I. Introducción
La tragedia de Edipo Rey siempre despertó el interés de Foucault. El análisis de la pieza de Sófocles constituye un paso importante en la línea de una genealogía del sujeto y de su vínculo con la verdad. Mediante dicha obra, el filósofo rastrea el origen de las aleturgias que describe en la primera clase del curso de 1980 Del gobierno de los vivos. Las mismas, constituyen una característica fundante de la cultura occidental, ya que se refieren al modo en que se vincula el poder político con la creencia en una verdad. Así, el filósofo señala que la tragedia plantea de manera notoria “el problema de las relaciones entre el ejercicio del poder y la manifestación de la verdad” (). Este abordaje le permite distinguir su análisis de una lectura típicamente psicoanalítica, es decir, en términos de deseo e inconsciente. (). Asimismo, en los diferentes tratamientos que el filósofo realiza de esta pieza clásica, el objetivo es investigar los orígenes de una forma de concebir las prácticas jurídicas a través de un paradigma que vincula la indagación en los hechos sucedidos, la acción de un poder jurídico-político y la confesión de una identidad. Por esa razón, los estudios de Foucault en torno a la obra son importantes por todas aquellas cuestiones que permiten tipificar y que pueden rastrearse en torno a tres ejes específicos: el problema de la verdad, la función de los dispositivos de gobierno y la implicación del sujeto en esas relaciones.
En el presente trabajo me gustaría plantear algunas diferencias que creo notorias entre el abordaje que realiza el autor en los años 70 y el que se encuentra en sus últimos cursos. En dichos estudios aparece una interpretación que ya no se limita a la descripción genealógica de un modo de ejercer el poder, sino que muestra las implicaciones transformadoras que surgen de este reconocimiento. A través de esta torsión, se hace explicita la dimensión práctica del rastreo genealógico, una cuestión que conduce a pensar un método que distingue a la verdad del saber jurídico-discursivo. Dicha torsión, conduce a mostrar diversas posibilidades de desestabilización, cambio y constitución a la altura de este reconocimiento. Esta operación en torno a la verdad permitirá establecer las claves para pensar una filosofía práctica, que no se despliega por contemplación de estructuras trascendentales, sino que constituye un saber en lucha. El mismo, se ejerce como una fricción constante con el poder instituido, recordándole su falta de necesidad última y, por ende, las diversas posibilidades de constitución e invención que puede habilitar.
II. Edipo: ¿hombre de la inconsciencia o del saber?
En la conferencia La verdad y las formas jurídicas del año 1973, Foucault mencionaba la obra de Sófocles para explicar cómo se establece un vínculo entre el saber y el poder que marca las bases de nuestra cultura occidental (). En dicha ocasión, el filósofo realza las aptitudes de Edipo para llegar al punto más elevado del poder político resolviendo los dilemas que planteaba la Esfinge. Aquí comienza a manifestarse una relación singular entre Edipo y cierta forma de saber o conocimiento que lo vincula al ejercicio del gobierno. Dice Foucault: “el tirano griego no era simplemente quien tomaba el poder; si se adueñaba de él era porque detentaba o hacía valer el hecho de detentar un saber superior, en cuanto a su eficacia, al de los demás” (). Desde este punto, se aprecia que Edipo es el hombre del saber técnico, estratégico y político, cuyo uso le permite llegar a tener un ascendiente sobre los demás; supo de qué manera resolver los enigmas que se le planteaban y logra alcanzar la cumbre del poder en Tebas. En este sentido, Edipo encarna las características del tirano griego cuyo poder se desplegaba en un contacto directo con la voluntad de su pueblo, desafiando las leyes y tradiciones de la ciudad. Siguiendo esta lógica, Foucault afirma sin rodeos que Edipo es el hombre del saber, es decir, de la mirada clara sobre las cosas. Al respecto, dice el autor:
El saber de Edipo es esta especie de saber de experiencia y, al mismo tiempo, este saber solitario, de conocimiento, saber del hombre que quiere ver con sus propios ojos sin apoyarse en lo que dice ni oír a nadie. Saber autocrático del tirano que por sí solo puede y es capaz de gobernar la ciudad. La metáfora del que gobierna, del que conduce, es utilizada frecuentemente por Edipo para describir lo que hace. Edipo es el conductor, el piloto, aquel que en la proa del navío abre los ojos para ver. Y es precisamente porque abre los ojos sobre lo que está ocurriendo que encuentra el accidente, lo inesperado, el destino, la túxn. Edipo cayó en la trampa porque fue este hombre de la mirada autocrática, abierta sobre las cosas ().
Siguiendo esta lógica, el protagonista de la historia encarna también la posición del exceso del poder, es decir, tipifica a un sujeto que “podía demasiado en su poder tiránico y sabía demasiado en su saber solitario. (…) es el hombre del exceso, aquel que tiene demasiado de todo, en su poder, su saber, su familia, su sexualidad” (). El saber edípico se convierte así en una forma de saber autocrático, centrado en sí mismo, y, por esa razón, no necesita considerar las relaciones que sustentan su propio ejercicio y que habilitan un poder excesivo (con incesto incluido). Esta descripción del saber edípico conduce a Foucault a mantener cierta distancia con respecto a la interpretación psicoanalítica de la tragedia. Edipo no es el hombre del inconsciente y de la ignorancia, sino que es el hombre del saber y el poder. Foucault lo dice incansablemente:
Edipo, hombre del olvido, hombre del no-saber un verdadero hombre del inconsciente para Freud (…) Quiero demostrar que Edipo, colocado dentro de ese mecanismo del simbolon, de mitades que se comunican, juego de respuestas entre los pastores y los dioses, no es aquel que no sabía, sino, por el contrario, aquel que sabía demasiado, aquel que unía su saber y su poder de una manera condenable y que la historia de Edipo debía ser expulsada definitivamente ().
En la cita anterior, el filósofo advierte que en la tragedia la verdad se irá desplegando por partes, por mitades (). Será sólo a través de la fricción de unas verdades con otras como la resolución del enigma podrá encontrar un cauce. En la tragedia no hay saber oculto o inconsciente, sino que todos los personajes tendrán una porción de verdad incompleta, que requiere de otra parte irreductible para producir su efecto. Es conocido que Yocasta sabía algo del asesinato de Layo a manos de un extranjero por la información que le transmitió un sirviente; Edipo también sabía que había matado a alguien importante al llegar; el adivino Tiresias estaba convencido de que Edipo debía exiliarse si pretendía arreglar las cosas. Lo cierto es que el poder que Edipo ostenta como gobernante lo habilita para esa confrontación con los modos tradicionales de producir la verdad. Con dicha autoridad, se apresta a indagar en lo sucedido. Pero cuando comienza a advertir la verdad que le llega de múltiples lugares, se aferra a su posición y se resiste a cualquier modificación en su estatus. Foucault es contundente al respecto: “a Edipo no le asusta la idea de que podría haber matado a su padre o al rey, teme solamente perder su propio poder” ().
