El primero de los escritos estéticos recogidos en O lo uno o lo otro comienza con una pregunta: “¿Qué es un poeta?” Este interrogante es solo el punto de partida de la larga meditación que Kierkegaard, en los diferentes momentos de su carrera, dedica al problema de la palabra poética como forma de expresión o comunicación de la verdad de la existencia. Sus observaciones al respecto son tan variadas como los géneros de escritura en los que se ejercita: aforismos, ensayos de crítica teatral, musical y literaria, relatos, diarios y cartas, sermones y fragmentos exegéticos, indagaciones filosóficas y teológicas. En cada uno de estos géneros hay algo de “poesía”, supuesto que “poetizar” sea recurrir a la imaginación para describir y comparar posibilidades de existencia. Pero es preciso notar que Kierkegaard, en el pasaje citado, no interroga el estatuto de la poesía, sino el carácter de aquel que la vive: un poeta (en Digter). En la trama de su pensamiento, el poeta representa una posición discursiva paralela a la de otros sujetos: el ironista, el seductor, la amada, el esposo, el filósofo, el humorista, el pastor, el apóstol, etc. Estos no son siempre “personajes” psicológicamente definidos, sino que se relacionan unos con otros como máscaras, voces o tipos de discurso. Tampoco puede decirse que el “poeta” así entendido se identifique exclusivamente con uno u otro de los pseudónimos de Kierkegaard. Como veremos, algunos de los escritos que publica o planea publicar bajo su propio nombre, dedicados principalmente a temas religiosos, suponen también un tratamiento “poético” de los problemas planteados.
La aplicación de esta figura ha sido examinada desde ángulos diversos. No solo se la tiene en cuenta en estudios referidos al “estadio estético” de la existencia, sino también en trabajos consagrados al problema de la comunicación ética y religiosa. En términos generales, la determinación del papel asignado al poeta cumple una función específica en la interpretación de la estructura retórica o literaria de las obras (sean estas de carácter estético, ético o religioso), tanto como en investigaciones basadas en un abordaje “deconstructivo” de las mismas. En mayor o menor medida, se la analiza asimismo en contextos en los que se describe el temperamento “melancólico”, rasgo que Kierkegaard suele asociar a la poesía y, en particular, a la poesía romántica. Cabe mencionar, por último, todo un conjunto de lecturas especializadas en las que se interrogan determinados aspectos de la escritura poética de Kierkegaard, tales como el recurso a la imagen y el empleo de metáforas.
Frente a estas interpretaciones, no será nuestro propósito volver a caracterizar la posición existencial del poeta en cuanto tal, sino destacar uno de los mecanismos fundamentales de su articulación en los escritos de Kierkegaard, a saber, la tendencia a situar al poeta frente a otra figura con la que mantiene una relación contradictoria, a la vez requerida y rechazada. Se tratará, en otros términos, de esclarecer el contexto dialéctico en el que aquella figura se inscribe, y en el que funciona como matriz de toda una serie de desdoblamientos.
El contexto dialéctico al que aquí nos referimos no es solo el de la oposición entre el “esteta” y el “eticista” en O lo uno o lo otro. Este sería solo un ejemplo de aquello que David Brézis describía como un “antagonismo de figuras” estructuralmente presente en el conjunto de la obra de Kierkegaard. Es cierto que dicho antagonismo se reconoce en la utilización de diferentes nombres de autor, como es especialmente el caso de la relación entre los pseudónimos Climacus (autor de las Migajas filosóficas y del Post-scriptum) y Anti-Climacus (autor de La enfermedad mortal y de la Ejercitación del cristianismo). Pero, si Kierkegaard mismo –como subraya Brézis– “no cesa de abismarse en el espacio que los separa”, es justamente porque el primero de esos pseudónimos aborda el problema del cristianismo a partir de una construcción, en algún sentido, “poética”, mientras que el segundo supone la efectividad de una palabra irreducible a la poesía. De ahí la importancia de las reflexiones de Kierkegaard acerca de la relación entre el elemento poético y el elemento religioso en su propia obra. Al presentarse como “poeta de lo religioso”, él mismo debe esforzarse por crear un tipo de poesía que no es la de los poetas en general. En un trabajo sobre Kierkegaard y el romanticismo, Nelly Viallaneix explicaba de modo similar el desafío afrontado por el poeta de lo religioso: “a través del espesor sonoro de las palabras humanas”, debería poder adivinarse “otra Palabra, la ‘Palabra de vida’”. Veremos también cómo esta tensión entre una palabra “humana” y “otra” palabra reaparece, por ejemplo, en la descripción que Kierkegaard hace de la experiencia religiosa de Job en el Antiguo Testamento.
1. La tensión constitutiva
Al comienzo de O lo uno o lo otro, es el poeta quien formula la pregunta: “¿Qué es un poeta?”. Y es él quien brinda una primera respuesta: el poeta es “un ser desdichado que esconde profundos tormentos en su corazón, pero cuyos labios están formados de tal modo que, desbordados por el suspiro y por el grito, suenan cual hermosa música”. La figura que allí se define es la del poeta melancólico. Los términos que Kierkegaard utiliza en esas líneas permiten afirmar que la articulación de la palabra poética es parte de un continuum cuyos extremos son, por un lado, los “suspiros” y “gritos” del desesperado, y, por el otro, la “música”. Estas observaciones aparecen en el primer aforismo de una serie titulada Diapsálmata, término que puede tener el sentido de “intermedio musical”. En el prólogo al volumen, el pseudónimo Víctor Eremita dice haberlo escogido como título en atención al carácter “lírico” de los aforismos. Hacia el final de la serie, el tono afectivo cambia súbitamente en el momento en que el poeta dice oír una de las melodías del Don Giovanni de Mozart. En la secuencia de los ensayos estéticos de O lo uno o lo otro, el siguiente es el consagrado al “erotismo musical”. Allí, el poeta deja de hablar de su desdicha y se transforma en un enamorado de la música que, además, explica a partir de esta el estadio inmediato de la existencia.
