Pedro Abelardo (1079-1142) es conocido, principalmente, por sus conocimientos dialécticos y por su romance accidentado con Eloísa. En primer lugar, Abelardo se hizo famoso por refutar las tesis realistas de su maestro Guillermo de Champeaux, obligándole a retractarse hasta en dos ocasiones de sus posiciones metafísicas sobre los universales. Como hablara Platón de Eutidemo en el diálogo homónimo, Abelardo discutía hábilmente con cualquiera que se le pusiera por delante, y de ahí nació su reputación principal. Como comenta “El estudio de la lógica ocupó a Abelardo durante toda su vida”.
Para este pensador del siglo XII, los universales no eran más que términos que determinaban estados comunes de entes particulares, estados que la mente extraía de dichos particulares. Como explica Julián Marías,
Según Abelardo, el intelecto aprehende las semejanzas de los individuos mediante la abstracción, fundada siempre en la imaginación, porque el conocimiento empieza por lo individual y sensible ().
La ciencia se construye desde estos particulares y la razón juega un papel fundamental en el conocimiento. Así, en su obra más reputada, Sic et non, expone textos contradictorios de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia para demostrar que es necesaria la interpretación racional de los mismos en orden a armonizarlos, frente a la doctrina de autores como Tertuliano, quienes creían que se debía hacer una aceptación dogmática de estos, aseverando “Credo quia absurdum”; es decir, “creo porque es absurdo” (). Frente a esta aceptación de la paradoja como elemento esencial del cristianismo, presente también pensadores posteriores, como Kierkegaard o Unamuno (Aguiar Bauxauli, 2014, pp. 87-104), la creencia de Abelardo se sustenta sustancialmente en la razón. Para él, el cristianismo solo es paradójico cuando no es entendido correctamente.
De esta manera, vemos que Abelardo defiende de manera firme la centralidad de la razón humana en el conocimiento. Frente a tesis iluministas u ocasionalistas, Abelardo propugna la ilación dialéctica a partir de particulares concretos. Así, “Lo que ya sobresale desde el principio de su carrera es su vocación de dialéctica, dispuesto a aplicar las reglas de la lógica a todos los campos del pensamiento” ().
Este método epistemológico también es extrapolado por este filósofo al campo de la moral. En su breve tratado Conócete a ti mismo (Scito te ipsum), Pedro Abelardo expone su teoría según la cual la base del juicio ético reside en el consentimiento del hombre frente a sus vicios. Estas tesis, como veremos, produjeron consecuencias que le llevaron a ser condenado en el Concilio de Sens, en el año 1140.
En el presente trabajo analizaremos las distinciones terminológicas que Abelardo realiza en el campo de la moral, además de posibles objeciones que se puedan plantear a su sistema ético.
1. Distinciones terminológicas
En tanto que filósofo y hábil dialéctico, Pedro Abelardo era consciente de la importancia de sentar las adecuadas distinciones terminológicas que permitiesen abordar cualquier problema de modo eficaz, ya fuera la realidad de los universales o la esencia de la virtud y el pecado (). Como explica Rafael Ramón Guerrero, Pedro Abelardo
planteó el problema de manera radicalmente nueva y profundamente filosófica: al aplicar a ideas corrientes en su época el mismo tipo de análisis que había usado al comentar los textos lógicos, formuló los principios de una teoría ética: una explicación de lo que son los conceptos morales y su relación con la elección y deliberación humanas ().
De este modo, en el presente apartado expondremos la diferencia fundamental que hay en el sistema de este pensador entre vicio, pecado y voluntad, los tipos de pecados y cómo se relacionan estos con las penas.
1.1. Vicio, pecado y voluntad
Para Pedro Abelardo, como para la mayoría de los pensadores medievales, la moral emana ontológicamente de Dios. Es decir, como afirma Santo Tomás, “Dios se comprende a sí mismo, que es el bien perfecto” () y “la voluntad divina es lo mismo que el bien querido por Dios” (), por lo que el bien, que en eminentemente es Dios, es fruto simultáneamente de su voluntad. De este modo, “dependiendo de Dios el ser de todas las cosas” (), los seres recibirán el bien de Dios, que es su esencia, aunque, como “no es posible que las cosas creadas por Dios pudieran asimilársele” (), recibirán este bien en la medida en que su naturaleza limitada pueda acogerlo. San Agustín, por su parte afirma explícitamente que “cuanto uno es más semejante a Dios, tanto más cerca está” (), es decir, cuanto mejor es uno, más cerca está de Él. También San Anselmo explica que “Tú eres (Dios), pues, la misma vida por la que vives; y la sabiduría por la que sabes; y la bondad misma por la que eres bueno” (). Por lo tanto, podemos afirmar que el pensamiento medieval entiende que la moral, en tanto que bien práctico, se deriva de la voluntad divina, como todo bien.
Así, la acción moralmente reprobable es el pecado, que guarda estrecha relación con el Creador. De este modo, Abelardo distingue entre vicio y pecado.
