario de la delincuencia económica, ya que eso solo sería correcto si fuese imposible identificar un daño significativo para una entidad social, aun cuando esta no tenga una identidad personal definida.
La noción de "delitos sin víctimas" fue introducida por Edwin Schur con el propósito de cuestionar la criminalización de ciertos comportamientos motivados principalmente por consideraciones morales, los cuales quizás no deberían considerarse delitos en sí mismos. Lamo de Espinosa explica las características principales de los denominados "delitos sin víctimas". Estos incluyen actividades como la prostitución, el consumo de estupefacientes, el aborto, la pornografía y ciertas conductas consideradas escandalosas por el público. Estos delitos se distinguen por la ausencia de una víctima claramente identificable o por la dificultad para determinar quién ha sido perjudicado. En segundo lugar, estos actos infringen normas de moralidad pública, lo que representa un desafío en contextos democráticos, ya que las percepciones de lo que es moralmente aceptable pueden variar significativamente entre distintos grupos sociales. Además, estos delitos suelen implicar transacciones voluntarias entre adultos que intercambian bienes y servicios. Aunque existen leyes penales para sancionar estos delitos, su legitimidad y eficacia son cuestionables. La baja visibilidad de estas actividades, debido a que los implicados suelen operar en la clandestinidad, complica aún más su persecución.
Aunque muchas de estas observaciones se aplican a la generalidad de los delitos dentro del concepto de delincuencia económica, especialmente debido a la dificultad de identificación de las víctimas y también la dificultad de denunciar los actos, desde la perspectiva adoptada es necesario revisar cómo se definen estas víctimas y los daños sociales. Uno de los primeros pasos para ello es comprender los impactos que estos delitos pueden generar sobre los individuos y también los costos económicos asociados. En este sentido, la reconceptualización y la construcción de las víctimas y la victimización en la delincuencia socioeconómica es crucial. Como indica Puerta Rodríguez, “normalmente los perjuicios causados por este tipo de acciones delictivas no se concretan ni determinan, ni se suelen evaluar económicamente en los procesos seguidos como consecuencia de la perpetuación de estos ilícitos. Sin embargo, existen daños y/o perjuicios, pero estos son distintos del daño o perjuicio objeto de la responsabilidad civil que se acuerda en favor de la víctima individual o determinada”. Esto implica que las nociones de “víctima”, “victimización” y “daños” deben ser redefinidas, pero bajo parámetros que consideren la dimensión colectiva como una categoría propia.
5. POSIBLES CRITERIOS PARA ANALIZAR LA VICTIMIZACIÓN ASOCIADA A LA DELINCUENCIA SOCIOECONÓMICA
Tamarit Sumalla define la victimización como el proceso por el que una persona sufre las consecuencias de un hecho traumático. Complementando esta visión, Cerezo Domínguez, Villacampa Estiarte y Gómez Gutiérrez consideran que la victimización existe como fenómeno cuando “supone una ruptura en la trayectoria vital del individuo y que el mismo tiene trascendencia social”. Estas conceptualizaciones destacan tanto el impacto inmediato del evento traumático como sus efectos a largo plazo en la vida social y personal de la víctima.
Avanzando en esta línea, Patró Hernández, Aguilar Cárceles y Morillas Fernández amplían la perspectiva al sostener que el proceso de victimización “constituye un entramado de complejos factores que interactúan y conforman, no sólo las secuelas que el propio suceso criminal pudieran suponer, sino que además incluiría todos aquellos elementos que, como consecuencia de la acción ilícita o antisocial ejercida por tercero, pudieran desprenderse”. Esto sugiere que la victimización no solo se relaciona con la acción directa del ofensor, sino también con una serie de factores secundarios y consecuencias a largo plazo.
Por lo tanto, en este trabajo, la victimización se define como un complejo proceso por el cual individuos, organizaciones o grupos, aunque despersonalizados, adquieren la condición de víctimas a raíz de los efectos traumáticos y daños materiales e inmateriales que experimentan como consecuencia de determinados comportamientos antisociales que deriven de delitos e infracciones de naturaleza civil o administrativa, así como formas de vulneración de derechos fundamentales individuales y colectivos.
Esta definición, permite analizar la victimización desde dos enfoques: uno centrado en el evento victimizante en sí y otro enfocado en los impactos y repercusiones más amplios del mismo. Dentro de esta doble dimensión de la victimización (evento/resultado), al basarse en los procesos victimizantes, se parte del evento (o cadena de eventos) para buscar los factores que contribuyen o precipitan la victimización. La segunda dimensión de la victimización se relaciona con el impacto que el evento traumático tiene en la persona afectada, lo cual puede abarcar secuelas psicológicas, efectos traumáticos vinculados con la victimización y, en algunos casos, factores externos posteriores a la victimización que pueden influir en el bienestar sociopolítico de la persona afectada.
En cuanto a los daños, las consecuencias comunes de las victimizaciones producidas por los delitos siguen la sistematización de Joanna Shapland y Matthew Hall
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(1) conmoción y pérdida de confianza/fe en la sociedad, especialmente en la comunidad local o en relación con el grupo social o el lugar donde ocurrió el delito. Aunque el shock suele ser un efecto a corto plazo (días o semanas), la pérdida de confianza puede persistir durante años. Este efecto ha llevado a promover la idea de ofrecer un "oído atento" proporcionado por voluntarios locales de apoyo a las víctimas;
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(2) sentimiento de culpa por haberse convertido en víctima de un crimen, lo que puede alimentar el miedo y la ira. Las víctimas suelen sentir que podrían haber evitado que ocurriera el delito, incluso si "racionalmente" no había tal posibilidad;
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(3) en algunos casos, lesiones físicas, que pueden ser leves o graves, y que variarán en sus efectos con el tiempo, incluyendo una posible incapacidad permanente en un número muy reducido de casos;
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(4) en algunos casos, pérdida financiera, que incluye pérdida directa (propiedad robada, dañada, etc.), pérdida indirecta (tiempo libre del trabajo, pérdida de ingresos, tiempo empleado en resolver problemas, etc.), y pérdida resultante de las actividades del sistema de justicia penal (tiempo y costos de viaje relacionados con la presentación de declaraciones, asistencia a juicios, etc.). Parte de esta pérdida se ve mitigada por el seguro (aunque presentar una reclamación en sí mismo conlleva costos y pérdida de tiempo). Algunos de estos aspectos se traducen en necesidades financieras, algunas de las cuales se alivian mediante compensación;
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(5) efectos psicológicos, que incluyen el miedo, la ira y la depresión. Estos son comunes como respuestas a corto plazo (días), pero pueden convertirse en efectos depresivos a largo plazo, que incluyen insomnio, ansiedad y la constante revivencia del evento, y ocasionalmente en el trastorno de estrés postraumático (TEPT), que implica flashbacks y puede durar meses o años;
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(6) efectos sociales, que implican cambios en el estilo de vida de la víctima, normalmente para evitar la situación o el contexto en el que ocurrió el delito (como no ir a ese bar o a ningún bar; no visitar esa calle; mudarse de casa). Algunos efectos sociales pueden ser muy disruptivos para el estilo de vida de la víctima y pueden afectar su potencial de ingresos. La violencia en el trabajo para las pequeñas empresas es particularmente problemática en este sentido;
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(7) efectos consecuentes: cambios en la percepción del riesgo futuro de victimización. De hecho, existe un mayor riesgo real de revictimización (el efecto de múltiples victimizaciones) que la victimización inicial, con la literatura indicando que esto está relacionado con la susceptibilidad individual de la víctima, las características del área y los efectos relacionados con el delincuente (el mismo delincuente que regresa). También parece haber una mayor vulnerabilidad percibida al crimen, posibles cambios en el miedo al crimen y, ciertamente, una propensión a tomar medidas adicionales de prevención del delito, que a su vez tienen costos financieros.