Pero la definición del poeta que se ofrece en los Diapsálmata sigue siendo válida. El poeta existe en el límite entre la dicha y la desdicha. Lo que allí se afirma no es solo la ambigüedad de su naturaleza pasional, sino también el sentimiento de incomprensión que lo separa de su entorno: quienes lo escuchan, aprecian tal vez el valor estético de una obra, pero ignoran el sufrimiento en la que esta tiene su fuente. Uno de los fragmentos subsiguientes ofrece una variación cómica de la misma idea: “Sucedió una vez en un teatro que se prendió fuego entre bastidores. El payaso acudió para avisar al público de lo que ocurría. Creyeron que se trataba de un chiste y aplaudieron; aquel lo repitió y ellos rieron aún con mayor fuerza”. Puede que “incomprensión” no sea, sin embargo, un término lo bastante preciso. Deberíamos, ya en este punto, hablar de una cierta forma de incomunicación. Más allá de la diferencia que Kierkegaard plantea más tarde entre una “comunicación directa” y una “comunicación indirecta”, el discurso del poeta estaría paradójicamente marcado por una resistencia a toda comunicación.
La incomprensibilidad de la posición del poeta está ligada al reconocimiento de sus propias tensiones. Portador de una pena poéticamente incomunicable, este es un poeta que querría no serlo: “prefiero ser un criador de cerdos en Amagerbro, y que los cerdos me entiendan, a ser poeta y que la gente no me entienda”. Entre aquellos que no entienden al poeta están “los reseñistas”, si bien “un reseñista se parece a un poeta como una gota de agua a otra, solo que aquel no tiene tormentos en su corazón ni música en sus labios”. Este es uno de los “desdoblamientos” a los que hacíamos referencia. El reseñista o el crítico literario es ya el “otro” con respecto al poeta, si bien la diferencia entre ambos es indiscernible. La situación se repite en el nivel siguiente: la figura del “esteta”, supuesto autor o presentador de los escritos del primer tomo de O lo uno o lo otro, contiene en sí misma la voz del poeta (el genio creador) y la voz del crítico (el estudioso de las obras de arte). En la segunda parte del libro, el “eticista” vuelve a constatar que el “esteta” es y no quiere ser poeta. El eticista, por su parte, explica esa tensión como “consecuencia de una desesperación no consumada, de un alma que no cesa de oscilar en la desesperación y de un espíritu que no puede alcanzar su verdadera transfiguración”. Su exhortación culmina con un imperativo: “¡desespera!”.
La irrupción del concepto de “desesperación” en este pasaje es significativa. Cuando el eticista pide que el esteta elija la desesperación (Fortvivlelse), lo que hace es invitarlo a captar él mismo su duplicidad, a comprender que este es el rasgo característico de la visión estética de la vida. Le propone pasar de la melancolía, en la que la subjetividad no se experimenta como tal, a la desesperación como experiencia efectiva de una subjetividad marcada por la contradicción. Según los términos utilizados posteriormente en La enfermedad mortal, la desesperación es la desarmonía o la discordancia que afecta al “sí mismo”. Una de las formas de la desesperación es la de “no querer uno ser sí mismo”, y esta encuentra su complemento en la forma aparentemente opuesta, la desesperación de “querer uno ser sí mismo”. Si la explicación ética de la vida estética en O lo uno o lo otro anticipa, a su manera, la dialéctica de la desesperación, es tal vez porque la completa estructura de la obra kierkegaardiana responde a la lógica del desdoblamiento.
2. El poeta y su confidente
En el conjunto de la obra concebida como una reflexión sobre las ambigüedades de la existencia en cada una de sus esferas, la figura del poeta es decisiva. Es el poeta quien padece la duplicidad y quien, desde los primeros escritos pseudónimos, reclama otro discurso, un discurso irreducible al suyo. Lo que el poeta busca es lo que él mismo llama un “confidente” (en Fortrolig). Será preciso prestar atención a este último término y a los diferentes contextos en los que aparece. Leemos en los Diapsálmata: “Aparte de todas mis otras numerosas relaciones, tengo un confidente íntimo: mi melancolía”. Y poco más adelante: “No tengo más que un amigo: es Eco. ¿Y por qué es mi amigo? Porque amo mi pena, y él no me la quita. No tengo más que un confidente, el silencio de la noche. ¿Y por qué es mi confidente? Porque calla”. “Confidente” es aquel a quien se “confía” un secreto, y esa confianza es confianza en el silencio del otro. Ese es el único tipo de “comunicación” que el poeta melancólico es capaz de establecer.