En virtud de lo anterior, es interesante apreciar que el protagonista de la tragedia aparece como una figura paradojal. En él se anudan la investigación de los hechos ocurridos con la culpabilidad respecto de un crimen. Siempre me ha resultado interesante pensar esta doble dimensión de Edipo como una metáfora de nosotros mismos, nuestras formas de vida y nuestros dispositivos de gobierno. El funcionamiento de las instituciones burocráticas muchas veces refuerza con su accionar aquello mismo que pretende combatir. Hay allí una metáfora clara respecto de la posición de Edipo, que se aúna con un elemento bastante típico de la filosofía de Foucault: la prisión produce un tipo delincuente, el accionar psiquiátrico incita ciertas patologías y la sociedad puritana moderna se horroriza de la perversión y por ello la estimula. Es indudable que la posición edípica tipifica así el accionar de algunas imposturas tanto subjetivas como institucionales. En algún punto, Edipo se cree poseedor de un saber y una situación de privilegio respecto de los demás, que lo excluye de revisar su propia implicación en los hechos ocurridos.
Desde esta posición, Edipo procede a juzgar a los demás y presupone de manera paranoica que todos están en su contra, que lo envidian y desean el lugar de poder que ostenta. De este modo, acusará al adivino de complotar contra él y también a su propio tío y cuñado -Creonte, el hermano de Yocasta-. Por esa razón, se resistirá por todos los medios y exigirá un testigo de los hechos ocurridos. Siguiendo este impulso, Edipo pone en marcha un procedimiento de búsqueda de testigos para certificar que el hijo de Layo y Yocasta no fue asesinado como ellos habían solicitado. Este procedimiento lo conducirá a constatar toda la verdad y quedar desarmado ante la misma. Al respecto, Foucault comenta: “Tal es la trampa que Edipo se había tendido a sí mismo; poner en juego contra la manteía, un procedimiento que se basa en el historein y descubrir aquí lo que no había querido admitir allá” ().
El problema es que aquí la posición de Foucault se torna difusa. Indudablemente, hay algo que no cierra en el argumento, ya que Edipo, si bien es el tirano demagógico que se aferra con uñas y dientes al poder, no desde siempre estuvo totalmente al tanto de toda la verdad o, al menos, no pudo estar a la altura de ella. Por esa razón, el mismo Foucault señala que el protagonista cae en su propia trampa. El problema es que el concepto de trampa presupone que existen cuestiones que Edipo no pudo ver, calcular o anticipar. Es interesante reflexionar un momento para entender en qué consiste esta trampa en la que cae y cuáles son los mecanismos de ese dispositivo. La misma parece estar relacionada con una imposibilidad para dar cabida al saber que puede provenir de otras fuentes, de los otros, confiando exclusivamente en los mecanismos que despliega su propio poder tiránico y aquel saber que supera al de los demás. De este modo, la trampa habría sido desafiar disposiciones consuetudinarias por un conocimiento autocrático, basado en lo que el tirano puede ver con sus ojos y comprender desde esa mirada: “Edipo quiere descubrir la verdad por sí sólo hallando a quienes han visto y oído” ().
III. Algunas ambigüedades en la posición foucaulteana
En este punto, puede apreciarse que el análisis de Foucault ofrece una perspectiva que oscila entre el saber y el no saber de Edipo. En efecto, más allá de este saber utilitario, más allá de su virtud para alcanzar el éxito, Edipo presenta una especie de ceguera vinculada a su propia posición; está allí para ver, posa su mirada sobre los hechos, pero resulta innegable que se le escapan algunas cosas. Quizás esta oscilación expresa la posición foucaulteana de este período de concebir el problema de la verdad meramente como una lucha por el poder, eludiendo la posibilidad de ofrecer alguna perspectiva ética. O quizás también pueda pensarse que Edipo no atiende a la dimensión discursiva de su propio ejercicio, entendiendo aquí el concepto de discurso en el sentido más típicamente foucaulteano. De ser así, parecería ser que el saber edípico es antirrelacional o antifilosófico en el sentido de que no está dispuesto a interrogarse profundamente, a indagar sus presupuestos o a escuchar otras modulaciones del discurso.
Aun así, la ambigüedad está presente. El saber edípico abre los ojos sobre la realidad, pero hay cuestiones que no puede percibir y serán reveladas por un procedimiento específico. Edipo entonces, ¿era un tirano que ejerce el poder sin ningún tipo de escrúpulos o sencillamente alguien que no era totalmente consciente de la posición en la que se encuentra? ¿era un canalla que se aprovechaba de la contingencia de haber alcanzado un poder efectivo y que intenta resistir por todos los medios el avance de una verdad oracular e implacable? ¿o simplemente un tonto que no estuvo al tanto de cómo son las cosas? Creo que en este abordaje de los años 70 Foucault no termina de elaborar satisfactoriamente este problema.
En virtud de lo anterior, es posible apreciar que el filósofo sólo se aproxima a esta función de la verdad y se limita a extraer del texto conclusiones meramente genealógicas acerca del entramado del saber y el poder. El planteo de Foucault en este punto se abstiene de juicios valorativos respecto de la posición de Edipo, sus afectos, su destitución y el destino de la ciudad. Sólo se limita a manifestar que “Edipo, sin querer, consigue establecer la unión entre la profecía de los dioses y la memoria de los hombres” (). Sobre el final de la conferencia del año 1973 señala que la pieza de Sófocles es útil para tipificar un mito asentado en la filosofía occidental que asegura que la verdad no pertenece al poder político: “A partir de ese momento, el hombre del poder sería el hombre de la ignorancia. Edipo nos muestra el caso de quien, por saber demasiado, nada sabe” (). Aquí aparece claramente la disyuntiva señalada más arriba. A través de estas expresiones Foucault se muestra plenamente nietzscheano. La tragedia le sirve para mostrar que hay un nudo entre el saber y el poder que la tradición filosófica -con Platón y Sófocles a la cabeza- se ha encargado de oscurecer, encumbrando la reflexión como una actividad de superada pureza, no contaminada por las bajezas de la actividad política:
Occidente será dominado por el gran mito de que la verdad nunca pertenece al poder político, de que el poder político es ciego, de que el verdadero saber es el que se posee cuando se está en contacto con los dioses o cuando recordamos las cosas, cuando miramos hacia el gran Sol eterno o abrimos los ojos para observar lo que ha pasado. Con Platón se inicia un gran mito occidental: lo que de antinómico tiene la relación entre el poder y el saber. Si se posee el saber es preciso renunciar al poder; allí donde están el saber y la ciencia en su pura verdad jamás puede haber poder político ().
