Abraham: sujeto por la fuerza del absurdo
Apenas iniciado el planteamiento de su primer “problema” en Temor y temblor, Johannes de silentio, el lírico pseudónimo de Søren Kierkegaard que firma la obra, da cuenta del estatuto de la fe a partir de Abraham, estatuto que reclama otra forma de pensamiento:
La fe es justamente esta paradoja: que el individuo singular es más elevado que el general, pero de tal manera que el movimiento se repite, es decir, que, después de haber estado en lo general, ahora, como individuo singular, se aísla elevándose en relación con lo general. Si eso no es la fe, entonces Abraham está perdido, entonces, la fe no ha existido jamás en el mundo, precisamente porque siempre ha existido. Porque, si lo ético, es decir, el orden moral, es lo más elevado y la única forma para que no reste ni una pizca de inconmensurabilidad en el individuo es que esta inconmensurabilidad sea el mal, es decir, el individuo singular que tiene que expresarse en lo general, entonces no se precisan otras categorías de las que ya tenía la filosofía griega o de las que se pueden deducir mediante un pensamiento que se siga de esta.
Me propongo, en lo que sigue, compartir algunas reflexiones en torno a la concepción de la subjetividad que es posible rescatar, en clave contemporánea, en la obra de Søren Kierkegaard, en tanto subjetividad que emerge en una encrucijada que es a la vez existencial, es decir, que implica el tripe reparto de la existencia en el corpus kierkegaardiano –lo estético, lo ético y lo religioso– y discursiva, es decir, que implica el triple reparto de la articulación de la existencia –lo literario, lo filosófico y lo dogmático. Sugiero que en esa doble encrucijada emerge otra forma de pensamiento, cuyo nervio, cuyo vigor y cuya fuerza es precisamente el nervio, el vigor y la fuerza de la negatividad que obra el absurdo para la razón.
Para ello voy a referirme a una de las figuras de la subjetividad que no sólo está incluida con honores en lo que podríamos considerar el reparto ontológico de la escena kierkegaardiana, sino que, a mi entender, precisamente por tratarse de una posición excepcional la que ocupa en esa escena, obra en ella de forma paradigmática dicho reparto en el sentido en que, de hecho, lo instituye. Es más, esta figura obra un desplazamiento dramático con respecto a la consideración de la subjetividad moderna, dando lugar de ese modo a la apertura y a la consideración de una dimensión ontológica que conlleva un giro para su economía, un giro sin duda inaugural, cuya consecuencia primera es la necesidad de articular con Kierkegaard la ontología en clave relacional. Esa figura a la que me vengo refiriendo asistida por Johannes de silentio y que emergería no solo como padre de la fe sino en igual mesura de la subjetividad contemporánea y de su articulación discursiva, es, ciertamente, la de Abraham.
Qué duda cabe que, desde un punto de vista hermenéutico, esta propuesta adquiere un compromiso ineludible de una parte con Anti-Climacus, y con lo que él plantea ya desde las primerísimas líneas de La enfermedad para la muerte (1849) con respecto al ser relacional del espíritu y/o del sí mismo, que ni siquiera son relación sin más, sino que son (por) el hecho de que la relación se relaciona consigo misma en virtud de la relación con un Otro. Es decir, el espíritu y/o el sí mismo son en la medida en que su conformación deviene a su vez acción en una suerte de reverberación ontológica, un redoblamiento, en efecto, al decir del propio autor. Otorgo a la ex/posición, diríamos que, lírico-teórica de Anti-Climacus una preponderancia innegable para desarrollar mi argumentación.
De otra parte, en la consideración de la subjetividad en la clave sugerida, Las obras del amor es también de referencia obligada en la medida en la que ofrece lo que podríamos considerar una filosofía positiva de la relación en tanto que relación de alteridad. Además, esa obra ocupa un lugar de referencia primera, aunque sea de forma oblicua y no explícita, porque hace reverberar en el corpus kierkegaardiano la cuestión de la relación con el Otro –es decir, la relación que no admite mediación alguna y, por ello, constituye un límite al reconocimiento– que es, a pesar de ello también y a la vez otro – pues remite a la relación con el otro semejante que es el prójimo.
Finalmente, en esta lectura resuena el “Apéndice” que Johannes Climacus dedica al “Escándalo ante la paradoja” en las Migajas filosóficas o un poco de filosofía (1844). Por un lado, como acabo de señalar en el contexto de Las obras del amor, la paradoja obra un escándalo en sí misma porque constituye una relación lógica en la que aquello que se figura es, de hecho, la contradicción como estructura relacional de la existencia. La paradoja figura, entonces, lo ilógico más acá y más allá de la lógica en y mediante la lógica. Por otro lado, la paradoja obra un escándalo poniendo en obra una forma de relación con la existencia que obliga a hacer valer para la razón y sus mecanismos otra lógica, a saber, la lógica del absurdo. De ahí que el escándalo lo sea de la razón ante la paradoja. En ese sentido, afirma Johannes Climacus: “La razón dice que la paradoja es el absurdo, pero eso no es más que una caricatura, ya que la paradoja es paradoja quia absurdum . La razón permanece fuera de la paradoja y mantiene la verosimilitud, mientras que la paradoja es lo más inverosímil”. Y de ello, del escándalo de lo verosímil ante lo inverosímil, de la lógica ante lo ilógico, de la razón ante el absurdo, es prueba la historia del Abraham que encontramos en Temor y temblor.
Ha habido otros desplazamientos relevantes en el contexto del pensamiento contemporáneo que, como en el que estoy señalando aquí, contribuyen a perfilar el efecto constitutivo de la negatividad en la razón misma, la cual se ve así despojada de toda pureza e incluso de toda aspiración a ella. Todo redunda no solo en el ser de la subjetividad, sino también en la concepción de la subjetividad, es decir, en su articulación discursiva. En ese sentido, Kierkegaard pertenece a un linaje de pensamiento que entronca con Hegel en la lectura que de él lleva a cabo por ejemplo Jean-Luc Nancy en Hegel. La inquietud de lo negativo ().
