Resumo
La obra de Jean Améry es uno de los intentos más notables de reflexión filosófica crítica y sistemática realizada por un superviviente del Holocausto. Jean Améry ejemplifica a través de su propia persona y de su escritura un ethos inflexible de humanismo radical, frente a un mundo transformado por el totalitarismo en ámbito de extrañamiento. En este artículo queremos acercarnos a su pensamiento desde la perspectiva de la original teorización del resentimiento que en él se desarrolla. Una reflexión sobre la condición humana y sobre la exigencia de justicia y reparación entendida como ontología negativa de la condición humana y como una moralidad que teoriza el futuro como una suerte de imposibilidad.
Palabras chave
EL RESENTIMIENTO COMO ONTOLOGÍA NEGATIVA EN JEAN AMÉRY
José Antonio Fernández López
EL RESENTIMIENTO COMO ONTOLOGÍA NEGATIVA EN JEAN AMÉRY
Agora. Papeles de Filosofía, vol. 41, núm. 2, 2022
Universidade de Santiago de Compostela
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Recibido: 04/04/2021
Aceptado: 30/06/2021
Resumen: La obra de Jean Améry es uno de los intentos más notables de reflexión filosófica crítica y sistemática realizada por un superviviente del Holocausto. Jean Améry ejemplifica a través de su propia persona y de su escritura un ethos inflexible de humanismo radical, frente a un mundo transformado por el totalitarismo en ámbito de extrañamiento. En este artículo queremos acercarnos a su pensamiento desde la perspectiva de la original teorización del resentimiento que en él se desarrolla. Una reflexión sobre la condición humana y sobre la exigencia de justicia y reparación entendida como ontología negativa del ser humano y como una ética de la imposibilidad.
Palabras clave: Jean Améry; Auschwitz; historia; resentimiento; víctima; ontología negativa.
Abstract: Jean Améry’s work is one of the most notable attempts at philosophical reflection by a survivor of the concentration camps. He exemplifies through his own person and his writings an ethos of radical humanism, in front of a world transformed by totalitarianism in the realm of strangeness. In this article I want to approach Jean Améry's thinking from the perspective of his original theorization of resentment. A reflection on the human condition and on the demand for justice and reparation understood as negative ontology of the human condition and as a morality that theorizes the future as a kind of impossibility.
Keywords: Jean Améry; Auschwitz; history; resentment; victim; negative ontology.
1. Introducción
Jean Améry (Viena 1912-Salzburgo 1978) destaca como una figura realmente singular dentro del conjunto de supervivientes del Holocausto que han testimoniado sobre la catástrofe por la naturaleza profundamente filosófica de sus textos. Puede afirmarse sin ambages que, en sentido estricto, su obra representa prácticamente el único intento consistente de reflexión filosófica crítica y sistemática realizada por un superviviente de los campos (en su caso, Breendonk, Auschwitz y Bergen-Belsen). Jean Améry ejemplifica a través de su propia persona y de su escritura un ethos inflexible de humanismo radical, frente a un mundo transformado por el totalitarismo en ámbito de extrañamiento. La pérdida del propio mundo y de la propia identidad representan en Améry una exigencia reflexiva que, vinculada a la memoria, se torna demanda y compromiso ético. En una serie de trabajos ensayísticos de carácter autobiográfico, aplicará su vigor moral y artístico al esclarecimiento de la condición humana y de la identidad judía, a la reflexión filosófica sobre la esencia y dignidad del sujeto de la historia, pero, sobre todo, a la denuncia de un mundo que prosigue su devenir olvidando a las víctimas.
Novelista vocacional desde su juventud, crítico cultural y articulista de reconocido prestigio en el mundo germanohablante de los años cincuenta y sesenta, su auténtica existencia literaria no comenzará, sin embargo, hasta la publicación de Jenseits von Schuld und Sühne en 1966. Marcado por un destino inclemente y trágico, este “escritor en alemán” expulsado de su propia comunidad lingüística por el nacionalsocialismo, autoexcluido de ella por propia decisión cuando el retorno era ya posible, se hará poseedor de una voz distinta y marcadamente original entre los escritores alemanes de su época. Su prosa, sobria y precisa, sin concesiones, da cuenta de la violencia padecida, atemperada por una ironía que mantiene a cierta distancia hechos y circunstancias frente a los que todo ser humano es vulnerable. El resultado son unos textos de innegable autenticidad, en los que la enormidad de las realidades de las que se testimonia encuentra veraz expresión estilística y filosófica. Mediante términos cualificados y comedidos, la tendencia reflexiva característica del trabajo de Améry se decanta por el modelo de expresión ensayística adecuado a la necesidad existencial de quien, una vez superadas todas las reticencias, una vez vencido el vértigo de afrontar el pasado, está dispuesto a retornar al universo concentracionario. Pero este retorno, substanciado en la escritura, se tornará progresivamente ineluctable circularidad y destino trágico. La teorización de la quiebra del espíritu, las secuelas morales de la violencia y su repercusión en la conciencia individual, la obligación e imposibilidad de una identidad judía, que parten de un mismo e inevitable origen, se vuelven irresolubles a partir de una misma y limitadora conclusión intelectual. Forzado por lo irremediable, el superviviente sellará la imposible apertura al futuro dando cuenta ensayísticamente de la existencia que envejece, de una vida cuya única afirmación es la determinación, brutal y consciente, de un último gesto de auténtica libertad y dignidad. En la lucidez desgarradora de los ensayos de Améry late su propia enfermedad incurable y se traza una línea divisoria entre dos mundos incomunicables, el del hombre que ha presenciado el instante de la muerte y el que no cesa de morir.