Así, a través de la tragedia se rastrea el surgimiento de un idealismo propio de la filosofía occidental que ha exaltado la pureza incontaminada de la reflexión por sobre las relaciones de fuerzas materiales. Desde este punto, no puede existir una reconciliación entre la función de los tiranos y el sentir de los pueblos ().
También en este plano, el análisis de la tragedia realizado en el año 1973 llega hasta ese punto y no pasa más allá. La impronta nietzscheana de Foucault lo conduce a rechazar esta separación entre el saber y el poder, mostrando que detrás de todo conocimiento se encuentra latiendo una lucha de poder. En otros términos, no hay un reconocimiento en el orden de la verdad que sea capaz de desestabilizar un modo de ejercer el poder. Pero, es importante advertir que, en este planteo, el análisis de la tragedia también se vuelve algo difuso. Foucault manifiesta que en la obra de Sófocles se aprecia una especie de prejuicio que será análogo al de la filosofía platónica. El saber nunca puede provenir de los esclavos y Platón resta valor a ese saber en virtud de otro centrado en la mirada esencial sobre lo inteligible: “La tragedia de Edipo estará muy cerca de lo que será, unos años más tarde, la filosofía platónica. Platón restará valor al saber de los esclavos, memoria empírica de lo que fue visto, en provecho de una memoria más profunda, esencial” (). No queda claro si para el caso de Sófocles es una posición asumida por el autor o un mero recurso ficcional para acrecentar la trágica caída del tirano desbancado por un mísero esclavo. Por contraposición a este supuesto, podría pensarse incluso que Sófocles le da valor al saber de los esclavos a quienes otorga el poder de desestabilizar a un gobernante que se cree superior a todos, desafía las creencias tradicionales e impone confesiones bajo pena de muerte. Siguiendo con esta lógica, tampoco queda claro qué tipo de saber ostenta Edipo y qué es lo que debe hacerse con ese saber. Creo que Foucault por momentos cuestiona ese saber edípico del exceso que resulta destituido. Por esa razón, parece realzar el saber empírico del esclavo ante aquel elitismo platónico. Pero, al mismo tiempo, realza el saber tiránico de Edipo ante el exceso idealista de Platón. Según el análisis de Foucault, Platón y Sófocles desvalorizan y descalifican el saber propiamente político del tirano (Cf. ). Nuevamente aquí, estaría más seguro de poder afirmar de Platón una cosa semejante, al menos como una interpretación posible de su obra. Pero con respecto a la tragedia de Sófocles no creo que pueda emitirse un dictamen definitivo. Hay algunos estudios que permitirían discutir las deducciones que hace Foucault. Lo cierto es que sobre el final de su clase y antes de emitir aquella idea sobre el mito fundacional de occidente, Foucault hace una interesante reflexión sobre el modo en cual, en oriente, el poder político y el saber mágico (como el de Tiresias) se encontraban anudados (). Serán Platón y Sófocles los responsables de generar allí una ruptura.
En suma, creo que ante este análisis detallado de la argumentación foucaulteana aparecen algunas ambigüedades que, en mi opinión, son producto de aquel énfasis propiamente nietzscheano de saberes en lucha que conduce a Foucault a realizar un uso indistinto de los términos de verdad y saber. Detrás de toda verdad anida una intención de poder y Foucault queda aquí un tanto limitado por los efectos de sus propias afirmaciones. Será posible apreciar que en sus últimos trabajos aparece una visión distinta.
IV. La verdad y la salvación de la ciudad
La lectura de los últimos estudios que Foucault realiza de la tragedia ofrece una perspectiva mucho más específica del lugar que ocupa la verdad en los procesos de transformación de la realidad y permiten realizar una distinción más acabada de la relación entre la verdad y el saber. Este giro se corresponde con una torsión que señala Edgardo Castro cuando afirma que los últimos trabajos de Foucault permiten apreciar el pasaje desde la verdad del poder hacia el poder de la verdad (). Los abordajes de la obra de Sófocles más relevantes del último Foucault son aquellos que se encuentran en el curso Del gobierno de los vivos del año 1980 y en las conferencias que dicta en la Universidad de Lovaina en 1981 publicadas con el título Obrar mal, decir la verdad. El desarrollo que propongo en lo que sigue anuda entre estas dos reflexiones debido a su proximidad temporal. En ellos se aprecia la dimensión transformadora del proceso de producción de una verdad. Esta cuestión otorga un papel distinto a los procedimientos de verdad en el arduo problema de pensar desestabilizaciones, resistencias y herejías ante los conjuntos cristalizados de saber y poder. Por esta razón, sostengo que es posible encontrar allí un uso de la tragedia que no se limita únicamente a recuperar el carácter estratégico y combativo de todo saber, sino también a señalar las consecuencias que produce este reconocimiento en la trama social y subjetiva.
Lo primero que vale la pena apreciar es que ante la aparente neutralidad valorativa que Foucault manifestaba en abordajes anteriores, aparece ahora la idea de que el proceso de desenvolvimiento de una verdad puede aportar una forma de salvación. Señala el autor:
En cierto sentido es a él, a Edipo, hombre de la techne y también hombre de la tiranía, a quien se debe este procedimiento de la búsqueda de testigos. Es él quien recusa la forma profética y oracular de la veridicción; es él quien quiere al mismo tiempo el interrogatorio de los testigos, y es él quien va a buscar, manda a buscar al pastor del Citeron. En este sentido -es el buen aspecto del tirano-, sigue siendo todavía el salvador de la ciudad, sigue siendo el que la ha puesto de pie, sigue siendo el buen piloto. E incluso gracias a eso, gracias a esa verdad producida, la ciudad podrá salvarse ().
