1. Introducción
Desde el punto de vista epistémico, respecto a la fundamentación del saber testimonial el escepticismo ha sido más bien la norma que la excepción. Piénsese, por ejemplo, en la clásica desconfianza de David Hume al respecto . Leonard Nick ha sostenido que autores como Saul Traiger, Paul Faulkner o Michael Root insisten en que el problema fundamental del testimonio reside en su dificultad para referenciar aquello que intenta transmitir, ya que se trata –al menos preliminarmente– de una fuente indirecta de conocimiento y que se encuentra constantemente intermediada por las fortalezas y debilidades de un interlocutor que es sujeto de conocimiento –pero que, como se verá, también puede llegar a ser objeto de conocimiento–. Si a esto se suman los sesgos cognitivos (tanto intrapersonales e interpersonales), la proliferación de información superflua, los lapsus y las diferencias en los procesamientos de información, se observará que la validez y la justificación del saber testimonial puede quedar seriamente minada.
La validez epistémica del testimonio parece entrar en abierta crisis cuando lo que se pretende es erigir una memoria colectiva sobre conflictos políticos recientes que han arrastrado violencia consigo, y más aún, si se espera que los cimientos de esa memoria sean, precisamente, los testimonios de las víctimas sobrevivientes (testimoniantes nucleares o directos). Esto, desde luego, implicará una restricción de lo que se entiende por memoria colectiva, implicará dejar de lado sus planos más globales y centrarse en sus usos institucionalizados, entre ellos el de una comisión de la verdad y la reconciliación, por ejemplo, cuyo análisis resultará particularmente interesante no solo por su relativa novedad en el terreno histórico, sino, y sobre todo, porque ella resignificará la consideración puramente epistémica y semántica con que hasta entonces se ha abordado al testimonio, y permitirá su paso hacia consideraciones más éticas y pragmáticas. Para una comisión de la verdad y la reconciliación el testimonio no solo importará en la medida en que sea capaz de dar cuenta de un hecho expresado como un dato, sino porque su sola expresión ya será un paso para acercarse a la reconciliación y a la convivencia política.
Si las comisiones de la verdad y la reconciliación –entendidas como usos de la memoria– exigen un conocimiento de los hechos y –como ya se ha anticipado– el testimonio sufre de fisuras epistémicas, la cuestión a resolver será cómo hacer compatibles esas exigencias de la memoria institucional con el problemático margen que ofrece la epistemología testimonial. De ahí que el presente artículo tenga los siguientes objetivos: primero, exponer las principales limitaciones epistémicas y generales del testimonio a partir de su caracterización y de sus nociones de verdad implicadas (correspondencia y coherentismo), segundo, vincular estas limitaciones con la particularidades de las comisiones de la verdad y la reconciliación, a fin de re-caracterizarla y de hacerla compatible con una noción de verdad consensual (de inspiración habermasiana) que se ajuste a sus exigencias específicas, y, por último, defender la necesidad de realizar un giro en la concepción del testimonio y demostrar por qué este no solo supondrá un compromiso con la memoria colectiva desde una perspectiva puramente epistémica, sino también un compromiso con la reconciliación política.
2. Limitaciones epistémicas y generales del testimonio
La Real Academia Española define en su primera acepción al testimonio como la «atestación o aseveración de algo». Si bien se trata de una definición breve para abordar los límites epistémicos del testimonio, de algún modo coincide, al menos en lo esencial, con lo que el estadounidense John Searle ha propuesto. Para el filósofo del lenguaje, el testimonio es un acto del habla en que un hablante (competente) dice o asevera (a otro hablante) una proposición que él mismo representa como verdadera. Como se ve, si bien su definición encaja dentro de la teoría austiniana de los actos del habla, la suya es aún una definición influenciada por la capacidad representacional del lenguaje marcado por una comprensión de la verdad como correspondencia lógica entre mundo y proposición. Parafraseándolo podría decirse que un acto testimonial sería una situación en la que un sujeto X, que afirma haber experimentado la situación A, da cuenta de A mediante signos (básicamente) lingüísticos a un sujeto Z.
Ante este primer planteamiento del testimonio, deliberadamente formalista, los debates en torno a su validez epistémica vendrán de la mano de Leonard Nick quien rescata la discusión que enfrenta a reduccionistas y antirreduccionistas. Entre los primeros ubicará a David Hume, Saul Traiger, Paul Faulkner y Michael Root, quienes, en su opinión, defienden una posición clásica, según la cual un oyente está justificado para creer lo que dice un hablante si y solo si tiene razones positivas para pensar que su testimonio es confiable, y siempre que estas razones no se basen en última instancia en otros testimonios. Por lo tanto, el testimonio no será una fuente directa de conocimiento, sino derivada e indirecta. Dicho en otras palabras, en el conocimiento testimonial habrá como mínimo dos sujetos en el que al menos uno no habrá tenido conocimiento directo (experiencia) de aquello que se testimonia. De modo que, en última instancia, su validez radique en la confianza depositada en el testimoniante.
Sin embargo, la confianza tiene sus dificultades. Bernard Williams la ha definido como «la predisposición de una parte a fiarse de la otra al actuar de determinada manera. Esto implica que la primera de las partes cuenta con algunas expectativas sobre los motivos de la segunda». En base a esto, ha agregado que para que haya confianza se precisan ciertos presupuestos: por un lado, de la convicción de que, por lo general, los individuos estarán dispuestos a hacer lo que se espera que hagan simplemente porque eso es lo que se espera de ellos, por otro lado, de «la expectativa de que el comportamiento de las demás personas no será repentinamente agresivo», y, por último, que debido a las pautas de cooperación social, sea hasta cierto esperable que las personas realicen su parte en una tarea conjunta siempre y cuando observen que los demás han cumplido o cumplen con su contribución.