La singularidad de Améry como pensador reside en el hecho de que afronta un ámbito de reflexiones que, pudiendo ser tildado grosso modo de “existencialista”, poseen una intencionalidad y un desarrollo extremadamente personal a la vez que radicalmente ceñido a la historia del siglo XX; un intelectual en cuya vida y obra se encarnan de forma excepcional las vicisitudes de un hombre de espíritu víctima de la violencia extrema. En sus ensayos, la conciencia del sujeto y la memoria histórica se tornan herramientas al servicio de una ética intransigente en su exigencia, inquebrantable hasta el final en la búsqueda de un camino moral más allá de las ideas convencionales de “culpa y expiación”. Habiendo abordado en trabajos anteriores distintos aspectos de su obra, en este artículo queremos acercarnos al pensamiento de Jean Améry desde la perspectiva de su original teorización del resentimiento. Víctima de la tortura extrema y del confinamiento en el Lager, de la negación absoluta de lo humano desarrollada por el nacionalsocialismo, Améry, que verá desaparecer su mundo y los valores que lo sustentaban, reivindicará como superviviente la memoria no sólo de los caídos, sino de su propia existencia aniquilada. Una exigencia de justicia y reparación cuya formulación frustrada devendrá en ontología negativa de la condición humana y en una moralidad cuyo corolario será el resentimiento.
2. La percepción de la víctima
Auschwitz posee un carácter y un significado universal porque supone una quiebra de la razón tan vinculante que no puede ser obviada. Es uno de esos acontecimientos en los que, haciendo trágica evidencia las palabras de Benjamin, “se halla conservada y realizada y en la época, el curso entero de la historia”, un hecho epocal que se proyecta universalmente (Benjamin, 1998, p. 140). La existencia de una dimensión psicológica vinculada al mal y al sufrimiento, es una circunstancia que no puede ser obviada por la filosofía después de Auschwitz. Vinculada al trauma, es consubstancial a la filosofía negativa que se erige como alternativa de nueva racionalidad y a todo intento de representación de la Shoá. Tal como ha puesto de relieve LaCapra, el Holocausto, hecho histórico objetivo, fue una vivencia padecida por un conjunto de víctimas sobre las que operó una “transferencia traumática” (2016, p. 46). Inherente a la pluralidad de experiencias particulares que en ella convergen, esta restricción psicológica ahonda la ya de por sí compleja significación de este acontecimiento radical. Que la Shoá es una experiencia que cuestiona nuestras categorías tradicionales discursivas y representativas, al tratarse de un “event at the limits” (Friedlander, 1992, p. 3), es algo que Jean Améry ya anticipó a principios de los sesenta. En su búsqueda de una comprensión de Auschwitz, en el plano filosófico y personal, frente al humanismo biempensante y la autocomplacencia cultural, definirá la experiencia por él vivida y nunca superada como “An den Grenzen des Geistes” (Améry, 2002, pp. 23-54). El exterminio del pueblo judío es un acontecimiento “en los límites”, cuya negativa cualidad reside en haber sido una forma de genocidio única en la historia, un acontecimiento que, en palabras de Habermas, “ha cambiado las bases para la continuidad de las condiciones de vida dentro de la historia” (1987, p. 163).
La percepción de víctimas como Jean Améry del devenir de la historia europea posterior a la Segunda Guerra Mundial desembocará en un desaliento frente al que ninguna clase de utopía pudo ser remedio eficaz. Para esta clase de víctimas, la sociedad que emerge de la ruinas de la guerra y que contempla horrorizada el alcance y la magnitud del genocidio perpetrado por el nacionalsocialismo –pasados los primeros instantes de estupor– convertirá su conciencia colectiva en una diluida, autocomplaciente y miope “mirada hacia el futuro” o, tal como es descrito en Unmeisterliche Wanderjahre, “en ella la gente corría hacia delante con una velocidad enloquecida porque tenía que correr; no les estaba permitido mirar atrás” (Améry, 2006, p. 151). No tuvo lugar ninguna revolución ni se produjo ninguna clase de místico renacimiento de lo humano. Los restos psíquico-espirituales del nazismo permanecieron agazapados, transformados en la voluntad, férrea y ambiciosa de crear una nueva Alemania alejada en lo político y en lo social –hasta la exasperación– del reciente e ignominioso pasado. Una empresa optimista tolerada con benevolente paternalismo y un enorme interés estratégico y económico por los “antiguos enemigos”. Críticos y escritores de la generación de la inmediata posguerra consignan la recepción, por parte de Alemania y de Austria, de una “libertad regalada”. Habiendo hecho todo lo posible por arrebatar a otros pueblos la libertad, hicieron bien poco por recuperar la suya. Derrotado el Reich militar e ideológicamente, no tuvo que realizar ninguna capitulación moral, “pues moralmente ya habían capitulado sin condiciones en los años treinta” (Grass, 1996, p. 80). En los tres años que siguieron al final de la guerra hubo muchos alemanes que hicieron lo posible por advertir lo que había significado de quiebra moral de una nación el nazismo. Un brevísimo período de análisis y de compunción social, un corto período para “la verdad”, en el que iniciativas literarias de la llamada “emigración interior”, como las emprendidas por Eugen Kogon o las articuladas en torno a Der Ruf, editada por Hans Werner Richter y Alfred Andersch, mostraban una singularísima mezcla de exaltación democrática, elitismo moral ensoberbecido y elocuencia bélico-heroica, con una no demasiado sorprendente filiación al lenguaje fascista (Sebald, 2003, pp. 113-132). De hecho, tal como reseña con acerado criticismo Améry, se daba el insólito e inaudito hecho histórico de “una intelligentsia alemana de izquierdas en su conjunto, además del fenómeno inaudito de que esta intelectualidad de izquierdas no tenía un soporte judío; todo aquello que el provincianismo de derechas había achacado durante décadas a los judíos lo realizaban ahora hombres de raza alemana con maestría” (Améry, 2006, p. 155). A esas minoritarias iniciativas se unieron las de una serie de intelectuales, algunos de ellos judíos, que, tras el exilio, volvían al territorio de la nueva RDA (Anna Seghers, Bodo Uhse, Bertold Brecht o Ernst Bloch) o las de aquellos que se aún vivían en el extranjero (Thomas Mann, Lion Feutchwanger o Stefan Heym).