Mientras anteriormente Edipo era el hombre del exceso de poder, ahora se introduce la posibilidad de que Edipo también pueda ser el salvador de la ciudad a través de un reconocimiento efectuado sobre su propia posición. Foucault no deja de mencionar las características históricas el poder tiránico sobre todo en el análisis que realiza en el año 1980. Edipo en todo momento escucha el poder, “para él no es el juego de la verdad, es el juego del poder” (). Asimismo, aquello que lo pone en la línea de la indagación de los hechos es el temor a que el asesino de Layo que ha causado la peste de la ciudad pueda asesinarlo a él también que es el nuevo rey. (). Pero es interesante apreciar que a través de esta figura histórica del tirano se introduce ahora una apertura hacia la dimensión afectiva de Edipo con relación a la ciudad. Entre el tirano y la ciudad existe una relación de afecto y amor totalmente diferente de una veneración obligatoria hacia la ley universal o hacia un gobernante estatutario (). Por esa razón, Edipo también se siente dueño de ella y será ese afecto la causa que lo pondrá a buscar su salvación, convirtiéndolo en el buen piloto de la nave de la polis. Lo cierto es que, para que esta salvación pueda producirse, es necesario la convergencia de una dimensión afectiva que entra en juego y el despliegue de un procedimiento de verdad que permitirá que Edipo se posicione en relación con sus crímenes:
una vez que el esclavo realiza la confesión en ocasión de ese procedimiento, Edipo podrá decir, el reconocerse y en cierto modo ocupar el lugar del personaje que la confesión del esclavo ha señalado: “¡así finalmente, todo habría de ser verdad! Me revelo hijo de quien yo no debía nacer, me revelo esposo de quien yo no debía desposar, me revelo asesino de quien yo no debía matar”. Por fin, Edipo podrá, a su turno, decir “yo” en relación con todos sus crímenes ().
Así, ante la mencionada dimensión solitaria y autocrática que tenía el saber edípico, la destitución de Edipo a través de un reconocimiento relacional se describe ahora como una condición salvadora de la ciudad. Dicho reconocimiento se efectúa mediante la palabra del esclavo, una cuestión a través de la cual comienzan a entreverse los rasgos propios de la parresía: un pastor habla con la verdad y despojado de todo poder ante un poderoso bajo los riesgos que implica su decir veraz. Por esa razón, creo que Foucault le otorga a este momento una importancia sinigual, que incluso exceden las cuestiones probabilísticas de saber o no saber -es decir, aquellas cuestiones utilitarias que habían llevado a Edipo al poder- en las cuales se desarrollan las otras instancias del proceso:
Con el esclavo tenemos una palabra de verdad. Una palabra de verdad que ni siquiera pasará por las referencias más o menos probables que permiten separar lo que se quiere saber de lo que no se sabe. En este caso tenemos una palabra que es íntegramente verdadera porque quien la pronuncia puede decir: ‘Sí, yo hice eso. Sí, yo mismo [autos], yo lo ví, yo lo oí, yo lo di, yo lo hice.’ Con esta palabra que pasa por la boca de un esclavo amenazado de muerte, a través de ella aparecerá la verdad misma de Edipo. El coro reconoce esa verdad, la acepta. Ella es la que hace justicia ().
Aquello que se realza en la palabra del esclavo es la dimensión de un ejercicio de subjetivación de quien, aún amenazado de muerte, tiene el coraje de hablar ante quien podría eliminarlo de un plumazo, esgrimiendo una condición enteramente singular, constituida por una relación con aquello que ha visto u oído. A diferencia de todos los acusadores seriales de la pieza trágica, Edipo, Tiresias, Creonte, etc., el esclavo no acusa, sino que únicamente se refiere a una relación consigo mismo caracterizada por el coraje de un decir veraz. Foucault parece abrir esta puerta cuando reseña las tres lecciones que extrae a partir de la tragedia:
Como muestra la pieza de Sófocles, la manifestación de la verdad no puede ser [completa], y el círculo de la aleturgia solo se cerrará por entero una vez que haya pasado por individuos que pueden decir “yo”, por los ojos, las manos, la memoria, el testimonio, la afirmación de hombre que dicen: yo estaba allí, yo vi, yo hice yo di con mis propias manos, yo recibí en mis propias manos. Sin ese aspecto, pues, de lo que podríamos llamar la subjetivación en el procedimiento general y el ciclo global de la aleturgia, la manifestación de la verdad quedará inconclusa ().
Ahora bien, como ya se ha mencionado, con todo este análisis no estoy perdiendo de vista que la historia trágica de Edipo no deja de ser analizada como el inicio de una tendencia en nuestra cultura a pensar en términos de confesiones de culpabilidad y necesidades de verdad. La historia de Edipo constituye suturas y ajusta nudos que se evalúan en términos de necesidad: necesidad de manifestación de una verdad, de confesión de culpabilidad, de salvación de la ciudad (Cf. ). En efecto, luego de reseñar estas tres lecciones el filósofo emprende esa famosa reflexión sobre la anarqueología como principio de la falta de necesidad de todo poder, teniendo en cuenta que esta ausencia se da primordialmente en el plano de la conquista de un “principio de inteligibilidad del saber mismo” (). En el análisis de la tragedia también se mantienen las claves del método genealógico siempre orientado hacia una “indagación retrospectiva que busca conmover un estado de cosas actual” ().
V. Edipo y el carácter supernumerario de la identidad
No obstante, es interesante apreciar que la caída de Edipo y la salvación de la ciudad con los elementos propios del relato foucaulteano permiten extraer una idea de la verdad a la altura de esta ausencia de necesidad. A través de la tragedia puede describirse un proceso inverso al que luego instaura la confesión cristiana. Mientras que esta última se asienta en la definición de una identidad, es decir, en el arduo trabajo de anudar una verdad sobre la relación de sí a la verdad de un dogma (Cf. ), la tragedia ofrece un proceso de destitución de este tipo de identidad para que sea posible alcanzar alguna forma de salvación. A través de esta idea, Foucault parece desenganchar el trabajo sobre sí mismo de lo que luego será someter ese trabajo a una verdad dogmática orientada por una mirada esencialista de la personalidad humana. En este sentido, lo que cae en la tragedia es la impostura de un personaje que aparecía como dueño de la verdad y eso ocurre a causa del juego relacional de verdades en pugna. Dichas verdades nunca suturan en una unidad, sino que se vinculan desde el juego irreductible que marca su propia diferencia: la verdad de dioses opuesta a la de hombres, la de reyes opuesta a la de esclavos, la del pueblo y el tirano. Aquí puede verse la manera en que Foucault comienza a desarrollar un concepto de verdad que será profundizado con relación a la filosofía cínica. Poco antes de morir, en un apunte de sus clases, Foucault decía: “La verdad nunca es lo mismo; sólo puede haber verdad en la forma del otro mundo y la vida otra” (). Es interesante que el momento de la composición de las verdades converge en la figura de Edipo como algo que está demás, como un punto de no relación que resulta supernumerario. Por eso, también pueden derivarse de este análisis algunas implicancias ontológicas. Las mismas apuntan a mostrar que Edipo como símbolo no es más que el punto de articulación de verdades irreductibles que se articulan teniendo como centro su no relación: “Edipo mismo es un simbolón, una figura en pedazos” (). El símbolo representaba las dos mitades de un objeto de cerámica partido al medio que luego era usado como