Muy aparte de la amenaza de circularidad que se cierne sobre su definición («la predisposición de una parte a fiarse de la otra»), ha de apuntarse la abundancia de presupuestos que –como el mismo autor anticipa– fácilmente pueden romperse por la cantidad de factores en juego. Piénsese que basta con que un sujeto priorice sus intereses sin considerar un mínimo de cooperación social para que su comportamiento y sus palabras dejen de ser confiables. Lo verdaderamente problemático de esta visión es que si la confianza pasa a estar supeditada a la cooperación social, se corre el riesgo de que esta deje de ser un bien intrínseco, es decir, que deje de tener valor en sí misma, y que solo lo tenga instrumentalmente. De ahí que si puede decirse eso de la confianza –base del testimonio, como la visión reduccionista ha sostenido–, también podría decirse lo mismo del testimonio. De modo que el valor del testimonio se calibraría en la medida en que sea proclive a cierto tipo de cooperación social. A partir de este punto no habría cómo defender que el testimonio pueda autojustificarse o tener valor en sí mismo.
Frente a esta postura los antirreduccionistas –entre los que Nick ha agrupado a Thomas Reid, John Austin, Michael Welbourne y Gareth Evans– han sostenido que un oyente estará justificado para creer lo que dice un hablante si y solo si no tiene elementos que le indiquen que el testimonio del hablante es falso o es poco probable que sea cierto. Véase que, a diferencia del enfoque reduccionista, para el antirreduccionismo, la confianza, entendida como medio (ya sea para la cooperación social, por ejemplo), pierde peso como criterio verificacionista, aunque no se anule completamente.
Un segundo debate importante que rescata Leonard Nick se da entre transmisionistas (Elizabeth Fricker o John McDowell) y generacionistas (Peter Graham o Adam Carter). Según Nick, los primeros estarán dispuestos a afirmar que al testimoniar un sujeto epistémico se limita a reproducir un conocimiento que necesariamente poseía, y que da por verdadero, a un segundo sujeto. Esta es la postura clásica. En sus antípodas, los generacionistas estarán dispuestos a señalar que al testimoniar un sujeto epistémico puede reproducir a un segundo sujeto un conocimiento que no necesariamente da por verdadero, y aun así generar conocimiento. Más adelante se verá con qué matices este generacionismo se ajustará a las exigencias testimoniales de las comisiones de la verdad y la reconciliación.
Otra dificultad se verá en las concepciones de verdad que subyacen en toda narrativa testimonial. Si la noción preponderante de la verdad es de correspondencia entre pensamiento (su expresión lingüística) y realidad –noción de clara influencia aristotélica–, el proceder institucional de las comisiones de la verdad y la reconciliación la problematizará. En primer lugar, porque lo que se pretende testimoniar es aquello que no está presente, es decir, aquello que la violencia ha eliminado: la experiencia de la víctima mortal y su posibilidad de testimoniar. De ahí que el correlato ontológico del mundo, aquello a lo que el lenguaje intenta corresponder, es una realidad ausente o muda que solo en la voz de los supervivientes se encuentra como vestigio. La correspondencia es una visión de verdad que exige compromisos ontológicos verificacioncitas presentistas, pero no será la única. Piénsese también que, por su carácter plural, las comisiones de la verdad y la reconciliación se erigen a partir de un sistema reticular de testimonios. Por ello parecería útil considerar una visión coherentista de la verdad en la que, precisamente, sean los nudos discursivos (contradicciones entre dos o más testimonios) los problemas a solucionar. Sin embargo, la principal objeción a este modelo sería su acusado formalismo donde las proposiciones (los testimonios) puedan estar «bien formadas», ser «válidas» o «consistentes» sin ser necesariamente «verdaderas» o «falsas». Y es que este coherentismo testimonial confunde la verificación por un hecho dado –de plano se desentiende de los hechos– con la verificación por otra proposición. Por estas razones la correspondencia y el coherentismo necesitarán algo más para ser consideradas nociones de verdad adecuadas para las exigencias testimoniales de las comisiones de la verdad y la reconciliación.
3. Comisiones de la verdad y la reconciliación: exigencias, objetivos y vuelcos testimoniales
Conviene recordar que la memoria es un deber social que responde a un derecho fundamental: el derecho a la verdad. Este principio filosófico ha sido aceptado y reconocido en el ordenamiento jurídico internacional desde el momento en que la Comisión de Derechos de la Organización de Naciones Unidas (ONU) ha reconocido que «cada pueblo tiene el derecho inalienable a conocer la verdad acerca de los acontecimientos sucedidos en el pasado en relación con la perpetración de crímenes», y este es un derecho que considera inapelable e imprescriptible.
Por esto, las comisiones de la verdad y la reconciliación surgirán –por lo general, aunque no necesariamente siempre– a partir de la voluntad política y ciudadana de lidiar con los crímenes y abusos cometidos en el pasado reciente, hayan sido estos perpetrados por el Estado o por una oposición armada.
Si bien es cierto que la diversidad de circunstancias históricas a las que estas atienden puede hacer pensar en modelos múltiples de comisiones de la verdad, en todas ellas, sin embargo, se mantendrá unas exigencias nucleares básicas. Esta postura ha sido corroborada por la Comisión de derechos humanos de la ONU al sostener que si bien pueden darse préstamos operativos de unas comisiones a otras, su manera de proceder siempre se ha de ajustar a las circunstancias locales, pero que, en definitiva, lo esencial a ellas –sus principales actividades– será principalmente la toma de testimonios, la elaboración de una base de datos, realizar investigaciones, realizar audiencias públicas, dar a las víctimas soporte psicológico y brindarles la oportunidad de contar su experiencias.