Améry identifica el punto de retroceso en 1948. A partir de ahí, como si de un manto colectivo de incredulidad se tratara, millones de alemanes comenzaron a comentar entre ellos y a decir a los extranjeros crédulos que les atendían que lo que se contaba del pasado no era del todo cierto, que los horrores habían sido enormemente exagerados por la propaganda aliada y el periodismo sensacionalista. Esta fecha es para el autor un punto de inflexión, la irrupción de una suerte de amnesia autoprovocada en la conciencia alemana de posguerra. Contemplada al principio como una sorpresa desagradable, con posterioridad, ante la magnitud de la mistificación por ella operada, devendrá un cada vez más “recrudecido resentimiento” (Améry, 2002, p. 125). Cuenta Améry cómo, durante un viaje en tren por Alemania en ese año de 1948, cae en sus manos un ejemplar del periódico de las fuerzas americanas de ocupación. En él, un airado lector escribe una carta al director en la que exige la marcha de los aliados y el fin de la humillación del pueblo alemán. Con un lenguaje abiertamente fascista, el lector augura un nuevo y esplendoroso futuro para Alemania. La dejación de responsabilidad moral del pueblo alemán es una cuestión que aún hoy sigue despertando pasiones enconadas y que hace tres décadas generó una enorme polémica intelectual e historiográfica aún no superada.1
Aquellos que, a juicio de Améry, no alzaron la voz ni protestaron, los que miraron hacia otro lado ante la muerte de intelectuales alemanes por ser judíos, cerrarán en las décadas posteriores a la guerra, con su culpa no rehabilitada, la posibilidad de que un judío como él vuelva a ser alemán. ¿Culpables? Años antes de convertirse en un símbolo decadente de postrer culpabilidad, por un delito no declarado hasta el final de sus días (haberse alistado en los meses finales de la guerra en las SS), Günther Grass afirmaba con su característica rotundidad que la “ignorancia” de miles de sus conciudadanos no podía equivaler a una absolución, ya que “si el pueblo alemán no supo lo que pasaba, fue por culpa suya, puesto que una mayoría sí sabía muy bien que había campos de concentración, y quién iba a parar a ellos; todos sabían, podían saber, deberían haber sabido” (Grass, 1996, p. 82). Aunque casi todos sabían que sus vecinos eran detenidos o, si se trataba de judíos, identificados con su estrella amarilla en las ropas, que eran desalojados de los refugios durante los bombardeos y obligados a permanecer en las calles, aunque los habitantes de Weimar sabían que el humo sobre el Ettersberg procedía del crematorio de Buchenwald o que todo el mundo conocía lo que significaban Dachau o Bergen-Belsen, el mito de la incredulidad logró su objetivo y se olvidó el pasado. La nueva y próspera Alemania de los cincuenta debía pertenecer al futuro (Steiner, 2001, p. 136).
A mediados de los sesenta, cuando Jean Améry irrumpió tras un largo silencio ante el público del mundo germano hablante con sus ensayos sobre el exilio, la resistencia, la tortura y el genocidio, las figuras literarias de la nueva República Federal estaban ansiosas por compensar el enorme déficit moral que, hasta aproximadamente 1960, había sido un rasgo de la literatura del período de posguerra (Sebald, 2003, p. 149). El período comprendido entre el fin de la guerra y los años finales de la década de los cincuenta se caracterizó inequívocamente como una época de absoluta enajenación de la culpa por parte de la sociedad alemana. La novelística de Arno Schmidt, Wolfgang Koeppen o Heinrich Böll dan testimonio de “hasta qué punto el hedor de los años cincuenta cortaba la respiración, con qué descaro se exhibían los asesinos entre nosotros y de qué modo la hipocresía cristiana se extendía como una plaga” (Grass, 1996, p. 91). Así, por ejemplo, en Ansichten eines Clowns (1963), Heinrich Böll da la palabra a Schnier, “el payaso”, conciencia mordaz y desarraigada que pasa factura moral a una sociedad hipócrita en la que los antiguos nazis y todos los que se enriquecieron en el Reich, incluidos los miembros de su propia familia, disfrutan de los privilegios de antaño. Por su parte, Wolfgang Koeppen en la coral Tauben im Gras (1951) arremete contra el retorno de los nazis a la Alemania Occidental, denunciando el oportunismo y la restauración que escondía el “milagro alemán”. En ese “país floreciente”, como lo describe Améry, en el cual se está gestando una fascinante combinación de modernidad industrial y tradición histórica, considerado ejemplar por todos sus vecinos y en el que al hombre de la calle parece irle muy bien, se ha producido un milagro verdaderamente curioso. En la superficie, las cosas están sometidas a un “frenesí vital soberbio”; en el fondo, a una “quietud extraña” (Steiner, 2001, p. 123).
Para comprender los obstáculos que Améry hubo de vencer cuando decidió adentrarse en el mundo intelectual alemán, posicionándose sociopolíticamente y creando una obra literaria más allá de lo meramente periodístico, es necesario no dejar de recordar la radicalidad de sus propias vivencias. Este proceso es descrito parcialmente en Örtlichkeiten como la irrupción del “yo literario”, de una primera persona que “era quien quería hablar de Auschwitz, en lengua alemana, por fin después de tantos años” (Améry, 2010, p. 135). El hecho de que experiencias como las suyas fueran un tabú durante casi dos décadas en el discurso público marcó indudablemente su propia posición. Junto a ello, la escasez de voces auténticas en el debate que sus obras generaba, la progresiva transformación de la Shoá en la “industria cultural de Holocausto”, el éxito literario y comercial de algunos relevantes testimonios de supervivientes, representó para Améry algo casi igual de repulsivo que todo el rechazo previo a mencionar “el monstruoso tema de Auschwitz bajo ningún concepto” (Sebald, 2003, p. 150). ¿Cómo poder formular un testimonio crítico sobre la significación de la experiencia concentracionaria por parte de un judío asimilado austriaco, culturalmente alemán por los cuatro costados, en una sociedad que padecía una esquizoide percepción de su pasado inmediato, extremada entre el olvido y los excesos? Améry cree que esto debe ser llevado a cabo sin concesiones, existencialmente instalado en la denuncia, único privilegio de su condición de víctima.