En primer lugar, el dialéctico afirma que “vicios del alma son aquellos que empujan a la voluntad hacia algo que de ningún modo debe hacerse o dejar de hacerse” (). El vicio es la tendencia o inclinación a pecar, y “pecar es despreciar al Creador, es decir, no hacer por Él lo que creemos que debemos hacer” (). Lo que se debe o no hacer está dado, por lo tanto, por Dios, y pecar es ir contra lo que creemos que Él nos ha encomendado hacer. Aunque Abelardo no comenta explícitamente la cuestión de si Dios quiere lo bueno porque es bueno o si lo bueno lo es en tanto que Él lo quiere, del hecho de que se afirme que es el consentimiento, es decir, la acción interna y libre del hombre, la que determina la bondad de un acto en función de su asimilación al decreto divino, podemos discernir que lo bueno o malo es tal porque Dios, por su propio asentimiento, afirma tales distinciones.
De esta manera, el pecado es la aceptación libre del hombre de ir en contra de Dios aceptando sus vicios; “los vicios y virtudes del alma que nos disponen a obrar bien o mal los llamamos «costumbres»” (), es decir, que la tendencia a pecar u obrar bien es connatural al ser humano. Así, el vicio no es antinatural, sino únicamente su consentimiento, y este es pecado en tanto que contrario a la voluntad de Dios.
Esto sitúa a Abelardo en un acercamiento naturalista del deseo, entendiendo que este es involuntario y que, por lo tanto, “ninguna delectación natural de la carne se ha de considerar pecado” (). La carne es aquí un ser en el que el hombre se sitúa y en el que actúa, siendo su actuación moral fundamental el consentimiento. Por lo tanto, “el alma no puede ser manchada más que por lo que le es propio, a saber, por el consentimiento” (). Ya en San Anselmo, que continúa la tradición agustiniana, encontramos que la “justicia no consiste en la rectitud del saber o de la acción, sino en la rectitud de la voluntad” ().
Hay una disyunción fundamental, por lo tanto, entre el orden moral y el orden corporal, por lo que la bondad o maldad se mide únicamente en relación con actividades anímicas, siendo así que “Los pecados son sólo del alma y no de la carne” (). De aquí que las acciones no tengan ninguna importancia en orden con la moralidad y, consecuentemente, con la salvación eterna. Como explica Herrera Ospina, el dialéctico se centrará en “definir la noción de vicio como algo propio del alma y no del cuerpo, en tanto que está relacionada intrínsecamente con la virtud” (). Abelardo llega a afirmar que “Llamamos buena, esto es, recta, a la intención por sí misma. A la obra, en cambio, la llamamos buena no porque contenga en sí bien alguno, sino porque nace de una intención buena” (). Las acciones no son más que reflejos, muchas veces incorrectos, de las intenciones. Así, “Dios, en efecto, no juzga lo que se hace, sino la intención con que se hace” ().
Esta moral asentada radicalmente en el asentimiento libre del hombre tiene por objetivo evitar, entre otros casos, la condenación del hombre por actos que no eligió conscientemente. El ejemplo que pone Pedro Abelardo es que, si un cazador, buscando aves, dispara sin querer a otro cazador, no podría ser llamado propiamente asesino, porque su intención no iba contra el precepto divino, aunque su acción sí.
Sin embargo, esta distinción entre vicio y pecado se problematiza con la introducción de la voluntad, que es entendida por Abelardo como la facultad de asentimiento al vicio. Es extraña la afirmación, dentro de su teoría, de que “a veces se comete el pecado sin una voluntad realmente mala. Por tanto, el pecado no se identifica con la voluntad” (). Creemos que esta distinción entre pecado y voluntad viene dada por situaciones problemáticas donde entran en juego diversos bienes o bienes aparentes. En tanto que, por ejemplo, queremos yacer con una mujer casada, no tenemos voluntad propiamente de despreciar a Dios, sino de obtener la delectación carnal. Aquí, sin embargo, estaríamos pecando en tanto que una acción es indisociable de la otra, y, nosotros conociendo dicha inseparabilidad, aun así consintiéramos en ella.
La voluntad, dice Abelardo, nunca va contra Dios, porque ir contra Dios es ir contra el principio de uno mismo y buscar el infierno a sabiendas, lo cual es absurdo. La facultad volitiva, por lo tanto, solamente busca el bien, aunque ese bien puede estar, como hemos comentado, necesariamente imbricado con el pecado.
Vemos, por lo tanto, que el vicio es la tendencia natural a pecar, y el pecado es el asentimiento a la inclinación misma del vicio, consistente en ofender a Dios. Por último, la voluntad es la facultad de buscar conscientemente los bienes, y puede estar determinada a buscar bienes pecaminosos.
1.2. Tipos de pecados: cardinales y veniales
Si el pecado es la ofensa consciente a Dios, Pedro Abelardo introduce, como es propio de su hacer dialéctico, una distinción importante entre pecados veniales y graves. Así, “los veniales son tales cuando consentimos en lo que sabemos que no se ha de consentir, pero sin tener entonces presente en la memoria eso que sabemos” (). Es decir, un pecado venial sería, por ejemplo, consentir en la gula sin recordar que esta es un pecado capital. La pecaminosidad de la intención viene determinada, por lo tanto, por hechos anímicos que determinan dicha intención, como es la memoria. La intención o consentimiento, así pues, no sería en Abelardo un ente indeterminable, sino que, muy al contrario, podría ser modificado por circunstancias ajenas a la misma.
