1. Introducción
La reflexión filosófica en torno a la intersubjetividad constituye uno de los principales desafíos para la fenomenología. Desde que Edmund Husserl pusiera en práctica la “reducción eidética” en sus Meditaciones cartesianas (), el peligro de recaída en el solipsismo constituye una amenaza a evitar desde esta tradición de pensamiento filosófico. Ello justifica, a su vez, la relevancia del problema del otro como hilo conductor que subyace al diálogo y a la evolución de la fenomenología durante la segunda mitad del siglo XX. Desde el Lebenswelt husserliano () al Mit-sein de Martin Heidegger (), desde el ser-para-otro sartreano a la metafísica del rostro elaborado por Emmanuel Lévinas (), la intersubjetividad es prefigurada de formas particularmente dispares, constituyéndose como uno de los polos conceptuales que condiciona la conformación de la ontología fenomenológica. Situándonos en el interior de estas tensiones y diálogos, el objetivo fundamental del presente artículo es el de reconstruir un análisis comparativo del tratamiento de la otredad y la intersubjetividad por parte de la ontología fenomenológica del filósofo francés Jean-Paul Sartre y de la dialéctica ontológica del pensador español –exiliado en México– Eduardo Nicol. Dicha lectura tiene como principal propósito arrojar luz en torno a los diferentes estratos y presupuestos que subyacen a la representación de la intersubjetividad desde dos autores que, pese a no haber mantenido un diálogo directo, comparten época, influencias, temas y problemas filosóficos fundamentales.
Es bien cierto que en la lectura crítica de Eduardo Nicol sobre las tendencias filosóficas continentales contemporáneas –desplegada en – las referencias que encontramos al filósofo francés son prácticamente anecdóticas y soslayan su presencia en favor de otros autores –como Heidegger y Ortega y Gasset. Más allá de su rechazo al rol que juegan la desesperación y la angustia en la ontología existencialista, Nicol no profundiza en la obra particular de Sartre. Pero ello no es óbice para negar que de la fenomenología dialéctica nicoliana se desprenda un enfoque crítico desde el que se pueden descomponer y revelar los aspectos esenciales y las debilidades de la ontología sartreana, en general, y de su teoría de la intersubjetividad, en particular.
De esta forma, nuestro análisis establecerá una contraposición entre el rol que concede Sartre al otro en El ser y la nada () –como trabajo que recoge buena parte de las aportaciones ontológicas sartreanas elaboradas durante el período de postguerra– y las diferentes obras de calado metafísico elaboradas por Nicol. Entre su prolífica bibliografía nos centraremos fundamentalmente en , , y . Más allá de trazar una mera comparación entre sus posicionamientos respecto a este problema, la propuesta de este artículo es la de revelar y justificar la potencialidad de la filosofía nicoliana de la expresión a la hora de desmontar y superar la condición agonística de las relaciones intersubjetivas que Sartre les atribuye en El ser y la nada a través de su análisis del ser-para-otro. En este sentido, las tesis nicolianas respecto a la condición apofántica y fenoménica del ser –que dota de sentido a su particular metafísica de la expresión– servirá de base para trascender la dialéctica de la mirada sartreana, fundamentando así una comunidad ontológica donde el otro no se define como fuente de negación o conflicto, sino todo lo contrario. Por este motivo, es particularmente reseñable el contraste entre la representación de las relaciones intersubjetivas que se desprenden de El ser y la nada y Metafísica de la expresión. Ya que proceden de autores cuyas ontologías resultan coincidentes en diversos aspectos esenciales. Al fin y al cabo, como lectores y herederos de la ontología heideggeriana, encontramos en sus descripciones coincidencias manifiestas en torno a la especificidad ontológica del hombre. La definición sartreana del ser de la conciencia como un para-sí, producto de la nihilización del ser-en-sí que por ello carece de esencia y es su propia posibilidad de ser, converge con varias de las definiciones que recoge Nicol en sus reflexiones ontológicas proyectadas en La agonía de Proteo (). Desde su óptica, la estructura ontológica del hombre se declina en un constante proceso de transformación. O lo que es lo mismo, “lo único que permanece del ser humano es su propio cambio” (). Es pura actividad. Por lo tanto, el ser del hombre no es definible porque no es definitivo. “Se manifiesta como evasivo” (), de la misma manera que lo hace la condición excéntrica de la conciencia sartreana. En este sentido, la naturaleza proteica del ser del hombre se traduce en el énfasis incondicionado en la libertad humana que invita comparaciones y analogías con las tesis que Sartre popularizaba a través de su famoso El existencialismo es un humanismo (). Como desarrolla Nicol en El porvenir de la filosofía “la fuerza histórica es la libertad y la libertad es proteica” ().