La lectura del relato titulado La repetición nos brinda la oportunidad de describir con mayor detalle este fenómeno. El narrador (Constantin Constantius) traba amistad con un joven enamorado que solicita sus consejos: “Me confesó con enternecedora franqueza que venía a visitarme porque necesitaba un confidente ante el cual poder hablar consigo mismo en voz alta (…)”. En su calidad de observador, movido por un interés puramente “psicológico”, el narrador descubre que el joven es presa de la melancolía. En la segunda sección del relato, el joven ha roto el compromiso con su amada y envía una serie de cartas al narrador. Cada una de ellas aparece encabezada por el vocativo: “Mi callado confidente”. Es el narrador y destinario de las cartas el que observa que el joven “es un poeta”, y que su propia tarea como consejero solo consiste en ayudarlo a manifestarse. Este es uno de los casos en los que se comprueba que la utilización del término “poeta” no implica necesariamente la alusión a una determinada actividad artística. Lo que hace que el joven personaje de La repetición pueda ser calificado como poeta es, más bien, la profusión de sus estados de ánimo y su capacidad de idealizar la relación amorosa sin llegar él mismo a realizarla.
Uno de los aspectos más notables de la escena descripta en La repetición es que el poeta tiene ante sí la posibilidad de otro tipo de desarrollo existencial que él mismo, sin embargo, no escoge. El narrador observa que el joven, tan pronto como comprende que su amor, “humanamente hablando, no puede realizarse”, ha llegado a “la frontera de lo maravilloso”. Es el momento en que el joven poeta comienza a leer el libro bíblico de Job, buscando en él el reflejo de su propia desdicha. El joven descubre entonces en Job un nuevo confidente, o, en todo caso, alguien de cuyas palabras puede servirse para expresar su pena. Si cabe afirmar que en ese punto alcanza, como se ha dicho, “la frontera de lo maravilloso” (det Vidunderliges Grændse), es porque él mismo presiente que Job, el personaje bíblico, se encuentra “en un linde con la poesía” (i et Confinium til Poesien). El paralelo entre estos dos pasajes no es accidental. El linde, confín o límite al que se alude en esas frases es aquel en el que la experiencia poética se pone en relación con la experiencia de un personaje religioso sin confundirse con ella.
La figura de Job es ya, de alguna manera, una figura fronteriza. El límite en el que se encuentra es el de la realidad humana en su relación con lo divino. Por eso el poeta de La repetición destaca el carácter “humano” de Job: no hay en el Antiguo Testamento “una sola figura a la que se acuda con la seguridad, la fiabilidad y la confianza humanas que se depositan en Job”. Este se acerca a la poesía, o al límite de la misma, desde el momento en que busca dar expresión a sus sufrimientos en un lenguaje humano. De ahí que sea posible aprender algo de él. En uno de los Discursos edificantes publicados poco después de La repetición, Job es caracterizado otra vez como un “maestro de la humanidad”. Pero Kierkegaard no deja de observar que Job, según palabras bíblicas, era también aquel en cuya tienda “moraba la confidencia (Fortrolighed) del Señor”. Esta expresión está tomada de una traducción parcial de los libros del Antiguo Testamento, concentrada en los así llamados “escritos poéticos y proféticos”. De acuerdo con este criterio, el libro bíblico de Job es un escrito “poético”. La expresión “confidencia del Señor” corresponde a lo que en otras versiones se traduce como “secreto del Señor”. Lo cierto es que, para Kierkegaard, la relación de “confidencia”, incluso cuando se la describe como una relación humana y cuando es el poeta el que la busca o la rechaza, tiene siempre, indirectamente, una connotación religiosa.
El poeta de La repetición no es el único individuo melancólico con el que nos topamos en las obras de Kierkegaard. En diversos contextos, la melancolía de sus personajes se relaciona con el rechazo de un posible movimiento que los apartaría de su apego a “la inmediatez”. En las Etapas en el camino de la vida, el representante de la visión ética de la existencia (el “esposo”) observa que el poeta permanece en ese plano: “El entusiasmo del poeta está en la inmediatez, la grandeza del poeta está en su fe en la inmediatez y en su fuerza de penetración”. Por eso no toma jamás la “resolución” que lo llevaría a la vida matrimonial. En la tercera parte del libro, esa misma situación es descripta más precisamente como la de un individuo incapaz de establecer una relación de confidencia. En este caso, el que habla no es el esposo, sino el apesadumbrado autor de un diario íntimo: “Ahora veo con claridad que mi melancolía me impide tener un confidente, y sé que el casamiento habría requerido que ella lo fuese. Pero, aunque yo me hubiese manifestado, ella nunca habría llegado a serlo, puesto que no nos entendemos. (…) Yo no puedo hablar con un confidente. Un confidente no pensaría mi melancólica idea con tanta pasión como yo, ni entendería, por tanto, que esta es para mí un punto de partida religioso. Para vivir en confidencia con otro ser humano, es preciso que uno no tenga tales pensamientos…”. Este personaje lleva al extremo el principio de incomunicación al que nos referíamos más arriba. Pero la negativa a relacionarse de manera efectiva con un confidente no es sino la contracara de la búsqueda de esa relación por parte del poeta. En La repetición, el joven no solo rompe su compromiso con la amada, sino que suspende también las visitas a su confidente. Solo retoma una discontinua forma de contacto con él cuando se asegura de que, a través de unas cartas que no exigen respuesta, el confidente pasa a ser un “callado” copartícipe de su melancolía. También en ese caso, lo que se pone en juego en el silencio de la relación de confidencia es la intuición de un “comienzo religioso”.