De los pecados mortales o graves Abelardo no da una definición explícita, aunque, por oposición a los pecados veniales, podemos explicarlos como aquellos que se dan cuando consentimos en aquello que sabemos que no se ha de consentir y tenemos presente en la memoria aquello que sabemos. Pecado grave sería, por ejemplo, matar recordando que Dios, en Deuteronomio, prohibía dicha acción (Deuteronomio, 5: 17-19).
Una acción pecaminosa, aunque respecto de Dios se define únicamente en función de la intención, a nivel humano o legislativo viene determinada externamente por la repercusión que tiene. Así, Abelardo habla de “«crímenes». Son aquellas que, conocidas por sus consecuencias, degradan al hombre con la afrenta de una culpa grave” (). Los crímenes no difieren sustancialmente de los otros pecados, sino únicamente por la percepción y noticia que tienen los otros hombres. Es igualmente grave matar, aunque el conocimiento de un asesinato sea indiferente o incluso elogiado por la sociedad. Las consecuencias de esta diferenciación entre el juicio humano y divino serán tratadas más adelante.
1.3. Pecados y penas
Sabiendo ya que solo peca aquel que da su consentimiento a lo que Dios ha sancionado, y que el pecado es menor o peor en función de que recordemos justamente dicha sanción, Abelardo expone la relación entre los pecados y las penas.
Para el pensador medieval, en tanto que la relación entre las acciones y las intenciones no es necesaria, sino contingente, las penas (entendiendo aquí las penas impuestas por Dios, y no las judiciales) no están relacionadas necesariamente con los pecados humanos. En tanto que el Creador observa a los seres desde su totalidad, establece penas para que este conjunto funcione de un modo óptimo. En ocasiones estas penas irán relacionadas con los pecados y tendrán por objeto disuadir a los hombres de reincidir o incitarles al arrepentimiento, pero “muchas veces Dios castiga a algunos físicamente sin que tal castigo venga exigido por una culpa” (). En el conjunto del orden de los seres se dispone de la pena indistintamente para castigar como para incitar al bien, y así “Sabemos que Dios suele utilizar de modo mejor penas y premios: sabe sacar bien del mal, y hasta de las peores cosas dispone de la mejor manera” (). Ya San Agustín comentó que a los cristianos el mal que les sucedía les era de provecho, porque les servía para “pensar con humildad en los pecados por los que Dios, en su indignación, llenó el mundo de tamañas calamidades” y “someter el hombre a prueba su mismo espíritu y comprobar qué hondura tiene su postura religiosa y cuánto amor desinteresado tiene a Dios” ().
Sin embargo, y manteniendo el ímpetu humanista que caracteriza a su pensamiento, Abelardo piensa que, dentro de este marco de armonía cosmológica, Dios no usa de los hombres como de meras herramientas, sino que “Dios pone una pena proporcionada a la gravedad de la culpa de cada uno” (). Y es que, dentro de la tradición cristiana, y defendida con claridad en este caso por el dialéctico, la justicia en el orden del universo es la justicia respecto del hombre, y la salvación del mismo es el objeto universal de la realidad. De este modo, el objetivo de las penas es conseguir que los seres humanos tengan la posibilidad, si consienten en ello, de salvarse mediante la fe y el arrepentimiento de sus pecados, y es por ello por lo que “Él no consiente que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas” ().
La pena es mayor conforme mayor sea el consentimiento de ofender a Dios o de obtener algo a sabiendas de que produce esta ofensa, y la pena puede ser tanto física, como las plagas que azotaron Egipto por la soberbia de Faraón (Éxodo, 7-10), como espirituales, como la vergüenza de Salomón tras alejarse de Yahvé (Reyes 11: 9-13). Cómo consigue el hombre la absolución de sus pecados es una cuestión que trataremos en el apartado siguiente.
2. Sistema moral
La distinción entre vicio y pecado y la relación particular entre los castigos y las penas que propone Pedro Abelardo sienta las bases de un sistema moral voluntarista y teológico que se puede dividir en tres apartados: cómo juzgan Dios y los hombres el pecado, qué es y qué no es un pecado y cómo consigue el ser humano la absolución de los mismos. Trataremos estos puntos en el orden indicado.
2.1. El juicio de Dios y el juicio humano
Como se puede ir coligiendo del desarrollo del presente texto, la moral de Pedro Abelardo se fundamenta en la adhesión o rechazo de los preceptos divinos. Esta aceptación o repulsa de la orden divina se hace, como hemos expuesto anteriormente, mediante nuestra propia intención. Así, el filósofo evita conclusiones éticas problemáticas relacionadas con atribuir la virtud o el pecado a la acción como tal, siendo la más importante la superioridad moral de los ricos, quienes, teniendo más medios de acción, se supondría que son más virtuosos. Abelardo se niega rotundamente ante esto, afirmando que “No se puede admitir que el dinero pueda agregar algo a la verdadera bienaventuranza” (). En tanto que todo ser humano adulto, cuando es consciente de que su acción está aprobada o prohibida por Dios, puede tener la intención de obedecerla o rechazarla, Abelardo encuentra en esta característica un modo sencillo de fundamentar la responsabilidad moral universal del género humano.
Esta intención, como es lo común y lo que verdaderamente es objeto de la libertad humana, es lo que juzga Dios. Por este juicio divino el Señor es llamado, como referencia el propio Abelardo de las Sagradas Escrituras, “«El que escruta los riñones y el corazón»” (), porque indaga en lo más profundo y propio de nosotros para ver si libremente aceptamos su juicio.