representación de un compromiso entre dos partes (). Este era un sistema de amplio uso en la antigüedad, no sólo para mantener secretos como señala Lallef, sino también para generar compromisos de pago, créditos, etc. En este sentido, el símbolo es paradójico, ya que está destinado a representar una composición imposible dado que el objeto original no puede reensamblarse ni restituirse. Sólo actúa como representación de lo que en algún momento estuvo unido, pero que ahora se divide en dos mitades diferentes. De este modo, Edipo, tal como cualquier nombre que aspira a fundar una identidad, sólo es necesario como función meramente articuladora, como función de “uno” que no instaura el Uno en sí y que, así como no vuelve a restituir la pieza partida, tampoco puede convertirse en el fundamento de una sutura absoluta o de un sentido universal. Por ende, no resulta para nada prudente otorgarle a esta función de identidad demasiado poder ante los otros, a riesgo de generar consecuencias desastrosas, imposiciones ilegítimas y demás efectos vinculados a oscurecer el carácter contingente de aquello que se postula como necesario. Siguiendo esta línea, Foucault dice que Edipo no es más que un supernumerario del saber que estaba de más en el procedimiento de verdad (Cf. ). Esta última parece ser inmanente y relacional, y estar apartada de ese centro único y solitario de emanación. Dice el filósofo que Edipo “estaba de más en el procedimiento de verdad que, ahora, debe desplegarse concretamente como manifestación de la verdad en el seno mismo del pueblo (…) en el seno mismo de los ciudadanos, dentro mismo de la cabeza de los esclavos” (). En este punto, no me parece tan precisa la interpretación de Edgardo Castro cuando sugiere una continuidad en la figura de Edipo entre el abordaje del año 73 y el que Foucault ofrece en los años 80. De acuerdo con Castro la noción de supernumerario se relaciona con la del exceso de conocimiento que dejaría a Edipo por fuera de la figura literaria del inconsciente (). Como mencioné más arriba, me parece que esta idea del supernumerario puede interpretarse como aspiración a fundar una identidad imposible. A través de la dimensión supernumeraria de la posición edípica puede ser interesante plantear cierta analogía con aquella afirmación lacaniana que mostraba el ser de Edipo como la castración misma y no como un sujeto dado de antemano que sufre algún tipo de castración. La distinción es importante, ya que lo que estaría en juego filosóficamente aquí sería la ausencia de una verdad última sobre la subjetividad. En efecto, liberar al sujeto de la férula de una identidad fundamental habilita múltiples formas de constitución de sí.
Aquí me gustaría hacer un pequeño paréntesis. Puede advertirse que, en el análisis de la tragedia, el abordaje de Foucault se acerca al enfoque psicoanalítico, pero no de Freud, sino de Lacan. En principio, ambos autores exceden los típicos clichés que tienden a ver las anécdotas de la tragedia como estructuras universales de la personalidad y que es lo que denunciaron, más o menos para la misma época, Deleuze y Guattari con su famoso anti-Edipo. Lo que está en juego -tanto para Lacan en el dictado de sus seminarios como posteriormente para Foucault- es algo mucho más profundo y general relacionado al modo en que se asume una determinada posición subjetiva -aunque sería más específico decir una no-posición subjetiva- y, desde ese punto, a los efectos que la verdad tiene en las complejas tramas que anudan la vida de un individuo y sus relaciones con los demás. El Seminario 17 de los años 1969-1970 titulado El reverso del psicoanálisis resulta significativo en este punto. Allí el psicoanalista francés profundiza aún más la distinción entre la dimensión del goce y el deseo que ya había desarrollado en el Seminario 7 acerca de la ética del psicoanálisis (2007). En la clase del 18 de febrero de 1970, publicada en una sección titulada precisamente Más allá del complejo de Edipo, Lacan afirma que el discurso del psicoanálisis se presenta como un reverso del discurso del amo que remite a un tipo de saber que no indaga en la propia verdad. La verdad como algo que siempre se escapa, que se dice a medias, que nunca logra reestablecer la unidad de la pieza partida en dos, se contrapone aquí a la consistencia de un saber y un goce que no resultan cuestionados. Esta cuestión excede un interés meramente metafísico, ya que hay una función que cumple ese saber del amo que se resiste a un pasaje por la verdad. Por esa razón, el discurso analítico posibilita un reconocimiento en torno a la dinámica de la verdad como contraste con la dinámica del saber: “El discurso analítico se especifica, se distingue por plantear la pregunta de para qué sirve esta forma de saber que rechaza y excluye la dinámica de la verdad” (). Siguiendo esta línea, Lacan también había advertido que el mecanismo trágico de la obra de Sófocles excedía el hecho de saber si uno desea eliminar a uno de sus progenitores y acostarse o no con el otro. Bien podría decirse que eso es irrelevante, ya que no es en este tipo de prohibición o represión donde se juega el funcionamiento del inconsciente. Por el contrario, la cuestión parece estar puesta en la posibilidad de abrir los ojos sobre una verdad y asumir las consecuencias de una posición. El asunto es que esta apertura de ojos es radical y se vuelve hacia los fundamentos mismos de la estructura. Lacan sostiene que a Edipo no se le cae la venda de los ojos, sino que los ojos se le caen como vendas. Entonces, se pregunta “¿No vemos acaso, en este objeto mismo, a Edipo reducido no ya a sufrir la castración, sino más bien diría a ser la castración misma?” (). Desde este punto, puede apreciarse que Edipo manifiesta una especie de inconsciencia respecto del entramado relacional en el que se inserta y de las consecuencias que produce el ejercicio de sus propias acciones. Por esta razón, y cerrando las preguntas que fueron abiertas más arriba, lo que parece estar en juego en la ceguera edípica es la distinción entre saber y verdad. Foucault reconocerá más tarde que la obra Sófocles, aunque está lejos de representar una estructura universal de la personalidad humana, constituye una verdadera tragedia de la ceguera y la inconsciencia (Cf. ). Podría agregarse también de la cobardía, una cuestión que el filósofo deja entrever al mencionar aquel temor de Edipo a enfrentar la verdad por el riesgo de perder su posición. Es significativo que Foucault reconozca esta dimensión de la inconsciencia en sus estudios de los años 80. Esta cuestión constituye una prueba más de lo que considero puede interpretarse como una aproximación al método psicoanalítico de Lacan que se manifestará más claramente en el curso del año 1982 titulado La hermenéutica del sujeto (Cf. ). Este acercamiento no anula la irreductibilidad entre ambas posturas ni la distancia necesaria entre la filosofía y el psicoanálisis, pero sí las vincula en un diálogo que puede ser virtuoso y estimulante. Resultan interesantes las líneas que se ramifican a partir de esta cuestión porque, de ser así, el trabajo con una verdad no pasa tanto por el develamiento de aquello que se encuentra oculto, sino por el coraje que se manifiesta ante la aparición de lo verdadero. Aquí aparece un punto de articulación entre la ética de la parresía y la del psicoanálisis. Dicha aparición no consiste en una cuestión de correspondencia entre un juicio y un hecho, porque toda la situación de la tragedia es lo obvio, es lo que todos ya saben. El problema sería ético y consistiría en estar a la altura de aquello que se asume como verdad y poder actuar en consecuencia.
