Acercarse a la última obra del catedrático de Filosofía Mariano Rodríguez González, Filosofía de la mente, no solo entraña una oportunidad única para el estudiante de filosofía común de abundar con rigurosidad y perspicuidad en los diferentes momentos y figuras intelectuales que han contribuido a configurar y delimitar el problema del estudio de la mente en el seno de la filosofía, sino que también constituye un excelente texto de referencia para aquellos profanos en la materia que deseen adentrarse en uno de los campos más fascinantes del conocimiento humano, en el que disciplinas tales como la filosofía, la psicología o la neurociencia se asocian para tratar de dar respuesta al que sin duda constituye uno de los interrogantes más consustanciales a nuestra condición: la naturaleza de lo mental.
El problema mente-cuerpo o, en su enunciación más específica, el problema de la causalidad psicofísica no agota a la filosofía de la mente como disciplina, pero no cabe duda de que ha acaparado una gran extensión en la literatura sobre la materia. La primera sección de la obra de Rodríguez González comienza, por tanto, examinando la génesis y las diversas derivas de esta cuestión desde los albores de la Modernidad hasta prácticamente nuestros días. Existe cierto consenso en la comunidad filosófica en erigir a R. Descartes no solo como el iniciador de la Modernidad, sino también como pionero a la hora de situar el asunto que nos ocupa en el centro de gravedad de las disputas filosóficas. La solución cartesiana habría consistido en oponer la res cogitans (o sustancia pensante) a la res extensa (o sustancia material), solución que constituirá desde entonces el paradigma del dualismo sustancialista. No obstante, y como bien advierte nuestro autor (Rodríguez González 2021, p. 29), hay en el filósofo francés un salto no legitimado de la posibilidad lógica a la posibilidad ontológica, en la medida en que concebir de iure una mente independiente del cuerpo no garantiza poder hacer lo propio de facto. El dualismo sustancialista cartesiano vendría a ser matizado por un dualismo interaccionista débil o dualismo de propiedades—en el que se enmarcan autores como K. R. Popper o el premio Nobel J.C. Eccles—que proclamará que mente y cuerpo, si bien constituyen entes diversos, tienen la capacidad de influirse mutuamente (no hay que olvidar, empero, que también Descartes había identificado la glándula pineal como el lugar donde mente y cuerpo eran capaces de interactuar). En este contexto, quizás la aportación filosófica de mayor envergadura se la debemos a Popper con su doctrina de los tres mundos. De entre la tríada de mundos distinguida por el filósofo, el segundo, o aquel habitado por todos los estados mentales y estados de conciencia del hombre, y el tercero, o aquel cuyos pobladores son los contenidos de pensamiento objetivo, se encuentran en constante retroalimentación. En última instancia, la gran contribución de Popper habría consistido en decretar el tercer mundo autosuficiente y objetivo, a pesar de ser un producto directo de la actividad mental y, por ende, del segundo mundo.
Con el transcurso de los lustros, el dualismo se mostraría cada vez más obscuro a las mentes de la época, sobreviniendo nuevas teorías cuya principal pretensión consistiría en desproveer al problema mente-cuerpo del halo de misterio del que lo había revestido el dualismo. El conductismo, encarnado, entre otros, G. Ryle y, en cierta medida, también por L. Wittgenstein, reduciría los estados mentales a disposiciones o descripciones de la conducta, pero habría de enfrentar serias objeciones relacionadas con la conciencia fenoménica y la intencionalidad. Por su parte, las teorías de la identidad, en las que se incluyen a figuras como J.J.C. Smart o U. Place, propondrían soslayar el problema mente-cuerpo mediante la identificación de los estados mentales con los procesos cerebrales subyacentes, so pena de incurrir en un dualismo de rasgos: “la identificación del dolor con los disparos de las fibras-c que pretende la teoría de la identidad pasa sin duda por alto el sentido estricto de la relación de identidad como identitas indiscernibilium […] De forma que, para muchos de sus críticos, el contenido cualitativo de ciertos estados mentales no puede ser propio de ningún estado físico” (Rodríguez González 2021, p. 61). Asimismo, las teorías de la identidad también tendrían que vérselas con el problema de los qualia, un obstáculo recurrente para las teorías reduccionistas de lo mental. Una solución más radical sería la propuesta por el eliminativismo, el cual argüiría, bebiendo de fuentes como el neopositivismo lógico, que el discurso mentalista de la psicología tradicional brotaría de una teoría ya refutada por las ciencias de la mente, por lo que la cuestión de la causalidad psicofísica no sería sino un pseudoproblema cuyo remedio pasaría por hacer desaparecer todo discurso acerca de lo mental. Asimismo, en su exhaustivo recorrido por el escenario filosófico, Rodríguez González no olvida mencionar las diversas posturas funcionalistas, constituyendo el funcionalismo computacional desarrollado por A. M. Turing, H. Putnam o J. Fodor una de las teorías que más éxito ha cosechado entre los experimentados de las ciencias cognitivas y que llevaría la metáfora computacional al ámbito de lo mental, identificando los estados mentales con estados funcionales de un sistema procesador de la información. Tampoco pasará por alto el autor las teorías alternativas a las concepciones clásicas, tales como el naturalismo biológico iniciado por J. Searle, el monismo anómalo de D. Davidson, las diversas corrientes emergentistas -en las que el concepto de “superveniencia” deviene la idea explicativa central del fenómeno de la conciencia- o el escepticismo, abrazado clásicamente por D. Hume e I. Kant y, más recientemente, por C. McGinn.