A la hora de responder sobre cómo conocemos dicho juicio divino, Pedro Abelardo hace uso de su faceta de teólogo, que está estrechamente vinculada con la de dialéctico. Somos conocedores del juicio divino a través de las Sagradas Escrituras, los textos de los Padres y los diversos Concilios. El método interpretativo de dichas fuentes fue tratado por Abelardo en su obra más célebre, Sic et non (), y nos permite ver qué debemos entender por pecado.
Como Dios solo juzga las intenciones, y estas pertenecen al alma, colegimos por lo tanto que el pecado no tiene relación alguna con el cuerpo y sus delectaciones, y de este modo, “ninguna delectación natural de la carne se ha de considerar pecado” (). Abelardo establece así la importancia de las circunstancias para juzgar un hecho y extraer de él la intención con que se hizo. El deseo carnal, por ejemplo, no puede ser pecado como tal, porque entonces habrían pecado todos los patriarcas de Israel, y Dios habría deseado que pecara Abraham cuando le prometió a este que su descendencia sería como las estrellas del firmamento, porque no hay reproducción sexual sin delectación de la carne. Así, Abelardo se aleja de las morales puritanas que el luteranismo decimonónico defenderá, y que muchos clérigos de su tiempo, pensando que la vida monacal debía ser extendida a toda la sociedad, defendían como el único modo de vida virtuoso. El dialéctico, alejado de radicalismos dogmáticos, ve claramente el absurdo que supondría establecer, por ejemplo, el celibato a toda la humanidad, básicamente porque no habría más seres humanos. ¿Cómo puede ser pecado aquello que es necesario para la existencia? Solo es pecado el deseo contrario a la voluntad divina, como, por ejemplo, el desear a la mujer de otro hombre, tal y como se indica en Deuteronomio (5: 21). Para Abelardo, contrariamente a lo que piensa Kant (), no se pueden establecer imperativos categóricos universalizables a todas las circunstancias, del tipo “no matarás”, excepto por un único mandato, que es el de no ir en contra de lo que pensamos que es la voluntad divina. Esta voluntad, como observamos a lo largo de las Sagradas Escrituras, no establece juicios apodícticos, sino relativos a cada circunstancia. Incluso el asesinato deja de ser pecado cuando Yahvé manda al pueblo judío destruir la ciudad de Jericó (Josué, 6).
Frente al juicio divino, hecho por el Creador y conocedor de nuestras almas y sus intenciones más profundas, los hombres realizan juicios morales sobre sus congéneres. Sin embargo, dichos juicios están empañados por la ignorancia que todo hombre tiene de las verdaderas intenciones de su semejante. Aquí sale, por lo tanto, Abelardo de la moral propiamente dicha, que se remite únicamente a Dios, y salta al derecho. Así
Los hombres, en efecto, no juzgan las intenciones ocultas, sino las manifiestas. Y no tienen en cuenta tanto la mancha de la culpa, como el resultado o efecto de la obra. Sólo Dios, que no tiene en cuenta tanto lo que se hace, como el espíritu o intención con que se hace, valora según verdad la mancha en nuestra intención y examina con juicio verídico la culpa ().
Es interesante observar que Abelardo es tan deontológico en su moral como pragmático en su política (). En el texto que hemos citado arriba el dialéctico no critica, sino que describe, el funcionamiento normal de la ley humana. En tanto que somos ignorantes de las intenciones ocultas, los hombres debemos organizarnos para que las acciones causen el menor perjuicio a la sociedad. Los castigos son, por lo tanto, ejemplarizantes. Es por esto por lo que “todo aquello que puede causar la perdición común o la desgracia pública ha de ser castigado con una sanción más severa” (). Por ejemplo, si alguien consume drogas en la intimidad de su hogar no será castigado tan gravemente como si trafica en parques públicos. Vemos, con este simple ejemplo, la actualidad de la teoría judicial de Pedro Abelardo.
Empero, en tanto que estamos tratando en este trabajo exclusivamente de su teoría moral, únicamente hemos mencionado este punto para delimitar adecuadamente el campo propio de la moralidad, tal y como hace Abelardo en su libro. Lo moral atañe exclusivamente a lo que Dios censura o aprueba, y su juicio es el único válido a la hora de escrudiñar nuestras intenciones. Esto, en última instancia, es así porque la moral, para Abelardo, está intrínsecamente relacionada con la salvación, aunque su relación no es unívoca, como veremos más adelante. Para el dialéctico, el objetivo final del hombre es alcanzar el reino de los cielos y “Nosotros luchamos aquí para recibir la corona del combate en otro lugar como vencedores” (). Por lo tanto, el hombre debe, en este mundo, tratar de alcanzar la gloria del otro, lo cual le será más sencillo si vive en una sociedad preocupada por censurar las malas acciones y recompensar las buenas. Aunque no sea necesario, e incluso el habitante de Sodoma y Gomorra pueda salvarse, es más sencillo evitar el asentimiento a los vicios en una sociedad que los condena o reprueba. Aquí se vería el papel importante, aunque no fundamental, de la cultura en las acciones virtuosas o pecaminosas de los seres humanos.