Donde hay un vínculo común entre el mundo y yo, la comunidad entre el mundo y yo, cuya sentencia de muerte todavía por revocar sigo reconociendo como realidad social, se deshace en la polémica. ¿No queréis oír? Oíd, ¿no queréis saber dónde nos puede conducir nuestra indiferencia, en cualquier momento? Yo os lo diré (Améry, 2002, p. 170).
3. Resentimiento
Una hipotética “revolución” del pueblo alemán, un levantamiento contra el poder nazi o, posteriormente, contra el olvido, hubiese podido significar un hermoso punto de partida, un alivio para todos aquellos “condenados a muerte” que, a pesar de todo, sobrevivieron. También, la expresión clara y contundente por parte de esa sociedad del deseo de retorno de aquellos que fueron expulsados de su país, hubiese podido restañar las heridas, mostrando las bondades de la patria, del hogar y de la lengua. O, tal vez, como mínimo y como punto de partida de un renacimiento moral, el deseo sincero de “esclarecer el asunto de la culpa” (Jaspers, 1998, pp. 68-69). Pero esa revolución no tuvo lugar y nada de lo anterior fue propiciado. El retorno no se produjo y el superviviente se vio obligado a contemplar desde su extrañamiento, con una mezcla de deseo y de acritud, a ese pueblo que mostraba tan escaso interés por su condición de víctima (Améry, 2002, p. 102). Por esta razón, la reflexión de Améry sobre la Kollektivschuld del pueblo alemán (“la suma objetivamente manifiesta de los comportamientos individuales”) será inseparable, paradójicamente, de la durísima aproximación que el autor realiza a sus propios sentimientos y, en concreto, del destilado intelectual y moral más singular de los mismos, el re-sentimiento (Améry, 2002, p. 134).2
Nietzsche funda su concepto de ressentiment sobre una teoría psicofisiológica de las emociones. De acuerdo con ella, el resentimiento como actitud moral surge de un padecimiento fisiológico –“la moral de esclavos necesita siempre, para surgir, primero un mundo opuesto y exterior; necesita, por decirlo en lenguaje fisiológico, estímulos externos para actuar; su acción es radicalmente reacción” (Nietzsche, 2003, p. 78). Pero, para destruir positivamente un dolor, la impotencia del esclavo debe crear un contra-dolor cuya intensidad absorba al primero. Por ello, la descarga de sus afecciones es, para el que sufre, la tentación máxima de alivio, el narcótico inconscientemente deseado contra toda clase de sufrimiento. Para el autor de Zur Genealogie der Moral, el que padece esta forma de mal fisiológico lo magnifica, siente fijación por “heridas” pasadas o inventa enemigos a los que poder culpar de su sufrimiento. Este mecanismo de identificación permite aliviar temporalmente el sufrimiento fisiológico y, en este contexto, la venganza real o imaginada se torna potente anestésico. Ciertamente, el análisis nietzscheano de los resentimientos se muestra plausible a la hora de explicar, indirectamente, ciertas formas patológicas de reactividad que socavan el sentido de la humanidad compartida. No obstante, intentar interpretar la idea del resentimiento en Améry en clave del ressentiment nietzscheano, como la respuesta moral apropiada frente a las atrocidades del pasado, nos parece, a todas luces, sesgado (Brudholm, 2008, pp. 91-92). Améry no rehabilita el resentimiento nietzscheano. Afirma de forma irónica en las páginas iniciales de “Ressentiments” que, “la opinión general considera que Nietzsche ha formulado la última palabra sobre el resentimiento” (Améry, 2002, p. 126). Nada le resulta más rechazable por ajeno a nuestro autor, sin embargo, que esa identificación del resentido que realiza Nietzsche en el epígrafe diez del primer tratado de la Genealogie (“su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los senderos clandestinos y las puertas falsas, todo lo escondido le hace el efecto de ser su mundo, su seguridad, su solaz”, 2003, 79). Estas son las palabras de un soñador que alumbró en sus delirios la mística “síntesis del bárbaro y el superhombre”, piensa Améry. A ellas está obligada a darle réplica la víctima que fue testigo de la realización de la crueldad en la alegría festiva de “la fusión del monstruo y del subhombre” (Améry, 2002, p. 127). El resentimiento de Améry comparte solo una característica de la enfermedad moral descrita por Nietzsche, la negativa a olvidar las lesiones pasadas basadas. Pero esta negativa debe inscribirse en su demanda imposible de la única condición bajo la cual podría revertirse ese sentimiento, a saber, la desestimación del pasado. Y como, por supuesto, los perpetradores no pueden satisfacer esta demanda, como el pasado es irreversible, no hay esperanza ni futuro, tan sólo, el memento resentido de las huellas del pasado, del sufrimiento indeleble de una tortura cuasi sacramental y de sus oficiantes.