Según Nancy, a juzgar por el capítulo IV de La Fenomenología del espíritu, la negatividad obra en la dialéctica como resto de la mediación, luego como resto que escapa a la operación dialéctica en calidad de operación total, como resto que no puede ser mediado, sin el cual, con todo, la dialéctica no ha lugar. El resto –que da cuenta de la negatividad haciéndola operativa– es, entonces, condición de posibilidad y de imposibilidad a la vez de la dialéctica y, con ella, también del reconocimiento por el que las autoconsciencias luchan y al que aspiran o, cuanto menos, de un reconocimiento pleno y total. Para decirlo con Johannes Climacus, la negatividad que obra el resto hace de la dialéctica una operación verosímil e inverosímil, lógica e ilógica, razonable y absurda a la vez.
Propongo acordar que la referencia en clave de ontología relacional a la figura de Abraham nos permite elaborar una valoración relativa a la subjetividad en general que tiene que ver con la medida en que una subjetividad otra (es decir, otra con respecto a lo general, aunque, en un sentido más radical incluso, otra también con respecto a lo particular) cobra forma en el corpus kierkegaardiano. En paralelo, es necesario reparar en que la forma que esa subjetividad cobra es también otra con respecto a la forma que lo subjetivo ha ido adquiriendo en el contexto del pensamiento occidental y, en particular, en el contexto del pensamiento moderno. Ese proceso otro de conformación de lo subjetivo es a la vez causa y efecto de la conformación de un pensamiento otro, en el que se dan cita lo literario, lo filosófico y lo dogmático a la manera de dispositivos discursivos de la negatividad, los cuales obran disponiendo la razón a la negatividad y, a la vez, obran la negatividad en y mediante la razón. Propongo leer no solo Temor y temblor sino el entero corpus kierkegaardiano en esa clave.
De entrada, es preciso considerar ese carácter otro de la subjetividad, al cual se debe el reparto ontológico –existencial y discursivo– en dicho corpus. Se apunta aquí a una operación de la negatividad que cobra la forma de una alteridad radical con relación a la cual no ha lugar a la semejanza o, cuando menos, no de forma totalmente verosímil. No se trata aquí del otro semejante, del otro con el que cabe la comparación, entonces, del otro para el cual hay mesura y que podría acabar convirtiéndose en una caricatura de la alteridad. En cambio, el Otro se hace valer aquí en cuanto tal por ser ajeno a la comparación y a la mesura y por ser, entonces, otro también para ellas y otro para el discurso que las sustenta, que por ese motivo puede llegar a ser caricaturesco.
A mi entender, ese carácter otro de la subjetividad se materializa justamente como desmesura y precisamente a esa desmesura se debe el reparto ontológico. No hay reparto ontológico sin esa desmesura –existencial y discursiva. Es decir, no hay un reparto ontológico previo a tal desmesura, que pueda resultar o que de hecho resulte afectado por ella y que, en consecuencia, mude de forma en esa afección.
Dicho de otro modo, si cabe afirmar que Abraham inaugura una ontología, siendo ésta relacional, es debido a que, subjetivamente conformado en/como una relación otra, es decir, desmesurada, pone en evidencia como relativa toda mesura o, aún, pone en evidencia toda mesura subjetiva o toda subjetividad como mesura. La ontología que inaugura Abraham es otra porque en el contexto de esa ontología la subjetividad se concreta y se articula como estructuralmente desmesurada. De ahí que no haya forma discursiva en que la subjetividad se diga plena y totalmente.
Más bien la dis-relación (Misforhold) dice la forma –ciertamente negativa– en que se constituye –y, por tanto, paradójicamente, a la vez se afirma– la subjetividad, en términos de Anti-Climacus. No hay forma justa de relación; no hay forma medida de relación; no hay forma proporcionada de relación. Ni hay tampoco, en consecuencia, discurso justo, medido y proporcionado al respecto. Eso es lo que observamos en el tratamiento que Johannes de silentio lleva a cabo de Abraham en Temor y temblor y es de lo que da cuenta la forma paradigmáticamente desmesurada que la subjetividad cobra con él en el corpus kierkegaardiano.
Lo relevante aquí es que precisamente en la desmesura o, si se prefiere, en la falta constitutiva de mesura es en donde radica la condición de posibilidad del giro inaugural que la figura de Abraham supone para la ontología y, por ende, para el pensamiento contemporáneos.
Ahora bien, para llevar a cabo la mencionada valoración del reparto ontológico en esta escena kierkegaardiana de la desmesura, estimo necesario plantear, (1a) por un lado, cuáles son los regímenes existenciales en virtud de los cuales cabe hablar de un reparto ontológico en dicho corpus, y (1b) cuáles son los rasgos constitutivos de la subjetividad en cada uno de esos regímenes en función de la economía relacional que ponen en obra. Por otro lado, (2) se formulará la pregunta acerca del lugar que ocupa en el reparto ontológico Abraham, sin perder de vista que, de acuerdo con lo aquí propuesto, esa figura inaugura dicho reparto y que, por tanto, hace y no hace parte a la vez del reparto ontológico o que, dicho de otro modo: Abraham se encuentra a la vez dentro y fuera del mismo.
Vamos, entonces, por partes.
(1a) Veamos cuáles son los regímenes existenciales en virtud de los cuales cabe hablar de un reparto ontológico en el corpus kierkegaardiano, así como cuál es el estatuto de esos regímenes, teniendo en cuenta que lo que caracteriza ese reparto, su marca (en el sentido de señal o distintivo, pero también de demarcación o lugar propio), es la relación. Eso equivale a postular para el sujeto un modo primero de devenir, de conformarse como tal, a saber: la relación. Es preciso recalcar que, según ese modo primero de devenir, la relación tiene preeminencia ontológica. De ahí que no quepa sujeto alguno previo ni exterior a la relación. Todo sujeto es tal en virtud de la relación, se conforma como tal en la relación; es sujeto por la relación, por la fuerza de la relación.