2.2. Pecado e ignorancia
A partir de la premisa según la cual la esencia del pecado está fundamentada en el asentimiento al vicio, Abelardo extrae una serie de conclusiones que posteriormente le granjearían enemistades en el seno de la Iglesia Católica.
De entre estas conclusiones, la más significativa es la de que no se puede pecar cuando se ignora que se está pecando o cuando se piensa que se está obrando según la voluntad divina, y así, “Tampoco podemos afirmar que sea pecado la ignorancia de algo o incluso la misma carencia de fe con la que nadie puede salvarse” (). Parece evidente que, si alguien desconoce que un objeto tiene propietario, al hacerse con él no estaría propiamente robando, por lo que no podría decirse que asintió a la tentación del hurto. De esta manera, únicamente quien tiene la capacidad de conocer el pecado es capaz de cometerlo. Esto lleva a excluir a Abelardo del pecado a ciertos grupos, aseverando que “De él están inmunes los niños y los disminuidos mentales, pues, no pudiendo merecer por carecer de razón, nada se les imputa como pecado” (). Conclusión la cual seguimos manteniendo en el nivel judicial en las sociedades occidentales, donde estos colectivos requieren de un tutor que se haga responsable de sus acciones. Parece obvio que, si la intención unida al conocimiento del pecado es condición sine qua non para el mismo, quienes están incapacitados para dicho saber no puede pecar propiamente. Tampoco pecan animales y seres vivos con sus acciones, puesto que ni siquiera ofenden a Dios, y son más bien entendidos como herramientas del Creador, como cuando Yahvé pobló Samaria de leones (Reyes, 17: 24-41).
Esta imposibilidad de pecar de dichos seres es algo comúnmente aceptado, incluso en la actualidad. Más polémica es la conclusión que extrae Abelardo en referencia a aquellos que pecan alejándose de la fe de Dios o incluso atacándolo, como es el caso de aquellos que crucificaron a Cristo. A sabiendas de que estaba admitiendo que los ateos no estaban pecando al serlo, Abelardo se ve obligado a realizar una distinción más propia de la teología que de la filosofía. El dialéctico separa entre pecado y salvación, y dice que “tampoco la falta de fe es pecado. Si bien esta última cierra necesariamente las puertas de la vida eterna a los adultos dotados del uso de la razón” (). Así, llega incluso a afirmar Abelardo que aquellos que crucificaron a Cristo no pecaron, puesto que pensaban que estaban condenando a un blasfemo que se hacía pasar por Dios. Esta sorprendente, pero lógica, ilación de las premisas de su moral acarreará grandes problemas a su autor.
Por lo tanto, vemos claramente que el conocimiento de la voluntad divina y de que dicha acción va en contra de esta es fundamental para la realización del pecado. Así, obtenemos una nueva característica que refuerza la ética humanista racional de Abelardo, centrada en la libertad del hombre, libertad que solo es posible mediante el ejercicio de la razón.
2.3. La función del arrepentimiento
Tras analizar qué es el pecado, en qué circunstancias y quién puede realizarlo, Abelardo expone a continuación cómo podemos obtener el perdón divino. Dentro de una moral radicada en la racionalidad humana y en la acción libre del individuo, el perdón se obtiene también por un acto libre del hombre: el arrepentimiento. Así, Abelardo afirma que “Tres cosas se dan en la reconciliación del pecador con Dios, a saber: la penitencia o arrepentimiento, la confesión y la satisfacción” ().
En primer lugar, la penitencia es el arrepentimiento por el hecho de haber ofendido a Dios e ido contra su voluntad. No debe confundirse, por lo tanto, con la pena como castigo de la ley humana o el arrepentimiento por el dolor que nos ha venido provocado por nuestras malas acciones. Si nos arrepentimos de haber sido adúlteros porque hemos sido descubiertos, y no porque es un acto inmoral, no obtendremos el perdón divino. Así, hay dos penitencias o arrepentimientos: la penitencia saludable o salvífica y la penitencia del miedo. La “penitencia saludable. Ésta procede del amor de Dios más que del temor. Y nos manda dolernos de haber ofendido y despreciado a Dios más por ser bueno que por ser justo” (). A saber, la penitencia saludable es el dolor que sentimos por haber ido contra un Creador bueno, más que el temor a la pena que nos pueda aplicar este. Hemos de recordar que, para Abelardo, las penas y castigos no tienen por qué ir relacionadas con los pecados, ya que obedecen al plan universal de Dios. Como asevera la Biblia, “Los caminos de Dios son misteriosos como la senda del viento” (Ecl. 11: 5). De esta manera, la penitencia saludable es la que nace de repudiar nuestro consentimiento al pecado, porque es la que nace directamente de nuestro acto inmoral. El miedo a los castigos puede darse en cualquiera de nosotros, incluso en el que no ha pecado, porque las penas no están entrelazadas necesariamente con los pecados.
Por lo tanto, el pecado desaparece con un arrepentimiento sincero; “No puede, en efecto, permanecer el pecado con este gemido y contrición del corazón que llamamos «penitencia saludable»” (). Este arrepentimiento es un acto que limpia todo pecado, porque todo pecado es idéntico en su causa, a saber, la ofensa de Dios. En tanto que nos arrepentimos sinceramente de ofender a Dios por, por ejemplo, haber cometido adulterio, no podemos no arrepentirnos de ofender a Dios por haber asesinado. Sería paradójico, en opinión del dialéctico, que nos arrepintiéramos de un acto y no de otro, teniendo los dos el mismo motivo de arrepentimiento. De este modo, “Todos los que se mantienen en el amor de Dios se salvan necesariamente. Salvación que no puede darse manteniendo un solo pecado” ().