Sostiene Imre Kertész que “Ressentiments” alberga una idea secreta vinculada a la tarea de escribir. Un escritor que reflexiona desde su condición de víctima aspira a asumir el poder que otorga el derecho y la posibilidad de objetivar, de crear una obra que aborde la existencia victimizada, expresando aquello que “debería ser” o “debería hacerse” para devolverle el sentido al mundo enajenado por la barbarie (Kertész, 1999, p. 78). En el caso de Améry, las implicaciones ético-políticas de su compromiso como intelectual simplemente nos colocan en la antesala del problema, porque en su escritura encontramos, más allá del análisis y la disertación filosófica, una voz que habla de profundis como “víctima que escudriña sus resentimientos” (Améry, 2002, p. 119). A la intrínseca limitación de la escritura para subvertir de manera definitiva el mundo de la memoria, ese “saber inconmensurable, producto de un sufrimiento inconmensurable”, se une la percepción personal de una limitación, burda o sutil, imprecisa en su clarificación, que el superviviente cree experimentar en la sociedad y la cultura del mundo que fue suyo y que ahora siente que le está vedado. La patria perdida es contemplada con resentimiento no porque la justicia haya sido más o menos eficaz con los culpables o porque el ámbito de la culpabilidad fuese más o menos extenso, sino porque no ha propiciado el único contexto que hubiera permitido a la víctima redimir y superar su desamparo. Más allá de la culpa y la expiación, el resentimiento brota como “alternativa moral” cuando el superviviente constata que la historia se va a construir a espaldas de él y de todos los vencidos:
Me resulta imposible aceptar un paralelismo entre mi andadura y la de aquellos tipos que me golpearon con las porras. No deseo convertirme en cómplice de mis torturadores, exijo más bien que se nieguen a sí mismos y me acompañen en la negación. Las montañas de cadáveres que nos separan no se pueden aplanar, me parece, mediante un proceso de interiorización, sino, por el contrario, mediante la actualización, la resolución del conflicto irresuelto en el campo de acción de la praxis histórica (Améry, 2002, p. 129).
El resentimiento impide contemplar el futuro “con ánimo sereno”. Conflicto interno perturbador, se exaspera ante el anhelo frustrado en el plano enfermizo de un debate y de un compromiso sin finalidad ni logros. El resentimiento somete a quien lo padece a un estado antinatural y contradictorio; la conciencia resentida, incapaz de una verdadera paz, de demandar reconciliación, desea lo imposible: “desandar lo ya vivido y borrar lo sucedido” (Améry, 2002, p. 128). Este deseo trágico e imposible provoca un dolor y una nostalgia tan solo mitigables desde el peligroso bálsamo de la ensoñación, con efectos aún más dolorosos que el mal que pretende curar. En Améry, un célebre aforismo de su admirado Hölderlin en Hyperion resulta tristemente revelador. “El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.3 Los sueños confesados del autor son sueños imposibles, “ensoñaciones optimistas”: la voluntaria transformación moral de la nación alemana; un país, antaño violento y represor, convertido en una tierra a la que cada una de las víctimas exiliadas pudiera volver para vivir de nuevo; la restitución de la patria perdida y la vuelta a los paisajes de la juventud ahora reapropiados (Améry, 2002, p. 144). La “imposibilidad de ser alemán”, la incapacidad para olvidar, solo pueden ser entendidas si intentamos comprender la significación que Améry concedía a sus orígenes como austriaco de provincias. Vorarlberg, donde la familia Mayer vivía desde generaciones, el Salzkammergut, donde creció, proporcionaron un fondo y unos antecedentes a su emigración y exilio cualitativamente distintos que los que hubieran podido aportar, Praga, Viena o Berlín (Sebald, 2003, p. 162).
El resentimiento como actitud moral implica el rechazo de toda posible “ética de la reconciliación”. Su fundamento no es ningún postulado teórico, sino un evidente principio ético de naturaleza empírica: “la verdad moral de los golpes que aún me resuenan en el cráneo” (Améry, 2002, p. 131). Este resentimiento no es deseo de venganza ni sanguinario desagravio por los sufrimientos padecidos. Si todo se redujera a la aplicación de un castigo ejemplar a los verdugos, probablemente el autor podría sentirse hasta satisfecho: Wajs, su torturador en Breendonk, Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, pagaron sus culpas con la vida. La miseria de la condición del verdugo flamenco, en el instante de silencio frente al pelotón que le fusiló, sería suficiente compensación si, en el fondo, todo el asunto se limitara a una confrontación personal entre víctima y victimario. Pero, Wajs de Amberes no era más que un caso entre mil, una simple piedra, afirma Améry, de “la pirámide invertida que sigue clavándose con su vértice sobre el suelo” (p. 132). El resentimiento es una percepción de tan entreverada negatividad que no tolera su resolución mediante el simple y particular ajusticiamiento de un verdugo. En la desazón de su conciencia, el resentido comprueba con dolor la inexistencia en la sociedad a la que interpela de cualquier atisbo de sentimiento de culpa, de asunción de esta, una enajenación del delito colectivo de tal magnitud que transforma los actos de justicia individual en un simulacro de responsabilidad. Prueba de la escasa voluntad colectiva de restitución y justicia, de la verdadera conciencia de la sociedad alemana de aquel entonces (1963-1965), fueron los diferentes procesos judiciales que se iniciaron en la RFA, tras el famoso juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén. En el proceso de Auschwitz en Frankfurt, decenas de SS fueron juzgados. Los periódicos alemanes publicaron extensos reportajes sobre sus crímenes (todos ellos eran responsables directos como ejecutores del genocidio de centenares de miles de seres humanos, asesinos y torturadores como Oswald Kaduk, capataces y burócratas de la muerte como Robert Mulka, responsable del suministro de Zyklon B en Auschwitz). Gracias a la pericia e inteligencia del fiscal Fritz Bauer la reconstrucción criminalística del exterminio alcanzó un rigor inédito. Y, sin embargo, como consecuencia de un código penal no actualizado, anclado en el siglo XIX, y que no contemplaba la existencia de delitos como los que allí se juzgaban, con una doctrina jurídica que tendía a exculpar a los que, de una u otra forma, cumplían órdenes, la mayoría de los procesados solo pudieron ser condenados por complicidad, no por asesinato (Renz, 2011).