A pesar de las similitudes respecto a la afirmación de la libertad humana entre la condición proteica del ser del hombre en Nicol y la ausencia de consistencia ontológica del ser-para-sí sartreano los caminos de ambos análisis fenomenológicos se bifurcan radicalmente en el momento de abordar el problema de la intersubjetividad. En este sentido, la dialéctica de la cosificación y la irresoluble conflictividad del ser-para-otro tal y como es desarrollada en El ser y la nada contrasta con la hermandad ontológica fundamentada por Nicol en Metafísica de la expresión. Tal y como defiende Juliana González en su trabajo sobre la obra del filósofo catalán, de acuerdo con la perspectiva nicoliana “el hombre no es en su ser mismo un lobo del hombre, como pretendía Sartre” (), al contrario, la raíz ontológica de la intersubjetividad radica en la fraternidad y hermandad. Por este motivo, las convergencias y divergencias entre las tesis ontológicas de Sartre y Nicol requieren de un estudio específico que nos proponemos desarrollar en este artículo. Más allá de un mero cuadro comparativo, nuestro propósito es el de bosquejar inicialmente los fundamentos de la ontología sartreana de la intersubjetividad con el fin de arrojar luz sobre las lagunas que, desde la perspectiva que puede proyectarse a partir de la metafísica nicoliana, subyacen a la misma. Desde este marco hermenéutico podremos reconstruir las tesis alternativas en torno al otro elaboradas por Nicol para explicitar de qué manera trascienden las aporías que definían al ser-para-otro sartreano. En este sentido, la principal tesis que fundamentará nuestra lectura sitúa las iniciales divergencias entre ambas ontologías fenomenológicas a partir del contraste entre la distinción sartreana entre fenómeno de ser y ser del fenómeno y la condición apofántica y expresiva sobre la que pivota la ontología nicoliana.
2. El ser-para-sí y la intersubjetividad conflictiva
Tanto El ser y la nada de Sartre como los diferentes trabajos a través de los cuales Eduardo Nicol desarrolla las bases de su metafísica reconstruyen una ontología a partir de la reflexión filosófica en torno al fenómeno, en diálogo con las principales corrientes de pensamiento contemporáneo. En consonancia, nos proponemos reconstruir inicialmente las tesis principales de la ontología sartreana en torno a la intersubjetividad como derivada, en última instancia, de su lectura filosófica sobre este concepto.
Publicado en 1943, El ser y la nada constituye un ensayo de ontología fenomenológica que parte de la disolución de las distintas formas de dualismo filosófico que han establecido una dicotomía entre el ser –que ostenta la máxima realidad– y las apariencias –como meras manifestaciones de aquellas. El fenómeno, recoge Sartre, no puede seguir definiéndose como una derivación de una forma, idea o noúmeno que se oculta y revela tras el mismo. “Se sigue de ello, evidentemente, que el dualismo del ser y el parecer tampoco puede encontrar derecho de ciudadanía en el campo filosófico” (). Por este motivo, prosigue el filósofo francés, “la apariencia remite a la serie total de las apariencias y no a una realidad oculta que haya drenado hacia sí todo el ser del existente. Y la apariencia, por su parte, no es una manifestación inconsistente de ese ser” (). El descubrimiento del fenómeno –que Sartre atribuye a Husserl y a Heidegger– implica la definición del mismo como lo relativo-absoluto: relativo en tanto que siempre se presenta ante un sujeto; absoluto en la medida en que no remite ni refiere a un ser tras de sí mismo que le sirva de sustrato o fundamento ontológico. “El fenómeno no indica, como apuntando por sobre su hombre, un ser verdadero que tenga, él sí, carácter de absoluto. Lo que el fenómeno es, lo es absolutamente, pues se devela como es. El fenómeno puede ser estudiado y descrito en tanto que tal, pues es absolutamente indicativo de sí mismo” (). La auto-suficiencia ontológica del fenómeno constituye, desde la perspectiva sartreana, el punto de partida de la metafísica tras el ocaso de la –denominada por Nietzsche– “ilusión de los trasmundos” (). Ello impide indagar en torno al ser del fenómeno más allá de la propia serie de apariciones que lo manifiestan.
Toda interrogación filosófica –considera Sartre– debe partir del bosquejo respecto al ser, definiendo al mismo como el conjunto de fenómenos que se identifican con sus manifestaciones. Una vez que asumimos su inmanencia, la dilucidación en torno al ser del fenómeno adquiere un nuevo espacio de investigación. Aunque no pueda ser identificado con un ser-tras-el-fenómeno, la pregunta por el sustrato ontológico de la aparición resulta legítima para Sartre, en tanto nos limitemos al plano inmanente de sus manifestaciones. No obstante, Jean-Paul Sartre manifiesta –al contrario que Nicol en su Metafísica de la expresión– que el fenómeno no puede reducirse o identificarse únicamente con la dimensión de su aparición. Es decir, pese a la inmanencia en la que se circunscribe la ontología sartreana, el filósofo francés no deja de postular un sustrato ontológico subyacente al ámbito de lo fenoménico: el ser del fenómeno. El fundamento del recurso a dicha noción lo encuentra Sartre en la propia condición excéntrica de la conciencia, delineada previamente en La trascendencia del ego (). Para que el sujeto se dirija intencionalmente a un objeto que encuentre allende sí mismo, es preciso que no se decline únicamente en un fenómeno de ser, sino en un ser del fenómeno. Sólo de esta forma podría la conciencia trascender realmente hacia algo que está fuera de sí. Tal y como lo sintetiza César Moreno, la postulación del ser-del-fenómeno responde a la necesidad de “mostrar que la conciencia no se dirige a meros fenómenos-de-ser sino que, siendo más que una instancia cognoscitiva reflexiva, se dirige al ser-del-fenómeno-de-ser, es decir, a algo más que fenómeno, a su ser, lo que garantizará a la conciencia su salida de sí, que no vendría suficientemente garantizada si sólo pudiera “salir” hacia fenómenos de ser” ().