En ese sentido, será necesario remitir a dos regímenes existenciales fundamentales que propongo llamar de la determinación y de la indeterminación-que-da-lugar-a-la-determinación. Esta partición obliga la reconsideración de la llamada teoría de los estadios, en primer lugar, porque que dicha teoría presupone un sujeto previo a la relación, que no se conforma, por tanto, en ella y que se rige por una economía propia en el seno de un orden determinado que es siempre, indefectiblemente, un orden jerárquico.
El sujeto de la teoría de los estadios remite a un planteamiento substancial de la ontología. El sujeto se dice ya con Aristóteles como hypokéimenon, es decir, como aquello que subyace a todo lo que es y que es, por eso, su causa, su origen, su principio. En este planteamiento obra la identificación entre substancia y sujeto, o bien, la sumisión del sujeto a la substancia, su sujeción a ella, a la substancia, que ya Hegel, en tanto que correctivo de Schelling y de Kant, se esforzó por desarticular, tal como expone en uno de los primeros parágrafos de la introducción de la Fenomenología del espíritu .
Este aspecto del asunto no es baladí, puesto que la plena identificación entre substancia y sujeto, la no consideración de la discrepancia ontológica que reivindica Hegel entre ambos, imposibilita que pueda otorgársele a la historia relevancia ontológica alguna. Y el sujeto contemporáneo –no así el sujeto moderno– lo es de la historia, tanto en Hegel como en Kierkegaard y de ahí en adelante sin vuelta atrás, por más que la historia del sujeto en Hegel no sea la historia del sujeto en Kierkegaard.
Ese es, por lo demás, un segundo argumento que cuestiona la teoría de los estadios en el modo en que ha sido articulada durante décadas, es decir como una suerte de escalada de menos ser a más ser, al decir de Aristóteles, a la que el sujeto se ve lanzado con el fin de superar una serie de obstáculos de mayor o menor envergadura, que le sobrevienen –que, dicho sea de paso, nada tienen que ver con la prueba que asumen Abraham y Job–, y que va supuestamente y/o deseablemente dejando atrás a medida que progresa, sujeto por la jerarquía que lleva a cabo y que, así, consuma.
En cambio, la historia del sujeto en Kierkegaard en tanto que sujeto de la historia a la vez sujeto a la historia no se debe al progreso porque se conforma en constante referencia a Cristo, es decir, en relación con la paradoja que conlleva para la razón ser a la vez dentro y fuera de la historia por participar a la vez de la eternidad y del tiempo. Es por fuerza de esa referencia, por fuerza de esa paradoja, por fuerza de esa relación, que se inaugura la historia en tanto que historia para el sujeto, dando lugar a ese orden otro para la existencia que es la temporalidad. La marca de la ontología, su distintivo y su lugar propio, es la relación que el sujeto establece una y otra vez para con esa referencia absolutamente otra que encuentra tras de sí, en el pasado, pero que hace presente una y otra vez con el fin de trazar el futuro, el cual se conforma, entonces, como un espaciamiento en/del tiempo que da lugar a la irrupción de lo nuevo.
La ontología expuesta en el corpus kierkegaardiano que se sostiene en la concepción de la historia considerada, relativa a la paradoja que Cristo encarna en los términos que acabo de mencionar, no es ni puede ser una ontología teleológica, es decir, no es ni puede ser una ontología plegada a un fin y mucho menos a un fin transcendente que no atiende a la existencia porque se justifica más allá de ella. No ha lugar en esa ontología ni para la posibilidad ni, por tanto, para la libertad. O, si las hay, es en constante referencia a la necesidad y a la determinación, en tanto que referencias primeras.
Luego afirmar que el reparto ontológico se articula por la relación obliga a tomar distancia de la teoría de los estadios, ya que la concepción del sujeto y de la historia que ahí opera remite a un planteamiento ontológico substancial y, por ello, teleológico, que, a mi entender, no solo comporta grandes inconsistencias hermenéuticas a la hora de otorgar sentido a conceptos relevantes en la discusión, conceptos por otra parte genuinos del corpus kierkegaardiano –como por ejemplo “lo subjetivo” como forma de ser de la verdad y/o del pensar, o “lo inconmensurable” que dice un significante sin referente o una relación de significación que no es plena–, sino que resta actualidad y radicalidad al planteamiento ontológico de Kierkegaard al limitar dicho planteamiento al régimen existencial de la necesidad, y, por ello, al régimen existencial de la determinación.
Dicho esto, y acordado que contamos, entonces, con dos regímenes existenciales fundamentales –de la determinación y de la indeterminación-que-da-lugar-a-la determinación–, es preciso tener en cuenta que contamos también con el orden estético, ético y religioso. Advierto ya, anticipando, de que los órdenes estético y ético se acogen al régimen existencial de la determinación, mientras que el orden religioso se acoge al orden de la indeterminación que-da-lugar-a-la-determinación. Y, antes de proseguir, es preciso señalar que no hay entre sendos regímenes una relación de oposición, es decir, que no se explica en la dicotomía, ni, por tanto, subscribe una lógica jerárquica, sino que se sostienen en una relación de disposición, en virtud de la cual la indeterminación lo es para dar lugar a la determinación que, a su vez, tiene lugar para la indeterminación. Hay, pues, dos regímenes, que se constituyen como regímenes en la relación (en) que (se) establecen. A ello es a lo que refiero cuando señalo que Abraham instituye el reparto de la subjetividad en el corpus kierkegaardiano.
Dicho esto, hemos de preguntarnos por (1b) cuáles son los rasgos constitutivos de la subjetividad en cada uno de esos regímenes en función de la economía relacional que ponen en obra. O bien: ¿cuál es la economía relacional que ponen en obra? Dicho de otro modo: ¿qué es aquello cuya fuerza hace efectiva la relación? Finalmente, hemos de preguntarnos aquí por cuál es la marca (de nuevo en el sentido de señal o distintivo, pero también de demarcación o lugar propio) de la alteridad, es decir, de lo otro y/o del otro, en cada uno de los regímenes de la subjetividad a los que he apuntado.