Debemos, para entender esta última afirmación, matizarla con otras partes de la obra de Abelardo, para que no lleguemos a pensar que él cree que únicamente aquellos que se mantienen en una perfección moral excelsa, como maestros estoicos, se salvan. Hemos visto a lo largo de este trabajo que el filósofo es consciente de que es imposible vivir sin haber cometido pecado alguno, aunque sea venial, en tanto que somos seres tentados constantemente al pecado. Según Abelardo, por lo tanto, no se trata de que el ser humano no peque nunca, sino de que se arrepienta de todos y cada uno de los pecados. No debe el hombre poner excusas a su acción inmoral, sino que debe asumir los pecados que ha cometido y tratar de evitarlos en la medida de sus fuerzas.
Aunque el sistema de Abelardo, de cuño racionalista, confía en la potencia humana para discernir entre la virtud y el pecado y para recapacitar y arrepentirse, dicho arrepentimiento únicamente le llega si obtiene la gracia divina. Sigue en este punto a San Agustín, quien afirmó que
Presta Dios su ayuda con admirables y ocultos modos cuando el pecado que habito en nuestros miembros (..) no reina, como nos amonesta el Apóstol, en nuestro cuerpo mortal para satisfacer sus antojos, ni nosotros le presentamos nuestros cuerpos como arma de iniquidad ().
A pesar de que encontremos grandes similitudes entre la moral liberal del occidente contemporáneo y la de este filósofo, no debemos olvidar que es un pensador medieval, cristiano católico, y que debe atenerse al dogma de la Iglesia. La moral de Abelardo se sostiene sobre premisas que no pueden ser aceptadas por un sistema moral ateo como el occidental actual.
Para evitar el pelagianismo, que defendía que la gracia era superflua para la salvación, la santa Iglesia católica propugna la existencia del pecado original y la necesidad de la gracia, concretada en el sacrificio y resurrección de Cristo, para la salvación del hombre. Consciente de esta tesis, Abelardo afirma que “Dios condona el pecado cuando —como dijimos— inspira a alguien un gemido de arrepentimiento por el que se hace merecedor del perdón” (). La penitencia saludable procede, necesariamente, de Dios, y no se da sin su acción. En qué medida el hombre es libre de aceptar dicho arrepentimiento o de rehuirlo es algo que no está expuesta explícitamente en la filosofía de Pedro Abelardo, y deberemos esperar a las grandes sumas teológicas del siglo XIII y a la polémica española De auxiliis () para ver las más complejas sistematizaciones de la relación entre libertad y predeterminación.
Aun así, podemos discernir en la teoría de Abelardo que la libertad es fundamento de la salvación, y que, junto a la gracia divina, es requisito indispensable para la misma. El hombre, al igual que daba consentimiento al vicio, debe dar consentimiento al malestar del arrepentimiento.
Tras alcanzar el arrepentimiento, llega el momento de la confesión. La confesión no se realiza a Dios, quien, evidentemente, conoce ya nuestros pecados, sino a otros fieles, prominentemente a los sacerdotes. Así,
Los fieles se confiesan mutuamente sus pecados por diferentes razones (…) lo hacen para ser ayudados por las oraciones de aquellos a quienes nos confesamos. Y también porque, con la misma humillación de la confesión en que estriba una buena parte de la penitencia y con la exteriorización de la penitencia, se consigue una mayor indulgencia ().
La confesión es, por lo tanto, una ayuda para la penitencia, que la estimula y la acentúa. Podemos confesar abiertamente que hemos pecado cuando no tenemos remilgos en aceptar que nuestra acción es inmoral, cuando no buscamos excusas a nuestro pecado y nuestro arrepentimiento es sincero. Sin embargo, aunque la confesión sea una ayuda, no es fundamental, ni siquiera necesaria, para la salvación. Debemos remarcar nuevamente que la moral de Abelardo se basa en las intenciones, no en las acciones, y la confesión es una acción, por lo que está sometida al azar de las circunstancias y a la posibilidad de tornarse mala a pesar de nuestra intención. Es por esto por lo que “muchos podrían diferir e incluso omitir la confesión sin pecado. Tal sería el caso de quien creyera que su confesión reportaría más daño que provecho” (). Daño que puede ser para sí mismo como para otros. La confesión consta de dos elementos: el que se confiesa y aquel que escucha la confesión. Si el oyente va a emplear la confesión en su provecho, ya sea extorsionando al pecador o contándoselo a sus enemigos, es mejor que aquel que se quería confesar no lo haga (). Aprovecha aquí Abelardo para lanzar duros reproches a miembros de la comunidad eclesiástica, en un tono que recuerda al de Lutero o al del Lazarillo, diciendo que
Entre los prelados de la Iglesia hay muchos que no son piadosos ni discretos. Son, por el contrario, ligeros para descubrir los pecados de quienes se confiesan. De donde resulta que confesarse con ellos parece no sólo inútil, sino también pernicioso ().