Esta cesura entre la conciencia existente y el ser del fenómeno de ser al que puede plegarse como algo que la trasciende es lo que prefigura y justifica la brecha ontológica que se abre entre el ser de la conciencia- el ser-para-sí –y el ser del mundo– el ser-en-sí. En consecuencia, ambos serán definidos en términos antagónicos. El ser en-sí se caracteriza por su opacidad, por su auto-justificación y por contener el fundamento de sí mismo. Así lo describe en El ser y la nada: “si el ser es en sí, ello significa que no remite a sí, como lo hace la conciencia (de) sí: el ser mismo es ese sí. […] El ser es opaco a sí mismo precisamente porque está lleno de sí mismo. […] El en-sí no tiene secreto: es macizo” (). Por el contrario, el ser de la conciencia, a través del pliegue sobre sí mismo y la trascendencia que implica su reflexividad, está fuera de sí, más allá de sí mismo careciendo, consecuentemente, de cualquier tipo de fundamento ontológico. “El ser de la conciencia no coincide consigo mismo en una adecuación plena […] Es una descompresión de ser. Es imposible definirla como coincidencia consigo misma” (). Por este motivo, el ser para-sí es pura nada, libertad, ya que carece de cualquier naturaleza o sustancia. Ello evidencia la ausencia de un sustrato ontológico. El ser para-sí, defiende Sartre, es el producto de la nihilización sobre el ser en-sí, de la introducción de la nada en el mundo que implica la propia conciencia. Esta ausencia de fundamento ontológico es la que justifica la caracterización de la libertad como un rasgo esencial del para-sí que permite definir al hombre como una pura posibilidad de ser, incapaz de alcanzar un asidero ontológico que permita definirlo. El hombre es, de acuerdo con Sartre, facticidad y trascendencia, en tanto su ser se identifica con su capacidad de ir más allá de sí mismo.
Esta caracterización del ser en-sí y del ser para-sí, como dos regiones ontológicas dicotómicas, son las que subyacen a la interpretación sartreana del ser-para-otro y de su lectura respecto de la intersubjetividad humana como un fenómeno inevitablemente agonístico (). En este sentido, la inflexión reflexiva que anuncia el para-sí al que se vincula la otredad anuncia las tensiones irresolubles que constituyen el entramado ontológico subyacente a la comunidad humana.
El análisis sartreano en torno a la intersubjetividad inicialmente prefigura la aparición del otro en el marco de la conciencia como una ruptura y un punto de fuga respecto al campo subjetivo de representaciones. Tal y como plantea el filósofo francés, dada la descripción fenomenológica de un entorno formado por objetos circundantes, todos ellos se presentan como fenómenos para mi conciencia, polo último que subyace a las formas en que las representaciones son dadas. Ahora bien, en este sistema la aparición de otro supone una ruptura por dos motivos. En primer lugar, porque el otro se revela como un punto de referencia al que también remiten los propios fenómenos, lo que descuadra mi marco de representaciones y lo orienta hacia el suyo. El entorno deja de ser plegado a mí para dirigirse alrededor del otro. “La aparición, entre los objetos de mi universo, de un elemento de desintegración de ese universo, es lo que llamo la aparición de un hombre en mi universo. El prójimo es, ante todo, la fuga permanente de las cosas hacia un término que capto a la vez como objeto a cierta distancia de mí y que me escapa en tanto que despliega en torno suyo sus propias distancias” (). La aparición del otro implica, como recoge Alan Savignano en su libro sobre la intersubjetividad en Sartre, “un acontecimiento de desoberanización” (), una prueba tácita de que “el mundo no se agota en su ser para mí” (). De la misma manera, precisamente por su condición trascendente a mi campo de representación que reorganiza, el otro no se reduce a su condición de fenómeno para mí. El ser-para-otro no se identifica con el campo fenoménico de mi percepción. El otro es huidizo respecto a mí. Ahora bien, no sólo trasciende el ser-para-otro el espacio fenoménico que gira en torno al para-sí. A su vez, el otro se convierte en la negación de la trascendencia de la conciencia. Desde la fenomenología sartreana, el ser-para-otro no se presenta como fenómeno. Ya que escapa de nuestro campo de representación y se vuelve patente a través de su acción de “mirar” que recae sobre el sujeto. La alteridad se manifiesta, fundamentalmente, como una mirada –polo de otro campo representacional– que convierte al yo, al para-sí, en objeto. La caracterización sartreana de la dialéctica de la mirada y del proceso por el cual el para-sí deviene objeto para-otro marca con un pesimismo insalvable sus tesis en torno a la intersubjetividad. Aparecer como objeto para otro implica, a su vez, presentarse como cosa para sí mismo. A través de la alteridad y de su mirada, me presento a sí mismo como objeto. Ser mirado se traduce en no ser para-sí sino como pura remisión al otro, en una referencia constante a la mirada ajena. Ello implica que el para-sí sea visto como cosa y, por tanto, como un ser en-sí cosificado. La trascendencia, excentricidad y libertad inherente al ser de la conciencia es negada a través de la mirada del otro. Aquella transforma al para-sí en un en-sí al que priva de su capacidad para ir más allá de sí mismo. El ser-para-otro se identifica con la vivencia efectiva de la mirada que redunda en la negación de la ipseidad del para-sí al cosificarlo como en-sí. “Capto la mirada del otro en el propio seno de mi acto, como solidificación y alienación de mis propias posibilidades” (). El encuentro con el otro es, fundamentalmente, descrito como una experiencia de alienación de mí mismo. A su vez, la única respuesta posible ante la cancelación de mis posibilidades es la de intentar superar la trascendencia del otro convirtiéndolo, a su vez, en objeto de mi mirada y, consecuentemente, del proceso de cosificación y solidificación que ello implica. La dialéctica entre el ser-mirante y el ser-mirado se convierte en un conflicto a través del cual ambos roles se revierten constantemente en un proceso agónico mediante el cual cada uno de los polos aspira a recuperar su libertad e ipseidad mediante la negación de las posibilidades del otro. Todas las diferentes formas de conducta que pueden proyectarse hacia el prójimo –el amor, el lenguaje, el masoquismo, la indiferencia, el deseo, el odio, el sadismo– se circunscriben en el interior de una tensión irresoluble, en una lucha para trascender la trascendencia ajena, para anular la cosificación de la que es objeto. No hay, consecuentemente, posibilidad de reconciliación en el interior de la intersubjetividad sartreana trazada en El ser y la Nada. En sentido estricto, la propia idea de una comunidad ontológica resulta extraña desde un marco fenomenológico en el que la relación con el otro se traduce en un conflicto inevitable. Las relaciones interpersonales quedan bajo la sombra de pesimismo que permite definir al otro como una fuente de conflicto y negación de aquello que constituye el ser de la conciencia.