En mi opinión, no sería inconveniente sugerir como respuesta a esta pregunta que, el régimen de la determinación, que englobaría, como acabo de indicar, el orden estético y ético de la existencia, se rige por una lógica identitaria, en virtud de la cual la subjetividad refiere a la identidad, mientras que, el régimen de la indeterminación-que-da-lugar-a-la-determinación se rige por una lógica de la diferencia, en virtud de la cual, la subjetividad refiere a la diferencia. Esta, digamos, clasificación tiene perfecta vigencia en el discurso contemporáneo y la inmensa mayoría de propuestas en ese ámbito, no solo la propuesta de Deleuze, que asume de manera explícita dicho calificativo, corrobora esa segunda lógica, constituyendo las así llamadas ontologías de la diferencia.
Sin embargo, a mi entender, la remisión a dicha clasificación de la subjetividad, por el hecho de significar de acuerdo a una economía binaria, corre el riesgo de una doble operación reduccionista: en primer lugar, no habría lugar a la diferencia en el régimen de la determinación, ligado a la identidad y, por tanto, no habría lugar a la diferencia en el orden estético ni ético y, eso, comporta, de nuevo, que no ha lugar a la libertad en sendos órdenes o, dicho de otro modo, que todo lo relativo a la acción se concibe en ellos en clave determinista. El régimen de la determinación no comporta que esta rija de forma totalitaria ni en el orden estético ni, por supuesto, en el ético. En segundo lugar y en paralelo, disponer para el régimen de la indeterminación-que-da-lugar-a-la-determinación una lógica de la diferencia, en exclusiva, comporta una consideración de la subjetividad relativa al orden religioso fundamentalmente incapaz de referencia alguna y, en particular, incapaz de referencia moral, lo cual resultaría en una subjetividad fundamentalmente psicótica, en términos psicoanalíticos, para la cual la ley en tanto ley moral, es decir, en tanto ley que identifica el bien en oposición al mal y otorga a esa identificación significado efectivo, no rige. Una subjetividad incapaz de referencia en lo binario es, a la vez, ajena a cualquier tipo de relación. Al extremo de lo que estoy planteando aquí encontramos la falta de sujeto que cobra forma, por ejemplo, en el autismo de Kanner.
Preguntemos, entonces, de nuevo: ¿cuáles son los rasgos constitutivos de la subjetividad en cada uno de esos regímenes según la economía relacional que ponen en obra? ¿Cuál sería la economía relacional que ponen en obra? ¿Qué es aquello cuya fuerza hace efectiva la relación? ¿Cuál es la marca de la alteridad, es decir, de lo otro y/o del otro, en cada uno de los regímenes de la subjetividad en el corpus kierkegaardiano?
En primer lugar, creo pertinente aludir a una economía universal/particular, vigente para el régimen de la determinación y para el orden estético y ético, a la vez que a una economía singular vigente para el régimen de la indeterminación-que-da-lugar-a-la-determinación y para el orden religioso. Hay que aclarar aquí, el orden estético, si bien da lugar a la conformación de lo particular, es decir, si bien da lugar a la conformación de la subjetividad en su validez particular, finalmente esta se pliega al orden universal por el que se sabe y deja juzgar, por el que se sabe y deja mesurar. El orden particular y la forma subjetiva que le corresponde no es ajeno al orden universal y mucho menos puede comportar su enajenación. Valga como ejemplo la figura del seductor, Johannes, cuya elaboración textual en primera persona es ubicada por Victor Eremita ni más ni menos que en un intersticio que ella misma constituye entre el primer y el segundo volumen de O lo uno, o lo otro, es decir, en un intersticio que cobra sentido precisamente en tanto entre que a la vez une y separa el orden estético –el del indicativo, el de la realidad–, particular, y el orden ético –el del condicional, el de la idealidad–, universal, y que nos pone sobre la pista del signo de la relación entre A, el esteta, y B, el Asesor Wilhelm, y sus respectivas posiciones vitales en esa misma obra en tanto que posiciones complementarias.
Dicho esto, la economía universal/particular es la economía de la razón que ha penetrado el mundo y que se expresa tanto en la lógica como en la moral, en la Sittlichkeit. Luego no hay otro, para la razón; diríamos que, a la razón, así concebida, no hay otro que se le resista, no hay otro que le haga frente. De ahí que la relación que deviene marca de la subjetividad en este contexto remita a la intersubjetividad y la alteridad cobre la forma de ese sujeto otro que es otro semejante y que, ley mediante, acaba sujeto por la dialéctica.
Todos los héroes del repertorio trágico que Johannes de silentio invita a la escena de Temor y temblor, desde Agamenón a Brutus, ponen en obra esa economía universal/particular que no constituye desafío alguno para la razón y para ninguna de las leyes que esta dicta. Los dilemas morales que sus acciones plantean no comportan el cortocircuito ni de la razón ni de sus leyes. Para sacar de nuevo a escena a Johannes Climacus, diremos que no esos dilemas no comportan escándalo alguno para la razón y que, por ello, sus leyes quedan incólumes. Más bien se diría que aquellos sirven a la ratificación de estas, que se ven reforzadas al salir victoriosas del ficcional embate. Por ese motivo, todos aquellos héroes disfrutan del reconocimiento que merece restituir el orden universal/particular como orden de sentido a la manera en que propone hacerlo el Asesor Wilhelm en sus aleccionadoras cartas al esteta. Lo que salvando las distancias históricas tienen en común el Asesor Wilhelm y los héroes trágicos que encontramos en Temor y temblor es que todos ellos significan la subjetividad en remisión a la intersubjetividad concebida en clave de comunidad de otros semejantes.
En cuanto a la economía singular, que rige al orden religioso de la existencia, topamos con una economía otra, estructuralmente hablando, que pone en jaque la predominancia de la economía universal, estableciendo(se) así con ella una relación que es dialéctica en la medida en que la dialéctica no está sujeta a mediación alguna. Luego es una dialéctica otra, a su vez, que pone en obra un logos otro. Lo singular viene a constituirse en resto de lo universal y, de esa forma, viene a constituir lo universal obrando la misma negatividad que, como ya hemos visto, el absurdo obra en la razón o la libertad en la necesidad. Este es el obrar de la paradoja.