VI. Hacia una nueva relación entre la verdad y el saber
A partir de lo anterior puede deducirse una crítica profunda a una filosofía idealista de la identidad que se encuentra en las antípodas de la confesión cristiana. En efecto, el paso por otro -por los otros y las verdades que arrojan- no deriva en un proceso de composición de una identidad esencialista y sometida, sino que genera una apertura en el juego de constitución de identidades. Esta relación con los otros también es distinta a una relación de sumisión a una verdad trascendente que Foucault describirá como la característica típica del gobierno de las almas cristiano. Por otra parte, Edipo, el culpable de la tragedia, no es el que confiesa ni resulta castigado. En otros términos, cae por el propio peso que genera la puesta en circulación de una verdad con las características que se han descrito: “el descubrimiento de Edipo es al mismo tiempo la condena de Edipo (…) lo que se condena en la pieza es el hecho de que aparezca alguien que se pretende dueño de la aleturgia” (). Esta es una idea interesante cuando se considera que la penalidad en nuestras sociedades actuales parece seguir orientada hacia la imposición de un castigo, en lugar de proceder a una evaluación más reflexiva acerca de las raíces causales de los circuitos delictivos, a menudo estimulados por un sistema social y económico opresivo.
Parece ser otra cosa lo que Foucault propone pensar a través de la tragedia y apunta claramente a tomar en consideración las complejas implicaciones que operan detrás de un conflicto. Como ya fue sugerido, el accionar del dispositivo jurídico -encarnado en Edipo- es parte activa del problema. En ese sentido, me ha gustado una expresión del autor español Panea Márquez cuando señala que “Edipo es paradigma de saber y poder, ejemplo para todos, el mejor espejo donde mirarnos.” (). Por tanto, no se trata aquí de una verdad dogmática, pero es posible advertir que el protagonista actuaba en el procedimiento como el dueño de la verdad. Desde esa posición no asumida como tal generaba los males de la ciudad. Lo que se condena en la tragedia es, precisamente, la acción de aquel que se cree dueño de la aleturgia, pero no el procedimiento adecuado que pone en movimiento la verdad:
La manera como Edipo ha llegado a la verdad es sin duda la única que podía dar un contenido real, eficaz, operante a las profecías de los dioses, que, como se veía con claridad en la primera mitad, fluctuaban sin lograr cobrar cuerpo en una verdad manifiesta. El proceder es adecuado, el procedimiento es adecuado, pero lo condenatorio es el contexto del poder tiránico en cuyo marco Edipo quiso hacerlo funcionar o, en otras palabras, la referencia de ese procedimiento de verdad al dueño único que trata de valerse de ella para gobernar, para conducir el barco de la ciudad y conducir su propio barco entre los escollos del destino; ese uso es el condenatorio. ¿y qué condena? Pues bien, al mismo que ha recurrido a él. De modo que el procedimiento es, en efecto, un procedimiento eficaz de manifestación de la verdad y purificación de la ciudad ().
La idea de un procedimiento adecuado muestra claramente una valoración distinta de la verdad, que aparece ahora prudentemente distanciada del ejercicio del saber y el poder, y vinculada a una actividad capaz de desestabilizar anudamientos en este conjunto. Estas cuestiones se clarifican sobre el final de la clase del 23 de enero de 1980. Allí, Foucault traza una distinción entre el procedimiento de verdad que Edipo habilita con el juicio que lo destituye y el saber que anteriormente le habría permitido resolver el dilema de la Esfinge. Dicho sea de paso, uno podría imaginarse que el monstruo que azotaba a Tebas era un poco más aterrador y que no se andaba con adivinanzas infantiles. En efecto, la respuesta al dilema que planteaba era bastante obvia y no deja de ser chistoso -aunque resulte bastante significativo- que el precio por acceder a la principal magistratura del Estado se encontraba al alcance de un esfuerzo intelectual muy nimio acompañado, eso sí, de cierta “aptitud” moral para guardar silencio y mantener oculto algún crimen cometido. La pregunta es entonces, ¿qué tipo de saber utilizó Edipo en aquella ocasión? Y la distinción que establece Foucault apunta a pensar que el saber edípico ante la Esfinge es una simple opinión, una manera de pensar, un parecer (). El término griego gnomé le permite introducir esta distinción. Por esta razón, me parece que ese saber edípico se vincula más al saber que alguien utiliza dentro de los efectos provocados por un juego de verdad e inmerso en el marco de transparencia que genera un discurso. En contraste, el procedimiento de verdad que habilita la trasformación en la posición de Edipo -proceder necesario para la salvación de la ciudad- es de otro orden:
Gnomé es el parecer que el ciudadano da y se ve en la necesidad de dar cuando, tras las explicaciones brindadas por los rétores, los políticos, los que saben, o [bien] como consecuencia de un proceso en el que se han expuesto los distintos elementos de la causa, en el que se han desplegado los indicios, los tekmería, ese ciudadano como jurado o magistrado es convocado a emitir su parecer, gnomé, y este sella el destino del acusado y viene a cumplir así [los decretos] de los dioses. Edipo es alguien que, en efecto, en un momento dado salvó a la ciudad, no mediante el uso del saber de descubrimiento, la Techné technés, [sino] mediante su gnomé, mediante su juicio, mediante esa actividad judicial, y que cuando quiso utilizar los métodos de descubrimiento de la verdad en el marco del ejercicio de un poder tiránico que estaba ligado al juego de la fortuna y el infortunio, ese juego de la verdad lo condujo precisamente al infortunio ().