3. Del ser del fenómeno al ser que es fenómeno
Tal y como hemos bosquejado, la ontología fenomenológica sartreana desemboca en una comprensión de la intersubjetividad humana como marcada por una conflictividad latente y por unas tensiones radicalmente irresolubles. La relación entre el para-sí y el para-otro, canalizada a través de la dialéctica de la mirada, es profundamente aporética. Ello se deriva, simultáneamente, de la brecha ontológica que se traza entre el ser de la conciencia y el ser del mundo que, a su vez, dependía de la distinción sartreana entre el ser del fenómeno y el fenómeno de ser. Es precisamente esta distinción que se localiza en las primeras líneas de El ser y la nada –y que constituye el asidero de buena parte de sus reflexiones posteriores– sobre las que va a pivotar la crítica y la ontología de la intersubjetividad alternativa que re-construiremos a través de la obra de Eduardo Nicol. El elemento diferencial entre ambas ontologías fenomenológicas derivará del hecho de que Sartre, a la luz de las reflexiones de Nicol, no lleva a sus últimas consecuencias la reducción del “existente a la serie de apariciones que lo manifiestan” al separar tácitamente el fenómeno-de-ser del ser-del-fenómeno. Es decir, la clave de la separación entre ambos proyectos metafísicos lo encontramos en la asunción sartreana según la cual “el ser del fenómeno, aunque co-extensivo al fenómeno, debe escapar a la condición fenoménica –que consiste en no existir algo sino en cuanto se revela” (). Es posible, por lo tanto, reconstruir las premisas de la ontología nicoliana y, derivada de aquellas, de su teoría de la intersubjetividad, en contraste con el citado presupuesto sartreano, lo que abrirá diferentes posibilidades para trascender la aporética condición del ser-para-otro que el filósofo francés había diagnosticado.
De esta forma, toda la metafísica de Eduardo Nicol puede considerarse como una derivación radicalmente congruente del siguiente principio que casa de forma plena con la citada reducción del existente a la serie de sus manifestaciones: “El ser está a la vista. No hay nada oculto por debajo de la apariencia” (). Desde su punto de vista, la metafísica occidental ha sido condicionada con la distinción parmenídea entre el ser y la apariencia desde la que se asume que la segunda –por su irracionalidad– no puede manifestar fidedignamente al primero, que debe trascender la propia dimensión fenoménica. Dicha asunción deriva, a su vez, de la disociación entre el ser y el tiempo, mediante la cual se asume que la realidad está ausente en la experiencia. A lo largo de buena parte de su obra que abarca , , y la Nicol rastrea el influjo de dicho presupuesto en la totalidad del pensamiento filosófico, incluso hasta localizar su influencia en la tesis heideggeriana en torno al ocultamiento del ser tras el ámbito de lo óntico. Frente a ello, Nicol opone el carácter pre-científico y apofántico del ser del hombre. “Para recuperar el ser es preciso restituirlo al nivel fenoménico de la temporalidad” (). La disolución nietzscheana de “la ilusión de los trasmundos” y el consecuente abandono del “ser-tras-la-aparición” que recogía Sartre deben desembocar, desde la perspectiva de Nicol, en la asunción según la cual la sustancia ontológica que subyace a la realidad del hombre es aproblemática, en tanto que el mismo se identifica con su manifestación fenoménica. Por este motivo sostiene Nicol que la “ontología es fenomenología” (). Ya que el ser no es nada diferente o subyacente a aquello que se hace evidente en la experiencia. Lo inmediatamente obvio y evidente es la presencia absoluta del ser. Frente a la distinción heideggeriana entre el ser y el ente y la separación sartreana entre ser del fenómeno y fenómeno de ser Nicol, asume que “el ser está presente: es la patencia misma” (). Aquello que proyecta la metafísica nicoliana es la revalidación ontológica del conocimiento pre-científico y pre-reflexivo que reduce, sin asumir ningún trasfondo o sustrato, al ser a la serie de sus manifestaciones. El punto de partida de su metafísica es la constatación evidente de que “hay” ser y de que el mismo se da de forma transparente en la experiencia fenoménica. La metafísica, por lo tanto, no debe profundizar en el estudio de la realidad allende la temporalidad y mundaneidad de la experiencia que fundamenta a la misma. Al contrario, su objeto está a la vista en la inmanencia del campo fenoménico. La pregunta metafísica fundamental no remite al qué del ser, sino al cómo, a las formas en que se manifiesta en su propio parecer ().