Siguiendo esa estela Priscilla Hayner, estudiosa de las distintas comisiones alrededor del mundo, las ha definido como:
Comisiones que: 1) se centran en acontecimientos del pasado […], 2) investigan un patrón de abusos cometidos durante un periodo de tiempo, 3) colaboran de forma directa y amplia con la población afectada recopilando información de sus experiencias, 4) organismos temporales cuya labor concluye con un informe público, y que 5) están oficialmente autorizadas o facultadas por el Estado sometido a examen.
Para evitar equívocos conviene distinguir entre la justicia implícita en una comisión de la verdad (propia de la justicia transicional, es decir, del proceso en que las sociedades democráticas juzgan un pasado autoritario reciente) y el sistema de justicia convencional o justicia penal (nacional o supranacional). Se tratan de entidades diferentes e independientes. Ciertamente, las comisiones de la verdad y la reconciliación tienen menos competencias que la justicia penal, por ejemplo, no pueden encarcelar a una persona, ni aplicar de manera independiente sus recomendaciones, y la mayoría de ellas ni siquiera están facultadas para obligar a alguien a comparecer ni a ser interrogado. Sin embargo, estas características –solo en apariencia debilidades– sumadas a su amplitud y flexibilidad, serán en buena medida sus fortalezas. En efecto, tras un proceso de violencia interna y una política negacionista o amnésica, la instauración de una comisión sienta un precedente institucional para que se pueda hablar en el espacio público de lo ocurrido y abona el horizonte para la posibilidad de una justicia penal cuando no ha habido una voluntad política clara para que esta se ejerza.
Sin embargo, para centrarse en la cuestión testimonial, debe recordarse lo ya insinuado, que las comisiones tienen otros objetivos aparte del deber de descubrir, aclarar y conocer formalmente los abusos del pasado (la verdad). Pretenden además «abordar las necesidades de las víctimas, contrarrestar la impunidad y promover la responsabilidad individual, perfilar la responsabilidad institucional, recomendar reformas, y fomentar la reconciliación y reducir el conflicto en torno al pasado». Si una comisión se limitara a hacer un recuento de los hechos, una visión clásica del testimonio (reduccionista y transmisionista) sería suficiente para caracterizarla. Aplicar la técnica del muestreo (como quería John Locke) sobre principios de confiabilidad (intelectual y moral) sin que se hallen incoherencias y sí correspondencia (entre proposiciones y hechos) bastaría para fundamentar su caracterización. Sin embargo –y como se verá– esta sería una operación parcial para su cometido. La noción de testimonio con que trabaje una comisión exigirá una concepción más amplia que la tradicional. Para ello se plantea la postura antirreduccionista. Piénsese que el trabajo con las víctimas y sobrevivientes es uno de los objetivos independientes de las comisiones: es deber de estas escucharles, respetarles y responder a sus necesidades. Ello sienta una clara diferencia con la justicia legal convencional (más centrada en las responsabilidades penales que en otros aspectos). Y es que para una comisión el testimonio (pero también la confianza) no solo será un medio (como querría el reduccionismo) o parte de un proceso mayor sujeto a un fin –en este caso a la autoafirmación de la ley a través de la coacción y la fuerza– sino que su enunciación supondrá una brecha en la lógica epistémico-penal ya que se produce en un ambiente donde no solo se le concibe como un «medio-para». En este sentido el testimonio es un fin en sí mismo. Así, quedaría en entredicho lo planteado por Bernard Williams, ya que la confianza y el testimonio volverían a tener un valor intrínseco.
Para ser más ilustrativos puede pensarse en ciertos casos recurrentes en las comisiones de la verdad y la reconciliación. Piénsese, por ejemplo, en una víctima que producto de la violencia ha perdido parcialmente sus facultades cognitivas como para dar cuenta íntegramente de los hechos. Su testimonio, si solo se considerara como un medio para dar cuenta de lo ocurrido, ciertamente dejaría cabos sueltos. Por el contrario, si se le considera como fin en sí mismo (de ahí su irreductibilidad), la sola posibilidad de testimoniar en calidad de víctima (siempre que lo desee) constituirá el reconocimiento de una dignidad que la violencia ha negado. Se habrá ido más allá de lo epistémico para insertarse en lo ético-político. Si la violencia es muda –como ha advertido Hannah Arendt– el testimonio implicará el retorno de la palabra y la condición de posibilidad del espacio público y de la política, pero no solo eso, también será una forma de honrar a las víctimas presentes y a las víctimas ausentes (quienes, aunque ya sin voz, testimonian con su ausencia). Como dice Gonzalo Sánchez, estudioso de la memoria del conflicto armado colombiano, «en los trabajos de Memoria, el testimonio […], su enunciado en sí, incluso cuando es distorsionante o elusivo, puede rastrearse como un registro de experiencia cargada de sentido».