Si se presta atención al uso de los términos que instaura el análisis de Foucault se percibe claramente que la dimensión de la gnomé corresponde a esa instancia de saber jurídico-político (dentro de los márgenes de un régimen de verdad) en la cual Edipo se desempeña de manera muy adecuada y exitosa. Pero la Techne technés como arte supremo de gobierno (), ya sea bajo una forma política o espiritual, se encontraba ausente en el momento en que Edipo llegaba a la cumbre del poder. Así, con el análisis que realiza Foucault de la tragedia aparece aquella idea bastante inédita en sus estudios referida a la necesidad de un procedimiento de verdad como condición indispensable para un adecuado gobierno de sí y de los otros. Dicho procedimiento es capaz de brindar algunas líneas directrices para pensar en torno a la función de un buen gobierno. Siguiendo esta lógica, se aprecia que esta dimensión de la verdad no está desconectada de la dimensión del saber propiamente jurídico político. En otras palabras, no se presenta la distinción platónica que Foucault criticaba en el año 73, que se refería a un presupuesto esencialista de acuerdo con el cual la verdad y el poder quedarían totalmente desconectados. Por el contrario, la lógica parece revestir la dinámica de un anudamiento entre instancias irreductibles, es decir, entre la existencia de los regímenes de verdad y la aceptación de una anarqueología que postula la falta de necesidad de todo poder. En este sentido, me ha resultado muy interesante las palabras del filósofo Fuentes Megías quien se refiere a este nudo, señalando que la búsqueda de una verdad fundada en el ejercicio de un poder reviste efectos transformadores:
Sin la posesión de la verdad, el dominio de sí y de los otros no está garantizado, el gobierno no puede ejercerse. Sin embargo, esta búsqueda de la verdad que funda el poder produce sobre el individuo que la lleva a cabo efectos que rebasan los límites de lo meramente político, porque tanto la búsqueda en sí misma como la manifestación de la verdad van a actuar sobre su subjetividad. Lo que está en juego no es la determinación de una relación entre nuestras ideas acerca de la realidad y la realidad misma. Nuestro propio ser, nuestra subjetividad y, con ella, nuestra salvación, están inextricablemente unidas a la manifestación de la verdad ().
VII. Conclusión: la verdad y la ascesis filosófica
En virtud de lo anterior, pueden trazarse una gran cantidad de modulaciones capaces de contribuir al cultivo de una filosofía práctica orientada por el nudo que se establece entre la verdad, el poder y la ética. La primera de ellas apunta a establecer una distinción más precisa entre la verdad y el poder, mostrando que es posible pensar un juego materialista de la verdad, en inmanencia a las relaciones de poder y fundamental para pensar modificaciones en las mismas. Aquí comienza a perfilarse un tema muy importante dentro de los últimos estudios de Foucault que lo conducirán a delinear una dimensión real de la filosofía a una distancia prudente con respecto a la praxis política. El francés irá ajustando esta relación de anudamiento que se establece entre un régimen de verdad y una aleturgia, un tema que lo conducirá a pensar lo real de la filosofía en relación con la política y será tratado con más detalle sobre el final del curso Gobierno de sí y de los otros (Cf. ). Allí, fricción, irreductibilidad al mismo tiempo que necesidad de convergencia serán las características de un vínculo que permite pensar la existencia conjunta pero esencialmente antagónica de la actividad política y el pensar filosófico.
En estrecha relación con lo anterior, la tragedia muestra un procedimiento de verdad capaz de transformar la relación con uno mismo y con los demás. Dicho cambio constituye una condición indispensable para el desarrollo de nuevas relaciones políticas y sociales. La clave de este proceso se encuentra en el reconocimiento de una situación que revela el carácter supernumerario de una identidad. En efecto, aparece la idea de un trabajo necesario para que el sujeto pueda asimilar esta verdad y el cambio se produzca. Es necesario que Edipo ponga en marcha un procedimiento de verdad que es a la vez un trabajo sobre sí mismo que culminará con una transformación sustancial en el modo de auto percibirse. Dicho trabajo no está exento de sentimientos contradictorios y oscuros; tanto de amor a la ciudad -de la cual se sentía dueño-, como de temor a perder el poder y la propia vida -sumado a consumar un goce incestuoso-. Desde esta perspectiva, lo asombroso del concepto que Foucault transmite a través de la tragedia, tiene que ver con el papel escandaloso de la verdad, que no se reduce a una constatación epistemológica dentro de las reglas de juego de un régimen, sino que tiene el potencial de transformar las bases mismas de un sistema de relaciones de saber y poder. Desde este punto, tampoco tiene nada que ver con un sujeto que pueda conocer su identidad o su esencia, sino con un individuo capaz de asumir la falta de necesidad en el fundamento de lo real y elaborar aún desde allí el proceso de su propia constitución. De esta manera, creo que la historia de Edipo tal como la presenta Foucault logra tipificar la dimensión de la verdad como un “acto filosófico de naturaleza ascética” ().
Notas
[1] No es este el lugar para indagar en un tema tan amplio como la categoría de discurso en la filosofía de Foucault. Si algunos lectores no se encuentran tan familiarizados con dicho concepto, creo que la reflexión de Paul Veyne en torno a la misma resulta muy didáctica y precisa para un primer acercamiento. Veyne tiende a proponer una analogía entre la noción de discurso y las gafas -o cualquier forma de transparencia- con las cuales se observa la realidad. El discurso se relaciona así con un tipo de mirada sobre las cosas, mediado por un marco de transparencia naturalizado. Eso genera que se pierdan de vista sus condiciones históricas de base que influencian inevitablemente la mirada sobre el mundo. Dice el autor: “Los discursos son las gafas a través de las cuales, en cada época, los hombres han percibido las cosas, han pensado y han actuado; los discursos se imponen a los dominantes tanto como a los dominados; no son mentiras inventadas por aquéllos para engañar a estos y justificar su dominación” (). Nótese que las palabras de Veyne se relacionan estrechamente con lo que deseo manifestar acerca de la posición de Edipo.
[2] Lallef Ilief señala que Foucault no advierte que la crítica que encierra la tragedia es un fenómeno propio de la democracia (). Según el investigador el análisis foucaulteano deja a la obra de Sófocles del lado de la filosofía platónica y no de la democracia tradicional. Por esa razón, para Foucault la obra de Sófocles sería expresión de una crítica a cierto “orientalismo” que anudaba el saber y el poder. El mismo, será dividido con Platón y Sófocles, conformando el mito occidental de ausencia de saber en el ejercicio del poder: “De allí en más, el “hombre del poder será el hombre de la ignorancia” (Foucault 1999: 201) y Edipo, que tanto podía y tanto sabía, la muestra más clara de cómo un autócrata no puede permanecer en su posición de reunión entre el saber y el poder” (). Por otra parte, es significativo que un texto más antiguo al tratamiento que hace Foucault, del autor Francisco Adrados, ofrece una visión de Sófocles que bien podría conducir a emitir un juicio disruptivo respecto al análisis foucaulteano. Adrados propone que el poeta griego había sido compañero del mismo Pericles y tenía una posición más afín a la democracia tradicional y religiosa. Esta cuestión parece ir en contra del juicio de Foucault según el cual, la tragedia sería el momento inicial de un quiebre con respecto a un modelo político y religioso de ejercicio del poder. Dice Adrados: “Sófocles fue estratego con Pericles el año 441/440 (…) Los puntos de coincidencia con Pericles eran indudablemente muchos y la colaboración era posible” () Y un poco más adelante, en relación al anudamiento entre poder político y divino, sostiene que tanto Heródoto como Sófocles “tienen una ideología que, al mismo tiempo, que valora el esfuerzo del hombre, atribuye en definitiva el éxito y el fracaso de su acción a la intervención divina, vista ya como castigo de la injusticia, ya como acción premoral e inexplicable que hay que aceptar” (). Lo que señala Adrados compone con lo que oportunamente señaló también Vernant (). La tragedia, en la escena de la Grecia del siglo V, correspondería a un proceso de crítica a los héroes líricos tradicionales. Sin pretender entrar en detalles sobre esta cuestión, da la impresión de que el juicio de Foucault sobre la cuestión resulta, por lo menos, un tanto apresurado.