De la misma manera, la condición fenoménica del ser se traduce, a su vez, en su carácter expresivo que Nicol sitúa en el corazón de su concepción del hombre. “El ser no queda detrás de la expresión, el ser es expresión” (). La mera presencia tácita del fenómeno es indicativa de un contenido expresivo que se reduce e identifica con su propia manifestación. Tal y como lo desarrolla en Crítica de la razón simbólica “la expresividad es la nota ontológica diferencial” que subyace a la realidad del hombre (). Ello dota al ser humano de un rol especial en a la ontología nicoliana. En línea con esta argumentación, todo aquello que el hombre hace conlleva una expresión, interpretando por aquella una manifestación inmediata de un contenido significativo que hace patente la presencia del ser. Como plantea Nicol en La agonía de Proteo “el hombre se hace a sí mismo expresando” (). De la misma manera, la expresión se convierte en un rasgo ontológico correspondiente al ser del hombre. Así lo manifiesta Nicol al inicio de La vocación humana: “El ser del hombre es expresión. Vileza o dignidad del ser, perversidad o simple mediocridad, están ahí presentes, expresas, en cada individuo” (). La expresión no nos transmite un contenido encriptado, oculto, no constituye una mediación difusa y compleja con la realidad ontológica. Al contrario, como defiende en Metafísica de la expresión “la expresión no es mediadora, sino inmediatamente comunicadora del ser” (). La expresión constituye, por lo tanto, el canal principal a través del cual se hace manifiesto el carácter apofántico de la ontología nicoliana en el que se declina la realidad del hombre. El contenido expresivo que se revela de forma inmediata constituye la consecuencia radicalmente congruente con aquella identificación del ser del fenómeno con la serie de sus apariciones que Sartre había situado en el corazón de su fenomenología. Ello se traduce, a su vez, en importantes implicaciones en el espacio de la reflexión filosófica y ontológica en torno a la intersubjetividad humana. Al fin y al cabo, la expresividad inherente al ser del hombre se hace patente en la acción de los sujetos y, específicamente, en el diálogo. Los vínculos comunicativos entre los individuos están atravesados por la expresión y manifestación inmediata del ser del hombre. Ello permite establecer un vínculo argumentativo entre la constitución expresiva del hombre, su insuficiencia ontológica y los vínculos con el otro. El hombre “expresa para ser” () por sus carencias ontológicas, por aquello que no es y permite definirlo de forma proteica. Es precisamente esta insuficiencia ontológica la que explicitará su necesidad del otro. Si bien las relaciones intersubjetivas en El ser y la nada quedaban marcadas bajo la opacidad relativa a la imposibilidad de trascender la dialéctica de la mirada, la otredad con Nicol quedará atravesada por la expresión del ser que se hace manifiesta de forma espontánea en los actos comunicativos. Ello constituirá la base de una metafísica del diálogo y la comunidad que se sitúa en las antípodas de las diferentes aporías, tensiones y conflictos emergentes a lo largo del análisis sartreano en torno al ser-para-otro. Consecuentemente, a través de la recuperación de las tesis de Nicol podremos apreciar en qué medida su interpretación de la fenomenología –que radicaliza las tesis con las que daba inicio El ser y la nada– permiten apuntar a nuevos caminos para fundamentar una teoría sobre la alteridad más allá de la dialéctica cosificadora de la mirada sartreana.
4. La metafísica de la comunidad y el diálogo
Dado que el ser está a la vista, el hombre es expresivo y sus manifestaciones evidentes, se vuelven presentes y permeables a través del acto comunicativo por excelencia del ser humano: la comunicación. Su ser es, prima faccie, visible y, consecuentemente, comunicable, manifestándose a través del trasfondo común que ofrece el diálogo. “La realidad mentada en toda comunicación es una realidad común” (). Ello no adquiere únicamente implicaciones en relación a la elaboración de una teoría de los actos comunicativos, sino también consecuencias de calado ontológico que es preciso bosquejar.
En los primeros compases de su obra La idea de hombre defiende Nicol que “somos el ser, más que nunca cuando hablamos” (). Ello no se traduce solamente en dotar al lenguaje y al diálogo de un rol especial en la expresión del hombre. Además, de ahí se deriva, defiende Nicol, que la manifestación inmediata del ser se da siempre bajo el canal y el formato que ofrece el lenguaje intersubjetivo. No puede haber tal cosa como una expresión a-dialógica o pre-dialógica del ser. Ello es apreciable en la lectura nicoliana del saber científico como operando siempre con base en una realidad pre-científica cuyo soporte principal lo constituye el diálogo comunitario entre los individuos. La actividad científica es, ante todo, comunitaria, en tanto que aspira a conocer una realidad manifiesta en el interior de un entramado comunicativo. De ahí la crítica que Nicol proyecta desde los inicios de La reforma de la filosofía contra el giro metodológico cartesiano. La verdad es siempre comunitaria, por lo que el retorno a la intimidad del ego volverá opaco, necesariamente, el acceso a la realidad. “La soledad es una anomalía situacional” (). No tiene sentido, por lo tanto, abstraerse de las relaciones comunicativas para asegurar la validez de una proposición en tanto que “la comunidad es condición de la verdad y el error” (). Ya que el ser se hace presente fundamentalmente a través de un diálogo respecto al cual no es posible realizar una epojé. Ello permite, además, desmontar la amenaza de solipsismo en el interior de la filosofía fenomenológica y disolver el problema de la comunicación con una alteridad. Lejos de constituir una interacción entre diferentes mismidades, el diálogo y la expresividad penetran ontológicamente la intimidad de cada sujeto, dotándolo de los mimbres a través de los cuales efectuar su propia actividad reflexiva. Pensar, defiende Nicol, es dialogar (). La ontología expresiva nicoliana describe la realidad de un mundo humano que, en sí mismo, ya es compartido dialógicamente. Por este motivo, el problema clásico relativo a la realidad efectiva del otro, a la comunicación con aquel, queda disuelto. La comunicación no es un potencial problema filosófico, sino un dato ontológico prioritario. En este sentido, la discusión filosófica relativa a la comunicación con el otro depende de la ocultación del ser que, desde la perspectiva nicoliana, había acompañado a la historia de la filosofía occidental. Una vez afirmado el carácter expresivo y manifiesto de la realidad, la relación con el otro que posibilita el diálogo en el que se materializa el ser constituye un elemento tácito e ineludible de la reflexión filosófica.