Sin embargo, así como se rescata el enfoque antirreduccionista del testimonio, también se ha de considerar un enfoque generacionista (frente al transmisionista) para el caso estudiado, aunque este será un generacionismo que irá más allá del epistemicismo –que solo generaba conocimiento– y que se enmarcará dentro de lo que acá se denominará «generacionismo performativo», que atañe principalmente a las implicancias fenomenológicas que se producen al nivel contextual de quien testimonia pero también a nivel subjetivo. Para ello nuevamente ha de advertirse la singularidad de los hechos –la materia prima– con que trabaja una comisión de la verdad y la reconciliación. Por un lado, su labor implicará el registro detallado de patrones de violencia en un tiempo y en un espacio de dimensiones socialmente significativos, documentando con ello, literalmente, una historia oculta (u ocultada) que, por su gravedad, demandará a una sociedad reconfigurar la manera en que se autoconcibe. Una vez publicado el informe final de una comisión de la verdad y la reconciliación una sociedad no puede (y no debe) seguir siendo la misma. Por esto, en la entrega de informes de diversas comisiones alrededor del mundo ha sido recurrente la exigencia de resignificar –cuando no de refundar– los pactos sociales en términos que garanticen la justicia social y que promuevan la reconciliación nacional y la paz social. Nótese la relación causa-efecto, pero, sobre todo, la relación de continuidad ontológica existente desde la emisión de un testimonio (que se articula con otros testimonios) hasta la declaración de nuevos pactos sociales que reconstituyen un nuevo marco del Estado.
Para insistir con este «generacionismo performativo» se ha de recordar lo señalado por Manuel Reyes Mate. Para el filósofo español, el oficio de la memoria en general –y de una comisión en particular– consiste en traer el pasado al presente, pero el pasado que examina una comisión no es un pasado cualquiera, es un pasado ausente. El testimonio, entonces, es un posibilitador de esa ontología de lo ausente que resignifica la comprensión de la realidad y en ese hacer la ensancha.
Asimismo, este «generacionismo performativo» también es interesante por cómo alude al sujeto testimoniante: al testigo. Paul Ricoeur en Caminos del reconocimiento ha intentado resaltar el elemento performativo de los enunciados constatativos (testimoniantes) al asumir que no es correcto defender que en todo testimonio «X» esté detrás la premisa metalingüística «Yo afirmo «X»».Y esto porque este «Yo» es el Yo, y por tanto no puede identificarse como un término léxico más del sistema de lenguaje, sino como una expresión autorreferencial especial que designa a un sujeto como punto de enunciación. Además, nótese que si ese «Yo afirmo «X»» fuese una aseveración únicamente constatativa, es decir, sin fuerza performativa, su posibilidad de verificación –su posibilidad de reconocerse como un enunciado verdadero o falso– recaería en un otro sin posibilidad interlocutora. No habría punto de enunciación inicial y toda comunicación se hilaría sobre el vacío. Ricoeur agrega al respecto que:
La autodesignación del sujeto hablante se produce en situaciones de interlocución en las que la reflexividad contemporiza con la alteridad: la palabra pronunciada por uno es una palabra dirigida a otro; además, puede responder a una interpelación que le haga otro. De este modo, la estructura pregunta-respuesta constituye la estructura de base del discurso en cuanto implica al locutor y al interlocutor.
Es interesante observar cómo a partir de la estructura pregunta-respuesta se produce un mutuo reconocimiento entre un yo y un otro, y en ese ejercicio –en ese «generacionismo performativo» presentado en modo de diálogo– late de fondo no como potencia, sino como acto, una idea primigenia de comunidad. Además, cabe mencionar –y en este sentido Ricoeur reconoce la influencia de Emmanuel Levinas, especialmente de Totalidad e infinito–, que este yo y este otro se suponen mutuamente trascendidos, como puntos más allá del lenguaje y convertidos en epifanías. El testigo, señala Ricoeur, al testimoniar no refiere simplemente a una expresión análoga al pasado, sino que en tanto dice se presenta como revelación sui generis. La audiencia de una comisión (el otro) –que se encuentra más allá de la justicia penal– es arrancada de su estado de separación –de su radical alteridad– y queda llamada a responder. Es evidente cómo a partir de la idea de diálogo se vuelve a llegar a la noción de comunidad.
Por otro lado, –esta vez como argumento contra el transmisionismo– ha de considerarse algo singular que ocurrirá con un testimonio «A» proyectado en reiteradas ocasiones (aunque sea con las mismas palabras). Las reproducciones de estas proyecciones nunca podrán considerarse iguales a sí mismas; y esto porque la especificidad de las circunstancias y factores implicados al testimoniar, es decir, la lógica contextual más amplia en la que se pronuncia un testimonio (desde las fluctuaciones emotivas de los testimoniantes, o la de la audiencia, el grado de compromiso con lo testimoniado, etc.) posibilita la generación de un nuevo testimonio que, aunque análogo, no tiene nunca una relación de identidad con sus réplicas.
Obsérvese además que los usos testimoniales se encuentran como precedentes de una justicia restaurativa. Si, como insiste Reyes Mate, la memoria –y en este caso una comisión de la verdad y la reconciliación– denuncia una injusticia pasada, lo hace porque entiende que lo realmente opuesto a la memoria no es el olvido sino la injusticia, y porque entiende que el límite entre ambas es más bien confuso. Y es que allá donde hay olvido es difícil no pensar que ha habido injusticia, y viceversa. Reyes Mate también reconoce que la perdurabilidad del testimonio contrarresta una razón estatal amnésica a favor de una racionalidad social anamnética (que sí toma en cuenta su memoria). Esto último presupone una interpelación a un tercero que no ha sido ni víctima ni victimario, y que no es oyente neutral (a diferencia del formalismo epistemológico) ni indiferente, sino que es un agente activo que ejercitará justicia en la medida en que determine en su fuero interno la gravedad de la injusticia expuesta, pero también en la medida en que mantenga viva esa memoria y (re)testimonie sobre ella. A fin de cuentas, se puede pensar que hubo injusticia si y solo si hay en el presente memorias que la recuerdan. Solo así se explica que quien mantiene viva la memoria clame con ello un acto de justicia. Por eso la necesidad de las audiencias públicas en las comisiones de la verdad y la reconciliación, y por esto también la relevancia de que estas sesionen en instancias con el mayor respaldo y garantía posible.