La crítica de Abelardo continúa y sube de tono, afirmando que
Hay sacerdotes que engañan a sus súbditos no tanto por error, cuanto por avaricia, llegando a condenar o a eximir de las penas impuestas como penitencia a cambio de un donativo en dinero ().
De aquí deduce una conclusión que también le costará la condenación por hereje, ya que llega incluso a decir que “esta discreción y santidad que el Señor dio a los Apóstoles no se la concedió por igual a sus sucesores” () y que “el poder concedido a Pedro, según ya dijimos, no les fue concedido de ninguna manera a todos los obispos” (). Por qué estas afirmaciones son heréticas y qué problemas acarrearon a Abelardo es algo que determinaremos en el siguiente apartado
Por último, cabría hablar de la satisfacción, en la que el filósofo apenas se introduce, y que podríamos explicar como la gratificación final que obtiene el alma al ser perdonada por el Señor. Esta satisfacción se llevará a sus últimas consecuencias en la salvación eterna.
3. Objeciones
Como todo sistema filosófico cristiano de la Edad Media, la obra de Pedro Abelardo debía conjugar la coherencia lógica con la armonización con la dogmática católica; el margen que separaba a la opinión singular de la herética era muy estrecho y ha variado en gran medida a lo largo de la historia de la Iglesia. No fue, por ejemplo, hasta 1854 que la purísima concepción se aceptó como dogma de la Iglesia, y autores como Santo Tomás de Aquino se opusieron a la misma. Por lo tanto, vemos que es harto difícil conjugar todas las tesis con la teología canónica. El caso de Abelardo es interesante, porque ya en vida tuvo que enfrentar objeciones y condenaciones por parte de la Iglesia, la más importante de todas la del Concilio de Sens entre 1140 y 1141. En el siguiente apartado veremos cuáles fueron las tesis más importantes de la moral de Abelardo que fueron condenadas en dicho Concilio.
3.1. Objeciones teológicas
El Concilio de Sens fue motivado por San Bernardo de Claraval, quien afirma de Pedro Abelardo que “La misma fe y religión no le inspiran ningún sentimiento de respeto y reverencia” (Bernardo, 1994, p. 131). Aunque podamos pensar que estaba siendo demasiado severo, las tesis que saca a colación iban firmemente en contra de la dogmática teológica de la Iglesia, aunque Abelardo lo negara más tarde en su confesión de fe.
En primer lugar, la tesis de que “6. Basta el libre albedrío para hacer alguna cosa buena” (Bernardo, 1994, p. 131), va en contra o limita el poder de la gracia divina, lo cual podría interpretarse como pelagianismo, aunque, como estudiamos anteriormente, Abelardo sí hace necesaria la gracia para la salvación del hombre. Hasta dónde se entienda exactamente que llegan las acciones buenas del hombre es algo crucial para determinar la posible herejía del dialéctico.
En segundo lugar, “9. Los que crucificaron a Cristo ignorándolo no pecaron, y donde hay ignorancia no hay culpa” (Bernardo, 1994, p. 149). Vemos nuevamente que, a pesar de que Abelardo afirme esto, también asevera que el ignorante de la fe pierde la salvación igualmente.
Finalmente, san Bernardo trata el tema más problemático de la moral de Abelardo, que es que “12. Las obras no hacen al hombre mejor o peor”, y que “19. El pecado no es el acto en sí mismo, ni la voluntad ni la concupiscencia o el placer que inducen a la voluntad” (Bernardo, 1994, p. 150). La negación de la importancia de las obras para la salvación, siendo harto lógica desde la perspectiva de un Dios que lee las intenciones, se opone frontalmente a la salvación por las obras de Santiago. Aquí no hay resquicio alguno desde el que apoyar la inocencia de Abelardo, a no ser que afirmemos que el apóstol habla de acciones en sentido figurado, como consecuencias necesarias de las intenciones. Ni el Concilio ni San Bernardo lo verán así ().
3.2. Objeciones filosóficas
En segundo lugar, hablaremos de las objeciones que pueden plantearse a la moral de Abelardo desde el punto de vista puramente filosófico, ya que, aunque este pensador afirmara “No quiero ser filósofo si ello significa entrar en conflicto con Pablo” (), es obvio que no pensaba que hubiera tal conflicto, sino que defendía la armonización entre un sistema racional y la teología dogmática.
Dentro de las objeciones filosóficas, cabría empezar por el problema que supone el concepto de voluntad y consentimiento. Efectivamente, el concepto de “voluntad” ha conllevado problemas a todo sistema filosófico que haya defendido su existencia en tanto que capacidad humana para llevar acciones a cabo únicamente por su propia decisión. El problema fundamental, como puede observarse en el anterior párrafo es que es difícilmente definible y/o demostrable. Efectivamente, si entendemos “voluntad”, siguiendo a Pedro Abelardo, como la capacidad de dar nuestro consentimiento a un vicio o una virtud, distinguiéndola de la acción misma de realizar el acto vicioso o virtuoso, ¿necesitamos realmente hablar de la “voluntad” del agente para explicar la acción viciosa?
Podríamos, estipulando un sistema racional del mundo, donde se produjera un determinismo absoluto, entender que aquello que llamamos “voluntad” no es sino la sensación de actuar conforme al vicio o conforme a la virtud. Podríamos pensar, como dice Spinoza, que tanto la voluntad, así como la libertad, “tan solo consiste en que los hombres son conscientes de su apetito e ignorantes de las causas por las que son determinados” (). Es lo que también propugnaron los estoicos (), y parece ser la postura más coherente con un determinismo ontológico.