Otro aspecto a tener en cuenta en estas notas generales es que la victimización no es sólo un proceso objetivo, ya que se debe “…considerar los factores de carácter individual, social y cultural que determinan el hecho de llegar a ser víctima y que, por otra parte, condicionan y modulan el modo de vivir la experiencia”. A menudo, se suele ver estos conceptos como definiciones fijas y preestablecidas, cuando en realidad están profundamente influenciados por factores que van más allá de lo que es evidente a simple vista. Por lo tanto, hay tener en cuenta que la victimización no se desarrolla en un vacío, puede avanzar, retroceder, construirse, destruirse y reconstruirse, como señalaron Quinney, Mawby y Walklate, Fattah, y muchos otros. Esto significa que, aunque no se haya evolucionado en el reconocimiento de la victimización asociada a la delincuencia económica, no existen obstáculos para reflexionar y buscar nuevas formas de dirigirnos a sus víctimas, especialmente a las víctimas colectivas y difusas.
5.1. La insuficiencia de los criterios basados en los conceptos de victimización directa e indirecta
Aunque aquí no se profundizará en detalle, una clasificación común en victimología es la de victimización primaria, secundaria y terciaria. La victimización primaria se refiere a las consecuencias perjudiciales directas o indirectas que las personas experimentan como resultado de un delito o un evento traumático. La victimización secundaria, por otro lado, implica experiencias adicionales y dolorosas que enfrentan las víctimas al buscar apoyo institucional después de haber sufrido un delito. El concepto de victimización terciaria ha sido abordado desde diversas perspectivas, incluyendo enfoques relacionados con el victimario, centrados en las víctimas o una combinación de ambas, sin que exista un consenso claro al respecto.
Este apartado se dedica a analizar la victimización primaria, la cual se subdivide en directa e indirecta. Este criterio es fundamental para clarificar la relación entre los daños y la actividad delictiva, ya que la victimología clasifica las victimizaciones, y por ende a sus víctimas, según el impacto que sufren. La analogía de Amor, Echeburua y Carrasco que comparan la victimización con las olas generadas por una piedra lanzada a un estanque, se adapta adecuadamente a este escenario para explicar las diferencias entre la victimización directa e indirecta. En esta representación, la primera ola se refiere a la victimización directa, y a partir de ahí, las olas subsiguientes corresponden a las victimizaciones indirectas. En la primera ola, se identifica a la persona que sufre la lesión de forma inmediata. En la segunda ola, se encuentran los familiares, y en la tercera, los compañeros de trabajo, vecinos o, en general, miembros de la comunidad, quienes pueden verse afectados por el miedo y la impotencia ante los acontecimientos futuros. Es relevante señalar que, salvo algunas excepciones, las víctimas indirectas generalmente no están cubiertas por la protección jurídica.
Según Rothe y Kauzlarich, particularmente en los crímenes de los poderosos, ámbito en el cual también se sitúa la delincuencia económica, se observa que las víctimas directas pueden experimentar un daño inmediato o impacto, similar al sufrido por víctimas de delitos callejeros interpersonales. Si bien estos autores se centran en la victimización directa relacionada con acciones de agentes del Estado, como torturas, estupros y desapariciones, se puede reconocer también la presencia de victimizaciones directas dentro del ámbito de la delincuencia económica, especialmente en su forma corporativa. En casos como el fraude a consumidores (financiero o alimentario), el fraude a inversores, o la producción de mercancías defectuosas o peligrosas que comprometen la integridad física y la salud, es evidente que las víctimas pueden sufrir pérdidas económicas, así como daños materiales y psicológicos directamente derivados de los procesos de victimización.. Esta misma realidad se extiende también a las violaciones de las normas de seguridad en el trabajo, donde las repercusiones pueden ser igualmente devastadoras, afectando no solo a los trabajadores en términos económicos, sino también en términos de bienestar físico y mental, e incluso provocando muertes.
Por otro lado, la doctrina suele referir que la forma más frecuente de victimización es la indirecta. En primer lugar, debido a la dificultad para identificar a estas víctimas, a menudo se les describe como “difusas” o, en algunos casos, estos delitos se categorizan como “sin víctimas”, conforme ya se ha mencionado. Por otro lado, aunque la victimización indirecta en la delincuencia socioeconómica no es tan evidente como la victimización directa, es esencial no menospreciarla ni pasarla por alto. Esta forma de victimización requiere la misma atención, dado su potencial para afectar a individuos y comunidades durante generaciones y para infligir daños desproporcionados a las comunidades menos equipadas para manejar sus consecuencias, como suele ocurrir con los daños producidos por delitos ambientales, fraudes fiscales y corrupción.
En este marco, diferenciar entre la victimización directa e indirecta en casos de delincuencia económica plantea retos significativos. En contraste con los delitos convencionales que inciden directamente en bienes jurídicos de titularidad individual, en la delincuencia económica las víctimas generalmente no son el blanco inmediato de los actos delictivos. En este seno, la metáfora de una piedra arrojada a un estanque, generando olas sucesivas, no es del todo adecuada porque se carece de una víctima inicial que pueda servir de punto de partida para identificar los impactos indirectos. Por otra parte, no es adecuado asumir que todas las víctimas de la delincuencia económica sean siempre indirectas porque no constituyen el objetivo principal de la conducta delictiva.
En realidad, resulta complicado distinguir entre los diferentes grados de victimización en la delincuencia económica. Un ejemplo claro es la crisis de 2008, donde definir las dimensiones de la victimización y establecer quiénes fueron víctimas directas e indirectas presenta un desafío considerable. Como señalan McGurrin y Friedrich, inversores y ahorradores que participaban en los mercados perdieron aproximadamente 7 billones de dólares estadounidenses, lo que constituye pérdidas económicas significativas. La crisis también resultó en la degradación de la calidad de vida de innumerables personas, lo que se tradujo en estrés, depresión, aumento de la violencia doméstica y problemas de salud, entre otros. En este caso, es evidente que algunas personas experimentaron el impacto de manera más inmediata en la cadena causal, pudiendo ser identificadas como víctimas individuales directas. Mientras tanto, otras personas experimentaron los efectos en distintos niveles, evidenciando casos claros de víctimas indirectas, aunque también existen situaciones más ambiguas respecto a la victimización.