Por otro lado, y como ya se ha anticipado, el cambio en la caracterización testimonial no es lo único que se intenta proponer, también se han de considerar operaciones nuevas respecto a la noción de verdad implicada. La propuesta del presente artículo es entender la verdad, además de como correspondencia y no contradicción (coherencia), también como consenso racional inspirado en la ética dialógica de la propuesta de Jürgen Habermas.
Si bien se plantea que la noción de verdad testimonial en las comisiones de la verdad y la reconciliación es de inspiración habermasiana, esta no ha de encasillarse completamente en la teoría habermasiana , y esto porque al principal aporte del teórico de Düsseldorf: la ética del discurso, más que interesarle el criterio de verdad de las aseveraciones constatativas (equiparables formalmente a las aseveraciones testimoniales), le interesan las aseveraciones normativas y regulativas, y precisamente para garantizar su validez es que Habermas plantea una serie de condiciones. Aparte de indicar que el establecimiento de normas regulativas no puede atravesar un procedimiento monológico ni puramente subjetivo (estas dependerán sustancialmente de la intersubjetividad), Habermas inserta el principio de universalización, según el cual serán válidas aquellas normas que, al incorporar de modo manifiesto el interés común de todas las personas afectadas, cuente con una aprobación general; y el principio de discurso, según el cual serán válidas las normas que surjan de las interacciones en las que los participantes han coordinado de común acuerdo sus planes de acción.
Como queda sugerido, el cometido principal de la teoría ética habermasiana no consiste tanto en proponer normas sustanciales de acción, sino más bien en proponer un criterio procedimental que han de cumplir las futuras normas de acción para ser consideradas válidas. Serán precisamente estas condiciones regulativas –integradas a las implicadas en su teoría de la comunidad ideal de diálogo– las que interesen desde la perspectiva de las comisiones, ya que bien cumplimentadas permitirán la proyección de aseveraciones constatativas (testimonios) que en otras circunstancias serían difíciles de proyectar.
Si para Habermas una condición de la comunidad ideal de diálogo es que todos los hablantes miembros tengan la misma oportunidad de efectuar actos comunicativos, ya se ve ahí una intencionalidad de lo que se apuntaba líneas arriba: el retorno de la palabra que la violencia ha silenciado. Además, si para el teórico de Düsseldorf la condición de verdad de los enunciados es el asentimiento potencial de los demás hablantes, será evidente el vuelco respecto a la cuestión de la confianza, esta última habrá pasado a pensarse desde la predisposición de la audiencia en una instancia inclusive anterior a la lógica de la correspondencia y de la coherencia. Piénsese también en otras condiciones planteadas por Habermas para que una comunicación discurra sin perturbaciones: los hablantes, dice, «(b) prestan reconocimiento a la verdad del enunciado hecho con el acto del habla [y]; (d) no ponen en cuestión la veracidad de los sujetos implicados». Estas cláusulas impedirán que al testimoniar la audiencia incurra en casos de injusticia epistémica (entendida como el prejuicio en un marco social que desencadena una disminución de la credibilidad del locutor a través de su identidad) .
Recuérdese que frente a las otras dos lógicas de la verdad (correspondencia y coherencia), de fuerte tendencia proposicional-verificacionista, la teoría consensual de la verdad resulta importante –al menos en el sentido que acá interesa– no tanto por generar una serie de enunciados normativos, sino por establecer unas regulaciones en la misma comunidad de hablantes, lo cual llevado al terreno de las comisiones de la verdad y la reconciliación (una comunidad real) permitirá visualizarlas bajo la impronta regulativa de una comunidad ideal de diálogo. Sobre esta posibilidad podría agregarse lo señalado por K.O. Apel cuando afirma que:
En tanto que idea reguladora, la exigencia del consenso demanda que se busquen todos los criterios posibles de verdad (que tomados individualmente nunca son suficientes) y que se ponderen mutuamente, para alcanzar de ese modo un consenso fáctico, pero, por supuesto, falible y por ello provisional, sobre la base del discurso argumentativo de la comunidad real .
Ciertamente, esta visión no está exenta de críticas. Villoro ha señalado que la verdad como consenso confunde la verdad con la justificación racional, que esta noción pasa por alto que, mientras que la primera está emparentada con la realidad, la segunda se articula en función del concepto de intersubjetividad. El estado de cosas, señala, es independiente de las intencionalidades de los hablantes, y cualquier diálogo entre estos no puede ser considerado su fundamento. La teoría del consenso comunicativo respondería parcialmente a la anterior crítica al señalar que lo que ella hace es allanar el camino –a través de ciertas premisas y condiciones– para que la verdad sea transmisible.
Más seria resulta la objeción que apunta al tipo de verdades a las que hace referencia. Si, como ha señalado Villoro, para la teoría consensual solamente se puede considerar verdadero lo demostrable en condiciones ideales mediante procedimientos argumentativos válidos universalmente, se dejarán de lado hechos y conocimientos que, pese a tender a la verdad, no pueden por ello comprometerse a una aceptación universal, tal es el caso de los conocimientos personales o las creencias pre-científicas, políticas, morales y religiosas. No obstante, frente a esta objeción habrá que recordar el tipo de hechos con los que trabaja una comisión de la verdad y la reconciliación, y que son los hechos que acá interesan. Como se ha observado ya, se tratan de hechos que exigen un compromiso ontológico mínimamente verificacionista y al mismo tiempo un reconocimiento de tipo universal (aunque los resultados de su investigación se puedan aceptar de manera falible o provisionalmente). A fin de cuentas, se trata de hechos que interpelan directa o indirectamente a cada miembro de la comunidad de hablantes, pues finalmente el Estado y la palestra desde donde se testimonia se erige muchas veces sobre los vestigios de aquello que precisamente se intenta testimoniar.