La comunidad dialógica constituye, por lo tanto, el entramado que da consistencia ontológica a la realidad del hombre. De tal forma que la manifestación que hace patente al ser es siempre “realidad ante alguien”. El pensamiento es, necesariamente, dialógico y “el ser, como objeto de una experiencia primaria y común, es lo esencialmente comunicable” (). En este sentido, la comunicación intersubjetiva a través de la cual se transparenta la evidencia del ser es posibilitada únicamente por una comunidad ontológica que la trasciende. Ello se traduce, a su vez, en una particular hibridación entre individuos y comunidad en el interior de la teoría nicoliana respecto a la intersubjetividad.
Tal y como recoge el filósofo catalán en El porvenir de la filosofía () la relación entre el individuo y su comunidad de pertenencia no puede más que ser dialéctica. En primera instancia, en tanto que la segunda no puede interpretarse sino como el producto de agregados de sujetos. En segundo, ya que el individuo carece de sustrato ontológico al margen de la comunidad a la que pertenece. Al fin y al cabo, la insuficiencia ontológica de cada sujeto por sí mismo lo hace depender del otro, del diálogo y la expresión con una alteridad que está igualmente necesitada de aquel. Ello coadyuva a una hermandad ontológica que se sitúa en las antípodas de la dialéctica de la mirada sartreana. Con esta contundencia lo manifiesta en Crítica de la razón simbólica: “el ser es expresión. Expresión es comunicación. Los interlocutores son afines, o sea simbólicos, porque es simbólico el ser de cada uno respecto a sí mismo […] El hombre se hace dándose a conocer. Nadie se da completo porque nadie es completo” (). En este sentido, la disolución del problema de la comunicación –que constata que hay comunicación en tanto que el ser se hace evidente a través del diálogo– disuelve cualquier sombra de solipsismo en el interior del pensamiento fenomenológico. Al fin y al cabo, la condición expresiva y evidente de la realidad del hombre se vuelve transparente a través de la comunicación y esta depende, en todo caso, de una comunidad ontológica. El diálogo intersubjetivo es, por lo tanto, el espacio en el que se materializa la objetividad del ser por lo que la evidencia del mismo constata la co-dependencia ontológica de los individuos. Como recoge Nicol en La reforma de la filosofía “la comunidad del ser significa la comunidad con el ser” (). De acuerdo con la ontología nicoliana, el logos es dialógico y el ser es comunicativo (). Así, la propia atomicidad e identidad del individuo en tanto individuo no es más que el producto de una forma de vida que la comunidad humana ha adoptado en su despliegue diacrónico. “La individualización es un resultado de la evolución histórica de la comunidad” (). Desde el punto de vista ontológico, el hombre no es ni piensa como un individuo, sino como un ser constitutivamente integrado en la comunidad y dependiente del resto de sujetos. A través del diálogo con el otro, el ser humano no solamente trasciende momentáneamente el espacio de la intimidad de su propia conciencia. Además, revela la constitución comunitaria que subyace a su propia identidad individual. Ello tendrá, a su vez, múltiples implicaciones en el pensamiento nicoliano, más allá del plano metafísico, al definir al individuo en sí mismo como un ser político (), co-responsable, independientemente de su decisión y voluntad, del resto de miembros de la comunidad. De la misma forma, la libertad del individuo no se contrapone con los lazos, vínculos y dependencias ontológicas que mantiene con el resto de los miembros de la comunidad. Al contrario, como expresión del hombre, la libertad sólo se trasluce y se hace posible en el interior del contexto comunitario. Como recoge en su Crítica de la razón simbólica “la libertad del hombre es dialógica” (). Ello sitúa su aproximación en torno a los presupuestos de la libertad en las antípodas de la postura que había defendido Sartre. De acuerdo con El ser y la nada, la libertad del para-sí se fundaba en la nihilización que la conciencia introducía en la opacidad y densidad del ser-en-sí. Adquiere su sentido en el espacio de la intimidad y mismidad de un yo que descubría, a través de su propia contingencia, la Nada que fundaba su propia libertad. Precisamente el trasfondo egológico de la misma explicaba las tensiones entre aquella y la intersubjetividad en el interior de la ontología sartreana. Fundamentada únicamente en la conciencia y trascendencia del para-sí, la libertad no puede sino entrar en contradicción con la mirada cosificadora del otro que atraviesa la totalidad de las relaciones humanas. De ahí que la propia dialéctica de la mirada y sus tensiones agonísticas puedan interpretarse desde la matriz del conflicto entre la libertad propia de un ser carente de consistencia ontológica y la cosificación –procedente del otro– que tiende a reducirla a la condición de ser-en-sí. La perspectiva de Nicol escapa de esta tensión irresoluble al fundar la libertad –la condición proteica– del hombre no en el espacio íntimo de su mismidad, sino en sus carencias ontológicas, en la expresión de su ser. No puede emerger, por tanto, una contradicción entre la libertad humana y la intersubjetividad en tanto que la segunda constituye las premisas ontológicas de la primera. De hecho, lo que podría cuestionarse desde la perspectiva de Nicol es la separación conceptual sartreana entre el ser-para-sí y el ser-para-otro a través de la cual se dota de prioridad ontológica al espacio de la intimidad y mismidad del sujeto al que se circunscribe su libertad que, desde este marco filosófico, sólo puede colisionar con el espacio de la alteridad. Así, desde las tesis nicolianas se derivará una caracterización ontológica de la relación con el otro que nos permitirá disolver aquellas aporías localizadas por Sartre en El ser y la Nada.