Así, resulta complejo agrupar a las víctimas en categorías claramente definidas y determinar los límites entre ellas dentro de la intrincada red de victimizaciones. Por otra parte, estos aspectos son fundamentales para el derecho, especialmente si se desea desarrollar mecanismos de protección para estas víctimas, lo cual requerirá, sin duda, creatividad. Es cierto que este cambio de perspectiva ya se está reflejando en alguna medida en las discusiones sobre la implementación de la justicia restaurativa como herramienta integrable a la justicia penal para estos tipos de delitos, inclusive con la idea de víctimas subrogadas en caso de víctimas indirectas.
Además de las nociones de victimización directa e indirecta, van Dijk, partiendo de la clasificación de Sellin y Wolfgang, propuso analizar a las víctimas a partir de su posición en las cadenas causales de victimización. En su sistematización, se puede dividir a las víctimas en las siguientes categorías: víctimas primarias, las víctimas secundarias y las víctimas terciarias (términos que no deben confundirse con los de victimización primaria, secundaria y terciaria comentados anteriormente). Según esta perspectiva, las víctimas primarias son aquellas directamente perjudicadas por el delito, pudiendo ser tanto individuos como personas jurídicas. Las víctimas secundarias incluyen a familiares y otras personas cercanas a las víctimas primarias. Por último, las víctimas terciarias son personas o entidades perjudicadas de manera indirecta por el delito, que también pueden ser referidas como víctimas indirectas en lo que incluye a las víctimas colectivas.
Con relación a los criterios de Dijk sobre víctimas primarias, secundarias y terciarias, se destaca que la clasificación parece parcial, hasta porque no sería apropiado insertar todas las formas de victimización colectivas como víctimas indirectas. Un ejemplo claro de esto se encuentra en el caso de la exposición al amianto en Brasil. Según señalan Budó y Pali, en esta situación, las víctimas eran mayormente los trabajadores expuestos a esta sustancia extremadamente perjudicial que han experimentado graves daños en su salud, vida e integridad física (asbestosis y el mesotelioma). En esta situación, se identifican al menos dos niveles de victimización: uno relacionado con la afectación de los derechos jurídicos individuales de los trabajadores y otro de carácter colectivo en sentido estricto.
Estas observaciones muestran claramente la complejidad de identificar a las víctimas en función del daño derivado de la delincuencia económica. Esto indica que el concepto tradicional de victimización, vinculado a un acto delictivo individualizado o a una relación inicial víctima o víctima-delincuente, no es suficiente para comprender estos procesos de victimización. Por estos aspectos, puede ser más adecuado aceptar que la delincuencia económica implica una intrincada red de niveles de victimización que se corresponde con una categoría de victimización propia, que es la victimización colectiva. Esta dimensión se justifica sobre la base de la singularidad del daño generado (a menudo inmaterial) y del proceso de distribución de este daño en la sociedad. Desde esta perspectiva, las clasificaciones basadas en daños directos e indirectos son insuficientes para ofrecer protección jurídica a estas víctimas.
5.2. La dimensión colectiva de la victimización asociada a la delincuencia socioeconómica
Antes de profundizar en este tema, es pertinente hacer una breve recapitulación. Como se ha mencionado anteriormente, los delitos asociados con la delincuencia económica afectan o amenazan bienes jurídicos de titularidad supraindividual. Debido a esto, se ha concluido que estos delitos a menudo no presentan víctimas claramente identificables, debido a la complejidad de concretar e individualizar la afectación de dichos bienes jurídicos. Sin embargo, este rasgo no debería llevar a la conclusión de que no existe victimización, ya que hay daños que pueden surgir a causa de estos delitos, aunque con características propias debido a su naturaleza colectiva.
Desde la perspectiva adoptada, una estrategia para lograr una sistematización adecuada de la victimización en la delincuencia económica es reconocer los diversos niveles de victimización. Esto incluye tanto la victimización individual como la supraindividual. Por consiguiente, se concuerda con Planchadell Gargallo en que existe una alternativa entre el reconocimiento exclusivo de una víctima individual y concreta como titular de un bien jurídico protegido y la negación total de la existencia de cualquier víctima. Esta alternativa implica la consideración de una titularidad supraindividual sobre los bienes jurídicos mencionados, que, según la autora referida, recaería en la ciudadanía. Es en este punto intermedio donde se están desarrollando algunos intentos de sistematización.
Guardiola Lago establece cuatro categorías de víctimas afectadas por delitos de naturaleza socioeconómica:
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(1) Víctima persona jurídica: puede ser una entidad pública o privada. La autora señala que se está dando un reconocimiento jurídico progresivo a esta categoría. Este avance se evidencia en el artículo 109 bis 3 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de España, actualizado por el EVD. Dicho artículo establece que las asociaciones de víctimas y las entidades jurídicas con legitimación adecuada tienen la capacidad de iniciar acciones penales para la defensa de sus derechos;
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(2) Víctimas masa: un término se deriva del concepto de "estafa masa”, para referirse a delitos económicos donde el perjuicio individual es pequeño, pero afecta a un gran número de personas, resultando en un daño económico significativo o un perjuicio global grave. Ejemplos incluyen publicidad fraudulenta, fraude a consumidores y estafas informáticas;
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(3) Víctimas de violencia corporativa: los delitos en esta área atentan contra bienes jurídicos supraindividuales, como el medio ambiente o la salud pública, y simultáneamente causan daños a bienes jurídicos individuales, como homicidios o lesiones;
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(4) Víctimas difusas: en esta categoría, la victimización afecta principalmente a bienes jurídicos colectivos, sin que se produzca un delito específico contra individuos concretos. A su vez, la categoría de víctima difusa es subdividida por la autora en dos grupos. El primer grupo es identificado por aquellos delitos donde el ataque a un bien jurídico colectivo resulta en un daño directo –aunque no necesariamente delictivo, pero sí elegible para indemnización civil– a ciertas personas. Un ejemplo serían los delitos urbanísticos o contra el medio ambiente que causan daños directos. En el segundo grupo, están los delitos donde el perjuicio no es directo, sino indirecto y afecta a un colectivo, como en casos de tráfico de influencias, cohecho, fraude en subvenciones o delitos contra la hacienda pública. La autora apunta que, actualmente, en España, estos tipos de daños indirectos no califican a las víctimas para recibir indemnización civil cuando provienen de delitos, sin embargo, sostiene que no hay impedimento para que sean considerados en el marco de la justicia restaurativa.
Por su parte, Rodríguez Puerta presenta una alternativa que posee un gran potencial para identificar y diferenciar los distintos niveles de victimización, permitiendo la coexistencia de otras dimensiones, como las estatales, colectivas o difusas. Aunque su análisis parte desde la perspectiva de los bienes jurídicos, la autora sostiene que no se debe limitar la comprensión de la victimización únicamente a esta categoría. De ahí que argumenta que es crucial ampliar el enfoque para incluir también un examen detallado del proceso a través del cual ocurren los daños. Rodríguez Puerta explica que los especialistas en derecho penal han categorizado los delitos que atentan contra bienes jurídicos supraindividuales en dos tipos: colectivos y difusos, basándose en la capacidad de identificar a la colectividad afectada. Los intereses colectivos se refieren a aquellos compartidos por un grupo específico de personas unidas por vínculos jurídicos o condiciones comunes, como el medio ambiente, los derechos laborales o los delitos urbanísticos. En contraste, los bienes jurídicos difusos no tienen un titular específico, afectando a una amplia gama de individuos sin vínculos directos entre sí, representando a la sociedad o incluso a la humanidad en su conjunto. En España, existe un debate sobre los criterios de identificación de los intereses difusos; algunos defienden que lo crucial es la afectación generalizada de personas sin vínculos preexistentes, mientras que otros se alinean con la definición de intereses difusos según el derecho procesal (Art. 11.3 Ley de Enjuiciamiento Civil).