El abandono del funcionalismo por Putnam como consecuencia de su “giro pragmatista” le servirá como introito a Rodríguez González para posicionarse decididamente frente al problema mente-cuerpo a través de la filosofía nietszcheana (del que el autor es buen conocedor) y de las aportaciones del filósofo estadounidense D. Dennett. Antes de ello, empero, revindicará posturas como el enactivismo, el cual “entiende el conocimiento como el resultado de un proceso de interpretación, enraizado en las estructuras corporales biológicas que son vividas en el marco de la historia cultural” (Rodríguez González 2021, p. 151) y en cuyo marco figuras como A. Noë o F.Varela apostarán por abandonar la primacía de la representación en el fenómeno de lo mental (no sin que este despojo de su rol central deje tras sí un sabor amargo respecto a qué habría de significar, entonces, lo mental para el enactivismo). Igualmente, el filósofo y profesor nos ofrecerá una caracterización del estado actual de la Inteligencia Artificial (IA) en su búsqueda de un “algoritmo definitivo” que se haga cargo del fenómeno de la conciencia tal y como la experimentamos los humanos, una empresa titánica de la IA fuerte que habría de toparse con el problema de la comprensión, enunciado de manera magistral por el filósofo J. Searle a través de su experimento mental de la habitación china, resumiendo, el asunto de la comprensión, especialmente a partir de entonces, lo esencial del problema mente-cuerpo (Rodríguez González 2021, p. 171). Pero, como adelantábamos, de acuerdo con Rodríguez González serán F. Nietzsche y D. Dennett la clave para clausurar por fin el problema mente-cuerpo como problema específicamente filosófico (en el sentido dennettiano). Para Dennett, es posible hablar de competencias sin comprensión, entendiendo por competencias las habilidades de un organismo para “lograr un fin determinado”. La conciencia, y con ella la compresión, sería tan solo fruto de un proceso gradual inscrito en la dinámica de la selección natural que responde a nuestra necesidad de comunicación con nuestros congéneres en pos de la supervivencia de la especie. La selección natural, por tanto, constituiría en el fondo ese algoritmo universal (Rodríguez González 2021, p. 199) tan codiciado por la IA y la pregunta capciosa acerca de la relación entre cuerpo y mente sería reemplazada por un relato comprensible acerca del surgimiento de la conciencia. En este paradigma, el problema de la “conciencia dura” o conciencia fenoménica sería tan solo un eco del dualismo sustancialista, producto de, en palabras de Dennett, una “extraña inversión del razonamiento” por la que nuestros cerebros proyectarían una propiedad ilusoria en el mundo.
Va a concluir Rodríguez González su obra aproximándose al intricado asunto de la representación y el contenido de lo mental. La máxima de F. Brentano de que el rasgo definitorio de lo mental lo constituye la intencionalidad, el atributo de todo fenómeno psíquico de dirigirse hacia un objeto, supondría para muchos un punto de partida estable para abordar el problema de la representación. No obstante, la empresa de naturalización de la intencionalidad se iba a tropezar no con pocas dificultades, como bien advertirían autores como S. Stich. Nuestro autor se sumergirá con profundidad en todos estos asuntos, exponiendo las tentativas de la semántica cognitiva por consumar la naturalización de la intencionalidad (tentativas que se vieron cuestionadas, entre otras cosas, por la posibilidad de concebir contenidos no conceptuales), refiriéndose a la semántica informacional del estadounidense F. Dretske y finalizando con la alusión a la teleosemántica, tesis excepcionalmente desarrollada por la filósofa R. Milikan y que declarará que la semántica de los contenidos mentales se encuentra en relación de subordinación con la función que estos desempeñan en el hábitat sociocultural y biológico en el que han sido concebidos, incardinando, de este modo, Rodríguez González la solución dennettiana al problema mente-cuerpo en las tesis biologicistas acerca de la representación mental.
Definitivamente, la obra de Rodríguez González no solo presenta, como señalábamos al principio, un gran valor propedéutico para cualquier estudiante de filosofía, sino que sobresale por su rigor intelectual y su coherencia argumentativa, así como por su mesurado equilibrio a la hora de presentar las diversas tesis y los retos a las que estas se enfrentan a la par que introducir una original reflexión sobre la materia. En este sentido, Filosofía de la mente viene a completar el acervo de textos en castellano canónicos disponibles en la disciplina, consagrándose como una nueva lectura de referencia.