Son suspendidos aquí, la economía universal, la ley; la mediación, la comunicación; y el reconocimiento, la alteridad que dice al otro simplemente como otro. Eso significa que la clave de sentido de la subjetividad no se encuentra sin más en lo intersubjetivo. Se suspende esa remisión de sentido en tanto que única posibilidad de sentido. Todo ello es suspendido por un otro radical, un otro totalmente otro –como hemos visto con Derrida– que se constituye como otro del sentido mismo en tanto que sentido uno y que remite al sentido del absoluto del propio Johannes de silentio, sin ir más lejos.
Esa múltiple suspensión se da, como hemos visto, en relación con la paradoja, pues ella reclama una relación otra que da lugar a la irrupción de un nuevo orden, de un orden otro. Se trata aquí, con Abraham, aunque en igual medida con Johannes de silentio, de un orden otro tanto en sentido existencial como discursivo. Esa relación otra que da lugar a un orden otro se da por la fuerza del absurdo que conforma como resto para la razón una existencia otra y un discurso otro: la existencia de Abraham y el discurso de Johannes de silencio dan fe de ello. La subjetividad deviene otra en esa relación y, en tanto que otra, deviene subjetividad y lo mismo cabe afirmar para el discurso.
Para acabar, entonces, (2) ¿qué lugar ocupa en el reparto ontológico Abraham? Hemos dicho que Abraham a la vez hace parte y no hace parte del reparto ontológico o, dicho de otro modo, se encuentra a la vez dentro y fuera del mismo. Ello se debe justamente a que la forma subjetiva a que da lugar Abraham por la fuerza del absurdo, esa forma subjetiva otra, deviene en relación con la paradoja y esta no dice un lugar –como tampoco dice un sentido– pues dice más bien un espaciamiento, una apertura de sentido. Podríamos incluso afirmar que la forma subjetiva ante la cual nos sitúa Abraham deviene como materialización existencial y discursiva de la paradoja –de ese espaciamiento y de esa apertura– y que, por tanto, en esa materialización reside la condición de posibilidad stricto sensu de una y otra. Una nueva forma subjetiva adquiere sentido bordeando la paradoja. Eso significa que Abraham es y no es Abraham más allá y más acá de la historia del sacrificio de Isaac. He ahí la paradoja.
En esa relación con la paradoja en que tanto la subjetividad como su historia devienen por la fuerza del absurdo, se expresa la economía del régimen de la indeterminación-que-da-lugar-a-la-determinación. La forma subjetiva y la forma discursiva que emergen en Temor y temblor están pendientes de determinación, a la espera de determinación tanto en términos existenciales como discursivos, porque ambas remiten a la paradoja. Johannes de silentio destaca sin cesar en el texto que hay un deber de mediación, de exteriorización, de comunicación que dice el deber de la ética. Hay un deber de determinación. Sin embargo, de silentio da cuenta a la vez de la singularidad como resto de lo universal/particular, “lo general”, que aboca todas esas operaciones al borde de la paradoja.
Conclusión
Luego con Abraham y su historia se materializa también una forma de deber para la cual no solo no hay sujeto ni sentido substanciales, que preexistan a la relación con la paradoja, sino que tampoco hay ley que lo sea por sí misma. Abraham y su historia hacen emerger un imperativo otro que remite al sujeto y al sentido otros y que debe hacerse cargo del absurdo, es decir, del escándalo de la razón ante la paradoja y de sus efectos. De esa forma, hacen emergen una ética otra, radicalmente singular y según la cual la pregunta ¿qué debo hacer? por un lado no tiene ni encuentra una respuesta substancial, prefigurada mediante la ley, y, por otro, no hay garantía de que una respuesta acorde a ninguna ley sea posible. Recordemos que si la razón se escandaliza ante la paradoja es porque esta hace evidente y efectiva otra lógica que la razón padece y que no es ajena al absurdo. Eso es lo que significa que: “El deber deviene deber al referirlo a Dios, pero en el deber por sí solo yo no establezco relación alguna con Dios” (). En efecto, “el deber por sí solo”, por sí mismo, sin la adhesión afectiva, queda, en la relación con la paradoja, sin efecto, pues, “la paradoja de la fe ha perdido el término medio […] por un lado es la expresión del mayor egoísmo […] por otro, es la expresión de la más elevada entrega […]” ().
En el final constatamos que la subjetividad que emerge en la doble encrucijada, existencial y discursiva, con Abraham, lo hace doblemente in extremis, pues viene a materializar, no sin angustia, la relación con la paradoja de la fe a la vez en los extremos y también en las últimas. De ello da cuenta el sacrificio de Isaac ya en el relato bíblico y, de manera paradigmática en la versión o, mejor, en las versiones de Johannes de silentio, el cual no escatima en absoluto en recursos líricos comprometidos con la pasión que el texto bordea, intensificándola, de principio a fin. No solo la existencia, el discurso está igualmente comprometido in extremis. Johannes de silentio sostiene ahí, en la pasión y en el borde, el discurso.
Ese lugar afectivo, lugar de apertura, que el texto entonces constituye apuntando una vez tras otra a su carácter extremo, excesivo, sin media, apuntando a un fuera en sí, no es solo el lugar que ocupa Abraham por la fuerza del absurdo en el reparto ontológico del corpus kierkegaardiano, sino que es ante todo el lugar que Abraham, fervorosamente acompañado por Johannes de silentio, obra en él.
Bibliografía
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Evans, Charles Stephen “Is Kierkegaard an Irrationalist? Reason, Paradox, and Faith.” Religious Studies 25, no. 3 (1989): 347–62. http://www.jstor.org/stable/20019355.