La autora menciona las aportaciones de Quintero, quien, más allá del carácter colectivo o difuso de los bienes jurídicos supraindividuales, se refiere a la categoría de los bienes jurídicos sociales o comunitarios. Se diferencia entre aquellos bienes jurídicos de titularidad compartida (delitos relacionados con el medio ambiente, el urbanismo, los consumidores, el patrimonio histórico y artístico, y derechos sociales constitucionales) y aquellos de titularidad estatal, cuya protección exclusiva cabe al estado (traición, espionaje, rebelión, delitos contra la Corona y las Instituciones del Estado, terrorismo o desórdenes públicos). En los primeros, la titularidad es compartida por la ciudadanía, la comunidad internacional o la humanidad, mientras que en los segundos, es el Estado quien representa esos intereses.
La autora señala que, en los delitos contra bienes jurídicos supraindividuales, se puede reconocer a la colectividad en sentido amplio como posibles víctimas, perjudicados u ofendidos. La naturaleza del bien jurídico afectado (colectiva, difusa o estatal) y la manera en que se perpetra el delito determinan quiénes están facultados para actuar en nombre de las víctimas (Ministerio Público, el Estado, alguna asociación, partido político, etc.). Resalta que solo considerando los diversos niveles de víctimas o de victimización colectiva se puede examinar con precisión quiénes están legitimados para ejercer sus derechos en el sistema de justicia penal, tanto en el proceso como en encuentros restaurativos. Añade que la referencia a la naturaleza del bien jurídico no es suficiente para resolver esta cuestión, proponiendo abordar el tema desde el análisis de las formas de victimización en cada caso.
En la versión más actualizada de la proposición aplicada a la delincuencia económica, Gaddi y Rodríguez Puerta presentan las siguientes categorías de victimización:
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(1) Victimización difusa: El nivel más amplio de victimización, donde el delito afecta a un grupo de personas difíciles o imposibles de identificar. La sociedad es la víctima. Ejemplos incluyen delitos ambientales, corrupción o fraudes fiscales, como la contaminación del aire que afecta a un vasto territorio y la salud pública.
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(2) Victimización colectiva: Un grupo identificable de personas es afectado, ya que el modus operandi permite ubicarlos en un contexto específico. Ejemplos incluyen delitos ambientales locales, derechos laborales y planificación urbana. Estas víctimas pueden defender sus intereses en tribunales civiles (demandas colectivas), pero no se les ha concedido el derecho a participar en procedimientos penales. Un ejemplo podría ser la contaminación del agua por vertidos de petróleo en un área marina o fluvial.
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(3) Victimización compartida: Afecta tanto a la administración pública como a la ciudadanía, aunque de manera diferente. Ejemplos incluyen delitos contra la administración pública y corrupción, como soborno o malversación. La administración pública puede enfrentar pérdidas financieras que privan a los ciudadanos de servicios públicos o mejoras en infraestructuras. En este tipo de victimización, la administración pública puede ser tanto víctima como delincuente, a través de funcionarios corruptos.
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(4) Victimización individual: Cuando se lesiona un interés jurídico supraindividual, también pueden surgir daños a personas específicas. En este caso, la victimización es doble, afectando tanto a individuos como miembros del grupo lesionado. Un ejemplo es una persona que sufre lesiones por vertidos tóxicos en un contexto de contaminación generalizada.
Desde la perspectiva aquí adoptada, lo destacable de la propuesta es el reconocimiento de que un único evento o un conjunto de eventos victimizantes puede generar múltiples y superpuestas capas de daño, sumando el daño de carácter individual (que no es sine qua non) a otros daños autónomos de naturaleza supraindividual que también requieren un replanteamiento sobre la forma de identificarlos, cuantificarlos y exigirlos. Asimismo, considerar estos diversos niveles de victimización es crucial para determinar quiénes están legitimados para ejercer sus derechos en el sistema de justicia penal y fuera de él.
Por otro lado, es importante destacar un aspecto que no está explícitamente tratado por las autoras: la necesidad de incluir una referencia a las víctimas que son personas jurídicas de derecho privado, un aspecto que también suele ser olvidado en las conceptualizaciones jurídicas. Ya se ha cometado que la Directiva 2012/29/UE adopta una conceptualización de víctima como persona natural, y por lo tanto no reconoce a las personas jurídicas como víctimas en este marco mínimo. Por otro lado es esencial abordar esta laguna ya que muchas de estas entidades pueden ser afectadas por otras empresas, así como por sus propios clientes, proveedores, socios, gerentes y empleados. Este tipo de victimización se incluiría en la modalidad de victimización de intereses individuales, que en el caso de las personas jurídicas puede englobar el patrimonio, la reputación y aspectos relacionados con su capacidad operacional.
En cuanto a la victimización que ocurre en contra de los intereses supraindividuales, que incluye aquellos colectivos en sentido estricto, difusos y compartidos entre el Estado y la ciudadanía, es fundamental avanzar en términos victimológicos y criminológicos para entender qué tipos de daños se derivan de estos delitos y, posteriormente, proceder a su valoración jurídica. Se sabe que estos delitos desencadenan efectos acumulativos y a largo plazo en la comunidad (por lo que son transgeneracionales) y en la estructura socioeconómica en su totalidad. Sin embargo, estos daños rara vez se consideran al momento de abordar la reparación en el ámbito civil y, generalmente, se limitan a los aspectos patrimoniales, como ocurre con los delitos de corrupción. En este contexto, es necesario profundizar en cómo estos daños serán considerados en los distintos marcos legales, así como quiénes pueden representar a estas víctimas y cómo se manejará la cuestión procesalmente. Este es un tema que escapa al objeto de este estudio, pero que merece una atención detallada en futuras investigaciones.
De todas formas, se entiende que las categorías de victimización pueden generar distintos tipos de víctimas: individuales, colectivas en sentido estricto, difusas, así como víctimas que son personas jurídicas de derecho privado, público e internacional, siendo estas últimas víctimas organizacionales. Todo ello sin obviar que todas pueden ser afectadas por un único fenómeno delictivo. Por consiguiente, la combinación de los criterios relacionados con los bienes jurídicos y los niveles de victimización facilita el desarrollo de parámetros para establecer la legitimidad en la representación de intereses, una cuestión que se enfoca más en el ámbito procesal.