5. La comunidad ontológica y el otro como prójimo
Con el objetivo de profundizar en la idiosincrasia de la comunidad ontológica en el pensamiento de Nicol es preciso delimitar el alcance de la misma. Al fin y al cabo, el filósofo catalán evita identificarla con cualquier entidad política particular, constituida a lo largo de la historia, como podría ejemplificar el Estado-nación moderno. Desde la perspectiva de Nicol, esta forma reciente de agrupación política no constituye sino una perversión de la sociabilidad humana al establecer criterios de pertenencia y exclusión –en función de lengua, étnica, etc.– que aglutinan a los individuos pertenecientes al mismo Estado con una fuerza directamente proporcional a cómo los separan de otros. Así lo refleja en La vocación humana:
Los vínculos de solidaridad se distienden cuando aparece el principio de poder, por el cual cada hombre se convierte no tanto en un ser autónomo, cuanto en un ser atómico; en un individuo para el cual no hay otro centro en la vida que el propio interés. El hombre individualizado, en las épocas de preponderancia del principio de poder, forma una noción engañosa de su libertad: la libertad de acción, que es libertad para ser, adopta la forma degradada de una libertad para el dominio, ante la cual todo refuerzo del principio de la ley se considera atentatorio a la libertad individual. Así, el individuo no sólo se desvincula con la comunidad, sino que llega a estar en pugna con ella” ().
Al contrario, la comunidad a la que remite la metafísica nicoliana es universal y abarca a todos los individuos ya que “lo que todos los hombres tienen en común, en tanto que seres históricos, es precisamente la comunidad” (). La comunidad que describe la metafísica nicoliana constituye un principio ontológico-histórico que precede y es condición de posibilidad de las diferentes formas de organización y agrupación humanas. De hecho, cada individuo puede formar parte de ellas únicamente en tanto pertenece a una comunidad ontológica primigenia. La aproximación nicoliana al problema de la intersubjetividad se caracteriza por una impronta humanista que reivindica la pertenencia de todos los individuos a una misma comunidad cuya columna vertebral la constituye la efectividad de las relaciones dialógicas. Aquella abarca, por lo tanto, a la “humanidad concebida como una comunidad unitaria” (). Las relaciones de pertenencia que conforman los mimbres ontológicos de los sujetos no se declinan en diferencias derivadas de la lengua, la nacionalidad, el género, etc. Al contrario, la mera co-presencia con el otro que es condición de la manifestación del ser es ya un índice de la comunidad ontológica. De esta forma, a las diferencias entre los seres humanos en función de múltiples factores subyace la “comunidad de los hombres” con el ser que se hace transparente en su diálogo. Esta comunicación constituye el canal a través del cual fluyen las relaciones intersubjetivas entre individuos radicalmente co-dependientes entre sí. No hay cesura u opacidad en el interior de las relaciones con el otro. Tampoco violencia o cosificación a través del enfrentamiento o descubrimiento de una alteridad. Al contrario, la ontología que subyace a la intersubjetividad trasparenta un diálogo cristalino con el otro mediante el cual se hace patente la manifestación del ser.
En este sentido, el contraste con las tesis sartreanas difícilmente podría ser más pronunciado. De la dialéctica de la cosificación se derivaba que la mirada del otro necesariamente implica una negación de las posibilidades de la conciencia y, por tanto, de la propia constitución ontológica excéntrica del ser-para-sí. La relación con el otro es profundamente aporética en tanto que la mera presencia de aquel en el campo fenoménico niega con su mirada aquello que es. En la formulación nicoliana, al contrario, la alteridad no entra en ningún caso en conflicto con los rasgos ontológicos de la conciencia del sí mismo. Al contrario, aquello que el sujeto es depende originariamente del otro en tanto que la condición expresiva de la conciencia sólo puede hacerse efectiva a través de un diálogo dirigido hacia un otro co-presente. “La comunidad hace posible la producción expresiva” (). En este sentido, el individuo en abstracción de sus relaciones con aquellos que le circundan evidencia una precaria insuficiencia ontológica que necesita del complemento del otro. La alteridad es redefinida como un complemento necesario del propio ser de la conciencia. El otro no es un índice de una región ontológica diferente a la que constituye al sujeto –como la del ser-para-otro sartreano. Al contrario, el otro es un prójimo, aquel que complemente la realidad del sujeto (). Por este motivo, desde el punto de vista de Nicol, la raíz ontológica que subyace a la intersubjetividad no es la conflictividad, la opacidad o la cosificación. Se identifica con la hermandad () y la fraternidad. Aquella no sólo proyecta una salida, sino que también disuelve de entrada todas las aporías diagnosticadas por Sartre en su análisis del ser-para-otro. La dialéctica de la cosificación, a través de las reflexiones nicolianas, es reconciliada en el interior de una comunidad ontológica fraternal que une y vincula a todos los hombres. De ahí que de la obra Nicol se desprenda una conceptualización de la alteridad que, situándose en las antípodas de El ser y la Nada pero compartiendo un trasfondo fenomenológico con la misma, concibe al hombre como hermanado ontológicamente con su prójimo y como siendo libre únicamente en tanto que es co-dependiente y co-responsable de aquel.