6
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Rasmussen, Anders Moe. “Kierkegaard’s Notion of Negativity as an Epistemological and an Anthropological Problem” Kierkegaard Studies Yearbook (2004), pp. 250-262. https://doi.org/10.1515/9783110179866.250
Notas
[1] Deseo agradecer muy sinceramente la generosa invitación a participar en el encuentro internacional que organizó en noviembre de 2013 en Vitòria da Conquista (Bahia, Brasil) la Sociedad Brasileña de Estudios Kierkegaardianos (SOBRESKI) con el fin de celebrar el bicentenario del nacimiento de Søren Kierkegaard. En particular, quiero agradecer la invitación a su presidente, el Prof. Álvaro Valls, estudioso y traductor de diversas obras de Søren Kierkegaard al portugués. Este texto resulta del provechoso intercambio que aconteció en dicho encuentro.
[2] Traduzco de Søren Kierkegaards Skrifter (), vol. 4, p. 149. El texto corresponde a Temor y temblor. Lírica dialéctica de Johannes de silentio.
[3] Se atribuye a Tertuliano la frase “credo quia absurdum”, la cual aparece en la obra De carne Christi (203-206) y tiene su traducción al castellano en la casi locución “creo porque es absurdo”. La frase enuncia una paradoja que, según no pocas fuentes, habría sido ya apuntada por Pablo de Tarso en el siguiente pasaje del Nuevo Testamento: “lo necio del mundo lo escogió Dios para avergonzar a los sabios” (1 Cor 1,27). El título de este artículo recupera la frase de Tertuliano en la expresión “por la fuerza del absurdo”. La substitución de “porque” con “por la fuerza” no es una cuestión de gusto, sino que procura dar cuenta de una dimensión existencial de la paradoja de la fe -quizás la dimensión propiamente existencial de la paradoja de la fe- tal como la expone Climacus en las Migajas y tal como de hecho está operativa en toda la obra de Søren Kierkegaard. Me refiero a la dimensión afectiva de la paradoja, que excede su dimensión estrictamente lógica –la cual recogería el discurso filosófico– o incluso retórica –que recogería el discurso literario.
La paradoja de la fe no es una simple paradoja, una paradoja cualquiera, una paradoja entre otras; en resumen, la paradoja de la fe no es una paradoja tout court, pues, apunta a una contradicción que excede el dominio del lenguaje, del logos, en tanto dominio del sentido, y de su articulación en el pensamiento. Lo específico de la paradoja de la fe reside en el hecho de que conlleva actuar no solo en contra de aquello que la razón dicta, sino en contra de la razón misma, aunque mediante sus mismos mecanismos, ya que, por más que el absurdo se sitúa en el extremo opuesto a la razón, es precisamente el absurdo aquello que empuja a actuar, tomando, por así decir, el lugar de la razón. El absurdo da la razón a la vez que la retira. He ahí la contradicción que obra la paradoja de la fe.
Luego no se trata aquí de una inversión, ya que, si así fuera, la paradoja acabaría reducida a pura contradicción en virtud de la cual o bien la razón invalidaría el absurdo o bien el absurdo invalidaría la razón y Abraham no encarnaría más que una subjetividad enajenada, es decir, fuera de la razón, y, por ello, en efecto “Abraham está perdido”. El absurdo no ocupa sin más el lugar de la razón. De ahí que sea, a la vez, condición de posibilidad y de imposibilidad de la razón. Obra aquí un absurdo cuyo alcance, por tanto, no es meramente formal, sino afectivo: hay escándalo más allá del ámbito intelectual, incluso más allá del ámbito moral –en el que se ubica Agamenón al verse impelido a sacrificar a su hija Ifigenia para llegar a Troya. Hay escándalo, hay conmoción y hay angustia. De ello es de lo que da cuenta justamente Johannes de silentio en Temor y temblor con gran lirismo ya a partir de las primeras páginas del texto que disponen al lector a la historia, a la vez historia de Abraham y de la fe cristiana, mediante su fuerza afectiva.
En este sentido, por un lado discrepo de la equiparación que, citando a Climacus en el Postscriptum conclusivo y no científico, en su artículo “Is Kierkegaard an irrationalist?’”, C.S. Evans establece entre la paradoja y el absurdo cuando afirma que aquella “a menudo es designada como ‘lo absurdo’” (), pues en ello Climacus ve una “caricatura” de la paradoja. Por otro lado, si bien concuerdo con el autor en que la paradoja no debe ser aquí reducida a mera contradicción formal, pues ello deja de lado su alcance y su efecto existenciales, disiento de la distinción que establece entre la contradicción formal y “la contradicción que constituye la paradoja” (), ya que ello supone dos formas distintas de contradicción que redundarían en dos formas distintas y opuestas de paradoja: una lógica y otra de otro orden. Si así fuera, no habría lugar al escándalo de la razón, que se sabría inafectada al amparo de la lógica formal – y, por ende, no habría tampoco lugar a la emergencia de un pensamiento nuevo. Si la razón se escandaliza ante la paradoja es precisamente porque la lógica formal no es ajena al absurdo, porque encuentra en él su otra causa, la cual, como decía más arriba, es de orden afectivo.
[4] Traduzco de Søren Kierkegaards Skrifter (), vol. 4, p. 256. El texto corresponde a Migajas filosóficas o un poco de filosofía.
[5] En un artículo de 2004 titulado "Kierkegaard’s Notion of Negativity as an Epistemological and an Anthropological Problem", Anders Moe Rasmussen afirma, en consonancia con lo que propongo aquí, que la negatividad juega un papel fundamental “both in aesthetic, philosophical, and theological concepts” (). Su análisis se sitúa en las Migajas filosóficas o un poco de filosofía, texto que el autor considera “one of the main sources of Kierkegaard’s epistemology” () y se ocupa de cartografiar en la obra de Søren Kierkegaard cómo la negatividad determina el saber de lo histórico y resulta en diferentes modos: “wonder, doubt, and belief” (). Estos tres modos de saber de lo histórico y ante la paradoja en la historia, modos que parecen estar vinculados con las tres formas conceptuales a las que apunta al inicio, le permiten delimitar lo que considera los dos principales regímenes de saber: “the epistemology of necessity and the epistemology of freedom” (). Más allá del detalle del análisis, que no va a ser discutido aquí, me interesa destacar, de una parte, que la diferencia entre sendos regímenes de saber es de orden afectivo, dado que el primero apuntaría a una forma de saber desinteresada y ajena a la pasión, mientras que el segundo hablaría de un saber apasionado e interesado (cfr. ). De otra parte, que la relación entre ambos regímenes de saber no es dicotómica – puesto que no se trata de oponer la necesidad a la libertad –, sino que es contradictoria, ya que se trata de hacer valer la negatividad en la relación entre necesidad y libertad, de hacerla valer como siendo constitutiva de dicha relación. Así, en el saber –y en las formalizaciones “estéticas, filosóficas y teológicas” del saber de lo histórico– operan la necesidad y la libertad a la vez. De esa forma, se cancela la opción de considerar los tres modos del saber ante la paradoja –la admiración, la duda y la creencia– desvinculados entre sí o vinculados en una suerte de escala de valor ascendente que sería reflejo de la escala de valor ascendente a la que remitirían y en la que cobrarían sentido los supuestos y así llamados “estadios de la existencia”.