4. Giro testimonial
Lo planteado hasta acá ha exigido repensar la consideración del testimonio (superar su enfoque reduccionista y transmisionista y su noción de verdad como correspondencia y coherencia) y, sobre todo, pasar de su abordaje epistémico a uno ético-pragmático, en el que su sola posibilidad aporte a consolidar una futura reconciliación política –fin último de las comisiones de la verdad y la reconciliación–.
Por esto será relevante una definición del testimonio como la de Gonzalo Sánchez, quien, a partir de una operación filosófica particular, lo ha entendido como:
El recipiente en el cual se vierten (o del cual desbordan), en primer lugar, el acontecimiento; en segundo lugar, su relación con aquel que lo «cuenta» con aquellos a los que se refiere; y, en tercer lugar, la escucha que recibe.
Esta definición encaja con lo que se pretende decir del giro testimonial que, entre otras cosas, tampoco ha pasado por alto el problema de la confianza. En esta definición el énfasis de la confianza estará puesto en que como condición inicial esta sea depositada por la audiencia, y no tanto proyectada por los testimoniantes. Ya es este un primer paso para evitar la injusticia epistémica. Hay acá también una reconsideración del rol del resto de actores involucrados, a quienes una consideración puramente epistemicista como la de Searle había desatendido.
Cabe detenerse además en el conjunto de consecuencias operacionales que se desprenden de esta definición. Se mencionarán tres. Por un lado, (1) si antes el testimonio era expresión monológica-unidireccional (del testimoniante a su audiencia); a partir de esta definición, de este giro, pasará a tener un carácter bidireccional-dialógico (contará, sobre todo, con la confianza que la audiencia –entendida como miembro de comunidad real– otorgue al testimoniante). Este giro es importante porque constituye una comunidad de hablantes y los involucra de algún modo a apostar por la posibilidad de la reconciliación (de entenderse mutuamente). Si la reconciliación es una política trasformativa en los miembros de la comunidad que busca que las personas vuelvan a respetarse en tanto que sujetos dialogantes, en este ejercicio de otorgar confianza al testimoniante habrá un paso decisivo hacia ella.
Por otro lado, (2), líneas arriba se había mantenido la premisa del testigo como ónticamente distinto de aquello que testimonia. En las comisiones de la verdad y la reconciliación se avizoran contraejemplos de ello. Para observarlo hay que partir de una determinada comprensión del cuerpo y de la experiencia. Experiencia, desde esta perspectiva, no ha de referirse solo a la experiencia externa, no ha de ser la experiencia planteada por el psicologismo inglés de Hume o de Locke ni la experiencia del positivismo. Por el contrario, ha de ser una noción de experiencia fenomenológica que implique la búsqueda de un horizonte integrador del sentido del mundo, en tanto que apunte más allá de los puros hechos y acontecimientos, y atienda y otorgue validez a la experiencia corporal en tanto que no la considere únicamente como cosa-cuerpo [Körperding], sino como cuerpo vivido [Leibkörper]. El testimonio es parte ineludible y constitutiva del testigo, y el testigo se confunde en lo testimoniado. Desde este modo, a su corporalidad le pertenecería una auto-reflexividad sensible que lo legitima como sujeto, pero al mismo tiempo también como objeto de experiencia. Por eso no solo serán las marcas que la violencia ha impreso en su piel la expresión directa de aquello que testimonia, sino su propia apercepción interna, su capacidad para dar sentido de lo acaecido.
Así también, (3) hay que considerar que un testimonio es posible cuando la relación entre sus elementos (el acontecimiento testimoniado, su relación con el testigo nuclear y la disposición a la escucha por parte de una audiencia) mantiene cierto equilibrio. De ahí que solo en ese equilibrio y solo en ese mutuo interés encontrará su efectividad. Esta relación estará en la base del concepto de estructura coral planteado por Paul Ricoeur. Según el pensador francés, a partir de la convicción de que la verdad (que produce memoria) y la reconciliación son deberes que la sociedad debe de ejercitar, cada miembro de la audiencia actuará como refractante y transmisor ya no solo del testimonio, sino también de la confianza. Con ello la audiencia devendrá en comunidad de testimoniantes (sin ser estos necesariamente testigos nucleares), es decir, devendrá en red testimonial donde la verdad, la memoria y los primeros pasos hacia la reconciliación permanecerán latentes.
Sobre esto último, sobre el vínculo entre el giro testimonial y la reconciliación política, conviene señalar otra de sus bases en la ética habermasiana, aunque desde una perspectiva distinta. Para ello hay que ver que la ética dialógica no se sirve solo de condiciones formales intersubjetivas para establecer el diálogo –como se ha planteado arriba– sino que exige también de ciertas condiciones materiales que, leídas en clave del trabajo de las comisiones de la verdad, pueden entenderse como estimulantes de la reconciliación política. Si una comunidad ideal de diálogo exige una perfecta simetría en cuanto a las condiciones económicas, sociales y culturales de los implicados en el discurso práctico para que su participación sea inclusiva y competente, y como esta exigencia, por supuesto, no puede satisfacerse en ninguna comunidad real, lo que se esperará en estas será la menor asimetría posible. El vínculo entre el giro testimonial y la reconciliación radicará acá, en que para que el habla (y la posibilidad de testimoniar) sea sostenible, se precisará una preocupación constante para garantizar las condiciones materiales e institucionales básicas para ello.