6. Conclusiones
Es bien cierto que las reflexiones sartreanas en torno a la alteridad no se limitan a aquellas que han sido bosquejadas en las líneas anteriores. Al contrario, sus perspectivas se vieron modificadas a partir de textos posteriores y, especialmente, de su otra gran obra de calado filosófico: Crítica de la razón dialéctica (). Pese a ello, las tesis sobre la intersubjetividad desplegadas a lo largo de El ser y la Nada constituyen una totalidad coherente y cerrada de la que se desprende una representación de las relaciones humanas particularmente pesimista habitualmente prefigurada a través de la máxima, con la que concluye su obra de teatro, A puerta cerrada: “El infierno son los otros” (). Tal y como hemos desarrollado, esta ontología de la alteridad se deriva de una clasificación ontológica –entre ser-en-sí y ser-para-si– que en última instancia depende de la particular interpretación sartreana de los principios filosóficos subyacentes a la fenomenología. La reducción del ser a la serie total de sus manifestaciones constituye, desde las primeras líneas de El ser y la Nada, uno de los principales presupuestos en su estudio filosófico. Ahora bien, como explicitamos a través de la recuperación de la metafísica de Eduardo Nicol, las consecuencias aporéticas a las que conduce el análisis sartreano de la intersubjetividad no deben identificarse como una consecuencia necesaria de los principios fenomenológicos de la ontología sartreana. Son, más bien, una derivación de la insuficiente radicalidad con la que el filósofo francés asume a reducción del ser al conjunto de sus manifestaciones. Tal y como puede plantearse desde las ideas proyectadas por la ontología expresiva de Nicol, la distinción sartreana entre el ser del fenómeno y el fenómeno de ser –condición de posibilidad de la brecha ontología entre en-sí y para-sí– traiciona el valor apofántico y absoluto que el propio Sartre había concedido al fenómeno. Reducir el ser al fenómeno, la ontología a la fenomenología, implica disolver la distinción inicial sartreana con base a la cual construye su caracterización conflictiva y agonística del ser-para-otro. Por el contrario, renunciar a cualquier trasfondo ontológico más allá del fenómeno, como articula la metafísica nicoliana, orece diferentes perspectivas para trascender las aporías que Sartre identifica en su análisis de la alteridad.
La reducción del ser al fenómeno y el carácter expresivo del hombre se transparentan a través del diálogo entre una pluralidad de sujetos. Ello atestigua la presencia de una comunidad ontológica originaria que precede y posibilita –entre una variedad indefinida de posibilidades– las relaciones conflictivas anteriormente diagnosticadas por Sartre. El otro no es prefigurado como una mirada cosificadora que violenta la identidad excéntrica de la conciencia y limita su trascendencia. Antes que como un factor externo y extraño que perturba nuestro campo fenoménico, el otro es el polo intencional de una comunicación que trasparenta la manifestación del ser. La alteridad señala una relación constitutiva con el otro que abarca a la totalidad de los hombres y que sienta las bases de una comunidad ontológica cuyos lazos son las relaciones comunicativas entre los individuos. A través de un principio ontológico –la identificación del ser con su manifestación– que podemos interpretar como coherente con los principios fenomenológicos que anunciaba Sartre al inicio de El ser y la Nada, Eduardo Nicol nos proporciona una metafísica de la intersubjetividad que trasciende todas las aporías y contradicciones a las que había conducido la filosofía del intelectual francés.
Notas
[1] Es preciso anotar que desde el interior de la ontología fenomenológica sartreana emerge una tensión entre, por un lado, la dialéctica de la cosificación por la cual la alteridad se erige en fuente de negación de posibilidades y conflicto y, por el otro, la necesidad de la presencia del otro para la propia existencia. A lo largo de la discusión desarrollada con Hegel, Husserl y Heidegger en El ser y la nada Sartre enfatiza que la relación ontológica con el otro no puede declinarse en el orden del conocimiento –la alteridad no es, por tanto, conjeturable– sino en el plano del ser. El otro no es un mero objeto, sino aquel que encuentro como “no siendo yo” (). La estrecha vinculación ontológica con el otro lo convierte en fuente de cosificación, pero a la vez, se constituye, desde la perspectiva sartreana, de autodeterminación. Ya que su mirada opera como el espejo que permite al para-sí tomar conciencia de sí mismo. Pese a la dialéctica de la cosificación, mantiene Sartre, los otros “son la condición necesaria de todo pensamiento que yo intente forjar sobre mí mismo” () La autoconciencia de la mismidad requiere del intermediario del otro sin el cual aquella se agotaría en su propia caducidad, al margen de la petrificación que el otro implica. Nuestra reflexión tiene un origen, por lo tanto, meramente intersubjetivo. La mirada de los otros es condición necesaria para el ejercicio de la reflexión en sí. Ello se evidencia por una de las refutaciones que ofrece el filósofo francés respecto al peligro del solipsismo. En los siguientes términos sinteriza este argumento Alan Savignano “Yo apercibo una representación yoica de mí mismo en cuanto entidad psicofísica que goza de una serie de rasgos más o menos estables. La génesis de esta representación no puede radicar en mi conciencia, puesto que el modo de ser ipseidad y nihilización de ella hace fracasar todo intento de captarme en el registro del en-sí. Por ende, deben existir otros sujetos cuya existencia implica necesariamente el surgimiento de una imagen alienada de mí mismo” ().