[6] En la misma estela de ese pensamiento de la negatividad, es decir, de un pensamiento obrado por la negatividad, baste con situar a modo de ejemplo en el contexto contemporáneo a Nietzsche, en tanto que pensador del cuerpo y de los sentidos, a Freud, en tanto que pensador del inconsciente y de la pulsión, o a Heidegger, en tanto que pensador de la Muerte concebida como Posibilidad de la existencia, es decir, como paradójica condición de posibilidad de la existencia.
[7] La distinción entre el otro y el Otro o “completamente otro” es elaborada por Jacques Derrida en el último capítulo de la edición en inglés de Donner la mort (1992), “Tout autre est tout autre”, partiendo del carácter tautológico o, mejor, aparentemente tautológico de la expresión. Pero ya en el tercer capítulo, titulado “Whom to give to”, escribe: “If God is completely other […] then, every other (one) is every (bit) other. Tout autre est tout autre. This formula disturbs Kierkegaard’s discourse on one level while at the same time reinforcing its most extreme ramifications. It implies God, as the wholly other, is to be found everywhere there is something of the wholly other. And since each of us, everyone else, each other is infinitely other in its absolute singularity, inaccessible, solitary, transcendent […], then what can be said about Abraham´s relation to God can be said about my relation without relation to every other (one) as every (bit) other [tout autre comme tout autre] (). Luego algo del otro permanece siempre ajeno a la operación dialéctica del reconocimiento – por ello todo otro es y permanece a la vez Otro – y eso se hace fuertemente manifiesto en toda forma relacional que la subjetividad adopta. Abraham y su relación con Dios lo hacen manifiesto de forma paradigmática y, de ahí el carácter inaugural que, en clave ontológica, le atribuyo en estas reflexiones al respecto.
[8] Establecer como cifra de la ontología relacional la desmesura a modo de intensificación de la “inconmesurabilidad” a que el mismo de silentio alude en el pasaje citado al inicio de este texto, comporta, de un lado, la desconsideración de la relación en términos dialécticos, o, mejor dicho, en términos de mera y plena mediación y, por ello, en términos de mero y pleno reconocimiento. De otro lado, la relación qua desmesura es constitutiva del reparto ontológico en tanto en cuanto mediante la relación no ha lugar a resultado entendido como el resultado de un acto voluntario que bien puede consistir en negar la relación, o, mejor dicho, en negarse a establecer la relación. No se trata aquí de una relación fallida sino de una falla en la relación que es constitutiva de la misma; no hay, pues, relación sin falla. En este sentido, la relación fallida o dis-relación (Misforhold) a la que se refiere siempre Anti-Climacus en La enfermedad para la muerte se pliega a la voluntad del sujeto que resuelve no establecer(se) justamente en la relación mediante el “poder que lo ha creado”. En virtud de esa voluntad de negación, de esa voluntad, pues, de dis-relación, el sujeto se sume en la desesperación (Fortvivlelse). La relación a que da lugar la desmesura, insisto, no se inicia mediante un acto de la voluntad del sujeto, que la niega porque se niega en ella, y no cabe en ella correspondencia ni proporción algunas. La economía relacional que redunda en una subjetividad otra es de una insalvable asimetría. La relación es siempre ya una relación radicalmente otra: una desmesura.
[9] En la Metafísica 983a 25-34, leemos: “Pero de ‘causas’ se habla en cuatro sentidos: de ellas, una causa decimos que es la entidad, es decir, la esencia (pues el porqué se reduce en último término a la definición, y el porqué primero es causa y principio); la segunda la materia, es decir, el sujeto; la tercera, de donde proviene el inicio del movimiento, y la cuarta, la causa opuesta a esta última, aquello para lo cual, es decir, el bien (este es, desde luego, el fin al que tienden la generación y el movimiento)”.
[10] Me refiero al de sobras conocido primer parágrafo del segundo apartado del Prólogo a la Fenomenología del espíritu, en donde Hegel afirma: “todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto” ().
[11] Ese espaciamiento, además de hacer manifiesta la relación tensional que se hace efectiva en el saber de lo histórico entre la necesidad y la libertad, relación a la que apunta Anders Moe Rasmussen en el artículo que ha sido considerado anteriormente, hace manifiesto lo absolutamente otro que informa la existencia. Así se hace manifiesto también en la economía de la repetición tal como la plantea Constantin Constantius en su obra homónima de 1843. En la primera parte de la obra, que Constantius dedica a establecer la repetición como categoría existencial “que hay que descubrir” (), advierte de la importancia de no incurrir en el error de llamarla “mediación”, la cual también sugiere repensar. Para evitar confundir la repetición con la mediación, Constantius invita a considerar en qué sentido y de qué manera se da ya en los momentos de la mediación “algo nuevo”. Por ello remite a la noción griega de kínesis y a la que, a su parecer, le corresponde en el contexto de la filosofía moderna, “el tránsito” (Overgangen), en el que obviamente está implícito el movimiento. Gracias a su carácter constitutivamente transitorio, “la dialéctica de la repetición es simple; pues aquello que se repite ha sido, ya que, de no ser así, no podría repetirse; aunque justo eso, que ha sido, hace de la repetición lo nuevo […] Cuando se afirma que la vida es una repetición, se afirma que la existencia, que ha sido, ahora viene a ser […] La repetición es la seña de cualquier consideración ética” (). Traduzco de Søren Kierkegaards Skrifter ().