3. Poesía y dialéctica de la fe
Cabe preguntarse por qué, en las mencionadas obras pseudónimas, es justamente “el poeta” el primero en señalar la posibilidad de un desarrollo religioso de la personalidad. Para aclararlo, habría que prestar atención a una de las muchas observaciones de Kierkegaard acerca de la conciencia religiosa de su época: “En nuestros tiempos nadie se conforma con la fe, sino que se va más allá”. Esta conocida frase del prólogo a Temor y temblor define la situación histórico-intelectual a la que Kierkegaard se enfrenta como autor. Entre aquellos que se proponen ir “más allá” de la fe están, ante todo, los pensadores que buscan dilucidar la esencia de la religiosidad en el marco de un “sistema” filosófico, intentando “trasladar a la forma del concepto todo el contenido de la fe”. De ahí la importancia de esta otra frase que el pseudónimo Johannes de silentio escribe unas pocas líneas más abajo en el mismo prólogo: “El presente autor no es en modo alguno filósofo; es, poetice et eleganter [poética y elegantemente] un copista, que no escribe el sistema ni promesas del sistema, que no se compromete con el sistema ni para el sistema. Escribe porque es para él un lujo, que se hace más placentero y evidente cuantos menos sean los que compran y leen lo que escribe”. En sus diarios, Kierkegaard hace alusión a este mismo pseudónimo como un “poeta”.
Convendrá advertir que aquello que Kierkegaard, a partir de Temor y temblor, querría poner poéticamente a salvo de todo intento de reducción filosófica, no es una religión (entendida como fenómeno cultural o como institución) ni mucho menos una teología (como pensamiento de lo religioso), sino una fe, la pasión en torno a la cual se constituye la experiencia religiosa en tanto experiencia individual. Es el carácter pasional de esta experiencia el que requiere, en su opinión, un tratamiento no ya estrictamente filosófico, sino, en algún sentido, poético, o, como lo sugiere el subtítulo del mismo libro, el recurso a una “lírica dialéctica”. En ese punto, el autor de Temor y temblor no se presenta siquiera como un literato o un escritor, sino como un mero “escribiente” (en danés: Extra-Skriver, un “copista”, según la citada traducción castellana). La expresión poetice et eleganter indicaría, en realidad, solo el modo en que realiza su trabajo: escribir con poesía y buen gusto no es necesariamente lo mismo que ser un poeta. Tal vez por eso puede afirmar más adelante: “no soy poeta y procedo de manera meramente dialéctica”. Pero esto último lo dice en el momento en que interrumpe el examen de una ficción poética que él mismo ha traído a colación. El elemento “dialéctico” de su pensamiento estaría asociado a la necesidad de interrupción de una escritura poética que, por ese mismo motivo, no llega jamás a totalizarse. De ello depende su función crítica con respecto a un pensamiento sistemático. Comparada con la gran empresa intelectual del “sistema”, la suya es una escritura que debe parecer superflua, innecesaria, justificada solamente por el propio placer de escribir.
Cualquiera sea el término que se escoja para calificar ese tipo de actividad, queda claro que se trata de una escritura a la que se confía la capacidad de resistir el movimiento de comprensión y conceptualización que llevaría “más allá” de la experiencia individual de la fe. Frente al ilusorio progreso de la especulación filosófica, la “lírica dialéctica” de Temor y temblor buscaría recuperar para el pensamiento ese punto inicial en el que la experiencia individual es experiencia de una posibilidad no desplegada, para luego señalar a partir de allí el verdadero despliegue de dicha posibilidad. La fe –sobre todo, como en este caso, la del personaje bíblico Abraham– no es solo lo no-conceptualizable, lo que no tiene cabida en un sistema filosófico, sino que es también lo incomprensible para aquel que escribe acerca de ella o a partir de ella. El Extra-Skriver, el copista o el escribiente es aquel que se limita a consignar los rasgos de la experiencia en cuestión a partir de una historia ya relatada. Con ese propósito debe, en primer lugar, re-escribir determinados pasajes del relato bíblico, tal como lo hace en la sección inmediatamente posterior al prólogo. Cada uno de los ensayos de “entonación” que conforman esa sección parece destinado a localizar un punto de incomprensibilidad, aquel en el que no parece posible ir “más allá” del pathos del personaje. Abraham, de hecho, realiza un movimiento, el movimiento de la fe, y una de las tareas fundamentales del autor de Temor y temblor consiste en determinar su especificidad con respecto a otros movimientos posibles. Esa tarea, sin embargo, reclama el pasaje a una “dialéctica”.
Hemos visto que, en las primeras obras de Kierkegaard, lo que se resiste a la comprensión y a la conceptualización recibe una calificación precisa: es, en cada caso, un secreto. Es la experiencia del secreto la que hace que el individuo, como se dice en el prólogo a O lo uno o lo otro, tal vez pueda “dudar un poco de la exactitud de la conocida proposición filosófica: lo exterior es lo interior, lo interior, lo exterior”. Si esta misma reserva puede ser enunciada a propósito de Abraham, es porque la fe es precisamente experiencia del secreto de lo religioso. Con esto no decimos que el secreto de lo religioso sea necesariamente, a su vez, algo religioso. La necesidad de abordar “de manera poética” esa experiencia es consistente con una interpretación mucho más compleja de la religiosidad y de su relación con el elemento estético de la existencia. Lo que precedentemente hemos llamado el momento de incomprensibilidad de la experiencia individual es también el punto en el que lo religioso es todavía una posibilidad que solo un poeta sería capaz de apreciar como tal, es decir, qua posibilidad. Aquí, como en todas partes, “poesía” es para Kierkegaard el discurso que “tiene a su disposición la posibilidad”.