En su análisis de la culpabilidad colectiva del pueblo alemán, Améry no olvida a los “otros alemanes”, a los buenos camaradas, que como náufragos emergían en medio de un mar de traición e indiferencia, algunos de los cuales permanecen en lo más hondo de sus evocaciones, con el temor de que, probablemente, su destino no acabara bien. Pero, a pesar de la calidad de su testimonio, y por lo excepcional de este, prevalece, por encima de todo, la idea de una Kollektivschuld no asumida, la cual “subsume la culpa de cada alemán particular –responsable de sus acciones y omisiones, de sus palabras y sus silencios– que se transforma en la culpa global de un pueblo” (Améry 2002, p. 135). Las generaciones que vivieron todo aquello, sufrieron el inexorable paso del tiempo. Los criminales de antaño, casi sin excepciones han muerto, descubiertos o encubiertos, arrepentidos en su última hora o recalcitrantes en su ideología. Sin embargo, en los años en los que Améry publica su obra ensayística (1964-1978), estos criminales envejecían con dignidad, la “nueva sociedad alemana” era un símbolo de que la regeneración de un país era posible, había cumplido con tanto rigor y apasionamiento aquello que el mundo occidental solicitaba de ella, que el olvido y el perdón habían dejado muy atrás los originales deseos de “reeducación” de la inmediata posguerra. Atónitas, muchas víctimas, y entre ellas Améry, sintieron aquellos años la cruel paradoja de un destino ingrato, la condena de las víctimas:
Insisto, la culpa colectiva pesa sobre mí, no sobre ellos. El mundo, que perdona y olvida, me ha condenado a mí, no a aquellos que asesinaron o consintieron el asesinato. Yo y la gente como yo somos los Shylocks, no solo moralmente condenables a los ojos de los pueblos, sino también estafados en nuestra libra de carne. El tiempo ha consumado su obra. En silencio (Améry, 2002, p. 138).
4. La identidad como ontología negativa
Tal vez pueda entenderse como una de las consecuencias de esta consumación, la posición crítica de Améry con respecto a la juventud alemana. Focalizada en los colectivos juveniles de extrema izquierda, de enorme relevancia en la vida política y social alemana de finales de los sesenta y principio de los setenta, la postura de Améry trasciende claramente el marco del debate político y filosófico. Preocupaciones existenciales profundas encienden su exasperación frente a la interpretación de la historia que estos jóvenes exhiben de modo desacomplejado. Esta joven generación, que ponía en práctica una suerte de desobediencia retrospectiva, intentaba oponerse a las instituciones de la RFA, desarrollando la resistencia al sistema que sus padres y abuelos no habían sido capaces de oponer frente al Estado nacionalsocialista. Ello suponía, entre otras cosas, valorar como “fascista” el nuevo Estado y calificar como “fascistas” sus acciones. Una peligrosa mistificación, a ojos de Améry, una celebración de la confusión que sancionaba como normal llamar al puro terrorismo “lucha por los derechos civiles” o “lucha por la creación de espacios democráticos”.4 Hacía del asunto algo aún más inaceptable para el autor la profunda solidaridad que estos grupos sentían con las acciones terroristas árabes, su defensa indisimulada de planteamientos antisemitas, sus puntos de vista poco sofisticados, similares a los defendidos por las autoridades rusas, checas o polacas tras la Guerra de los Seis Días (1967), contra el Estado de Israel, que ignoraban la complejidad del mundo judío y que, contradictoriamente, terminaban atacando a parte de las víctimas de aquellos frente a los que se rebelaban en Alemania. La distancia entre el autor y la joven generación alemana, así como con parte del mundo intelectual ya prevenido en su contra, se ensanchará todavía aún más cuando apoye, no sin crítica, al Estado de Israel tras la Guerra del Yom Kipur (1973). No hubo, de hecho, ningún otro intelectual en la escena cultural alemana que defendiera la existencia de Israel tan apasionada e inequívocamente como lo hizo Améry de forma reiterada en libros, artículos periodísticos, en fórums y debates con estudiantes y jóvenes de izquierdas. 5 Cada amenaza contra Israel, que él visitó por primera y única vez en 1976, le provocaba alarma, y cuando, bajo el aspecto de antisionismo, creyó vislumbrar rebrotes de antisemitismo, valoró que su libro, publicado diez años antes, no había perdido ninguna vigencia y urgencia. Personalmente y de forma expresa, dio a la nueva edición de 1977 la intencionalidad de una advertencia, especialmente hacia esos segmentos de la generación joven a los que sus desvaríos ideológicos habían comenzado a exponer, de forma evidente para Améry, a la causa antisemita (Rosenfeld, 1999, p. 109). En este sentido, a juicio de Imre Kertész, el temor de Améry a un triunfo póstumo de los verdugos resultaba infundado. Le parece sorprendente que alguien como Améry identificara las muestras contemporáneas de rechazo u odio a los judíos con el “antisemitismo de la época de nuestros abuelos” y que situara de forma explícita en el mismo plano antisemitismo y Auschwitz (Kertész, 1999, pp. 82 y 84).
El judaísmo en Jean Améry, su singular condición de eso que Isaac Deutscher denominó non-Jewish Jew (1968, pp. 25-40), se halla directamente vinculado a esta idea de “víctima resentida”, fundamental para comprender la idiosincrasia del autor. Sus denodados esfuerzos por clarificar esta identidad están presentes en su incisivo ensayo “Über Zwang und Unmöglichkeit, Jude zu sein”. El vínculo entre la “obligación” y la “imposibilidad” de ser judío no es concebido por Améry como una simple negación o una voluntad negativa, al contrario, sino como el origen de un hondo malestar y un sufrimiento añadido al trauma de la existencia (Heidelberger-Leonard, 1990, p. 17). Habiendo intentado durante largo tiempo ahondar en “ese penoso desasosiego psíquico”, sin que ello le resultara posible, emprendía ahora esa frustrante tarea: “No es que me someta simplemente a esa fatalidad, sino que la reivindico expresamente como una parte de mi personalidad” (Améry, 2002, p. 150).