6. Perspectivas sobre la invisibilidad y desatención de las víctimas de delitos socioeconómicos
Este estudio ha enfatizado continuamente que las acciones asociadas con esta victimización a menudo presentan una naturaleza ambigua. Estas conductas se extienden a lo largo de un espectro, desde acciones claramente delictivas hasta aquellas que son legítimas. La identificación de estas actividades como criminales se complica por su ocurrencia en entornos legales y su base en relaciones de confianza. Además, determinar la comisión de estos delitos es arduo, debido a la participación de una amplia gama de actores y elementos en las acciones delictivas. Estos incluyen individuos, entidades legales, bancos, empresas inmobiliarias, intermediarios, cuentas en el extranjero, paraísos fiscales, fondos de origen ilícito, préstamos e inversiones inmobiliarias, entre otros, lo que dificulta distinguir lo legal de lo ilegal.
Además, es un desafío lograr que los daños causados sean reconocidos y entendidos como formas de victimización. En muchos casos de delincuencia económica, especialmente aquellos vinculados al medio ambiente o al ámbito laboral, estas situaciones se categorizan como “accidentes” o “catástrofes”. Esto conlleva a que se perciban como sucesos fuera del ámbito del control humano, a pesar de que, en muchas ocasiones, podrían prevenirse.
También es posible que los mecanismos de selectividad influyan, contribuyendo a negar la atención a las víctimas de la delincuencia económica en ausencia de una constatación clara de un crimen. En este tipo de criminalidad, la distinción entre delitos e infracciones administrativas contribuye a la invisibilidad de estas víctimas. Como explica Nieto Martín, esto se debe a que, en muchas ocasiones, los afectados por infracciones administrativas sufren daños similares a los causados por delitos; sin embargo, estos individuos permanecen invisibles como víctimas ante las entidades que regulan la actividad económica, generando una forma de victimización secundaria estructural.
Otras veces, las actividades que desencadenan la victimización son conocidas y ampliamente toleradas por las víctimas, que incluso, se arriesgan comprando voluntariamente bienes sospechosamente baratos o inversiones atractivas. Esta ambigüedad ha llevado al surgimiento de una nueva línea de investigación que aborda estos fenómenos desde la perspectiva de los daños sociales, prescindiendo del juicio sobre la legalidad de las conductas.
No basta con la dificultad de identificar la victimización a partir de criterios de legalidad; la brecha espacial y temporal entre el perjuicio experimentado y sus causantes oculta la magnitud de la victimización. Con esto, se quiere destacar que el verdadero alcance de la victimización rara vez es evidente. El daño puede ser silencioso, comenzar mucho antes de que se conozcan los hechos y prolongarse en el tiempo, incluso de manera transgeneracional. Además, los casos investigados y enjuiciados no son suficientes para construir un relato completo de la victimización. Normalmente, en los procesos punitivos, poco se sabe sobre el alcance temporal y espacial de la victimización, los mecanismos utilizados para el cometimiento de los delitos, e incluso los sujetos incautados pueden no llegar a la cúpula del poder donde se tomaron o gestionaron las decisiones que llevaron a la victimización.
Esto significa que las acusaciones en ámbitos sancionadores son presentadas solo en relación con los delitos/infracciones seleccionados para los cuales haya evidencia disponible (muchas veces obtenidos en colaboración), sin que sea posible acceder a todo el contexto de la victimización. Imagínese un esquema de malversación de recursos públicos que se ha perpetuado a lo largo de varios gobiernos. Aunque este problema es antiguo y amplio, es posible que las investigaciones solo logren acceder a datos de un período determinado, limitando así la comprensión completa del alcance del problema.
Además, en los procesos punitivos, la perspectiva de las víctimas a menudo se ignora, a pesar de ser crucial para entender el impacto diverso en personas y colectivos. Asimismo, es necesario considerar la asimetría informativa y de poder. Autores como Tombs y Whyte destacan que las víctimas de delitos económicos, por lo general, carecen de los recursos para exigir justicia o indemnización, especialmente dada la dificultad de obtener pruebas en este complejo contexto. En añadidura, la complejidad de la legislación pertinente, el uso de terminología técnica especializada y la diversidad de instituciones involucradas pueden resultar abrumadoras y confusas para quienes buscan denunciar la victimización. Esta barrera no solo dificulta la denuncia de los delitos económicos, sino que también perpetúa la invisibilidad del alcance y la gravedad del problema.
Por tanto, es esencial que se facilite el acceso a la información de forma comprensible y directa a las víctimas, lo que puede potenciar tanto la investigación académica como el activismo de grupos de interés, como sindicatos y asociaciones de consumidores, en la búsqueda de soluciones y apoyo.
En cuanto a los daños, ya fue señalado que la victimización se evalúa en gran medida por sus repercusiones. Sin embargo, la valoración de los efectos dañinos y los costos económicos asociados a la delincuencia económica no es tarea sencilla. Más allá de los daños económicos directos (que tampoco son sencillos de cuantificarse), existen repercusiones indirectas difíciles de medir, que abarcan el aumento en las tarifas de seguros, precios elevados de productos y servicios, disminución del empleo, y gastos asociados con la prevención y regulación de futuros crímenes, así como costos en sistemas de seguridad social y salud pública.
Justamente porque muchos daños se experimentan de forma colectiva, resulta difícil establecer una causalidad directa de los mismos, aislar las conductas delictivas, determinar quiénes causaron qué y en qué medida los daños pueden ser atribuidos a los victimarios. Por eso, ya se está proponiendo formas la integración de estos daños sociales en la legislación que pueden ser inferidos (in re ipsa) o analizados por métodos estadísticos, para averiguar, por ejemplo, el impacto de ciertos delitos en el Índice de Desarrollo Humano. Eso porque hay una cantidad de evidencia que “La acumulación de riqueza privada mediante el crimen no conduce a mayores ingresos nacionales. De hecho, la mayor parte de la riqueza acumulada a través del crimen, en particular a través de delitos financieros, resulta de la transferencia de ingresos o activos legalmente adquiridos a criminales. Estas no son simples transferencias de suma cero de un individuo a otro: son transferencias de suma negativa, porque las actividades ilícitas en sí mismas pueden causar daños económicos, como desalentar la inversión y socavar las actividades económicas legítimas. Además, desvían los recursos ya escasamente disponibles hacia la aplicación de la ley y la lucha contra el crimen y, como resultado, disminuyen la riqueza general y la calidad de vida en una sociedad”.
También existen una multitud de perjuicios que pueden surgir más allá de los aspectos económicos, que abarcan desde la disminución de la confianza en el mercado hasta los daños en las dimensiones físicas y psicológicas. Específicamente en el contexto de los fraudes financieros, el malestar emocional puede ser significativo, ya que las personas afectadas pueden experimentar emociones intensas como la ira, acompañadas de sentimientos de vulnerabilidad, ansiedad y vergüenza. Además, otras formas de delitos (en especial corporativos) conllevan impactos graves, resultando en muerte, explotación, lesiones y enfermedades crónicas, afectando a las víctimas y sus familias. Lo cierto es que los daños son variables y el entendimiento de estos aún está en sus primeras etapas.