Podemos apelar, sin embargo, a Dios para explicar la voluntad del hombre, puesto que el Creador, en tanto que hizo a este a su imagen y semejanza, y es sumamente libre, creó al humano libre a su vez. Sin embargo, esta defensa es teológica más que filosófica, en la medida en que no da razones para la libertad como tal, ya que definirla implicaría exponer sus causas. Desde el punto propio de la filosofía, es complejo conjugar libertad y determinismo, aunque actualmente se han realizado tentativas () de llevarlo a cabo. Sin embargo, en tanto que Abelardo soluciona este problema por la vía teológica, no debía concebir que hubiera un problema real en su sistema
En segundo lugar, podríamos hablar de cómo definimos qué es pecado, ya que, si decimos que “pecar es despreciar al Creador” (), debemos entender qué acciones suponen un desprecio para el mismo. En lenguaje moral laico, podríamos afirmar esta problemática como la propia de la explicación de qué es malo. Sin embargo, y aparte de lo proscrito por las Sagradas Escrituras, no podemos establecer un criterio moral siguiendo la doctrina de Pedro Abelardo. Esto supone el empleo de la falacia de autoridad. Además, asumiendo el propio argumento como válido, es problemático a la hora de afrontar situaciones novedosas que no hayan sido contempladas en la Biblia, como, por ejemplo, la contaminación de la biosfera. La única salida es interpretar aquí, nuevamente, las Sagradas Escrituras en sentido alegórico, entendiendo, por ejemplo, que la amenaza que lanza Yahvé a Moisés frente al Jordán de secar Israel si el pueblo hebreo se aleja de Él significa que contaminar la tierra es pecar contra Dios, o mejor dicho, que la contaminación de la tierra es consecuencia de nuestros pecados. Sin embargo, aquí no estamos estableciendo positivamente qué es y qué no es inmoral, sino únicamente explicando nuestros criterios morales previos mediante la Biblia. Puede caer, por lo tanto, el sistema filosófico de Pedro Abelardo en la circularidad, a saber; es inmoral/moral porque lo dice la Biblia, lo dice la Biblia porque es inmoral/moral. La conclusión a que llegamos aquí es que se utiliza el texto bíblico, más que como un conjunto de mandatos morales cerrados, como una herramienta de interpretación de situaciones concretas, por lo que se le niega realmente el carácter de principio moral que intentaba defender Abelardo.
3.3. Conclusiones
En definitiva, podemos ver a lo largo de este trabajo que, aunque la filosofía de Abelardo se postula como una actividad racional y puramente humana, se sostiene, por lo menos en sus tesis morales, en afirmaciones teológicas presupuestas. Esto no supone un problema como tal, sino más bien una clarificación de su obra, ya que se ha tendido a ver en la figura del dialéctico un preludio del racionalismo ilustrado, lo cual está radicalmente alejado de sus posturas. Abelardo es católico, y en su filosofía busca explicar racionalmente el dogma a todos los niveles, destacando el nivel moral, porque efectivamente cree que el hombre es libre por la gracia de Dios y que solo se salva si lo obedece. Como explica Coppleston, Abelardo “no pretendió negar la Revelación ni disolver el misterio con explicaciones” ().
Esta fuerte convicción religiosa lo aleja del secularismo actual. Efectivamente, la moral contemporánea, plasmada eminentemente por el ironismo liberal de Rorty y el pensamiento débil de Vattimo, entiende que
la moralidad no es un asunto de obligaciones incondicionales impuestas por una autoridad divina o cuasi-divina sino más bien es algo improvisado por un grupo de gente tratando de ajustarse a sus circunstancias y lograr sus metas mediante esfuerzos cooperativos ().
Sin embargo, observamos que en múltiples afirmaciones cardinales su moral es sorprendentemente actual, principalmente en su tesis de que son las intenciones las que hacen a los actos buenos o malos, y que el ser humano adulto y racional es responsable de sus acciones en tanto que libre. Gracias a esta relación podemos ver claramente cómo nuestras concepciones morales no son sino una secularización de ideas cristianas; una reinterpretación, en clave humanista, de las lecciones de la Iglesia. Así, por ejemplo, “para Vattimo, la secularización es cristianismo por otros medios” ().
Efectivamente, y desde una perspectiva según la cual no existe algo así como la moral natural o metafísica, podemos observar la herencia abelardiana en la moral liberal occidental. La secularización de ideas como la igualdad, que ha llevado al feminismo o a las filosofías lgtb, la racionalidad y la libertad, que son presupuestos de la democracia, nos demuestran, no que el sistema de Abelardo es inválido en su completitud, sino que hemos absorbido de él, y de toda nuestra tradición, aquellos elementos que más nos han interesado, tanto a nivel metafísico como moral. El ejemplo de la moral de Abelardo nos muestra cómo la filosofía avanza siempre más allá de sus propios autores, en constante germinación y debate.
Bibliografía
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Mata García, G. (2011). “¿Fue Pedro Abelardo un externista moral?”. ENDOXA, 1(28), 99–114. https://doi.org/10.5944/endoxa.28.2011.5293.
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