5. Conclusión
Como se ha intentado defender, el enfoque clásico (reduccionista y transmisionista) ha resultado insuficiente para caracterizar a los testimonios empleados en las comisiones de la verdad y la reconciliación porque mantiene al conocimiento testimonial en la órbita del conocimiento indirecto y porque desconoce el valor intrínseco de la confianza. Por el contrario, se sugiere que las exigencias testimoniales en las comisiones mencionadas sean abordadas desde un enfoque antirreduccionista y generacionista. Lo primero permite superar el problema del testimonio y la confianza como medios y resalta su valor intrínseco, lo segundo permite superar una visión epistemicista del testimonio (en la que solo pueda transmitir conocimientos) y –a través de lo que desde acá se ha llamado «generacionismo performativo»– reivindica el carácter constituyente y pragmático del grito testimonial. Esto se ve en tres niveles: uno, porque la sola posibilidad del testimonio constituye el reconocimiento de una dignidad que la violencia ha negado en la víctima; dos, a partir de la continuidad existente desde la emisión de un testimonio (articulado con otros testimonios) hasta la declaración de nuevos pactos sociales en la lectura de un informe final de una comisión de la verdad y la reconciliación, se constituye un nuevo marco del Estado, y tres, porque este nuevo marco del Estado tiene como objetivo garantizar y constituir la reconciliación nacional.
Giro similar se ha realizado respecto a las nociones de verdad implicadas en el trabajo testimonial de las comisiones. Sin negar necesariamente los enfoques de correspondencia y coherencia, se argumenta que una visión de la verdad como consenso de influencia habermasiana –bajo la premisa de comunidad real de diálogo regulado por la idea de comunidad ideal– llena los flancos débiles de las nociones predecesoras.
Asimismo, este giro testimonial se concretará a partir de ciertos procedimientos que van desde la relevancia del factor audiencia –que aborda la confianza en un sentido bidireccional–, a una noción más amplia de la experiencia que atienda a la pregunta por el sentido del mundo y a la experiencia corporal más que como cosa-cuerpo [Körperding], como cuerpo vivido [Leibkörper] y que rompe con los límites en la concepción del testimoniante ya sea como sujeto o como objeto de conocimiento. Por último, este giro testimonial reclama la importancia del equilibrio en la tensa relación entre los elementos involucrados en el ejercicio testimonial. Estas premisas terminan por garantizar el tránsito de la semántica testimonial a la pragmática testimonial que es al mismo tiempo el tránsito de los testimonios aislados a las redes testimoniales. Todo lo cual se enmarca en un horizonte intercomunitario e integrador del testimonio más coherente con la complejidad de los hechos que las comisiones de la verdad y la reconciliación atienden, pero también con el principal propósito con que estas se instauran: la reconciliación política.
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Notas
[2] Para el ilustrado escocés, la distinción entre ficción –entendida como fruto de la imaginación– y recuerdo verdadero, era algo problemático y espinoso, por eso intentaba reducir la justificación testimonial a una justificación de tipo no-testimonial, es decir, a un tipo de justificación experiencial. Cfr. .
[3] Considérense dos ejemplos históricos del escepticismo testimonial. Por un lado, en el pensamiento judeo-cristiano, particularmente en Deuteronomio 19: 15, podía leerse: «No se tomará en cuenta a un solo testigo contra ninguno en cualquier delito ni en cualquier pecado, en relación con cualquiera ofensa cometida. Sólo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación». También es recordada la posición de John Locke. Recuérdese que en el Capítulo XV: De la probabilidad, del Libro IV (Del conocimiento) del Ensayo sobre el entendimiento humano, planteaba una teoría de la probabilidad testimonial, según la cual, a partir de un muestreo, mientras más personas coincidieran en un mismo testimonio mayor valor de verdad tendría este, aunque sin alcanzar nunca un grado de absoluta certeza. Cfr. .
[4] , «Problemas epistemológicos del testimonio», The Stanford Encyclopedia of Philosophy (2021), URL = <https://plato.stanford.edu/archives/sum2021/entries/testimonio-episprob/>.
[5] Recuérdese que la primera comisión de la verdad conocida se constituyó en Argentina en 1983, aunque en ese momento no se la denominó así, sino «Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas» (CONADEP). También hubo antecedentes en Uganda y Bolivia. Sin embargo, el término técnico «Comisión de la Verdad» no surgiría hasta casi diez años más tarde, tras la «Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de Chile», y la «Comisión de la Verdad de El Salvador», que concluyeron en 1990 y 1992, respectivamente. Cfr. .
[6] . <https://dle.rae.es> [Fecha de la consulta: 06/11/2021].
[8] La teoría de los actos del habla no distingue entre emisiones que enuncian algo de las emisiones que realizan una acción. Austin defenderá que cualquier proferencia implicará hacer algo. Toda expresión emitida, todo «hablar», implicará de por sí un acto realizado. Cfr: .
[15] Preliminarmente Bernard Williams ha concluido que las partes involucradas han de actuar al menos como si la confianza fuese un valor intrínseco, que deben conducirse movidos por la naturaleza misma del acto de confiar. Finalmente, Williams, a través de su posibilidad de relacionarse con otros bienes, ha visto en la confianza un bien en sí mismo. Cfr: .
[17] El ejemplo propuesto por Jennifer Lackey (2008), el de la maestra creacionista que enseña teoría evolutiva a sus alumnos, es una clara muestra de ello. Ella no da por verdadero ese conocimiento, pero es capaz de generarlo a través de cierta comprensión de su testimonio. Cfr:
[19] Recuérdese que en el libro Gamma (7, 1011 b25) de La Metafísica puede leerse: «Decir de lo que no es que es, o de lo que es que no es, es falso; mientras que decir de lo que es que es y de lo que no es que no es, es verdadero». Cfr: .