Por otro lado, incluso en casos donde los daños son más evidentes y reconocibles por las instituciones y el marco legal, las víctimas a menudo enfrentan obstáculos significativos para actuar. Por ejemplo, en situaciones de victimización masiva, la percepción individual de un daño menor puede desalentar a las víctimas de buscar reparación, a pesar de que el impacto colectivo es considerable. En este caso, el fenómeno puede presentar retos análogos a aquellos encontrados en formas de victimización más difusas y menos definidas. Además, a menudo cuando las víctimas toman conciencia de haber sido perjudicadas, enfrentan un reto significativo al decidirse a presentar denuncias, ya sea en ámbitos públicos o privados. En ciertos contextos, como en los casos de fraude, las víctimas pueden mostrarse reticentes a denunciar. La vergüenza y la propensión para culparse a sí mismas pueden suprimir su voluntad de emprender acciones legales o de informar sobre el incidente, y en ocasiones, pueden incluso evitar reconocer la situación ante sus propias familias.
Otro aspecto importante para considerar en la marginalización de las víctimas es la distribución desigual de la victimización en la sociedad. A menudo se argumenta que este tipo de delincuencia afecta de manera bastante generalizada a consumidores, trabajadores y ciudadanos, sin importar género, raza, etnia, estatus socioeconómico o edad; aunque se cree que algunos grupos pueden ser considerados objetivos más vulnerables en ciertos tipos de delitos. No obstante, conforme apuntan Tombs y Whyte, no se puede obviar que las desigualdades de riqueza limitan la capacidad de los grupos más pobres para absorber los costos de la victimización criminal. Luego, una combinación de factores biológicos, culturales y socioeconómicos contribuye al impacto desigual de ciertos delitos. Son precisamente los individuos más empobrecidos quienes con mayor probabilidad necesitan asistencia social y de salud, y son aquellos que más padecen a raíz de la evasión y elusión fiscal.
El reto de abordar y entender tanto los daños como la victimización se extiende más allá del ámbito jurídico y alcanza el terreno de la investigación científica. Metodológicamente, la labor de investigación a menudo requiere el desarrollo y aplicación de enfoques innovadores. En este contexto, mientras las encuestas de victimización presentan una utilidad bastante limitada para descubrir la victimización, los estudios de caso adquieren una relevancia particular, ya que proporcionan una vía para profundizar en el conocimiento sobre las víctimas, a partir de entrevistas que recogen y dan voz a sus experiencias personales. Además, se ha reconocido la importancia de analizar la victimización dentro de contextos socioeconómicos, globales, culturales y políticos más amplios, particularmente en casos de victimización que están fuera de nuestra percepción inmediata.
Sin la finalidad de agotar el análisis, todavía hay que considerar la complejidad que se añade cuando los victimarios son corporaciones. En primer lugar, la división del trabajo y la difusión de responsabilidad asociada significan que es difícil identificar a un individuo culpable con la intención de dañar a una víctima específica o a varias víctimas. En este escenario, el comportamiento socialmente dañoso en el ambiente corporativo a menudo se justifica por las técnicas de neutralización, explicadas por Sykes y Matza que bien se adecuan a la delincuencia económica.
En este debate, Nieto Martín identifica cuatro características distintivas de las víctimas corporativas que agravan su marginalización. En primer lugar, su falta de visibilidad las oculta del escrutinio y la preocupación pública. En segundo lugar, estas víctimas suelen depender económicamente de la entidad que les ha causado daño, ya sea como empleados o como miembros de una comunidad que depende de la empresa para su prosperidad económica. Esta dependencia puede llevar a una revictimización, especialmente cuando los trabajadores, por ejemplo, deben elegir entre el riesgo de enfermedades a largo plazo y la pérdida inmediata de empleo debido a las repercusiones que las sanciones pueden tener en la empresa. La tercera característica es la asimetría informativa entre las víctimas y la empresa, donde la empresa puede estar consciente de los peligros de sus productos o procesos mucho antes de que las víctimas o la sociedad se enteren, como en el caso del amianto. Además, la empresa puede manipular la narrativa para eludir la responsabilidad o incluso culpar a las víctimas. La cuarta característica se relaciona con la asimetría de poder en el proceso judicial, donde las víctimas se encuentran indefensas frente a las grandes corporaciones, especialmente cuando la producción se traslada a países con sistemas judiciales débiles y corruptos. Los derechos de las víctimas no están diseñados para abordar la gran disparidad de recursos entre una corporación y sus víctimas, lo que puede resultar en procesos legales interminables que agotan los recursos de las víctimas y posponen indefinidamente su compensación, causando una victimización secundaria estructural.
Los aspectos mencionados contribuyen a la creación de un ambiente propicio no solo para la desatención hacia las víctimas de delitos económicos, sino también para la negación de su condición de víctimas. Siguiendo los criterios de Rainer Strobl, se podría categorizar a estas víctimas como "no víctimas", ya que estas personas y grupos no se identifican como víctimas y no son percibidas como tales por personas relevantes de su entorno. A partir de ahí, se puede explicar porque la difuminación del reconocimiento de la victimización en el contexto de la delincuencia económica conduce a la falta de derechos y políticas para quienes la experimentan. Esa condición de negación se agrava al abordar las formas indirectas de victimización, las cuales a menudo se presentan de manera difusa.
Los autores de victimología siempre hacen referencia a lo complicado que es etiquetar a una víctima que no es percibida como tal en esta condición. Si bien, en estas victimizaciones, muchas veces invisible, es necesario manejar esta etiqueta a nivel individual y colectivo, por dos razones principales. La primera es que el reconocimiento individual y colectivo es uno de los primeros pasos para avanzar en niveles de reconocimiento institucional. En segundo lugar, porque la concienciación sobre la victimización puede ser importante para empoderar a las personas que se han visto afectadas por estos delitos. Este empoderamiento puede ser informativo, en el sentido de tomar medidas para ayudarles a adoptar precauciones para cambiar sus hábitos que conducen a la victimización, así como en términos de incentivos materiales y procesales para que busquen los sistemas de justicia y servicios de protección en búsqueda de su desvictimización.
7. Conclusiones
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(1) La delincuencia socioeconómica abarca una variedad de conductas delictivas o ilícitas llevadas a cabo por individuos, empresas o instituciones dentro de marcos económicos y ocupacionales legítimos. El objetivo primordial de estas conductas es la obtención de beneficios financieros y/o el incremento del poder y privilegios. Estas acciones se caracterizan por la violación de la confianza, tanto privada como pública, y el uso de métodos fraudulentos y engañosos, resultando en victimizaciones a niveles individual y colectivo.
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(2) Las características específicas del modus operandi, como la apariencia de legitimidad y la confianza depositada en los agentes, contribuyen a la invisibilidad de la victimización. Esto se ve agravado por acciones dañinas no siempre intencionadas y la separación física y temporal entre los actos delictivos y sus daños resultantes, que pueden ser sutiles y retrasados, aunque potencialmente más severos que en la delincuencia común. De ahí que la victimización socioeconómica es compleja y a menudo se manifiesta a través de una cadena de actos que no se identifican inmediatamente como criminales, dificultando así la relación de causalidad entre las conductas y los daños.