[3] Me ha resultado curioso que Foucault mencione que el trabajo de aunar la necesidad de creer con la necesidad de decir la verdad sobre sí mismo es una de las principales dificultades que ha sufrido el pensamiento cristiano. Este problema de conciliar la hermenéutica del texto con la hermenéutica de sí es crucial para comprender la operación de sutura que ejerce el cristianismo sobre un modo de trabajo o ascesis sobre uno mismo que no necesariamente debe cancelarse en la verdad una identidad. En este sentido, puede pensarse que lo que se recusa no es un procedimiento de verdad, sino el intento de circunscribir la relación consigo mismo a la férula que supone una verdad dogmática: “En esta obligación de buscar la verdad de uno mismo, descifrarla como condición de salvación y manifestarla a otra persona, me parece que tenemos un tipo de obligación de verdad muy diferente de esa que vincula a un individuo con un dogma, un texto o una enseñanza. Y me parece que uno de los grandes problemas históricos del cristianismo ha sido justamente saber cuál es el tipo de vínculo que puede establecerse entre una y otra de esas obligaciones, cómo puede vincularse la obligación de creer con la obligación de descubrir la verdad de la fe a la verdad del sí mismo. ¿Cómo ligar la verdad de la fe a la verdad del sí mismo? ¿cómo articular una con otra, la hermenéutica del texto y la hermenéutica de la conciencia?” ().
[4] Dice el autor: “En este contexto, Foucault vuelve nuevamente sobre Edipo de Sófocles, del que ya se había ocupado en Las lecciones sobre la voluntad de saber y en La verdad y las formas jurídicas, pero la perspectiva de lectura sin contradecir sus análisis anteriores, ha cambiado. La interpretación sobre el personaje se mantiene: Edipo no es una figura literaria del inconsciente sino un ‘supernumerario del saber’, alguien que conocer de manera excesiva” ().
[5] En este punto, creo que lecturas como la que realiza Lallef Ilief no resulta del todo acertada en cuanto a la relación entre Foucault y Lacan. El autor reconoce adecuadamente que la lectura de Foucault es limitada por el hecho de circunscribirse a los clásicos tópicos freudianos respecto de la tragedia: “Aun cuando sea claro que la perspectiva del francés sobre el psicoanálisis no puede ser reducida a la oralidad de una comunicación –en tanto deja fuera a la casi totalidad de referencias y problemas relacionados presentes en el resto del corpus foucaultiano–, cabe remarcar que Foucault le adjudicó al psicoanálisis la autoría de presentar a Edipo como un “hombre del olvido”, un “hombre del no-saber, un verdadero hombre del inconsciente” (1999: 194). Pero Foucault no se adentró sobre la escarpa de la(s) lectura(s) psicoanalítica(s); solo marcó su disidencia con el núcleo más esencial del aporte freudiano” (). No obstante, sostengo en este trabajo que es posible plantear un acercamiento entre la perspectiva de Foucault y la del psicoanálisis de Lacan si se atiende, sobre todo, a los análisis posteriores de la tragedia que realiza el filósofo.
[6] En el seminario VII Lacan plantea una distinción con el discurso de la psicología y la medicina, realzando el problema del sujeto como una cuestión ética: “Contrariamente a lo aceptado, creo que la oposición del principio del placer y del principio de realidad, la del proceso primario y la del proceso secundario son más del orden de la experiencia propiamente ética que del orden de la psicología” (). Asimismo, en una icónica sesión del 29 de junio de 1960, Lacan presenta la figura de Edipo como la de aquel que, en nombre de la verdad y pese a quedar fracturado, triunfa ante el reino de los bienes (le dimensión del goce) y alcanza su deseo. Me atrevería a sugerir que existe una fuerte analogía metodológica entre la salvación como se deduce del análisis Foucault y el arribo al sujeto de deseo como lo piensa Lacan. En un pasaje notable, el psicoanalista afirma: “La entrada a esta zona está constituida para él por la renuncia a los bienes y al poder en los que consiste la punición, que no es tal. Si se arranca al mundo por el acto con consiste en enceguecerse, es porque sólo quien escapa a las apariencias puede llegar a la verdad. Los antiguos lo sabían -el gran Homero era ciego, Tiresias también. Entre los dos se juega para Edipo el reino absoluto de su deseo, lo que esta subrayado suficientemente por el hecho de que se nos lo muestra irreductible hasta el término, exigiendo todo, no habiendo renunciado a nada, absolutamente irreconciliado” ().
[7] Un trabajo titulado Foucault y Lacan: hacia una ascesis del buen hereje rastrea un modo posible de articular el ejercicio de la parresía con la ética del psicoanálisis. Tanto en uno como en otro caso se apuesta por una torsión desde aquello que el sujeto cree ser hacia el reconocimiento de una trama sintomática irreductible: “Se aprecia aquí, una invitación a reconocer el síntoma y a hacer uso de él sin inflaciones idealistas o narcisistas, sino procediendo a un efectivo reconocimiento de las tramas en las cuales late el deseo. Esto supone asumir tanto las satisfacciones como las dificultades que eso conlleva. Pienso que puede establecerse aquí un vínculo con esa torsión sugerida por Diógenes a Alejandro. Allí se encuentra una invitación a asumir su condición alejada de esa impostura nefasta con la cual el rey griego inicia el diálogo. Vale recordar que Alejandro se presenta ante el cínico creyéndose con el poder de hacer cualquier cosa: “¿qué quieres tú de mi poder?”, habría dicho Alejandro a Diógenes, “puedo darte lo que sea”. A lo que cínico se limita a responder: “deseo que te corras porque me estas tapando el sol”. Creo que este paso desde lo que se cree ser hacia la realidad de una trama sintomática tiene consecuencias muy importantes tanto para el psicoanálisis como para la filosofía” ().