[20] Considérese que K.O. Apel ha objetado al modelo de verdad como correspondencia afirmando que «cualquier intento de hacer efectivo de forma teórico-cognoscitiva el ajuste entre el nous o intellectus y las cosas está condenado a fracasar. […] Puesto que no podemos comparar nuestros juicios de conocimiento más que con otros juicios de conocimiento (por ejemplo, con juicios de la percepción) y éstos, a su vez, tampoco pueden ser comparados con las cosas en-sí. El intento de demostrar la adequatio intellectus et rei tiene que conducir a un regressus ad infinitum». Cfr: .
[21] Por citar solo un ejemplo, en La Comisión de La Verdad y Reconciliación del Perú se llegaron a recoger hasta 17 000 testimonios. Cfr: .
[27] Estas divergencias irán desde la integración del enfoque de género, por ejemplo, ya que la violencia sexual ha sido en reiteradas ocasiones considerada como un epifenómeno de patrones más amplios de violencia, o el especial cuidado con determinadas poblaciones, ya sea la infantil –la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Sierra Leona (2002) tuvo un particular interés en esta población debido al elevado número de niños-soldados que actuaron forzosamente como miembros del Frente Armado Revolucionario (RUF, por sus siglas en inglés)– o indígenas – Guatemala, Perú y Paraguay son ejemplos de esto último, donde resultó significativa la cantidad de víctimas pertenecientes a comunidades nativas–. Cfr: .
[31] Pese a la afianzada asociación entre las comisiones de la verdad y la reconciliación y la justicia transicional, en la actualidad se empieza a discutir sobre la posibilidad de implementar estos modelos en sociedades democráticas no insertas en procesos de justicia transicional. La gestión de la emergencia sanitaria por la Covid-19 ha puesto de manifiesto esta posibilidad en algunos países de la Unión Europea.
[37] , (2018), «Testimonio, Justicia y Memoria. Reflexiones preliminares sobre una trilogía actual», Revista de Estudios Políticos 53, (2018) pp. 19-47. URL = <http://doi.org/10.17533/udea.espo.n53a02>.
[39] Considérese la carta de presentación del informe de la Comisión para la Verdad y Reconciliación sudafricana del 2003 leída por Nelson Mandela, donde se propuso refundar la nación luego de exponer los conflictos de más de cuarenta y cinco años de política de apartheid y treinta años de resistencia armada del Congreso Nacional Africano (CNA).
[40] Sin embargo, la misma Comisión de Derechos de la ONU advierte que las expectativas depositadas en las comisiones deben de ser mesuradas, ya que la reconciliación política suele entenderse de diferentes maneras en diferentes contextos. La reconciliación, afirma la Comisión, es un proceso largo y lento y de ahí que el trabajo de una comisión solo sea una parte de ella. Cfr: .
[45] En cierto sentido, en cuanto a su metodología, la justicia transicional emplea procedimientos propios de la justicia restaurativa, un concepto mucho más amplio. Piénsese, por ejemplo, en exigencias como la necesidad del conocimiento de los hechos, la visión de memoria compartida y el rechazo a la impunidad ante el delito y el daño ocasionado. Cfr: .
[48] De ahí que la Comisión de Derechos de la ONU recomiende que las comisiones se establezcan una vez que las hostilidades hayan cesado. Sin embargo, ello no elimina necesariamente el hecho de que las comisiones a menudo trabajen en contextos donde hay presiones y donde las víctimas y testigos tienen miedo a hablar en público y a cooperar. Cfr: .
[49] Es hasta cierto punto debatible la posición del propio Habermas respecto a la verdad como correspondencia y a la verdad como coherencia enunciativa. La primera, por ejemplo, le resultaría particularmente compleja por su principal presupuesto epistémico: el acceso directo del sujeto a la «realidad» sin pasar necesariamente por la mediación proposicional del lenguaje. Premisa difícil de sostener si se tiene en cuenta la influencia de Wittgenstein en la obra de Habermas. Esto último al menos podría decirse respecto al Habermas de la década de los setenta y ochenta. Sin embargo, también hay que tener en cuenta alguna de sus afirmaciones más tardías en las que ha defendido una noción comprehensiva de la verdad y de la racionalidad comunicativa combinada con un modelo holisto de justificación. Si esta «holistica de la justificación» descansa sobre la superposición de modelos teóricos (que incluya la verdad como correspondencia y coherencia) es algo que tendrá que evaluarse minuciosamente. Cfr: .
[56] En el caso peruano, una vez acabado el conflicto armado entre el Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso y el Estado peruano (1980-2000) fue momento de dirimir responsabilidades. Muchas de las personas víctimas llamadas a testimoniar eran personas que vivían en condiciones de extrema pobreza, mujeres, en su mayoría analfabetas, quechuahablantes y no familiarizadas con el castellano. Las reacciones de la ciudadanía a sus testimonios revelarían prejuicios atávicos. No faltaron agrupaciones políticas que ilegitimaban sus testimonios por considerarlos muestras de provocación del propio Sendero, ya rendido para entonces. Además, mediante críticas a la cosmovisión y el exacerbado énfasis en el animismo andino se sugería que las testimoniantes adolecían de objetividad para describir hechos. Ello, agregado al escaso o nulo manejo del castellano de las testimoniantes, ampliaba la desconfianza de ciertos sectores de la sociedad civil. Y si era necesario un intérprete, este no se encontraba en un estatuto lejano al testigo (debido al mapa lingüístico nacional) y por eso quedaba sujeto a las mismas críticas.