Es significativo que los avatares de un tratamiento poético de lo religioso hayan sido contemplados de manera paralela en La repetición, obra que Kierkegaard publicó junto a Temor y temblor el mismo día del mes de octubre de 1843. En La repetición, sin embargo, es otra faceta del fenómeno la que sale a la luz. Es cierto que el joven “poeta” que aparece en ese relato busca refugio en la lectura del libro bíblico de Job. Pero su temple poético solo contiene “una resonancia religiosa”. El narrador acaba por observar que el joven no encuentra una salida propiamente religiosa, sino que “se recupera a sí mismo como poeta y lo religioso se va a pique, es decir, se convierte en algo así como un sustrato inexpresable”. No será la primera vez que se haga notar que La repetición y Temor y temblor forman parte de una misma indagación. En ambos escritos, aunque de maneras diferentes, la religiosidad es enfocada desde el punto de vista de su anclaje pasional en una vida. Pero el éxito de esa común estrategia está inevitablemente ligado a la ambigüedad de lo poético: por un lado, la reescritura poética impide que la especulación filosófico-teológica absorba el contenido de la fe en un movimiento abstracto que buscaría llevarla más allá de sí misma, al mismo tiempo que permite pensar el movimiento concreto que la constituye; por el otro lado, sin embargo, la apasionada relación del poeta con la “mera” posibilidad de lo religioso puede obstaculizar la realización de un movimiento efectivo.
En Temor y temblor, en todo caso, Kierkegaard advierte la necesidad de combinar el tratamiento “lírico” con una cierta “dialéctica”, o, dicho de otro modo, de formular una dialéctica poética opuesta a la dialéctica especulativa. Pero ya en la primera parte de La repetición se interrogan también las condiciones de una dialéctica de la repetición opuesta a la dialéctica de la “mediación”. Con razón pudo observar André Clair, justamente en el contexto de una lectura de Kierkegaard como “poeta-dialéctico”, que el pensamiento de este autor “se constituye sobre todo entre Temor y temblor y La repetición, en la relación entre ambos”. La tesis de Clair podría ser confirmada según un simple esquema comparativo: así como el autor de Temor y temblor es a la vez poeta y dialéctico, La repetición es el relato de los encuentros y desencuentros entre un poeta de la repetición (el joven lector del libro de Job) y un observador dialéctico de la repetición (el narrador).
El mismo esquema puede ser desarrollado como clave de interpretación respecto de otras de las obras en las que Kierkegaard recurre a procedimientos que cabe llamar poéticos, o en las que señala las dificultades de una concepción puramente poética de la existencia. Es la duplicidad de la posición que Kierkegaard asigna al poeta la que hace que el trabajo poético deba ser constantemente limitado o “interrumpido” para dar lugar a una consideración de otro orden. En el caso de Temor y temblor, dicha consideración es de orden dialéctico. Pero esta desempeña un papel igualmente importante en otros contextos. En general, el enfoque dialéctico propuesto por Kierkegaard responde a la necesidad de efectuar distinciones “cualitativas”, particularmente en el orden de las esferas o etapas de la existencia (estética, ética y religiosa), en el orden de sus determinaciones estructurales (distinción entre lo sensible y lo espiritual, entre lo temporal y lo eterno), o en el de las determinaciones dogmáticas (relación entre la inocencia y el pecado, entre el pecado y la salvación, etc.). Así debe entenderse también la utilización de la expresión “dialéctica cualitativa” en algunas obras posteriores, justamente aquellas en las que Kierkegaard intenta pensar la especificidad del devenir-cristiano del sujeto. Incluso en ese momento, la perspectiva dialéctica sigue siendo paralela al estudio de aquello que constituye la base del discurso poético: el elemento pasional, el pathos de la subjetividad.
En La repetición y en Temor y temblor, el acercamiento “poético” al secreto de lo religioso supone la consideración de la experiencia de la fe y de la experiencia del amor erótico como dos formas paralelas de relación pasional. Esto también ocurre en algunos pasajes de las Migajas filosóficas, en los que autor pseudónimo Johannes Climacus compara el vínculo entre el sujeto y la divinidad con una relación de amor infeliz, un amor determinado por la incomprensibilidad o por la absoluta diferencia que separa a los involucrados. Para dilucidar este problema, afirma Climacus, sería preciso convocar a un “poeta”, encomendándole la tarea de “hallar una solución, un punto de unión en el que el entendimiento del amor sea verdadero” . El mismo autor contempla en varias oportunidades la posibilidad de que su proyecto de pensamiento sea interpretado como una especie de “poema” (Digt), término que en este caso parece tener el significado de “composición” o “invención” poética. Pero el poema de las Migajas filosóficas podría tal vez caracterizarse ya como un poema “dialéctico”, puesto que se trata justamente de explicar un devenir a partir de una diferencia, en este caso entre un discípulo y un maestro, o entre el discípulo y “el dios”. El joven poeta de La repetición aborda de otra manera la posibilidad de lo religioso, pero es importante notar que también él, en un momento inicial, es un enamorado, y que su experiencia en ese terreno es la del amor infeliz. La infelicidad de su amor es la que lo lleva a buscar un “confidente” que es, a su vez, el observador de una dialéctica: la dialéctica de lo poético y lo religioso.