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(3) Tradicionalmente, el Derecho penal ha enfocado su protección en bienes jurídicos individuales directamente afectados, tales como la vida, integridad moral y física, honor, intimidad, libertad, libertad sexual y patrimonio. Sin embargo, la delincuencia socioeconómica presenta un desafío a esta percepción tradicional, ya que los daños resultantes de tales delitos son tanto materiales como inmateriales y a menudo se distribuyen de manera dispersa y no inmediata. Estos delitos pueden impactar significativamente en la estructura social y económica, afectando a grandes grupos de personas y generando efectos perjudiciales a nivel supraindividual. Por tanto, es esencial reconceptualizar las nociones de víctima y victimización en este contexto, adoptando criterios que permitan reconocer la amplitud y complejidad de los daños causados. Esto implica considerar no solo la afectación directa a bienes jurídicos individuales, sino también los efectos acumulativos y a largo plazo en la comunidad y en la estructura socioeconómica en su totalidad.
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(4) Se identifican como víctimas específicas de la delincuencia económica a individuos, personas jurídicas de derecho privado, así como a víctimas supraindividuales. Esto incluye a grupos afectados por victimizaciones colectivas en sentido estricto, difusas, y personas jurídicas de derecho público e internacional encargadas de la gestión de intereses supraindividuales. Los daños que afectan a estas víctimas pueden ser de naturaleza individual o supraindividual, incluyendo perjuicios a la integridad física o psicológica, pérdidas económicas y menoscabo del bienestar individual y social, resultantes tanto de victimización directa como indirecta, originada por comportamientos delictivos, infracciones administrativas o civiles, o afectaciones de derechos fundamentales individuales y colectivos.
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(5) Es más apropiado asumir que la delincuencia económica implica una compleja red de niveles de victimización y que, en muchos casos, no será posible distinguir entre daños directos e indirectos para brindar protección jurídica adecuada a estas víctimas. Por tanto, es necesario replantear la victimización colectiva como una categoría propia, a partir también de daños colectivos autónomos con relación a aquellos experimentados por los individuos.
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(6) La dimensión colectiva de la victimización exige una comprensión multidimensional que tome en cuenta a sus víctimas en diferentes niveles: colectivo en sentido estricto, difuso, compartido e individual, siendo posible la superposición entre los niveles. De ahí que pueden existir víctimas colectivas en sentido estricto, que se refieren a un grupo de personas más o menos identificable, con un vínculo jurídico o condiciones comunes que los unen en un contexto específico; víctimas difusas, cuya titularidad no es posible determinar o es muy difícil de determinar; y víctimas compartidas, como el Estado y sus organizaciones, organizaciones internacionales y la ciudadanía o incluso la comunidad internacional. En cada uno de estos niveles también pueden presentarse individuos y personas jurídicas de derecho privado como víctimas.
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(7) Para sistematizar los procesos de victimización, resulta útil combinar criterios que examinen tanto la titularidad de los bienes jurídicos afectados como la verificación concreta de los niveles de afectación a partir de los daños resultantes. Esta combinación facilita el desarrollo de parámetros para establecer la legitimidad en la representación de intereses, una cuestión que se enfoca principalmente en el ámbito procesal y que aún carece de un desarrollo adecuado.
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(8) En estas victimizaciones, frecuentemente invisibles, es necesario manejar esta categorización de víctimas a nivel individual y colectivo por dos razones principales. La primera es que el reconocimiento individual y colectivo es uno de los primeros pasos para avanzar en reconocimiento institucional. En segundo lugar, la concienciación sobre la victimización es fundamental para empoderar a las personas afectadas por estos delitos. Este empoderamiento puede ser informativo, en el sentido de tomar medidas para ayudarles a adoptar precauciones y cambiar hábitos que conducen a la victimización, así como en términos de incentivos para que tomen medidas contra los victimarios en busca de su desvictimización.
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Notas
[6] Martínez-Buján Pérez aporta una reflexión crucial sobre la protección de los bienes jurídicos en el contexto de las críticas a la expansión del Derecho penal en las sociedades contemporáneas. El autor cuestiona la postura de la Escuela de Frankfurt, que aboga por un Derecho penal enfocado exclusivamente en la protección de bienes individuales tradicionales y rechaza los delitos de peligro abstracto. Martínez-Buján argumenta que esta visión podría conducir a la deslegitimación de los bienes colectivos. Destaca que la protección de estos bienes colectivos, en realidad, beneficia indirectamente a los individuos, subrayando así la importancia de su inclusión en el ámbito del Derecho penal. .
[7] La clasificación de “delitos sin víctimas” fue propuesta por Edwin Schur con el objetivo de cuestionar la criminalización de ciertos comportamientos basados en motivaciones populistas, represivas y morales, que posiblemente no deberían ser considerados delitos, dado que se realizan con el consentimiento de las partes involucradas. Schur también se mostraba crítico ante el aumento de las actividades de investigación que podrían infringir los derechos de las personas sujetas a ellas. .
[10] La violencia corporativa ocurre cuando las corporaciones, en el curso de sus actividades legítimas, cometen delitos que resultan en daños a la salud, integridad o vida de las personas naturales. .
[11] Desde una perspectiva bastante interesante: RODRÍGUEZ PUERTA, M. J.: “Víctimas y daños en los delitos contra bienes jurídicos supraindividuales, en particular en la delincuencia socioeconómica”, en .
[12] NIETO MARTÍN, A.: “Empresas, víctimas y sanciones restaurativas: ¿cómo configurar un sistema de sanciones para personas jurídicas pensando en sus víctimas?”, en ; ; ; y .
[17] Véase: -ss. Esta reflexión también está intrínsecamente ligada, según lo destaca Bergalli, a la forma en que se interpretan los daños sociales asociados a estas conductas delictivas. Se trata de discernir si los daños son vistos como un fenómeno disfuncional respecto a la organización económica predominante y los modos de acumulación en los regímenes capitalistas, o si son percibidos como un acto disfuncional que afecta a los intereses no dominantes, los cuales demandan cada vez más la protección de bienes jurídicos colectivos. .
[24] Los temas dominantes de la criminología de finales del siglo de finales del siglo XIX y principios del XX eran el énfasis en una base biogenética inherente a la criminalidad y la necesidad de abordar, mediante la reforma, las disfunciones de la sociedad y su institucionales que fomentaban la conducta delictiva. .
[66] “La noción del bien jurídico, tan eficaz para la vertebración penal, acarrea, para la víctima, un sorprendente efecto transformista: la introduce, con toda su humanidad y vitalidad, un nebuloso túnel conceptual del que saldrá transustanciada en una nueva figura, o 'ente normativo: el sujeto pasivo y titular del bien jurídico protegido'. La Ciencia del Derecho no abarca así a un sujeto real, sino a una racionalización, una 'conquista como imagen concebida'“. .
[74] “La Convención de Belém do Pará estableció, por primera vez, el derecho de las mujeres a vivir una vida libre de violencia, al tratar la violencia contra ellas como una violación a los derechos humanos. En este sentido, adoptó un nuevo paradigma en la lucha internacional de la concepción y de derechos humanos, considerando que lo privado es público y, por consiguiente, corresponde a los Estados asumir la responsabilidad y el deber indelegable de erradicar y sancionar las situaciones de violencia contra las mujeres” .