La imposibilidad, el reverso negativo de su condición personal, la obligación e imposibilidad de ser judío, esa contradicción que acusa “como un dolor sordo”, es, en su caso, la consecuencia de un determinismo histórico cuyos efectos son perennes. ¿No es acaso libre para ser o no ser judío? Si el hijo adolescente de un cazador tirolés de ascendencia judía y de una madre católica austriaca, hubiera decidido, en un mundo no tocado por el nazismo, convertirse al judaísmo o afirmar una cierta vinculación con el pueblo judío, esta acción hubiera podido calificarse como “decisión libre”. Sin embargo, transformarse en judío después del Holocausto, adquirir un nuevo patrimonio religioso o cultural, no sería, para Améry, más que un cambio de identidad, la impostura de una artificial identidad no poseída con anterioridad ni siquiera en germen:
En Vorarlberg, Austria, vivía un tipo, dueño de una taberna y de una carnicería, del que me contaban que hablaba el hebreo con fluidez. Se trataba de mi bisabuelo. No llegué a conocerlo y pronto hará cien años que murió. Antes de la catástrofe, mi interés por el judaísmo y por los judíos era tan reducido que hoy no sabría decir, ni con la mejor voluntad del mundo, quién entre mis conocidos de entonces era judío y quién no. Sin embargo, la infructuosidad de la búsqueda de mi yo judío no impide en absoluto que me sienta solidario con todos los judíos amenazados del mundo (Améry, 2002, p. 172).
La identidad como forma de no-identidad, como obligación moral de identificación con aquellos que han encarnado históricamente –muy a su pesar– la quintaesencia de la condición de víctima. Primo Levi, reflexionando sobre estas cuestiones, afirma en I sommersi e i salvati que para vivir es necesario una identidad, es decir, una dignidad (1995, p. 110). Améry entiende ambos conceptos como coincidentes. Como también el que, si a alguien le han sido enajenados, está condenado a morir espiritualmente. Indica Enzo Traverso con razón que Jean Améry nunca hubiera podido escribir un libro como La tregua (2001, p. 201). Engastada en el bucle del retorno frustrante de lo mismo, una forma de arcana condena exige aquello que ella misma convierte en imposible. “Condenado a no encontrarse”, este superviviente de Auschwitz reflexiona sobre su identidad negativa judía. Al hacerlo cree identificar con precisión el origen de esta condena que pesa sobre él, de ese vagar por el mundo “como un enfermo que padece una de esas dolencias que no causan grandes sufrimientos, pero cuyo desenlace es mortal” (Améry, 2002, p. 169). La lectura en un café vienés, en 1935, de las Leyes de Núremberg, le hizo experimentar una amenaza hasta entonces desconocida, una amenaza de muerte, de privación de la dignidad, de asesinato (2002, pp. 153, 155). A partir de este momento, Améry se considerará como un judío cuya identidad reside en el simple hecho de que “el entorno no me considera expresamente como no-judío” (p. 168). Esta obligación se convertirá, en su caso, una vez pasada la catástrofe y sobrevivido a ella, en la exigencia de no olvidar el acontecimiento catastrófico de Auschwitz. Una forma de disposición anamnética “frente” al mundo personal perdido para siempre, pero, también, “hacia” aquellos otros que padecieron por su condición de judíos como si irrumpiese una catástrofe natural y que tuvieron que sufrir olvidados de Dios, de la historia, de cualesquiera esperanzas religiosas o políticas. Ser judío significa, para Améry, “sentir en el fuero interno la gravedad de la tragedia pasada” (2002, p. 167). Una forma de solidaridad auto-identificativa, un vínculo entre la historia y la estructura íntima de su conciencia, y, por ello, parte irrenunciable de su identidad. Este sentimiento de cercanía con los judíos amenazados podría confundirse con una suerte de práctica humanista, característica de otros contemporáneos no judíos que pasaron por los campos, como Robert Antelme, David Rousset o Tadeusz Borowski. Améry rechaza una apreciación de esta clase. Despojado de su formación humanística, piensa, sería mucho más pobre de lo que ya es, perdería esa armazón intelectual que le permite soportar la vorágine absurda del mundo; desvinculado del judaísmo que padeció el Jurban, la catástrofe, y que aún sigue amenazado, perdería su condición humana: “sin el sentimiento de afinidad con los amenazados sería un exiliado de la realidad que renuncia a sí mismo” (2002, p. 168). Parece una locura, confiesa Améry, postular la idea de identidad a partir de un acontecimiento catastrófico, pero siente que es a todas luces imposible una comprensión diferente del asunto. Para él es un hecho psicosocial e histórico incuestionable: las víctimas no adquirieron su verdadera condición en la Conferencia de Wansee o en la mente de Himmler o de Heydrich, sino en su reclusión y tortura en Auschwitz. Por eso, el número de registro como häftling, tatuado en su brazo izquierdo, siendo extremadamente sucinto contiene, para él, una información “más exhaustiva que el Pentateuco o el Talmud”:
Solo tengo derecho a hablar en mi nombre; y, además, si bien con prudencia, en nombre de aquellos millones de contemporáneos que sufrieron su condición judía [...] Cuando me digo a mí mismo y al mundo, comprendidos los judíos religiosos o nacionalistas y que, por tanto, no me consideran uno de los suyos: “soy judío”, no me refiero sino a las posibilidades y realidades cifradas en el número de Auschwitz (2002, p. 167).