Kierkegaard no cesa de reflexionar sobre esta dialéctica. En sus diarios del año 1845, sugiere incluso la idea de que “debería escribirse” un libro titulado Confesiones de un poeta, y resume del siguiente modo las peripecias del personaje: “Su sufrimiento consiste en que quiere ser continuamente un individuo religioso, pero continuamente se equivoca y se vuelve poeta: es decir, se enamora de Dios de manera infeliz (pasión dialéctica en la que Dios parecería tener algo de engañoso)”. En ese caso, Kierkegaard cuestiona la posibilidad de que el poeta, en cuanto tal, sea capaz de realizar un movimiento que lo lleve de la existencia estética (pensada como desesperación) a la existencia religiosa. El problema vuelve a plantearse en La enfermedad mortal, en un apartado en el que se describe la así llamada “existencia-de-poeta en la dirección de lo religioso”: “Esta existencia poética de la que estamos hablando se diferencia de la desesperación en cuanto comporta la idea de Dios, o en cuanto es una existencia delante de Dios. No obstante, es tan enormemente dialéctica, que en este sentido resulta algo así como un laberinto inextricable (…). Nuestro poeta es, en relación con lo religioso, un amante desgraciado. Porque en el sentido riguroso no es un creyente, sino que solamente posee la primera parte de la fe, la parte de la desesperación, y en ella se va consumiendo con la nostalgia de lo religioso”. La discusión de este tema en La enfermedad mortal prepara el camino para consideraciones ulteriores referidas al papel de la perspectiva poética en el pensamiento de lo religioso.
4. Kierkegaard como “poeta de lo religioso”
El insistente recurso de Kierkegaard a la figura del poeta hace que resulte necesario indagar la función que él mismo le asigna en la totalidad de su obra. Con ello nos referimos no solo al conjunto de sus escritos pseudónimos, sino también a las reflexiones que consagra a este asunto en obras firmadas con su propio nombre. Esto es especialmente importante cuando se tiene en cuenta que, según sus palabras, la obra total alcanzaría su “consumación” con la discusión de cuestiones eminentemente religiosas. “Consumación de las obras completas” es el título que había ideado para la posible edición de una serie de escritos reunidos bajo la rúbrica “Tentativa de introducción del cristianismo en la cristiandad”. Así lo consigna en sus cuadernos de notas del año 1848. Allí observa también que, en la página de títulos del volumen, habría que incluir la expresión “Tentativa poética – sin autoridad”. Meses más tarde, en otro de sus cuadernos, se refiere a sí mismo como un “poeta de lo religioso”.
El problema de la relación entre la forma poética y la intención religiosa ocupa un lugar central en los estudios especializados. Hace ya medio siglo, los editores del ensayo de Louis Mackey, Kierkegaard: una especie de poeta, consideraron oportuno incluir en la portada del libro una de sus frases más provocativas: “Cualquiera sea la filosofía o la teología que haya en Kierkegaard, esta es transmitida de modo sacramental ‘en, con y bajo’ la poesía”. Las tres preposiciones escritas entre comillas remiten a la fórmula con la que los teólogos luteranos explican el sentido de la eucaristía, aquella según la cual Cristo estaría presente “en, con y bajo las formas del pan y del vino”. Según esta lectura, Kierkegaard propondría algo así como una relación de consubstanciación entre lo poético y la experiencia religiosa. Sostener que dicha experiencia se hace presente en, con y bajo la forma poética, es tanto como afirmar que esta última no pierde su especificidad, que no deja de ser poesía.
Pero sigue en pie la pregunta acerca del papel estratégico del recurso a la forma poética. Notemos que la expresión utilizada en el título del trabajo de Mackey, “una especie de poeta”, aparece en el prólogo a los Dos discursos para la comunión de los viernes, un libro que Kierkegaard publica en 1851 y en el que busca alcanzar “un decisivo punto de reposo al pie del altar” respecto de la carrera de escritor que había comenzado ocho años antes con O lo uno o lo otro. Allí dice Kierkegaard que él mismo no reclama para sí la denominación de “testigo de la verdad”, y afirma haber sido solamente “una particular especie de poeta y de pensador que, ‘sin autoridad’, no tuvo nada nuevo que aportar, sino que ‘quiso leer una vez más la escritura primigenia de la relación de existencia individual y humana –la antigua, conocida y transmitida por los Padres– de un modo, en lo posible, más íntimo’”.
Este importante pasaje reúne una serie de consideraciones que Kierkegaard explicita en textos tanto anteriores como posteriores: 1) El poeta es también un “pensador”. La ya mencionada complementariedad de los términos “poesía” y “dialéctica” indica una relación análoga. 2) El discurso del poeta es el de alguien que escribe “sin autoridad”. La expresión había aparecido anteriormente en los prólogos a los Discursos edificantes, en los que Kierkegaard decía no contar con “la autoridad para predicar”. Por la misma razón proponía llamarlos “discursos” y no “sermones”. 3) En los escritos firmados con pseudónimo, el “autor” habría querido ser más bien un lector de la “escritura primigenia” (Urskrift) de la existencia. Las últimas líneas del pasaje arriba citado están tomadas del apartado final del Post-scriptum en el que Kierkegaard reconoce ser “como se dice, autor” de la primera serie de obras pseudónimas. 4) Finalmente, en el momento del “reposo al pie del altar” o de la “consumación” religiosa del conjunto de sus obras, el discurso “sin autoridad” de esta “especie de poeta” se entiende como lo opuesto al discurso del “testigo de la verdad” (Sandhedsvidne). Pocos años más tarde, Kierkegaard expresa su indignación ante la aplicación de esta última expresión por parte de un teólogo en el elogio que este había hecho del obispo Jakob Peter Mynster.