[12] Siguiendo a Constantius, en el contexto de una ontología teleológica, que pliega la existencia a un fin transcendente hasta el punto de cancelar en ella la posibilidad de lo nuevo por fuerza de la determinación, la dimensión ética se limita a la observación falaz de la ley natural como ley moral. Hasta cierto punto, reconocemos una limitación parecida en el contexto de la obra de Kierkegaard en lo que ha venido en llamarse la “primera ética”, expuesta en las cartas firmadas por el Asesor Wilhelm y compendiadas por Victor Eremita en el segundo volumen de O lo uno, o lo otro. Como es bien sabido, dicha ética encuentra su operación primordial en la “elección” (Valget) y no cabe duda de que, si bien dicha operación remite a la posibilidad, la tiene como requisito formal, pues la elección ética se concreta por fuerza entre dos posibles (o lo uno, o lo otro, en efecto). Sin embargo, esos dos posibles lo son siempre respecto de la ley en tanto ley moral y, por tanto, la “elección” solo puede hacerse efectiva en el compromiso unívoco de la ética con la ley en tanto ley moral. La “elección”, entonces, solo puede hacerse efectiva como determinación. Es en ese mismo contexto en el que se hace efectiva la libertad según el Asesor Wilhelm. No se trata por tanto aquí de la posibilidad de lo nuevo en sentido estricto –que excede sin duda la dimensión ni de la libertad que ella conlleva. No se trata de la indeterminación-que-da-lugar-a-toda-determinación. Esa posibilidad y esa libertad son las que están reservadas, pues en ella se hacen efectivas, a la ética otra, habitualmente conocida como “segunda ética” (Anden Ethik). Valga recordar que el adjetivo Anden significa en danés tanto en segundo orden como –y esto es lo que me parece relevante aquí– de otro orden. Ese es el orden de lo afectivo del que dará testimonio la angustia en el contexto de la ética otra con Abraham –el Asesor Wilhelm no se angustia. Ese orden otro se hace valer y se materializa más allá del orden lógico que rige en el quehacer comedido de Wilhelm y que es conforme y reproduce el abstracto cuerpo normativo de la ley moral.
[13] De manera muy genérica cabe afirmar al respecto que, en las ontologías contemporáneas de la diferencia, empezando por la reconocida elaboración de la diferencia ontológica a cargo de Heidegger, resuena la preocupación hegeliana por la relación que cabe establecer entre la identidad y la diferencia como principios que no solo informan el ser, sino que se informan mutuamente hasta el punto de hacerse efectivo que “la identidad es en la diferencia y la diferencia es en la identidad” (). En ese contexto, se considera a la diferencia principio ontológico que, por tanto, no solo existe, sino que constituye todo cuanto existe y, en particular, lo constituye de manera que hace necesario afirmar que todo lo que es es en la medida en que deviene o, dicho de otro modo, que, por fuerza de la diferencia, todo ser es devenir. Dicha afirmación de la existencia de la diferencia en las así llamadas filosofías de la diferencia merecerá su declinación en ámbitos teóricos aparentemente dispares como el posestructuralismo, el psicoanálisis y los feminismos a partir de la década de los años setenta, que destacan y hacen operativa la diferencia en términos políticos como diferencia sexual. Lo que es preciso retener aquí es que, en cualquiera de sus desarrollos teóricos, la consideración de la diferencia como ontológicamente constitutiva sitúa al ser y también al discurso sobre el ser en un lugar en el que el principio de identidad no rige de forma exclusiva y en el que, en consecuencia, el principio de contradicción, tampoco. Ello no deja incólume la lógica binaria como lógica que informa de manera exclusiva la significación y, por tanto, no deja tampoco incólume la operación discursiva en todos sus modos, incluidos el literario, el filosófico y el dogmático, como operación orientada exclusivamente a la determinación, es decir, a la fijación del ser en un sentido.
[14] Al hilo de esta consideración, que entronca con la desarrollada anteriormente en torno a la dimensión afectiva de la paradoja y al escándalo que el absurdo comporta para la razón, cabría retomar el efecto de espaciamiento que el absurdo tiene en tanto que fuerza paradójicamente conformadora, de la subjetividad y del discurso. Abraham padece la sacudida de esa fuerza que, sin embargo, da lugar a la emergencia de una forma subjetiva nueva o, mejor dicho, da lugar a la emergencia de la forma subjetiva en sentido estricto, a saber, da lugar a la emergencia de la forma subjetiva como emergencia. Podríamos decir que Abraham es nadie y solo como nadie es alguien, es Abraham, pues solo deviene en la relación con el Otro; en el Otro tiene su condición de posibilidad de ser. En paralelo, Johannes de silentio se hace justamente eco de esa sacudida y eso resulta en el ensayo de una forma discursiva comprometida con la paradoja que, por ello, en sentido estricto, consiste en decir nada, en decir que nada cabe decir, en hacer resonar nada y abrir así el sentido; consiste en mediar que nada cabe mediar, en mediar sin mediar, porque “estamos en la paradoja que no admite mediación”, estamos ante la emergencia de una forma discursiva como emergencia. En palabras de Jacques Derrida leyendo a Jean-Luc Nancy en On Touching, cabe hablar de auto-hetero-afección de la subjetividad y del discurso. No hay sujeto ni historia sin un Otro, es decir, más allá o más acá de la afección de un Otro, de la sacudida de un Otro que cobra su estatuto y relevancia existencial y discursiva en el sí de una relación que no dispone al reconocimiento. Atrás quedó el “yo” como forma pura de la subjetividad y atrás quedó el “sentido” como garantía objetiva del discurso. La subjetividad y el discurso han sido y son “constitutively haunted […] by some hetero-affection related to spacing and then to visible spatiality” en las que hace aparición una y otra vez “an intruder […] a host, wished or unwished for […] as a ghost” (). También ello es causa de escándalo, de conmoción y de angustia.