5. Conclusiones
Sin la protección de un mundo de interrelaciones donde poder reconocerse, pertrechado con las armas de una cultura de la que fue víctima, Améry, judío paria de corazón alemán y conciencia desgarrada, experimentará con el progresivo paso del tiempo la perpetuación del olvido, la certeza de todas sus sospechas de que el final podía se “aún peor”: el fracaso de la vida truncada, del mundo perdido, la imposibilidad de ser algo diferente a aquello que se ha sido “obligado a ser”, una víctima. La irreversibilidad del paso tiempo es imparable, no se puede invertir el pasado, y la víctima, siempre culpable, se arrepiente, en medio del resentimiento, del carácter inaprehensible de lo verdaderamente valioso, de su inalcanzable transcendencia: “ahora la ocasión ya se ha escapado y dirija a donde dirija la mirada, aparece escrito en la pared: nunca más” (Améry, 2005, p. 40).
La teorización del resentimiento y de la quiebra del espíritu, las secuelas morales de la violencia y su repercusión en la conciencia individual, la obligación e imposibilidad de una identidad judía, parten de un mismo e inevitable origen y se tornan irresolubles a partir de una misma y limitadora conclusión intelectual. Forzado por lo irremediable, el superviviente sella la imposible apertura al futuro. En la lucidez trágica de la reflexión de Améry sobre el resentimiento y la condición humana, el acto de escribir es a la vez liberación y condena. A pesar de Auschwitz, de su importancia como hiato en la historia y de su carácter de personal huella indeleble, en las aproximaciones ensayísticas de nuestro autor al problema identitario, la tentación del victimismo queda matizada por la excepcional reformulación de la condición de víctima que en estos textos se opera. La reformulación ética y ontológica del concepto de ser humano víctima de la violencia que realiza sorprende como topos novedoso y de insospechadas repercusiones, una estrategia intelectual que contrarresta desde la razón crítica el poder omnipresente del mal infligido. Asistemática en su clarividencia, la moralidad que exhiben los escritos de Améry no es el resultado de ninguna persuasión religiosa, ni tampoco un subproducto de desarrollos filosóficos previos, sino que tiene como fuente la complejidad consciente de la existencia. Una “razón resentida” que se niega a aceptar la naturaleza banal del victimario, así como a proyectar hacia las difusas fronteras de una alteridad genérica, nacional o política, la responsabilidad de mal padecido. A despecho del olvido o del perdón, la exigencia de justicia que esta forma de racionalidad transforma en imperativo moral tiene como finalidad el que las víctimas se conviertan en las protagonistas de su propia historia y de su propio ser: una historia inevitablemente resentida y anamnética; un ser victimizado cuya esencia expresa una teleología invertida que no apunta hacia el futuro, sino hacia un pasado personal que sólo la muerte puede clausurar.
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Notas
1
La Historikerstreit, focalizada en Ernst Nolte y Jürgen Habermas, de enorme repercusión pública en la Alemania de los ochenta, es una consecuencia del proceso de bagatelización y represión de la culpa que estamos describiendo. Esta disputa revisionista, radical y emocional fue desencadenada por Nolte, con la publicación en el Frankfurter Allgemeine del 6-VII-86 de “Vergangenheit, die nicht vergehen will” (“Un pasado que no quiere pasar”), con una serie de especulaciones apologéticas y de ambigüedades en torno a la trascendencia de los crímenes estalinistas y el carácter “preventivo” y “contextualizado” de los crímenes nazis y del belicismo alemán. Habermas responderá cinco semanas después en Die Zeit con un artículo de réplica, en el que plantea cómo esa historización del pasado conduce a una nivelación relativizadora y a una trivialización que vuelve inocuo lo brutal. Los textos con los que se inicia la polémica en Piper, 1987, p. 45 (Nolte) y pp. 62-68 (Habermas). Para la recepción de esta, entre la amplia bibliografía, véase Kailitz, 2001.
2
Karl Jaspers define esta culpa como una realidad que se circunscribe al ámbito de “una penosa responsabilidad política”, la necesidad de “experimentar la indignidad que esa responsabilidad política exige”. La raíz de la que brota la culpabilidad del pueblo alemán se halla, a juicio de Jaspers, en que “la destrucción de todo el orden alemán político y verdadero tiene su fundamento también en el modo de comportarse de la mayoría de la población alemana. Un pueblo responde por su vida política” (Jaspers, 1998, pp. 73 y 83). Sobre la cuestión, a partir de las peculiares relaciones personales de Heidegger, Jaspers y Arendt a partir de 1945, véase Safranski, 1997, pp. 429-448.
3
“O, ein Gott ist der Mensch, wenn er träumt, ein Bettler, wenn er nachdenkt” (Hölderlin, 2014, p. 7).
4
Desde finales de los años sesenta hasta prácticamente su muerte, Améry analizará este fenómeno en una serie de artículos críticos en los que su visión de la protesta frente a la democracia parlamentaria occidental se irá tornando progresivamente más y más escéptica. Entre estos artículos destacan: “Diskussion über den Protest der Jugend” (1967); “Müssen Revolutionäre Flegel sein?” (1972); “Revolution – Fetisch oder Aktualität? (1973); “Für eine Volksfront dieser Zeit” (1974). Todos ellos en Werke B.7, pp. 277-280; 319-337; 378-343; 347-357. Una contextualización del pensamiento y la actitud pública de Jean Améry en los años del terrorismo de extrema izquierda en la Alemania de los años setenta en Riederer, 2013, pp. 177-204.
5
Así, por ejemplo, en “Der ehrbare Antisemitismus” y en “Der neue Antisemitismus”, ambos publicados en 1976 (en W. B.7, pp. 172-199; 159-167. Sobre el antisemitismo de una parte de la izquierda alemana y la posición de Améry, véase Stein, 2011, pp. 72-80.
ISSN: 0211-6642
Vol. 41
Num. 2
Año. 2022
EL RESENTIMIENTO COMO ONTOLOGÍA NEGATIVA EN JEAN AMÉRY
José Antonio Fernández López
Universidad de Murcia
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