Bajo esta perspectiva, el abierto reconocimiento que Kierkegaard hace del carácter “poético” de sus propias intervenciones literarias, filosóficas y teológicas cumple, en las últimas obras, una función específica como parte de su polémica con la Iglesia. En uno de los números de su revista El instante, publicada poco antes de su muerte en 1855, efectúa, incluso, una clara distinción entre la palabra de aquel que, en su serio papel de pastor, es en realidad un “poeta” sin reconocerlo, y la de aquel otro poeta que “no dice ser más que poeta”. Esta última figura –con la que Kierkegaard claramente se identifica– es la del poeta que denuncia la hipocresía del pastor y lucha contra ella: “se necesitaba un talento policiaco que, precisamente al pronunciar la palabra, al decir que era solo un poeta, pudiera pasar por detrás de todo este fraude”.
Cabe observar que el poeta que se reconoce como tal, sin embargo, es también aquel que asume la ambigüedad de su posición y afronta los riesgos que le son inherentes. El poeta de lo religioso, en otras palabras, no puede ser “únicamente” poeta, sino que debe ser consciente de la irreductibilidad del contenido religioso que su palabra busca hacer presente. Aquí es preciso volver a destacar la relación entre la palabra poética y una “dialéctica” que la limita o, en todo caso, la orienta hacia algo que se encuentra más allá de ella misma. Kierkegaard había escrito ya en 1848: “No me canso de repetir lo que he dicho a menudo: soy un poeta, pero de una especie muy particular, pues lo dialéctico constituye la natural determinación de mi ser, y el poeta, por lo demás, suele ser ajeno a la dialéctica”. La insuficiencia del tratamiento meramente poético se muestra cada vez que el escritor religioso intenta dar cuenta de la especificidad de la experiencia cristiana. Así lo afirma Kierkegaard en una anotación posterior: “La clave está en que lo cristiano es lo presente. Por eso no hay ningún poeta ni orador que pueda exponerlo, pues estos utilizan demasiado la fantasía. (…) Solo puede exponerlo un dialéctico cuando, al apartar constantemente toda ilusión sensible, penetrara, de alguna manera, en lo presente”. Y más adelante, en un fragmento titulado “Sobre mi ‘heterogeneidad’”: “Si yo hubiese sido meramente un poeta, habría incurrido en la confusión de poetizar meramente el cristianismo, sin notar que no es posible hacerlo; que es preciso que uno mismo se incluya en él y, así, o bien expresar uno mismo el ideal (cosa que no es posible), o bien definirse uno mismo como quien se empeña en ello. Si yo no hubiese sido un poeta, habría seguido adelante y me habría confundido a mí mismo con el ideal, convirtiéndome en un exaltado. ¿Qué fue lo que me ayudó, aparte de que me haya ayudado la Providencia, que es lo principal? Fue el hecho de que soy un dialéctico”. El “empeño” o aspiración (Stræben) de este poeta en relación con el “ideal” del cristianismo es lo que lo distingue del “poeta en general”. Ese empeño implica precisamente admitir que él mismo no ha alcanzado el ideal y que no es posible identificarse con él. He ahí, nuevamente, el reconocimiento de una diferencia que solo el “dialéctico” podría expresar como tal. El poeta de lo religioso solo “poetiza” en el sentido que Kierkegaard define en otra de sus anotaciones tardías: “¿Qué quiere decir ‘poetizar’? Quiere decir: aportar idealidad. El poeta toma una realidad a la que le ha faltado idealidad, y hace su aporte; eso es el poema”. De este modo, no busca “poetizar” el cristianismo, sino que señala poéticamente su idealidad frente a una realidad que carece de ella.
Cabe preguntarse de qué manera este poeta “dialéctico” de lo religioso se relaciona con la imagen inicial del poeta, la del genio melancólico que padece la contradicción entre su interioridad y el entorno. En un estudio dedicado al tema, John Elrod llama la atención sobre la transformación que se habría producido en el pensamiento de Kierkegaard entre 1846 (momento en el que reconoce, al final del Post-scriptum, ser el autor de los escritos pseudónimos publicados hasta entonces) y 1848 (época en la que comienza a escribir La enfermedad mortal). El comentador opina que, en ese período, “el poeta ético venció al poeta melancólico”, y que esto estaría en relación con un cambio de estilo en la escritura del propio Kierkegaard: ya no escribiría para sí mismo, sino para los demás. En la misma época, la calificación de “poeta dialéctico” suele estar acompañada por otra: “Soy, en tanto autor, un penitente”; “…como he sostenido siempre y con igual resolución, no soy un apóstol ni nada parecido, soy un genio en sentido poético-dialéctico, un penitente, tanto en lo religioso como en lo personal”; “soy esencialmente un poeta – y también un penitente. Lo que Kierkegaard interpreta en ese momento como una “penitencia” es la obligación de “presentar la verdad” (es decir, la verdad cristiana) y de exponerse a sí mismo al rechazo de sus contemporáneos. Podría argumentarse que este es otro de los sentidos de la relación “dialéctica” que el poeta de lo religioso establece con el contenido de su mensaje. Pero al calificarse como “poeta” sigue contemplando, paralelamente, la dificultad de hablar de sí mismo de manera directa en los escritos en los que explica su labor como autor: “soy esencialmente un poeta, y la personalidad de un poeta es siempre algo enigmático, razón por la que este no debe ser presentado y, en definitiva, confundido con un personaje absolutamente ético en sentido estricto”.