[75] Las 100 Reglas de Brasilia nacen en la Cumbre Judicial Iberoamericana y se refiere a un conjunto de directrices y recomendaciones adoptadas para mejorar el acceso a la justicia de las personas en condiciones de vulnerabilidad. Este marco busca asegurar que el sistema judicial no solo reconozca formalmente los derechos de estos individuos, sino que también les facilite un acceso efectivo a estos derechos. Reconociendo que las personas vulnerables enfrentan obstáculos adicionales en la búsqueda de justicia, la Convención de Brasilia establece una serie de medidas y políticas destinadas a eliminar o mitigar estas barreras. Incluye orientaciones para los operadores del sistema judicial y los prestadores de servicios públicos, enfocándose en promover conductas, actitudes y procedimientos que garanticen un acceso justo y sin discriminación. .
[84] Véase: SAAD-DINIZ, E. y DE CARVALHO MARIN, G.: “Imputação moral orientada à vítima como problema de imputação objetiva”, en Revista de Informação Legislativa, Vol. 54, N. 213, 2017, p. 97.
[87] La cuestión llegó ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), que debatió sobre la posibilidad de ampliar el concepto de víctima previsto en la antigua Decisión Marco 2001/220/JAI (actualmente sustituida por la Directiva 2012/29/UE, pero con idéntica redacción sobre el concepto de víctima). Según el TJUE, “En efecto, interpretar la Decisión marco en el sentido de que también contempla a las personas jurídicas que alegan haber sufrido un perjuicio directamente causado por una infracción penal sería contrario al propio tenor del artículo 1, letra a), de dicha Decisión marco, que se refiere únicamente a las personas físicas que han sufrido un perjuicio directamente causado por conductas contrarias a la legislación penal de un Estado miembro. A ello se añade que ninguna otra disposición de la Decisión marco indica que el legislador de la Unión Europea tuviera intención de ampliar el concepto de víctima a las personas jurídicas a efectos de la aplicación de dicha Decisión marco” (Sentencia de 28 de junio de 2007, asunto C-467/05, Giovanni Dell'Orto).
[90] La observación del autor se hace en particular para la victimización asociada a los delitos corporativos, pero se puede aplicar a la mayoría de las víctimas de delitos económicos, especialmente porque estos delitos no implican una relación interpersonal. WHYTE, D.: “Crime as a social relation of power: Reframing the ‘ideal victim’ of corporate crimes”, en WALKLATE, S. (ed.): Handbook of Victims and Victimology. Routledge, 2018, pp. 335-336.
[91] “Por 'víctima ideal', en cambio, tengo en mente a una persona o un grupo de individuos que, al ser afectados por un crimen, se les otorga más fácilmente el estatus completo y legítimo de ser una víctima. La víctima ideal es, en el uso que hago del término, una especie de estatus público del mismo tipo y nivel de abstracción que el de, por ejemplo, un 'héroe' o un 'traidor'”, .
[99] Según Hentig: “Dejando aparte los delitos dirigidos contra víctimas ficticias, el Estado, el orden, la salud, etc., siempre hay dos interlocutores: el autor y la víctima. (...) la víctima es la parte perjudicada, y porque ha sido privada o perjudicada es al mismo tiempo demandante de castigo, de daño que debe infligirse al autor”. .
[107] Para una visión amplia sobre esas discusiones, véase: y En este sentido, también se destaca que Tombs y Whyte critican la descripción de la delincuencia económica como un “evento” o “desastre”, argumentando que estos términos pueden limitar la comprensión de tales actos a incidentes aislados, en lugar de reconocerlos como manifestaciones de problemas sociales más amplios, como las desigualdades y abusos de poder. . Se opina que analizar las victimizaciones dentro de las estructuras de poder de la sociedad no implica renunciar a investigar incidentes victimizantes individuales. Es crucial castigar a los responsables, pero se debe ser consciente de que estos incidentes representan solo la punta del iceberg.
[110] Es cierto que estos mismos autores admiten el reconocimiento de víctimas de otros delitos, que indirectamente, producen daños colaterales concretos a personas individuales, como los delitos contra la salud pública, los medios ambientales y algunos socioeconómicos.
[112] . Según explica Vidal Fernández, en el ámbito procesal de España, se establece una clara diferencia entre el ofendido, que es titular del bien jurídico protegido, y el perjudicado, quien generalmente se encuentra amparado por el derecho civil y, por lo regular, carece de la capacidad para ejercer acción penal. Resulta relevante mencionar que, en ciertas circunstancias, una misma persona puede encarnar ambas figuras, siendo simultáneamente ofendido y perjudicado. No obstante, es importante señalar que no a todas las personas que experimentan un daño patrimonial o moral se les otorga el estatus de perjudicado para participar en el proceso judicial. V
[140] García Arán entiende que la justicia restaurativa puede mejorar los instrumentos ya existentes e incluso proponer otros, con objetivo de atender a una respuesta penal integradora para balizar los intereses de las víctimas, del responsable y de la propia administración de justicia. .
[141] Baucells Lladós está de acuerdo con la idea de incorporar víctimas subrogadas en programas de tratamiento para delincuentes socioeconómicos. En tales programas, se favorece el encuentro con individuos que, aunque no son víctimas directas del delito específico cometido por el recluso, pueden ser (1) personas que han experimentado un delito similar, o (2) individuos capaces de explicar las consecuencias de dicho delito. La inclusión de estas víctimas subrogadas ofrece varias ventajas. En primer lugar, proporcionan un modelo adecuado de “víctima no directa”, crucial en las primeras etapas del proceso restaurativo. Además, facilitan el desarrollo de funciones clave de la justicia restaurativa en delitos donde es complicado identificar víctimas directas, permitiendo trabajar aspectos como la empatía, la conciencia del daño y la responsabilidad. En tercer lugar, su uso previene la victimización secundaria de las víctimas directas al alcanzar estos objetivos. Finalmente, soluciona el desafío de hallar un interlocutor víctima en situaciones donde a menudo falta conciencia de victimización. .
[144] Lo cierto es que parece que, entre la negación de una víctima individualizada y concreta a la que otorgar la titularidad de bien jurídico protegido por la norma y la negación de la existencia de una víctima, existe una posibilidad ‘intermedia’ referida a la titularidad colectiva de este tipo de bienes jurídicos, titularidad colectiva que —en los delitos que estamos analizando— se concretaría en la ciudadanía, pues no debemos olvidar que de lo que aquí se habla no es de una mera suma de intereses individuales, sino de bienes jurídicos que deben tener su propia sustantividad y protección. El Estado no tiene la obligación de proteger únicamente al individuo, titular de bienes concretos; hoy es innegable que los ciudadanos, como miembros de la sociedad, exigen también la tutela de otros intereses que afectan a todos, como tales” .
[152] “Sólo tomando en consideración la existencia de los diversos niveles de víctimas o de victimización colectiva podremos examinar con precisión quienes estarán legitimados para ejercer sus derechos como tales en el marco del sistema de justicia penal, en el proceso o fuera de él, en encuentros restaurativos. La sola referencia a la naturaleza del bien jurídico no resulta suficiente para resolver esta cuestión. Considero más adecuado abordar el tema a partir del análisis de las formas o modos en que se produce la victimización en cada caso” .