5. Conclusión: La dimensión poética de la filosofía kierkegaardiana
Desde el punto de vista aquello que el último Kierkegaard presenta como una estrategia o táctica de comunicación, la intención religiosa del autor parece coexistir, aunque de manera contradictoria, con la posición poético-dialéctica desde la que él mismo se expresa. La intención y la posición discursiva se corresponderían del mismo modo en que lo hacen el contenido y la forma en las teorías clásicas de la comunicación. En la indagación aquí propuesta, sin embargo, hemos dado prioridad a una clave de lectura que no es, inicialmente, la de la estrategia descripta por el autor de manera retrospectiva, sino la de la génesis de su pensamiento a partir de sus primeras reflexiones en torno a la personalidad del poeta. En tal sentido hemos hablado de un desdoblamiento de la posición poética, así como del padecimiento de una ambigüedad que hace que el poeta “busque” o requiera la escucha de un confidente. Esta última figura aparecía con claridad en La repetición. Allí hemos visto también que Kierkegaard piensa la relación “humana” de confidencia según un modelo que remite ya a la experiencia religiosa. En los escritos en los que se efectúa la “consumación” de la obra, el “poeta de lo religioso” se interpreta a sí mismo como un autor comprometido en la tarea de exponer el contenido de la religiosidad cristiana.
La palabra del poeta se encuentra, en todo caso, limitada por otra que exige el desplazamiento de la posición inicial. Ese desplazamiento o devenir no puede ser descrito de manera puramente poética, sino que exige el recurso a una “dialéctica”. Tan pronto como se trata de explicar la acepción kierkegaardiana de este último término, cabe hablar de una dialéctica del “pathos” existencial, opuesta a la dialéctica especulativa practicada por los filósofos de la época. Por “dialéctica del pathos” entendemos una dialéctica referida a aquello que constituye el elemento propio del lenguaje del poeta, es decir, la pasión.
Ahora bien, esta necesaria remisión de la dialéctica al lenguaje del poeta implica en cuanto tal la posibilidad de una “filosofía” distinta de aquella otra que cree poder reducir la totalidad de la vida pasional al orden del concepto. Dicha posibilidad se reconoce ya en los contextos en los que el poeta se presenta al mismo tiempo como un “pensador”. La poesía kierkegaardiana de lo religioso se relaciona necesariamente con un pensamiento de la existencia, pensamiento que, a su vez, comienza con la interrogación de la existencia poética.
El pensamiento de la existencia puede considerarse “filosófico” en la misma medida en que recurre a una dialéctica. Pero un rasgo esencial de la dialéctica de Kierkegaard consiste en que esta es inseparable de una suerte de diálogo, es decir, de la puesta en juego de diversas posiciones discursivas. Hemos visto que el “poeta” representa, en algunos contextos, una de esas posiciones. También es “poético”, sin embargo, el trabajo que consiste en ponerla en relación con otras. En una nota de 1849 referida al primero de sus Dos pequeños tratados ético-religiosos, publicado dos años antes, Kierkegaard observa que ese escrito “es poético, pero en el mismo sentido en que lo es un diálogo platónico”. Es cierto que, de esta manera, describe un momento muy particular de su obra, pero su explicación del carácter poético de aquel tratado puede tomarse como parámetro para la comprensión del tipo de pensamiento que busca definir en la mayor parte de sus escritos: “Para evitar la pura abstracción y el tono disertante, para hacer que la personalidad se manifieste, tal personalidad es poetizada (digtes). Pero no más que eso. Lo que en él hay de novelesco no tiene, por lo demás, ningún valor; solo cuenta el tenor de su pensamiento. Este tipo de exposición corresponde a la unidad del ‘pensador’ y el ‘poeta´. Este es diferente de los pensadores abstractos en la medida en que tiene a su servicio un momento poético; pero es diferente de un poeta en la medida en que acentúa esencialmente el contenido del pensamiento”. No deja de ser llamativo que el modelo de este pensamiento poético sea el diálogo filosófico. En su constante recurso a esta forma de exposición, el pensador de la existencia se poetiza a sí mismo como autor y poetiza su propio pensamiento, es decir, no cesa de crear posiciones discursivas desde las cuales la verdad de ese pensamiento podría ser expuesta sin confundirse con una verdad abstracta.
Notas
[2] Los diversos trabajos recogidos por , son ejemplos de este tipo de interpretación. En referencia al pasaje en el que el Kierkegaard se pregunta “¿qué es un poeta?”, Jegstrup observa: “Este es el territorio de la deconstrucción, un territorio en el que el pensamiento de Kierkegaard cae permanentemente” (p. 7). En el mismo volumen, Roger Poole menciona algunos de los estudios que, ya a partir de los años 70, insistían sobre el carácter “literario” de O lo uno o lo otro. Entre ellos destaca el de .
[17] . En la edición citada aparece el término “confidente”, pero la expresión danesa empleada en el encabezado de las cartas del personaje no es Fortrolig, sino Medvider. Este último término, dada la presencia del prefijo “med”, podría haber sido traducido por “copartícipe” o mediante un neologismo: “consabedor”. Cf. .
[22] Acerca de la duplicidad de este personaje bíblico, cf. : “Job está en la línea fronteriza de la poesía (al persistir en la defensa humana y ética de sí mismo) y de lo religioso (al desafiar a Dios pase lo que pase, aun cuando él mismo no es un consumado ‘héroe de la fe’)”.
[49] S. Kierkegaard, Discursos edificantes, pp. 29, 77, 125, 191, 237, 293. La doble calificación “‘poéticamente’, ‘sin autoridad’” aparece también en los diarios del año 1849, cf. .
[52] , donde la expresión “testigo de la verdad” es empleada una y otra vez en un contexto polémico.
[57] . Estas observaciones forman parte de una nota critica referida a la tragedia Sócrates de Adam Oehlenschläger. Kierkegaard condena la tentativa de “poetizar” la figura del ironista, argumentando que la idealidad propia de este personaje es superior a aquella que podría aportar la poesía.